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Valores, carácter y sentido de la vida
Carácter y mejora personal 
La puerta del cambio 
Aquel chico tenía catorce años y se puede decir que era un auténtico desastre. Tenía un carácter 
muy difícil y una apatía impresionante. Apenas atendía en clase, y luego en su casa estudiaba menos 
aún. Parecía no tener ilusión por nada, suspendía habitualmente un montón de asignaturas, y sus padres 
estaban desesperados. 
Recuerdo que sus profesores comentábamos con preocupación el caso, sin duda el más 
problemático del curso: apenas escuchaba los consejos que se le daban, nadie sabía bien qué hacer con 
él. Todo parecía indicar que aquel chico estaba destinado al más negro de los futuros. 
El caso es que acabó el curso, y las vueltas de la vida hicieron que durante mucho tiempo apenas 
volviéramos a tener noticias el uno del otro, hasta que siete años después coincidimos una lluviosa tarde 
de septiembre en una cafetería. 
Me alegró verle sonriente, con sus flamantes veintiún años recién cumplidos y sus casi dos 
palmos más de altura. Fue una coincidencia casual y, como procuro hacer siempre con quienes fueron 
mis alumnos en aquellos años que dediqué a la enseñanza, quedamos después para charlar un rato. 
Cuando nos sentamos, le pregunté cómo iba su vida. 
Mi primera sorpresa fue que estaba en cuarto curso de una carrera bastante difícil. Además, no 
sólo no había perdido ningún año, sino que llevaba esos estudios con unos resultados brillantes. 
Mientras me lo contaba, venían a mi memoria aquellas reuniones de profesores, cuando analizábamos la 
marcha del curso, donde varias veces se llegó a decir —quizá alguna vez yo mismo— que aquel chico, 
salvo un milagro, no llegaría a terminar el bachillerato. 
El caso es que el milagro se había producido. Su vida había cambiado. No es que hubiera 
cambiado un poco, podía decirse que había cambiado por completo y en casi todo. Es como si fuera otra 
persona. Como si de aquellos viejos tiempos conservara poco más que su nombre y sus apellidos. 
Yo estaba intrigado por el cambio. «Oye —le dije—, tienes que explicarme qué ha pasado 
contigo para que hayas cambiado de esa manera. Me tienes asombrado.» 
La pregunta le sorprendió un poco. Calló por unos instantes, como queriendo ordenar sus ideas, 
se puso un poco más serio, y finalmente empezó su relato, despacio pero con soltura: 
«Mira. Fue un día concreto. A lo mejor te parece un poco raro, y quizá lo sea, pero fue un día 
concreto, un día por la mañana. Llevaba unas semanas fatal. Mejor dicho, unos años. Llevaba años 
oyendo siempre lo mismo. De mis padres, de mis profesores, de todos. Siempre lo mismo. Que yo era 
un desastre, que estaba hipotecando mi vida, que iba a ser un desgraciado si seguía por ese camino, que 
me estaba buscando la ruina, que nunca sería un hombre de provecho, y todo eso que dicen las personas 
mayores.» 
Le interrumpí un instante, con un poco de curiosidad, para preguntarle qué pensaba él entonces, 
cuando escuchaba esas cosas. 
«Bueno, no sé cómo decirte, todo aquello me entraba por un oído y me salía inmediatamente por 
el otro. Me parecía que era el rollo de siempre, y estaba cansado de escuchar todos los días los mismos 
consejos. 
»No es que no entendiera las razones que me daban, es que ni siquiera les prestaba atención. Me 
habían dicho ya mil veces lo mismo, y cuando veía que me venían con ésas, desconectaba y ya está. 
Tenía como echada una barrera mental sobre todas esas cosas, prefería no pensar, y todos esos sabios 
consejos me resbalaban por completo. 
»Bueno, lo que te decía, fue un día concreto, me acuerdo perfectamente. Estaba en plena época 
de exámenes, y esos días no teníamos clase, para poder estudiar. Pero estudiar no me apetecía 
absolutamente nada. Estaba con la angustia de los exámenes, y al tiempo con la angustia de que no 
había dado ni golpe y me iban a suspender otra vez.
»Tenía un sueño tremendo, y estaba tentado de volverme sin más de nuevo a dormir, pero 
llevaba mal el curso, como siempre. Si me volvía a la cama, iba a ser muy difícil que aprobara, y las 
cosas se iban a poner más feas que de costumbre. 
»Me había despertado temprano, y desde ese momento no había parado de darle vueltas en la 
cabeza a una idea: Oye, tío..., ¿qué es esto? ¿Voy a estar toda la vida así? ¿Cincuenta o sesenta años 
más así? Esto no funciona. Algo tiene que cambiar. No puedo seguir así el resto de mis días. 
»Debí tener un momento de especial lucidez, supongo, porque vi como algo angustioso 
continuar el resto de mi vida con el mismo plan que llevaba hasta entonces. Y me aventuré a pensar en 
cosas serias, en cosas que hasta entonces casi nunca me había planteado. 
»No encontraba ilusión en casi nada. Me veía dominado por la pereza de una forma terrible. Es 
algo bastante angustioso, de verdad. No sabía a qué podía conducirme todo aquello. Era como estar 
deslizándose por una pendiente oscura, cada vez más rápido y con más descontrol, y te das cuenta de 
que no sabes dónde puedes acabar. 
»Pensaba en el fracaso de mi vida, en todo eso que me había dicho tantas veces tanta gente. Pero 
aquella vez fue distinto. No me dijo nada nadie. Aquella vez me lo dije todo yo a mí mismo. Y cambié. 
Eso es todo. 
Levantó la mirada, como dudando si hacer o no una glosa personal de todo aquello, y finalmente 
concluyó: 
»Desde entonces, tengo una idea bien clara: los buenos consejos te dan oportunidades de 
mejorar, pero nada más. Si no los asumes, si no te los propones seriamente, como cosa tuya, no sirven 
de nada, por muy buenos que sean; es más, para lo único que sirven entonces es para que cada vez los 
valores menos, para que se produzca una especie de inflación de los consejos que recibes. 
»Oír una cosa es muy distinto de hacerla propia. Y para mejorar realmente, la única manera es 
ser capaz de decirse a uno mismo las cosas, ser capaz de cantarte las cuarenta a ti mismo.» 
Mientras le escuchaba, me acordaba de otros casos en cierto modo parecidos. Pensé en esos 
chicos y chicas jóvenes que a veces vemos ir como arrastrándose por la vida, y les hablamos de tantas 
cosas que deberían hacer, de tantas cosas que habrían de cumplir, y nos desespera ver su apatía y su 
indolencia, y sin embargo quizá no hemos advertido la raíz de su verdadero problema, que es algo 
mucho más de fondo: aún no se han decidido a tomar realmente las riendas de su vida. 
Las causas de esa actitud pueden ser muy diversas: quizá han recibido una educación muy 
pasiva, o hiperprotectora, que no les ha ayudado a madurar; o tienen una fuerte tendencia a alejarse de 
la realidad, consecuencia de una vida muy cómoda, o demasiado sentimental; o no han aprendido a 
alzar un poco la mirada y aspirar a valores e ideales más altos; o, por los motivos que sean, apenas 
sienten responsabilidad sobre sí mismos, y olvidan, en la práctica, que son fundamentalmente ellos 
quienes se están jugando —y no es poco— su acierto en el vivir. 
Aquel antiguo alumno mío había espabilado gracias a una sana inquietud por su futuro. Me 
recordó algo que había leído tiempo antes a Zubiri, que aseguraba con gran fuerza que la pregunta ¿Qué 
va a ser de mí? resulta siempre decisiva en la vida ética de cualquier persona. 
Me parecía muy interesante su relato, pero le interrumpí de nuevo un momento. Quería 
preguntarle si le había costado mucho cambiar después de aquella decisión de esa mañana tan 
provechosa. 
«¿Que si me costó? Una barbaridad. Me costó muchísimo, como es natural. Pero lo había visto 
bien claro, y eso es lo importante. Ya estaba harto de seguir deslizándome por la cuesta abajo de la vida, 
y además, como estaba ya muy abajo, no podía perder ni un minuto más. Así que acabé por cambiar. Y 
me costó muchísimo, pero aquello fue como entrar en una nueva dimensión de la vida. 
»Parece mentira, pero es tremendo lo que se puede sufrir cuando uno opta por la vida fácil. 
Cuando estás en ella, lo otro te parece insufrible, pero en realidad es al revés. Ahora veo con claridad 
meridiana que aquella vida era un infierno. Lo que pasa es que entonces no conocía otra, y no 
encontraba sentido a esforzarme más. Tengo la impresión de que para encontrar sentido a las cosas,
antes hay que luchar un poco por ellas. Pero, desde luego, lo peor es dejarse llevar, porque vas como 
dando bandazos, pegándote golpes con todo, como cuando pierdes el equilibrio y no sabes bien dónde 
puedes acabar estrellándote.» 
Aquella narración, tan sincera y tan cargada de realidad, me hizo pensar bastante en el fenómeno 
del cambio. Pensaba en que hay decisiones que son fundamentales en la vida, y no siempre están unidas 
a acontecimientos externos señalados, sino que son fruto simplemente de la lucidez de un pensamiento, 
y a veces tiene día y hora concretos. 
Salvando las distancias, me recordó aquella otra reflexión de Víctor Frankl en el minúsculo 
calabozo del lager nazi: en nuestra vida podemos realmente elevarnos bastante por encima de esos 
condicionamientos en que estamos inmersos y que a veces parecen marcarnos un destino inexorable. 
Cada persona custodia en su intimidad una puerta del cambio, una puerta que sólo puede abrirse 
desde dentro. Cambiar es algo asequible a todos. Lo decisivo es tratarlo seriamente con uno mismo. El 
consejo viene de Epícteto: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo. 
Un nuevo modo de ver las cosas 
Hasta que se llegó a conocer con suficiente profundidad la acción patógena de los microbios, 
allá por la segunda mitad del siglo XIX, había entre los investigadores médicos una enorme 
preocupación ante el serio problema planteado por las frecuentes infecciones hospitalarias. 
Las complicaciones sépticas tras cualquier tipo de intervención quirúrgica eran casi inevitables y 
de consecuencias muy graves. También era habitual que tras pequeñas heridas se produjeran 
importantes supuraciones o septicemias, y un elevado porcentaje de mujeres morían como consecuencia 
de infecciones originadas por la asistencia al parto. Pero nadie entendía bien por qué sucedía todo 
aquello. 
Tras sus importantes descubrimientos bacteriológicos en el campo de la fermentación, Louis 
Pasteur anuncia en 1859 su idea de que los procesos infecciosos son consecuencia de la acción de un 
germen. Pero, ¿de dónde vienen esos microorganismos? Hasta entonces, quienes se habían planteado en 
esa posibilidad pensaban que surgían por generación espontánea. Sin embargo, Pasteur va hallando 
microbios específicos de diferentes enfermedades, y observa que son seres vivos que van pasando de un 
cuerpo a otro. 
Poco después, el cirujano inglés Jospeh Lister descubre que aplicando enérgicas medidas 
antisépticas se frenan drásticamente las infecciones: por ejemplo, en el caso de las fracturas abiertas, 
logra reducir la mortalidad desde el 50% a cifras inferiores al 15%, gracias al empleo de fenoles como 
producto antiséptico. 
Más adelante, Pasteur descubre que esos gérmenes causantes de la enfermedad pueden ser 
aislados y cultivados, y que si se amortiguan y se inoculan en pequeñas dosis en cuerpos sanos —a ese 
hallazgo se le puso el nombre de vacuna—, tienen un efecto inmunizador. 
En cuanto se desarrolló la teoría microbiana, se implantó un nuevo modo de entender la atención 
hospitalaria, y en general de toda la medicina. Comprender mejor lo que sucedía hizo posible un avance 
extraordinario. Un pequeño cambio de enfoque hizo ver las cosas muy distintas y generó poderosas 
transformaciones. 
De manera análoga, muchas personas experimentan un notable cambio en su pensamiento en 
determinados momentos de su vida. Descubren una nueva faceta de la realidad, y esto provoca un 
cambio en las claves con las que estaban interpretando esa realidad: un descubrimiento nos hace 
sustituir viejas claves por otras más acertadas. 
Sucede, por ejemplo, cuando una persona sufre un accidente grave, o afronta una crisis que 
amenaza cambiar seriamente su vida, o pasa por la prueba de la enfermedad y del dolor, y de pronto ve 
sus prioridades bajo una luz diferente. O cuando comienza a ejercer determinadas responsabilidades, o
asume un nuevo papel en su vida, como el de esposo o esposa, padre o madre, y entonces se produce un 
cambio de su modo de ver las cosas. 
Si en nuestra vida queremos realizar pequeños cambios, puede que nos baste con esforzarnos un 
poco más en mejorar nuestra conducta y luchar contra nuestros defectos, pero si aspiramos a un cambio 
importante, es preciso cambiar nuestro modo de ver las cosas. 
Un ejemplo. Piensa por un momento —recomienda Stephen Covey— en tus bodas de plata, o en 
tus bodas de oro. Piensa en la despedida en tu trabajo cuando llegue tu jubilación. Visualízalo con 
riqueza de detalles. Piensa en los sentimientos y emociones que te embargarán en ese momento. ¿Cuál 
será tu balance de todos esos años de matrimonio o de trabajo? ¿Cuál quieres ahora que sea el balance 
que hagas entonces? 
Otro ejemplo. Piensa en que te enteras ahora mismo de que te quedan sólo tres meses de vida. 
Visualiza mentalmente qué harías. Es probable que, de pronto, todo aparezca con una perspectiva 
diferente. Es probable que afloren a la superficie ciertos valores que quizá antes apenas habías tenido en 
cuenta. 
Quizá veas entonces de modo distinto la relación con tus padres o con tus hijos, o plantees de 
modo distinto el matrimonio, o la relación con tus compañeros de trabajo. Quizá te parezcan fútiles 
cosas que hace un momento considerabas muy importantes. 
Está claro que la vida no puede plantearse cada día como si te quedaran tres meses de vida, por 
supuesto. Pero ese ejercicio mental nos puede ayudar a pensar en cosas en las que habitualmente no 
pensamos, a reflexionar sobre los principios que rigen nuestra vida, a identificar mejor lo que realmente 
importa. 
La vida nos va cargando día a día de rutinas, de adherencias que van entorpeciendo nuestra 
marcha. A veces hay que pararse y ver qué es lo que queremos, no dar por bueno sin más nuestro status 
quo, no seguir sumisamente la inercia de todo lo que hemos hecho hasta entonces, repensar las cosas a 
fondo. No podemos olvidar que esos valores y principios son la trama que da consistencia al tejido de 
nuestra vida y, por tanto, son nuestro mayor tesoro (además, casi lo único que tenemos a salvo de robos, 
incendios, quiebras o descensos bursátiles). 
Saber usar los propios recursos 
Hay personas que achacan sus defectos a razones de tipo genético. Son los que con un qué le 
vamos a hacer, he nacido así, alejan rápidamente de su cabeza la posibilidad de esforzarse en serio por 
erradicar un determinado defecto. 
Algunos llegan incluso a hablar del mal genio de su abuelo (o de toda una rama de la familia) 
para justificar, por ejemplo, que tienen un carácter violento o imprevisible. Están convencidos de que su 
herencia de irascibilidad viene inexorablemente determinada en su carga genética y que, por tanto, nada 
pueden hacer por luchar contra su propio ADN. 
Otros parecen tranquilizarse echando las culpas a la educación que recibieron de sus padres. Son 
los que con un cortés y lacónico me han educado así, dejan también de lado cualquier pensamiento 
sobre su mejora personal. 
Otros cifran casi todo en cuestiones del ambiente en que han vivido, de su condición social, del 
modo de ser propio de su región o su país de origen, del estilo educativo del lugar donde estudiaron, o 
de lo que sea..., pero siempre hay algo o alguien fuera de él que es el verdadero responsable de que él 
sea así. Siempre piensan que el problema está fuera de ellos, y precisamente ese pensamiento es su gran 
problema. 
Este peligroso planteamiento de la vida admite, como es lógico, diversos grados. En algunos 
casos, por ejemplo, admiten humildemente que quizá la solución está en ellos mismos, y se muestran 
teóricamente dispuestos a afrontarlo positivamente, pero luego no llegan a tomar la iniciativa o no dan 
los pasos necesarios para llevar a la práctica esas soluciones. Veamos unos ejemplos, tristemente 
frecuentes, tomados del ámbito escolar:
«En casa no hay quien estudie. Tendría que ir a una biblioteca, pero la de mi barrio está llena 
desde primera hora de la mañana y no tengo ni la menor idea de dónde habrá otra...» (Ni se plantea 
madrugar un poco más, ni espabilar un poco para enterarse de donde hay otra biblioteca). 
«No sé qué carrera estudiar. Tendría que enterarme bien, pero no sé a quién preguntar para 
informarme de esto. Nadie quiere ayudarme.» (No ha preguntado a nadie, y ya piensa que nadie le 
quiere ayudar; desde luego, será difícil que alguien se brinde espontáneamente a orientarle sobre un 
problema que él ni ha manifestado). 
«Sé que no tengo un buen método de estudio. Intento aprenderme todo de memoria, y veo que 
eso no es solución, pero no sé hacerlo de otra manera.» (Está claro que con un afán investigador como 
el suyo, la ciencia estaría aún como en el neolítico). 
Otros tienen un talante que queda bien retratado en aquellas famosas 6 normas para no prosperar 
que se difundieron tanto hace unos años: 
1. Espere sentado su oportunidad. 
2. Comente su mala suerte con los demás. 
3. No se esfuerce por mejorar su preparación. 
4. Laméntese de que los tiempos están muy difíciles. 
5. Obstínese en que sin recomendaciones no se logra nada. 
6. Confíe y aguarde a que vengan tiempos mejores. 
Son personas pasivas, que siempre están como esperando a que suceda algo exterior que les 
fuerce a cambiar; o a que alguien se haga cargo de ellas y las empuje a decidirse a afrontar y resolver 
sus problemas. Su principal problema son ellas mismas, no tienen una actitud ante la vida que les lleve a 
usar sus recursos y su iniciativa. Tienen como entumecidos los músculos de la responsabilidad. Pero 
esos músculos siguen siendo suyos y están ahí: lo que tienen que hacer es ejercitarlos. 
Dos modos de plantear las cosa 
Podríamos dividir nuestros pensamientos y preocupaciones habituales en dos grandes grupos: los 
que están centrados en cuestiones sobre las que no tenemos ninguna o casi ninguna posibilidad de 
influencia, y los que, por el contrario, se refieren a cuestiones sobre las que sí podemos influir. 
Quienes centran su cabeza sobre ese primer conjunto de pensamientos, es decir, sobre cuestiones 
que les vienen ya dadas y sobre las que no pueden hacer nada o casi nada, suelen ser personas pasivas, 
negativas e ineficaces. Dedican gran cantidad de tiempo y energías a pensar en los defectos de los 
demás (casi nunca en los propios, ni en ayudar a los demás a corregirse) y a lamentarse de las injusticias 
que la sociedad tiene con ellos (nunca en cómo ellos pueden contribuir a mejorarla). Se quejan 
continuamente de los males que la salud, el clima o la situación política traen a su desgraciada 
existencia. Piensan en muchas cosas, pero todas tienen en común que ellos poco o nada pueden hacer 
por cambiarlas. 
Por el contrario, las personas sensatas procuran centrarse en el segundo conjunto de 
pensamientos a que nos referíamos, es decir, se dedican fundamentalmente a cuestiones con respecto a 
las cuales pueden hacer algo, aunque no sea de modo inmediato. Y gracias a que hacen algo, logran que 
con el tiempo ese conjunto de ocupaciones —podríamos llamarlo círculo de influencia— vaya 
creciendo, pues cada vez son más eficaces, avanzan más e influyen sobre más cosas. 
¿Y reducirse a pensar solamente en lo que uno tiene al alcance de su influencia, no supone un 
cierto empequeñecimiento mental? Es cierto que hay muchas cosas —por ejemplo, la información sobre 
la actualidad nacional e internacional, la historia, etc.— sobre las que poco o nada podemos influir, y 
sin embargo resulta importante y positivo conocerlas, e ir formando una opinión sobre ellas. 
Por eso, cuando hablo de centrarse en el propio círculo de influencia me refiero 
fundamentalmente a la actitud general que uno toma ante los problemas que tiene: si los sitúa dentro de
su alcance y los acomete, o si, por el contrario, tiende a despejarlos fuera para luego lamentarse de no 
poder resolverlos. 
Lo sensato es saber centrar nuestros esfuerzos en lo que está a nuestro alcance, no perder 
nuestras energías en lamentaciones utópicas. De lo contrario, caeríamos en una especie de absurda 
autofrustración, un estilo de vida por el que las personas se autocastigan al pesimismo, la queja y el 
enterramiento de sus propios talentos. Recordando aquella vieja sentencia, podríamos decir que se trata 
de tener: 
coraje para cambiar lo que se puede cambiar, 
serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar, 
y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro. 
Hay quizá demasiadas ocasiones en que ponemos tontamente en cosas ajenas a nosotros la 
capacidad de decidir sobre nuestra vida. Por ejemplo, si uno se lamenta de no tener una casa o un coche 
mejor, o de no haber llegado a una determinada posición profesional, o de no haber tenido una familia 
distinta a la que tiene, puede plantearlo básicamente de dos maneras. 
La primera es quejarse de que los condicionantes de su vida le impiden lograrlo, y que sólo 
cuando cambien podrá salir de su triste situación. 
La segunda es radicalmente distinta: ver qué es lo que podría cambiar en él, en su actitud, en su 
conducta, para que esos condicionantes externos a su vez cambien: cómo puede mejorar él, cómo puede 
ser más ingenioso y más diligente para facilitar así que las cosas vayan cambiando. La diferencia es 
sencilla: acometer resueltamente los problemas, en vez de limitarse a protestar. 
Como se cuenta de aquella multinacional del calzado que envió un delegado comercial a un país 
subdesarrollado que aún vivía en régimen tribal. Al poco de llegar, el delegado envió un telegrama a la 
Dirección General de la empresa diciendo: «Negocio imposible, todos van descalzos». Lo cesaron y 
enviaron a otro, más resolutivo, y a los pocos días recibieron otro telegrama, bien diferente: «Negocio 
redondo, todos van descalzos. Envíen una remesa de quince mil pares.» 
Se trata de cambiar el enfoque con el que se ven los problemas. Es algo que resulta de vital 
importancia para aquellas personas que se han habituado a refugiarse en actitudes de continua queja, de 
culpar de sus problemas siempre a otros, o de responsabilizar de sus frustraciones a la sociedad. 
Por ejemplo, si tu matrimonio no va bien, o no te llevas bien con tu hijo, o con tu padre, o con tu 
jefe, poco puedes arreglar repitiendo una vez y otra sus defectos, considerándote una víctima impotente 
de su pésima actitud. Piensa en qué cosas son las que te enfadan y examínalas con objetividad: seguro 
que bastantes responden en buena parte a tu susceptibilidad, o a que te has obsesionado un poco con una 
serie de detalles que valoras excesivamente; o quizá es que eres bastante menos tolerante con los 
defectos de los demás que con los tuyos; o a lo mejor estás dentro de una espiral de agravios mutuos 
que difícilmente se romperá si tú no tomas la iniciativa. En cualquier caso, si de verdad quieres mejorar 
la situación, debes empezar por actuar sobre lo que tienes más control, que eres tú mismo: actuar 
primero sobre tus propios defectos, centrarte en tu esfuerzo por ser un mejor esposo o esposa, mejor hijo 
o mejor padre, mejor jefe o mejor empleado, mejor amigo. De este modo, es más probable que la otra 
persona capte tu buena disposición y te responda de la misma manera. 
¿Y si la otra persona no respondiera así, sino que siguiera con su actitud negativa, como antes? 
Puede suceder, claro está, y de hecho sucede. Pero en cualquier caso, el modo de actuar más positivo 
que tienes (no el único) sigue siendo ése. Actuando así, mejorarás como persona, y de la otra manera 
sólo conseguirás reducir tu capacidad de recomponer la situación y aumentar seriamente las 
posibilidades de amargarte la existencia. 
