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Damián Martel
La enigmática revelación de la luz
Δ
Israel Rodas
Capítulo I
El teléfono móvil de la doctora Adams empezó a timbrar pero ella, solo lo miraba sin atreverse a contestarlo. Dudaba
en responder, porque se encontraba, justo en ese momento, disfrutando de sus vacaciones. Y como a cualquier otra
persona en las mismas circunstancias, no le hacía ninguna gracia recibir llamadas; menos, si éstas eran de trabajo.
Adivinaba que el motivo de la llamada, no era precisamente para darle buenas noticias, sino todo lo contrario. Un
sentimiento de frustración se apoderó de ella, porque se daba cuenta que aun estando a miles de kilómetros de
distancia, le era imposible eludir la fastidiosa rutina que la aguardaba de vuelta a casa. Presentía que al momento de
tomar la llamada, todo ese sueño infantil de comenzar otra vez, desde cero, ahí mismo donde se encontraba, se
esfumaría irremediablemente. De unos meses a la fecha, le había dado por imaginar cómo sería su vida en otro lugar,
rodeada de gente desconocida. Sin embargo, el sonido del teléfono le recordaba que su realidad, distaba mucho de
sus fantasías. De cualquier forma, Intentaba, con mucho esfuerzo, serenarse; pues no tenía más remedio que aceptar
los inconvenientes inherentes a su profesión. No era nada nuevo, lo supo desde el día que decidió matricularse en
Medicina, a pesar de que a ella, lo que realmente le interesaba, era la arquitectura. Pero, como en muchas otras
ocasiones, su decisión había obedecido más a la demandante presión que sus padres ejercían sobre ella, que a su
propia voluntad, en todos los asuntos relacionados a su futuro. Pese a todo, en ese momento, no tenía más remedio
que tomar la llamada pronto, antes de que el teléfono dejara de timbrar.
En medio de un desatinado conflicto interno y una inusitada rebeldía de no querer cumplir con sus obligaciones,
desde lo más profundo de su conciencia, una vocecilla, que al principio era intermitente, empezó a resonar con
mayor sonoridad hasta llegar a ser, incluso, más incómoda y constante que el mismo timbre del teléfono. Era la voz
del deber la que le hablaba, y sabía que podía ignorar todas las demás voces, menos ésta. Quiso entonces poner en
práctica el ejercicio de meditación que aprendió el día anterior, y tomó una honda inhalación, para luego, del mismo
modo, exhalar. Para su mala fortuna, se percató de que ese ejercicio de respiración relajante, únicamente funcionaba
si estaba en posición de flor de loto, escuchando las olas del mar y contemplando el amanecer sobre la suave arena;
en cambio, no surtía ningún efecto positivo si estaba en un cuarto de hotel acompañada de un teléfono que no paraba
de sonar. Trató de relajarse una vez más, respirando y exhalando profundamente. Finalmente, aunque todavía
desilusionada, tomó el teléfono e hizo su mejor esfuerzo para emular un tono de voz que sonara lo más gentil posible.
– Diga –dijo, secamente, casi con enfado. Y de inmediato, pasó por su mente la idea de que no le habían servido de
nada las clases de meditación que había tomado recientemente–.
– ¿Doctora Adams? –preguntó una voz un tanto titubeante–.
– ¿Y quién más podría ser, la reina de Inglaterra? –respondió, sin poder disimular el tono sarcástico que le había
salido casi sin querer. Se sintió un poco mal en ese momento, pero ya era tarde para arrepentirse.
– Usted siempre tan simpática –bromeó el Director del hospital, en tono paternal–.
– Lo siento –suavizó la voz hasta que se convirtió en una tonada inofensiva–. Es solo que me la he pasado tan bien
en los últimos días, que no quisiera tener contacto con nada que tuviera que ver con el trabajo. Como usted sabe,
este viaje es muy importante para mí… Lo he venido planeando desde hace ya varios meses y todo está saliendo
tal y como lo había imaginado…. Ayer, por ejemplo, me inscribí a un curso de meditación y no sabe, doctor Olivier,
lo vigorizante que es hacer yoga en la playa; ahora mismo me estoy alistando para mi segunda sesión… Creo que
finalmente, empiezo a sentirme mejor luego de varios meses difíciles; ya sabe, lo de mi divorcio… Y también lo
de… –Súbitamente, se dio cuenta de que estaba divagando, y dedujo, en un segundo, que nada de lo que dijera
podría cambiar el rumbo de las cosas. Así que mejor guardó silencio, para resignadamente enterarse del motivo
de la llamada. Soltó un largo suspiro y sintió que sus ojos se le llenaban de lágrimas. No tuvo más remedio que,
en silencio, hacerse la promesa de volver–.
– ¿Hola?... ¿Doctora Adams?... ¿Está usted bien?
– Me va usted a pedir que vuelva porque hay una emergencia, ¿no es así, doctor Olivier? –comentó, sin emoción–.
– No es solo una emergencia. Es un caso… único –aclaró el Director del hospital, en tono condescendiente–.
– ¿De qué se trata? –y de manera casi autómata, se empezó a quitar sus cómodas sandalias y las remplazó por un
par de tenis que estaban debajo de la cama. También removió de su muñeca derecha, una pulsera que había
comprado la noche anterior, y en su lugar, se colocó el anticuado reloj de pulso que usaba a diario.
– Doctora Adams –dijo el doctor Olivier– ¿Ha escuchado o leído algo sobre Damián Martel?
– ¿El tipo que de vez en cuando aparece en las revistas de famosos, casi siempre envuelto en algún escándalo?–
respondió, un tanto extrañada y sin tener completamente claro por qué estaban hablando de él.
– Sí, ese mismo. Veo que sabe usted algo de “celebridades” –comentó el doctor Olivier, en tono familiar–. Pero
bueno, ese no es el tema. El tema es que Damián Martel ingresó al hospital esta misma mañana. Al parecer, se
cayó de su bicicleta, y aunque no tiene daños de consideración, parece que se trata de un caso de pérdida temporal
de la memoria, de acuerdo con lo que los paramédicos me reportan; pero con matices un tanto extraños… como
de anosognosia.
– ¿Está usted seguro? –preguntó la doctora Adams, con tono de desencanto mientras doblaba y empacaba el
vestido blanco que pensaba ponerse esa noche. Ese mismo vestido que su ex marido detestaba–.
– En este preciso momento, tengo en mis manos el expediente que me hicieron favor de levantar los paramédicos
que lo atendieron –dijo el doctor Olivier, compasivamente, como si se sintiera mal por arruinarle sus vacaciones
–. Ana –cambió de tono por uno más familiar–, Damián Martel está sedado ahora mismo, pero no sabemos hasta
cuándo lo vamos a poder tener así. Ya hay varios reporteros allá afuera que no dejan de hacer preguntas absurdas,
y una chica que dice ser su novia, nos pide que le demos detalles de su estado de salud. Y es que como te mencioné,
él físicamente está bien, pero lo de la pérdida de la memoria…Ya sabes, son políticas del hospital; y en estos
asuntos, es la jefa del departamento de Neurología, o sea tú, quien debe responder del caso; especialmente,
tratándose de él... No sé qué decirle a esa gente. Tú, mejor que nadie, sabes que no todos los días llegan al hospital
personajes como él, y créeme, los reporteros de chismes son más irritantes de lo que cualquiera se pudiera
imaginar. Yo no tengo nada que decir sobre la vida privada de mis pacientes… Encima, no estoy acostumbrado a
las celebridades…. San Francisco no es como Los Ángeles. Aquí no tenemos promociones en cirugías plásticas y
por eso ningún famoso nos vista –concluyó en tono desenfadado, intentando, por lo menos, arrancarle una
sonrisa–.
– Tomaré el próximo vuelo. Estaré en el hospital lo más pronto posible –respondió la doctora Adams, seria y
resignadamente, al par que se aseguraba de no olvidar nada en el cuarto de hotel. Su vocación y ética profesional,
tenían prioridad sobre cualquier playa paradisiaca. De lo que no estaba completamente segura, era de esa
sensación que le provocaba el hecho de que el paciente en cuestión, fuera Damián Martel. Lo que había oído de
él, más que emocionarla, la angustiaba un poco. Era, en verdad, un caso muy particular al que se enfrentaría a su
vuelta–. Hasta pronto –dijo, con un ligero toque de simpatía. Levantó su maleta del piso y se encaminó a la salida
de la habitación, no sin antes asegurarse, que todas las luces del cuarto estuvieran apagadas–.
Capítulo II
Damián Martel se convirtió en lo que la gente llama una “celebridad” por pura casualidad; o fatalidad, como se le
quiera ver. En realidad, él nunca hizo, al menos deliberadamente, algo para merecerse ese título. Jamás actuó ni
participó en ninguna película, tampoco compuso la partitura de una sola canción, y mucho menos, escribió algo
parecido a un poema. Su salto a la fama se lo debía a una serie de acontecimientos fortuitos. Su padre había sido el
fundador y director general de una agencia de publicidad cuyo éxito era incuestionable a nivel mundial. Motivo por
el cual, prácticamente desde niño, había tenido contacto con todo lo relacionado a la farándula y a la Socialité. Su
primera aparición en una revista de celebridades, siendo todavía muy joven, fue producto de un amorío que había
sostenido con una modelo debutante de la cual se tenían grandes expectativas dentro del mundo de las pasarelas.
Sin embargo, un par de semanas después de haber terminado su relación –si a eso se le podía llamar relación– con
Damián Martel, inexplicablemente y sin un motivo claro, comenzó a dar de tumbos por la vida, hasta que en una
ocasión, fue arrestada en Los Ángeles por conducir a exceso de velocidad, llevando dentro de sí, el suficiente alcohol
como para embriagar a cinco bandas británicas de rock. La noticia salió en la televisión y fue un gran escándalo
durante días, pero Damián Martel nunca comentó nada, públicamente, al respecto. Sin embargo, cada que el
bochornoso incidente era mencionado en algún programa de chismes, su nombre siempre salía a relucir. Ciertamente,
no había sido la mejor manera de alcanzar la fama, pero así fue cómo empezó a figurar entre las celebridades,
despertando de inmediato una insana curiosidad de la prensa sensacionalista sobre su persona. Meses más tarde de
su debut en el mundo de la farándula, se le vio acompañado de una de las cantantes más reconocidas del Reino Unido,
paseandocariñosamente en un centro comercial de SanFrancisco; suceso que, irremediablemente, suscitó la atención
de la media y trajo como resultado que los paparazis volvieran nuevamente a su vida. De tal suerte que, una o dos
veces al año, aparecía en alguna página de alguna revista de sociedad o de chismes de famosos, y claro, la prensa era
implacable con él porque nunca participaba de sus tonterías ni intentaba ser siquiera medianamente amable con
ellos, y eso, por supuesto, los hacía rabiar.
Por otra parte, Damián Martel parecía ser indiferente a todo lo que de él se decía; fuera bueno o malo, nada en
absoluto lo alcanzaba siquiera a rozar. Desde su infancia, había experimentado en carne propia la parafernalia del
“show business”, debido a que, a menudo, acompañaba a su padre a los estudios de grabación o alguna locación donde
se estaban rodando comerciales o anuncios publicitarios. Llamaba la atención de todos, el hecho de que siendo
todavía un niño, pusiera tanta atención a los detalles que su padre le indicaba con respecto a su trabajo. Así, a la
edad de veinticinco años, y obligado por la inesperada pérdida de sus padres, se tuvo que hacer cargo de la no fácil
tarea que suponía dirigir una empresa de esas dimensiones. Y la transición entre ser el hijo que escucha, al jefe que
piensa y ordena, no le fue complicada en absoluto. La agencia publicitaria siguió funcionando como si nada hubiera
pasado y su camino ascendente continuó con el mismo impulso de siempre. Desde pequeño, tenía muy en claro que
una cosa era lo que salía en la televisión, y otra muy diferente, la vida real. Lo había aprendido desde niño y sabía que
algún día, su trabajo sería crear, para el público en general, una ilusoria realidad de la vida misma. De hecho, era una
especie de genio en el terreno de la mercadotecnia y la publicidad, y tal vez por eso, trataba siempre de mantener su
vida privada al margen de todo lo surreal que él mismo inventaba como parte de sus campañas publicitarias para
revistas o televisión.
