El documento narra la historia de John, un trabajador borracho de una fábrica de salchichas. Al llegar borracho al trabajo, el capataz le permite seguir trabajando para evitar problemas con la visita inminente del dueño de la empresa y un importante cliente. Sin embargo, durante la visita hay un accidente en el que John cae en la trituradora de carne.
Técnicas de grabado y estampación : procesos y materiales
Trabajador cae en trituradora de carne en fábrica de salchichas
1. Se recomienda leer las renuncias o disclaimers. Gracias.
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Renuncias: esta historia narra es irreverente e inusual, y puede herir la sensibilidad de l@s lectores debido a la descripción
de algunas de sus escenas.
Clasificación:
Autora: Cuchulainn y Mimu S.A.
A M O R
Y
C O L E S T E R O L .
I.
La calle parecía bailar bajo sus pies mientras la cerveza bañaba las venas de John camino de su trabajo en la Smith
& Sons Company. Eran muchos años de trabajar en aquella maldita factoría, con el chillido de los cerdos degollados
en el matadero anexo y el trajinar de las picadoras de carne y las embutidoras como única música por una miseria
de sueldo para que le importara lo más mínimo aparecer tambaleante y borracho. No era la primera vez y, estaba
seguro, no sería la última. ¿Que el hijo de perra de Tom Claremont, el capataz, le sancionaría con cuarenta dólares
de multa si le veía? Pues estarían bien empleados si con ello conseguía olvidarse de su perra existencia... Un trabajo
de mierda, una rulote de mierda como casa, una mujer de mierda y unos hijos yonquis de mierda... Una mierda de
vida... Al carajo, pensó, si me despiden, mejor. Así podré estar una temporada bebiendo a costa de la teta del puto
ayuntamiento. Esto es América.
El edificio era viejo y gris, manchado por la contaminación de la ciudad, había conocido días mejores, aunque no
muchos, desde su construcción en los años veinte. El aroma dulzón de la sangre y la carne bañaban sus paredes, así
como el olor agrio de miles de vidas miserables entregadas a un trabajo desagradable y mal pagado. Las ventanas
destacaban por la ausencia de los cristales desde la última huelga, quince años atrás, cuando los piquetes
destrozaron gran parte de la fábrica antes de ser disueltos con gran violencia por los antidisturbios de la policía, y la
entrada principal, con sus puertas de barrotes metálicos, le daba la sensación a quien entraba que difícilmente
podría sobrevivir en tal lugar, estéticamente más parecido a un campo de exterminio que a una fábrica de
salchichas. Arrastrando los pies por el suelo de gravilla, John se encaminó hacia el reloj para fichar, como cada día,
iluminado por el sol mortecino que pugnaba por filtrarse por entre la muralla de humo creada por las chimeneas y
rodeado por un rebaño de borregos con mono de trabajo, seguidos por la mirada aburrida de los guardas de
seguridad del edificio con sus uniformes azules, revólveres reglamentarios y sus casi reglamentarias y orondas
barrigas cubriendo la hebilla del ceñidor. Un chasquido, una señal en su ficha, le indicó que la vida se detenía por
unas horas y empezaba el infierno diario. Hurgó en sus bolsillos: ahí estaba, la vieja y abollada petaca metálica
repleta de esperanza de cuarenta y cinco grados, la única herencia que le había dejado su padre, y también la única
que había deseado del viejo hijo de puta, borracho, putero y ludópata que le había engendrado. Con ansia,
desenroscó el tapón de metal y se la llevó a los labios en un beso ansioso, desesperado. El fuego de la vida recorrió
su boca y su garganta, llevándole algo de alegría a su maltrecho ánimo...
–¡John! Se volvió, escondiendo la petaca con el cuerpo.
¡Maldita sea!, pensó. Ya me han visto. –John... ¿Qué coño haces bebiendo en la fábrica? ¿Quieres quedarte sin
trabajo?
Era el maldito capataz, aquel bastardo chupapollas, idiota y desgraciado, que perdía el culo por tener contenta a la
empresa... ¡Gilipollas! Si le pagaban una mierda, como a él, sólo que una mierda más grande... –Es mi medicina
para el resfriado... ¿No querrás que me quede en la cama con fiebre, no?