El atractivo del bien 
A veces uno tiende equivocadamente en su interior a etiquetar como desagradables, por ejemplo, 
determinadas personas, o determinadas tareas, o determinados aspectos relacionados con la mejora del
carácter, y no se da cuenta de hasta qué punto le perjudican esos vínculos mentales que se han ido 
estableciendo en su mente, de manera más o menos consciente. 
Ante posibles puntos concretos de mejora personal que advertimos en nuestra vida (vemos, por 
ejemplo, que deberíamos ser más pacientes, o menos egoístas, más ordenados, menos irascibles, o lo 
que sea), es frecuente que tendamos a ver esos objetivos como metas muy lejanas, o como algo poco 
asequible a nuestras fuerzas. Lo vemos quizá como avances apetecibles, sí, pero que alcanzarlos 
requeriría tal esfuerzo que sólo pensarlo nos produce ya un notable rechazo. Lo percibimos como algo 
fatigoso y agotador, o que nos llevaría a un estilo de vida de demasiada tensión. 
Sin embargo, la mejora personal no supone ni exige eso. Al menos, de modo ordinario no tiene 
por qué plantearse así. El avance en el camino de la mejora personal ha de entenderse y abordarse más 
bien como un proceso de liberación. Un progreso gradual en el que vamos soltando día a día el lastre de 
nuestros defectos. No una extenuante subida a un puerto de montaña, sino un progresivo alivio de la 
carga de nuestros errores, un desahogo paulatino de la causa de nuestros principales problemas. Por eso, 
aunque siempre habrá también retrocesos, pequeños o grandes, si logramos en conjunto mejorar, nos 
encontraremos cada vez con más autonomía, avanzaremos con más soltura y sentiremos más 
satisfacción. Cada hombre debe adquirir el dominio de sí mismo, y ése es el camino de lo que 
Aristóteles empezó a llamar virtud: la alegría y la felicidad vendrán como fruto de una vida conforme a 
la virtud. 
Si nos fijamos más, por ejemplo, en lo positivo de una determinada persona, o en el reto que 
supone tener ordenado el armario o el despacho, o incluso en lo apasionante que puede llegar a ser, 
tanto para un hombre como para una mujer, cocinar, mantener limpia la casa, o educar a los hijos..., si 
nos esforzamos por verlo así, el camino se hace mucho más andadero. 
Podría objetarse que eso no es difícil de hacer... durante unos minutos, o unos días. Pero, ¿cómo 
impedir que al poco tiempo se vuelva a lo de antes? Puedo esforzarme, por ejemplo, por variar mi 
humor durante un rato, que no es poco, pero... ¿cómo mantenerme así y llegar a ser una persona 
bienhumorada? 
Un camino es esforzarse en cambiar la imagen que se nos presenta en la mente al pensar en esas 
cosas. Por ejemplo, en vez de representar en la imaginación lo apetitoso que resulta lo que no deberías 
comer o beber o hacer, procura pensar en lo atractivo y liberador que resulta ser una persona sana y 
honesta, y logra que esas representaciones tomen en tu interior una mayor cuota de pantalla. 
O si te invaden pensamientos relacionados con el egoísmo, la pereza o el la mentira, procura 
suscitar la imagen de ser una persona generosa, diligente, sincera y leal, y recréate en la contemplación 
de esos valores y esas virtudes que has de desear ver en tu vida. Incluso, si quieres, recréate también en 
lo desagradable que resultaría convertirse poco a poco en una persona egoísta, perezosa o desleal, y 
compara una imagen con otra. 
¿Es importante esto? Pienso que sí. Si una persona logra formarse una idea atractiva de las 
virtudes que desea adquirir, y procura tener esas ideas bien presentes, es mucho más fácil que llegue a 
poseer esas virtudes. Así logrará, además, que ese camino sea menos penoso y más satisfactorio. Por el 
contrario, si piensa constantemente en el atractivo de los vicios que desea evitar (un atractivo pobre y 
rastrero, pero que siempre existe, y cuya fuerza nunca debe menospreciarse), lo más probable es que el 
innegable encanto que siempre tienen esos errores haga que difícilmente logre despegarse de ellos. 
Por eso, profundizar en el atractivo del bien, representarlo en nuestro interior como algo 
atractivo, alegre y motivador, es algo mucho más importante de lo que parece. Muchas veces, los 
procesos de mejora se malogran simplemente porque la imagen de lo que uno se ha propuesto llegar no 
es lo bastante sugestiva o deseable. 
El riesgo de la lentitud 
Hay gente que un día le salen diez cosas bien y sólo una mal, y llega a su casa en estado de 
desánimo total. ¿Por qué? Porque permite que esa pequeña cosa que resultó mal deje flotando en su 
memoria una imagen negativa que llena casi por completo la "pantalla" de su mente. Ha pasado ese día 
por muchas cosas positivas, pero tiene la habilidad —la desgracia— de no considerarlo apenas. Es
como si todo lo positivo quedara de inmediato arrinconado en su memoria. Sólo lo negativo queda bien 
grabado. Lo demás, pasa sin pena ni gloria, y en poco tiempo queda reducido a imágenes borrosas, 
grises, lejanas, como viejas fotos desvaídas. 
A veces, por ejemplo, se deteriora una amistad, o un matrimonio, o una relación profesional, 
simplemente porque uno tiende a recordar y almacenar experiencias desagradables sufridas en la 
relación con esa persona, mientras que las agradables enseguida pierden relieve en la memoria. 
¿Cómo sucede esto? Quizá hay algo que produce un desagrado muy vivo, aunque sea una 
tontería. Por ejemplo, la forma que tiene de comer, o que deja desordenado lo que usa, o pierde las 
cosas, o habla en un tono que nos resulta desagradable. O que a lo mejor ha dejado de tener determinada 
deferencia con nosotros. O nos repite algo que dijimos en un momento de enfado y estamos hartos de 
que nos lo recuerden otra vez más. O quizá sucede al revés, y somos nosotros los que recordamos una y 
otra vez aquella ocasión en la que nos sentimos tan molestos y ofendidos. 
La lista de ejemplos podría ser interminable. Pero aunque todas esas cosas negativas sean ciertas 
y objetivas —que no suelen serlo demasiado—, ese modo de recordarlas y tenerlas presentes no ayuda 
en nada a resolver las cosas. Además, sabemos que también podría hacerse otra lista muy larga de 
ejemplos positivos, de tantas cosas agradables que suelen quedar en el olvido. Todo sería muy distinto 
si ambos se esforzaran en traerlas a la memoria, y procurar generar las circunstancias necesarias para 
que se repitan. 
Por eso es bueno preguntarse de vez en cuando: "Si continúo dando vueltas a estas ideas de esta 
manera..., ¿a dónde me lleva esto? ¿qué voy a conseguir? ¿hacia dónde me conduce? ¿hacia dónde 
quiero ir?" Una persona ha de ser capaz de tomar de vez en cuando un poco de distancia sobre sí misma, 
y analizar sus sentimientos como si estuviera contemplando a otra persona, para así actuar sobre ellos. 
De lo contrario, resultará enormemente vulnerable ante los vaivenes de sus estados emocionales. 
"De acuerdo —podría objetarse—, es preciso no encenagarse en los malos recuerdos, sí... ¿pero 
cómo?, porque no es tan sencillo, no es fácil cambiar el modo de ser, se necesita mucho tiempo y 
esfuerzo..." Es verdad, no voy a negarlo. Pero tampoco tiene por qué ser siempre así. Se puede cambiar 
en poco tiempo. Muchas veces se comprende mejor una cosa en un relámpago de claridad que en años 
de pedaleo. 
A veces los procesos de mejora personal fracasan porque van tan lentos y perezosos que el 
cambio apenas se ve llegar, y entonces uno se cansa enseguida. Es como si quisiéramos ver una película 
contemplando un fotograma ahora, otro dentro de un rato, y un tercero otro rato después. 
De esa manera, es difícil sacar nada en claro. Pero la culpa no sería de la película, porque con 
ese modo de verla no podemos saber si es buena o mala. Hay que tomarla con su ritmo, y entonces te 
haces una idea del argumento, y de los personajes, de las emociones que suscita, y entonces capta 
nuestra atención, y viéndola disfrutamos al tiempo que notamos que nos enriquece. De la misma 
manera, si en la mejora personal logras un ritmo más rápido, entonces te haces una idea de lo que ganas, 
y de lo que aún puedes ganar, y te gozas con ello, y eso mismo te anima a seguir adelante en ese 
empeño.
Barreras a la comunicación 
Hacerse cargo 
Imagínate —sugiere Stephen Covey— que padeces un serio problema de visión y decides acudir 
a la consulta del oculista. 
El médico, después de escuchar brevemente tu explicación del problema, saca del bolsillo sus 
gafas y te las entrega mientras dice con gesto solemne: «Póngase usted estas gafas. Yo las he usado 
durante diez años y me han ido estupendamente.» 
Tú pones una cara de asombro mayúsculo, y el oculista, sin pestañear, añade: «No se preocupe, 
tengo otras en casa, puede usted quedarse con éstas.» 
Con un escepticismo difícil de superar, te pruebas esas gafas y, como era de prever, ves aún peor 
que antes, y te quejas: «Por favor, ¿cómo me van a servir sus gafas a mí? Veo todo borroso.» 
«Oiga, haga el favor de poner más empeño», responde con gravedad el oculista. «Ya lo pongo, 
pero no veo nada», contestas ya al borde de la ira. 
El oculista insiste: «Sea usted más paciente y colabore, por favor. Tienen que servirle. A mí me 
han ido muy bien todos estos años.» 
Finalmente te vas de allí, escandalizado ante semejante incompetencia, y el oculista —por 
llamarle de alguna manera— se queda pensando: —«Hay que ver, qué hombre más ingrato. No he 
logrado que me comprenda. Yo sólo pretendía ayudarle y... ¡cómo se ha puesto!». 
Lo que este ejemplo pretende resaltar es que muchas veces, cuando damos un consejo a alguien, 
nos está pasando algo bastante parecido a lo que sucedía a ese oculista. Nos sentimos frustrados porque 
una determinada persona no nos comprende, o porque rechaza nuestros consejos, y quizá nos quejamos 
de que no pone interés en escucharnos. Y en realidad el problema no es que a esa persona le falte 
interés, o le falten entendederas, sino que nosotros estamos equivocando el planteamiento, y esa persona 
no entiende lo que le decimos porque no hemos logrado antes comprender nosotros cuál es su verdadero 
problema: le estamos recomendando con vehemencia usar unas gafas que a nosotros nos van bien, pero 
a él probablemente no: tenemos que diagnosticar antes bien qué gafas necesita. Es preciso primero 
comprender bien, para luego poder diagnosticar bien, y finalmente aconsejar bien. 
Pongamos otro ejemplo (éste quizá bastante más real y posible que esa esperpéntica 
conversación con el oculista): 
—Venga, Carlos, hijo mío, ¿por qué estás así? 
—Mamá, no puedes entenderlo. 
—De verdad que sí, cuéntame. 
—Que no, mamá. 
—Sí que te entiendo, hijo mío. ¿Qué te pasa? 
—No lo sé, mamá. 
—Venga, Carlos, ¿por qué estás tan triste? 
—Bueno..., en fin, es que el colegio no hay quien lo aguante. Quiero dejar de estudiar. 
—Pero..., ¿estás loco? ¿A los quince años ponerte a trabajar? ¿Después de los sacrificios que tu 
padre y yo hemos hecho tantos años para que puedas ir a un buen colegio? Ni hablar. La educación es la 
base de tu futuro. Tienes que hacer una carrera, como tu hermana. Lo que tienes que hacer es estudiar 
más, y ya verás cómo termina por gustarte. Venga, hijo mío, que podrías sacar muy buenas notas si no 
fueras tan perezoso y tan soñador. 
—Déjalo, mamá, no lo entiendes... 
Se podrían poner otros muchos ejemplos como éste, que revelan una considerable falta de 
comunicación. En este caso, es muy probable que Carlos esté pasando por algunas dificultades en el 
colegio, dificultades que, al menos para él, son importantes y le hacen sentirse muy triste. Para poder
ayudarle, parece importante saber cuáles son esas causas. Pero si cuando el chico abre una puerta de su 
intimidad, y empieza a contar lo que le inquieta..., si entonces, sin dejarle terminar, descargamos sobre 
él una retahíla de sesudos consejos y sabias advertencias, antes de hacernos cargo bien de qué le sucede; 
entonces, lo más probable es que la confianza sea muy difícil y la conversación acabe en un amargo 
«Déjalo, mamá, no lo entiendes...», o algo parecido. 
Hay una cuestión clave en cualquier relación personal: procura primero entenderle tú, y sólo 
después, procura que te comprenda él. 
Si pretendes ayudar en algo a otra persona —sea tu hijo, tu cónyuge, tu padre, tu jefe, tu 
subordinado, tu colaborador, tu amigo, o quien sea—, lo primero que necesitas es comprenderle. A 
medida que lo vayas logrando, te será muchísimo más fácil que comprenda lo que tú querías decir o 
hacer (e incluso, quizá, después de haberle comprendido mejor, lo que quieres hacer o decir es ya 
distinto de lo que al principio pensabas). 
Escuchar, pero escuchar para comprender 
Cada persona está permanentemente dándose a conocer, irradiando mensajes, comunicando. A 
través de esos mensajes —la mayoría de ellos no directamente conscientes—, cada persona se gana la 
confianza o desconfianza de quienes le rodean. 
Si tienes un carácter irascible, o voluble, o inmoderado, es difícil que llegues a crear confianza a 
tu alrededor. Si no coinciden tus hechos con tus palabras, tampoco. Si eres demasiado distante o 
mordaz, o escuchas poco, menos aún. Es preciso escuchar, pero escuchar con verdadera intención de 
comprender. 
Hay personas que quizá escuchan bastante, pero no escuchan para comprender, sino que 
escuchan para contestar, para colocar sus ideas o sus aventuras en cuanto tengan el más mínimo 
resquicio. Mientras escuchan, sólo prestan atención a las ocasiones que su interlocutor les brinda para 
hablar entonces ellos de sí mismos. Apenas les interesa lo que oyen y, en cuanto pueden, interrumpen 
con su consejo vehemente, con su historieta aburrida, con su opinión reiterativa y no solicitada, con su 
verborrea agotadora. No se esfuerzan en dar consejos útiles, se limitan a recomendar lo que piensan que 
a ellos le ha ido bien. Como el oculista de que hablábamos antes: ofrecen sus gafas al paciente sin 
reparar en si son adecuadas para él o no. 
Para acertar con cualquier consejo —parece bastante obvio, pero quizá no esté de más decirlo—, 
hay primero que dedicar atención al problema y hacerse cargo bien de qué le pasa a la persona a quien 
se lo vamos a dar. Mi experiencia en conversaciones de orientación personal, sobre todo en los casos 
más delicados y complejos, es que casi siempre, después de un buen rato de escuchar con atención, 
acabas sacando conclusiones sensiblemente diferentes a las que venías predispuesto al comenzar la 
conversación. 
Hay padres, por ejemplo, que se quejan amargamente diciendo cosas como «No entiendo a mi 
hijo. Está en una edad muy difícil. Es tremendo, es que... ¡ni me escucha!» Y quizá en la propia 
formulación de la queja está la raíz del problema: parecen decir que no entienden a su hijo porque no les 
escucha, cuando para entenderle lo que deben hacer es sobre todo escucharle ellos, no que les escuche 
él. Muchos de estos casos se habrían resuelto —o pueden aún resolverse— con una adecuada actitud de 
escucha, escuchando con verdadera intención de comprender a la otra persona, y no sólo en el plano 
intelectual, sino también en el emocional, puesto que no basta con entender lo que piensa, también hay 
que entender lo que siente. Porque la vida no es sólo lógica, ni sólo emocional, sino las dos cosas. 
Detectar y eliminar barreras 
Cuando hablamos, hay modos nuestros de expresarnos que facilitan la conversación y 
contribuyen a crear un clima de distensión y confianza. Y hay otros que, por el contrario, merman en 
gran manera nuestra capacidad de entendernos: son afirmaciones, preguntas, comentarios o rasgos de 
nuestro carácter que entorpecen el diálogo, y si prestamos atención descubriremos que son auténticas 
barreras; y cada uno tiene las suyas.
Son barreras que, de ordinario, son mucho más fáciles de advertir en los demás que en uno 
mismo. Aunque si uno tiene un mínimo de capacidad de observación, le resulta bastante sencillo 
detectar las causas por las que otra persona es de difícil relación. Sin embargo, cuando se trata de 
buscarlas en uno mismo, las cosas son mucho más complejas, supongo que por aquello de que nadie es 
buen juez en causa propia. 
Sin embargo, es importante descubrir esas barreras, que tanto limitan nuestras posibilidades de 
comunicación. Se trata de un ejercicio de autoconocimiento sumamente eficaz, y es una pena que, como 
parece, sean tan pocos los que llegan a conocerse lo suficiente como para detectar cuáles son sus 
defectos o sus errores dominantes y así poder mejorar su carácter. 
¿Por qué son tan pocos? Quizá porque en esa labor de conocimiento propio es bastante fácil caer 
en un círculo vicioso. Para descubrir esas barreras es preciso conocerse a uno mismo; para conocerse, es 
importante estar muy abierto a las observaciones o advertencias que los demás puedan hacernos; a su 
vez, para llegar a recibir esos comentarios es preciso no haber levantado antes personalmente barreras a 
la comunicación con esas personas que pueden ayudarnos. 
¿Cuál es la solución entonces? Lo mejor es no haber entrado en ese círculo vicioso, gracias a una 
educación centrada en la confianza y en la buena comunicación, desde muy niño. Si uno no ha tenido 
esa suerte, ha de hacer un serio esfuerzo personal para salir de ese ciclo cerrado de incomunicación. 
¿Qué tipo de barreras son más importantes? Por ejemplo, levantamos una barrera si prodigamos 
demasiado nuestros consejos, sobre todo si los formulamos dentro de nuestra propia experiencia y sin 
esfuerzo por hacernos cargo de las circunstancias de la otra persona. Es lo que sucedía en el ejemplo del 
oculista; o en el de la madre que descarga una batería de sabios consejos cuando el chico está tratando 
de expresar sus sentimientos; o en esas personas que interrumpen continuamente a los demás con su 
verborrea impenitente; o en los que se dan a opinar de todo inmoderadamente, o miran a los demás por 
encima del hombro. Todas son excelentes maneras de ganarse la antipatía de los demás y hacer el más 
soberano de los ridículos. 
Otra gran barrera es lo que podríamos denominar la pregunta compulsiva. Es un defecto que 
algunas personas tienen en grado muy considerable y que les lleva a hacer auténticas baterías de 
preguntas de sondeo, formuladas habitualmente sin salir de su propio marco de referencia, y con las que 
irrumpen invasivamente en la intimidad ajena. 
Hay otras barreras a la comunicación que proceden directamente del torpe empleo del lenguaje. 
En esos casos, lo que hay que hacer es esforzarse seriamente por aprender a expresarse. A veces, como 
apunta Mario Clavel, se dice de algunas personas que son buenos comunicadores, porque saben 
transmitir sus ideas y sus proyectos con una simpatía que provoca adhesión; y sin embargo, lo que 
aportan, más que simpatía, es sobre todo claridad en la exposición: una idea, y después otra, bien 
relacionadas entre sí; sabiendo ejemplificar lo necesario, siguiendo un orden lógico, empleando 
expresiones claras, destacando los mensajes que se quieren transmitir, etc. 
Para comunicarse bien es preciso proponerse mejorar la calidad de nuestra conversación, 
empezando por el vocabulario: un vocabulario rico suele corresponder a una interioridad rica, pues cada 
acto de habla refleja un acto mental y es una ventana de la propia psicología. También hay que aprender 
a manejar el registro adecuado a cada ocasión: con el anciano, emplear el lenguaje de la paciencia; con 
el niño, ponerse a su nivel, pero sin mostrarse tontamente infantil; tratar al poderoso con deferencia, 
pero sin adulación; expresarse con precisión sobre cuestiones profesionales, pero sin pedantería; en casa 
y con los amigos, mostrarse distendido y usar términos más coloquiales, pero sin caer en la vulgaridad; 
etc. 
También es importante la cordialidad, no ser personas quisquillosas ni susceptibles. Ni de esos 
que marchan por la vida con tan poca fijeza y tan poco tacto que van pisando callos continuamente. Ni 
ser como esos pelmazos cuya incontinencia verbal parece incapacitarles para escuchar, y van 
enhebrando un tema a partir del anterior, conduciendo siempre la conversación hacia un terreno que les 
permita hablar sin respiro. Ni voceras, de esos que llenan todo el espacio donde se encuentran, aunque 
estén hablando sólo a una persona y haya otras muchas presentes. Ni personas de conversación confusa
o prolija, o demasiado lenta y premiosa. Ni del tipo metomentodo o sabelotodo, o de ésas que pretenden 
siempre agotar los temas y consiguen sobre todo agotar a quienes le escuchan (tampoco hay que pasarse 
por el otro lado, el del silencioso y taciturno). 
Hay que buscar ese punto de equilibrio que lleva a hablar con sencillez, sin afectación, sin 
autoencumbrarse, refiriéndose poco a uno mismo, siendo buen escuchador, buen razonador y poco 
discutidor. 
Errores de interpretación 
Podríamos hablar de otro bloque de barreras a la comunicación, que consiste básicamente en 
hacer frecuentes interpretaciones personales en las que tratamos de descifrar a alguien, o explicar sus 
motivos, o su conducta, sobre la base de nuestros propios motivos o nuestra propia conducta, sin 
hacernos cargo de su situación personal. 
Volvamos a un ejemplo —inspirado en otro de Stephen Covey— de un chico que se siente 
frustrado en el colegio a consecuencia de un serio fracaso. Lo pongo como ejemplo típico de 
conversación sorda entre un padre y su hijo adolescente: 
—Papá, estudiar no sirve para nada. 
—¿Por qué dices eso, hijo? 
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... 
—Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la importancia de los estudios. Yo, a tu 
edad, pensaba lo mismo. Ya lo entenderás. 
—Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo mío. 
—Entonces... ¿qué es lo tuyo? 
—Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la semana pasada y para la próxima 
temporada es posible que me fichen en un equipo. 
—Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de eso. 
—A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan una ficha muy alta, y ha dejado 
los estudios. 
—Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del fútbol. Lo más probable es que dentro 
de unos años ese chico esté lamentándose de no haber hecho una carrera. ¿Qué te pasa? ¿Es que quieres 
arruinar tu vida? 
—Vale, papá, déjalo. 
Está claro que el padre de este chico ha actuado con excelente intención, y que inicialmente se 
muestra dispuesto a escuchar, pero se ve que no llega a facilitar de modo eficaz que su hijo exprese sus 
verdaderos sentimientos. 
¿Cuál fue su error? El muchacho empieza a explicarse y su padre le interrumpe con una rápida 
interpretación de lo que le sucede, cuando el chico aún no había podido terminar su segunda frase. Es 
entonces cuando se equivoca, como suele suceder cuando uno juzga antes de escuchar: trata de descifrar 
la situación de su hijo sobre la base de su propia situación personal, y sólo logra cortar el flujo de la 
confianza que débilmente se había iniciado. 
También abusa de frases como lo que te pasa es que..., o aún eres joven para entender..., o yo, a 
tu edad..., u otras semejantes, que suenan a un paternalismo un poco desagradable. Usar ese tipo de 
entradillas es hacer oposiciones a padre autodescalificado. Repasemos de nuevo el diálogo, prestando 
atención a los posibles sentimientos del chico (se señalan junto a cada frase en cursiva y entre 
paréntesis): 
—Papá, estudiar no sirve para nada (Papá, quiero hablar contigo). 
—¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está dispuesto a escuchar).
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... (Tengo problemas serios en el 
colegio y me encuentro fatal). 
—Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la importancia de los estudios. Yo, a tu 
edad, pensaba lo mismo. Ya lo entenderás. (¡Horror!, otra vez está papá con que soy un niño que no 
entiende nada de la vida. ¿Pero no te das cuenta de que estoy hecho polvo, que necesito desahogarme?). 
—Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo mío. (Papá, ¿cómo quieres que te 
diga que tengo problemas serios en el colegio y no quiero ni volver a pisarlo?) 
