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EL VIEJO AEREOPUERTO DE QUITO
Con la próxima inauguración del nuevo aeropuerto de Quito, lo que comenzó como “campo de
aviación”, en Cotocollao, será solo un recuerdo. Un recuerdo que abarca aerolíneas como Área o
Panagra, el mural de Galo Galecio y el relieve en cobre de Guayasamín, y personajes como el
Cachorro Cazares, un boxeador retirado que vendía papas fritas.

Por Alfonso Reece D.

Dentro de poco del aeropuerto Mariscal Sucre no quedarán sino memorias. ¿Será este el recuerdo
más lejano de mi vida? El 2 de abril de 1958 almorzábamos en casa cuando llegó mi primo Octavio
y agitado dijo: “Un avión acaba de estrellarse aquí arriba”. Salimos a la terraza del chalet y, en
efecto, hacia el lado del volcán Pichincha, pero cerca de casa, una aeronave ardía. Tengo clara la
imagen de las llamaradas. Tres personas murieron, pero hubo sobrevivientes. Se trataba de un
Junkers Ju-52, de la aerolínea Transportes Aéreos Orientales (TAO), un trimotor alemán fabricado
antes de la Segunda Guerra Mundial, Hitler se movilizaba en aparatos similares. Durante algunos
años más, un aeroplano similar seguía volando. Luego, el artefacto estuvo parado mucho tiempo, a
la vista de los que circulaban por la avenida del Sesquicentenario, hoy llamada Amazonas. Un día
lo limpiaron, lo refaccionaron, hicieron algunas pruebas y pude ver cuando, inverosímilmente lento,
se alejó para siempre. Se sabe que funciona todavía y es propiedad de la compañía alemana
Lufthansa.

Esta anécdota quiere describir lo cercana que estaba mi casa a la pista del aeropuerto, no más de
cuatro cuadras. No era casual, mi padre eligió vivir en la entonces parroquia rural de Cotocollao,
porque trabajaba para aerolíneas y le resultaba cómoda esta proximidad. Ahí crecimos siete
hermanos, en un ambiente campesino que solo se turbaba por el bramido de los motores de los
aviones, que entonces eran mucho más ruidosos, aunque más pequeños, que sus actuales
sucesores. Pero esta bulla nos encantaba, salíamos entusiasmados cuando se la oía para ver de
qué aeronave se trataba.

De colado en la terminal

La terminal del aeropuerto era un pequeño edificio gris, construido a principios de los años
cuarenta por la empresa Panagra. Instalaciones similares fueron levantadas por la misma
aerolínea en todo el país, todos con el mismo estilo. Algunos sobreviven con pocos cambios.
Panagra era una compañía norteamericana cuya presencia fue determinante para el desarrollo
aeronáutico en el Ecuador. Para empezar formó a toda una generación de técnicos y
administradores de empresas de turismo en el país, entre ellos, mi padre, que fue compañero en
muchos avatares de Jaime Ordóñez Pallares, quien vive todavía, tras haberse dedicado seis
décadas a esta actividad y me ha refrescado los hechos de esta saga.

Panagra era una curiosa joint venture entre una aerolínea, la en sus días poderosa Pan American y
una línea de barcos, la no menos potente Grace Line, asociadas para explotar rutas aéreas en los
países sudamericanos. Esta empresa construyó las primeras ayudas de vuelo que fueron unos
primitivos radiofaros en el cerro de Monjas y en el Casitahua, más una estación de observación
meteorológica en Ascázubi, al oriente de Quito.

Otro aporte de la compañía norteamericana fue la determinación de los “pasos”, a través de los
cuales se podía franquear los Andes colosales. Los aviones de entonces no tenían cabinas
presurizadas, por lo que no podían tramontar la cordillera y debían aprovechar los sitios bajos.

