Los ministros de Educación están de moda. Y ademas si son sociólogos mas. Las Promesas políticas es un libro de Jose María Maraval que plantean entre otras dos preguntas: ¿Por que las democracias suscitan protestas pero también constituyen una esperanza para millones de personas? y ¿Por que, a la vez, movilizan y desencantan a los ciudadanos? y sobre todo sobre lo que se entiende por igualdad. ¿Que promesas se han hecho y cuales se han cumplido?.
3. Las promesas políticas.
Problemas de las democracias electorales
José María Maravall
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Cuando Brandt, González u otros políticos democráticos han hablado de «más democracia»
debían pensar en insuficiencias existentes en democracias realmente existentes respecto del
gobierno del y por el pueblo. Desde luego, en algo muy opuesto a la afirmación de
Schumpeter ([1942] 1974:285) de que «la democracia es el dominio del político». Voy a
examinar, en particular, insuficiencias referidas a la información que necesitan los votantes
para controlar a los políticos, a resultados electorales que no pueden estar predeterminados,
a una división de poderes que proteja los intereses de los ciudadanos, a riesgos de que los
políticos dispongan de autonomía respecto del veredicto de las elecciones y a los partidos
como intermediarios entre los políticos y los ciudadanos.
Voy a analizar ahora estas cuestiones con mayor atención. No me limitaré, sin embargo, a
problemas «procedimentales», sino que también atenderé al final del capítulo a si la
democracia afecta a resultados «sustantivos» (tales como la integración de minorías, el
crecimiento económico o la desigualdad).
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4. Las promesas políticas.
Problemas de las democracias electorales
José María Maravall
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(I) Asimetrías de información
«Más» democracia significa que los ciudadanos estén tan
informados como sea posible acerca de las decisiones y no
decisiones de los gobiernos, capaces por tanto de atribuir
responsabilidades por cambios en su bienestar. Si la
información acerca de lo que los políticos hacen fuera
escasa, las reglas de voto de los ciudadanos serían
arbitrarias. Las probabilidades de elegir a un candidato
bueno o malo serían similares. La democracia sería un
régimen distante del gobierno del pueblo y por el pueblo:
oligarquías políticas se rotarían en el poder por
circunstancias impredecibles, debidas al azar; el bienestar de
los ciudadanos dependería tan sólo de la benevolencia del
gobernante de turno. «Malos» gobernantes podrían
sobrevivir mientras que «buenos» podrían ser depuestos.
Sucede, en efecto, que los ciudadanos tienen con frecuencia
dificultad para discernir qué mérito o culpa cabe atribuir a
los políticos por la evolución de sus condiciones de vida.
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5. Las promesas políticas.
Problemas de las democracias electorales
José María Maravall
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Los votantes podrían sancionar a los gobernantes
por condiciones que se hallasen fuera del control
de éstos, o eximirles de responsabilidades por
cambios negativos en su bienestar que sí habrían
dependido de ellos. En particular, la influencia de
condiciones exógenas resulta particularmente
difícil de estimar por los ciudadanos: por ello,
estas condiciones suelen proporcionar recursos a
los políticos para atribuirse méritos indebidos u
ocultar su mala gestión. Se trata de una forma
típica de manipulación política. Por ejemplo, José
María Aznar contestó «el milagro soy yo» cuando,
siendo presidente del Gobierno, le preguntaron
por las cusas de las altas tasas de crecimiento
económico en España. En ocasiones, la
responsabilidad de unos malos resultados se
atribuye a la «globalización», a una crisis
internacional, al Fondo Monetario Internacional, o
a lo que Harold Wilson, el primer ministro
británico, llamó «los gnomos de Zúrich» que
especulaban contra la libra.
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Helmut Schmidt, el canciller alemán, se quejaba de que él era solamente responsable de un 5
por ciento (sic) de los resultados económicos y de que los votantes le asignaran excesiva
responsabilidad. No cabe duda de que los votantes estarían perplejos acerca de si Aznar fue
un «milagro», de si Zúrich estaba habitado por gnomos anglófobos y de si Schmidt era
fundamentalmente irrelevante respecto de los cambios en el bienestar de los alemanes.
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«Más» democracia como gobierno del y por el pueblo significa que la selección de los
candidatos y los premios/castigos a los gobernantes han de basarse en información política
suficiente. Sabemos que ambos aspectos del voto, selección por una parte y
premios/castigos por otra, plantean problemas diferentes y han guiado dos enfoques
distintos en el análisis de las elecciones y de la democracia. Un primer enfoque, que abarca a
Downs (1957), Fearon (1999) o Bartels (1988), ha señalado que las elecciones consisten en
elegir al mejor candidato (al más cercano a la posición política ideal del votante) y en
otorgarle un mandato para los siguientes cuatro o cinco años. Investigaciones empíricas
comparadas han mostrado que, en efecto, las políticas de un gobierno después de unas
elecciones pueden ser predichas a partir de los programas electorales (Stimson, MacKuen, y
Erikson 1995; Stimson 1999; Page y Shapiro 1992; Klingemann, Hofferbert, y Budge 1994). La
evidencia se refiere europeas. Los mecanismos que explican por qué los gobernantes tienden
a cumplir sus promesas han sido analizados por Harrington (1993): con un modelo formal
muestra que, en equilibrio, con competiciones electorales sucesivas los candidatos revelarán
durante las campañas las verdaderas políticas que pretenden llevar a cabo y, si resultan
elegidos, se atendrán a sus promesas electorales
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8. Las promesas políticas.