—Entonces... ¿qué es lo tuyo? (¿No te das cuenta de que voy a acabar repitiendo curso si siguen 
las cosas como van, y quizá me echen del colegio, y que para eso prefiero irme yo mismo?). 
—Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la semana pasada y para la próxima 
temporada es posible que me fichen en un equipo... (Casi no sé ni por qué digo esto...). 
—Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de eso (Ya estamos con lo de 
siempre. No sé por qué habré sacado el tema, es inútil con este hombre...) 
—A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan una ficha muy alta, y ha dejado 
los estudios. (Si no sé si quiero ser futbolista, pero no pienses que voy a replegarme tan fácilmente... me 
estás sacando de quicio). 
—Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del fútbol. Lo más probable es que dentro 
de unos años ese chico esté lamentándose de no haber hecho una carrera... (En fin, encima, profeta). 
¿Qué te pasa? ¿Es que quieres arruinar tu vida? 
—Vale, papá, déjalo. (Sencillamente, no comprendes). 
Como se ve, padre e hijo hablan en distinto plano. No logran alcanzar un mínimo de sintonía que 
haga productiva la conversación. No brota la confianza, porque desde el inicio el chico comprueba que 
su padre no capta sus sentimientos. 
La conversación ganaría en eficacia si ambos interlocutores lograran ponerse del mismo lado del 
mostrador —o sea, no enfrentados—, y cada uno se hiciera cargo de los sentimientos del otro. Esto no 
siempre es fácil, pero se puede ir avanzando si uno se fija en qué tipo de preguntas facilitan la confianza 
y cuáles la desbaratan (no son las mismas para todas las personas). Con un poco de agudeza, se pueden 
intuir cuáles son, aunque sólo sea por el sistema ensayo/error. 
No conviene reducir estos problemas a cuestiones de método, pero hay muchos modos más o 
menos prácticos de facilitar la confianza. El más simple, pensando en una conversación como la de este 
ejemplo, es hacer preguntas sencillas en las que —quizá empezando por parafrasear lo que se ha 
escuchado— se aventura con delicadeza el sentimiento que se intuye que late en el interlocutor, de 
modo que se sienta comprendido y así se le facilite explayarse. 
Analicemos de nuevo cómo sería el diálogo siguiendo este método, para ver cómo podría 
mejorarse la comunicación entre padre e hijo. También señalamos entre paréntesis los posibles 
sentimientos del chico. 
—Papá, estudiar no sirve para nada (Papá, quiero hablar contigo). 
—¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está dispuesto a escuchar). 
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... (Tengo problemas serios en el 
colegio y me encuentro fatal). 
—¿Te sientes decepcionado por lo que se estudia allí? (Menos mal, parece que no me suelta un 
sermón para empezar). 
—Sí. Me parece que no saco nada en limpio. 
—¿Piensas que no es lo mejor para ti? (Bueno, en fin, tampoco quería decir eso). 
—Cada vez me va peor. Acabamos de terminar los exámenes y... (¿Lo digo..., o no lo digo? 
¿Qué puede pasarme?).
—¿Y te han ido mal, ¿verdad? (Hombre, menos mal que se ha dado cuenta y no me lo hace decir 
a mí). 
—Pues..., bueno..., sí, eso parece. He tenido muy mala suerte. Me ha ido peor que nunca. Se me 
quitan las ganas de seguir con esto... (¿Te das cuenta de que estoy en crisis completa con los estudios y 
necesito que me animen?). 
—¿Y por qué crees que te ha ido peor esta vez? (En fin..., para ser sincero, he hecho bastante el 
vago, no sé cómo decirte...). 
—Me parece que este año me he organizado fatal... (¿Soy suficientemente claro?). 
—¿Y crees que tiene remedio? 
—Hombre, remedio siempre hay... (Bueno..., en fin, tonto tampoco soy; si me lo propusiera...). 
—Me parece que si te lo propones seriamente este último trimestre, y haces un buen plan de 
estudio, puedes recuperar el tiempo perdido y sacar bien el curso (Por fin, alguien que cree en mí, creía 
que ya no quedaba nadie en el mundo capaz de semejante cosa). 
—¿Tú crees? (Necesito escucharlo otra vez). 
—Estoy seguro. Si quieres, descansa hoy un poco, te despejas, y mañana por la tarde vamos a 
hacer deporte, charlamos con más calma y hacemos juntos ese plan. ¿Te parece? (Estoy seguro de que 
me vendrá bien, estoy —estaba— en plena crisis). 
—Vale, de acuerdo (¡qué fácil ha salido todo, menos mal, vaya alivio!). 
En este caso, el padre ha logrado ir superando una a una las barreras que había en la 
comunicación con su hijo, hasta llegar al problema real. 
Al principio, el chico está muy afectado, y sus afirmaciones y respuestas no destacan por su 
rigor lógico: no sigue un discurso lógico, sino más bien emocional, abre su intimidad buscando 
desahogo y comprensión. Su padre lo percibe, le deja hablar sin apabullarle con consejos, facilitándole 
decir lo que más le avergüenza, y al final, cuando se ha desahogado y aflora a un discurso más lógico, 
aprovecha para aconsejar, y entonces resulta eficaz. 
Hay momentos para enseñar y momentos para escuchar, pues el intento de enseñar, cuando la 
relación es aún tensa o el ambiente está cargado emocionalmente, se recibe fácilmente como una forma 
de rechazo. 
Hay otro aspecto interesante en este ejemplo. El padre no suelta su consejo de sopetón, con aire 
paternalista o de superioridad. No hace innecesarias manifestaciones de aprobación o desaprobación. 
Procura sobre todo conducir al chico de modo que se enfrente con su propia responsabilidad, entre otras 
cosas porque siempre son más eficaces los consejos no impositivos, aquellos que hacen que sea uno 
mismo quien llegue a la solución con su propio ritmo, sin forzar. 
Capacidad de guardar secreto 
Otra peligrosa barrera a la comunicación es la falta de capacidad para guardar secreto. Por eso 
una cualidad que todos valoramos mucho a la hora de hablar confiadamente con alguien es encontrar en 
él la necesaria lealtad. 
Bien sabemos que no todas las personas son capaces de dejar de comunicar a otros las cosas que 
saben, sobre todo cuando vienen a colación en un momento dado, y quizá les parece que quedarían muy 
bien contándolo y así poder dárselas de enterados. En este punto, la vanidad de que los demás sepan que 
les han contado algo confidencialmente suele ser la principal causa por la que lo desvelan. Son personas 
inmaduras e indiscretas, que se sienten obligadas a alardear de todo lo que saben, aun sabiendo que no 
deberían decirlo, y carecen de ese elemental sentido de la prudencia tan necesario en el mundo de la 
confianza. 
Generalmente, cualquier padre o madre, cualquier educador, cualquier persona, conoce más 
información de la que es conveniente comunicar a otros en un momento dado. Es algo que sucede en el 
ámbito profesional, en el de la amistad, en la familia, en todo.
Por ejemplo, los hijos suelen tener con sus padres determinadas confidencias o desahogos que, 
aunque no les hayan solicitado formalmente que no las difundan, se entiende que no deben sacar esa 
información de su ámbito y darla a conocer a terceros. Hay que pensar, además, que los niños, por 
pequeños e infantiles que puedan parecernos, no suelen considerar que esos pensamientos, inquietudes, 
sentimientos, zozobras grandes o pequeñas, sean cosas triviales o insignificantes; y si no lo son para 
ellos, no deben serlo tampoco para quienes puedan escucharlas: no puede olvidarse que en cualquier 
confidencia hay una persona que está haciendo partícipe de su intimidad a otra, y eso es siempre algo 
muy serio. 
Otra posible barrera a la comunicación puede provenir de la falta de oportunidad o de 
discernimiento al decir las cosas. No tenemos por qué saberlo todo, pero sí debemos ser prudentes. 
Prudentes, por ejemplo, en la suposición, sobre todo cuando se trata de hablar sobre personas: a veces 
hablamos demasiado deprisa, o hacemos un uso algo ligero de la poca información que tenemos, y nos 
vemos obligados a suponer lo que no sabemos, y nos equivocamos con facilidad. Los rumores, los 
bulos, el se dice, no siempre tienen la garantía suficiente para darles crédito, y si son asuntos graves, 
será necesario, antes de repetirlos, confirmar que esas informaciones son verdaderas, y aún así 
considerar después si es conveniente su difusión. 
Hay momentos para hablar y momentos para callar, igual que hay momentos para el valor y 
momentos para la prudencia. Y una persona inteligente debe aprender a distinguirlos. 
Superar las diferencias generacionales 
A veces se ha dicho que lo ideal sería poder vivir la vida dos veces, para en la segunda acertar; 
pero lo malo es que esto no es posible. 
Sin embargo, aun en la hipótesis de que se nos brindara esa imposible oportunidad, es muy 
probable que acabáramos advirtiendo que de una vida a la siguiente han cambiado muchas cosas, y que 
nuestra experiencia, unas cuantas décadas después, ya no es tan eficaz como creíamos. 
Algo parecido ocurre en la falta de entendimiento que a veces se da entre diferentes 
generaciones, tanto en un sentido como en otro: si uno se instala en su propia situación sin poner 
esfuerzo en asomarse un poco a la del otro, está en un claro riesgo de encerrarse en actitudes de seria 
incomunicación, y a veces incluso de intolerancia (en ambos sentidos). 
Ante las diferencias generacionales, hay que procurar hablar y entenderse, dejar un poco de lado 
las posturas viscerales, y los argumentos de autoridad (también por ambas partes), entre otras cosas 
porque muchas veces esos cambios lo que cuestionan es precisamente la autoridad que da los 
argumentos. Es preciso actuar con sensibilidad e inteligencia para remontar esos años de distancia, que 
siempre dan de la vida una visión distinta. 
Hay personas (y éste es un defecto más propio de los mayores) que, por sistema, se enfrentan a 
todo lo nuevo, a todo lo que sea distinto de lo que ellos han vivido siempre. Identifican novedad con 
perdición, desconfían de todo lo que ven nacer, como si sólo los siglos pudieran conferir bondad a las 
cosas, o como si toda variación en el rumbo que lleva la sociedad fuera absurda o temeraria. 
Hay un regusto rancio de pesimismo y de acritud en esos planteamientos. Cuando repiten tanto 
que hoy día es una vergüenza cómo están las cosas, que la juventud de ahora no sabe lo que es la vida, 
que se ha perdido la idea de nosequé, que estamos en una sociedad sin valores, o cosas semejantes, 
incurren en un quejismo que les hace volver las espaldas al presente y al futuro, y que, sobre todo, 
dificulta la comunicación con las nuevas generaciones. 
Igual de injusta sería la actitud opuesta, de considerar equivocado o ridículo todo lo que no sea 
nuevo, o llamar anticuado a todo lo que sea distinto a lo que ellos están viviendo. Y aunque esa actitud 
sea más frecuente en los más jóvenes, como la otra en los más mayores, la causa de fondo no está en la 
edad, pues hay abundantísimos ejemplos de personas mayores, e incluso ancianas, que están 
enormemente abiertas hacia lo nuevo, igual que de jóvenes vivamente interesados por aprender de lo 
antiguo.
Me parece que quienes manifiestan ese prejuicio obsesivo, tanto por lo viejo como por lo nuevo, 
suelen haber caído en él por culpa de su talante nada receptivo, por su pereza para entender lo diferente, 
lo que a lo mejor al principio se resiste a ser comprendido. 
O quizá porque ven todo bajo el prisma de sus propias frustraciones, y no se dan cuenta de que 
es un error plantear las cosas como si la anterior o la siguiente generación tuviera las mismas 
percepciones de las cosas que ellos. 
Pienso que son personas que están como un poco condenadas a perder, porque la vida no puede 
dejar ni de ir hacia delante ni de aprender del pasado, así que les conviene ser más receptivas ante lo 
viejo y ante lo nuevo, aunque sólo sea para no acabar viendo la vida con la misma trivialidad de que 
acusan a los otros. 
En cualquier caso, pienso que hemos de amar el tiempo que nos ha tocado vivir, porque un 
hombre feliz ha de ser un hombre enamorado de su tiempo. 
Las situaciones ideales sólo existen en la imaginación, o en una mala memoria, y una mente 
abierta siempre sabe descubrir —sin ingenuidades— los valores positivos de la sociedad en que vive, y 
en particular de la juventud, y sabe encontrar esos valores emergentes, esos rasgos y esas sensibilidades 
que siempre hay y que llenan de optimismo el futuro de cada nueva generación. 
Credibilidad personal 
Para ganarse —mereciéndola— la confianza de los demás, resulta muy útil pensar cuáles son los 
rasgos de la persona a la que primero acudiríamos para confiar una preocupación seria, para 
desahogarnos de una inquietud que nos agobia. 
Se trata de preguntarse cuáles son las condiciones que tendría esa persona, para así examinar 
nuestro propio caso y avanzar un poco. 
Es muy probable que ese perfil de confianza sea el de una persona afable y serena, cercana, 
asequible, que sabe escuchar, leal. 
Ahora pensemos si nosotros tenemos esos rasgos, si reunimos esas condiciones de credibilidad 
personal que estimulan la confianza de otras personas, y veamos cómo procurar adquirirlas. 
Es verdad que la confianza exige sintonía entre dos personas, la culpa no tiene por qué estar 
siempre en uno mismo. Pero si de modo habitual no logramos ganarnos la confianza de las personas, es 
bastante probable que el problema esté básicamente en nosotros. Además, aunque estuviera sobre todo 
en el otro, nosotros sólo podemos remover esa barrera del otro en la medida en que actuemos sobre 
nosotros mismos para superarla entre los dos. 
La comparación no es muy buena, porque son cosas muy distintas, pero lo normal es que cuando 
un vendedor no vende, al que hay que mandar a hacer un curso de reciclaje es al vendedor, no a los 
posibles compradores. Si no valoran nuestros consejos, si no generamos confianza, es probable que el 
principal problema esté en nosotros, en nuestro modo de ser, en que quizá nos falta comprender y 
escuchar mejor a los demás. En ese sentido, echar demasiado la culpa a los demás es como si el 
vendedor que no vende culpara siempre a los clientes cuando el problema es su propia incompetencia, 
puesto que hay otros vendedores que están vendiendo con éxito ese mismo producto a clientes 
similares. 
Está claro que en la vida no vamos vendiendo nada, y tampoco hay buscar que todo el mundo 
tenga mucha confianza con nosotros, como si eso fuera un fin en sí mismo. Eso es cierto, y por eso 
traigo esa comparación sólo para fijarnos en que no se puede culpar siempre a los demás de que no 
sientan confianza en nosotros. Respecto a lo segundo, efectivamente, cuando buscamos mejorar nuestra 
credibilidad personal, procurando incorporar esos rasgos de carácter que hemos ido comentando, no lo 
hacemos como fin en sí mismo, ni como estrategia para generar morbosamente confidencias ajenas o 
repartir consejos de modo paternalista. Lo que buscamos es nuestro desarrollo humano pleno y el de los 
demás, una confianza mutua que será siempre origen de un enriquecimiento mutuo, porque 
aprenderemos siempre mucho de los demás.
Por esa razón hemos de escuchar con una disposición que no sea de curiosidad, ni de afán de 
dominar la situación o de mostrar superioridad, ni de un paternalismo mal entendido o un mezquino 
deseo de enterarse de todo. Ganarse la confianza de una persona no se parece en nada a un deseo 
malsano de curiosear en la intimidad ajena. La confianza brota cuando se escucha para comprender. 
Glosando ideas de Miguel Angel Martí, podríamos decir que la actitud correcta es la de quien 
escucha con verdadero deseo de hacerse cargo, con el deseo de comprender y, si puede, aconsejar, 
consolar, animar o alegrarse con la otra persona. No nos interesa sobre todo lo que nos cuentan, sino 
más bien la repercusión que eso ha tenido en quien nos está hablando: nos debe interesar más la persona 
que las cosas que hayan podido sucederle, pues éstas son siempre pasajeras, lo definitivo son las 
personas. 
Por otra parte, la credibilidad que infundimos en otros está bastante unida a la que nosotros les 
damos. Creer en los demás tiene efectos que muchas veces son sorprendentemente positivos. Todos 
hemos pasado alguna vez por pequeñas crisis, por momentos en los que nos faltaba un poco de fe en 
nosotros mismos, y quizá entonces encontramos a alguien que creyó en nosotros, que apostó por 
nosotros, y eso nos hizo crecernos y superar aquella situación. Goethe escribió: trata a un hombre tal 
como es, y seguirá siendo lo que es; trátalo como puede y debe ser, y se convertirá en lo que puede y 
debe ser. 
La oportunidad de explayarse 
Cuando las personas están dolidas y se les escucha con verdadero deseo de comprender, 
dejándolas explayarse, sin querer contestar o precisar cada una de sus afirmaciones, es sorprendente lo 
rápido que abren su intimidad. Quieren abrirse. Muchos lo necesitan desesperadamente, y lo hacen sólo 
cuando encuentran suficiente comprensión. Y si no la encuentran, tienden a encerrarse en sí mismos, se 
amargan, se enrarecen y acaban saliendo por los registros más imprevisibles y menos lógicos. 
Cuando las personas tienen la oportunidad de abrirse, cuando tienen la suerte de encontrar 
alguien sensato que les escuche, es frecuente que, sólo con contarlos, desenmarañen sus problemas. Y 
esto sucede porque muchas veces, en el mismo proceso de explicación —de verbalización— de su 
problema, perciben con claridad la solución, cosa que difícilmente habrían logrado pensando ellas solas. 
Otros casos serán más complejos, y no será suficiente con explayarse para resolver los 
problemas. Entonces harán falta orientaciones claras y bien ponderadas que ayuden a desliar la maraña. 
Son casos que suelen llevar más tiempo, entre otras cosas porque su complejidad hace que esas personas 
necesiten recorrer un camino antes de abrir suficientemente su corazón. Necesitan una preparación 
previa, un tiempo de conocimiento que facilite mostrar con confianza su propia intimidad. 
Hacerse cargo es no caer en el consejo rápido y ligero después de una confidencia atropellada; 
no actuar como un médico insensato que dijera «no tengo tiempo para hacerle un diagnóstico, pero 
pruebe con este tratamiento, que es muy bueno». 
Otras veces no sabremos qué solución aconsejarles para sus problemas, pero al menos esa 
confianza mutua hará posible compartirlos, que siempre es un alivio grande. Quizá esas personas 
necesitan simplemente hablar, y en algunas ocasiones incluso que no se tenga demasiado en cuenta lo 
que dicen. 
Hay veces en que no es momento de entrar al trapo de lo que una persona dice, sino que sobre 
todo hay que dejar que termine, que se desahogue. En esos casos, podría decirse —glosando ideas de 
Miguel Angel Martí—, que ha llegado la hora de escuchar: en la vida de bastantes personas, las 
situaciones de incomprensión, cansancio, cambios de estado de ánimo, aburrimiento..., a veces forman 
una madeja de inquietudes que rompe en un largo discurso en donde habla más el corazón que la 
cabeza, pero el estrépito y la fuerza iniciales suelen acabar —si se les deja tiempo hasta desahogarse— 
de modo más sensato y moderado. 
En esos momentos, si el que escucha no se ha percatado de qué es lo que le pasa a quien habla, 
puede con sus intervenciones provocar una verdadera catástrofe, tomando excesivamente en serio lo que 
está oyendo y poniéndose en la conversación a la misma altura que el otro. Actuando así, no sólo no 
deslía la madeja de quien habla, sino que con ella se enreda también quien le contesta. La persona que
se siente agobiada, no necesita un interlocutor que le conteste, discuta y critique, pues con eso sólo 
conseguiría una sobrecarga negativa a sus ya maltratados nervios; lo que necesita es una actitud de 
escucha, de interés, de comprensión: algo que podría llamarse efecto frontón. 
Hay personas que digieren con facilidad las contrariedades y dificultades que cada jornada lleva 
consigo. Hay otras, en cambio, cuyos sufrimientos parecen ir amontonándose en el interior de su alma, 
hasta que llega un momento que tanto peso dolorido parece superior a sus fuerzas. Es entonces cuando 
la presencia de otro puede ayudar a eliminar eso que no se ha sabido digerir día a día. Necesitan a 
alguien que les ayude con su actitud humanitaria a hacer humo de todas esas astillas que se les han ido 
clavando, y que no han podido arrancarlas por sí solos. 
Ese efecto frontón produce alivio fundamentalmente porque exteriorizar lo que a uno le pasa 
produce un desahogo afectivo, ayuda a aclararse uno mismo de lo que le está ocurriendo y facilita caer 
en la cuenta de la mayor o menor importancia de cada una de las cosas que se están verbalizando. Al 
hilo de la propia exposición, uno va encontrando soluciones, o sencillamente se percata una vez más de 
lo que es la vida, de que quizá no se le puede pedir más de lo que en ese momento nos da. 
Si la persona que con su actitud de escucha hace efecto de frontón, es capaz además de esbozar 
brevemente algún comentario inteligente y apaciguador, es probable que —aunque en ese momento 
quizá el otro no lo valore— al menos sí lo guarde en su memoria, y le sirva de ayuda más adelante, 
cuando reflexione sobre aquello, que lo hará. 
A mucha gente le cuesta bastante depositar su confianza en otros. Cuesta, por ejemplo, ganarse 
la confianza de los hijos a determinadas edades, o de nuestros compañeros, o nuestros vecinos. Pero si 
uno se esfuerza realmente en escuchar, y escuchar con deseo de comprender, es fácil que se sorprenda al 
comprobar la confianza con que se acaban manifestando las personas. 
De todas formas, no puede quedar todo en una cuestión de simple técnica de cómo se escucha 
(aunque la hay). Ganarse la confianza de una persona ha de ser consecuencia de un deseo sincero; de lo 
contrario, si buscáramos la confidencia de una persona sin sinceridad, sin aprecio, sin importarnos 
realmente su dolor, esa confidencia, si es que llegara a producirse, sería más bien una invasión inmoral 
de la intimidad ajena, que dejaríamos expuesta y herida. 
Ganarse la confianza requiere ser grandes escuchadores, personas que saben mostrar una 
aceptación y comprensión tales que quien habla no sienta reparo en ir descubriendo su intimidad, capa 
tras capa, hasta llegar al lugar donde está supurando el problema, para prestarle entonces nuestra ayuda 
desinteresada. 
Operaciones de cirugía 
Consolidar una relación de confianza —con un amigo, con un compañero, con tu cónyuge, con 
uno de tus hijos— requiere una buena dosis de paciencia, y que de ordinario no conviene empujar ni 
presionar nada. Sin embargo, hay situaciones más extraordinarias en las que las cosas pueden ser algo 
distintas. 
Por ejemplo, imagínate que has sabido a través de terceros que una persona te oculta algo de 
importantes consecuencias y que, por su bien y por el tuyo, es preciso aclararlo. Esto puede suceder en 
el ámbito familiar con uno de tus hijos, porque descubres quizá unas mentiras en cuestiones escolares, o 
pequeños robos, o que bebe más de la cuenta cuando sale con sus amigos, o incluso que ha hecho sus 
primeras incursiones en el mundo de la droga, blanda o dura (y sabemos bien que no se trata de 
posibilidades tan lejanas hoy para el ciudadano medio). O puede sucederte en el ámbito laboral, porque 
descubres una deslealtad de un compañero, o un atropello de tu jefe, o una camarilla de críticas entre 
unos subordinados, o lo que sea. O puede tratarse de una dificultad de entendimiento con tu cónyuge, tu 
hijo o tu suegra. O a lo mejor eres un adolescente que por una serie de detalles has visto ir 
deteriorándose la relación con tu padre o tu madre, hasta hacerse muy desagradable. O estás pasando un 
momento difícil en el noviazgo, o ves cómo una serie de agravios y malentendidos han llegado a enfriar 
una relación de amistad antes muy gratificante. 
Son todas ocasiones que pueden presentarse y se presentan con cierta frecuencia. Es difícil dar 
reglas generales, pero en muchas de ellas sería un error —a veces un daño grave— dejar pasar las cosas
y perder torpemente la oportunidad de tener una amplia conversación clarificadora con la persona en 
cuestión. Las situaciones pueden ser muy diversas, y es fácil que puedan en su comienzo resultarnos 
costosas, e incluso algo violentas, y exijan por nuestra parte un cierto ejercicio de fortaleza personal. 
