7. PRESENTACIÓN JOSÉ MARÍA BARREDA FONTES
PRESIDENTE DE CASTILLA-LA MANCHA
aura x Saura es un libro de gran belleza. Este es, probablemente, el único juicio sintético que resiste este
S conjunto plural de fotografías que el gran cineasta Carlos Saura realizó a su hermano Antonio, en el en-
torno de su vida familiar y creativa.
Estamos, en efecto, ante un conjunto iconográfico cuya valía es debida a muchas causas. En primer
lugar, es válido como álbum familiar, como suma de recuerdos unidos por el cariño; en segundo lugar, por ates-
tiguar modos y usos de época, por su atención al detalle; en tercer lugar, por dar noticia del desarrollo de la
vida de Antonio Saura en diferentes contextos: el de su quehacer artístico, el de su círculo de íntimos y el de
su última etapa.
Hasta el propio título parece sugerir la relación conceptual entre fotógrafo y fotografiado, como una mul-
tiplicación de las posibles miradas con que percibir este libro de singular valor histórico y estético.
Algunas fotos tienen la espontaneidad de la captación de una escena de la vida cotidiana, con detalles y
gestos que muestran una honda complicidad afectiva: una mano en el hombro, dos sonrisas que se cruzan y
hacen pensar en un secreto compartido… Son instantáneas que forman parte de cualquier álbum de familia, que
dan testimonio del deseo de proteger del olvido aquel momento tan especial.
Otras recogen escenas que tienen un valor evocador enorme. En ellas, el protagonismo de las figuras hu-
manas es compartido por una escenografía sublime con la que la familia Saura y sus íntimos parecen hacer
cuerpo común. Así se percibe, por ejemplo, en las fotos tomadas en la Hoz del Huécar, y, en general, todas en
las que la ciudad de Cuenca sirve de marco escenográfico, o aquellas otras en que Antonio se exhibe en ade-
mán análogo a alguna pintura suya que le sirve de fondo. Del mismo modo, algunas fotos parecen compuestas
como una reminiscencia de cuadros clásicos.
La voluntad de estilo del creador no desaparece ni siquiera en esas fotos en que la finalidad exclusiva pa-
rece ser la captación de la espontaneidad, sin que medie preparación ni reflexión.
El carácter testimonial de algunas fotos es también muy notable. Los vestidos, las poses, los fondos, los
objetos desprenden rasgos de época. Sin dejar de tener la característica propia de la foto doméstica, adquie-
ren la categoría de documento.
Saura x Saura no es un mero álbum, es un verdadero libro con una estructura muy estudiada y con una
selección de imágenes muy escogida. Las fotografías están colocadas en una línea cronológica –con frecuen-
cia, sin indicaciones de fecha–, que nos permite apreciar la evolución de la mirada de Antonio, desde la cándida
desnudez de su primera juventud hasta la actitud de melancolía resignada que se aprecia en las imágenes de
su última etapa, ya en el hospital, donde las preocupaciones y la sospecha de una pronta ausencia multiplica de
nuevo la gestualidad afectiva de las primeras fotos familiares. También es interesante detenerse en esa since-
ridad de la mirada escrutadora, penetrante de Antonio en su madurez creativa y vital.
Estamos, en definitiva, ante un libro diverso que puede satisfacer curiosidades e intereses múltiples.
En él encontramos la obra nacida de los sentimientos, de los recuerdos personales y familiares y de la ex-
traordinaria capacidad creativa de dos grandes artistas: los Saura, que ponen de manifiesto su pasión por vivir
y por crear.
Saura x Saura es una nueva aportación al conocimiento de Antonio Saura, de quien tan orgullosas nos
sentimos las personas que, como él, amamos Cuenca y Castilla-La Mancha.
7
8.
9. SAURA x SAURA M. ÁNGELES SAURA
Septiembre de 2008
¡Saurita, hola, ya estoy aquí!
sí me saluda Antonio cuando, de paso por Madrid, (normalmente hacia Cuenca), quiere que nos veamos.