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El segundo enfoque se aparta de las elecciones
como instrumento de selección y enfatiza su
carácter de veredicto retrospectivo de los
votantes sobre la gestión del gobierno que rinde
cuentas. Key (1966), Riker (1982) o Ferejohn
(1986) han argumentado que, si la información de
los votantes es limitada, su juicio retrospectivo
acerca de los gobernantes constituye la única
manera de superar los muchos obstáculos al
control democrático. Por lo general, los políticos
reivindican las dos cosas: su superior valor como
candidatos y que, como han sido elegidos para los
siguientes cuatro o cinco años, responderán tan
sólo con carácter retrospectivo. Esto fue habitual,
por ejemplo, en Margaret Thatcher: argumentaba
que había sido preferida por los votantes frente a
James Callaghan que gobernaría según su juicio
político y que rendiría cuentas cuando llegasen
las siguientes elecciones.
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9. Las promesas políticas.
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Disponemos de evidencia empírica contradictoria
sobre la información que necesitan los votantes
bien para seleccionar candidato o bien para
premiar/castigar a los gobiernos. Así por ejemplo,
Zaller (1992-2004) ha señalado que los votantes
más informados son más ideológicos y utilizan su
voto para seleccionar al candidato más próximo a
sus propias preferencias, más que para
premiar/castigar por la gestión pasada. Por el
contrario, un estudio comparado de encuestas
post-electorales en España, Portugal, Polonia y
Hungría ha concluido que «el control retrospectivo
depende más del conocimiento político que si los
votantes utilizan la ideología para seleccionar a los
gobernantes» (Fraile 2008:183). Pero tanto si el
voto consiste en seleccionar a los mejores
candidatos, generalmente en base a su
proximidad ideológica, como si supone
recompensar o castigar a los gobernantes por su
gestión pasada, los votantes necesitan
información adecuada sobre los políticos y sus
acciones o inacciones.
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Puesto que un amplio número de ciudadanos votan influidos por su ideología y por cómo votaron en
pasadas elecciones, una estrategia típica de los políticos consiste en resaltar esas lealtades y en influir en
los votantes equidistantes e indecisos —que resultan decisivos para que se produzca o no una rotación
en el gobierno. Tales estrategias de manipulación ideológica pueden reforzar los lazos entre el votante y
su partido, servir para excusar al partido de responsabilidades, fundamentar esperanzas intertemporales (por ejemplo, que un mal presente es tan sólo el anticipo de un buen futuro) y desacreditar
a la oposición como una alternativa peor. Stokes (2001) ha mostrado la influencia de este tipo de
consideraciones ideológicas en la configuración del voto. De esta forma, las campañas electorales suelen
consistir en estrategias de los partidos para movilizar a sus electores, desmovilizar a los del adversario y
atraer a los votantes equidistantes e indecisos. La victoria o la derrota dependerán, eventualmente, de
la decisión de una pequeña minoría de votantes y de cómo se distribuyan los votantes ideológicos
desmovilizados, mientras que amplios colectivos de votantes permanecerán fieles al partido que
apoyaron en el pasado. El voto pasado es, de hecho, el mejor predictor del voto futuro.
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Los votantes menos ideológicos son el objetivo de otra estrategia electoral: la utilización de «temas
transversales» (lo que Stokes [1963] llamó valence issues). Éstos se refieren a preferencias respecto
de las que o existen diferencias entre los votantes. Ejemplos típicos han sido la corrupción, la
competencia para gobernar, divisiones fratricidas en partidos fragmentados, el desarrollo
económico o el terrorismo. Nadie desea políticos incompetentes o corruptos: una mejor valoración
en un tema «transversal» puede proporcionar a un partido o a un político una ventaja considerable
sobre sus competidores. «Un candidato que de otra forma podría haber ganado una elección puede
perder si los votantes que prefieren sus políticas encuentran sin embargo a sus oponentes más
atractivos en otros aspectos… Cuestiones que no tienen que ver con las políticas pueden
desestabilizar una competición electoral» (Enelow y Hinich 1984:89, I00). Como los votantes
ideológicos serán menos receptivos a una propaganda que contradiga sus preferencias políticas,
esta estrategia se dirigirá a atraer apoyos entre los votantes con pocos vínculos ideológicos o
partidistas.
Se ha señalado en ocasiones que la introducción de «temas transversales» en las estrategias
políticas tiene un efecto centrípeto sobre la competición —lo que los políticos ofrecen se
diferenciaría menos (Bogdanor 2007; Green 2007). El consenso político debería incrementarse si
todos quieren lo mismo respecto de los políticos y si la competición se limita a dilucidar quién lo
haría mejor. Sin embargo, sabemos que «temas transversales» pueden dar lugar a campañas
negativas muy virulentas —el descrédito absoluto del adversario en tema «transversal» se
convierte en el objetivo de la estrategia (Maravall 2008: cap. I).
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Ésta ha sido una experiencia habitual en la política
de muchas democracias. Estados Unidos ofrece
sasos paradigmáticos. Uno es la elección
presidencial de 1988, cuando George H. W. Bush
utilizó el caso de Willie Horton, un criminal
reincidente, contra Michael Dukakis. Otro, la
campaña de George W. Bush contra John Kerry en
2004 basada en acusaciones infundadas de falta
de patriotismo —un típico tema «transversal».