Lo que nunca conviene es ignorar neciamente la realidad: los problemas no desaparecen por 
ignorarlos. Las cosas que no se aclaran a su debido tiempo van formando como un muro de escoria 
entre las personas, una barrera que se va endureciendo poco a poco a base de inercias y cobardías, 
produciendo incomprensiones y agravios cada vez más lacerantes, y es una lástima dejar que ese muro 
crezca hasta hacerse inderribable. 
Si vemos, por ejemplo, que alguien quizá no está siendo sincero con nosotros, y hay motivos que 
reclaman una solución a esa situación anómala, conviene afrontar el problema con decisión y lealtad. 
Será preciso comprobar las cosas que parece que no cuadran, atar cabos, contrastar, aclararse, hablar. Y 
no con una necia o dolida desconfianza, sino con un diligente y respetuoso deseo de arrojar luz y aire 
fresco sobre una relación que vemos —porque se nota— que se está enredando. 
Son conversaciones muchas veces difíciles, pero es preciso afrontarlas. A veces será necesario 
pasar por momentos de cierta tensión, porque serán verdaderas operaciones quirúrgicas, en las que 
quizá haya que causar dolor, porque es preciso abrir hasta dejar a la vista el tumor, y así poder curar. 
Será preciso entonces pensar bien la conversación, y acometerla con valentía, ofreciendo nuestra 
sinceridad y nuestra franqueza al tiempo que solicitamos la suya y procurar dejarle una salida fácil, sin 
poner su amor propio en contra de la sinceridad, sino a favor. 
Y plantear las cosas dejando fácil que se desahogue por completo, ayudándole con preguntas 
sencillas, quizá incluso aventurando delicada y prudentemente lo que suponemos que está en su mente y 
no termina de salir a la luz; y lo hacemos incluso pasándonos un poco, para que simplemente tenga que 
asentir, o matizar a la baja lo que nosotros hemos dicho y quizá a él le costaría decir por sí mismo. 
Quizá, además del dolor propio, causemos también en el otro un dolor inicial, pero es preciso 
hacerlo, con la delicadeza necesaria, porque muchas veces será la única forma eficaz de ayudar, y otra 
cosa sería engañarnos, algo así como querer curar un cáncer a base de esparadrapo y mercromina. La 
cirugía de la sinceridad, si se hace bien, desatasca el cauce de la confianza y hace brotar ese 
agradecimiento grande que nace del desahogo. 
En los casos en que, después de una cirugía profunda, haya salido a la luz un problema serio, de 
los que humillan, el postoperatorio puede ser largo. Entonces hay que saber profundizar en la psicología 
de esas personas en esos momentos, saber hacerse cargo del temporal que puede haberse desatado en su 
interior, de su posible desesperanza, de su tentación de dar un desplante y tirarlo todo por la borda si no 
encuentra en nosotros la acogida que él esperaba a su sinceridad. La clave está en saber valorar la 
dificultad que el otro puede tener para asimilar la humillación que subjetivamente le haya podido 
suponer. 
De todas formas, como es lógico, lo ideal sería que raramente hiciera falta esa cirugía porque 
haya suficiente confianza. Si uno procura ser asequible, y se ocupa de ser receptivo a los problemas que 
surgen, pocas veces se presentarán problemas serios, porque se detectarán cuando son aún pequeños y 
pueden resolverse de forma sencilla. 
Hay que saber aprovechar los momentos favorables, esas ocasiones en que se percibe una mayor 
confianza, cuando se distingue en la mirada un matiz que invita a la confidencia, una especie de 
receptividad especial por parte de la otra persona. Es una pena dejar escapar esos momentos en que 
resulta mucho más fácil hablar de una forma lúcida y relativamente serena acerca de esos temas 
delicados que necesitábamos tratar, sobre todo en aquellas relaciones personales en las que esos 
momentos no son frecuentes. 
Llegar a tiempo. En esto sucede como en la medicina: se adelanta mucho si se detecta el mal en 
sus comienzos, cuando los síntomas son menos notorios. Es verdad que entonces es más difícil hacer el 
diagnóstico, y deducir cuál es el mal, pero también se cura mucho más fácilmente. En cambio, después, 
aunque el diagnóstico fuera perfecto, ya no es tan fácil. Y siguiendo esa comparación, podría decirse 
que hay que apostar decididamente por la medicina preventiva: favorecer estilos de vida sanos,
diagnosticar a tiempo y dar tratamientos que curen pronto y sin secuelas: ahí se demostrará la calidad de 
nuestras relaciones humanas. 
Se trata, por ejemplo, de crear a nuestro alrededor un clima que inspire confianza, que fomente 
la sinceridad y lealtad mutuas; de ser personas de talante positivo, animante, abierto, alentador: que la 
gente, después de hablar con nosotros, después de escucharnos, se sienta optimista, alegre, ilusionada (y 
eso aunque alguna vez hayamos tenido que decirles —por su bien— cosas fuertes); de ser personas que 
no se atrincheran en sus propias afirmaciones, como un retórico grandilocuente que se encastilla en sus 
excesivas seguridades; de ser personas que escuchan, que desean sinceramente enriquecer su mente con 
la aportación de los demás; de ser personas que saben que cuánto más profundamente comprendemos 
los problemas de los demás, más apreciamos a esas personas, y más respeto sentimos por ellas.
Reflexión y renovación 
Observar, leer, pensar 
Alexander Fleming era un bacteriólogo escocés que disponía de un laboratorio francamente 
modesto, casi tanto como los mercadillos de baratijas de Praed Street que se veían a través de su 
ventana. 
Un día, avanzado el verano de 1928, mientras conversaba animadamente con un colega, observó 
algo que le pareció sorprendente. Él solía abandonar los platillos de vidrio después de hacer el primer 
examen de los cultivos microbianos. Uno de ellos aparecía ahora cubierto de un moho grisáceo, pero... 
¡qué raro!: en derredor de ese moho las bacterias se habían disuelto. En lugar de las habituales masas 
amarillas bacterianas, surgían anillos muy definidos allá donde el cultivo entraba en contacto con el 
moho. Raspó una partícula de esa sustancia y la examinó al microscopio: era un hongo del género 
Penicilium. 
Así fue como Alexander Fleming llegó a conocer lo que sería el primer antibiótico: la penicilina, 
que abriría posibilidades insospechadas a la medicina moderna. Aún se tardaría quince años, hasta 1943, 
en lograr aislar este hongo y encontrar un sistema masivo de producción. Sus resultados eran casi 
increíbles. Jamás se había conocido medicamento tan poderoso. Al final de la Segunda Guerra Mundial 
se trataban ya con penicilina más de siete millones de enfermos al año. Todo empezó por aquel 
descubrimiento casual, porque alguien observó algo y ese algo le llevó a pensar. 
Muchos otros descubrimientos se han producido también de forma parecida. 
El físico alemán W. Roentgen se sorprendió un día de 1895 al ver que unas placas fotográficas 
habían quedado veladas sin aparente motivo. No conseguía explicarse cómo esas placas podían haberse 
impresionado atravesando cuerpos opacos. Sus investigaciones acabaron llevándole al descubrimiento 
de una radiación —que llamó Rayos X— que atravesaba objetos consistentes y que pronto tuvo 
innumerables aplicaciones. 
Brown construyó el primer puente colgante sostenido por cables inspirándose en cómo estaba 
tejida una telaraña que observó en su jardín, tendida de un arbusto a otro. 
Newton, según se cuenta, llegó a enunciar la ley de gravitación universal después del famoso 
episodio de la manzana. 
Aristóteles, en el año 340 a. C., ya habló de que la Tierra podía ser redonda, cuando a nadie se le 
había pasado por la cabeza semejante idea, y lo dedujo a partir de observar cómo, en el mar, se ven 
primero las velas de un barco que se acerca en el horizonte, y sólo después se ve el casco. Luego lo 
confirmó estudiando las estrellas y los eclipses. 
¿Y por qué, ante los mismos sucesos, unos hacen grandes descubrimientos y otros no se enteran 
de nada? Supongo que porque unos son más observadores que otros, y unos reflexionan más y otros 
menos. 
¿Y ser despistado o distraído es un defecto? No sé si tanto como un defecto, pero desde luego no 
se puede decir que sea una virtud ni que directamente enriquezca el carácter. Algunos adolescentes son 
despistados o distraídos simplemente porque han comprobado que, con unos padres tan complacientes, 
resulta un papel muy cómodo. Así se lo dan todo hecho y eluden cosas que les cuestan. 
Es importante hacer que los hijos adquieran cierta calma y capacidad de reflexión, porque la 
vida constantemente nos interroga, y a veces se presentan situaciones a las que no encontramos salida 
simplemente porque el atolondramiento y la precipitación nos impiden pensar. 
La sociedad actual presenta ciertas circunstancias que favorecen ser engullidos por el activismo. 
Y lo malo es que ese estado habitual de prisa disminuye notablemente la capacidad de reflexión. Parece 
como si no quedara tiempo para fijar la atención en las cosas que en realidad más importan. 
No debemos considerar superfluo el esfuerzo por buscar de vez en cuando la calma necesaria 
para reflexionar intensamente en una lectura, o en torno a unas ideas, e interpretarlas, viendo la forma
de transmitirlas con vida a los hijos, porque el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos, 
sino a todo el mundo. 
Hace falta un poco de calma y serenidad para poder analizar las situaciones que a cada uno se le 
presentan y así sopesar con prudencia las ventajas e inconvenientes de una u otra solución. Para 
observar y darse cuenta de lo que pasa, y de si hay o no que intervenir. 
Además, la prisa y el aceleramiento no suelen ir parejos a la eficacia, pues la gente que se 
sumerge en una actividad extraordinaria pero irreflexiva suele acabar haciendo mucho, sí, pero en gran 
parte inútil o innecesario. Su ansiedad por la acción les impide decidir serenamente. 
Cuántas veces, una idea considerada con calma, una lectura, un comentario, una argumentación, 
remueven el fondo de una persona y hacen brotar de ella una claridad y una energía nuevas. Es como si 
se removiera un pequeño obstáculo que impedía la comunicación con el aire libre, y gracias a eso una 
vida se llena de frescura y de lozanía. 
Como ha señalado Jesús Ballesteros, lo más revolucionario hoy en día es el hecho de pensar. En 
realidad, pensar es lo que tiene mayor capacidad transformadora, y el ejercicio del pensamiento y su 
extensión, a través del diálogo y la comunicación, puede ser lo que abra más posibilidades a una vida 
distinta. 
Hay algo que puede ayudar mucho: formarse a través de buena lectura. Leer es para la mente 
como el ejercicio para el cuerpo. Y como el tiempo es limitado, conviene afinar la puntería al elegir los 
libros, para que sean de la máxima calidad. Hay muy buena literatura, hay títulos adecuados a cada edad 
y situación. Tampoco se trata de empezar por cosas muy elevadas. 
No importa que al principio sean sólo novelas sencillas o libros de aventuras, porque lo primero 
que hace falta es acostumbrarse a leer. Hasta que no se pierde el miedo a los libros no conseguimos 
nada. Es interesante leer el periódico, alguna buena revista de información general, biografías, historia, 
buena literatura. Muchas veces nos sorprenderemos al ver que entendemos y nos gusta mucho más de lo 
que pensábamos. 
Es una buena costumbre, por ejemplo, leer en familia. Para eso hace falta que haya en la casa 
libros adecuados y que los padres fomenten la lectura sugiriendo títulos, leyendo ellos también, 
procurando que la televisión no esté siempre encendida, etc. Es fundamental el fin de semana y las 
vacaciones, aunque también es sorprendente lo que se puede llegar a leer al cabo de un año con un 
simple cuarto de hora cada día. No digas que leerás cuando tengas tiempo, porque entonces no leerás 
nunca. 
Produce verdadera lástima conocer a personas que son incapaces de sostener siquiera unos 
minutos una conversación interesante sobre algo ajeno a su especialidad, porque jamás han leído nada 
con un poco de contenido. Personas que apenas saben lo que sucede en el mundo, porque no leen el 
periódico. Ni lo que piensa nadie, porque hay muy pocas cosas que despierten su interés. 
Bacon decía que la lectura hace al hombre completo; la conversación lo hace ágil; el escribir lo 
hace preciso. Quienes no se cultivan un poco, parece como si no supieran disfrutar de las satisfacciones 
que permite el hecho de ser seres inteligentes. 
¿Cabe el peligro por exceso, de leer continuamente, o indiscriminadamente? Hay que leer más y 
leer mejor. Séneca decía que no era preciso tener muchos libros, sino que fueran buenos. Junto a la 
capacidad de lectura hay que desarrollar la capacidad de discernimiento, porque las promociones 
publicitarias de las editoriales y el atractivo de las portadas no son garantía de calidad. 
El poder del lenguaje 
Mercedes Salisachs cuenta en una de sus últimas novelas la historia de Lucía, una niña de once 
años, huérfana, que después de una infancia azarosa se lanza a la aventura de aprender a leer. 
«Lo cierto es que a medida que Lucía se iba adentrando en el mundo de las letras todo cuanto la 
rodeaba parecía dilatarse, se volvía más comprensivo y luminoso.
»También se hacía preguntas nuevas. ¿Qué era el cielo? ¿Por qué había tantas estrellas? ¿En qué 
consistía la lluvia? Y a medida que se iba introduciendo en la comprensión de los signos, algo la 
espoleaba a comprender también lo que aquellos signos significaban. 
»De pronto todo se iba trastocando en la mente de la niña: todo tenía un motivo. Lo más 
insignificante (como un parpadeo, o un gesto, o cualquier ademán) ya no era algo insustancial que 
flotaba en el aire. Tenía un significado que podía plasmarse en un papel en forma de nombre. 
»Además podía escribirse: todo, incluso aquello que muchos no sabían explicar, la escritura lo 
explicaba. Era una sensación excitante.» 
Leer nos abre la puerta a un mundo nuevo. Un mundo en el que todo se amplía y se ilumina, 
donde tenemos acceso a lo mejor que se ha pensado y vivido a lo largo de la historia. 
La palabra nos descifra la imagen, enriquece lo que vemos, nos ayuda a ampliar nuestra visión 
del mundo, de los demás y de nosotros mismos. 
Leer nos permite vivir otras vidas, ponernos en el lugar de otros. Nos hace ver también por los 
ojos de los demás, pasar por la mente de muchas personas diferentes sin dejar de ser nosotros mismos. 
Leer (con acierto, se entiende) nos ayuda a pensar con más libertad y menos estereotipos. Nos 
hace más libres. Ensancha nuestra mente y nos confiere un sentido crítico que nos hace salir de 
estrecheces que esclavizan. Como ha escrito Alejandro Llano, una persona que empieza a leer libros de 
calidad, comienza a abandonar las bien disciplinadas filas de los dictados del consumo, dando un paso 
al frente, hacia el aire libre del protagonismo en el que uno toma las riendas de su propia vida. 
Leer nos facilita comunicarnos con los demás. Facilita temas de conversación, capacidad de 
expresarse, de abordar los problemas. Quizá sentimos a veces el agobio del "lo sé, pero no lo sé explicar 
bien", y eso indica un pensamiento aún confuso, no suficientemente destilado por la lectura. 
Conocer la realidad de las cosas exige una riqueza interior que resulta difícil sin una riqueza de 
lenguaje. También, a veces falla la comunicación entre las personas porque, a uno o a otro —o a los dos 
—, les resulta difícil expresarse. La pobreza de lenguaje está muy ligada a la pobreza de conceptos, y a 
un pobre conocimiento de la realidad. Si una persona maneja un vocabulario muy reducido, es fácil que 
no logre discernir bien lo que le sucede, ni sepa cómo traducirlo en palabras. Percibirá su interior quizá 
como un desconcertante manojo de tensiones, que le hacen sentirse mejor o peor, pero no logra 
comprender bien qué es lo que siente. Se encuentra perdido y confuso entre acosos e inquietudes que no 
sabe ni puede desactivar. 
No debe desdeñarse el poder del lenguaje. No es una cuestión accesoria, ni meramente formal. 
Como ha escrito José Antonio Marina, la palabra hace navegable el sentimiento, y esto es así porque la 
mayor parte de lo que sabemos, lo sabemos "empalabrado". Por eso, lograr expresar bien en palabras lo 
que sentimos suele ser un gran paso hacia la clarificación de lo que nos sucede. Un avance decisivo para 
conocer el corazón del hombre, para conocer el propio corazón, y para aprender a convivir con él, 
procurando mejorarlo. 
La gente que desdeña el valor de la lectura, es fácil que viva con un déficit grande de 
autoconocimiento que deje baldío e improductivo gran parte de su talento, e incluso que malogre el de 
otros, como sucede con los conductores inexpertos, que son un peligro para ellos mismos y para los 
demás. 
Quizá el peor enemigo de la lectura es verla como algo costoso, poco grato, como otro deber 
más que hay que cumplir. Por eso es tan importante darse cuenta de que leer es un excelente modo de 
descansar y de disfrutar, y que es una verdadera lástima que algunos nunca lleguen a hacer ese 
descubrimiento. 
Cuidado del espíritu 
Todos tenemos un conjunto de verdades y de valores que nos inspiran, unas creencias que dan 
sentido a nuestra vida; y la gran mayoría de las personas tienen, además, una fe que llena de luz su 
existencia. En todo caso, siempre hay un espíritu que cultivar, y cuya renovación y cuidado exige una
dedicación de tiempo. No son simples ocupaciones —aunque las supongan—, sino sobre todo algo que 
ha de impregnar por completo nuestra vida. 
Ese cuidado del espíritu requiere —para que no quede en algo vago y genérico— una dedicación 
periódica de tiempo lo más concreta posible. Un tiempo en el que trabajamos por renovarnos, por 
refrescarnos, por revisar nuestro compromiso con las verdades que nos inspiran (en el caso de la fe, 
además, una exigencia de trato personal con quien nos ha creado y a quien debemos todo). Un tiempo 
importante, ya que no puede olvidarse que las más grandes batallas de nuestra vida se libran cada día en 
el silencio del alma, y sólo si ganamos esas batallas, si resolvemos bien esos conflictos interiores, 
obtendremos esa paz y esa satisfacción interior que tanto necesitamos. 
¿Es preciso entonces algún tipo de preparación psicológica para alcanzar la paz con uno mismo? 
Diría más bien que tendremos esa paz cuando nuestra vida esté en armonía con los principios y valores 
que la rigen, y cuando esos valores sean acertados. Tener tranquila la conciencia. La conciencia percibe 
la congruencia o incongruencia de nuestra conducta, y nos invita —si está bien formada— a elevarnos 
hacia la verdad moral, por la senda de la libertad y la sabiduría. Por eso la formación de la conciencia es 
tan decisiva para cualquier persona. 
Formar bien la conciencia exige un deseo eficaz de hacerlo —leyendo, pensando, comentando 
con otras personas— y exige, sobre todo, esforzarse por vivir en armonía con ella. Porque así como el 
exceso de comida o la falta de ejercicio pueden estropear la buena forma de un atleta, el hecho de actuar 
en contra de la verdad moral llena de oscuridad nuestra sensibilidad interior y embota nuestra 
conciencia. 
Hay mucha gente que no se preocupa por formarse porque no tiene mayores aspiraciones: se 
conforma con su nivel, y le parece que es suficiente para el tipo de problemas que se le plantean. Esas 
actitudes tan conformistas encierran serios peligros. No luchar por la propia superación equivale a 
entregarse en brazos de la pasividad, renunciar a muchas realidades a las que estamos llamados y, en 
consecuencia, arriesgarse a hipotecar seriamente la vida. 
Hay que pensar, además, que algún día, quizá dentro de muchos años o quizá dentro de pocos, 
nos encontraremos con dificultades mayores que las actuales, o nos sentiremos angustiados ante 
decisiones, reveses o tentaciones verdaderamente duras. Pero la lucha real por superar esa situación 
futura está en buena parte aquí y ahora. Con nuestra vida de ahora estamos condicionando en buena 
parte si el día que lleguen esas dificultades extraordinarias, fracasaremos miserablemente o las 
superaremos. Es preciso prepararse mediante un proceso constante de mejora personal. 
Capacidad de admiración 
Como ha escrito Miguel Angel Martí en su ensayo titulado La admiración (Eunsa, 1997), todo 
hombre, por el mero hecho de serlo, se siente llamado a interpelarse y a interpelar la realidad que le 
rodea; y sin admiración, su vida se convierte en algo anodino, termina perdiendo sentido. 
No es la vida quien enseña, lo que realmente enseña es la lectura que nosotros hagamos de ella. 
No es suficiente ver las cosas, es necesario mirarlas bien para descubrir ese algo de nuevo que siempre 
llevan consigo, y se necesita tener un alma joven y una sensibilidad bien cultivada para mantener el 
espíritu receptivo a esos guiños con que la realidad nos sorprende de continuo. 
También es vital aprender a admirarnos de las personas. No se trata de confundir la admiración 
con la ingenuidad, ni de tener una visión bobalicona de la vida. Se trata de ver con buenos ojos a la 
gente. Si logramos fijarnos un poco más en los aspectos positivos de cada persona, tendremos 
oportunidad de admirarlos, y con ello, les haremos y nos haremos mucho bien. 
¿Y qué obstáculos hemos de superar para admirar a una persona que conocemos? El primer 
obstáculo es el acostumbramiento, que incapacita —si uno no se resiste a él— para ver en la otra 
persona cualquier cosa que no sea lo ya sabido: se adivinan las contestaciones, se presupone 
determinada actitud, se dan por supuesto ciertos comportamientos, no se contempla la posibilidad de 
que el otro cambie y actúe de forma distinta a la prevista, no se da ninguna posibilidad de cambio. Otro 
obstáculo importante es la tendencia a infravalorar a las personas; o anteponer siempre sus hechos
pasados a los presentes, y tener más en cuenta lo que era que lo que es; o fijarnos y recordar más los 
aspectos negativos que los positivos. 
La rutina —sigo glosando a Miguel Angel Martí— es la gran arrasadora de nuestra vida. Sólo 
quien es joven de espíritu ganará la batalla al cansancio de la vida. El hombre ha de precaverse contra el 
desencanto, el acostumbramiento y la rutina, y en ese ejercicio se juega la ilusión por vivir. La vida en 
algunas ocasiones se nos manifiesta alegre y divertida, pero en otras muchas hemos de ser nosotros, con 
nuestros recursos interiores, quienes tenemos que dar un sentido positivo a lo que en un primer 
momento no lo tiene. 
Quien es capaz de iniciar cada día con una visión nueva, consigue hacer realidad el milagro de 
sorprenderse ante cosas que le son muy familiares, pero no por eso dejan de manifestarse como recién 
estrenadas. Nuestra vida puede compararse a quien lee un pasaje de una novela en la que se describe 
una calle; el lector queda admirado por su belleza, pero al poco tiempo se da cuenta de que aquella 
calle, que tanto le ha gustado, es muy parecida a la suya, que hasta entonces le pasaba inadvertida. 
Con demasiada facilidad se dan por supuestas las cosas, y tendría que ser al revés: no dejar 
nunca de preguntarse por nuestro mundo cotidiano. La vida debe estar atravesada por unos ojos que 
sepan descubrir en lo que ya es conocido una novedad ilusionadora. 
Todas estas riqueza interiores no se improvisan, sino que su conquista se alcanza después de un 
largo trayecto lleno de dificultades, pero una vez conquistadas perfuman con su aroma toda la existencia 
humana. 
La autoestima, tan olvidada por muchos y tan mal interpretada por otros, es otro aspecto 
importante para la admiración. Enorgullecerse no es el objetivo, claro está, de la autoestima. Pero ser 
agradecidos de la propia vida, eso sí. El que agradece, disfruta con la realidad agradecida. Quien sonríe 
a la vida, la vida termina sonriéndole. La felicidad no está en disfrutar de situaciones especiales, sino en 
la buena disposición de ánimo. Está en nuestro interior la clave de la felicidad. Esto es necesario 
repetirlo una y otra vez, porque obsesivamente tendemos a buscar la felicidad fuera de nosotros, y por 
muchos que sean los esfuerzos no la encontraremos, por el simple hecho de que no está ahí. 