–A otro perro con ese hueso, John, que nos conocemos hace muchos años... ¡Joder, estás borracho! –¿Y a ti qué
coño te importa? –Le respondió con voz pastosa –¿Acaso te has vuelto de la liga anti-alcohólica?
2. –No, idiota. Sencillamente que hoy viene el Sr. Smith a ver la fábrica, y no me gustaría que encontrara a uno de los
trabajadores más antiguos de la empresa tumbado encima de la mesa de cualquier obrador durmiendo la mona...
Joder ¿Y ahora qué hago contigo? Anda, súbete a la plataforma a controlar la trituradora y procura que no te vea
cuando esté por aquí.
II.
El Señor Smith hijo llegó con gran estruendo a la fábrica a bordo de su flamante coche nuevo, ignorando los saludos
que le dirigieron los guardias mientras accedía a toda velocidad a las instalaciones y aparcaba de cualquier manera
frente a la puerta del edificio principal. Odiaba profundamente aquel negocio que había heredado de su padre, así
como éste lo había heredado de su abuelo, un inmigrante alemán llamado Shmitz, que sólo conocía una cosa en la
vida: las salchichas. Le deprimía profundamente visitar aquel edificio, aquellas naves llenas de zafios y sucios
miserables que morirían de hambre si él no les proporcionara su único medio de sustento.
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El negocio había funcionado siempre bastante bien, sin embargo, desde hacía unos años, las ventas habían bajado
mucho, y ahora se estaba llegando a plantear el cerrar la fábrica, vender los terrenos y retirarse con lo que sacara
de ellos. El terreno había subido mucho desde que lo comprara su abuelo y seguramente podría sacar un buen
pellizco por aquella fábrica cochambrosa.
Sólo pensaba darle una oportunidad a aquella mierda de empresa. Esa misma mañana, vendría de visita Rod
Murdoch, el director de compras de Hot Dog King, la cadena de restaurantes de comida rápida más importante del
país, con la intención de comprobar la calidad de los productos que allí se fabricaban. Si estos eran de su agrado y
llegaban a un acuerdo en el aspecto crematístico de la cuestión, se acercaba una época de grandes beneficios para
la Smith & Sons y, naturalmente, para él mismo.
Entró con paso rápido mientras el nauseabundo olor castigaba con violencia sus fosas nasales. Saludos y
reverencias guiaban su camino al encuentro de Tom Claremont, el viejo capataz y hombre de confianza de su padre,
un tipo rastrero pero necesario, capaz de dejarse el pellejo por cumplir una orden de la empresa y de enemistarse
con su madre si él así lo deseara.
Allí estaba, nervioso, esperándole con la mirada inquieta y su bata manchada de sangre y carne, con las botas de
goma pringosas y su estómago temblando casi tanto como su papada.
–Señor Smith, me ha sorprendido cuando esta mañana me han avisado que venía. Es raro verle por aquí.
–Espero a un cliente potencial. Vamos a dar una vuelta hasta que llegue, para comprobar que todo en la fábrica
marcha bien.
Pasearon por la sala de matanza, mientras los despreocupados matarifes bromeaban entre ellos al ritmo de las
cuchilladas y los estertores de los cerdos. La peste a podrido de las vísceras llenaba la sala y el sonido viscoso de
éstas al derramarse en el suelo le daban ganas de salir corriendo, de refugiarse en su mundo perfecto de fiestas,
servidumbre y whiskys de malta.
El panorama no era muy diferente en las salas de despiece contiguas. Allí, sucios brutos de grandes dimensiones,
limpiaban la carne de los huesos con la facilidad con la que él se afeitaba cada mañana, mientras un batallón de
jóvenes casi recién destetados, corrían de un lado a otro arrastrando los cuerpos decapitados y partidos por la mitad
de los cerdos por los raíles mugrientos pegados al techo desconchado y llevándose carros enteros de huesos mondos
para la fábrica anexa de piensos animales.
Al llegar al obrador de las salchichas todo el mundo se volvió hacia él y le dedicó un respetuoso y efusivo saludo...
¡Idiotas!, pensó. Si supierais lo cerca que estáis del desempleo, no seríais tan sumisos...