Otro más es la campaña de la extrema derecha
contra Barack Obama: primero fue acusado de ser
un musulmán infiltrado (liderando una estrategia
musulmana de hacerse con el poder), de falsificar
su nombre y de estar vinculado a la Muslim
Brotherbood, siendo culpable de alta traición;
después, de no haber nacido en Estados Unidos y
no ser por tanto un presidente legítimo;
finalmente, de tener como amigos a socialistas y
comunistas y ser «un firma creyente de la envidia
de clase».
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La política española también ha ofrecido ejemplos abundantes. La primera victoria electoral de José
Luis Rodríguez Zapatero, en 2004, se produjo tras un atentado terrorista que mató a 192 personas e
hirió a más de 1.700: fue acusado inmediatamente de conspiración con el terrorismo islámico para
desalojar al Partido Popular del poder. Cuando posteriormente Zapatero exploró la posibilidad de que
ETA abandonara la «lucha armada», como habían hecho los anteriores presidentes del gobierno el
presidente del PP, Mariano Rajoy, le acusó de «traicionar a los muertos», de que «si no hay bombas,
es porque ha cedido». En la campaña electoral de 2008, que concluyó con una segunda victoria de
Zapatero, Mariano Rajoy volvió a acusarle de complicidad con el terrorismo y de «romper España».
Las «campañas negativas» resultan más fáciles si los votantes tienen poca información y vínculos
políticos débiles. La política se convierte parafraseando a Harry Truman, en una cocina con un calor
insoportable: lo que importa es desacreditar a los adversarios como cómplices de terroristas,
degenerados morales, riesgos para la seguridad del país. El ruido y la furia de la propaganda
destructiva incrementan las dificultades para seleccionar a los mejores candidatos y para atribuís
responsabilidades genuinas por gestiones políticas pasadas. «Más democracia» significa en tal caso
restringir el espacio para campañas que abusan de la información limitada de los votantes. Y, por el
contrario, generar una mayor diversidad y una expansión de los conjuntos de oportunidades de los
individuos —es decir, de su selección cognitiva y de sus alternativas para optar (Ferejohn 1993).
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«Más» democracia depende entonces de que el poder esté dividido. De
que un partido político no disponga de un abrumador control sobre los
recursos económicos y sociales. Esa división es la mayor garantía de que
los ciudadanos dispongan de información política cuya manipulación
resulte dificultada por la propia fragmentación. En palabras de Holmes
(2003:50), ello significa «la multiplicación de grupos influyentes, la
organización pluralista del poder […] el contrapeso de muchas
parcialidades». Por esa razón la democracia italiana se degradó tanto bajo
Berlusconi, cuando el poder y los medios de comunicación se concentraron
de forma extrema en las manos de uno de los competidores. Pero porque
las elecciones no son simples rituales y tienen consecuencias sobre la
distribución del poder no-político, los períodos inter-electorales consisten
en un conflicto permanente, generalmente detrás de las bambalinas y
fuera de la visión de los ciudadanos, entre el gobierno, la oposición, los
medios de comunicación, el poder judicial y centros de poder económico.
Este conflicto repercute sobre la información que llega a los ciudadanos
acerca de la política —esa información, que puede afectar a los respaldos
electorales, constituye un habitual instrumento de presión sobre los
políticos.
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El conflicto por el poder tiene con frecuencia como foco a instituciones que se entienden
como independientes. Sin embargo, se hallan habitadas por individuos con intereses propios,
que disponen de recursos formidables que pueden usarse como armas políticas (Maravall y
Przeworski 2003). Una de esas instituciones es el poder judicial. Éste se ha convertido de
forma creciente en parte de estrategias de confrontación política, en especial cuando su
independencia no está asociada a su imparcialidad política. Algunos gobiernos pueden
utilizar a un poder judicial ideológicamente cercano para perseguir a la oposición; una
oposición impaciente, con escasas posibilidades de ganar unas elecciones en un futuro
previsible, puede utilizar a un poder judicial, a la vez amigo e independiente, para socavar al
gobierno. La judicialización de la política y la politización de la justicia pueden subvertir tanto
al Estado de Derecho como a la democracia. La política se convierte entonces en una lucha
feroz por contar con ese poder judicial «independiente» —una institución concebida para
proteger a los ciudadanos respecto de abusos del poder, no para resolver la competición
democrática arrojando a la prisión a los adversarios.
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Otra de tales instituciones son los medios de comunicación. La turbulenta relación entre
éstos y los políticos tiene una larga tradición en las democracias. Muchos políticos
suscribirían el famoso discurso que pronunció el 17 de marzo de 1931 Stanley Baldwin, el
primer ministro británico, llamando a los votantes a rebelarse contra el poder de los
medios de comunicación —«máquinas de propaganda para las políticas, los deseos, las
simpatías o antipatías en permanente cambio de dos hombres […] Lo que los propietarios
de estos medios pretenden es el poder, pero un poder sin responsabilidad —la
prerrogativa de las meretrices a través de los tiempos. De forma más acusada a partir de
los años treinta, ha sido usual que la prensa no sólo ejerza una abrumadora influencia
sobre las políticas que se llevan a cabo, sino que intente actuar como kingmaker —
poniendo y quitando gobernantes. Y que los políticos, por su parte, no sólo se resistan a
lo que Baldwin llamó «dictados de la prensa», sino que intenten que la prensa refleje la
mayoría política del momento.