A Y, si no me ha llamado antes desde París, me pregunta, -¿está aquí el hermanito?-. Si lo está, que es la
mayoría de las veces, preparamos el plan de nuestro encuentro. Comemos algo en un sitio que nos
guste, visitamos las ofertas de libros de VIPS, procuramos acercarnos a El Prado, aunque sea un momento, a
ver a Velázquez y a Goya, y después, mi marido Marcos nos lleva en coche a varios kilómetros de Madrid,
donde, en casa de Carlos, éste nos proyecta las películas que prepara o algún reportaje que ha grabado, y allí
acabamos cenando, escuchando música y charlando hasta las tantas entre sobrinos guapísimos y las precio-
sas bestias del minizoológico que Carlos siempre tiene: perros con lenguas de marciano, gatos con caras de
mono, peces que crecen hasta parecer besugos y pájaros que chillan y hablan como posesos.
Antonio y Carlos, tan diferentes, a veces tan opuestos. De niño, Antonio pulveriza con DDT la cuna de
Carlos. De adolescente, Carlos hace rabiar a Antonio hasta llevarle a arrancar de cuajo un mantel con platos y
fuentes y vasos encima, y los dos se ríen después al recordarlo. De sus diferencias hacen con el tiempo com-
plicidad. Siempre en relación los dos, siempre asociados. No hay nadie en la familia o entre los amigos que no
pregunte por ellos en plural, ¿qué tal Carlos y Antonio?, ¿sabes dónde andan Antonio y Carlos?, siempre así. Y
esta asociación no solo se da entre los próximos, más de un artista ha preguntado a Carlos por su pintura, y a
Antonio por sus películas, y los dos han contestado muy serios sin deshacer el entuerto.
Antonio y Carlos, tan inquebrantablemente iguales en lo esencial. Antonio, luchando porque su obra no
sea objeto de especulación. Carlos, negándose a dulcificar sus películas para conseguir más taquilla o más pre-
mios. Con su rechazo igual a la cursilería o la mistificación. Con su misma atracción desde muy jóvenes por la
fotografía. Carlos, con una gran obra realizada y una colección de cámaras extraordinaria. Antonio, haciendo él
fotos y ofreciéndose en cualquier momento a posar para Carlos fascinado por las imágenes y por esas mismas
cámaras, de las cuales alguna se convertirá en uno de sus más queridos fetiches, fetiches compartidos también
por los dos. Carlos y Antonio, en Huesca, en Madrid, en Cuenca, en Suances, en Barcelona, en París, en Lon-
dres, en Granada, en Stuttgart, en Costa Rica. Antonio y Carlos, charlando, discutiendo, colaborando, revi-
viendo su infancia de bombardeos en Barcelona. Y así desde nuestra casa familiar.
Por eso, estas fotos son como visitarlos desde allí, desde aquella casa donde, al menos para mí, son ya
complementarios. Música, objetos, libros, trabajos, todo es distinto en sus cuartos-taller, pero todo lleno de pun-
tos de contacto. Y por eso, en ellas hay tantos amigos familiares. Desde José Ayllón, hasta Emilio Sanz de Soto;
desde Servando Cabrera o Gustavo Gili, hasta Alberto Portera o Hans Meinke a Luis Buñuel, de cuya VIRIDIANA
la imprenta que nuestro padre tenía al lado de nuestra casa hizo el press-book para el festival de Cannes de 1961
donde ganó la Palma de Oro; esta imprenta ya había hecho antes otros press-books para Carlos, entre ellos, el
de LA CAZA (diseñado por él y por Antonio), que en el festival de Berlín de 1966 se llevó el Oso de Plata a la mejor
dirección. Y esto, con nuestra madre en su piano y nuestro padre organizando sus divertidas ruletas de Noche-
vieja. Y a los amigos que no pueden estar aquí por falta de espacio, los que sí están los representan.
Nunca se debería hablar de las personas solo en pasado, es horrible, es matarlas con los verbos: estuvo,
visitó, viajó, fue. Es odioso. Y, desde que existe la fotografía, es además falso, las fotos siempre son presente,
es su gran poder.
Así que en éstas, Antonio y Carlos bromean, viajan, fuman, ríen, posan y miran en presente, junto a pa-
dres, hermanas, mujeres, hijos y amigos que, por supuesto, bromean, viajan, fuman, ríen, posan y miran igual,
todos en presente.
9
10.
11. MI HERMANO ANTONIO CARLOS SAURA
22 de Septiembre de 1993
Hoy he ido a Cuenca para felicitar a Antonio por su cumpleaños. Le he encontrado bien, igual que
siempre, quizá más grueso porque no hace ejercicio y porque ha dejado de fumar -eso dice-. Des-
pués de su operación se mueve con muletas por el nuevo estudio con soltura, entre dibujos, libros
y esculturas africanas. Los dibujos que tiene extendidos sobre las mesas pertenecen al libro sobre
Pinocho que va a editar Hans Meinke. Allí están Bonifacio y Antonio Machón, el galerista de Madrid.