Algunos de sus clientes más frecuentes desde que su padre vivía, eran compañías refresqueras o corporaciones
gigantescas que gastaban millones de dólares en publicidad cada año. De su agencia, salían también documentales
y campañas promocionales de fundaciones que se dedicaban a la conservación del planeta o a la promoción de causas
sociales y lúdicas. Sumado a todo esto, había hecho comerciales con muchos de los actores y actrices más cotizadas
de la industria fílmica, así como con importantes empresarios y reconocidos deportistas, con quienes de vez en
cuando, establecía una amistosa relación al margen de lo laboral. En algunos otros casos, cuando las cosas se daban,
surgía un fugaz romance.
La última serie de comerciales que había hecho para una marca de autos, había causado tal revuelo en la media, que
provocó que todavía más marcas de renombre lo buscaran para trabajar en conjunto. Ya su padre se había ganado un
prestigioso lugar en el mundo de los medios de comunicación masiva, ahora él, se empezaba a ganar, con trabajo y
esmero, el suyo propio.
Era meticuloso y siempre estaba al tanto de todos los detalles de la producción de sus comerciales; desde el rodaje,
la edición, el casting y hasta el vestuario. Era, en pocas palabras, todo un profesional. El único detalle inconveniente
y razón por la que era tan perseguido –y a veces hasta asediado–, era esa mala fama que le había hecho la prensa
amarillista. Fama que, por cierto, se la tenía bien ganada. En una de las últimas notas sobre su persona, que había
publicado una revista londinense, se le veía acompañado de Siena Mayer, la glamurosa actriz inglesa, cenando en un
lujoso restaurante cuya terraza habían reservado solo para ellos dos. Nunca se imaginaron que una adolescente
flemática que cenaba en la planta baja, burlaría el cerco de seguridad que conducía a la terraza, para luego
fotografiarlos a placer durante más de diez minutos, antes de ser descubierta por los empleados del restaurante. La
revista ganó miles de libras cuando salieron a la luz pública esas fotografías, y Siena Mayer, no tuvo más remedio que
divorciarse, puesto que no había forma de negar lo sucedido; ni siquiera de atenuarlo un poco. Las imágenes eran
muy explícitas y el video reafirmaba, sin dejar la menor duda, lo que ahí había pasado. Por enésima ocasión,
escribieron en la portada de algunas revistas, que Damián Martel había hecho una de las suyas, una vez más;
culpándolo además, por haber destruido el encantador matrimonio de Siena Mayer y un importante empresario de
Nueva York.
Cabe mencionar que la opinión que de él tenía la prensa de espectáculos no siempre coincidía con la realidad, mucho
menos ahora que estaba tendido en la cama de un hospital bajo los efectos del sedante. A primera vista, no parecía
ser el mismo Damián Martel que todos conocían; ahora se veía indefenso, vulnerable y hasta daba la impresión de no
ser aquel que tantas veces había aparecido fotografiado en la portada de alguna revista, inmerso en una escena
indecente. Sin embargo, estaba ahí, rodeado de enfermeras que lo atendían cuidadosamente a la espera de que abriera
los ojos.
Capítulo III
Las únicas dos personas que se encontraban en la sala de espera del hospital, aguardando el diagnóstico de los
médicos, eran la actual novia de Damián Martel y un hombre de unos treinta y tantos años que, silenciosa y
pacientemente, esperaba sentado en uno de los cómodos sofás. Su novia, desde un rincón, intentaba pasar
desapercibida sin lograrlo del todo, ya que sus enormes gafas para desvanecerse, hacían que su presencia en la sala
fuera aún más notoria, y aunque ahí no estaba permitida la presencia de reporteros ni prensa, una que otra enfermera
o empleada del hospital, disimuladamente, la fotografiaban cada que tenían la ocasión para hacerlo. A ella parecía no
molestarle en absoluto y tras sus enormes gafas se alcanzaba a vislumbrar, incluso, un gesto como de orgullo por
estar ahí. Como toda mujer enamorada, guardaba la esperanza de que lo primero que diría, al despertar, sería su
nombre. No obstante, cuando Damián Martel finalmente abrió los ojos, lo primero que hizo fue pedir que lo dejaran
a solas. Un tanto desconcertado por ese gesto, el Director del hospital entró a su habitación al cabo de media hora.
– Buenas tardes sr. Martel. Soy el doctor Olivier, Director de este Hospital–.
– Gusto en conocerle, doctor – respondió amablemente, pero con aíre desorientado–.
– ¿Cómo se siente? ¿Tiene usted hambre?– preguntó el doctor en tono animoso.
– Bueno, supongo que me he sentido mejor en infinidad de ocasiones, pero para estar en un hospital, me siento de
maravilla –le guiñó el ojo en señal de camaradería–. Sabe, creo que tengo sed y no hambre – respondió de manera
directa y familiar–.
– Pediré que le traigan un jugo de naranja. Ahora, dígame ¿Recuerda algo de lo qué pasó esta mañana?
– Recuerdo solo algunas cosas… –se detuvo como si no supiera por dónde empezar–. Si pedí estar a solas fue
precisamente porque necesitaba darme cuenta de lo que me estaba ocurriendo. Al principio no sabía
exactamente por qué estaba aquí. Intuía que esto era un hospital pero no recuerdo del todo cómo es que llegué
hasta aquí. Me acuerdo que iba a toda velocidad en mi bicicleta y que en una curva, de buenas a primeras, derrapé
y salí volando quién sabe hasta dónde. Luego, un zumbido en mi cabeza que casi me deja sordo me empezó a
provocar náuseas y mucho dolor. De ahí en fuera, no recuerdo muchas cosas con claridad. Solo tengo imágenes
distorsionadas que me vienen de vez en vez pero no estoy seguro si son parte de algún recuerdo o alucinaciones
mías…Recuerdo que en la ambulancia alguien me tomó el brazo y me inyectó algo que supongo era morfina,
porque me empecé a sentir muy contento y el dolor súbitamente desapareció.
– Pérdida temporal y parcial de la memoria –comentó el doctor Olivier como si estuviera hablando consigo mismo–
. Interesante ¿Sabe quién es usted?
– El sr. Martel. Al menos así me llama usted –y esbozó una sonrisita cínica–.
– ¿Y su nombre?
– Damián. Está escrito en la carpeta que lleva bajo el brazo –con el índice, señaló la carpeta–.
– ¿Sabe usted dónde vive?
– Cerca de aquí, supongo. Iba en bicicleta.
– Intente recordar qué le gusta comer, por ejemplo. O cuál es su bebida favorita.
– No lo sé –su mirada parecía suspendida en alguna parte pero no daba muestras de pánico ni se mostraba
alarmado, lo cual habría sido normal en esos casos–. Qué rara sensación – dijo, delicadamente, y una vez más una
sonrisita se asomó en su rostro–.
– Sí. El cerebro humano es todo un misterio – Comentó el doctor Olivier todavía un poco impactado por la calma
que mostraba el hombre que tenía enfrente–. Sr. Martel ¿Le importaría pasar la noche aquí? Mañana podrá irse
por la mañana. Como comprenderá, no puedo darle el alta hasta que alguien firme una carta responsiva. No es
muy seguro ir por ahí con la memoria hecha un lío. Además, es la doctora Adams quien le dará seguimiento a su
caso; ella estará aquí mañana a primera hora. Por cierto, hablando de mujeres, allá afuera está una chica que
quiere verlo; ella dice ser su novia.
– ¿Mi novia? Qué extraño. No la recuerdo –comentó en tono despreocupado–. ¿Es guapa?
– Mmmh, sí – dijo el doctor con dificultad en medio de una tos nerviosa que no pudo disimular–. De unos veintidós
años, pelo castaño, ojos verdes… ¿Le suena?
– En absoluto –respondió sin pena ni gloria–. Y la doctora Adams, ¿es guapa? –una vez más, le guiñó el ojo
cínicamente–. Bueno, no necesita responder a esa pregunta porque de cualquier forma prefiero no ver a nadie.
Mañana será un nuevo día. Por ahora, prefiero dormir. Por favor, no se olvide de mi jugo; y que sea de manzana
si no es mucho pedir. Una cosa más, doctor… Dijo usted pérdida temporal de la memora, ¿no es así?
– Sí. Es muy común en casos de contusiones como la suya. En un par de semanas, si todo va bien, su memoria se
irá regenerando. Pero es necesario que se someta a un tratamiento para ello. Ya se lo explicará mejor la doctora
Adams.
– Bien, doctor…– dudó por un momento, como si no recordara su nombre–. No ponga usted esa cara, estoy
bromeando, doctor Olivier, ¿correcto?
– Admiro su sentido del humor –dijo en tono bonachón–. ¿De verdad no recuerda quién es usted?
– No. Pero será cuestión de días para que lo recuerde, ¿no?
– Esperemos que así sea. Aunque tal vez… lo mejor sería que no lo recordara –pero de inmediato corrigió–. Perdón,
no quise decir eso. Lo dejaré a solas y mañana hablaremos otra vez. Por cierto, antes de que lo olvide, mientras
estaba sedado le hemos realizado una resonancia magnética, para asegurarnos de que no tuviera ningún daño
cerebral interno; en cuanto esté listo el resultado se lo haré saber. Normalmente, debería estar listo ya, pero justo
hoy en la mañana, casi al mismo tiempo en el que usted ingresó al hospital, tuvimos un apagón en nuestro
generador interno de energía que dañó algunos aparatos médicos, entre ellos, la impresora de radiografías. Tal
vez para este momento ya funcione de nuevo, pero no lo sé. Esperemos que sus resultados estén listos en un par
de horas y mañana hablaremos al respecto.
– Está bien, doctor. Muchas gracias.
Capítulo IV
Un tanto meditabundo y extrañado por lo acontecido en la habitación donde se encontraba Damián Martel, el doctor
Olivier se dirigía a su oficina, cuando de repente, en medio del pasillo, un hombre de aspecto afable lo abordó.
– Doctor, ¿podría hablar con usted? –dijo el hombre con determinación mientras extendía su mano
fraternalmente en señal de saludo–. Soy el mejor amigo de Damián Martel, y dado el estado en el que él
se encuentra, supongo que me será imposible hablar con él ¿Tiene usted cinco minutos?
– Sí, por supuesto –respondió de forma caballerosa y profesional–.
– ¿Cómo se encuentra?
– Estable. Sufrió una contusión en la cabeza, lo que le provocó la pérdida temporal de la memoria –hizo
una pequeña pausa–. No hay nada de qué preocuparse… por el momento.
– ¿Y cuándo podrá recibir el alta?
– Hasta haber visto los resultados de la resonancia magnética. Digamos que por ahora, tiene la memoria
hecha bolas. No sabría distinguir con precisión qué es un recuerdo y qué es una ilusión –comentó de
manera amigable–.
– Ya veo –torció los labios y suspiró–.
– ¿Pasa algo? –preguntó el doctor Olivier de forma intuitiva–.
– Pues verá, intentaré hablar sin rodeos. Usted ha escuchado todo lo que dicen de Damián, ¿no es así?
– Bueno, ¿y quién no? Además soy casado y a mí mujer le encantan los programas y revistas de chismes –
dijo medio en broma, medio en serio–.