El peligro de la trivialidad 
Las cosas son, con frecuencia, bastante más complejas de lo que a primera vista parecen. Es 
preciso tener en cuenta matices y detalles que, si no se valoran, muchas veces desfiguran la realidad. La 
trivialización es un peligro constante. 
Y podría decirse, como ha escrito Messori, que la verdadera cultura consiste precisamente en 
adquirir el sentido de la complejidad de las cosas, en rehuir las simplificaciones, en respetar el misterio 
que hay detrás de toda apariencia. 
Por eso, sin caer en un problematicismo patológico, hemos de procurar ser lo suficientemente 
lúcidos para profundizar en la realidad sin empobrecerla. 
Para lograrlo, es importante —entre otras cosas— leer mucho y con acierto: es ése uno de los 
mejores modos de abrirse a lo que han expuesto con brillantez los más grandes pensadores, de poder 
entrar en las mejores cabezas del presente y del pasado. 
Siempre está la excusa de la falta de tiempo, pero si uno sabe organizarse, siempre se puede 
quitar tiempo a otras cosas menos productivas. Y empezar quizá por un libro al mes, para procurar pasar 
luego a dos —no es tan difícil como parece—, o incluso a más. 
Muchos no leen más porque no tienen mayores inquietudes. Por eso fomentar el deseo de saber 
es lo que puede introducirnos de una vez por todas en el mundo de la lectura, tan necesaria para no ir 
por la vida a tientas. Una lectura atenta y reflexiva, puesto que la sabiduría no surge ordinariamente por 
generación espontánea. 
No todos los libros han de exigir una lectura analítica y reflexiva. Como decía Francis Bacon, 
hay libros para probar, libros para tragar, y otros, muy pocos, para masticar y digerir. Lo que sería una 
pena es reducirse sólo a los de evasión o entretenimiento.
Es verdad que también la lectura se puede convertir en una adicción, y es bien conocido que el 
exceso de información nubla la inteligencia y favorece la pedantería. Si la lectura es indiscriminada y 
acumulativa, existe ese peligro. Por eso decíamos antes que no se ha de buscar una simple erudición, 
sino comprender mejor el mundo, a los demás y a uno mismo. 
Por último, cabe añadir que la escritura es otra actividad que contribuye a mejorar nuestra 
claridad mental. Escribir ayuda a tender puentes con algunas zonas menos exploradas de nuestra mente, 
destila y cristaliza el pensamiento, nos facilita expresarnos con más precisión, glosar nuestras ideas con 
un poco más de método y de contexto, razonar con más rigor y hacernos comprender mejor.
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  • 1. Valores, carácter y sentido de la vida
  • 2. Carácter y mejora personal La puerta del cambio Aquel chico tenía catorce años y se puede decir que era un auténtico desastre. Tenía un carácter muy difícil y una apatía impresionante. Apenas atendía en clase, y luego en su casa estudiaba menos aún. Parecía no tener ilusión por nada, suspendía habitualmente un montón de asignaturas, y sus padres estaban desesperados. Recuerdo que sus profesores comentábamos con preocupación el caso, sin duda el más problemático del curso: apenas escuchaba los consejos que se le daban, nadie sabía bien qué hacer con él. Todo parecía indicar que aquel chico estaba destinado al más negro de los futuros. El caso es que acabó el curso, y las vueltas de la vida hicieron que durante mucho tiempo apenas volviéramos a tener noticias el uno del otro, hasta que siete años después coincidimos una lluviosa tarde de septiembre en una cafetería. Me alegró verle sonriente, con sus flamantes veintiún años recién cumplidos y sus casi dos palmos más de altura. Fue una coincidencia casual y, como procuro hacer siempre con quienes fueron mis alumnos en aquellos años que dediqué a la enseñanza, quedamos después para charlar un rato. Cuando nos sentamos, le pregunté cómo iba su vida. Mi primera sorpresa fue que estaba en cuarto curso de una carrera bastante difícil. Además, no sólo no había perdido ningún año, sino que llevaba esos estudios con unos resultados brillantes. Mientras me lo contaba, venían a mi memoria aquellas reuniones de profesores, cuando analizábamos la marcha del curso, donde varias veces se llegó a decir —quizá alguna vez yo mismo— que aquel chico, salvo un milagro, no llegaría a terminar el bachillerato. El caso es que el milagro se había producido. Su vida había cambiado. No es que hubiera cambiado un poco, podía decirse que había cambiado por completo y en casi todo. Es como si fuera otra persona. Como si de aquellos viejos tiempos conservara poco más que su nombre y sus apellidos. Yo estaba intrigado por el cambio. «Oye —le dije—, tienes que explicarme qué ha pasado contigo para que hayas cambiado de esa manera. Me tienes asombrado.» La pregunta le sorprendió un poco. Calló por unos instantes, como queriendo ordenar sus ideas, se puso un poco más serio, y finalmente empezó su relato, despacio pero con soltura: «Mira. Fue un día concreto. A lo mejor te parece un poco raro, y quizá lo sea, pero fue un día concreto, un día por la mañana. Llevaba unas semanas fatal. Mejor dicho, unos años. Llevaba años oyendo siempre lo mismo. De mis padres, de mis profesores, de todos. Siempre lo mismo. Que yo era un desastre, que estaba hipotecando mi vida, que iba a ser un desgraciado si seguía por ese camino, que me estaba buscando la ruina, que nunca sería un hombre de provecho, y todo eso que dicen las personas mayores.» Le interrumpí un instante, con un poco de curiosidad, para preguntarle qué pensaba él entonces, cuando escuchaba esas cosas. «Bueno, no sé cómo decirte, todo aquello me entraba por un oído y me salía inmediatamente por el otro. Me parecía que era el rollo de siempre, y estaba cansado de escuchar todos los días los mismos consejos. »No es que no entendiera las razones que me daban, es que ni siquiera les prestaba atención. Me habían dicho ya mil veces lo mismo, y cuando veía que me venían con ésas, desconectaba y ya está. Tenía como echada una barrera mental sobre todas esas cosas, prefería no pensar, y todos esos sabios consejos me resbalaban por completo. »Bueno, lo que te decía, fue un día concreto, me acuerdo perfectamente. Estaba en plena época de exámenes, y esos días no teníamos clase, para poder estudiar. Pero estudiar no me apetecía absolutamente nada. Estaba con la angustia de los exámenes, y al tiempo con la angustia de que no había dado ni golpe y me iban a suspender otra vez.
  • 3. »Tenía un sueño tremendo, y estaba tentado de volverme sin más de nuevo a dormir, pero llevaba mal el curso, como siempre. Si me volvía a la cama, iba a ser muy difícil que aprobara, y las cosas se iban a poner más feas que de costumbre. »Me había despertado temprano, y desde ese momento no había parado de darle vueltas en la cabeza a una idea: Oye, tío..., ¿qué es esto? ¿Voy a estar toda la vida así? ¿Cincuenta o sesenta años más así? Esto no funciona. Algo tiene que cambiar. No puedo seguir así el resto de mis días. »Debí tener un momento de especial lucidez, supongo, porque vi como algo angustioso continuar el resto de mi vida con el mismo plan que llevaba hasta entonces. Y me aventuré a pensar en cosas serias, en cosas que hasta entonces casi nunca me había planteado. »No encontraba ilusión en casi nada. Me veía dominado por la pereza de una forma terrible. Es algo bastante angustioso, de verdad. No sabía a qué podía conducirme todo aquello. Era como estar deslizándose por una pendiente oscura, cada vez más rápido y con más descontrol, y te das cuenta de que no sabes dónde puedes acabar. »Pensaba en el fracaso de mi vida, en todo eso que me había dicho tantas veces tanta gente. Pero aquella vez fue distinto. No me dijo nada nadie. Aquella vez me lo dije todo yo a mí mismo. Y cambié. Eso es todo. Levantó la mirada, como dudando si hacer o no una glosa personal de todo aquello, y finalmente concluyó: »Desde entonces, tengo una idea bien clara: los buenos consejos te dan oportunidades de mejorar, pero nada más. Si no los asumes, si no te los propones seriamente, como cosa tuya, no sirven de nada, por muy buenos que sean; es más, para lo único que sirven entonces es para que cada vez los valores menos, para que se produzca una especie de inflación de los consejos que recibes. »Oír una cosa es muy distinto de hacerla propia. Y para mejorar realmente, la única manera es ser capaz de decirse a uno mismo las cosas, ser capaz de cantarte las cuarenta a ti mismo.» Mientras le escuchaba, me acordaba de otros casos en cierto modo parecidos. Pensé en esos chicos y chicas jóvenes que a veces vemos ir como arrastrándose por la vida, y les hablamos de tantas cosas que deberían hacer, de tantas cosas que habrían de cumplir, y nos desespera ver su apatía y su indolencia, y sin embargo quizá no hemos advertido la raíz de su verdadero problema, que es algo mucho más de fondo: aún no se han decidido a tomar realmente las riendas de su vida. Las causas de esa actitud pueden ser muy diversas: quizá han recibido una educación muy pasiva, o hiperprotectora, que no les ha ayudado a madurar; o tienen una fuerte tendencia a alejarse de la realidad, consecuencia de una vida muy cómoda, o demasiado sentimental; o no han aprendido a alzar un poco la mirada y aspirar a valores e ideales más altos; o, por los motivos que sean, apenas sienten responsabilidad sobre sí mismos, y olvidan, en la práctica, que son fundamentalmente ellos quienes se están jugando —y no es poco— su acierto en el vivir. Aquel antiguo alumno mío había espabilado gracias a una sana inquietud por su futuro. Me recordó algo que había leído tiempo antes a Zubiri, que aseguraba con gran fuerza que la pregunta ¿Qué va a ser de mí? resulta siempre decisiva en la vida ética de cualquier persona. Me parecía muy interesante su relato, pero le interrumpí de nuevo un momento. Quería preguntarle si le había costado mucho cambiar después de aquella decisión de esa mañana tan provechosa. «¿Que si me costó? Una barbaridad. Me costó muchísimo, como es natural. Pero lo había visto bien claro, y eso es lo importante. Ya estaba harto de seguir deslizándome por la cuesta abajo de la vida, y además, como estaba ya muy abajo, no podía perder ni un minuto más. Así que acabé por cambiar. Y me costó muchísimo, pero aquello fue como entrar en una nueva dimensión de la vida. »Parece mentira, pero es tremendo lo que se puede sufrir cuando uno opta por la vida fácil. Cuando estás en ella, lo otro te parece insufrible, pero en realidad es al revés. Ahora veo con claridad meridiana que aquella vida era un infierno. Lo que pasa es que entonces no conocía otra, y no encontraba sentido a esforzarme más. Tengo la impresión de que para encontrar sentido a las cosas,
  • 4. antes hay que luchar un poco por ellas. Pero, desde luego, lo peor es dejarse llevar, porque vas como dando bandazos, pegándote golpes con todo, como cuando pierdes el equilibrio y no sabes bien dónde puedes acabar estrellándote.» Aquella narración, tan sincera y tan cargada de realidad, me hizo pensar bastante en el fenómeno del cambio. Pensaba en que hay decisiones que son fundamentales en la vida, y no siempre están unidas a acontecimientos externos señalados, sino que son fruto simplemente de la lucidez de un pensamiento, y a veces tiene día y hora concretos. Salvando las distancias, me recordó aquella otra reflexión de Víctor Frankl en el minúsculo calabozo del lager nazi: en nuestra vida podemos realmente elevarnos bastante por encima de esos condicionamientos en que estamos inmersos y que a veces parecen marcarnos un destino inexorable. Cada persona custodia en su intimidad una puerta del cambio, una puerta que sólo puede abrirse desde dentro. Cambiar es algo asequible a todos. Lo decisivo es tratarlo seriamente con uno mismo. El consejo viene de Epícteto: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo. Un nuevo modo de ver las cosas Hasta que se llegó a conocer con suficiente profundidad la acción patógena de los microbios, allá por la segunda mitad del siglo XIX, había entre los investigadores médicos una enorme preocupación ante el serio problema planteado por las frecuentes infecciones hospitalarias. Las complicaciones sépticas tras cualquier tipo de intervención quirúrgica eran casi inevitables y de consecuencias muy graves. También era habitual que tras pequeñas heridas se produjeran importantes supuraciones o septicemias, y un elevado porcentaje de mujeres morían como consecuencia de infecciones originadas por la asistencia al parto. Pero nadie entendía bien por qué sucedía todo aquello. Tras sus importantes descubrimientos bacteriológicos en el campo de la fermentación, Louis Pasteur anuncia en 1859 su idea de que los procesos infecciosos son consecuencia de la acción de un germen. Pero, ¿de dónde vienen esos microorganismos? Hasta entonces, quienes se habían planteado en esa posibilidad pensaban que surgían por generación espontánea. Sin embargo, Pasteur va hallando microbios específicos de diferentes enfermedades, y observa que son seres vivos que van pasando de un cuerpo a otro. Poco después, el cirujano inglés Jospeh Lister descubre que aplicando enérgicas medidas antisépticas se frenan drásticamente las infecciones: por ejemplo, en el caso de las fracturas abiertas, logra reducir la mortalidad desde el 50% a cifras inferiores al 15%, gracias al empleo de fenoles como producto antiséptico. Más adelante, Pasteur descubre que esos gérmenes causantes de la enfermedad pueden ser aislados y cultivados, y que si se amortiguan y se inoculan en pequeñas dosis en cuerpos sanos —a ese hallazgo se le puso el nombre de vacuna—, tienen un efecto inmunizador. En cuanto se desarrolló la teoría microbiana, se implantó un nuevo modo de entender la atención hospitalaria, y en general de toda la medicina. Comprender mejor lo que sucedía hizo posible un avance extraordinario. Un pequeño cambio de enfoque hizo ver las cosas muy distintas y generó poderosas transformaciones. De manera análoga, muchas personas experimentan un notable cambio en su pensamiento en determinados momentos de su vida. Descubren una nueva faceta de la realidad, y esto provoca un cambio en las claves con las que estaban interpretando esa realidad: un descubrimiento nos hace sustituir viejas claves por otras más acertadas. Sucede, por ejemplo, cuando una persona sufre un accidente grave, o afronta una crisis que amenaza cambiar seriamente su vida, o pasa por la prueba de la enfermedad y del dolor, y de pronto ve sus prioridades bajo una luz diferente. O cuando comienza a ejercer determinadas responsabilidades, o
  • 5. asume un nuevo papel en su vida, como el de esposo o esposa, padre o madre, y entonces se produce un cambio de su modo de ver las cosas. Si en nuestra vida queremos realizar pequeños cambios, puede que nos baste con esforzarnos un poco más en mejorar nuestra conducta y luchar contra nuestros defectos, pero si aspiramos a un cambio importante, es preciso cambiar nuestro modo de ver las cosas. Un ejemplo. Piensa por un momento —recomienda Stephen Covey— en tus bodas de plata, o en tus bodas de oro. Piensa en la despedida en tu trabajo cuando llegue tu jubilación. Visualízalo con riqueza de detalles. Piensa en los sentimientos y emociones que te embargarán en ese momento. ¿Cuál será tu balance de todos esos años de matrimonio o de trabajo? ¿Cuál quieres ahora que sea el balance que hagas entonces? Otro ejemplo. Piensa en que te enteras ahora mismo de que te quedan sólo tres meses de vida. Visualiza mentalmente qué harías. Es probable que, de pronto, todo aparezca con una perspectiva diferente. Es probable que afloren a la superficie ciertos valores que quizá antes apenas habías tenido en cuenta. Quizá veas entonces de modo distinto la relación con tus padres o con tus hijos, o plantees de modo distinto el matrimonio, o la relación con tus compañeros de trabajo. Quizá te parezcan fútiles cosas que hace un momento considerabas muy importantes. Está claro que la vida no puede plantearse cada día como si te quedaran tres meses de vida, por supuesto. Pero ese ejercicio mental nos puede ayudar a pensar en cosas en las que habitualmente no pensamos, a reflexionar sobre los principios que rigen nuestra vida, a identificar mejor lo que realmente importa. La vida nos va cargando día a día de rutinas, de adherencias que van entorpeciendo nuestra marcha. A veces hay que pararse y ver qué es lo que queremos, no dar por bueno sin más nuestro status quo, no seguir sumisamente la inercia de todo lo que hemos hecho hasta entonces, repensar las cosas a fondo. No podemos olvidar que esos valores y principios son la trama que da consistencia al tejido de nuestra vida y, por tanto, son nuestro mayor tesoro (además, casi lo único que tenemos a salvo de robos, incendios, quiebras o descensos bursátiles). Saber usar los propios recursos Hay personas que achacan sus defectos a razones de tipo genético. Son los que con un qué le vamos a hacer, he nacido así, alejan rápidamente de su cabeza la posibilidad de esforzarse en serio por erradicar un determinado defecto. Algunos llegan incluso a hablar del mal genio de su abuelo (o de toda una rama de la familia) para justificar, por ejemplo, que tienen un carácter violento o imprevisible. Están convencidos de que su herencia de irascibilidad viene inexorablemente determinada en su carga genética y que, por tanto, nada pueden hacer por luchar contra su propio ADN. Otros parecen tranquilizarse echando las culpas a la educación que recibieron de sus padres. Son los que con un cortés y lacónico me han educado así, dejan también de lado cualquier pensamiento sobre su mejora personal. Otros cifran casi todo en cuestiones del ambiente en que han vivido, de su condición social, del modo de ser propio de su región o su país de origen, del estilo educativo del lugar donde estudiaron, o de lo que sea..., pero siempre hay algo o alguien fuera de él que es el verdadero responsable de que él sea así. Siempre piensan que el problema está fuera de ellos, y precisamente ese pensamiento es su gran problema. Este peligroso planteamiento de la vida admite, como es lógico, diversos grados. En algunos casos, por ejemplo, admiten humildemente que quizá la solución está en ellos mismos, y se muestran teóricamente dispuestos a afrontarlo positivamente, pero luego no llegan a tomar la iniciativa o no dan los pasos necesarios para llevar a la práctica esas soluciones. Veamos unos ejemplos, tristemente frecuentes, tomados del ámbito escolar:
  • 6. «En casa no hay quien estudie. Tendría que ir a una biblioteca, pero la de mi barrio está llena desde primera hora de la mañana y no tengo ni la menor idea de dónde habrá otra...» (Ni se plantea madrugar un poco más, ni espabilar un poco para enterarse de donde hay otra biblioteca). «No sé qué carrera estudiar. Tendría que enterarme bien, pero no sé a quién preguntar para informarme de esto. Nadie quiere ayudarme.» (No ha preguntado a nadie, y ya piensa que nadie le quiere ayudar; desde luego, será difícil que alguien se brinde espontáneamente a orientarle sobre un problema que él ni ha manifestado). «Sé que no tengo un buen método de estudio. Intento aprenderme todo de memoria, y veo que eso no es solución, pero no sé hacerlo de otra manera.» (Está claro que con un afán investigador como el suyo, la ciencia estaría aún como en el neolítico). Otros tienen un talante que queda bien retratado en aquellas famosas 6 normas para no prosperar que se difundieron tanto hace unos años: 1. Espere sentado su oportunidad. 2. Comente su mala suerte con los demás. 3. No se esfuerce por mejorar su preparación. 4. Laméntese de que los tiempos están muy difíciles. 5. Obstínese en que sin recomendaciones no se logra nada. 6. Confíe y aguarde a que vengan tiempos mejores. Son personas pasivas, que siempre están como esperando a que suceda algo exterior que les fuerce a cambiar; o a que alguien se haga cargo de ellas y las empuje a decidirse a afrontar y resolver sus problemas. Su principal problema son ellas mismas, no tienen una actitud ante la vida que les lleve a usar sus recursos y su iniciativa. Tienen como entumecidos los músculos de la responsabilidad. Pero esos músculos siguen siendo suyos y están ahí: lo que tienen que hacer es ejercitarlos. Dos modos de plantear las cosa Podríamos dividir nuestros pensamientos y preocupaciones habituales en dos grandes grupos: los que están centrados en cuestiones sobre las que no tenemos ninguna o casi ninguna posibilidad de influencia, y los que, por el contrario, se refieren a cuestiones sobre las que sí podemos influir. Quienes centran su cabeza sobre ese primer conjunto de pensamientos, es decir, sobre cuestiones que les vienen ya dadas y sobre las que no pueden hacer nada o casi nada, suelen ser personas pasivas, negativas e ineficaces. Dedican gran cantidad de tiempo y energías a pensar en los defectos de los demás (casi nunca en los propios, ni en ayudar a los demás a corregirse) y a lamentarse de las injusticias que la sociedad tiene con ellos (nunca en cómo ellos pueden contribuir a mejorarla). Se quejan continuamente de los males que la salud, el clima o la situación política traen a su desgraciada existencia. Piensan en muchas cosas, pero todas tienen en común que ellos poco o nada pueden hacer por cambiarlas. Por el contrario, las personas sensatas procuran centrarse en el segundo conjunto de pensamientos a que nos referíamos, es decir, se dedican fundamentalmente a cuestiones con respecto a las cuales pueden hacer algo, aunque no sea de modo inmediato. Y gracias a que hacen algo, logran que con el tiempo ese conjunto de ocupaciones —podríamos llamarlo círculo de influencia— vaya creciendo, pues cada vez son más eficaces, avanzan más e influyen sobre más cosas. ¿Y reducirse a pensar solamente en lo que uno tiene al alcance de su influencia, no supone un cierto empequeñecimiento mental? Es cierto que hay muchas cosas —por ejemplo, la información sobre la actualidad nacional e internacional, la historia, etc.— sobre las que poco o nada podemos influir, y sin embargo resulta importante y positivo conocerlas, e ir formando una opinión sobre ellas. Por eso, cuando hablo de centrarse en el propio círculo de influencia me refiero fundamentalmente a la actitud general que uno toma ante los problemas que tiene: si los sitúa dentro de
  • 7. su alcance y los acomete, o si, por el contrario, tiende a despejarlos fuera para luego lamentarse de no poder resolverlos. Lo sensato es saber centrar nuestros esfuerzos en lo que está a nuestro alcance, no perder nuestras energías en lamentaciones utópicas. De lo contrario, caeríamos en una especie de absurda autofrustración, un estilo de vida por el que las personas se autocastigan al pesimismo, la queja y el enterramiento de sus propios talentos. Recordando aquella vieja sentencia, podríamos decir que se trata de tener: coraje para cambiar lo que se puede cambiar, serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar, y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro. Hay quizá demasiadas ocasiones en que ponemos tontamente en cosas ajenas a nosotros la capacidad de decidir sobre nuestra vida. Por ejemplo, si uno se lamenta de no tener una casa o un coche mejor, o de no haber llegado a una determinada posición profesional, o de no haber tenido una familia distinta a la que tiene, puede plantearlo básicamente de dos maneras. La primera es quejarse de que los condicionantes de su vida le impiden lograrlo, y que sólo cuando cambien podrá salir de su triste situación. La segunda es radicalmente distinta: ver qué es lo que podría cambiar en él, en su actitud, en su conducta, para que esos condicionantes externos a su vez cambien: cómo puede mejorar él, cómo puede ser más ingenioso y más diligente para facilitar así que las cosas vayan cambiando. La diferencia es sencilla: acometer resueltamente los problemas, en vez de limitarse a protestar. Como se cuenta de aquella multinacional del calzado que envió un delegado comercial a un país subdesarrollado que aún vivía en régimen tribal. Al poco de llegar, el delegado envió un telegrama a la Dirección General de la empresa diciendo: «Negocio imposible, todos van descalzos». Lo cesaron y enviaron a otro, más resolutivo, y a los pocos días recibieron otro telegrama, bien diferente: «Negocio redondo, todos van descalzos. Envíen una remesa de quince mil pares.» Se trata de cambiar el enfoque con el que se ven los problemas. Es algo que resulta de vital importancia para aquellas personas que se han habituado a refugiarse en actitudes de continua queja, de culpar de sus problemas siempre a otros, o de responsabilizar de sus frustraciones a la sociedad. Por ejemplo, si tu matrimonio no va bien, o no te llevas bien con tu hijo, o con tu padre, o con tu jefe, poco puedes arreglar repitiendo una vez y otra sus defectos, considerándote una víctima impotente de su pésima actitud. Piensa en qué cosas son las que te enfadan y examínalas con objetividad: seguro que bastantes responden en buena parte a tu susceptibilidad, o a que te has obsesionado un poco con una serie de detalles que valoras excesivamente; o quizá es que eres bastante menos tolerante con los defectos de los demás que con los tuyos; o a lo mejor estás dentro de una espiral de agravios mutuos que difícilmente se romperá si tú no tomas la iniciativa. En cualquier caso, si de verdad quieres mejorar la situación, debes empezar por actuar sobre lo que tienes más control, que eres tú mismo: actuar primero sobre tus propios defectos, centrarte en tu esfuerzo por ser un mejor esposo o esposa, mejor hijo o mejor padre, mejor jefe o mejor empleado, mejor amigo. De este modo, es más probable que la otra persona capte tu buena disposición y te responda de la misma manera. ¿Y si la otra persona no respondiera así, sino que siguiera con su actitud negativa, como antes? Puede suceder, claro está, y de hecho sucede. Pero en cualquier caso, el modo de actuar más positivo que tienes (no el único) sigue siendo ése. Actuando así, mejorarás como persona, y de la otra manera sólo conseguirás reducir tu capacidad de recomponer la situación y aumentar seriamente las posibilidades de amargarte la existencia. El atractivo del bien A veces uno tiende equivocadamente en su interior a etiquetar como desagradables, por ejemplo, determinadas personas, o determinadas tareas, o determinados aspectos relacionados con la mejora del