Todo pretexto valía para acompañar a mi padre a su trabajo en el aeropuerto, donde podía
contemplar de cerca las máquinas maravillosas y sus grandes, legendarias tripulaciones con
uniformes oscuros de insignias doradas. Las azafatas, cabineras decíamos, eran las mujeres más
hermosas del mundo. En el pequeño terminal, situado unos 500 metros más al norte del que ahora
se está abandonando, había pocas seguridades, se abordaba directamente desde la sala que
abarrotaban los que iban a despedir a un amigo o pariente, porque en ese entonces viajar era un
suceso excepcional.
La aeronave que más se veía era el Douglas DC-3, equipado con dos motores, uno de los aviones
más fabricados del mundo. En su versión militar se llamaba C-47. A más de las aerolíneas la
utilizaba la Fuerza Aérea Ecuatoriana. Un espectáculo que me fascinaba se preanunciaba cuando
los veía despegar con la portezuela abierta, señal de que iban a realizarse saltos en paracaídas.
Era emocionante ver salir del aparato las motas verdes que luego se convertían en los hermosos
hongos que despaciosamente caían hacia la tierra. Obsesionados con la aviación, veíamos
parecidos a estos procesos en todo, por ejemplo, cuando soplábamos las semillas del diente de
león o cuando una rana Gastroteca depositaba renacuajos en un estanque. También llegaban C-47
de la Misión Naval de Estados Unidos, algunos pintados de un hermoso anaranjado rojizo muy
fuerte, estos seguramente venían de misiones antárticas. ¡Qué evocaciones!

Mi padre pasó de Panagra a Area, Aerovías Ecuatorianas S. A., una empresa nacional regentada
por los hermanos Arias Guerra. Siempre los colores de esta empresa fueron rojo y blanco. Para
ese entonces ya se veía con frecuencia el cuadrimotor Douglas DC-4. Más raro era el bimotor
Curtiss C-46, uno de los cuales, justamente con los colores de Area, vimos pasar demasiado bajo
desde nuestra casa. Segundos después se accidentó en Parcayacu, seguramente en los terrenos
del actual Colegio Militar, por entonces un alfalfar.
Hubo otras empresas ecuatorianas, por ejemplo, LIA, que trajo los entonces enormes Boeing 377
Stratocruiser de dos pisos, pero fueron efímeras (pocos años después se herrumbraba en el
aeropuerto de Guayaquil uno de los Stratocruiser), Area, en cambio, consolidó la presencia
ecuatoriana en el transporte aéreo durante algunas décadas. Esto es un punto importante, porque
durante mucho tiempo los vuelos internos en el país los realizaba la norteamericana Panagra e
incluso la colombiana Avianca.

Después mi padre trabajaría para Air France, que operaba la más hermosa aeronave que ha
existido, el Lockheed Constellation, una curvilínea beldad de tres colas. Tardaba dos días en cubrir
la ruta París-Lisboa-Santa María de las Azores- Pointe-à-Pitre-Caracas-Bogotá-Quito-Lima-
Santiago de Chile, y otros dos en regresar. Lo que mi progenitor devengaba como flight-
dispatcher era muy modesto, pero el paso del avión hacia el sur permitía obtener una botellita de
vino francés más algo de quesos de la misma procedencia. A la vuelta, en cambio, el peaje era una
garrafa de vino y una caja de fruta de Chile. Algunas de mis malas costumbres se iniciaron
entonces.

Y hasta allí llegó el pequeño terminal, porque en 1960 el presidente Camilo Ponce y su ministro
Sixto Durán Ballén inauguraron el que servirá hasta este año. Estaba elegante con el mural de
Galecio y un relieve de Guayasamín en cobre, al pie del cual había un estanque en el que
pululaban carpas doradas. Todavía existen estas obras de arte. Desde el viejo terminal se había
filtrado un personaje que perviviría algunos años más, el Cachorro Cazares, un boxeador retirado,
siempre con lentes verdes, que en una canastilla de alambre, vendía papas fritas de las sabrosas,
es decir, sin registro sanitario.