La sala era rectangular, con una larga mesa de metal, donde los trabajadores ataban, dividiendo en salchichas, la
larga tira de carne embutida que surgía de la trituradora, un monstruo de metal de más de treinta años de edad y
que casi alcanzaba el techo, donde se hallaba el panel de control, situado en una alta plataforma oxidada, muy
parecida al andamio de una obra.
Los trabajadores de aquella sala no le parecieron distintos de los demás que había visto esa mañana: lerdos
grasientos, empapados en alcohol y sudor, cuarentonas desfondadas arrastrando sus piernas varicosas, con el
cuerpo deformado de tanto traer desgraciados al mundo, y alguna jovencita aún de buen ver, por lo menos hasta
que algún capullo las dejara embarazadas en el asiento de atrás de un coche desvencijado.
Un grito aterrador y un sonido desagradable procedentes de la trituradora le hizo salir de sus pensamientos. Todo el
mundo parecía paralizado en su puesto, mirando al titán metálico con terror, como si fuera un monstruo prehistórico
dispuesto a devorarles de un bocado. Incluso Claremont, el capataz, parecía aterrorizado, temblando de cabeza a
pies como un enorme montón de gelatina sudorosa. No comprendía qué pasaba, se quedó mirando fijamente al
gordo encargado, y al ver que no reaccionaba le sacudió por los hombros.
–¡Tom!
Éste pareció despertarse de un viaje de caballo y con ojos desencajados salió corriendo todo lo que le permitía su
3. atrofiado cuerpo hacia la escalera de mano que llevaba a la plataforma.
–¡John! ¿Estás bien?
Ninguna respuesta llegó de las alturas, sino de la embutidora, cuando ésta empezó a soltar por su boca metálica,
sobre la mesa, una larga tira de carne roja claramente sin sangrar. Varias mujeres se desmayaron, las arcadas se
dejaron oír por toda la sala y el olor de la bilis y desayunos mal digeridos usurparon el lugar a los habituales aromas
de la chacinería.
Seguía sin entender nada de lo que sugería. Caminó hasta el pie de la escalera y se dirigió al capataz que ya había
trepado, no sin dificultad, y se encontraba en la plataforma, asomándose por la boca de la trituradora con la cara
desencajada.
–¿Qué pasa?
–John... Un trabajador ha caído en la trituradora... –Masculló. –¡Dios mío, no ha quedado nada!
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El mundo se derrumbó sobre él. Justo lo que le faltaba en ese momento, un accidente... ¿Es que esos idiotas no
respetaban nada? No, el hijo de puta tenía que escoger ese día precisamente para caerse en la trituradora. Pues no,
no conseguirían arruinarle el negocio. El hombre de Hot Dog King estaba a punto de llegar, pero ya encontraría la
forma de disimular el accidente.
–¡Tom!
–Señor Smith...
–Va ha venir alguien muy importante para el futuro de esta fábrica... No debe enterarse de esto, bajo ningún
concepto.
–Pero...
–Ni pero ni nada... Habla con los trabajadores. Si disimulan bien encontraran una gratificación en su sobre
semanal... Y esconde "eso" de encima de la mesa.
Sin dar tiempo a contestar al obeso empleado, salió con paso decidido del obrador en dirección a su coche. No llegó
a él, no había ni andado doscientos metros cuando Doc, el contable de la fábrica, le salió al encuentro visiblemente
alterado.
–¡Señor Smith, Señor Smith!
–¿Qué pasa ahora, Douglas?
–El Señor Murdoch ha llegado hace unos minutos...
Mierda..., pensó. Ese jodido chupapollas de la Hot Dog King se había adelantado, pero con suerte y un poco de
picardía lograría entretenerle lo suficiente para que Claremont y sus trabajadores retiraran los restos embutidos del
idiota que había decidido hacer el salto del ángel en la picadora de carne...
–¿Dónde esta?
–Le he llevado al obrador de las salchichas por la puerta del patio, he supuesto que usted estaría allí con
Claremont...
–¡¿Que has hecho qué?!
Corrió... no, más bien voló los metros que le separaban de la sala de embutido, empujando a los ineptos que le
miraban extrañados y lanzando al suelo a más de uno que tenia la mala idea de pasar por allí en ese momento.