Es difícil encontrar gobiernos y oposiciones que no hayan mantenido conflictos profundos
con los medios de comunicación. El canciller austriaco, Bruno Kreisky, se quejaba de que
un 80 por ciento de los medios estaba en contra suya, pero ello no le impidió mantenerse
en el poder desde 1970 hasta 1983, cuando se retiró sin ser derrotado electoralmente.
Andreas Papandreu en Grecia, François Mitterrand en Francia Felipe González en España
tuvieron serias confrontaciones con los medios en nombre de la democracia —con poco
éxito, lo que no fue óbice para que permanecieran en el poder durante períodos de I0, I4
y I3 años respectivamente.
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Un conflicto extremo fue el que mantuvo José María Aznar, quien al ganar las elecciones
españolas de 1996 a los socialistas con una mínima ventaja declaró que aquellos que
habían expresado dudas sobre su victoria iban a enterarse pronto de quién mandaba. Su
principal objetivo fue desmantelar un grupo de medios de comunicación de orientación
liberal-izquierdista —encuadrados en PRISA, que poseía El País, el periódico más leído en
España. Sin embargo, es el pluralismo de los medios, y no su dudosa independencia, lo
que puede proporcionar a los ciudadanos la dependencia, lo que puede proporcionar a
los ciudadanos la dependencia, lo que puede proporcionar a los ciudadanos la
información que necesitan para controlar a los políticos.
Para que los votantes puedan estimar los resultados agregados de la gestión de los
gobiernos, instituciones independientes pueden proporcionar información crucial y
ayudar a los votantes a coordinar su veredicto electoral. Estas instituciones son las
agencias que supervisan a los gobiernos, los sindicatos, los medios de comunicación, las
agencias estadísticas, los bancos centrales independientes y demás. Cada una tiene
intereses diferentes —lo que importa es que sean plurales y puedan contrastarse. Por
esta razón la democracia no es solamente un régimen que re-emerge cada cuatro o cinco
años, cuando se convocan elecciones. La supervisión inter-electoral y la división del poder
permiten, a lo largo de esos períodos, asegurar que las recompensas y sanciones sean
consecuentes —lo que constituye el corazón de la democracia electoral.
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(2) Limitaciones a la incertidumbre de los resultados
«Más» democracia depende de que el resultado de las elecciones permanezca incierto. Sabemos que las elecciones son
una condición necesaria, aunque no suficiente, para la democracia porque instilan en los políticos el miedo al veredicto
futuro de los ciudadanos —si existen alternativas políticas genuinas para sustituir a los gobernantes, si la oposición no es
un títere del gobierno, si los ciudadanos votan sin coerciones, si los resultados electorales no están escritos de antemano.
Las elecciones sólo operan como instrumento disuasivo respecto de abusos de poder si se dan esas condiciones. El
veredicto electoral siempre tiene un carácter incierto: incluso si los gobernantes son re-elegidos, pérdidas de voto pueden
servir de punto focal para que la oposición se movilice. Resultados anticipados por las encuestas pueden ser contradichos
por las urnas: sirvan como ejemplos la derrota inesperada de Thomas Dewey por Harry Truman en las elecciones
presidenciales de 1948 en Estados Unidos; las elecciones británicas de 1970, 1974 y 1992; las elecciones alemanas de
2002; o las elecciones españolas de 1993 y 2004.
Una razón por la que las elecciones constituyen siempre un riesgo para los gobernantes es que no pueden conocer con
seguridad los criterios que van a guiar el veredicto de los votantes. Esta incertidumbre refleja la libertad de los ciudadanos
a la hora de decidir. Los políticos no pueden fijar esos criterios, por mucho que lo intenten estrategias de «enmarcar»
(fragming) y de «enfatizar» (priming) los temas sobre los que gire una campaña electoral. Los políticos desconocen el
umbral de bienestar que utilizarán los ciudadanos como regla de voto —José María Aznar no podía anticipar que los
votantes españoles le fueran a castigar por engañarles respecto del ataque terrorista del II de marzo de 2004, en vez de
premiar-le por una tasa anual de crecimiento económico de 3,2 por ciento. Esta incertidumbre de los políticos facilita su
control por parte de los ciudadanos —les obliga a mantenerse alerta hasta el final. Votantes y políticos son las partes de
una peculiar relación de agencia en la que el agente (el político) no sabe bien qué es lo que satisfará al principal (el
electorado).
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Así que los políticos buscan pistas de forma infatigable —por lo general, escudriñando encuestas que
puedan revelar la incidencia en la opinión pública de datos económicos o de casos de corrupción. Les
inquieta la evidencia inconsistente que proporcionan datos agregados o individuales (encuestas); las
variaciones existentes a lo largo del tiempo y entre países. ¿Por qué razón ganó Adolfo Suárez las
elecciones en 1979, en medio de una profunda crisis económica? ¿Por qué sobrevivió Felipe González en
1993, con una caída del Producto Interior Bruto (PIB) de -0,2 por ciento y un desempleo de 22,8 por
ciento, pero colapsó en cambio Zapatero en 2011 con tasas parecidas? ¿Por qué ganó Gerhard Schröder
las elecciones alemanas de 2002 con una economía estancada —con una evolución anual del PIB de 0,0
por ciento? ¿Por qué perdió Jacques Chirac las elecciones francesas de 1988 o John Major las británicas
de 1997, con tasas anuales de crecimiento del PIB de 4,6 y 3,0 por ciento respectivamente? Los votantes
pueden guiarse por criterios distintos a los económicos al juzgar a un gobierno al final de su mandato.