La compañía Area inició su servicio con un avión turbohélice Fairchild F-27, nuevo de fábrica, algo
inédito en la aviación ecuatoriana. Pocos meses después, fuimos sorprendidos por el sonido de un
avión que operaba muy tarde, cerca de las seis de la tarde. Hay que recordar que las operaciones
nocturnas del Mariscal Sucre se iniciaron recién a fines de los años setenta. Una llamada de mi
padre nos informó que estaban buscando la flamante nave, que fue localizada estrellada en las
faldas del volcán Atacazo.

Y llegaron los grandes jets, concretamente los Boeing 707 y 720, y algo más tarde el Douglas DC-
8. En buena parte la nueva plataforma de la terminal y la ampliación de la pista pavimentada se
hicieron pensando en la operación de aviones a chorro de gran capacidad. En este punto me
asalta una reflexión: el aeropuerto fue una obra decisiva para Quito, me atrevo a decir que más
impactante que el ferrocarril, pues puso en contacto con el mundo a esta ciudad mediterránea y
enclavada en una feroz orografía. La diferencia con el tren es que fue haciéndose de a poco,
desde cuando era nada más que un largo potrero hasta convertirse en un verdadero aeródromo.
Nadie puede decir que es obra del Gobierno tal o de la revolución cual. Entonces se lo promociona
menos.
Hacia 1963 mi padre dejó de trabajar en el aeropuerto, para dedicarse a tareas administrativas,
siempre en empresas de turismo y aviación. Así el tráfago del Mariscal Sucre se nos hizo ajeno.
Esta despedida tuvo una coda en la visita del general Charles de Gaulle en 1964. Mi padre todavía
tenía el uniforme de Air France y consiguió que se lo introduzca en la recepción del mandatario.
Nosotros debimos conformarnos con mirar la llegada de los Caravelle desde un terreno
abandonado en el que luego se construyó una urbanización. En cambio, sí pude estar en la terraza
del nuevo terminal cuando vino Sukarno, presidente de Indonesia, y cuando el príncipe Felipe de
Edimburgo llegó piloteando personalmente un Handley Page Herald.

Juegos peligrosos y peligrosísimos

Rara vez las precarias mallas que rodeaban la pista del Mariscal Sucre estaban íntegras. Como
éramos vecinos siempre encontrábamos un agujero que nos permitía acceder. Allí hacíamos
“experimentos”, por ejemplo, intentar golpear con piedras a los aviones que llegaban. Nunca lo
logramos.

Mucho peor era ponernos detrás de las turbinas de los jets, para experimentar la sensación de ser
lanzados por el potente chorro, a cambio de recibir golpes de arena y piedrecitas. A veces, y solo
al final de estas aventuras, un carro de bomberos se dirigía a gran velocidad desde el terminal para
desalojarnos. Jamás llegó a alcanzarnos.

El extremo lo constituyó el descubrimiento de que, al costado oriental de la pista, se había
excavado un depósito subterráneo de municiones de la Fuerza Aérea. La puerta de acero no
estaba muy emparejada con el túnel por lo que, enflaqueciéndose un poco, un niño podía penetrar.
La noticia se regó por el barrio. En las primeras incursiones se sustrajeron unas cuantas balas,
pero pronto otros vecinos se llevaron cananas y otros artilugios bélicos, motivando que fuerzas
militares requisaran algunas casas en busca de los traviesos. Supondría que todo el material fue
devuelto.

Gracias a esta cercanía también pudimos espectar sucesos como algún secuestro de avión, que
en todos los casos, salvo uno, tenían como destino Cuba. Mientras se negociaba con los
secuestradores, la aeronave permanecía en la cabecera de la pista, con los motores encendidos.
Militares armados la rodeaban escondidos. Y un Boeing 707 de Braniff Airways que se salió de la
pista al aterrizar. La colorida nave permaneció varios días dañada malamente en ese lugar. No fue,
de ninguna manera, el último incidente de este tipo.