– Yo que lo conozco muy bien, le puedo decir que Damián es igual a todos los demás hombres; a usted, a
mí, a cualquiera. Y como todos, intenta cada día ser una mejor persona y un miembro útil para la
sociedad. Usted hace eso. Yo lo hago, y él también lo hace. Simplemente que para nosotros dos, es mucho
más fácil ser buenas personas, o pretender serlo, al menos –el doctor Olivier lo escuchaba con
curiosidad, pero no alcanzaba a descifrar el porqué de su comentario–. Para él, es un poco más
complicado porque es un tipo al que la suerte siempre le sonríe y lo sitúa, varias veces al día, frente a las
más exquisitas tentaciones. Tentaciones a las cuales usted y yo cederíamos si nuestras vidas fueran
como la de él ¿Comprende?
– Creo que sí. Pero continúe, por favor –lo observaba atentamente mientras hablaba–.
– Por otro lado, la misma fortuna que la mayoría de veces le sonríe, se ha encargado también de privarle
de ocasiones para mostrarle su bondad al mundo –su tono empezó a ser mucho más familiar y directo–
. Ya sabe, esa bondad con la que todos los seres humanos nacemos y que ponemos en práctica en la
medida que se nos presentan oportunidades para hacerlo, ¿comprende? –asintió con la cabeza–. Verá
usted, en mi caso, por ejemplo, tengo que ser bueno con mi suegra, aunque le confieso que algunas veces,
me gustaría envenenarla –le dio una amistosa palmadita en el hombro como para hacerlo entrar en
mayor confianza–. ¿Lo ve? A mí la vida se encargó de darme una suegra gruñona e insatisfecha, y ni
modo, la tengo que tratar bien y ser amable porque de otra forma, tendría dificultades con mi mujer;
como si no tuviera ya suficientes dificultades el mismo hecho de estar casado –una vez más, palmeó el
hombro del doctor Olivier, quien se mostraba ecuánime y desenfadado–. Damián, por su parte, no tiene
que ser bueno con su suegra, simple y llanamente, porque rara vez conoce a la madre de alguna de las
chicas con las que sale. Una ocasión menos para demostrar que puede ser una buena persona ¿Entiende
a lo que me refiero? –el doctor Olivier asintió reflexiva y serenamente–. Otro ejemplo: la gente dice que
hay que intentar ser amigable con todo mundo, ¿no? Yo, al igual que Damián, encuentro un tanto
pretenciosa esa proposición. La diferencia otra vez, entre él y yo, es que yo tengo que pretender ser
amigo de mi jefe porque si no me despide; él no tiene jefe y nunca lo ha tenido, así que no necesita
pretender ser amigo de nadie –torció la ceja en señal deductiva al par que al doctor Olivier se le escapó
una casi imperceptible sonrisita–. Sus relaciones personales son completamente honestas; su círculo de
amigos, por ejemplo, se puede contar con los dedos de las manos y es más cerrado y exclusivo que el del
mismo Papa –sonrieron ambos hombres–. Tendrá unos diez amigos entre hombres y mujeres. Y créame,
doctor, que cuando nos reunimos, la pasamos muy bien –comentó con desenfado–. Hacemos lo que
todos los buenos amigos hacen en las fiestas: comer, beber, ponernos al tanto unos de otros, volver a
comer y a beber, bailar…Nada fuera de lo común.
– Comprendo –dijo el doctor Olivier en un tono llamativamente afable–. Mire, no quiero ser intrusivo,
pero ya que usted me está hablando tan llanamente, no tengo más remedio que hablarle del mismo
modo. Espero no se incomode si le pregunto algo.
– No, por favor. Siéntase en confianza de preguntar lo que quiera.
– Bueno ¿Qué me dice de las fotos esas en las que salió hace poco con dos chicas nadando desnudas? No
parecía ser una reunión solo de amigos, y mucho menos enmarcada en lo común– ahora el doctor Olivier
fue quien le dio una palmadita en el hombro–.
– Ah, esas fotos –recordó sin pena–. Yo estuve ahí. Eran su vecina y una amiga suya que lo fueron a visitar
luego de un viaje que hicieron por no sé dónde. Sus vecinos y vecinas lo adoran. Y él no tiene la culpa
de tener vecinas tan desenfadas y atractivas, ¿no?
– Supongo que no –respondió en tono condescendiente– ¿Es su amigo el hombre que todos dicen que es?
– preguntó con seriedad pero al mismo tiempo en un tono que no deseaba ser impertinente–.
– No. Para nada. El Damián que yo conozco es muy diferente al que la gente dice conocer. Es excéntrico,
claro, ¿pero quién no lo sería si uno fuera él?
– Sí. Tiene usted razón. Yo tal vez haría lo mismo que él si estuviera en sus zapatos. Para mi mala suerte,
mi mujer me mataría si lo hiciera –hizo un gesto de desahogada resignación–.
– Y a mí la mía –se miraron a los ojos e intercambiaron una sonrisita de complicidad–.
– Muchas veces, he visto videos o fotos de su amigo Martel en esos programas que ve mi mujer –los dos
hombres empezaban a hablar de manera muy suelta, como si se conocieran de muchos años atrás. Tal
vez, precisamente, porque no se conocían en absoluto hablaban con tanta honestidad y naturalidad–, y
créame que por adentro lo entiendo. Hay que aceptar que en este mundo hay hombres afortunados y
otros que no lo somos tanto, ¿no? –hizo una pausa mientras se encogía de hombros y fruncía una ceja
en señal de ecuanimidad–. Ahora mismo, estoy recordando una anécdota relacionada con su amigo que
me sucedió no hace mucho tiempo. Verá, en varias ocasiones, cuando sale una nota escandalosa con
respecto a su amigo, mi mujer adopta una actitud algo chocante. “Como es posible que esas chicas salgan con
unhombre comoél”, vocifera un tanto alterada. Al principio, creía que lo decía como si indirectamente me
estuviera advirtiendo que si yo llegaba a hacer lo que su amigo acostumbra a hacer, me crucificaría...
– Mi mujer me ha pedido en varias ocasiones que lo deje de frecuentar –interrumpió en señal de
solidaridad–. Pero lo conozco desde hace tanto y hemos vivido tantas cosas juntos, que no puedo
hacerlo.
– Comprendo. Con mi esposa es siempre lo mismo; siempre la misma cantaleta. Sin embargo, un día me
di cuenta de que mi esposa no lo decía por mí, sino por nuestra hija adolescente que está platónicamente
enamorada de Damián Martel desde la mañana que lo conoció en persona en un restaurante mientras
desayunaba con sus amigas. Le tengo que confesar que a mí la idea no me gusta en absoluto, pero como
le acabo de decir, era, o es, cosa de adolescentes. Por eso me lo tomé con mayor calma que mi mujer –
mientras hablaba, con una seña lo invitó a que fueran a buscar asiento en la sala de espera. El pasillo a
esa hora estaba muy concurrido–. Le cuento. Hace más o menos un año, mi hija volvió acompañada de
algunas de sus amigas y se traían un quilombo porque habían conocido en persona y se habían tomado
algunas fotos con la futbolista y campeona mundial Andrea Morgan, ¿la conoce? –El hombre asintió con
la cabeza e hizo una mueca de obviedad, como si quisiera decirle que la conocía muy bien–. Mi hija juega
futbol en la preparatoria, y al menos por ahora, todavía le interesa un poco más de lo que le interesan
los chicos. Sin embargo, ese día, Andrea Morgan estaba acompañada del señor Martel, y mi hija parecía
también un tanto…digamos emocionada, por haberlo conocido a él.
– Ya veo, doctor. Es lo que sus conocidos llamamos, siempre que algo así sucede, el efecto Martel.
– Qué nombre tan peculiar –exclamó amistosamente el doctor Olivier–. Bueno, le decía que mi hija llegó
toda emocionada y de inmediato nos mostró las fotos que minutos antes se había sacado con Andrea
Morgan. Al ver una de las fotos, me di cuenta que el hombre que estaba a su lado era Damián Martel.
– Sí, recuerdo muy bien aquella relación. Estaban muy enamorados. Fue una lástima que duraran juntos
tan poco tiempo –comentó lastimosamente–.
– A mi mujer le molestó que mi hija y sus amigas, además de la emoción por tener una foto con su ídolo
deportivo, se mostraran muy desbordadas al momento de hacer comentarios sobre su amigo. Una de
ellas, incluso, comentó, y no la juzguemos, son todas todavía chicas muy jóvenes, que le habría
encantado perder la virginidad con Damián Martel –no pudieron contener la risa y la gente alrededor
los miró de manera inquisitiva–. Mi mujer se puso más roja que un tomate cuando la escuchó decir eso.
Casi me parto de la risa internamente. Debió haber visto su cara.
– ¿Lo ve? –agregó sonriendo– No podemos culparlo por ese tipo de acontecimientos, ¿verdad? Hay algo
en ese hombre que atrae a las mujeres de cualquier edad. A veces ni siquiera él mismo se da cuenta; otras
veces, simula no darse cuenta y juega un papel que le va muy bien, como de hombre ingenuo. Eso les
fascina a algunas mujeres.
– Sí, me imagino. Ahora que recuerdo, a juzgar por el gesto de su amigo en esa foto, parecía que no le hacía
mucha gracia que le tomaran fotos.
– Dé gracias a Dios que su hija no es un paparazi, porque le hubiera dejado como mínimo, un ojo morado
y la cámara hecha pedazos –volvieron a soltar una sonora carcajada, y una vez más, sintieron sobre ellos
miradas desaprobatorias–.
– Pero bueno, aunque esta conversación es muy agradable, me imagino que quería hablarme también de
otra cosa, ¿no es así? –dijo el doctor Olivier como para darle seriedad a la charla. Había en el asiento d
enfrente una vieja que no dejaba de mirarlos con ojos de asesina–.
– Sí, así es. Le quiero pedir un favor –comentó, imitando el tono solemne–.
– Usted dirá.
– Pues verá… quiero ser yo el que se lleve a casa, una vez dado de alta, a Damián.
– ¿Teme usted que la señorita que dice ser su novia se lo quiera llevar?
– No solo lo temo, lo sé. Ella está consciente de que salir del hospital acompañada de Damián Martel, le
daría un poco de fama. Es una bailarina que conoció hace apenas un mes, y si bien la chica es muy
simpática, él ya no quiere estar con ella. Precisamente me lo dijo anoche durante la cena. Tenía
intenciones de terminar con ella el próximo fin de semana. Ya sabe, a Damián le aburren las relaciones
largas.
– ¿Y a quién no? –la risa volvió y esta vez parecía ya no importarles la presencia de las demás personas
que de vez en vez los volteaban a ver–.
– ¿Lo ve? Un ejemplo más. Él puede darse el lujo de terminar con una relación que le aburre para empezar
otra que le atrae. Es así –hizo una pausa y mirando fijamente al doctor Olivier comentó–. Me da gusto
haber hablado con usted. Parece que hablamos el mismo idioma. Creo que usted y Damián, serían
buenos amigos.
– Bueno, yo también fui joven, por eso lo entiendo. Y créame que después de veinte años de matrimonio,
puedo decir lo que se me pegue en gana; hacerlo, lo encuentro complicado. Pero no pierdo nada con
dejar escapar pensamientos reprimidos… de vez en cuando.
– Dígamelo a mí –con una palmadita en la rodilla le hizo saber su empatía–. Pero le decía, es preciso que
sea yo quien me lo lleve. No creo que Damián esté en condiciones para ser un buen novio. De hecho, no
sé si alguna vez lo ha estado.
– Sabe usted que necesitará someterse a una terapia para recuperar la memoria, ¿verdad? No creo que sea
un caso delicado, pero aun así, es mejor seguir al pie de la letra las recomendaciones médicas.