Más tarde se incorporó a la reunión Antonio Pérez.
Septiembre de 2008
o es verdad que el tiempo todo lo borra, a veces, al contrario, el tiempo coloca las cosas en su sitio,
N quiero decir que, limando asperezas e injusticias, el tiempo hace que resurjan de la oscuridad, o tal vez
de la luminosidad, personas que hemos amado, que han pertenecido por derecho propio a nuestra vida,
a ese reducido número de personas que nos han acompañado en nuestro crecimiento y también en nuestra apro-
ximación a la edad de la razón que preconizaba Gracián, edad que desgraciadamente indica que estamos ulti-
mando los peldaños de esa escalera de la vida que interrumpe bruscamente su crecimiento. Le sucedió a mi
hermano Antonio, que desapareció un mal día de esta vida hace ya diez años.
Nuestra madre siempre dijo que Antonio fue un bebé llorón y complicado, quizás porque ya entonces en
su vida iniciada estaba disconforme con lo que le rodeaba. De niño –según me dicen– trató un par de veces de
asesinarme, sin duda con esa inocencia infantil que empaña cualquier violencia. Él, que era el primogénito de una
saga sauriana, cumplía así con la defensa del privilegio que la naturaleza le había concedido en un intento de evi-
tar rivalidades futuras. Se suele olvidar que los niños son el espejo de la violencia animalesca, de la rivalidad por
el poder, el cortejo de la dama, y la defensa del territorio: de la familia, de la casa, de la patria… Una rivalidad
que ni la mejor de las educaciones ha conseguido extinguir, según se desprende de los conflictos, violencias y
guerras que cada día nos amenazan.
Esos celos de primogénito desaparecieron en edad temprana y no recuerdo yo que ejerciera la ventaja
que suponía los casi dos años que me llevaba, antes al contrario, durante la infancia y la adolescencia fue un
compañero de aventuras y un amigo –aunque a veces tuviéramos sus más y sus menos- en experiencias tan
diferentes como los juegos, el aeromodelismo, la fotografía, el dibujo o la lectura. Yo me inclinaba más por la
habilidad manual, por el Meccano, él, por inventar periódicos que ensamblaba con dibujos y escritos en los que
a veces participaba, y sobre todo tenía ya de crío una extraordinaria habilidad a la hora de manejar los colores,
y si en el dibujo andábamos parejo, en la pintura me daba cien vueltas. Mis intentos por pintar decentemente al
óleo terminaban siempre, ante mi desesperación, con el lienzo emborronado, mientras él sabía al dedillo cómo
mezclar y aglutinar las pinturas, como manejar los pinceles, y las artimañas necesarias para el bien pintar. An-
tonio siempre fue un estudioso y un experto en cualquier tema relacionado con el arte y especialmente en la pin-
tura. Compraba libros de arte con la obsesión de un coleccionista y no era raro verle con su bastón y su pata
tiesa llevando bolsas que contenían pesados tomos comprados en cualquier librería.
Las veces que fui con Antonio a los museos: en Madrid, en Paris, Berlín, Ámsterdam, Londres… me ex-
plicaba los procesos y la alquimia necesaria para preparar los lienzos y pintar bien y por derecho: cómo pinta-
ban al óleo los flamencos; cómo los grandes pintores italianos; cómo Velázquez, una vez terminado el cuadro,
11
12. trataba de aligerar la pintura para obtener la gracia de la improvisación; cómo Goya que llevaba a las pinturas
sus sueños y pesadillas, parecía descuidado cuando en realidad dominaba la técnica a la perfección; cómo El
Greco, que ensayaba el color de los pinceles en los bordes de sus cuadros, dejaba las huellas de su sabiduría
pictórica…
Por eso fue lamentable que la muerte le llegara antes de tiempo, antes de que pudiéramos trabajar jun-
tos de nuevo, esta vez en mi película GOYA EN BURDEOS en donde él iba a ser mi colaborador, por eso le de-
diqué la película cuando murió, era lo menos que podía hacer.