Un romance que termina

Y un día ya éramos adultos. Corrían los años setenta y el petróleo cambiaba al país. La terminal
hasta entonces había sido un sitio de encuentro social, donde la gente poderosa topaba casi
exclusivamente con sus pares, puesto que viajar era raro incluso para la clase media. Con el
llamado boom petrolero las cosas cambiaron y el ambiente de las estrechas instalaciones se volvió
más democrático. Mi padre entonces tenía una empresa que vendía pasajes aéreos con cuotas
comodísimas, aprovechando la burbuja de consumo... eso era. Una encopetada señora, medio en
broma, le dijo que estaba contribuyendo a llenar de cholos el aeropuerto.

Había que pensar a qué íbamos a dedicarnos toda la vida. Claro, la aviación era una opción.
Trabajé unos años a órdenes del ya nombrado Jaime Ordóñez, en la empresa cuencana SAN.

Pude entrar, ahora sí con documentos en regla, a la plataforma. Los Caravelle, que antes fueron
aeronave digna de jefes de Estado, servían para vuelos de cabotaje en el Tercer Mundo. También
operábamos con los Vickers Viscount británicos, dos de los cuales terminaron trágicamente en
esos días, llevándose las vidas de conocidos y amigos.
Pero la verdad era que el amor infantil a los aviones se había disuelto en pura estética. De todas
maneras, lo intenté. Desde entonces solo iría al Mariscal Sucre para abordar algún vuelo. Cuando
pasaba por los lugares que algo significaron podía ver los fantasmas de los que murieron en los
horribles accidentes, intrépidos capitanes, bellas aeromozas, y de los que no murieron
trágicamente, pero igual no están, ejecutivos, emprendedores, vendedores de papas fritas,
mecánicos, técnicos, que también llevan vela en este entierro, y de los que no se han muerto, pero
que penan en lo que queda de las viejas instalaciones, como ese niño de pantalón corto que mira
extasiado tras la vidriera, ahora cegada, como “taxea” un DC-3 espectral, su padre ya pura sombra,
en uniforme de flight dispatcher aguarda al avión...

Llamar con el mismo nombre al nuevo aeródromo no recuperará la historia ni hará que reencarnen
los fantasmas.