Si examinamos las condiciones económicas cuando los gobiernos fueron derrotados en las urnas en 131
ocasiones de 359 elecciones en 21 democracias parlamentarias de la OCDE desde 1945, el PIB crecía en
promedio a una tasa anual de 2,2 por ciento y la tasa de desempleo se situaba, también en promedio,
en un 5,9 por ciento de la población activa. Los promedios generales en ambos casos fueron, para todo
el período, 2,7 y 5,5 por ciento. Es decir, a primera vista las condiciones económicas no se habían
deteriorado apreciablemente cuando los votantes decidieron castigar a los gobiernos.
Analicemos con más atención esta relación entre la economía y la supervivencia en el poder de los
gobiernos democráticos. Utilizo para este análisis de supervivencia una regresión Cox de probabilidad
parcial, que estima el riesgo relativo de perder el poder. Cuanto más elevada sea la función de riesgo,
mayor será dicho riesgo. El Cuadro I.I del Anexo 2 ofrece los resultados de la regresión.
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La gestión económica tuvo sólo efectos limitados sobre la vulnerabilidad política de los gobiernos. Si la tasa
media de crecimiento económico en los últimos dos años se redujo en un punto, el riesgo de que el partido en
el gobierno saliera del poder aumentó en un 4,2 por ciento. Un punto de crecimiento en la tasa de paro
incrementó dicho riesgo en un 2,7 por ciento. Por tanto, los efectos de las condiciones económicas sobre las
probabilidades de permanecer en el poder o de perderlo fueron bajos. En muchos casos, los gobernantes
perdieron cuando las condiciones económicas fueron buenas o ganaron cuando fueron malas. En buena parte la
política fue decisiva —es decir, la capacidad de los gobernantes de generar confianza en el futuro, de que se les
atribuyeran méritos y se les exonerara de culpas.
El Gráfico I.I muestra cuál fue el efecto neto del crecimiento económico sobre la función de riesgo atendiendo a
los años en el gobierno. Mantengo las otras variables constantes en sus valores medios. Existieron sin duda
diferencias según que el crecimiento fuera nulo o elevado, pero no abrumadoras. Esas diferencias pueden no
bastar para eliminar incertidumbres a los políticos
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Sabemos que, con cierta frecuencia, unos partidos han permanecido largo tiempo en el poder. Esto ha
servido para percibir que una «casta» de políticos se adueñaba de la representación —para considerarlo
como un indicador prima facie de que, en tales casos, las elecciones no eran libres ni transparentes.
Przeworski (2010) ha mostrado que la alternancia de los partidos en el poder constituye sin embargo un
fenómeno reciente en las democracias. Incluso tras 1945 los votantes apenas significaron una amenaza
para los partidos en los gobiernos: solos o en coalición se mantuvieron en el poder durante casi medio
siglo en Italia (la Democracia Cristiana DC), en Japón (el Jiyu-Minshu-to (LP/LDP)); en Luxemburgo (el
Parti Social Chrétien/Chrëschtlech Sozial Vollekspartie (PSC/CSV)); en Bélgica (el Christelijke Volkspartij
(CVP)). Y si examinamos las 359 elecciones celebradas en las 2I democracias parlamentarias de la OCDE
desde 1945, el partido en el gobierno ganó 228 de todas ellas (un 63 por ciento).
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Es cierto, sin embargo, que la rotación en el poder tiene una connotación de auto-gobierno de los ciudadanos —de su
capacidad para librarse de sus gobernantes, para controlar la delegación de poder que la representación implica. Si
atendemos al Gráfico I.2, a partir de un cierto momento, una larga ocupación del poder por un partido incrementó la
insatisfacción con la democracia. A partir de I5 años de permanencia, la insatisfacción empezó a crecer. La línea
discontinua muestra la evolución de los más insatisfechos; la línea continua, la evolución de la suma de todos aquellos
que se hallaban insatisfechos en diferente grado.
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¿Cómo podemos entonces definir la incertidumbre y la libertad de unas elecciones cuando no existe
rotación en el poder? Es cierto que en Italia los votantes, ayudados por los jueces de Mani Pulite,
acabaron en 1994 con partidos que habían sobrevivido en el poder mediante un sinfín de maniobras de
coaliciones y sottogoverno, cómplices en el abuso del poder. En Japón, la oposición socialista disfrutó de
un breve período en el poder, como miembro menor de una coalición entre 1994 y 1996; finalmente, el
principal partido de la oposición, el Minshutô (DPJ) sustituyó al LDP en el gobierno en las elecciones de
2009. En Bélgica y Luxemburgo, los partidos conservadores hubieron de compartir el poder con sus
rivales socialdemócratas en frecuentes ocasiones. Pero Italia y Japón eran democracias antes de que
tuvieran lugar estas rotaciones en el poder. ¿Qué quiere decir, por tanto, que en las democracias los
resultados electorales conllevan incertidumbre?
Entiendo que largas permanencias en el poder no indican que las elecciones están manipuladas si el
poder está dividido. Es decir, si los gobernantes no controlan a los medios de comunicación, al poder
judicial, a los centros de poder económico o a los sindicatos. Las elecciones sólo son democráticas
cuando el poder está dividido, no monopolizado por el partido gobernante; cuando la oposición no se
halla sojuzgada y acepta libremente el resultado de las elecciones.