– Sí. Hace unos minutos hablé con una enfermera que lo estaba atendiendo y algo me comentó al respecto.
– Por cierto, caballero ¿Cuál es su nombre? Yo soy el doctor Alonso Olivier.
– Mucho gusto, doctor Olivier. Yo soy Pablo.
– También es usted mexicano, ¿verdad?
– Así es ¿Y usted? Tiene acento como de argentino.
– Soy uruguayo.
– ¿Y qué lo trajo a Estados Unidos? ¿El sueño americano?
– No. Más bien vine a estudiar un semestre de la carrera; hace ya casi treinta años. Pero acá conocí a una
chica de la que me enamoré perdidamente, y heme aquí –sonrió, levantando y las cejas–.
– Me imagino que esa chica es su actual esposa.
– Sí, así es. Aunque si usted la ve ahora, parece que fuera otra –volvieron a reír–. No, en realidad la quiero
mucho y por eso me permito hacer este tipo de bromas. Pero me decía…
– Sí. Mire, creo que no sería conveniente para Damián volver a casa con Paula. Ella, de cualquier forma,
no vivía con él.
– No le cae del todo bien, ¿verdad?
– No, no es eso. Para ser honesto, me cae muy bien. La conozco poco, hace no mucho que sale con Damián
y solo he tenido ocasión de platicar con ella un par de veces. Lo que pasa es que, como le dije, él ya no
quería estar ella. Y ahora que tal vez no recuerde sus propios planes, la chica podría aprovecharse y
montarle un teatrito para engatusarlo y quedarse a vivir con él. Al final, la que va a salir perdiendo es
ella, porque una vez que recupere la memoria, se acordará de que quería deshacerse de ella y lo hará sin
tocarse el corazón. Créame –aseguró con vehemencia–.
– Ya veo –dijo en tono comprensivo–.
– ¿Dejará entonces que sea yo el que lo lleve de vuelta a su casa?
– No veo por qué no. Pero tendrá que dejarciertos documentos y llenar algode papeleo. Ya se lo explicarán
en las oficinas de la planta baja del hospital.
– Muchas gracias.
– No hay nada que agradecer.
– ¿Para cuándo recibirá el alta?
– Mañana, si todo va bien. Su amigo es un tipo afortunado; incluso cuando se accidenta.
– Sí que lo es.
– ¿Y qué pasará con la chica? La tal Paula. Así dijo que se llamaba, ¿no?
– Sí. Ella es una chica que, dentro de todo, es bastante sensata y comprensiva. Ya tendrá ocasión de
visitarlo cuando ya esté instalado en casa.
– ¿Usted hablará con ella?
– Ya lo hice. Nunca doy paso sin huarache, como decimos en México.
– Bonita expresión. Bueno, si es así, no queda más que despedirnos. Tengo que ir a la sala de rayos x para
ver si la impresora ya está funcionando nuevamente.
– Doctor Olivier, ha sido todo un placer conocerlo –levantándose del cómodo sofá, volvieron a estrechar
sus manos–.
– Igualmente, Pablo. Lo espero mañana tipo diez de la mañana para que se pueda llevar a su amigo a casa.
– Sí, doctor. Hasta mañana.
Al llegar a la sala de rayos x, el doctor Olivier fue informado que la impresora había sufrido averías serias, por lo que
tendría que ir, personalmente, hasta otro hospital cercano para poder imprimir los resultados de la resonancia
magnética de Damián Martel. De inmediato se le ocurrió ir a Sacramento, donde un buen amigo suyo trabajaba y
quien seguramente le permitiría usar la impresora de ese hospital sin la necesidad de hacer trámites burocráticos y
evitar así, un sinfín de papeleo. La idea no lo hacía brincar de emoción, pero no quería enviar el archivo por paquetería
y menos, por internet. Volvió a su oficina para adelantar un poco del trabajo del próximo día. Antes de retirarse a
casa, dejó en su escritorio un mensaje escrito en una hoja de papel para la doctora Adams. “Mañana por la mañana iré a
Sacramento por los resultados del paciente Damián Martel. Lleve su caso como estime conveniente. Me comunicaré con usted en cuanto
vuelva.Saludos”.
Capítulo V
No habían dado las nueve de la mañana cuando la doctora Adams entró al cuarto donde se encontraba Damián
Martel, a quien encontró todavía durmiendo. Al principio, no quiso despertarlo y pensó que sería mejor volver más
tarde. Luego, recordó que si no hubiera sido por él, ella estaría, en ese preciso momento, en una hermosa playa
caribeña contemplando el azul turquesa del mar. Casi involuntariamente y como no queriendo, dejó caer el vaso de
cristal que estaba en una mesita junto a la cama de Damián Martel, quien de inmediato se despertó luego de que el
vaso se estrellara contra el suelo.
– Lo siento –exclamó ella cuando abrió los ojos–.
– No se preocupe. Estaba teniendo una pesadilla –bromeó sin dejar muy en claro el gesto que en su rostro había
porque un bostezo se atravesó mientras hablaba –.
– Habla usted inglés, ¿verdad?
– I do… Pero preferiría hablar con usted en español. Es más romántico –y volvió a bostezar– ¿Le importa a usted?
– No. Por mí está bien –dijo en tono distraído porque su mente estaba ocupada en pensamientos que fugazmente
cruzaron por su cabeza. No sabía qué pensar de ese hombre. No sabía si le daba la impresión de ser un cínico, o
un hombre encantador. Se dio cuenta de que se sentía un poco agitada y que seguramente su rostro daba señales
de estar ruborizado. Así que tomó el teléfono que estaba a su lado y pidió que alguien de limpieza fuera a recoger
los restos del vaso que yacían sobre el suelo–. Soy la doctora Adams –dijo, ya más calmada–. Soy la encargada del
Departamento de Neurología de este hospital. Necesito hablar con usted sobre su accidente y darle
recomendaciones pertinentes, antes de poder darlo de alta.
– Estoy a su completa disposición.
– Empezaré con algunas preguntas para cerciorarme que es un caso típico de pérdida parcial y temporal de la
memoria ¿Recuerda usted algo de su infancia?
– Vagamente.
– Bueno, son buenas noticias. Significa que en efecto se trata de un caso de pérdida parcial de la memoria. Dígame,
¿qué es lo que le viene a la cabeza cuando piensa en su niñez?
– Me veo a mí mismo sentado en el césped de un hermoso jardín, jugando con el lodo…Hay muchos árboles a mi
alrededor y también puedo ver flores de múltiples colores y un par de perros corriendo por ahí… ¿Por qué pone
esa cara? –preguntó en tono amigable–.
– No, por nada. Simplemente no esperaba una respuesta como esa ¿Podría darme más detalles?
– No… Siento una rara sensación al no poder recordar más cosas… ¿Podría llamarle a alguien para que me traiga un
café? Tengo muchas ganas de tomar uno. Me siento todavía un poco adormilado –comentó con voz soñolienta–.
– Sí. Enseguida lo haré –volvió a descolgar el teléfono y encargó dos cafés–. A mí también me gustaría tomar uno –
se justificó, inmediatamente, un tanto apenada–.
– A un café o a una copa de vino nunca se les puede decir que no. Son de esas cosas que caen bien a todas horas,
¿no?
– Bueno, si usted lo dice. Yo no estoy totalmente segura de eso, pero no importa –comentó en tono distante–. De
su adolescencia, ¿recuerda algo?
– Un poco más. Puedo verme en distintos conciertos, rodeado de gente que canta al unísono y que aplaude sin
parar. Pero no en un solo lugar, tengo recuerdos de muchos lugares haciendo lo mismo. Parques, teatros, plazas
públicas, bares, etc.
– Sí, es normal. Cosas como la música no se olvidan nunca –hizo una breve pausa antes de hacer su siguiente
pregunta, como si estuviera meditando si era pertinente o no–.
– ¿Todo bien? –preguntó él, caballerosamente–.
– Sí. Todo bien. Mejor de lo que esperaba. Al parecer su caso es de los que en términos médicos llamamos normal.
Su memoria se irá restableciendo poco a poco y no veo inconveniente en darle el alta. Por otra parte, es necesario
que tengamos citas frecuentemente para seguir evaluando su progreso.
– ¿Tendré que venir constantemente al hospital? Los hospitales y los cementerios nunca me han gustado –comentó
de manera indiferente y espontánea–. Disculpe usted, no quise decir eso –en ese momento, una de las señoras de
limpieza abrió la puerta y entró a la habitación. Saludó amablemente a la doctora Adams, quien con el dedo le
indicó donde debería limpiar. Silenciosamente, empezó a hacer su labor, y justo en el momento de levantar los
restos del vaso con el recogedor, su mirada se cruzó con la de Damián Martel, quien la observaba con curiosidad
infantil. Involuntariamente, la mujer soltó el recogedor hasta que se estrelló contra el suelo, y su rostro palideció
de un segundo a otro.
– ¿Está usted bien? –preguntó la doctora Adams–.
– Sí, doctora. Es solo que me distraje por un momento. Lo siento.
– Cualquiera diría que vio un fantasma –bromeó la doctora Adams–. Es solo el sr. Martel. Sí, ese mismo –hizo un
gesto de obviedad–. Lo reconoció, ¿no es así?
– Sí, así es. Lo reconocí –dijo en tono ensimismado, como si estuviera pensando en otra cosa–. Limpiaré esto
enseguida –de nuevo recogió los restos del vaso. Esta vez no hubo ningún percance y terminó su labor sin
contratiempos. Al momento de salir de la habitación, volvió el rostro hacia donde estaba Damián Martel y le
extendió una calurosa sonrisa, la cual le fue devuelta del mismo modo.
– Sr. Martel –retomó la conversación la doctora Adams–. Es necesario que se someta a un tratamiento psicológico
en las próximas semanas para asegurarnos de que todo esté bien.
– ¿Un tratamiento psicológico? ¿Por qué? –preguntó en tono chillón, como de niño malcriado–.
– Es parte del proceso de curación. Lo hacemos con todos los pacientes que sufren una contusión en la cabeza.
Algunos de ellos, ni siquiera pierden la memoria y de cualquier forma se someten voluntariamente al tratamiento
–lo dijo como para hacerle entender que era completamente normal ese procedimiento–. Yo misma sostendré
esas reuniones con usted… Si no tiene ningún inconveniente en ello.
– ¿Es usted psicóloga?
– Soy neuróloga, pero he hecho infinidad de diplomados en el campo de la Psicología.
– Está bien, pero con una condición.
– ¿Cuál? –preguntó ella al par que sentía que su rostro se ruborizaba nuevamente–.
– Que nos reunamos en otro lugar.
– Eso no está permitido, Señor. Martel –puntualizó con severidad–.
– Haga una excepción –propuso con un tono tan seguro como el de un padre que aconseja a su hijo. La doctora
Adams lo miró por unos segundos, sin responder. Luego, sin poder disimular una cariñosa sonrisa, desvió su
mirada hacia la ventana del cuarto–.
– Veré qué puedo hacer.
– Muchas gracias, doctora Adams –respondió con gesto de satisfacción–. ¿Qué habrá pasado con el café?
– Iré a ver –tomó sus cosas y se dirigió hasta la puerta–. Cancelaré el mío. Recordé que tengo algunas otras cosas
que hacer y no podré quedarme con usted más tiempo. Le llamaré mañana para acordar nuestro próximo
encuentro.
– Está bien. Esperaré su llamada.