No deja de ser curioso que fuera Goya el pintor que nos fascinó en nuestras primeras visitas al Museo
de El Prado, que mi primer intento cinematográfico fuera un pequeño documental en donde traté de revivir el
ambiente de su bellísimo cuadro “La pradera de San Isidro”, y que terminará por hacer una película sobre los
últimos años de su exilio y vejez en Burdeos con mi amigo y actor Francisco Rabal.
Cuando empezó la guerra civil en el año 1936 –los desastres de la guerra– yo tenía cuatro años y mi her-
mano seis. Con esa diferencia de edad él era tal vez más lúcido y seguramente entendió mejor las razones y
las causas de una guerra fraticida que yo solo llegué a comprender más tarde. Esos tres años de lucha están
poblados del ronroneo de los Junkers y Heinkels alemanes, de los Fiat CR-32 y de los trimotores Savoia Ma-
chetti italianos, de los Ratas y Chatos rusos, de reflectores iluminando el cielo de Madrid y de Barcelona, y de
bombas que explotaban al azar aquí o allá. Mi familia vivió la guerra en Madrid, Valencia y Barcelona, acompa-
ñando los desplazamientos del Gobierno Republicano, porque mí padre era uno de los secretarios del Ministro
de Finanzas. Todavía hoy el aullido de las sirenas o el ruido de las bombas me llevan, con la velocidad del pen-
samiento, a una etapa de mi vida infantil en donde la hambruna, las privaciones, la enfermedad, el miedo y la tris-
teza lo llenaban todo. Mi rechazo actual a las llamadas telefónicas se debe a que durante los tres años que duró
la guerra, el teléfono era mensajero de la muerte: algún amigo o pariente había muerto en el frente, o había sido
fusilado en la cuneta de cualquier camino o carretera.
Una parte de nuestra infancia transcurrió en la Avenida de Menéndez y Pelayo de Madrid en donde vi-
vían nuestros amigos y compañeros de juegos. Nuestra casa estaba frente al Parque del Retiro, que durante la
guerra fue base militar y donde soldados rusos con gorros de astracán custodiaban en invierno las entradas. Al
atardecer jugábamos a las canicas bajo la luz tintada, amoratada y mortecina de las farolas de gas, una luz que
dificultaba la aproximación de los aviones a la ciudad durante la noche y que nos daba una apariencia cadavé-
rica. Los juegos se interrumpían de repente por el interminable aullido de la sirena que anunciaba la proximidad
de los aviones enemigos y los gritos de los padres, que desde balcones y ventanas, llamaban a los chicos para
que entraran rápidamente en las casas. Enseguida la ciudad se quedaba silenciosa y a oscuras, un silencio que
despertaba con el ronroneo de los aviones que se aproximaban.
Ya en el refugio del piso, bajo la protección familiar, alrededor de una vela encendida, mis padres, mi her-
mana María Pilar, mi hermano Antonio y yo esperábamos lo peor. El grito de un miliciano que vigilaba la calle:
¡Esa Luz! ¡Esa luz!, obligaba a apagar la vela porque las persianas de láminas de madera y las contraventanas
habían desparecido para poder cocinar o caldear el piso. En esa oscuridad de miedos y explosiones que hacían
temblar las paredes, crecimos algunos de los niños que ahora contemplamos la vida desde la altura de los años.
Acabada la guerra volvieron los animales al parque zoológico y los rugidos de los leones, el barritar de
los elefantes, los aullidos de las hienas llenaron nuestras noches, noches africanas aderezadas con las aventu-
ras de Tarzan que nuestro padre nos leía, o de historias que él –buen fabulador– se inventaba cada noche y que
despejaban nuestro sueño. Nuestro padre fue narrador de cuentos interminables y compilador de imágenes
dispersas que pegaba en hojas para formar álbumes fantásticos en donde se mezclaba una turbina Pelton con
la ballena boreal, imágenes que ampliaban nuestro mundo visual mostrándonos la complejidad de la naturaleza
y los misterios del más allá. Seguramente de allí heredamos la obsesión por la acumulación de imágenes que
presiden nuestros lugares de trabajo protegiéndonos tal vez de un peligro desconocido, y así, pegadas, recor-
12
13. tadas, torturadas con alfileres sobre las plancha de corcho, forman una continuación de nuestras obsesiones.