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Si bien las elecciones democráticas representan un riesgo para los gobernantes, su resultado raras veces
es cuestionado. Si los perdedores aceptan la derrota, esto debería expresar que las elecciones han sido
libres y limpias. Unos políticos aceptan abandonar la sede del gobierno, u otros esperan a la siguiente
oportunidad de entrar. Cuando Edward Health perdió de manera inesperada las elecciones británicas de
febrero de 1974 frente a Harold Wilson, se limitó a gruñir con frustración «¡Ese hombrecillo…!» (That Little
man…!). Resistencias duras y prolongadas a aceptar la derrota generan sospechas de que algo no funciona
en esa democracia: por ejemplo, el rechazo de los resultados electorales por Andrés López Obrador en
México, tanto tras la victoria presidencial de Felipe Calderón en 2006 como tras la de enrique Peña Nieto
en 2012.
Que el poder esté dividido es, por tanto, una condición básica para que la competición electoral sea
genuinamente democrática y para que subsistan incertidumbres sobre ganadores y perdedores. Esa
división protege a la oposición de intentos del gobierno de subordinarla; evita también que grupos de
intereses no-políticos socaven o dirijan a los gobiernos democráticos. Holmes (2003) tiene razón cuando
señala que la división de los «poderes fácticos» constituyen el fundamento del Estado de Derecho: cuando
ningún grupo puede prevalecer de forma indefinida y todos los grupos aceptan que la defensa de sus
intereses se realice a través de las instituciones de la democracia. Ésta es una garantía de la democracia: la
certidumbre acerca de las reglas y la incertidumbre acerca de los resultados.
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(3) La usurpación de la voz del pueblo
«Más» democracia significa que el veredicto electoral de los ciudadanos no es usurpado por los
políticos. En unas elecciones, los votantes pueden seleccionar representantes que reflejen como un
espejo la composición de la sociedad o, por el contrario, librarse de malos gobernantes. Este significado
doble de las elecciones tiene una larga historia. Para John Stuart Mill (1861:146,151), «en una democracia
realmente igualitaria, todas la secciones o cualquiera de ellas debe estar representada, no de forma
desproporcionada sino proporcionada […] Constituye una parte crucial de las democracias que las
minorías estén adecuadamente representadas. Ninguna democracia real, excepto cuando sólo no
sucede». Las elecciones deben conducir, de acuerdo con esta concepción, a representantes que sean una
muestra estadística de la población, que reflejen la composición de ésta. Cuotas electorales para mujeres,
grupos étnicos o religiosos responden a esta preocupación acerca de quiénes son los representantes, más
que a una preocupación por lo que hagan.
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La concepción opuesta es que las elecciones deben permitir a los ciudadanos librarse de malos gobernantes.
Entiende que la representación proporcional dificulta el castigo electoral porque incrementa el número de
partidos en el Parlamento y tiende a generar gobiernos minoritarios o multipartidistas —es decir, porque
aumentan mucho los problemas de atribución de responsabilidades y facilitan la supervivencia de los
gobiernos moldeando nuevas coaliciones. Por esta razón, Popper (1988:28) argumentó que, al revés de lo que
sucede con reglas mayoritarias y gobiernos monopartidistas, bajo reglas de representación proporcional y con
gobiernos de coalición «la gente se acostumbra a que no se pueda realmente exigir responsabilidades por sus
decisiones a ninguno de los partidos políticos o a sus dirigentes, puesto que pueden haber sido forzadas por la
necesidad de formar una coalición». Sin embargo, el control democrático de los políticos depende de que a los
ciudadanos les sea posible atribuir responsabilidades y echar a malos gobernantes.
A lo largo del tiempo, las reformas institucionales han conducido a un predominio extenso de los sistemas de
representación proporcional. Éstos han incrementado los menús de opciones electorales para los votantes, con
un mayor número de partidos que podrían ocupar un lugar al sol en el Parlamento.
Desde este punto de vista, sí aumenta la libertad de elección. El problema radica en qué pasa después. Porque
sí sucede que los gobiernos de coalición proporcionan mayor autonomía a los políticos respecto de los votantes
(Maravall 2010: 87-97). De las 2I democracias parlamentarias de la OCDE entre 1945 y 2006, los partidos de los
primeros ministros perduraron en el poder 8,8 años como promedio bajo sistemas proporcionales, frente a 5,9
años bajo sistemas mayoritarios. Con los sistemas proporcionales, los primeros ministros perdieron el poder
debido a una derrota electoral en 95 ocasiones (un 39 por ciento de los casos), y en I43 debido a decisiones noelectorales de otros políticos —de su propio partido o de socios de su coalición. Con los sistemas mayoritarios,
los primeros ministros fueron remplazados en el gobierno por derrotas electorales en 36 ocasiones (un 56 por
ciento de los casos) y en 28 por decisiones de políticos de su propio partido.
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José María Maravall
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Con los sistemas proporcionales, los primeros ministros perdieron el poder debido a una derrota electoral
en 95 ocasiones (un 39 por ciento de los casos), y en I43 debido a decisiones no-electorales de otros
políticos —de su propio partido o de socios de su coalición. Con los sistemas mayoritarios, los primeros
ministros fueron remplazados en el gobierno por derrotas electorales en 36 ocasiones (un 56 por ciento de
los casos) y en 28 por decisiones de políticos de su propio partido.