Al caminar por el pasillo del hospital, sintió un ataque de risa que no pudo controlar. Algunas enfermeras que
caminaban por ahí, voltearon a verla pero no se atrevieron a decir nada. De cualquier forma, se apresuró a llegar
hasta su oficina. Ahí, se dejó caer en su cómoda silla y ya sentada, corrió las elegantes cortinas que cubrían un
enorme ventanal que daba justo a un parque que se encontraba a un costado del hospital. Desde su posición,
pudo observar a una pareja que almorzaba sobre un mantel dispuesto en el césped del parque. De vez en vez, se
daban cariñosos besos y el hombre acercaba a la chica contra su cuerpo, mientras ella, se dejaba abrazar
mostrando un dejo de ternura en su rostro. Cruzó por su mente, de manera fugaz, la idea de sostener la primera
cita con Damián Martel en ese mismo lugar.

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Damián Martel Capítulo I-V

  • 1. Damián Martel La enigmática revelación de la luz Δ Israel Rodas
  • 2. Capítulo I El teléfono móvil de la doctora Adams empezó a timbrar pero ella, solo lo miraba sin atreverse a contestarlo. Dudaba en responder, porque se encontraba, justo en ese momento, disfrutando de sus vacaciones. Y como a cualquier otra persona en las mismas circunstancias, no le hacía ninguna gracia recibir llamadas; menos, si éstas eran de trabajo. Adivinaba que el motivo de la llamada, no era precisamente para darle buenas noticias, sino todo lo contrario. Un sentimiento de frustración se apoderó de ella, porque se daba cuenta que aun estando a miles de kilómetros de distancia, le era imposible eludir la fastidiosa rutina que la aguardaba de vuelta a casa. Presentía que al momento de tomar la llamada, todo ese sueño infantil de comenzar otra vez, desde cero, ahí mismo donde se encontraba, se esfumaría irremediablemente. De unos meses a la fecha, le había dado por imaginar cómo sería su vida en otro lugar, rodeada de gente desconocida. Sin embargo, el sonido del teléfono le recordaba que su realidad, distaba mucho de sus fantasías. De cualquier forma, Intentaba, con mucho esfuerzo, serenarse; pues no tenía más remedio que aceptar los inconvenientes inherentes a su profesión. No era nada nuevo, lo supo desde el día que decidió matricularse en Medicina, a pesar de que a ella, lo que realmente le interesaba, era la arquitectura. Pero, como en muchas otras ocasiones, su decisión había obedecido más a la demandante presión que sus padres ejercían sobre ella, que a su propia voluntad, en todos los asuntos relacionados a su futuro. Pese a todo, en ese momento, no tenía más remedio que tomar la llamada pronto, antes de que el teléfono dejara de timbrar. En medio de un desatinado conflicto interno y una inusitada rebeldía de no querer cumplir con sus obligaciones, desde lo más profundo de su conciencia, una vocecilla, que al principio era intermitente, empezó a resonar con mayor sonoridad hasta llegar a ser, incluso, más incómoda y constante que el mismo timbre del teléfono. Era la voz del deber la que le hablaba, y sabía que podía ignorar todas las demás voces, menos ésta. Quiso entonces poner en práctica el ejercicio de meditación que aprendió el día anterior, y tomó una honda inhalación, para luego, del mismo modo, exhalar. Para su mala fortuna, se percató de que ese ejercicio de respiración relajante, únicamente funcionaba si estaba en posición de flor de loto, escuchando las olas del mar y contemplando el amanecer sobre la suave arena; en cambio, no surtía ningún efecto positivo si estaba en un cuarto de hotel acompañada de un teléfono que no paraba de sonar. Trató de relajarse una vez más, respirando y exhalando profundamente. Finalmente, aunque todavía desilusionada, tomó el teléfono e hizo su mejor esfuerzo para emular un tono de voz que sonara lo más gentil posible. – Diga –dijo, secamente, casi con enfado. Y de inmediato, pasó por su mente la idea de que no le habían servido de nada las clases de meditación que había tomado recientemente–. – ¿Doctora Adams? –preguntó una voz un tanto titubeante–. – ¿Y quién más podría ser, la reina de Inglaterra? –respondió, sin poder disimular el tono sarcástico que le había salido casi sin querer. Se sintió un poco mal en ese momento, pero ya era tarde para arrepentirse. – Usted siempre tan simpática –bromeó el Director del hospital, en tono paternal–. – Lo siento –suavizó la voz hasta que se convirtió en una tonada inofensiva–. Es solo que me la he pasado tan bien en los últimos días, que no quisiera tener contacto con nada que tuviera que ver con el trabajo. Como usted sabe, este viaje es muy importante para mí… Lo he venido planeando desde hace ya varios meses y todo está saliendo tal y como lo había imaginado…. Ayer, por ejemplo, me inscribí a un curso de meditación y no sabe, doctor Olivier, lo vigorizante que es hacer yoga en la playa; ahora mismo me estoy alistando para mi segunda sesión… Creo que finalmente, empiezo a sentirme mejor luego de varios meses difíciles; ya sabe, lo de mi divorcio… Y también lo de… –Súbitamente, se dio cuenta de que estaba divagando, y dedujo, en un segundo, que nada de lo que dijera podría cambiar el rumbo de las cosas. Así que mejor guardó silencio, para resignadamente enterarse del motivo de la llamada. Soltó un largo suspiro y sintió que sus ojos se le llenaban de lágrimas. No tuvo más remedio que, en silencio, hacerse la promesa de volver–.
  • 3. – ¿Hola?... ¿Doctora Adams?... ¿Está usted bien? – Me va usted a pedir que vuelva porque hay una emergencia, ¿no es así, doctor Olivier? –comentó, sin emoción–. – No es solo una emergencia. Es un caso… único –aclaró el Director del hospital, en tono condescendiente–. – ¿De qué se trata? –y de manera casi autómata, se empezó a quitar sus cómodas sandalias y las remplazó por un par de tenis que estaban debajo de la cama. También removió de su muñeca derecha, una pulsera que había comprado la noche anterior, y en su lugar, se colocó el anticuado reloj de pulso que usaba a diario. – Doctora Adams –dijo el doctor Olivier– ¿Ha escuchado o leído algo sobre Damián Martel? – ¿El tipo que de vez en cuando aparece en las revistas de famosos, casi siempre envuelto en algún escándalo?– respondió, un tanto extrañada y sin tener completamente claro por qué estaban hablando de él. – Sí, ese mismo. Veo que sabe usted algo de “celebridades” –comentó el doctor Olivier, en tono familiar–. Pero bueno, ese no es el tema. El tema es que Damián Martel ingresó al hospital esta misma mañana. Al parecer, se cayó de su bicicleta, y aunque no tiene daños de consideración, parece que se trata de un caso de pérdida temporal de la memoria, de acuerdo con lo que los paramédicos me reportan; pero con matices un tanto extraños… como de anosognosia. – ¿Está usted seguro? –preguntó la doctora Adams, con tono de desencanto mientras doblaba y empacaba el vestido blanco que pensaba ponerse esa noche. Ese mismo vestido que su ex marido detestaba–. – En este preciso momento, tengo en mis manos el expediente que me hicieron favor de levantar los paramédicos que lo atendieron –dijo el doctor Olivier, compasivamente, como si se sintiera mal por arruinarle sus vacaciones –. Ana –cambió de tono por uno más familiar–, Damián Martel está sedado ahora mismo, pero no sabemos hasta cuándo lo vamos a poder tener así. Ya hay varios reporteros allá afuera que no dejan de hacer preguntas absurdas, y una chica que dice ser su novia, nos pide que le demos detalles de su estado de salud. Y es que como te mencioné, él físicamente está bien, pero lo de la pérdida de la memoria…Ya sabes, son políticas del hospital; y en estos asuntos, es la jefa del departamento de Neurología, o sea tú, quien debe responder del caso; especialmente, tratándose de él... No sé qué decirle a esa gente. Tú, mejor que nadie, sabes que no todos los días llegan al hospital personajes como él, y créeme, los reporteros de chismes son más irritantes de lo que cualquiera se pudiera imaginar. Yo no tengo nada que decir sobre la vida privada de mis pacientes… Encima, no estoy acostumbrado a las celebridades…. San Francisco no es como Los Ángeles. Aquí no tenemos promociones en cirugías plásticas y por eso ningún famoso nos vista –concluyó en tono desenfadado, intentando, por lo menos, arrancarle una sonrisa–. – Tomaré el próximo vuelo. Estaré en el hospital lo más pronto posible –respondió la doctora Adams, seria y resignadamente, al par que se aseguraba de no olvidar nada en el cuarto de hotel. Su vocación y ética profesional, tenían prioridad sobre cualquier playa paradisiaca. De lo que no estaba completamente segura, era de esa sensación que le provocaba el hecho de que el paciente en cuestión, fuera Damián Martel. Lo que había oído de él, más que emocionarla, la angustiaba un poco. Era, en verdad, un caso muy particular al que se enfrentaría a su vuelta–. Hasta pronto –dijo, con un ligero toque de simpatía. Levantó su maleta del piso y se encaminó a la salida de la habitación, no sin antes asegurarse, que todas las luces del cuarto estuvieran apagadas–.