Antonio acumulaba con avaricia de coleccionista: mascaras, libros, dibujos, casetes, discos, papeles, imágenes
recortadas de los periódicos, postales de cuadros que admiraba, objetos varios, todo ello formaba parte de su
universo, una especie de memoria visual que le servía tal vez de inspiración.
Nuestra madre nos despertaba por la mañana, antes de ir al colegio, con ejercicios de digitalización, es-
calas que, como torrentes vertiginosos, surgían de sus agilísimos dedos en el piano vertical que presidía la en-
trada del piso.
Mi madre, que nunca insistió en el tema, nos inculco el amor a la música, Ella, que era incapaz de con-
tarnos otro cuento que no fuera el de “Almendrita”, cuento que sabíamos de memoria y que nos aburría sobe-
ranamente, tenía un portentosa facilidad y un oído fuera de serie para la música, por algo fue pianista profesional
un par de años, justo antes de casarse con mi padre. Mi padre pasaba el día entre el Ministerio de Hacienda y
su despacho en la casa escribiendo y cotejando libracos de leyes y más leyes, y así llegó a escribir más de 40
tomos sobre materias tan extrañas para nosotros como Hacienda Local, Tarifas, Tributos etc. Antonio y yo es-
tudiábamos “Comercio” y que era una especie de réplica del bachillerato orientado más a la práctica del co-
mercio. Mis padres estaban empeñados en que sus hijos tuvieran un empleo fijo y, tanto mi hermano Antonio
como mis hermanas María Pilar y María Ángeles, hicieron oposiciones y obtuvieron plaza para no sé qué del Mi-
nisterio de Hacienda. Que yo recuerde nunca mi hermano Antonio tomó posesión de su plaza. Yo, en cambio,
me negué a estudiar unas materias que me eran por completo ajenas y decidí estudiar el bachillerato.
En el año 1945 mi hermano se puso enfermo. Entonces era un muchacho de 15 años. Empezó con un
derrame sinovial en la rodilla derecha que le inmovilizó. La cosa era mucho más grave de lo que se pensó y la
enfermedad de Antonio tenía un nombre fatídico para la época: tuberculosis. Consecuencia de la guerra, se dijo
entonces: falta de alimentación, falta de calcio en los huesos, un crecimiento rápido y excesivo.
En esa edad en que se va a clase con el temor de que a uno le pregunten la lección del día, se corre aloca-
damente en el patio del colegio durante los recreos, se descubren los misterios que esconden las chicas, y se co-
meten toda clase de insensateces, en ese difícil aprendizaje en donde el niño crece y se confunde con el hombre
adulto, y se vive sin preguntarse para qué ni porqué, enfrascado en los estudios y en los juegos, la tuberculosis es-
tuvo a punto de dar con la vida de mi hermano Antonio. Mientras yo era un muchacho lleno de salud y energía, que
corría, jugaba al fútbol, patinaba y nadaba, Antonio permaneció inmovilizado en la cama –estaba escayolado hasta la
cintura–, en una soledad solo compartida con su familia y con algunos fieles amigos que le visitaban los fines de se-
mana, y sobre todo, con la compañía de mi madre que nunca le abandonó y que quizás encontró en él una nueva
razón para vivir.
Fue gracias a una serie de circunstancias afortunadas –la llegada a España de la primera penicilina que
nuestro padre debía comprar de estraperlo– que esa terrible enfermedad que se le adentró en los huesos, re-
mitió poco a poco, no sin sufrimientos y después de múltiples operaciones.
Fue durante esos años decisivos para su formación, cuando surgió la ciudad de Cuenca como una posi-
bilidad para facilitar su convalecencia, por su clima seco y el aire limpio que allí se respiraba. Mi padre compró
un caserón en la calle San Pedro en el número 25, ahora 27. Desde entonces hasta ahora el caserón ha perte-
necido a la familia: primero a mis padres, luego solo a mi hermano, y más tarde a sus herederos, a su esposa
Mercedes y a su hija Marina.
En ese caserón, que mi padre había remozado preparándolo para la vida moderna: cuartos de baño, co-
cina, etc.…pasamos mi hermano y yo una parte de nuestras vidas. Desde los 15 años hasta su muerte Cuenca
fue un refugio y lugar de trabajo para Antonio y siempre una referencia única en nuestras vidas.