  • 8. carácter, y no se da cuenta de hasta qué punto le perjudican esos vínculos mentales que se han ido estableciendo en su mente, de manera más o menos consciente. Ante posibles puntos concretos de mejora personal que advertimos en nuestra vida (vemos, por ejemplo, que deberíamos ser más pacientes, o menos egoístas, más ordenados, menos irascibles, o lo que sea), es frecuente que tendamos a ver esos objetivos como metas muy lejanas, o como algo poco asequible a nuestras fuerzas. Lo vemos quizá como avances apetecibles, sí, pero que alcanzarlos requeriría tal esfuerzo que sólo pensarlo nos produce ya un notable rechazo. Lo percibimos como algo fatigoso y agotador, o que nos llevaría a un estilo de vida de demasiada tensión. Sin embargo, la mejora personal no supone ni exige eso. Al menos, de modo ordinario no tiene por qué plantearse así. El avance en el camino de la mejora personal ha de entenderse y abordarse más bien como un proceso de liberación. Un progreso gradual en el que vamos soltando día a día el lastre de nuestros defectos. No una extenuante subida a un puerto de montaña, sino un progresivo alivio de la carga de nuestros errores, un desahogo paulatino de la causa de nuestros principales problemas. Por eso, aunque siempre habrá también retrocesos, pequeños o grandes, si logramos en conjunto mejorar, nos encontraremos cada vez con más autonomía, avanzaremos con más soltura y sentiremos más satisfacción. Cada hombre debe adquirir el dominio de sí mismo, y ése es el camino de lo que Aristóteles empezó a llamar virtud: la alegría y la felicidad vendrán como fruto de una vida conforme a la virtud. Si nos fijamos más, por ejemplo, en lo positivo de una determinada persona, o en el reto que supone tener ordenado el armario o el despacho, o incluso en lo apasionante que puede llegar a ser, tanto para un hombre como para una mujer, cocinar, mantener limpia la casa, o educar a los hijos..., si nos esforzamos por verlo así, el camino se hace mucho más andadero. Podría objetarse que eso no es difícil de hacer... durante unos minutos, o unos días. Pero, ¿cómo impedir que al poco tiempo se vuelva a lo de antes? Puedo esforzarme, por ejemplo, por variar mi humor durante un rato, que no es poco, pero... ¿cómo mantenerme así y llegar a ser una persona bienhumorada? Un camino es esforzarse en cambiar la imagen que se nos presenta en la mente al pensar en esas cosas. Por ejemplo, en vez de representar en la imaginación lo apetitoso que resulta lo que no deberías comer o beber o hacer, procura pensar en lo atractivo y liberador que resulta ser una persona sana y honesta, y logra que esas representaciones tomen en tu interior una mayor cuota de pantalla. O si te invaden pensamientos relacionados con el egoísmo, la pereza o el la mentira, procura suscitar la imagen de ser una persona generosa, diligente, sincera y leal, y recréate en la contemplación de esos valores y esas virtudes que has de desear ver en tu vida. Incluso, si quieres, recréate también en lo desagradable que resultaría convertirse poco a poco en una persona egoísta, perezosa o desleal, y compara una imagen con otra. ¿Es importante esto? Pienso que sí. Si una persona logra formarse una idea atractiva de las virtudes que desea adquirir, y procura tener esas ideas bien presentes, es mucho más fácil que llegue a poseer esas virtudes. Así logrará, además, que ese camino sea menos penoso y más satisfactorio. Por el contrario, si piensa constantemente en el atractivo de los vicios que desea evitar (un atractivo pobre y rastrero, pero que siempre existe, y cuya fuerza nunca debe menospreciarse), lo más probable es que el innegable encanto que siempre tienen esos errores haga que difícilmente logre despegarse de ellos. Por eso, profundizar en el atractivo del bien, representarlo en nuestro interior como algo atractivo, alegre y motivador, es algo mucho más importante de lo que parece. Muchas veces, los procesos de mejora se malogran simplemente porque la imagen de lo que uno se ha propuesto llegar no es lo bastante sugestiva o deseable. El riesgo de la lentitud Hay gente que un día le salen diez cosas bien y sólo una mal, y llega a su casa en estado de desánimo total. ¿Por qué? Porque permite que esa pequeña cosa que resultó mal deje flotando en su memoria una imagen negativa que llena casi por completo la "pantalla" de su mente. Ha pasado ese día por muchas cosas positivas, pero tiene la habilidad —la desgracia— de no considerarlo apenas. Es
  • 9. como si todo lo positivo quedara de inmediato arrinconado en su memoria. Sólo lo negativo queda bien grabado. Lo demás, pasa sin pena ni gloria, y en poco tiempo queda reducido a imágenes borrosas, grises, lejanas, como viejas fotos desvaídas. A veces, por ejemplo, se deteriora una amistad, o un matrimonio, o una relación profesional, simplemente porque uno tiende a recordar y almacenar experiencias desagradables sufridas en la relación con esa persona, mientras que las agradables enseguida pierden relieve en la memoria. ¿Cómo sucede esto? Quizá hay algo que produce un desagrado muy vivo, aunque sea una tontería. Por ejemplo, la forma que tiene de comer, o que deja desordenado lo que usa, o pierde las cosas, o habla en un tono que nos resulta desagradable. O que a lo mejor ha dejado de tener determinada deferencia con nosotros. O nos repite algo que dijimos en un momento de enfado y estamos hartos de que nos lo recuerden otra vez más. O quizá sucede al revés, y somos nosotros los que recordamos una y otra vez aquella ocasión en la que nos sentimos tan molestos y ofendidos. La lista de ejemplos podría ser interminable. Pero aunque todas esas cosas negativas sean ciertas y objetivas —que no suelen serlo demasiado—, ese modo de recordarlas y tenerlas presentes no ayuda en nada a resolver las cosas. Además, sabemos que también podría hacerse otra lista muy larga de ejemplos positivos, de tantas cosas agradables que suelen quedar en el olvido. Todo sería muy distinto si ambos se esforzaran en traerlas a la memoria, y procurar generar las circunstancias necesarias para que se repitan. Por eso es bueno preguntarse de vez en cuando: "Si continúo dando vueltas a estas ideas de esta manera..., ¿a dónde me lleva esto? ¿qué voy a conseguir? ¿hacia dónde me conduce? ¿hacia dónde quiero ir?" Una persona ha de ser capaz de tomar de vez en cuando un poco de distancia sobre sí misma, y analizar sus sentimientos como si estuviera contemplando a otra persona, para así actuar sobre ellos. De lo contrario, resultará enormemente vulnerable ante los vaivenes de sus estados emocionales. "De acuerdo —podría objetarse—, es preciso no encenagarse en los malos recuerdos, sí... ¿pero cómo?, porque no es tan sencillo, no es fácil cambiar el modo de ser, se necesita mucho tiempo y esfuerzo..." Es verdad, no voy a negarlo. Pero tampoco tiene por qué ser siempre así. Se puede cambiar en poco tiempo. Muchas veces se comprende mejor una cosa en un relámpago de claridad que en años de pedaleo. A veces los procesos de mejora personal fracasan porque van tan lentos y perezosos que el cambio apenas se ve llegar, y entonces uno se cansa enseguida. Es como si quisiéramos ver una película contemplando un fotograma ahora, otro dentro de un rato, y un tercero otro rato después. De esa manera, es difícil sacar nada en claro. Pero la culpa no sería de la película, porque con ese modo de verla no podemos saber si es buena o mala. Hay que tomarla con su ritmo, y entonces te haces una idea del argumento, y de los personajes, de las emociones que suscita, y entonces capta nuestra atención, y viéndola disfrutamos al tiempo que notamos que nos enriquece. De la misma manera, si en la mejora personal logras un ritmo más rápido, entonces te haces una idea de lo que ganas, y de lo que aún puedes ganar, y te gozas con ello, y eso mismo te anima a seguir adelante en ese empeño.
  • 10. Barreras a la comunicación Hacerse cargo Imagínate —sugiere Stephen Covey— que padeces un serio problema de visión y decides acudir a la consulta del oculista. El médico, después de escuchar brevemente tu explicación del problema, saca del bolsillo sus gafas y te las entrega mientras dice con gesto solemne: «Póngase usted estas gafas. Yo las he usado durante diez años y me han ido estupendamente.» Tú pones una cara de asombro mayúsculo, y el oculista, sin pestañear, añade: «No se preocupe, tengo otras en casa, puede usted quedarse con éstas.» Con un escepticismo difícil de superar, te pruebas esas gafas y, como era de prever, ves aún peor que antes, y te quejas: «Por favor, ¿cómo me van a servir sus gafas a mí? Veo todo borroso.» «Oiga, haga el favor de poner más empeño», responde con gravedad el oculista. «Ya lo pongo, pero no veo nada», contestas ya al borde de la ira. El oculista insiste: «Sea usted más paciente y colabore, por favor. Tienen que servirle. A mí me han ido muy bien todos estos años.» Finalmente te vas de allí, escandalizado ante semejante incompetencia, y el oculista —por llamarle de alguna manera— se queda pensando: —«Hay que ver, qué hombre más ingrato. No he logrado que me comprenda. Yo sólo pretendía ayudarle y... ¡cómo se ha puesto!». Lo que este ejemplo pretende resaltar es que muchas veces, cuando damos un consejo a alguien, nos está pasando algo bastante parecido a lo que sucedía a ese oculista. Nos sentimos frustrados porque una determinada persona no nos comprende, o porque rechaza nuestros consejos, y quizá nos quejamos de que no pone interés en escucharnos. Y en realidad el problema no es que a esa persona le falte interés, o le falten entendederas, sino que nosotros estamos equivocando el planteamiento, y esa persona no entiende lo que le decimos porque no hemos logrado antes comprender nosotros cuál es su verdadero problema: le estamos recomendando con vehemencia usar unas gafas que a nosotros nos van bien, pero a él probablemente no: tenemos que diagnosticar antes bien qué gafas necesita. Es preciso primero comprender bien, para luego poder diagnosticar bien, y finalmente aconsejar bien. Pongamos otro ejemplo (éste quizá bastante más real y posible que esa esperpéntica conversación con el oculista): —Venga, Carlos, hijo mío, ¿por qué estás así? —Mamá, no puedes entenderlo. —De verdad que sí, cuéntame. —Que no, mamá. —Sí que te entiendo, hijo mío. ¿Qué te pasa? —No lo sé, mamá. —Venga, Carlos, ¿por qué estás tan triste? —Bueno..., en fin, es que el colegio no hay quien lo aguante. Quiero dejar de estudiar. —Pero..., ¿estás loco? ¿A los quince años ponerte a trabajar? ¿Después de los sacrificios que tu padre y yo hemos hecho tantos años para que puedas ir a un buen colegio? Ni hablar. La educación es la base de tu futuro. Tienes que hacer una carrera, como tu hermana. Lo que tienes que hacer es estudiar más, y ya verás cómo termina por gustarte. Venga, hijo mío, que podrías sacar muy buenas notas si no fueras tan perezoso y tan soñador. —Déjalo, mamá, no lo entiendes... Se podrían poner otros muchos ejemplos como éste, que revelan una considerable falta de comunicación. En este caso, es muy probable que Carlos esté pasando por algunas dificultades en el colegio, dificultades que, al menos para él, son importantes y le hacen sentirse muy triste. Para poder
  • 11. ayudarle, parece importante saber cuáles son esas causas. Pero si cuando el chico abre una puerta de su intimidad, y empieza a contar lo que le inquieta..., si entonces, sin dejarle terminar, descargamos sobre él una retahíla de sesudos consejos y sabias advertencias, antes de hacernos cargo bien de qué le sucede; entonces, lo más probable es que la confianza sea muy difícil y la conversación acabe en un amargo «Déjalo, mamá, no lo entiendes...», o algo parecido. Hay una cuestión clave en cualquier relación personal: procura primero entenderle tú, y sólo después, procura que te comprenda él. Si pretendes ayudar en algo a otra persona —sea tu hijo, tu cónyuge, tu padre, tu jefe, tu subordinado, tu colaborador, tu amigo, o quien sea—, lo primero que necesitas es comprenderle. A medida que lo vayas logrando, te será muchísimo más fácil que comprenda lo que tú querías decir o hacer (e incluso, quizá, después de haberle comprendido mejor, lo que quieres hacer o decir es ya distinto de lo que al principio pensabas). Escuchar, pero escuchar para comprender Cada persona está permanentemente dándose a conocer, irradiando mensajes, comunicando. A través de esos mensajes —la mayoría de ellos no directamente conscientes—, cada persona se gana la confianza o desconfianza de quienes le rodean. Si tienes un carácter irascible, o voluble, o inmoderado, es difícil que llegues a crear confianza a tu alrededor. Si no coinciden tus hechos con tus palabras, tampoco. Si eres demasiado distante o mordaz, o escuchas poco, menos aún. Es preciso escuchar, pero escuchar con verdadera intención de comprender. Hay personas que quizá escuchan bastante, pero no escuchan para comprender, sino que escuchan para contestar, para colocar sus ideas o sus aventuras en cuanto tengan el más mínimo resquicio. Mientras escuchan, sólo prestan atención a las ocasiones que su interlocutor les brinda para hablar entonces ellos de sí mismos. Apenas les interesa lo que oyen y, en cuanto pueden, interrumpen con su consejo vehemente, con su historieta aburrida, con su opinión reiterativa y no solicitada, con su verborrea agotadora. No se esfuerzan en dar consejos útiles, se limitan a recomendar lo que piensan que a ellos le ha ido bien. Como el oculista de que hablábamos antes: ofrecen sus gafas al paciente sin reparar en si son adecuadas para él o no. Para acertar con cualquier consejo —parece bastante obvio, pero quizá no esté de más decirlo—, hay primero que dedicar atención al problema y hacerse cargo bien de qué le pasa a la persona a quien se lo vamos a dar. Mi experiencia en conversaciones de orientación personal, sobre todo en los casos más delicados y complejos, es que casi siempre, después de un buen rato de escuchar con atención, acabas sacando conclusiones sensiblemente diferentes a las que venías predispuesto al comenzar la conversación. Hay padres, por ejemplo, que se quejan amargamente diciendo cosas como «No entiendo a mi hijo. Está en una edad muy difícil. Es tremendo, es que... ¡ni me escucha!» Y quizá en la propia formulación de la queja está la raíz del problema: parecen decir que no entienden a su hijo porque no les escucha, cuando para entenderle lo que deben hacer es sobre todo escucharle ellos, no que les escuche él. Muchos de estos casos se habrían resuelto —o pueden aún resolverse— con una adecuada actitud de escucha, escuchando con verdadera intención de comprender a la otra persona, y no sólo en el plano intelectual, sino también en el emocional, puesto que no basta con entender lo que piensa, también hay que entender lo que siente. Porque la vida no es sólo lógica, ni sólo emocional, sino las dos cosas. Detectar y eliminar barreras Cuando hablamos, hay modos nuestros de expresarnos que facilitan la conversación y contribuyen a crear un clima de distensión y confianza. Y hay otros que, por el contrario, merman en gran manera nuestra capacidad de entendernos: son afirmaciones, preguntas, comentarios o rasgos de nuestro carácter que entorpecen el diálogo, y si prestamos atención descubriremos que son auténticas barreras; y cada uno tiene las suyas.
  • 12. Son barreras que, de ordinario, son mucho más fáciles de advertir en los demás que en uno mismo. Aunque si uno tiene un mínimo de capacidad de observación, le resulta bastante sencillo detectar las causas por las que otra persona es de difícil relación. Sin embargo, cuando se trata de buscarlas en uno mismo, las cosas son mucho más complejas, supongo que por aquello de que nadie es buen juez en causa propia. Sin embargo, es importante descubrir esas barreras, que tanto limitan nuestras posibilidades de comunicación. Se trata de un ejercicio de autoconocimiento sumamente eficaz, y es una pena que, como parece, sean tan pocos los que llegan a conocerse lo suficiente como para detectar cuáles son sus defectos o sus errores dominantes y así poder mejorar su carácter. ¿Por qué son tan pocos? Quizá porque en esa labor de conocimiento propio es bastante fácil caer en un círculo vicioso. Para descubrir esas barreras es preciso conocerse a uno mismo; para conocerse, es importante estar muy abierto a las observaciones o advertencias que los demás puedan hacernos; a su vez, para llegar a recibir esos comentarios es preciso no haber levantado antes personalmente barreras a la comunicación con esas personas que pueden ayudarnos. ¿Cuál es la solución entonces? Lo mejor es no haber entrado en ese círculo vicioso, gracias a una educación centrada en la confianza y en la buena comunicación, desde muy niño. Si uno no ha tenido esa suerte, ha de hacer un serio esfuerzo personal para salir de ese ciclo cerrado de incomunicación. ¿Qué tipo de barreras son más importantes? Por ejemplo, levantamos una barrera si prodigamos demasiado nuestros consejos, sobre todo si los formulamos dentro de nuestra propia experiencia y sin esfuerzo por hacernos cargo de las circunstancias de la otra persona. Es lo que sucedía en el ejemplo del oculista; o en el de la madre que descarga una batería de sabios consejos cuando el chico está tratando de expresar sus sentimientos; o en esas personas que interrumpen continuamente a los demás con su verborrea impenitente; o en los que se dan a opinar de todo inmoderadamente, o miran a los demás por encima del hombro. Todas son excelentes maneras de ganarse la antipatía de los demás y hacer el más soberano de los ridículos. Otra gran barrera es lo que podríamos denominar la pregunta compulsiva. Es un defecto que algunas personas tienen en grado muy considerable y que les lleva a hacer auténticas baterías de preguntas de sondeo, formuladas habitualmente sin salir de su propio marco de referencia, y con las que irrumpen invasivamente en la intimidad ajena. Hay otras barreras a la comunicación que proceden directamente del torpe empleo del lenguaje. En esos casos, lo que hay que hacer es esforzarse seriamente por aprender a expresarse. A veces, como apunta Mario Clavel, se dice de algunas personas que son buenos comunicadores, porque saben transmitir sus ideas y sus proyectos con una simpatía que provoca adhesión; y sin embargo, lo que aportan, más que simpatía, es sobre todo claridad en la exposición: una idea, y después otra, bien relacionadas entre sí; sabiendo ejemplificar lo necesario, siguiendo un orden lógico, empleando expresiones claras, destacando los mensajes que se quieren transmitir, etc. Para comunicarse bien es preciso proponerse mejorar la calidad de nuestra conversación, empezando por el vocabulario: un vocabulario rico suele corresponder a una interioridad rica, pues cada acto de habla refleja un acto mental y es una ventana de la propia psicología. También hay que aprender a manejar el registro adecuado a cada ocasión: con el anciano, emplear el lenguaje de la paciencia; con el niño, ponerse a su nivel, pero sin mostrarse tontamente infantil; tratar al poderoso con deferencia, pero sin adulación; expresarse con precisión sobre cuestiones profesionales, pero sin pedantería; en casa y con los amigos, mostrarse distendido y usar términos más coloquiales, pero sin caer en la vulgaridad; etc. También es importante la cordialidad, no ser personas quisquillosas ni susceptibles. Ni de esos que marchan por la vida con tan poca fijeza y tan poco tacto que van pisando callos continuamente. Ni ser como esos pelmazos cuya incontinencia verbal parece incapacitarles para escuchar, y van enhebrando un tema a partir del anterior, conduciendo siempre la conversación hacia un terreno que les permita hablar sin respiro. Ni voceras, de esos que llenan todo el espacio donde se encuentran, aunque estén hablando sólo a una persona y haya otras muchas presentes. Ni personas de conversación confusa
  • 13. o prolija, o demasiado lenta y premiosa. Ni del tipo metomentodo o sabelotodo, o de ésas que pretenden siempre agotar los temas y consiguen sobre todo agotar a quienes le escuchan (tampoco hay que pasarse por el otro lado, el del silencioso y taciturno). Hay que buscar ese punto de equilibrio que lleva a hablar con sencillez, sin afectación, sin autoencumbrarse, refiriéndose poco a uno mismo, siendo buen escuchador, buen razonador y poco discutidor. Errores de interpretación Podríamos hablar de otro bloque de barreras a la comunicación, que consiste básicamente en hacer frecuentes interpretaciones personales en las que tratamos de descifrar a alguien, o explicar sus motivos, o su conducta, sobre la base de nuestros propios motivos o nuestra propia conducta, sin hacernos cargo de su situación personal. Volvamos a un ejemplo —inspirado en otro de Stephen Covey— de un chico que se siente frustrado en el colegio a consecuencia de un serio fracaso. Lo pongo como ejemplo típico de conversación sorda entre un padre y su hijo adolescente: —Papá, estudiar no sirve para nada. —¿Por qué dices eso, hijo? —En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... —Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la importancia de los estudios. Yo, a tu edad, pensaba lo mismo. Ya lo entenderás. —Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo mío. —Entonces... ¿qué es lo tuyo? —Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la semana pasada y para la próxima temporada es posible que me fichen en un equipo. —Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de eso. —A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan una ficha muy alta, y ha dejado los estudios. —Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del fútbol. Lo más probable es que dentro de unos años ese chico esté lamentándose de no haber hecho una carrera. ¿Qué te pasa? ¿Es que quieres arruinar tu vida? —Vale, papá, déjalo. Está claro que el padre de este chico ha actuado con excelente intención, y que inicialmente se muestra dispuesto a escuchar, pero se ve que no llega a facilitar de modo eficaz que su hijo exprese sus verdaderos sentimientos. ¿Cuál fue su error? El muchacho empieza a explicarse y su padre le interrumpe con una rápida interpretación de lo que le sucede, cuando el chico aún no había podido terminar su segunda frase. Es entonces cuando se equivoca, como suele suceder cuando uno juzga antes de escuchar: trata de descifrar la situación de su hijo sobre la base de su propia situación personal, y sólo logra cortar el flujo de la confianza que débilmente se había iniciado. También abusa de frases como lo que te pasa es que..., o aún eres joven para entender..., o yo, a tu edad..., u otras semejantes, que suenan a un paternalismo un poco desagradable. Usar ese tipo de entradillas es hacer oposiciones a padre autodescalificado. Repasemos de nuevo el diálogo, prestando atención a los posibles sentimientos del chico (se señalan junto a cada frase en cursiva y entre paréntesis): —Papá, estudiar no sirve para nada (Papá, quiero hablar contigo). —¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está dispuesto a escuchar).