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  • 2. La aeronave que más se veía era el Douglas DC-3, equipado con dos motores, uno de los aviones más fabricados del mundo. En su versión militar se llamaba C-47. A más de las aerolíneas la utilizaba la Fuerza Aérea Ecuatoriana. Un espectáculo que me fascinaba se preanunciaba cuando los veía despegar con la portezuela abierta, señal de que iban a realizarse saltos en paracaídas. Era emocionante ver salir del aparato las motas verdes que luego se convertían en los hermosos hongos que despaciosamente caían hacia la tierra. Obsesionados con la aviación, veíamos parecidos a estos procesos en todo, por ejemplo, cuando soplábamos las semillas del diente de león o cuando una rana Gastroteca depositaba renacuajos en un estanque. También llegaban C-47 de la Misión Naval de Estados Unidos, algunos pintados de un hermoso anaranjado rojizo muy fuerte, estos seguramente venían de misiones antárticas. ¡Qué evocaciones! Mi padre pasó de Panagra a Area, Aerovías Ecuatorianas S. A., una empresa nacional regentada por los hermanos Arias Guerra. Siempre los colores de esta empresa fueron rojo y blanco. Para ese entonces ya se veía con frecuencia el cuadrimotor Douglas DC-4. Más raro era el bimotor Curtiss C-46, uno de los cuales, justamente con los colores de Area, vimos pasar demasiado bajo desde nuestra casa. Segundos después se accidentó en Parcayacu, seguramente en los terrenos del actual Colegio Militar, por entonces un alfalfar. Hubo otras empresas ecuatorianas, por ejemplo, LIA, que trajo los entonces enormes Boeing 377 Stratocruiser de dos pisos, pero fueron efímeras (pocos años después se herrumbraba en el aeropuerto de Guayaquil uno de los Stratocruiser), Area, en cambio, consolidó la presencia ecuatoriana en el transporte aéreo durante algunas décadas. Esto es un punto importante, porque durante mucho tiempo los vuelos internos en el país los realizaba la norteamericana Panagra e incluso la colombiana Avianca. Después mi padre trabajaría para Air France, que operaba la más hermosa aeronave que ha existido, el Lockheed Constellation, una curvilínea beldad de tres colas. Tardaba dos días en cubrir la ruta París-Lisboa-Santa María de las Azores- Pointe-à-Pitre-Caracas-Bogotá-Quito-Lima- Santiago de Chile, y otros dos en regresar. Lo que mi progenitor devengaba como flight- dispatcher era muy modesto, pero el paso del avión hacia el sur permitía obtener una botellita de vino francés más algo de quesos de la misma procedencia. A la vuelta, en cambio, el peaje era una garrafa de vino y una caja de fruta de Chile. Algunas de mis malas costumbres se iniciaron entonces. Y hasta allí llegó el pequeño terminal, porque en 1960 el presidente Camilo Ponce y su ministro Sixto Durán Ballén inauguraron el que servirá hasta este año. Estaba elegante con el mural de Galecio y un relieve de Guayasamín en cobre, al pie del cual había un estanque en el que pululaban carpas doradas. Todavía existen estas obras de arte. Desde el viejo terminal se había filtrado un personaje que perviviría algunos años más, el Cachorro Cazares, un boxeador retirado, siempre con lentes verdes, que en una canastilla de alambre, vendía papas fritas de las sabrosas, es decir, sin registro sanitario. La compañía Area inició su servicio con un avión turbohélice Fairchild F-27, nuevo de fábrica, algo inédito en la aviación ecuatoriana. Pocos meses después, fuimos sorprendidos por el sonido de un avión que operaba muy tarde, cerca de las seis de la tarde. Hay que recordar que las operaciones nocturnas del Mariscal Sucre se iniciaron recién a fines de los años setenta. Una llamada de mi padre nos informó que estaban buscando la flamante nave, que fue localizada estrellada en las faldas del volcán Atacazo. Y llegaron los grandes jets, concretamente los Boeing 707 y 720, y algo más tarde el Douglas DC- 8. En buena parte la nueva plataforma de la terminal y la ampliación de la pista pavimentada se hicieron pensando en la operación de aviones a chorro de gran capacidad. En este punto me asalta una reflexión: el aeropuerto fue una obra decisiva para Quito, me atrevo a decir que más impactante que el ferrocarril, pues puso en contacto con el mundo a esta ciudad mediterránea y enclavada en una feroz orografía. La diferencia con el tren es que fue haciéndose de a poco, desde cuando era nada más que un largo potrero hasta convertirse en un verdadero aeródromo. Nadie puede decir que es obra del Gobierno tal o de la revolución cual. Entonces se lo promociona menos.