En los años cincuenta, todas las mañanas, apenas templaba el sol, mi madre, mi padre cuando estaba
en Cuenca, mi hermana María Pilar a veces, y siempre yo, bajábamos por las escaleras hasta el jardín la pesada
cama de madera construida especialmente para la ocasión. Allí, en aquel jardín, bajo las sombras de las acacias,
13
14. permanecía mi hermano todo el día echado en el camastro. Desde allí contemplaba la montaña que enmarcaba
la hoz del Júcar y las oquedades que llamaban “los ojos de la morita” y que tanto influyeron en sus dibujos y
pinturas.
Durante su enfermedad Antonio creció intelectualmente con la lectura y la reflexión que le permitía sus
largas horas de inmovilidad. Siempre me sorprendió su capacidad para soportar el dolor y el sufrimiento de las
operaciones a las que se vio cometido.
Por eso no es de extrañar que cuando empezó a caminar, a moverse con libertad, su vida tomara un
rumbo distinto. Desde entonces mi hermano Antonio anduvo por el mundo cojeando elegantemente apoyado
en el bastón y con un cigarrillo en la mano. Era muy atractivo, y las chicas se volvían para verlo. Empezó a pin-
tar con asiduidad y se marchó a Paris para continuar el tránsito de artista de la época, fue amigo de surrealis-
tas, de pintores y escritores, y de allí trajo amistades y su primera mujer, Madeleine, de origen sueco, que un
buen día apareció en Madrid ante la sorpresa familiar. Tuvo con Madeleine tres preciosas hijas de las que, la-
mentablemente, solo Marina permanece. Tanto Ana como Elena desaparecieron siendo todavía muy jóvenes y
están enterradas en el mismo cementerio de Cuenca en donde están depositadas las cenizas de mi hermano.
De su enfermedad adolescente, de su solitaria meditación en su dormitorio con balcón-galería a la calle de
Princesa en Madrid, o en el jardín del caserón de Cuenca, le quedó a Antonio como una tristeza o melancolía pro-
funda, que le hacía ser comprensivo sobre todo con los que, como él, habían sufrido dolores físicos y vivido un en-
cierro obligado. Sin duda como consecuencia de sus pensamientos, sueños, dolores y angustias en la soledad no
deseada, nace una visión que le aproximaba al Goya de los Caprichos y de las pinturas negras. Es una exaspera-
ción de la realidad en donde se yuxtaponen los monstruos del jardín de las delicias, los esqueletos secos y ex-
presivos de Brueghel, los cristos crucificados, los felipes segundos altivos de quijada de burro, los restos dispersos
de caprichos goyescos que se han mineralizado, ennegrecido, descarnado, las mujeres de esbeltos cuellos que
sustentan rostros trazados con facilidad y violencia, con pechos marcados por negros trazos, mujeres que en oca-
siones descorren sin pudor sus misterios. A veces, el gesto se vuelve sensual, de una sensualidad irónica más que
placentera, y los seres se vuelven saltamontes e insectos que copulan esperando el juicio final.
Antonio fue, también, un pintor de los que vampirizan las obras que admiran y las vuelven a inventar
dándoles una nueva encarnadura y un nuevo propósito. Bien estaba el respeto a las obras maestras, pero
¿por qué no vampirizarlas, apropiárselas? no la copia vil, ni la fotografía del original, sino una recreación,
una nueva invención, un homenaje rendido a los pintores y escritores que admiraba diciendo: yo admiro algo
que tú hiciste y esta es mi manera de mostrarlo. Ahí están los Felipe II, los perros de Goya, los Quevedos,
los Rembrand…
De mi hermano Antonio he admirado siempre su tesón y su sentido del orden, de un orden superior,
jerárquico-artístico, de esto es bueno y esto menos bueno, eso regular y aquello para la basura. Todo claro,
evidente, nítido; pocas o ninguna duda sobre cómo colocar este o aquel cuadro sobre la cal de las pare-
des. Había en él un no sequé de zen, de despojo conventual y vivía con esa misma austeridad, sin lujos.
Durante años no quiso que en la casa de Cuenca hubiera ningún cacharro eléctrico: ni lavadora, nevera o
televisión… Por suerte más tarde cambió de opinión. El día en que entró una máquina en su casa pensé yo
que mi hermano había cambiado y se había vuelto otra persona.