  • 4. Capítulo II Damián Martel se convirtió en lo que la gente llama una “celebridad” por pura casualidad; o fatalidad, como se le quiera ver. En realidad, él nunca hizo, al menos deliberadamente, algo para merecerse ese título. Jamás actuó ni participó en ninguna película, tampoco compuso la partitura de una sola canción, y mucho menos, escribió algo parecido a un poema. Su salto a la fama se lo debía a una serie de acontecimientos fortuitos. Su padre había sido el fundador y director general de una agencia de publicidad cuyo éxito era incuestionable a nivel mundial. Motivo por el cual, prácticamente desde niño, había tenido contacto con todo lo relacionado a la farándula y a la Socialité. Su primera aparición en una revista de celebridades, siendo todavía muy joven, fue producto de un amorío que había sostenido con una modelo debutante de la cual se tenían grandes expectativas dentro del mundo de las pasarelas. Sin embargo, un par de semanas después de haber terminado su relación –si a eso se le podía llamar relación– con Damián Martel, inexplicablemente y sin un motivo claro, comenzó a dar de tumbos por la vida, hasta que en una ocasión, fue arrestada en Los Ángeles por conducir a exceso de velocidad, llevando dentro de sí, el suficiente alcohol como para embriagar a cinco bandas británicas de rock. La noticia salió en la televisión y fue un gran escándalo durante días, pero Damián Martel nunca comentó nada, públicamente, al respecto. Sin embargo, cada que el bochornoso incidente era mencionado en algún programa de chismes, su nombre siempre salía a relucir. Ciertamente, no había sido la mejor manera de alcanzar la fama, pero así fue cómo empezó a figurar entre las celebridades, despertando de inmediato una insana curiosidad de la prensa sensacionalista sobre su persona. Meses más tarde de su debut en el mundo de la farándula, se le vio acompañado de una de las cantantes más reconocidas del Reino Unido, paseandocariñosamente en un centro comercial de SanFrancisco; suceso que, irremediablemente, suscitó la atención de la media y trajo como resultado que los paparazis volvieran nuevamente a su vida. De tal suerte que, una o dos veces al año, aparecía en alguna página de alguna revista de sociedad o de chismes de famosos, y claro, la prensa era implacable con él porque nunca participaba de sus tonterías ni intentaba ser siquiera medianamente amable con ellos, y eso, por supuesto, los hacía rabiar. Por otra parte, Damián Martel parecía ser indiferente a todo lo que de él se decía; fuera bueno o malo, nada en absoluto lo alcanzaba siquiera a rozar. Desde su infancia, había experimentado en carne propia la parafernalia del “show business”, debido a que, a menudo, acompañaba a su padre a los estudios de grabación o alguna locación donde se estaban rodando comerciales o anuncios publicitarios. Llamaba la atención de todos, el hecho de que siendo todavía un niño, pusiera tanta atención a los detalles que su padre le indicaba con respecto a su trabajo. Así, a la edad de veinticinco años, y obligado por la inesperada pérdida de sus padres, se tuvo que hacer cargo de la no fácil tarea que suponía dirigir una empresa de esas dimensiones. Y la transición entre ser el hijo que escucha, al jefe que piensa y ordena, no le fue complicada en absoluto. La agencia publicitaria siguió funcionando como si nada hubiera pasado y su camino ascendente continuó con el mismo impulso de siempre. Desde pequeño, tenía muy en claro que una cosa era lo que salía en la televisión, y otra muy diferente, la vida real. Lo había aprendido desde niño y sabía que algún día, su trabajo sería crear, para el público en general, una ilusoria realidad de la vida misma. De hecho, era una especie de genio en el terreno de la mercadotecnia y la publicidad, y tal vez por eso, trataba siempre de mantener su vida privada al margen de todo lo surreal que él mismo inventaba como parte de sus campañas publicitarias para revistas o televisión. Algunos de sus clientes más frecuentes desde que su padre vivía, eran compañías refresqueras o corporaciones gigantescas que gastaban millones de dólares en publicidad cada año. De su agencia, salían también documentales y campañas promocionales de fundaciones que se dedicaban a la conservación del planeta o a la promoción de causas sociales y lúdicas. Sumado a todo esto, había hecho comerciales con muchos de los actores y actrices más cotizadas de la industria fílmica, así como con importantes empresarios y reconocidos deportistas, con quienes de vez en
  • 5. cuando, establecía una amistosa relación al margen de lo laboral. En algunos otros casos, cuando las cosas se daban, surgía un fugaz romance. La última serie de comerciales que había hecho para una marca de autos, había causado tal revuelo en la media, que provocó que todavía más marcas de renombre lo buscaran para trabajar en conjunto. Ya su padre se había ganado un prestigioso lugar en el mundo de los medios de comunicación masiva, ahora él, se empezaba a ganar, con trabajo y esmero, el suyo propio. Era meticuloso y siempre estaba al tanto de todos los detalles de la producción de sus comerciales; desde el rodaje, la edición, el casting y hasta el vestuario. Era, en pocas palabras, todo un profesional. El único detalle inconveniente y razón por la que era tan perseguido –y a veces hasta asediado–, era esa mala fama que le había hecho la prensa amarillista. Fama que, por cierto, se la tenía bien ganada. En una de las últimas notas sobre su persona, que había publicado una revista londinense, se le veía acompañado de Siena Mayer, la glamurosa actriz inglesa, cenando en un lujoso restaurante cuya terraza habían reservado solo para ellos dos. Nunca se imaginaron que una adolescente flemática que cenaba en la planta baja, burlaría el cerco de seguridad que conducía a la terraza, para luego fotografiarlos a placer durante más de diez minutos, antes de ser descubierta por los empleados del restaurante. La revista ganó miles de libras cuando salieron a la luz pública esas fotografías, y Siena Mayer, no tuvo más remedio que divorciarse, puesto que no había forma de negar lo sucedido; ni siquiera de atenuarlo un poco. Las imágenes eran muy explícitas y el video reafirmaba, sin dejar la menor duda, lo que ahí había pasado. Por enésima ocasión, escribieron en la portada de algunas revistas, que Damián Martel había hecho una de las suyas, una vez más; culpándolo además, por haber destruido el encantador matrimonio de Siena Mayer y un importante empresario de Nueva York. Cabe mencionar que la opinión que de él tenía la prensa de espectáculos no siempre coincidía con la realidad, mucho menos ahora que estaba tendido en la cama de un hospital bajo los efectos del sedante. A primera vista, no parecía ser el mismo Damián Martel que todos conocían; ahora se veía indefenso, vulnerable y hasta daba la impresión de no ser aquel que tantas veces había aparecido fotografiado en la portada de alguna revista, inmerso en una escena indecente. Sin embargo, estaba ahí, rodeado de enfermeras que lo atendían cuidadosamente a la espera de que abriera los ojos.
  • 6. Capítulo III Las únicas dos personas que se encontraban en la sala de espera del hospital, aguardando el diagnóstico de los médicos, eran la actual novia de Damián Martel y un hombre de unos treinta y tantos años que, silenciosa y pacientemente, esperaba sentado en uno de los cómodos sofás. Su novia, desde un rincón, intentaba pasar desapercibida sin lograrlo del todo, ya que sus enormes gafas para desvanecerse, hacían que su presencia en la sala fuera aún más notoria, y aunque ahí no estaba permitida la presencia de reporteros ni prensa, una que otra enfermera o empleada del hospital, disimuladamente, la fotografiaban cada que tenían la ocasión para hacerlo. A ella parecía no molestarle en absoluto y tras sus enormes gafas se alcanzaba a vislumbrar, incluso, un gesto como de orgullo por estar ahí. Como toda mujer enamorada, guardaba la esperanza de que lo primero que diría, al despertar, sería su nombre. No obstante, cuando Damián Martel finalmente abrió los ojos, lo primero que hizo fue pedir que lo dejaran a solas. Un tanto desconcertado por ese gesto, el Director del hospital entró a su habitación al cabo de media hora. – Buenas tardes sr. Martel. Soy el doctor Olivier, Director de este Hospital–. – Gusto en conocerle, doctor – respondió amablemente, pero con aíre desorientado–. – ¿Cómo se siente? ¿Tiene usted hambre?– preguntó el doctor en tono animoso. – Bueno, supongo que me he sentido mejor en infinidad de ocasiones, pero para estar en un hospital, me siento de maravilla –le guiñó el ojo en señal de camaradería–. Sabe, creo que tengo sed y no hambre – respondió de manera directa y familiar–. – Pediré que le traigan un jugo de naranja. Ahora, dígame ¿Recuerda algo de lo qué pasó esta mañana? – Recuerdo solo algunas cosas… –se detuvo como si no supiera por dónde empezar–. Si pedí estar a solas fue precisamente porque necesitaba darme cuenta de lo que me estaba ocurriendo. Al principio no sabía exactamente por qué estaba aquí. Intuía que esto era un hospital pero no recuerdo del todo cómo es que llegué hasta aquí. Me acuerdo que iba a toda velocidad en mi bicicleta y que en una curva, de buenas a primeras, derrapé y salí volando quién sabe hasta dónde. Luego, un zumbido en mi cabeza que casi me deja sordo me empezó a provocar náuseas y mucho dolor. De ahí en fuera, no recuerdo muchas cosas con claridad. Solo tengo imágenes distorsionadas que me vienen de vez en vez pero no estoy seguro si son parte de algún recuerdo o alucinaciones mías…Recuerdo que en la ambulancia alguien me tomó el brazo y me inyectó algo que supongo era morfina, porque me empecé a sentir muy contento y el dolor súbitamente desapareció. – Pérdida temporal y parcial de la memoria –comentó el doctor Olivier como si estuviera hablando consigo mismo– . Interesante ¿Sabe quién es usted? – El sr. Martel. Al menos así me llama usted –y esbozó una sonrisita cínica–. – ¿Y su nombre? – Damián. Está escrito en la carpeta que lleva bajo el brazo –con el índice, señaló la carpeta–. – ¿Sabe usted dónde vive? – Cerca de aquí, supongo. Iba en bicicleta. – Intente recordar qué le gusta comer, por ejemplo. O cuál es su bebida favorita. – No lo sé –su mirada parecía suspendida en alguna parte pero no daba muestras de pánico ni se mostraba alarmado, lo cual habría sido normal en esos casos–. Qué rara sensación – dijo, delicadamente, y una vez más una sonrisita se asomó en su rostro–. – Sí. El cerebro humano es todo un misterio – Comentó el doctor Olivier todavía un poco impactado por la calma que mostraba el hombre que tenía enfrente–. Sr. Martel ¿Le importaría pasar la noche aquí? Mañana podrá irse por la mañana. Como comprenderá, no puedo darle el alta hasta que alguien firme una carta responsiva. No es muy seguro ir por ahí con la memoria hecha un lío. Además, es la doctora Adams quien le dará seguimiento a su
  • 7. caso; ella estará aquí mañana a primera hora. Por cierto, hablando de mujeres, allá afuera está una chica que quiere verlo; ella dice ser su novia. – ¿Mi novia? Qué extraño. No la recuerdo –comentó en tono despreocupado–. ¿Es guapa? – Mmmh, sí – dijo el doctor con dificultad en medio de una tos nerviosa que no pudo disimular–. De unos veintidós años, pelo castaño, ojos verdes… ¿Le suena? – En absoluto –respondió sin pena ni gloria–. Y la doctora Adams, ¿es guapa? –una vez más, le guiñó el ojo cínicamente–. Bueno, no necesita responder a esa pregunta porque de cualquier forma prefiero no ver a nadie. Mañana será un nuevo día. Por ahora, prefiero dormir. Por favor, no se olvide de mi jugo; y que sea de manzana si no es mucho pedir. Una cosa más, doctor… Dijo usted pérdida temporal de la memora, ¿no es así? – Sí. Es muy común en casos de contusiones como la suya. En un par de semanas, si todo va bien, su memoria se irá regenerando. Pero es necesario que se someta a un tratamiento para ello. Ya se lo explicará mejor la doctora Adams. – Bien, doctor…– dudó por un momento, como si no recordara su nombre–. No ponga usted esa cara, estoy bromeando, doctor Olivier, ¿correcto? – Admiro su sentido del humor –dijo en tono bonachón–. ¿De verdad no recuerda quién es usted? – No. Pero será cuestión de días para que lo recuerde, ¿no? – Esperemos que así sea. Aunque tal vez… lo mejor sería que no lo recordara –pero de inmediato corrigió–. Perdón, no quise decir eso. Lo dejaré a solas y mañana hablaremos otra vez. Por cierto, antes de que lo olvide, mientras estaba sedado le hemos realizado una resonancia magnética, para asegurarnos de que no tuviera ningún daño cerebral interno; en cuanto esté listo el resultado se lo haré saber. Normalmente, debería estar listo ya, pero justo hoy en la mañana, casi al mismo tiempo en el que usted ingresó al hospital, tuvimos un apagón en nuestro generador interno de energía que dañó algunos aparatos médicos, entre ellos, la impresora de radiografías. Tal vez para este momento ya funcione de nuevo, pero no lo sé. Esperemos que sus resultados estén listos en un par de horas y mañana hablaremos al respecto. – Está bien, doctor. Muchas gracias.