Tenía que llegar antes que pasara algo irreparable, la vida le iba en ello. Las puertas basculantes de plástico
explotaron para dejarle pasar como un demonio con el rabo en llamas, justo a tiempo para ver que ocurría lo peor
que podía pasar: el tal Murdoch estaba de pie, rodeado de trabajadores con cara de circunstancias, al lado de la
mesa, probando las diferentes clases de salchichas que allí se fabricaban... Incluidas las que aún colgaban de la
embutidora.
– Ah, por fin está usted aquí, señor Smith... Le felicito, unas salchichas excelentes.
–Sí... –Su cara era una máscara desencajada, no sabía si se iba a poner a llorar o a ser víctima de un ataque de risa
histérica. –Muy buenas... ¿No?
–Sí, sobretodo éstas de aquí. Nunca había probado nada tan delicioso... ¿Es todo cerdo?
¡Las salchichas de carne humana!, gritó algo en su interior. Tengo que quitárselas y evitar que siga comiendo...
Aunque... ¿Qué demonios? Si le gustan tanto no puedo evitar que se las coma, pensaría algo raro...
–Sí, cerdo al cien por cien. Es una antigua receta que trajo mi abuelo del viejo continente...
–Son perfectas, es lo que he estado buscando: un nuevo sabor con clase, con estilo... Con la promoción adecuada
venderemos millones de unidades... Mañana pasaran los abogados de mi compañía para firmar un contrato en
exclusiva.
4. –Pero... No podemos... No puedo propor...
–Le digo que quiero estas salchichas para nuestra cadena... O son éstas o ninguna más.
Un manto negro cayó sobre su mente ¿Cómo podía proporcionar aquel embutido a una cadena de restaurantes? ¡Y
en cantidades industriales, además! Aunque...
–Sí, claro que sí, dígales a sus jefes que no habrá ningún problema con ello.
Tras aquella entrevista, los trabajadores recibieron el día libre y una fuerte compensación económica por tener la
boca cerrada; fueron todos trasladados a otros departamentos y nunca volvieron a pisar aquella sala donde la
picadora de carne había devorado a John como un Saturno de metal.
Tom Claremont tuvo una entrevista personal con su patrón...
–Bien Tom, sabes lo que esto significa...
–Pues no... –Dudó. –No lo sé, Señor Smith...
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–Pues que tenemos dos opciones: o cerramos la fábrica o seguimos haciendo salchichas de carne humana...
–¡Pero Señor Smith...! ¡¿Cómo puede decir eso?!
–Esto es lo que hay, Tom... Declaramos lo ocurrido a las autoridades... con las consecuencias correspondientes, en
tu caso: negligencia por dejar a alguien borracho en un puesto con peligro, esconder una muerte y permitir que
alguien consumiera... eso. Estás mayor para la cárcel... ¿No crees, Tom?
–P... pero...
– O la segunda opción: Le damos a la Hot Dog King lo que quiere, hacemos un buen negocio, y tú te llevas un buen
pellizco... No me dirás que no te iría bien... digamos... ¿Un cuarto de millón?
La cara de sapo de Tom Claremont tembló cual postre de gelatina y durante unos instantes casi se le pudo oír
pensar. Pronto una sonrisa maliciosa apareció en su rostro.
–Usted sabe, Señor Smith, que esta empresa es mi vida...
–Lo sé, Tom, lo sé...
–Pero... ¿De dónde sacaremos la carne?
–¿Tú crees que alguien echará de menos a unos cuantos "espaldas mojadas"?
–¿Cómo...?
–Les damos trabajo, no tienen familia en el país, ni número de la seguridad social ni nada de nada... No existen. Les
contratamos al sueldo habitual, y a medida que lleguen los pedidos se les traslada a la sala del triturador... Conozco
unos cuantos chicos a los que no les importaría hacerse un sobresueldo en la industria cárnica y nos ayudarían...
III.