Por tanto, no son sólo los ciudadanos los que deciden sobre la continuidad o el cambio de los primeros
ministros sino también los políticos. Podría argumentarse que estos políticos simplemente sustituyen a un
primer ministro «quemado» e impopular soltando lastre en interés del partido o de la coalición cara al
veredicto de los votantes en las siguientes elecciones. Así, el propósito de evitar una derrota electoral del
Partido Conservador británico en 1992 explicaría la sustitución de Margaret Thatcher por John Major —
una estrategia de «chivo expiatorio». Si ello fuera así, se respetaría el poder disuasivo de que disponen los
votantes frente a los políticos en las democracias. Pero para que esta interpretación fuera convincente, los
políticos habrían de compartir los criterios de los votantes para premiar o castigar a los gobiernos. Existe,
sin embargo, evidencia empírica comparada de que ello no es así (Maravall 2007: 923-934).
El Cuadro I.2 del Anexo 2 muestra que, para el conjunto de gobiernos desde 1945, el riesgo de que una
conspiración acabara con el primer ministro aumentaba claramente si los gobiernos eran coaliciones y no
de un solo partido . El incremento era fuerte: un 25,1 por ciento. Si tenemos en cuenta a ambos tipos de
gobierno el riesgo era también mayor cuando la economía crecía .
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Ello sucedió tanto más en las coaliciones. El Gráfico I.3 compara los gobiernos de coalición y los
monopartidistas. Se trata de una simulación de los efectos del crecimiento económico sobre los riesgos de
perder el poder por una conspiración, no por unas elecciones. En ambos tipos de gobierno, el crecimiento
aumenta la función de riesgo —es decir, estimula las ambiciones de los políticos conspiradores. Pero en los
gobiernos de coalición el efecto es sensiblemente superior.
Es cierto que el apoyo electoral de los gobiernos de coalición (sumando el de todos los partidos que los
componen) fue en promedio superior al de los gobiernos monopartidistas —un 56,3 por ciento del
electorado, frente a un 43,2 por ciento. Pero la representación proporcional que conduce a gobiernos de
coalición facilita que la democracia representativa se convierta en un dominio casi exclusivo de los
políticos, en un sistema donde los votantes votan periódicamente pero apenas deciden. Ejemplos han
existido sobre todo en la Cuarta república francesa, en la política de Bélgica, Finlandia, Islandia, Luxem.
Respecto de este último país, Pasquino (1994: 24-25) ha escrito que los partidos en el gobierno parecieron
expropiar a los votantes de su influencia política, haciendo y deshaciendo gobiernos en todos los niveles
con muy poco respeto a los resultados electorales […] La formación, y sobre todo la caída, de los gobiernos
italianos fue siempre el resultado de luchas entre facciones. Las crisis de los gobiernos no fueron un
resultado de la victoria de la oposición.
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Por cada punto de crecimiento del PIB el riesgo aumentaba en un 4,6 por ciento. Por el contrario, si
aumentaba el desempleo, se reducía dicho peligro de ser relevado por políticos del propio partido o de la
coalición en el poder. Por cada punto de crecimiento del desempleo, el riesgo se reducía en un 6,6 por
ciento.
La explicación más plausible radica en la ambición de los conspiradores: se contenía si una derrota en las
siguientes elecciones era más probable debido a las malas condiciones de la economía; se desencadenaba
tal ambición si unas buenas condiciones económicas podían conducirles a una victoria electoral tras
relevar al actual primer ministro.
Si comparamos estos resultados con el Gráfico I.I y con el Cuadro I.I del Anexo 2, la contradicción es
patente. Cuando la economía creció, los votantes tendieron a premiar al primer ministro y los partidos
siguieron en el gobierno. Pero en tales condiciones aumentaron los riesgos de que el primer ministro fuera
sustituido tras una conspiración por otro político —es decir, a ser castigado por sus compañeros. Los
intereses de los votantes y los de los políticos parecen haber estado en clara oposición. Si ello sucediese,
estas distintas reglas de conducta política socavarían los incentivos de la representación y significarían una
usurpación de la voz del pueblo en las democracias parlamentarias .
Ello sucedió tanto más en las coaliciones. El Gráfico I.3 compara los gobiernos de coalición y los
monopartidistas. Se trata de una simulación de los efectos del crecimiento económico sobre los riesgos de
perder el poder por una conspiración, no por unas elecciones. En ambos tipos de gobierno, el crecimiento
aumenta la función de riesgo —es decir, estimula las ambiciones de los políticos conspiradores. Pero en los
gobiernos de coalición el efecto es sensiblemente superior.
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La Democracia Cristiana se mantuvo en el poder durante 48 años, pese a que su voto se redujera desde un
48,5 por ciento en 1949, con Alcide de Gaspari, hasta un 33,8 por ciento 1988 con Giovanni Goria. Si
atendemos a la política belga, el Christelijke Volkspartij (CVP) sobrevivió en el poder durante 42 años,
primero como partido unido al Parti Social Chrétien (PSC), su rama valona, y después separados ambos —
tras la escisión del PSC en 1968
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Pero, tras dicha escisión, el primer ministro contaba solamente con un partido respaldado por el 16,8 por
ciento de los votos (con Jean-Luc Dehaene) para negociar una coalición con otros partidos —frente al 46,5
de que disponía en 1958 Gaston Eyskens cuando el CVP y el PSC formaban un solo partido. Ello no fue
obstáculo para que el CVP sobreviviera ininterrumpidamente en el poder mediante permanentes
coaliciones negociadas entre políticos.