  • 8. Capítulo IV Un tanto meditabundo y extrañado por lo acontecido en la habitación donde se encontraba Damián Martel, el doctor Olivier se dirigía a su oficina, cuando de repente, en medio del pasillo, un hombre de aspecto afable lo abordó. – Doctor, ¿podría hablar con usted? –dijo el hombre con determinación mientras extendía su mano fraternalmente en señal de saludo–. Soy el mejor amigo de Damián Martel, y dado el estado en el que él se encuentra, supongo que me será imposible hablar con él ¿Tiene usted cinco minutos? – Sí, por supuesto –respondió de forma caballerosa y profesional–. – ¿Cómo se encuentra? – Estable. Sufrió una contusión en la cabeza, lo que le provocó la pérdida temporal de la memoria –hizo una pequeña pausa–. No hay nada de qué preocuparse… por el momento. – ¿Y cuándo podrá recibir el alta? – Hasta haber visto los resultados de la resonancia magnética. Digamos que por ahora, tiene la memoria hecha bolas. No sabría distinguir con precisión qué es un recuerdo y qué es una ilusión –comentó de manera amigable–. – Ya veo –torció los labios y suspiró–. – ¿Pasa algo? –preguntó el doctor Olivier de forma intuitiva–. – Pues verá, intentaré hablar sin rodeos. Usted ha escuchado todo lo que dicen de Damián, ¿no es así? – Bueno, ¿y quién no? Además soy casado y a mí mujer le encantan los programas y revistas de chismes – dijo medio en broma, medio en serio–. – Yo que lo conozco muy bien, le puedo decir que Damián es igual a todos los demás hombres; a usted, a mí, a cualquiera. Y como todos, intenta cada día ser una mejor persona y un miembro útil para la sociedad. Usted hace eso. Yo lo hago, y él también lo hace. Simplemente que para nosotros dos, es mucho más fácil ser buenas personas, o pretender serlo, al menos –el doctor Olivier lo escuchaba con curiosidad, pero no alcanzaba a descifrar el porqué de su comentario–. Para él, es un poco más complicado porque es un tipo al que la suerte siempre le sonríe y lo sitúa, varias veces al día, frente a las más exquisitas tentaciones. Tentaciones a las cuales usted y yo cederíamos si nuestras vidas fueran como la de él ¿Comprende? – Creo que sí. Pero continúe, por favor –lo observaba atentamente mientras hablaba–. – Por otro lado, la misma fortuna que la mayoría de veces le sonríe, se ha encargado también de privarle de ocasiones para mostrarle su bondad al mundo –su tono empezó a ser mucho más familiar y directo– . Ya sabe, esa bondad con la que todos los seres humanos nacemos y que ponemos en práctica en la medida que se nos presentan oportunidades para hacerlo, ¿comprende? –asintió con la cabeza–. Verá usted, en mi caso, por ejemplo, tengo que ser bueno con mi suegra, aunque le confieso que algunas veces, me gustaría envenenarla –le dio una amistosa palmadita en el hombro como para hacerlo entrar en mayor confianza–. ¿Lo ve? A mí la vida se encargó de darme una suegra gruñona e insatisfecha, y ni modo, la tengo que tratar bien y ser amable porque de otra forma, tendría dificultades con mi mujer; como si no tuviera ya suficientes dificultades el mismo hecho de estar casado –una vez más, palmeó el hombro del doctor Olivier, quien se mostraba ecuánime y desenfadado–. Damián, por su parte, no tiene que ser bueno con su suegra, simple y llanamente, porque rara vez conoce a la madre de alguna de las chicas con las que sale. Una ocasión menos para demostrar que puede ser una buena persona ¿Entiende a lo que me refiero? –el doctor Olivier asintió reflexiva y serenamente–. Otro ejemplo: la gente dice que hay que intentar ser amigable con todo mundo, ¿no? Yo, al igual que Damián, encuentro un tanto
  • 9. pretenciosa esa proposición. La diferencia otra vez, entre él y yo, es que yo tengo que pretender ser amigo de mi jefe porque si no me despide; él no tiene jefe y nunca lo ha tenido, así que no necesita pretender ser amigo de nadie –torció la ceja en señal deductiva al par que al doctor Olivier se le escapó una casi imperceptible sonrisita–. Sus relaciones personales son completamente honestas; su círculo de amigos, por ejemplo, se puede contar con los dedos de las manos y es más cerrado y exclusivo que el del mismo Papa –sonrieron ambos hombres–. Tendrá unos diez amigos entre hombres y mujeres. Y créame, doctor, que cuando nos reunimos, la pasamos muy bien –comentó con desenfado–. Hacemos lo que todos los buenos amigos hacen en las fiestas: comer, beber, ponernos al tanto unos de otros, volver a comer y a beber, bailar…Nada fuera de lo común. – Comprendo –dijo el doctor Olivier en un tono llamativamente afable–. Mire, no quiero ser intrusivo, pero ya que usted me está hablando tan llanamente, no tengo más remedio que hablarle del mismo modo. Espero no se incomode si le pregunto algo. – No, por favor. Siéntase en confianza de preguntar lo que quiera. – Bueno ¿Qué me dice de las fotos esas en las que salió hace poco con dos chicas nadando desnudas? No parecía ser una reunión solo de amigos, y mucho menos enmarcada en lo común– ahora el doctor Olivier fue quien le dio una palmadita en el hombro–. – Ah, esas fotos –recordó sin pena–. Yo estuve ahí. Eran su vecina y una amiga suya que lo fueron a visitar luego de un viaje que hicieron por no sé dónde. Sus vecinos y vecinas lo adoran. Y él no tiene la culpa de tener vecinas tan desenfadas y atractivas, ¿no? – Supongo que no –respondió en tono condescendiente– ¿Es su amigo el hombre que todos dicen que es? – preguntó con seriedad pero al mismo tiempo en un tono que no deseaba ser impertinente–. – No. Para nada. El Damián que yo conozco es muy diferente al que la gente dice conocer. Es excéntrico, claro, ¿pero quién no lo sería si uno fuera él? – Sí. Tiene usted razón. Yo tal vez haría lo mismo que él si estuviera en sus zapatos. Para mi mala suerte, mi mujer me mataría si lo hiciera –hizo un gesto de desahogada resignación–. – Y a mí la mía –se miraron a los ojos e intercambiaron una sonrisita de complicidad–. – Muchas veces, he visto videos o fotos de su amigo Martel en esos programas que ve mi mujer –los dos hombres empezaban a hablar de manera muy suelta, como si se conocieran de muchos años atrás. Tal vez, precisamente, porque no se conocían en absoluto hablaban con tanta honestidad y naturalidad–, y créame que por adentro lo entiendo. Hay que aceptar que en este mundo hay hombres afortunados y otros que no lo somos tanto, ¿no? –hizo una pausa mientras se encogía de hombros y fruncía una ceja en señal de ecuanimidad–. Ahora mismo, estoy recordando una anécdota relacionada con su amigo que me sucedió no hace mucho tiempo. Verá, en varias ocasiones, cuando sale una nota escandalosa con respecto a su amigo, mi mujer adopta una actitud algo chocante. “Como es posible que esas chicas salgan con unhombre comoél”, vocifera un tanto alterada. Al principio, creía que lo decía como si indirectamente me estuviera advirtiendo que si yo llegaba a hacer lo que su amigo acostumbra a hacer, me crucificaría... – Mi mujer me ha pedido en varias ocasiones que lo deje de frecuentar –interrumpió en señal de solidaridad–. Pero lo conozco desde hace tanto y hemos vivido tantas cosas juntos, que no puedo hacerlo. – Comprendo. Con mi esposa es siempre lo mismo; siempre la misma cantaleta. Sin embargo, un día me di cuenta de que mi esposa no lo decía por mí, sino por nuestra hija adolescente que está platónicamente enamorada de Damián Martel desde la mañana que lo conoció en persona en un restaurante mientras desayunaba con sus amigas. Le tengo que confesar que a mí la idea no me gusta en absoluto, pero como le acabo de decir, era, o es, cosa de adolescentes. Por eso me lo tomé con mayor calma que mi mujer – mientras hablaba, con una seña lo invitó a que fueran a buscar asiento en la sala de espera. El pasillo a
  • 10. esa hora estaba muy concurrido–. Le cuento. Hace más o menos un año, mi hija volvió acompañada de algunas de sus amigas y se traían un quilombo porque habían conocido en persona y se habían tomado algunas fotos con la futbolista y campeona mundial Andrea Morgan, ¿la conoce? –El hombre asintió con la cabeza e hizo una mueca de obviedad, como si quisiera decirle que la conocía muy bien–. Mi hija juega futbol en la preparatoria, y al menos por ahora, todavía le interesa un poco más de lo que le interesan los chicos. Sin embargo, ese día, Andrea Morgan estaba acompañada del señor Martel, y mi hija parecía también un tanto…digamos emocionada, por haberlo conocido a él. – Ya veo, doctor. Es lo que sus conocidos llamamos, siempre que algo así sucede, el efecto Martel. – Qué nombre tan peculiar –exclamó amistosamente el doctor Olivier–. Bueno, le decía que mi hija llegó toda emocionada y de inmediato nos mostró las fotos que minutos antes se había sacado con Andrea Morgan. Al ver una de las fotos, me di cuenta que el hombre que estaba a su lado era Damián Martel. – Sí, recuerdo muy bien aquella relación. Estaban muy enamorados. Fue una lástima que duraran juntos tan poco tiempo –comentó lastimosamente–. – A mi mujer le molestó que mi hija y sus amigas, además de la emoción por tener una foto con su ídolo deportivo, se mostraran muy desbordadas al momento de hacer comentarios sobre su amigo. Una de ellas, incluso, comentó, y no la juzguemos, son todas todavía chicas muy jóvenes, que le habría encantado perder la virginidad con Damián Martel –no pudieron contener la risa y la gente alrededor los miró de manera inquisitiva–. Mi mujer se puso más roja que un tomate cuando la escuchó decir eso. Casi me parto de la risa internamente. Debió haber visto su cara. – ¿Lo ve? –agregó sonriendo– No podemos culparlo por ese tipo de acontecimientos, ¿verdad? Hay algo en ese hombre que atrae a las mujeres de cualquier edad. A veces ni siquiera él mismo se da cuenta; otras veces, simula no darse cuenta y juega un papel que le va muy bien, como de hombre ingenuo. Eso les fascina a algunas mujeres. – Sí, me imagino. Ahora que recuerdo, a juzgar por el gesto de su amigo en esa foto, parecía que no le hacía mucha gracia que le tomaran fotos. – Dé gracias a Dios que su hija no es un paparazi, porque le hubiera dejado como mínimo, un ojo morado y la cámara hecha pedazos –volvieron a soltar una sonora carcajada, y una vez más, sintieron sobre ellos miradas desaprobatorias–. – Pero bueno, aunque esta conversación es muy agradable, me imagino que quería hablarme también de otra cosa, ¿no es así? –dijo el doctor Olivier como para darle seriedad a la charla. Había en el asiento d enfrente una vieja que no dejaba de mirarlos con ojos de asesina–. – Sí, así es. Le quiero pedir un favor –comentó, imitando el tono solemne–. – Usted dirá. – Pues verá… quiero ser yo el que se lleve a casa, una vez dado de alta, a Damián. – ¿Teme usted que la señorita que dice ser su novia se lo quiera llevar? – No solo lo temo, lo sé. Ella está consciente de que salir del hospital acompañada de Damián Martel, le daría un poco de fama. Es una bailarina que conoció hace apenas un mes, y si bien la chica es muy simpática, él ya no quiere estar con ella. Precisamente me lo dijo anoche durante la cena. Tenía intenciones de terminar con ella el próximo fin de semana. Ya sabe, a Damián le aburren las relaciones largas. – ¿Y a quién no? –la risa volvió y esta vez parecía ya no importarles la presencia de las demás personas que de vez en vez los volteaban a ver–. – ¿Lo ve? Un ejemplo más. Él puede darse el lujo de terminar con una relación que le aburre para empezar otra que le atrae. Es así –hizo una pausa y mirando fijamente al doctor Olivier comentó–. Me da gusto
  • 11. haber hablado con usted. Parece que hablamos el mismo idioma. Creo que usted y Damián, serían buenos amigos. – Bueno, yo también fui joven, por eso lo entiendo. Y créame que después de veinte años de matrimonio, puedo decir lo que se me pegue en gana; hacerlo, lo encuentro complicado. Pero no pierdo nada con dejar escapar pensamientos reprimidos… de vez en cuando. – Dígamelo a mí –con una palmadita en la rodilla le hizo saber su empatía–. Pero le decía, es preciso que sea yo quien me lo lleve. No creo que Damián esté en condiciones para ser un buen novio. De hecho, no sé si alguna vez lo ha estado. – Sabe usted que necesitará someterse a una terapia para recuperar la memoria, ¿verdad? No creo que sea un caso delicado, pero aun así, es mejor seguir al pie de la letra las recomendaciones médicas. – Sí. Hace unos minutos hablé con una enfermera que lo estaba atendiendo y algo me comentó al respecto. – Por cierto, caballero ¿Cuál es su nombre? Yo soy el doctor Alonso Olivier. – Mucho gusto, doctor Olivier. Yo soy Pablo. – También es usted mexicano, ¿verdad? – Así es ¿Y usted? Tiene acento como de argentino. – Soy uruguayo. – ¿Y qué lo trajo a Estados Unidos? ¿El sueño americano? – No. Más bien vine a estudiar un semestre de la carrera; hace ya casi treinta años. Pero acá conocí a una chica de la que me enamoré perdidamente, y heme aquí –sonrió, levantando y las cejas–. – Me imagino que esa chica es su actual esposa. – Sí, así es. Aunque si usted la ve ahora, parece que fuera otra –volvieron a reír–. No, en realidad la quiero mucho y por eso me permito hacer este tipo de bromas. Pero me decía… – Sí. Mire, creo que no sería conveniente para Damián volver a casa con Paula. Ella, de cualquier forma, no vivía con él. – No le cae del todo bien, ¿verdad? – No, no es eso. Para ser honesto, me cae muy bien. La conozco poco, hace no mucho que sale con Damián y solo he tenido ocasión de platicar con ella un par de veces. Lo que pasa es que, como le dije, él ya no quería estar ella. Y ahora que tal vez no recuerde sus propios planes, la chica podría aprovecharse y montarle un teatrito para engatusarlo y quedarse a vivir con él. Al final, la que va a salir perdiendo es ella, porque una vez que recupere la memoria, se acordará de que quería deshacerse de ella y lo hará sin tocarse el corazón. Créame –aseguró con vehemencia–. – Ya veo –dijo en tono comprensivo–. – ¿Dejará entonces que sea yo el que lo lleve de vuelta a su casa? – No veo por qué no. Pero tendrá que dejarciertos documentos y llenar algode papeleo. Ya se lo explicarán en las oficinas de la planta baja del hospital. – Muchas gracias. – No hay nada que agradecer. – ¿Para cuándo recibirá el alta? – Mañana, si todo va bien. Su amigo es un tipo afortunado; incluso cuando se accidenta. – Sí que lo es. – ¿Y qué pasará con la chica? La tal Paula. Así dijo que se llamaba, ¿no? – Sí. Ella es una chica que, dentro de todo, es bastante sensata y comprensiva. Ya tendrá ocasión de visitarlo cuando ya esté instalado en casa. – ¿Usted hablará con ella? – Ya lo hice. Nunca doy paso sin huarache, como decimos en México.