  • 3. Hacia 1963 mi padre dejó de trabajar en el aeropuerto, para dedicarse a tareas administrativas, siempre en empresas de turismo y aviación. Así el tráfago del Mariscal Sucre se nos hizo ajeno. Esta despedida tuvo una coda en la visita del general Charles de Gaulle en 1964. Mi padre todavía tenía el uniforme de Air France y consiguió que se lo introduzca en la recepción del mandatario. Nosotros debimos conformarnos con mirar la llegada de los Caravelle desde un terreno abandonado en el que luego se construyó una urbanización. En cambio, sí pude estar en la terraza del nuevo terminal cuando vino Sukarno, presidente de Indonesia, y cuando el príncipe Felipe de Edimburgo llegó piloteando personalmente un Handley Page Herald. Juegos peligrosos y peligrosísimos Rara vez las precarias mallas que rodeaban la pista del Mariscal Sucre estaban íntegras. Como éramos vecinos siempre encontrábamos un agujero que nos permitía acceder. Allí hacíamos “experimentos”, por ejemplo, intentar golpear con piedras a los aviones que llegaban. Nunca lo logramos. Mucho peor era ponernos detrás de las turbinas de los jets, para experimentar la sensación de ser lanzados por el potente chorro, a cambio de recibir golpes de arena y piedrecitas. A veces, y solo al final de estas aventuras, un carro de bomberos se dirigía a gran velocidad desde el terminal para desalojarnos. Jamás llegó a alcanzarnos. El extremo lo constituyó el descubrimiento de que, al costado oriental de la pista, se había excavado un depósito subterráneo de municiones de la Fuerza Aérea. La puerta de acero no estaba muy emparejada con el túnel por lo que, enflaqueciéndose un poco, un niño podía penetrar. La noticia se regó por el barrio. En las primeras incursiones se sustrajeron unas cuantas balas, pero pronto otros vecinos se llevaron cananas y otros artilugios bélicos, motivando que fuerzas militares requisaran algunas casas en busca de los traviesos. Supondría que todo el material fue devuelto. Gracias a esta cercanía también pudimos espectar sucesos como algún secuestro de avión, que en todos los casos, salvo uno, tenían como destino Cuba. Mientras se negociaba con los secuestradores, la aeronave permanecía en la cabecera de la pista, con los motores encendidos. Militares armados la rodeaban escondidos. Y un Boeing 707 de Braniff Airways que se salió de la pista al aterrizar. La colorida nave permaneció varios días dañada malamente en ese lugar. No fue, de ninguna manera, el último incidente de este tipo. Un romance que termina Y un día ya éramos adultos. Corrían los años setenta y el petróleo cambiaba al país. La terminal hasta entonces había sido un sitio de encuentro social, donde la gente poderosa topaba casi exclusivamente con sus pares, puesto que viajar era raro incluso para la clase media. Con el llamado boom petrolero las cosas cambiaron y el ambiente de las estrechas instalaciones se volvió más democrático. Mi padre entonces tenía una empresa que vendía pasajes aéreos con cuotas comodísimas, aprovechando la burbuja de consumo... eso era. Una encopetada señora, medio en broma, le dijo que estaba contribuyendo a llenar de cholos el aeropuerto. Había que pensar a qué íbamos a dedicarnos toda la vida. Claro, la aviación era una opción. Trabajé unos años a órdenes del ya nombrado Jaime Ordóñez, en la empresa cuencana SAN. Pude entrar, ahora sí con documentos en regla, a la plataforma. Los Caravelle, que antes fueron aeronave digna de jefes de Estado, servían para vuelos de cabotaje en el Tercer Mundo. También operábamos con los Vickers Viscount británicos, dos de los cuales terminaron trágicamente en esos días, llevándose las vidas de conocidos y amigos.
  • 4. Pero la verdad era que el amor infantil a los aviones se había disuelto en pura estética. De todas maneras, lo intenté. Desde entonces solo iría al Mariscal Sucre para abordar algún vuelo. Cuando pasaba por los lugares que algo significaron podía ver los fantasmas de los que murieron en los horribles accidentes, intrépidos capitanes, bellas aeromozas, y de los que no murieron trágicamente, pero igual no están, ejecutivos, emprendedores, vendedores de papas fritas, mecánicos, técnicos, que también llevan vela en este entierro, y de los que no se han muerto, pero que penan en lo que queda de las viejas instalaciones, como ese niño de pantalón corto que mira extasiado tras la vidriera, ahora cegada, como “taxea” un DC-3 espectral, su padre ya pura sombra, en uniforme de flight dispatcher aguarda al avión... Llamar con el mismo nombre al nuevo aeródromo no recuperará la historia ni hará que reencarnen los fantasmas.