La parte del artista estaba en su facilidad gestual, el gesto insistentemente ejercitado durante la
duermevela que da esa aparente facilidad de un dibujo cósmico y corrosivo con pizca de humor aragonés,
un humor socarrón de doble vuelta que tiene algo que ver con el temperamento anarquista que llevamos
dentro. Dibujaba sobre cualquier cosa con una facilidad que se fue convirtiendo en manía: dibujaba en los
manteles de los restaurantes, en el pequeño cuaderno que llevaba consigo, en cualquier sobre, papel, car-
tulina… que se topaba, con su bolígrafo, pero sobre todo con la pluma Montblanc que yo le regalé. Yo creo
que, tanto él como yo, asumimos nuestra condición de aragoneses y quizá de allí se desprende una cierta
14
15. ética para andar por el vida con orgullosa intransigencia, intransigencia que empieza por uno mismo: por el
trabajo bien hecho, por el rechazo de la frivolidad y del oportunismo, que se compensa, a veces, con la san-
gre mediterránea, árabe y murciana de nuestro padre. “Saura” en árabe significa revolución. “Al Saura”
La Revolución, nada menos, lo que nos faltaba para terminar de relacionarnos con los “Saurios” prehistó-
ricos, nuestros ancestros más nobles y famosos.
De mi hermano Antonio aprendí la exigencia con uno mismo, ¡cuántos cuadros recién pintados destroza-
dos en su estudio de Cuenca! ¡Cuánto esfuerzo y cuánta frustración! Un día, allá por los años 90 me sorprendió
ver que en su nuevo estudio –junto al caserón original, jardín por medio–, había un montón de cuadros de gran ta-
maño sin terminar, estaban vueltos contra la pared, acuchillados, asesinados. Me permití echarles una ojeada, me
parecía que algunos estaban muy bien aún dentro del destrozo, otros apenas estaban esbozados. Le pregunté
el porqué de aquel despreció y me dijo: “Solo dejes lo que valga la pena y no dudes en destruir tus errores”, algo
así me dijo.
Yo creo que mi hermano estaba convencido de que al menos su obra le iba a sobrevivir, quizás por eso
guardaba en los cajones de su estudio, ordenados meticulosamente: dibujos, carteles, serigrafías y grabados,
innumerables catálogos de sus exposiciones, libros que había ilustrado o que un día le dedicaron… todo para
que no se perdieran ni enmohecieran, guardados y bien guardados para la eternidad. Y allí está su obra ahora:
en museos de todo el mundo y en esta Fundación de Cuenca que él creó, en la que trabajó hasta el final, y cuyo
edificio, elegido por él, está a solo unos metros de la casa familiar. Una obra monumental compuesta de dibu-
jos, pinturas, cuadros, escritos, y las maravillosas publicaciones que él ilustró.
Estuvimos juntos y separados, pero siempre unidos, hermanados por un amor más allá de las palabras,
quizá no lo expresábamos, no era necesario: hicimos exposiciones con el grupo “TENDENCIAS”, en los cin-
cuenta; más tarde colaboré con el grupo EL PASO, que él fundó; hice las fotografías de la insólita exposición
ARTE FANTÁSTICO en la Galería Clan; mano a mano realizamos la serie “MOI”, de la que yo hice las fotos
sobre las que Antonio trabajó después; y en fin, para no dar la tabarra, expusimos juntos dibujos y fotografías,
montamos juntos la ópera CARMEN en Stuttgart y Spoletto, y compartimos los mismos amores por San Juan
de la Cruz, Goya, Cervantes, Quevedo, Gracián y Borges.
15
45. Antonio Saura y sus hermanos, María Ángeles, María Pilar y Carlos con Rustan. Calle Aravaca 6. Madrid, 1949.
45
46.
47. María Pilar y Carlos Saura, de pie; Madeleine Augot y Antonio Saura, sentados a la derecha
y Pita, arriba a la izquierda y dos amigas. Suances, Santander, 1954.
47
48.
49. Madeleine Augot, Antonio Saura, hijo, Antonio Saura, padre, María Pilar y Carlos Saura. Suances, Santander, 1954.
49
85. En segundo plano, Antonio Saura, Luis Buñuel, Emilio Sanz de Soto, Mario Camús y Carlos Saura.
Sentados en el suelo, Alberto Portera y José Ayllón. Chinchón, 1962.
85
86.
87. Antonio y Carlos Saura con amigos y familiares. Cuenca, 1962.
87
88.
89. Carlos Saura, Marcos Pérez, Geraldine Chaplin, Ángeles Saura y Antonio Saura. Londres, 1972.
89