  • 12. – Bonita expresión. Bueno, si es así, no queda más que despedirnos. Tengo que ir a la sala de rayos x para ver si la impresora ya está funcionando nuevamente. – Doctor Olivier, ha sido todo un placer conocerlo –levantándose del cómodo sofá, volvieron a estrechar sus manos–. – Igualmente, Pablo. Lo espero mañana tipo diez de la mañana para que se pueda llevar a su amigo a casa. – Sí, doctor. Hasta mañana. Al llegar a la sala de rayos x, el doctor Olivier fue informado que la impresora había sufrido averías serias, por lo que tendría que ir, personalmente, hasta otro hospital cercano para poder imprimir los resultados de la resonancia magnética de Damián Martel. De inmediato se le ocurrió ir a Sacramento, donde un buen amigo suyo trabajaba y quien seguramente le permitiría usar la impresora de ese hospital sin la necesidad de hacer trámites burocráticos y evitar así, un sinfín de papeleo. La idea no lo hacía brincar de emoción, pero no quería enviar el archivo por paquetería y menos, por internet. Volvió a su oficina para adelantar un poco del trabajo del próximo día. Antes de retirarse a casa, dejó en su escritorio un mensaje escrito en una hoja de papel para la doctora Adams. “Mañana por la mañana iré a Sacramento por los resultados del paciente Damián Martel. Lleve su caso como estime conveniente. Me comunicaré con usted en cuanto vuelva.Saludos”.
  • 13. Capítulo V No habían dado las nueve de la mañana cuando la doctora Adams entró al cuarto donde se encontraba Damián Martel, a quien encontró todavía durmiendo. Al principio, no quiso despertarlo y pensó que sería mejor volver más tarde. Luego, recordó que si no hubiera sido por él, ella estaría, en ese preciso momento, en una hermosa playa caribeña contemplando el azul turquesa del mar. Casi involuntariamente y como no queriendo, dejó caer el vaso de cristal que estaba en una mesita junto a la cama de Damián Martel, quien de inmediato se despertó luego de que el vaso se estrellara contra el suelo. – Lo siento –exclamó ella cuando abrió los ojos–. – No se preocupe. Estaba teniendo una pesadilla –bromeó sin dejar muy en claro el gesto que en su rostro había porque un bostezo se atravesó mientras hablaba –. – Habla usted inglés, ¿verdad? – I do… Pero preferiría hablar con usted en español. Es más romántico –y volvió a bostezar– ¿Le importa a usted? – No. Por mí está bien –dijo en tono distraído porque su mente estaba ocupada en pensamientos que fugazmente cruzaron por su cabeza. No sabía qué pensar de ese hombre. No sabía si le daba la impresión de ser un cínico, o un hombre encantador. Se dio cuenta de que se sentía un poco agitada y que seguramente su rostro daba señales de estar ruborizado. Así que tomó el teléfono que estaba a su lado y pidió que alguien de limpieza fuera a recoger los restos del vaso que yacían sobre el suelo–. Soy la doctora Adams –dijo, ya más calmada–. Soy la encargada del Departamento de Neurología de este hospital. Necesito hablar con usted sobre su accidente y darle recomendaciones pertinentes, antes de poder darlo de alta. – Estoy a su completa disposición. – Empezaré con algunas preguntas para cerciorarme que es un caso típico de pérdida parcial y temporal de la memoria ¿Recuerda usted algo de su infancia? – Vagamente. – Bueno, son buenas noticias. Significa que en efecto se trata de un caso de pérdida parcial de la memoria. Dígame, ¿qué es lo que le viene a la cabeza cuando piensa en su niñez? – Me veo a mí mismo sentado en el césped de un hermoso jardín, jugando con el lodo…Hay muchos árboles a mi alrededor y también puedo ver flores de múltiples colores y un par de perros corriendo por ahí… ¿Por qué pone esa cara? –preguntó en tono amigable–. – No, por nada. Simplemente no esperaba una respuesta como esa ¿Podría darme más detalles? – No… Siento una rara sensación al no poder recordar más cosas… ¿Podría llamarle a alguien para que me traiga un café? Tengo muchas ganas de tomar uno. Me siento todavía un poco adormilado –comentó con voz soñolienta–. – Sí. Enseguida lo haré –volvió a descolgar el teléfono y encargó dos cafés–. A mí también me gustaría tomar uno – se justificó, inmediatamente, un tanto apenada–. – A un café o a una copa de vino nunca se les puede decir que no. Son de esas cosas que caen bien a todas horas, ¿no? – Bueno, si usted lo dice. Yo no estoy totalmente segura de eso, pero no importa –comentó en tono distante–. De su adolescencia, ¿recuerda algo? – Un poco más. Puedo verme en distintos conciertos, rodeado de gente que canta al unísono y que aplaude sin parar. Pero no en un solo lugar, tengo recuerdos de muchos lugares haciendo lo mismo. Parques, teatros, plazas públicas, bares, etc.
  • 14. – Sí, es normal. Cosas como la música no se olvidan nunca –hizo una breve pausa antes de hacer su siguiente pregunta, como si estuviera meditando si era pertinente o no–. – ¿Todo bien? –preguntó él, caballerosamente–. – Sí. Todo bien. Mejor de lo que esperaba. Al parecer su caso es de los que en términos médicos llamamos normal. Su memoria se irá restableciendo poco a poco y no veo inconveniente en darle el alta. Por otra parte, es necesario que tengamos citas frecuentemente para seguir evaluando su progreso. – ¿Tendré que venir constantemente al hospital? Los hospitales y los cementerios nunca me han gustado –comentó de manera indiferente y espontánea–. Disculpe usted, no quise decir eso –en ese momento, una de las señoras de limpieza abrió la puerta y entró a la habitación. Saludó amablemente a la doctora Adams, quien con el dedo le indicó donde debería limpiar. Silenciosamente, empezó a hacer su labor, y justo en el momento de levantar los restos del vaso con el recogedor, su mirada se cruzó con la de Damián Martel, quien la observaba con curiosidad infantil. Involuntariamente, la mujer soltó el recogedor hasta que se estrelló contra el suelo, y su rostro palideció de un segundo a otro. – ¿Está usted bien? –preguntó la doctora Adams–. – Sí, doctora. Es solo que me distraje por un momento. Lo siento. – Cualquiera diría que vio un fantasma –bromeó la doctora Adams–. Es solo el sr. Martel. Sí, ese mismo –hizo un gesto de obviedad–. Lo reconoció, ¿no es así? – Sí, así es. Lo reconocí –dijo en tono ensimismado, como si estuviera pensando en otra cosa–. Limpiaré esto enseguida –de nuevo recogió los restos del vaso. Esta vez no hubo ningún percance y terminó su labor sin contratiempos. Al momento de salir de la habitación, volvió el rostro hacia donde estaba Damián Martel y le extendió una calurosa sonrisa, la cual le fue devuelta del mismo modo. – Sr. Martel –retomó la conversación la doctora Adams–. Es necesario que se someta a un tratamiento psicológico en las próximas semanas para asegurarnos de que todo esté bien. – ¿Un tratamiento psicológico? ¿Por qué? –preguntó en tono chillón, como de niño malcriado–. – Es parte del proceso de curación. Lo hacemos con todos los pacientes que sufren una contusión en la cabeza. Algunos de ellos, ni siquiera pierden la memoria y de cualquier forma se someten voluntariamente al tratamiento –lo dijo como para hacerle entender que era completamente normal ese procedimiento–. Yo misma sostendré esas reuniones con usted… Si no tiene ningún inconveniente en ello. – ¿Es usted psicóloga? – Soy neuróloga, pero he hecho infinidad de diplomados en el campo de la Psicología. – Está bien, pero con una condición. – ¿Cuál? –preguntó ella al par que sentía que su rostro se ruborizaba nuevamente–. – Que nos reunamos en otro lugar. – Eso no está permitido, Señor. Martel –puntualizó con severidad–. – Haga una excepción –propuso con un tono tan seguro como el de un padre que aconseja a su hijo. La doctora Adams lo miró por unos segundos, sin responder. Luego, sin poder disimular una cariñosa sonrisa, desvió su mirada hacia la ventana del cuarto–. – Veré qué puedo hacer. – Muchas gracias, doctora Adams –respondió con gesto de satisfacción–. ¿Qué habrá pasado con el café? – Iré a ver –tomó sus cosas y se dirigió hasta la puerta–. Cancelaré el mío. Recordé que tengo algunas otras cosas que hacer y no podré quedarme con usted más tiempo. Le llamaré mañana para acordar nuestro próximo encuentro. – Está bien. Esperaré su llamada.
  • 15. Al caminar por el pasillo del hospital, sintió un ataque de risa que no pudo controlar. Algunas enfermeras que caminaban por ahí, voltearon a verla pero no se atrevieron a decir nada. De cualquier forma, se apresuró a llegar hasta su oficina. Ahí, se dejó caer en su cómoda silla y ya sentada, corrió las elegantes cortinas que cubrían un enorme ventanal que daba justo a un parque que se encontraba a un costado del hospital. Desde su posición, pudo observar a una pareja que almorzaba sobre un mantel dispuesto en el césped del parque. De vez en vez, se daban cariñosos besos y el hombre acercaba a la chica contra su cuerpo, mientras ella, se dejaba abrazar mostrando un dejo de ternura en su rostro. Cruzó por su mente, de manera fugaz, la idea de sostener la primera cita con Damián Martel en ese mismo lugar.