Esta mayor autonomía de los políticos respecto de los votantes y estos cambios de gobierno por razones
distintas a las que guían las decisiones de los votantes no ha sido obstáculo para que una reivindicación
bastante popular haya sido incrementar la proporcionalidad de los sistemas electorales. En tal caso, se
optaría por una representación que funcionase como un espejo de la sociedad frente a una representación
sensible a los intereses de los ciudadanos por la disuasión de un castigo electoral.
Por ejemplo, entre las reivindicaciones fundamentales del movimiento español de los «indignados»,
surgido en 2011 (movimiento del 15-M) y que ejerció considerable influencia en otros países, figuraba la
«modificación de la Ley Electoral para garantizar un sistema auténticamente representativo y proporcional
que no discrimine a ninguna fuerza política ni voluntad social, donde el voto en blanco y el voto nulo
también tengan su representación en el legislativo» (documento de Democracia Real, Ya). Con
independencia de cómo podrían tener presencia en el Parlamento el voto en blanco y el voto nulo, lo que
se reclamaba era un lugar al sol mucho más incluyente, unos gobiernos consistentes en coaliciones de
gran número de partidos y con escasa capacidad decisoria, unas condiciones mejores para que los
representantes disfrutaran de autonomía, una dificultad muy grande para que los votantes pudieran echar
a un
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gobierno. Una versión extrema de John Stuart Mill y un rechazo absoluto de Karl Popper.
Sin embargo, el peligro de que «la voz del pueblo» sea usurpada por los políticos preocupa a los
ciudadanos por razones aparentemente diferentes a que la representación no refleje la composición de la
sociedad. Eso indican los Eurobarómetros de 2.I democracias parlamentarias de la OCDE: la satisfacción
con la democracia se incrementaba en los sistemas mayoritarios, controlando por el promedio de
crecimiento del PIB durante dos años, la inflación y el desempleo. El modelo explica un 14,5 por ciento de
la variación en la satisfacción. Los resultados figuran en el Cuadro I.3 del Anexo 2. Como puede advertirse,
las cuatro variables son estadísticamente significativas y la que ejerce una mayor influencia en la
satisfacción es la diferencia entre un sistema mayoritario y uno proporcional. La opinión pública, según
estos resultados del análisis de los Eurobarómetros, resulta ser más popperiana que los movimientos de
protesta que reclaman una mayor proporcionalidad.
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(4) La hostilidad respecto de los partidos
Tal vez la institución democrática vista de forma más crítica por los ciudadanos hayan sido los partidos
políticos. Sabemos que a lo largo de la historia de la teoría democrática fueron considerados como
organizaciones fraccionales, lejanas de lo que se entendía como «bien común». Sólo cuando se aceptó que
el consenso no podía constituir el fundamento de las decisiones de gobierno, que en las democracias los
intereses de los ciudadanos eran inevitablemente heterogéneos, los partidos políticos pasaron a ser
entendidos como instrumentos imprescindibles para la representación y la competición política. Esta
concepción de los partidos tuvo una primera expresión en Burke ([1770] 1990: 37): «Un partido político es
un conjunto de hombres unidos para promover, mediante su trabajo conjunto, el interés nacional sobre la
base de algún principio particular acerca del cual todos están de acuerdo». Es decir, desde esta
interpretación la representación parcial de intereses particulares promovía el interés general, no lo
socavaba.
Así se ha organizado la democracia a lo largo de casi dos siglos. No es concebible la democracia
representativa sin partidos políticos. La Constitución española de 1978 declaró que «los partidos políticos
expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son
instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres
dentro del respeto a la Constitución y a la Ley. Su estructura interna y su funcionamiento deberán ser
democráticos». Esta concepción era ampliamente compartida por los ciudadanos: el «deber ser» y el
«ser» se solapaban. Así, en julio de 1980, un 92,0 por ciento de los ciudadanos opinaban que «los partidos
son necesarios para la democracia» (Centro de Investigación Sociológicas, estudio I.237).
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Tras 30 años de experiencia de la democracia, la
concepción ingenua de los partidos se había
desencantado. En noviembre de 2010, un 78,8 por
ciento de los ciudadanos seguía compartiendo esa
opinión, pero los que estaban «muy de acuerdo» sólo
representaban un 20,0 por ciento. A la vez, un 55,1
por ciento creía que «los partidos políticos sólo sirven
para dividir a la gente» (Centro de Investigaciones
Sociológicas, estudio 2.353). Es posible que ello
reflejase el cierre organizativo que los partidos
políticos practicaron en esos años, sus prácticas
burocráticas y clientelistas, sus listas electorales
cerradas, bloqueadas y elaboradas lejos de los
votantes, sus políticas internas opacas y
aparentemente guiadas por intereses de poder, la
sustitución de ideas por palabras en sus discursos. El
diagnóstico que a comienzos del siglo XX realizó
Michels ([1911] 1962:334) siguió siendo relevante:
«en los partidos democráticos de hoy día los grandes
conflictos entre puntos de vista distintos se refieren
cada vez menos a las ideas […] y degeneran cada vez
más en luchas personales […] Los esfuerzos que
realizan para encubrir disensiones internas con un
velo piadoso son el resultado inevitable de unas
organizaciones basadas en principios burocráticos».
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Jose María Maravall
Este texto es la transcripción del capitulo, del libro las Promesas Politica, Problemas de las
democracias electorales , de José María Maravall, impreso en la editorial Galaxia Gutemberg.
Pontevedra, 25 de Octubre de 2013
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