  • 14. —En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... (Tengo problemas serios en el colegio y me encuentro fatal). —Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la importancia de los estudios. Yo, a tu edad, pensaba lo mismo. Ya lo entenderás. (¡Horror!, otra vez está papá con que soy un niño que no entiende nada de la vida. ¿Pero no te das cuenta de que estoy hecho polvo, que necesito desahogarme?). —Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo mío. (Papá, ¿cómo quieres que te diga que tengo problemas serios en el colegio y no quiero ni volver a pisarlo?) —Entonces... ¿qué es lo tuyo? (¿No te das cuenta de que voy a acabar repitiendo curso si siguen las cosas como van, y quizá me echen del colegio, y que para eso prefiero irme yo mismo?). —Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la semana pasada y para la próxima temporada es posible que me fichen en un equipo... (Casi no sé ni por qué digo esto...). —Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de eso (Ya estamos con lo de siempre. No sé por qué habré sacado el tema, es inútil con este hombre...) —A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan una ficha muy alta, y ha dejado los estudios. (Si no sé si quiero ser futbolista, pero no pienses que voy a replegarme tan fácilmente... me estás sacando de quicio). —Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del fútbol. Lo más probable es que dentro de unos años ese chico esté lamentándose de no haber hecho una carrera... (En fin, encima, profeta). ¿Qué te pasa? ¿Es que quieres arruinar tu vida? —Vale, papá, déjalo. (Sencillamente, no comprendes). Como se ve, padre e hijo hablan en distinto plano. No logran alcanzar un mínimo de sintonía que haga productiva la conversación. No brota la confianza, porque desde el inicio el chico comprueba que su padre no capta sus sentimientos. La conversación ganaría en eficacia si ambos interlocutores lograran ponerse del mismo lado del mostrador —o sea, no enfrentados—, y cada uno se hiciera cargo de los sentimientos del otro. Esto no siempre es fácil, pero se puede ir avanzando si uno se fija en qué tipo de preguntas facilitan la confianza y cuáles la desbaratan (no son las mismas para todas las personas). Con un poco de agudeza, se pueden intuir cuáles son, aunque sólo sea por el sistema ensayo/error. No conviene reducir estos problemas a cuestiones de método, pero hay muchos modos más o menos prácticos de facilitar la confianza. El más simple, pensando en una conversación como la de este ejemplo, es hacer preguntas sencillas en las que —quizá empezando por parafrasear lo que se ha escuchado— se aventura con delicadeza el sentimiento que se intuye que late en el interlocutor, de modo que se sienta comprendido y así se le facilite explayarse. Analicemos de nuevo cómo sería el diálogo siguiendo este método, para ver cómo podría mejorarse la comunicación entre padre e hijo. También señalamos entre paréntesis los posibles sentimientos del chico. —Papá, estudiar no sirve para nada (Papá, quiero hablar contigo). —¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está dispuesto a escuchar). —En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... (Tengo problemas serios en el colegio y me encuentro fatal). —¿Te sientes decepcionado por lo que se estudia allí? (Menos mal, parece que no me suelta un sermón para empezar). —Sí. Me parece que no saco nada en limpio. —¿Piensas que no es lo mejor para ti? (Bueno, en fin, tampoco quería decir eso). —Cada vez me va peor. Acabamos de terminar los exámenes y... (¿Lo digo..., o no lo digo? ¿Qué puede pasarme?).
  • 15. —¿Y te han ido mal, ¿verdad? (Hombre, menos mal que se ha dado cuenta y no me lo hace decir a mí). —Pues..., bueno..., sí, eso parece. He tenido muy mala suerte. Me ha ido peor que nunca. Se me quitan las ganas de seguir con esto... (¿Te das cuenta de que estoy en crisis completa con los estudios y necesito que me animen?). —¿Y por qué crees que te ha ido peor esta vez? (En fin..., para ser sincero, he hecho bastante el vago, no sé cómo decirte...). —Me parece que este año me he organizado fatal... (¿Soy suficientemente claro?). —¿Y crees que tiene remedio? —Hombre, remedio siempre hay... (Bueno..., en fin, tonto tampoco soy; si me lo propusiera...). —Me parece que si te lo propones seriamente este último trimestre, y haces un buen plan de estudio, puedes recuperar el tiempo perdido y sacar bien el curso (Por fin, alguien que cree en mí, creía que ya no quedaba nadie en el mundo capaz de semejante cosa). —¿Tú crees? (Necesito escucharlo otra vez). —Estoy seguro. Si quieres, descansa hoy un poco, te despejas, y mañana por la tarde vamos a hacer deporte, charlamos con más calma y hacemos juntos ese plan. ¿Te parece? (Estoy seguro de que me vendrá bien, estoy —estaba— en plena crisis). —Vale, de acuerdo (¡qué fácil ha salido todo, menos mal, vaya alivio!). En este caso, el padre ha logrado ir superando una a una las barreras que había en la comunicación con su hijo, hasta llegar al problema real. Al principio, el chico está muy afectado, y sus afirmaciones y respuestas no destacan por su rigor lógico: no sigue un discurso lógico, sino más bien emocional, abre su intimidad buscando desahogo y comprensión. Su padre lo percibe, le deja hablar sin apabullarle con consejos, facilitándole decir lo que más le avergüenza, y al final, cuando se ha desahogado y aflora a un discurso más lógico, aprovecha para aconsejar, y entonces resulta eficaz. Hay momentos para enseñar y momentos para escuchar, pues el intento de enseñar, cuando la relación es aún tensa o el ambiente está cargado emocionalmente, se recibe fácilmente como una forma de rechazo. Hay otro aspecto interesante en este ejemplo. El padre no suelta su consejo de sopetón, con aire paternalista o de superioridad. No hace innecesarias manifestaciones de aprobación o desaprobación. Procura sobre todo conducir al chico de modo que se enfrente con su propia responsabilidad, entre otras cosas porque siempre son más eficaces los consejos no impositivos, aquellos que hacen que sea uno mismo quien llegue a la solución con su propio ritmo, sin forzar. Capacidad de guardar secreto Otra peligrosa barrera a la comunicación es la falta de capacidad para guardar secreto. Por eso una cualidad que todos valoramos mucho a la hora de hablar confiadamente con alguien es encontrar en él la necesaria lealtad. Bien sabemos que no todas las personas son capaces de dejar de comunicar a otros las cosas que saben, sobre todo cuando vienen a colación en un momento dado, y quizá les parece que quedarían muy bien contándolo y así poder dárselas de enterados. En este punto, la vanidad de que los demás sepan que les han contado algo confidencialmente suele ser la principal causa por la que lo desvelan. Son personas inmaduras e indiscretas, que se sienten obligadas a alardear de todo lo que saben, aun sabiendo que no deberían decirlo, y carecen de ese elemental sentido de la prudencia tan necesario en el mundo de la confianza. Generalmente, cualquier padre o madre, cualquier educador, cualquier persona, conoce más información de la que es conveniente comunicar a otros en un momento dado. Es algo que sucede en el ámbito profesional, en el de la amistad, en la familia, en todo.
  • 16. Por ejemplo, los hijos suelen tener con sus padres determinadas confidencias o desahogos que, aunque no les hayan solicitado formalmente que no las difundan, se entiende que no deben sacar esa información de su ámbito y darla a conocer a terceros. Hay que pensar, además, que los niños, por pequeños e infantiles que puedan parecernos, no suelen considerar que esos pensamientos, inquietudes, sentimientos, zozobras grandes o pequeñas, sean cosas triviales o insignificantes; y si no lo son para ellos, no deben serlo tampoco para quienes puedan escucharlas: no puede olvidarse que en cualquier confidencia hay una persona que está haciendo partícipe de su intimidad a otra, y eso es siempre algo muy serio. Otra posible barrera a la comunicación puede provenir de la falta de oportunidad o de discernimiento al decir las cosas. No tenemos por qué saberlo todo, pero sí debemos ser prudentes. Prudentes, por ejemplo, en la suposición, sobre todo cuando se trata de hablar sobre personas: a veces hablamos demasiado deprisa, o hacemos un uso algo ligero de la poca información que tenemos, y nos vemos obligados a suponer lo que no sabemos, y nos equivocamos con facilidad. Los rumores, los bulos, el se dice, no siempre tienen la garantía suficiente para darles crédito, y si son asuntos graves, será necesario, antes de repetirlos, confirmar que esas informaciones son verdaderas, y aún así considerar después si es conveniente su difusión. Hay momentos para hablar y momentos para callar, igual que hay momentos para el valor y momentos para la prudencia. Y una persona inteligente debe aprender a distinguirlos. Superar las diferencias generacionales A veces se ha dicho que lo ideal sería poder vivir la vida dos veces, para en la segunda acertar; pero lo malo es que esto no es posible. Sin embargo, aun en la hipótesis de que se nos brindara esa imposible oportunidad, es muy probable que acabáramos advirtiendo que de una vida a la siguiente han cambiado muchas cosas, y que nuestra experiencia, unas cuantas décadas después, ya no es tan eficaz como creíamos. Algo parecido ocurre en la falta de entendimiento que a veces se da entre diferentes generaciones, tanto en un sentido como en otro: si uno se instala en su propia situación sin poner esfuerzo en asomarse un poco a la del otro, está en un claro riesgo de encerrarse en actitudes de seria incomunicación, y a veces incluso de intolerancia (en ambos sentidos). Ante las diferencias generacionales, hay que procurar hablar y entenderse, dejar un poco de lado las posturas viscerales, y los argumentos de autoridad (también por ambas partes), entre otras cosas porque muchas veces esos cambios lo que cuestionan es precisamente la autoridad que da los argumentos. Es preciso actuar con sensibilidad e inteligencia para remontar esos años de distancia, que siempre dan de la vida una visión distinta. Hay personas (y éste es un defecto más propio de los mayores) que, por sistema, se enfrentan a todo lo nuevo, a todo lo que sea distinto de lo que ellos han vivido siempre. Identifican novedad con perdición, desconfían de todo lo que ven nacer, como si sólo los siglos pudieran conferir bondad a las cosas, o como si toda variación en el rumbo que lleva la sociedad fuera absurda o temeraria. Hay un regusto rancio de pesimismo y de acritud en esos planteamientos. Cuando repiten tanto que hoy día es una vergüenza cómo están las cosas, que la juventud de ahora no sabe lo que es la vida, que se ha perdido la idea de nosequé, que estamos en una sociedad sin valores, o cosas semejantes, incurren en un quejismo que les hace volver las espaldas al presente y al futuro, y que, sobre todo, dificulta la comunicación con las nuevas generaciones. Igual de injusta sería la actitud opuesta, de considerar equivocado o ridículo todo lo que no sea nuevo, o llamar anticuado a todo lo que sea distinto a lo que ellos están viviendo. Y aunque esa actitud sea más frecuente en los más jóvenes, como la otra en los más mayores, la causa de fondo no está en la edad, pues hay abundantísimos ejemplos de personas mayores, e incluso ancianas, que están enormemente abiertas hacia lo nuevo, igual que de jóvenes vivamente interesados por aprender de lo antiguo.
  • 17. Me parece que quienes manifiestan ese prejuicio obsesivo, tanto por lo viejo como por lo nuevo, suelen haber caído en él por culpa de su talante nada receptivo, por su pereza para entender lo diferente, lo que a lo mejor al principio se resiste a ser comprendido. O quizá porque ven todo bajo el prisma de sus propias frustraciones, y no se dan cuenta de que es un error plantear las cosas como si la anterior o la siguiente generación tuviera las mismas percepciones de las cosas que ellos. Pienso que son personas que están como un poco condenadas a perder, porque la vida no puede dejar ni de ir hacia delante ni de aprender del pasado, así que les conviene ser más receptivas ante lo viejo y ante lo nuevo, aunque sólo sea para no acabar viendo la vida con la misma trivialidad de que acusan a los otros. En cualquier caso, pienso que hemos de amar el tiempo que nos ha tocado vivir, porque un hombre feliz ha de ser un hombre enamorado de su tiempo. Las situaciones ideales sólo existen en la imaginación, o en una mala memoria, y una mente abierta siempre sabe descubrir —sin ingenuidades— los valores positivos de la sociedad en que vive, y en particular de la juventud, y sabe encontrar esos valores emergentes, esos rasgos y esas sensibilidades que siempre hay y que llenan de optimismo el futuro de cada nueva generación. Credibilidad personal Para ganarse —mereciéndola— la confianza de los demás, resulta muy útil pensar cuáles son los rasgos de la persona a la que primero acudiríamos para confiar una preocupación seria, para desahogarnos de una inquietud que nos agobia. Se trata de preguntarse cuáles son las condiciones que tendría esa persona, para así examinar nuestro propio caso y avanzar un poco. Es muy probable que ese perfil de confianza sea el de una persona afable y serena, cercana, asequible, que sabe escuchar, leal. Ahora pensemos si nosotros tenemos esos rasgos, si reunimos esas condiciones de credibilidad personal que estimulan la confianza de otras personas, y veamos cómo procurar adquirirlas. Es verdad que la confianza exige sintonía entre dos personas, la culpa no tiene por qué estar siempre en uno mismo. Pero si de modo habitual no logramos ganarnos la confianza de las personas, es bastante probable que el problema esté básicamente en nosotros. Además, aunque estuviera sobre todo en el otro, nosotros sólo podemos remover esa barrera del otro en la medida en que actuemos sobre nosotros mismos para superarla entre los dos. La comparación no es muy buena, porque son cosas muy distintas, pero lo normal es que cuando un vendedor no vende, al que hay que mandar a hacer un curso de reciclaje es al vendedor, no a los posibles compradores. Si no valoran nuestros consejos, si no generamos confianza, es probable que el principal problema esté en nosotros, en nuestro modo de ser, en que quizá nos falta comprender y escuchar mejor a los demás. En ese sentido, echar demasiado la culpa a los demás es como si el vendedor que no vende culpara siempre a los clientes cuando el problema es su propia incompetencia, puesto que hay otros vendedores que están vendiendo con éxito ese mismo producto a clientes similares. Está claro que en la vida no vamos vendiendo nada, y tampoco hay buscar que todo el mundo tenga mucha confianza con nosotros, como si eso fuera un fin en sí mismo. Eso es cierto, y por eso traigo esa comparación sólo para fijarnos en que no se puede culpar siempre a los demás de que no sientan confianza en nosotros. Respecto a lo segundo, efectivamente, cuando buscamos mejorar nuestra credibilidad personal, procurando incorporar esos rasgos de carácter que hemos ido comentando, no lo hacemos como fin en sí mismo, ni como estrategia para generar morbosamente confidencias ajenas o repartir consejos de modo paternalista. Lo que buscamos es nuestro desarrollo humano pleno y el de los demás, una confianza mutua que será siempre origen de un enriquecimiento mutuo, porque aprenderemos siempre mucho de los demás.
  • 18. Por esa razón hemos de escuchar con una disposición que no sea de curiosidad, ni de afán de dominar la situación o de mostrar superioridad, ni de un paternalismo mal entendido o un mezquino deseo de enterarse de todo. Ganarse la confianza de una persona no se parece en nada a un deseo malsano de curiosear en la intimidad ajena. La confianza brota cuando se escucha para comprender. Glosando ideas de Miguel Angel Martí, podríamos decir que la actitud correcta es la de quien escucha con verdadero deseo de hacerse cargo, con el deseo de comprender y, si puede, aconsejar, consolar, animar o alegrarse con la otra persona. No nos interesa sobre todo lo que nos cuentan, sino más bien la repercusión que eso ha tenido en quien nos está hablando: nos debe interesar más la persona que las cosas que hayan podido sucederle, pues éstas son siempre pasajeras, lo definitivo son las personas. Por otra parte, la credibilidad que infundimos en otros está bastante unida a la que nosotros les damos. Creer en los demás tiene efectos que muchas veces son sorprendentemente positivos. Todos hemos pasado alguna vez por pequeñas crisis, por momentos en los que nos faltaba un poco de fe en nosotros mismos, y quizá entonces encontramos a alguien que creyó en nosotros, que apostó por nosotros, y eso nos hizo crecernos y superar aquella situación. Goethe escribió: trata a un hombre tal como es, y seguirá siendo lo que es; trátalo como puede y debe ser, y se convertirá en lo que puede y debe ser. La oportunidad de explayarse Cuando las personas están dolidas y se les escucha con verdadero deseo de comprender, dejándolas explayarse, sin querer contestar o precisar cada una de sus afirmaciones, es sorprendente lo rápido que abren su intimidad. Quieren abrirse. Muchos lo necesitan desesperadamente, y lo hacen sólo cuando encuentran suficiente comprensión. Y si no la encuentran, tienden a encerrarse en sí mismos, se amargan, se enrarecen y acaban saliendo por los registros más imprevisibles y menos lógicos. Cuando las personas tienen la oportunidad de abrirse, cuando tienen la suerte de encontrar alguien sensato que les escuche, es frecuente que, sólo con contarlos, desenmarañen sus problemas. Y esto sucede porque muchas veces, en el mismo proceso de explicación —de verbalización— de su problema, perciben con claridad la solución, cosa que difícilmente habrían logrado pensando ellas solas. Otros casos serán más complejos, y no será suficiente con explayarse para resolver los problemas. Entonces harán falta orientaciones claras y bien ponderadas que ayuden a desliar la maraña. Son casos que suelen llevar más tiempo, entre otras cosas porque su complejidad hace que esas personas necesiten recorrer un camino antes de abrir suficientemente su corazón. Necesitan una preparación previa, un tiempo de conocimiento que facilite mostrar con confianza su propia intimidad. Hacerse cargo es no caer en el consejo rápido y ligero después de una confidencia atropellada; no actuar como un médico insensato que dijera «no tengo tiempo para hacerle un diagnóstico, pero pruebe con este tratamiento, que es muy bueno». Otras veces no sabremos qué solución aconsejarles para sus problemas, pero al menos esa confianza mutua hará posible compartirlos, que siempre es un alivio grande. Quizá esas personas necesitan simplemente hablar, y en algunas ocasiones incluso que no se tenga demasiado en cuenta lo que dicen. Hay veces en que no es momento de entrar al trapo de lo que una persona dice, sino que sobre todo hay que dejar que termine, que se desahogue. En esos casos, podría decirse —glosando ideas de Miguel Angel Martí—, que ha llegado la hora de escuchar: en la vida de bastantes personas, las situaciones de incomprensión, cansancio, cambios de estado de ánimo, aburrimiento..., a veces forman una madeja de inquietudes que rompe en un largo discurso en donde habla más el corazón que la cabeza, pero el estrépito y la fuerza iniciales suelen acabar —si se les deja tiempo hasta desahogarse— de modo más sensato y moderado. En esos momentos, si el que escucha no se ha percatado de qué es lo que le pasa a quien habla, puede con sus intervenciones provocar una verdadera catástrofe, tomando excesivamente en serio lo que está oyendo y poniéndose en la conversación a la misma altura que el otro. Actuando así, no sólo no deslía la madeja de quien habla, sino que con ella se enreda también quien le contesta. La persona que
  • 19. se siente agobiada, no necesita un interlocutor que le conteste, discuta y critique, pues con eso sólo conseguiría una sobrecarga negativa a sus ya maltratados nervios; lo que necesita es una actitud de escucha, de interés, de comprensión: algo que podría llamarse efecto frontón. Hay personas que digieren con facilidad las contrariedades y dificultades que cada jornada lleva consigo. Hay otras, en cambio, cuyos sufrimientos parecen ir amontonándose en el interior de su alma, hasta que llega un momento que tanto peso dolorido parece superior a sus fuerzas. Es entonces cuando la presencia de otro puede ayudar a eliminar eso que no se ha sabido digerir día a día. Necesitan a alguien que les ayude con su actitud humanitaria a hacer humo de todas esas astillas que se les han ido clavando, y que no han podido arrancarlas por sí solos. Ese efecto frontón produce alivio fundamentalmente porque exteriorizar lo que a uno le pasa produce un desahogo afectivo, ayuda a aclararse uno mismo de lo que le está ocurriendo y facilita caer en la cuenta de la mayor o menor importancia de cada una de las cosas que se están verbalizando. Al hilo de la propia exposición, uno va encontrando soluciones, o sencillamente se percata una vez más de lo que es la vida, de que quizá no se le puede pedir más de lo que en ese momento nos da. Si la persona que con su actitud de escucha hace efecto de frontón, es capaz además de esbozar brevemente algún comentario inteligente y apaciguador, es probable que —aunque en ese momento quizá el otro no lo valore— al menos sí lo guarde en su memoria, y le sirva de ayuda más adelante, cuando reflexione sobre aquello, que lo hará. A mucha gente le cuesta bastante depositar su confianza en otros. Cuesta, por ejemplo, ganarse la confianza de los hijos a determinadas edades, o de nuestros compañeros, o nuestros vecinos. Pero si uno se esfuerza realmente en escuchar, y escuchar con deseo de comprender, es fácil que se sorprenda al comprobar la confianza con que se acaban manifestando las personas. De todas formas, no puede quedar todo en una cuestión de simple técnica de cómo se escucha (aunque la hay). Ganarse la confianza de una persona ha de ser consecuencia de un deseo sincero; de lo contrario, si buscáramos la confidencia de una persona sin sinceridad, sin aprecio, sin importarnos realmente su dolor, esa confidencia, si es que llegara a producirse, sería más bien una invasión inmoral de la intimidad ajena, que dejaríamos expuesta y herida. Ganarse la confianza requiere ser grandes escuchadores, personas que saben mostrar una aceptación y comprensión tales que quien habla no sienta reparo en ir descubriendo su intimidad, capa tras capa, hasta llegar al lugar donde está supurando el problema, para prestarle entonces nuestra ayuda desinteresada. Operaciones de cirugía Consolidar una relación de confianza —con un amigo, con un compañero, con tu cónyuge, con uno de tus hijos— requiere una buena dosis de paciencia, y que de ordinario no conviene empujar ni presionar nada. Sin embargo, hay situaciones más extraordinarias en las que las cosas pueden ser algo distintas. Por ejemplo, imagínate que has sabido a través de terceros que una persona te oculta algo de importantes consecuencias y que, por su bien y por el tuyo, es preciso aclararlo. Esto puede suceder en el ámbito familiar con uno de tus hijos, porque descubres quizá unas mentiras en cuestiones escolares, o pequeños robos, o que bebe más de la cuenta cuando sale con sus amigos, o incluso que ha hecho sus primeras incursiones en el mundo de la droga, blanda o dura (y sabemos bien que no se trata de posibilidades tan lejanas hoy para el ciudadano medio). O puede sucederte en el ámbito laboral, porque descubres una deslealtad de un compañero, o un atropello de tu jefe, o una camarilla de críticas entre unos subordinados, o lo que sea. O puede tratarse de una dificultad de entendimiento con tu cónyuge, tu hijo o tu suegra. O a lo mejor eres un adolescente que por una serie de detalles has visto ir deteriorándose la relación con tu padre o tu madre, hasta hacerse muy desagradable. O estás pasando un momento difícil en el noviazgo, o ves cómo una serie de agravios y malentendidos han llegado a enfriar una relación de amistad antes muy gratificante. Son todas ocasiones que pueden presentarse y se presentan con cierta frecuencia. Es difícil dar reglas generales, pero en muchas de ellas sería un error —a veces un daño grave— dejar pasar las cosas
  • 20. y perder torpemente la oportunidad de tener una amplia conversación clarificadora con la persona en cuestión. Las situaciones pueden ser muy diversas, y es fácil que puedan en su comienzo resultarnos costosas, e incluso algo violentas, y exijan por nuestra parte un cierto ejercicio de fortaleza personal. Lo que nunca conviene es ignorar neciamente la realidad: los problemas no desaparecen por ignorarlos. Las cosas que no se aclaran a su debido tiempo van formando como un muro de escoria entre las personas, una barrera que se va endureciendo poco a poco a base de inercias y cobardías, produciendo incomprensiones y agravios cada vez más lacerantes, y es una lástima dejar que ese muro crezca hasta hacerse inderribable. Si vemos, por ejemplo, que alguien quizá no está siendo sincero con nosotros, y hay motivos que reclaman una solución a esa situación anómala, conviene afrontar el problema con decisión y lealtad. Será preciso comprobar las cosas que parece que no cuadran, atar cabos, contrastar, aclararse, hablar. Y no con una necia o dolida desconfianza, sino con un diligente y respetuoso deseo de arrojar luz y aire fresco sobre una relación que vemos —porque se nota— que se está enredando. Son conversaciones muchas veces difíciles, pero es preciso afrontarlas. A veces será necesario pasar por momentos de cierta tensión, porque serán verdaderas operaciones quirúrgicas, en las que quizá haya que causar dolor, porque es preciso abrir hasta dejar a la vista el tumor, y así poder curar. Será preciso entonces pensar bien la conversación, y acometerla con valentía, ofreciendo nuestra sinceridad y nuestra franqueza al tiempo que solicitamos la suya y procurar dejarle una salida fácil, sin poner su amor propio en contra de la sinceridad, sino a favor. Y plantear las cosas dejando fácil que se desahogue por completo, ayudándole con preguntas sencillas, quizá incluso aventurando delicada y prudentemente lo que suponemos que está en su mente y no termina de salir a la luz; y lo hacemos incluso pasándonos un poco, para que simplemente tenga que asentir, o matizar a la baja lo que nosotros hemos dicho y quizá a él le costaría decir por sí mismo. Quizá, además del dolor propio, causemos también en el otro un dolor inicial, pero es preciso hacerlo, con la delicadeza necesaria, porque muchas veces será la única forma eficaz de ayudar, y otra cosa sería engañarnos, algo así como querer curar un cáncer a base de esparadrapo y mercromina. La cirugía de la sinceridad, si se hace bien, desatasca el cauce de la confianza y hace brotar ese agradecimiento grande que nace del desahogo. En los casos en que, después de una cirugía profunda, haya salido a la luz un problema serio, de los que humillan, el postoperatorio puede ser largo. Entonces hay que saber profundizar en la psicología de esas personas en esos momentos, saber hacerse cargo del temporal que puede haberse desatado en su interior, de su posible desesperanza, de su tentación de dar un desplante y tirarlo todo por la borda si no encuentra en nosotros la acogida que él esperaba a su sinceridad. La clave está en saber valorar la dificultad que el otro puede tener para asimilar la humillación que subjetivamente le haya podido suponer. De todas formas, como es lógico, lo ideal sería que raramente hiciera falta esa cirugía porque haya suficiente confianza. Si uno procura ser asequible, y se ocupa de ser receptivo a los problemas que surgen, pocas veces se presentarán problemas serios, porque se detectarán cuando son aún pequeños y pueden resolverse de forma sencilla. Hay que saber aprovechar los momentos favorables, esas ocasiones en que se percibe una mayor confianza, cuando se distingue en la mirada un matiz que invita a la confidencia, una especie de receptividad especial por parte de la otra persona. Es una pena dejar escapar esos momentos en que resulta mucho más fácil hablar de una forma lúcida y relativamente serena acerca de esos temas delicados que necesitábamos tratar, sobre todo en aquellas relaciones personales en las que esos momentos no son frecuentes. Llegar a tiempo. En esto sucede como en la medicina: se adelanta mucho si se detecta el mal en sus comienzos, cuando los síntomas son menos notorios. Es verdad que entonces es más difícil hacer el diagnóstico, y deducir cuál es el mal, pero también se cura mucho más fácilmente. En cambio, después, aunque el diagnóstico fuera perfecto, ya no es tan fácil. Y siguiendo esa comparación, podría decirse que hay que apostar decididamente por la medicina preventiva: favorecer estilos de vida sanos,
  • 21. diagnosticar a tiempo y dar tratamientos que curen pronto y sin secuelas: ahí se demostrará la calidad de nuestras relaciones humanas. Se trata, por ejemplo, de crear a nuestro alrededor un clima que inspire confianza, que fomente la sinceridad y lealtad mutuas; de ser personas de talante positivo, animante, abierto, alentador: que la gente, después de hablar con nosotros, después de escucharnos, se sienta optimista, alegre, ilusionada (y eso aunque alguna vez hayamos tenido que decirles —por su bien— cosas fuertes); de ser personas que no se atrincheran en sus propias afirmaciones, como un retórico grandilocuente que se encastilla en sus excesivas seguridades; de ser personas que escuchan, que desean sinceramente enriquecer su mente con la aportación de los demás; de ser personas que saben que cuánto más profundamente comprendemos los problemas de los demás, más apreciamos a esas personas, y más respeto sentimos por ellas.
  • 22. Reflexión y renovación Observar, leer, pensar Alexander Fleming era un bacteriólogo escocés que disponía de un laboratorio francamente modesto, casi tanto como los mercadillos de baratijas de Praed Street que se veían a través de su ventana. Un día, avanzado el verano de 1928, mientras conversaba animadamente con un colega, observó algo que le pareció sorprendente. Él solía abandonar los platillos de vidrio después de hacer el primer examen de los cultivos microbianos. Uno de ellos aparecía ahora cubierto de un moho grisáceo, pero... ¡qué raro!: en derredor de ese moho las bacterias se habían disuelto. En lugar de las habituales masas amarillas bacterianas, surgían anillos muy definidos allá donde el cultivo entraba en contacto con el moho. Raspó una partícula de esa sustancia y la examinó al microscopio: era un hongo del género Penicilium. Así fue como Alexander Fleming llegó a conocer lo que sería el primer antibiótico: la penicilina, que abriría posibilidades insospechadas a la medicina moderna. Aún se tardaría quince años, hasta 1943, en lograr aislar este hongo y encontrar un sistema masivo de producción. Sus resultados eran casi increíbles. Jamás se había conocido medicamento tan poderoso. Al final de la Segunda Guerra Mundial se trataban ya con penicilina más de siete millones de enfermos al año. Todo empezó por aquel descubrimiento casual, porque alguien observó algo y ese algo le llevó a pensar. Muchos otros descubrimientos se han producido también de forma parecida. El físico alemán W. Roentgen se sorprendió un día de 1895 al ver que unas placas fotográficas habían quedado veladas sin aparente motivo. No conseguía explicarse cómo esas placas podían haberse impresionado atravesando cuerpos opacos. Sus investigaciones acabaron llevándole al descubrimiento de una radiación —que llamó Rayos X— que atravesaba objetos consistentes y que pronto tuvo innumerables aplicaciones. Brown construyó el primer puente colgante sostenido por cables inspirándose en cómo estaba tejida una telaraña que observó en su jardín, tendida de un arbusto a otro. Newton, según se cuenta, llegó a enunciar la ley de gravitación universal después del famoso episodio de la manzana. Aristóteles, en el año 340 a. C., ya habló de que la Tierra podía ser redonda, cuando a nadie se le había pasado por la cabeza semejante idea, y lo dedujo a partir de observar cómo, en el mar, se ven primero las velas de un barco que se acerca en el horizonte, y sólo después se ve el casco. Luego lo confirmó estudiando las estrellas y los eclipses. ¿Y por qué, ante los mismos sucesos, unos hacen grandes descubrimientos y otros no se enteran de nada? Supongo que porque unos son más observadores que otros, y unos reflexionan más y otros menos. ¿Y ser despistado o distraído es un defecto? No sé si tanto como un defecto, pero desde luego no se puede decir que sea una virtud ni que directamente enriquezca el carácter. Algunos adolescentes son despistados o distraídos simplemente porque han comprobado que, con unos padres tan complacientes, resulta un papel muy cómodo. Así se lo dan todo hecho y eluden cosas que les cuestan. Es importante hacer que los hijos adquieran cierta calma y capacidad de reflexión, porque la vida constantemente nos interroga, y a veces se presentan situaciones a las que no encontramos salida simplemente porque el atolondramiento y la precipitación nos impiden pensar. La sociedad actual presenta ciertas circunstancias que favorecen ser engullidos por el activismo. Y lo malo es que ese estado habitual de prisa disminuye notablemente la capacidad de reflexión. Parece como si no quedara tiempo para fijar la atención en las cosas que en realidad más importan. No debemos considerar superfluo el esfuerzo por buscar de vez en cuando la calma necesaria para reflexionar intensamente en una lectura, o en torno a unas ideas, e interpretarlas, viendo la forma
  • 23. de transmitirlas con vida a los hijos, porque el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos, sino a todo el mundo. Hace falta un poco de calma y serenidad para poder analizar las situaciones que a cada uno se le presentan y así sopesar con prudencia las ventajas e inconvenientes de una u otra solución. Para observar y darse cuenta de lo que pasa, y de si hay o no que intervenir. Además, la prisa y el aceleramiento no suelen ir parejos a la eficacia, pues la gente que se sumerge en una actividad extraordinaria pero irreflexiva suele acabar haciendo mucho, sí, pero en gran parte inútil o innecesario. Su ansiedad por la acción les impide decidir serenamente. Cuántas veces, una idea considerada con calma, una lectura, un comentario, una argumentación, remueven el fondo de una persona y hacen brotar de ella una claridad y una energía nuevas. Es como si se removiera un pequeño obstáculo que impedía la comunicación con el aire libre, y gracias a eso una vida se llena de frescura y de lozanía. Como ha señalado Jesús Ballesteros, lo más revolucionario hoy en día es el hecho de pensar. En realidad, pensar es lo que tiene mayor capacidad transformadora, y el ejercicio del pensamiento y su extensión, a través del diálogo y la comunicación, puede ser lo que abra más posibilidades a una vida distinta. Hay algo que puede ayudar mucho: formarse a través de buena lectura. Leer es para la mente como el ejercicio para el cuerpo. Y como el tiempo es limitado, conviene afinar la puntería al elegir los libros, para que sean de la máxima calidad. Hay muy buena literatura, hay títulos adecuados a cada edad y situación. Tampoco se trata de empezar por cosas muy elevadas. No importa que al principio sean sólo novelas sencillas o libros de aventuras, porque lo primero que hace falta es acostumbrarse a leer. Hasta que no se pierde el miedo a los libros no conseguimos nada. Es interesante leer el periódico, alguna buena revista de información general, biografías, historia, buena literatura. Muchas veces nos sorprenderemos al ver que entendemos y nos gusta mucho más de lo que pensábamos. Es una buena costumbre, por ejemplo, leer en familia. Para eso hace falta que haya en la casa libros adecuados y que los padres fomenten la lectura sugiriendo títulos, leyendo ellos también, procurando que la televisión no esté siempre encendida, etc. Es fundamental el fin de semana y las vacaciones, aunque también es sorprendente lo que se puede llegar a leer al cabo de un año con un simple cuarto de hora cada día. No digas que leerás cuando tengas tiempo, porque entonces no leerás nunca. Produce verdadera lástima conocer a personas que son incapaces de sostener siquiera unos minutos una conversación interesante sobre algo ajeno a su especialidad, porque jamás han leído nada con un poco de contenido. Personas que apenas saben lo que sucede en el mundo, porque no leen el periódico. Ni lo que piensa nadie, porque hay muy pocas cosas que despierten su interés. Bacon decía que la lectura hace al hombre completo; la conversación lo hace ágil; el escribir lo hace preciso. Quienes no se cultivan un poco, parece como si no supieran disfrutar de las satisfacciones que permite el hecho de ser seres inteligentes. ¿Cabe el peligro por exceso, de leer continuamente, o indiscriminadamente? Hay que leer más y leer mejor. Séneca decía que no era preciso tener muchos libros, sino que fueran buenos. Junto a la capacidad de lectura hay que desarrollar la capacidad de discernimiento, porque las promociones publicitarias de las editoriales y el atractivo de las portadas no son garantía de calidad. El poder del lenguaje Mercedes Salisachs cuenta en una de sus últimas novelas la historia de Lucía, una niña de once años, huérfana, que después de una infancia azarosa se lanza a la aventura de aprender a leer. «Lo cierto es que a medida que Lucía se iba adentrando en el mundo de las letras todo cuanto la rodeaba parecía dilatarse, se volvía más comprensivo y luminoso.
  • 24. »También se hacía preguntas nuevas. ¿Qué era el cielo? ¿Por qué había tantas estrellas? ¿En qué consistía la lluvia? Y a medida que se iba introduciendo en la comprensión de los signos, algo la espoleaba a comprender también lo que aquellos signos significaban. »De pronto todo se iba trastocando en la mente de la niña: todo tenía un motivo. Lo más insignificante (como un parpadeo, o un gesto, o cualquier ademán) ya no era algo insustancial que flotaba en el aire. Tenía un significado que podía plasmarse en un papel en forma de nombre. »Además podía escribirse: todo, incluso aquello que muchos no sabían explicar, la escritura lo explicaba. Era una sensación excitante.» Leer nos abre la puerta a un mundo nuevo. Un mundo en el que todo se amplía y se ilumina, donde tenemos acceso a lo mejor que se ha pensado y vivido a lo largo de la historia. La palabra nos descifra la imagen, enriquece lo que vemos, nos ayuda a ampliar nuestra visión del mundo, de los demás y de nosotros mismos. Leer nos permite vivir otras vidas, ponernos en el lugar de otros. Nos hace ver también por los ojos de los demás, pasar por la mente de muchas personas diferentes sin dejar de ser nosotros mismos. Leer (con acierto, se entiende) nos ayuda a pensar con más libertad y menos estereotipos. Nos hace más libres. Ensancha nuestra mente y nos confiere un sentido crítico que nos hace salir de estrecheces que esclavizan. Como ha escrito Alejandro Llano, una persona que empieza a leer libros de calidad, comienza a abandonar las bien disciplinadas filas de los dictados del consumo, dando un paso al frente, hacia el aire libre del protagonismo en el que uno toma las riendas de su propia vida. Leer nos facilita comunicarnos con los demás. Facilita temas de conversación, capacidad de expresarse, de abordar los problemas. Quizá sentimos a veces el agobio del "lo sé, pero no lo sé explicar bien", y eso indica un pensamiento aún confuso, no suficientemente destilado por la lectura. Conocer la realidad de las cosas exige una riqueza interior que resulta difícil sin una riqueza de lenguaje. También, a veces falla la comunicación entre las personas porque, a uno o a otro —o a los dos —, les resulta difícil expresarse. La pobreza de lenguaje está muy ligada a la pobreza de conceptos, y a un pobre conocimiento de la realidad. Si una persona maneja un vocabulario muy reducido, es fácil que no logre discernir bien lo que le sucede, ni sepa cómo traducirlo en palabras. Percibirá su interior quizá como un desconcertante manojo de tensiones, que le hacen sentirse mejor o peor, pero no logra comprender bien qué es lo que siente. Se encuentra perdido y confuso entre acosos e inquietudes que no sabe ni puede desactivar. No debe desdeñarse el poder del lenguaje. No es una cuestión accesoria, ni meramente formal. Como ha escrito José Antonio Marina, la palabra hace navegable el sentimiento, y esto es así porque la mayor parte de lo que sabemos, lo sabemos "empalabrado". Por eso, lograr expresar bien en palabras lo que sentimos suele ser un gran paso hacia la clarificación de lo que nos sucede. Un avance decisivo para conocer el corazón del hombre, para conocer el propio corazón, y para aprender a convivir con él, procurando mejorarlo. La gente que desdeña el valor de la lectura, es fácil que viva con un déficit grande de autoconocimiento que deje baldío e improductivo gran parte de su talento, e incluso que malogre el de otros, como sucede con los conductores inexpertos, que son un peligro para ellos mismos y para los demás. Quizá el peor enemigo de la lectura es verla como algo costoso, poco grato, como otro deber más que hay que cumplir. Por eso es tan importante darse cuenta de que leer es un excelente modo de descansar y de disfrutar, y que es una verdadera lástima que algunos nunca lleguen a hacer ese descubrimiento. Cuidado del espíritu Todos tenemos un conjunto de verdades y de valores que nos inspiran, unas creencias que dan sentido a nuestra vida; y la gran mayoría de las personas tienen, además, una fe que llena de luz su existencia. En todo caso, siempre hay un espíritu que cultivar, y cuya renovación y cuidado exige una
  • 25. dedicación de tiempo. No son simples ocupaciones —aunque las supongan—, sino sobre todo algo que ha de impregnar por completo nuestra vida. Ese cuidado del espíritu requiere —para que no quede en algo vago y genérico— una dedicación periódica de tiempo lo más concreta posible. Un tiempo en el que trabajamos por renovarnos, por refrescarnos, por revisar nuestro compromiso con las verdades que nos inspiran (en el caso de la fe, además, una exigencia de trato personal con quien nos ha creado y a quien debemos todo). Un tiempo importante, ya que no puede olvidarse que las más grandes batallas de nuestra vida se libran cada día en el silencio del alma, y sólo si ganamos esas batallas, si resolvemos bien esos conflictos interiores, obtendremos esa paz y esa satisfacción interior que tanto necesitamos. ¿Es preciso entonces algún tipo de preparación psicológica para alcanzar la paz con uno mismo? Diría más bien que tendremos esa paz cuando nuestra vida esté en armonía con los principios y valores que la rigen, y cuando esos valores sean acertados. Tener tranquila la conciencia. La conciencia percibe la congruencia o incongruencia de nuestra conducta, y nos invita —si está bien formada— a elevarnos hacia la verdad moral, por la senda de la libertad y la sabiduría. Por eso la formación de la conciencia es tan decisiva para cualquier persona. Formar bien la conciencia exige un deseo eficaz de hacerlo —leyendo, pensando, comentando con otras personas— y exige, sobre todo, esforzarse por vivir en armonía con ella. Porque así como el exceso de comida o la falta de ejercicio pueden estropear la buena forma de un atleta, el hecho de actuar en contra de la verdad moral llena de oscuridad nuestra sensibilidad interior y embota nuestra conciencia. Hay mucha gente que no se preocupa por formarse porque no tiene mayores aspiraciones: se conforma con su nivel, y le parece que es suficiente para el tipo de problemas que se le plantean. Esas actitudes tan conformistas encierran serios peligros. No luchar por la propia superación equivale a entregarse en brazos de la pasividad, renunciar a muchas realidades a las que estamos llamados y, en consecuencia, arriesgarse a hipotecar seriamente la vida. Hay que pensar, además, que algún día, quizá dentro de muchos años o quizá dentro de pocos, nos encontraremos con dificultades mayores que las actuales, o nos sentiremos angustiados ante decisiones, reveses o tentaciones verdaderamente duras. Pero la lucha real por superar esa situación futura está en buena parte aquí y ahora. Con nuestra vida de ahora estamos condicionando en buena parte si el día que lleguen esas dificultades extraordinarias, fracasaremos miserablemente o las superaremos. Es preciso prepararse mediante un proceso constante de mejora personal. Capacidad de admiración Como ha escrito Miguel Angel Martí en su ensayo titulado La admiración (Eunsa, 1997), todo hombre, por el mero hecho de serlo, se siente llamado a interpelarse y a interpelar la realidad que le rodea; y sin admiración, su vida se convierte en algo anodino, termina perdiendo sentido. No es la vida quien enseña, lo que realmente enseña es la lectura que nosotros hagamos de ella. No es suficiente ver las cosas, es necesario mirarlas bien para descubrir ese algo de nuevo que siempre llevan consigo, y se necesita tener un alma joven y una sensibilidad bien cultivada para mantener el espíritu receptivo a esos guiños con que la realidad nos sorprende de continuo. También es vital aprender a admirarnos de las personas. No se trata de confundir la admiración con la ingenuidad, ni de tener una visión bobalicona de la vida. Se trata de ver con buenos ojos a la gente. Si logramos fijarnos un poco más en los aspectos positivos de cada persona, tendremos oportunidad de admirarlos, y con ello, les haremos y nos haremos mucho bien. ¿Y qué obstáculos hemos de superar para admirar a una persona que conocemos? El primer obstáculo es el acostumbramiento, que incapacita —si uno no se resiste a él— para ver en la otra persona cualquier cosa que no sea lo ya sabido: se adivinan las contestaciones, se presupone determinada actitud, se dan por supuesto ciertos comportamientos, no se contempla la posibilidad de que el otro cambie y actúe de forma distinta a la prevista, no se da ninguna posibilidad de cambio. Otro obstáculo importante es la tendencia a infravalorar a las personas; o anteponer siempre sus hechos
  • 26. pasados a los presentes, y tener más en cuenta lo que era que lo que es; o fijarnos y recordar más los aspectos negativos que los positivos. La rutina —sigo glosando a Miguel Angel Martí— es la gran arrasadora de nuestra vida. Sólo quien es joven de espíritu ganará la batalla al cansancio de la vida. El hombre ha de precaverse contra el desencanto, el acostumbramiento y la rutina, y en ese ejercicio se juega la ilusión por vivir. La vida en algunas ocasiones se nos manifiesta alegre y divertida, pero en otras muchas hemos de ser nosotros, con nuestros recursos interiores, quienes tenemos que dar un sentido positivo a lo que en un primer momento no lo tiene. Quien es capaz de iniciar cada día con una visión nueva, consigue hacer realidad el milagro de sorprenderse ante cosas que le son muy familiares, pero no por eso dejan de manifestarse como recién estrenadas. Nuestra vida puede compararse a quien lee un pasaje de una novela en la que se describe una calle; el lector queda admirado por su belleza, pero al poco tiempo se da cuenta de que aquella calle, que tanto le ha gustado, es muy parecida a la suya, que hasta entonces le pasaba inadvertida. Con demasiada facilidad se dan por supuestas las cosas, y tendría que ser al revés: no dejar nunca de preguntarse por nuestro mundo cotidiano. La vida debe estar atravesada por unos ojos que sepan descubrir en lo que ya es conocido una novedad ilusionadora. Todas estas riqueza interiores no se improvisan, sino que su conquista se alcanza después de un largo trayecto lleno de dificultades, pero una vez conquistadas perfuman con su aroma toda la existencia humana. La autoestima, tan olvidada por muchos y tan mal interpretada por otros, es otro aspecto importante para la admiración. Enorgullecerse no es el objetivo, claro está, de la autoestima. Pero ser agradecidos de la propia vida, eso sí. El que agradece, disfruta con la realidad agradecida. Quien sonríe a la vida, la vida termina sonriéndole. La felicidad no está en disfrutar de situaciones especiales, sino en la buena disposición de ánimo. Está en nuestro interior la clave de la felicidad. Esto es necesario repetirlo una y otra vez, porque obsesivamente tendemos a buscar la felicidad fuera de nosotros, y por muchos que sean los esfuerzos no la encontraremos, por el simple hecho de que no está ahí. El peligro de la trivialidad Las cosas son, con frecuencia, bastante más complejas de lo que a primera vista parecen. Es preciso tener en cuenta matices y detalles que, si no se valoran, muchas veces desfiguran la realidad. La trivialización es un peligro constante. Y podría decirse, como ha escrito Messori, que la verdadera cultura consiste precisamente en adquirir el sentido de la complejidad de las cosas, en rehuir las simplificaciones, en respetar el misterio que hay detrás de toda apariencia. Por eso, sin caer en un problematicismo patológico, hemos de procurar ser lo suficientemente lúcidos para profundizar en la realidad sin empobrecerla. Para lograrlo, es importante —entre otras cosas— leer mucho y con acierto: es ése uno de los mejores modos de abrirse a lo que han expuesto con brillantez los más grandes pensadores, de poder entrar en las mejores cabezas del presente y del pasado. Siempre está la excusa de la falta de tiempo, pero si uno sabe organizarse, siempre se puede quitar tiempo a otras cosas menos productivas. Y empezar quizá por un libro al mes, para procurar pasar luego a dos —no es tan difícil como parece—, o incluso a más. Muchos no leen más porque no tienen mayores inquietudes. Por eso fomentar el deseo de saber es lo que puede introducirnos de una vez por todas en el mundo de la lectura, tan necesaria para no ir por la vida a tientas. Una lectura atenta y reflexiva, puesto que la sabiduría no surge ordinariamente por generación espontánea. No todos los libros han de exigir una lectura analítica y reflexiva. Como decía Francis Bacon, hay libros para probar, libros para tragar, y otros, muy pocos, para masticar y digerir. Lo que sería una pena es reducirse sólo a los de evasión o entretenimiento.
  • 27. Es verdad que también la lectura se puede convertir en una adicción, y es bien conocido que el exceso de información nubla la inteligencia y favorece la pedantería. Si la lectura es indiscriminada y acumulativa, existe ese peligro. Por eso decíamos antes que no se ha de buscar una simple erudición, sino comprender mejor el mundo, a los demás y a uno mismo. Por último, cabe añadir que la escritura es otra actividad que contribuye a mejorar nuestra claridad mental. Escribir ayuda a tender puentes con algunas zonas menos exploradas de nuestra mente, destila y cristaliza el pensamiento, nos facilita expresarnos con más precisión, glosar nuestras ideas con un poco más de método y de contexto, razonar con más rigor y hacernos comprender mejor.