Aquel apartamento, o mejor, habitación con baño, era una verdadera ruina: las paredes estaban desconchadas y
llenas de graffiti, anunciando el poder negro y que a un tal Peter Brennan le gustaba chupar pollas, facilitando su
teléfono. La cocina consistía en una sucia mini nevera recogida de la basura y que aún funcionaba, y un pequeño
fogón de camping gas situado en un rincón, justo en la esquina contraria de donde descansaba un roñoso colchón de
espuma, la cama de matrimonio. El pequeño baño sólo disponía del lavamanos y la taza, que hedía como una tumba
abierta. Si deseaban ducharse tenían que salir hasta el final del pasillo, donde se encontraba el servicio comunitario.
Enormes cucarachas, como caballeros artúricos de rojiza armadura, campaban por donde les apetecía, agitando sus
antenas a modo de estandartes del ejército que un día colonizaría el reino del hombre, llenando el aire con el
desagradable sonido de sus correrías. Los cristales de la única ventana hacía tiempo que habían dejado de ser
transparentes gracias a la película de suciedad que se acumulaba en ellos. Una mísera bombilla colgada de un cable
proporcionaba la única iluminación de la que disponía la miserable vivienda.
Lucita era una mujer joven, incluso se podría decir que hermosa, si no fuera por sus pómulos, casi masculinos, y su
cuerpo, excesivamente musculoso. Poseía unos llamativos ojos azules, inauditos en su México natal, enrojecidos por
la pena ya que casi no había dejado de llorar desde que se habían instalado en aquella casa. Llevaba dos años
casada con Renato, su novio de toda la vida, dos años de los que habían pasado la mayor parte en su país, en su
pequeña aldea, Villachica, donde vivían tranquilos, sin lujos, pero tranquilos.
Un día, al volver del campo, Renato le preguntó que le parecería irse a los Estados Unidos... ¡Los Estados Unidos!
Rápidamente su cabeza se llenó de imágenes de enormes coches y artistas de cine. ¡Sí! Irían a vivir donde los
5. gabachos! Tendrían unos buenos trabajos y una bonita casa con jardín, como en la televisión... Allí todo el mundo
tenía un jardín con una pequeña bandera estrellada, y sólo les iba a costar todos sus ahorros.
La cosa no fue tan bonita. Tras un penoso viaje siguiendo los pasos expertos de un "coyote", llegaron a los Estados
Unidos. Allí pronto se vieron desamparados, sin nadie a quien recurrir. Ningún patrón quería darles un trabajo
decente cuando se olía que eran ilegales, "espaldas mojadas". Habían sobrevivido gracias a los pequeños trabajillos
que Renato había conseguido y aquella habitación era lo único que podían permitirse.
¡Cómo deseaba volverse para México!
Renato llegó pletórico a casa. Lucita le miró ensimismada: era su hombre, con su enorme bigote, sus ojos verdes y
su pelo aceitado con los restos de una lata de sardinas, un auténtico hombre. La alegría rezumaba por sus poros,
junto con unas cuantas cervezas, y su olor agrio, a sudor rancio eclipsó por un instante el hedor de la taza del
excusado.
–¡Lucita, tengo trabajo!
–¡Mi amor, qué alegría...!
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–Sí, en una fábrica de embutidos, la "Esmit nosequé"... Me van a pagar
ciento ochenta dólares a la semana, no les importa que no tenga papeles, aún más, parece que lo prefieran...
–¡Qué gran noticia, Renato!
–Es mejor aún... –Respondió. –¡Tú también!
–¿Cómo...? –Que tú también tienes trabajo en la fábrica.
–Pero... ¿Ya les has dicho que estoy embarazada?¿No les importa? –No, pero aún no se te nota... Trabajarás
mientras puedas tenerte en pie. Ya te encargarás de disimular esa barriguita, estoy seguro.
–Sí, mi amor.
–Ah, otra cosa... Nadie debe saber que estamos casados. No sé por qué razón, sólo contratan a la gente que no
tiene familia en los Estados Unidos.
–Sí, mi amor.
Se sentaron en el colchón y devoraron la cena: una lata de fríjoles y dos hamburguesas rancias, acompañadas de
sendas colas. Todo un festín. –Por cierto, Lucita... ¿Has pensado ya en el nombre del niño?
–Niña, va a ser niña. –¿Niña? ¿Y tú cómo sabes eso?
–Hay cosas que sólo las puede saber una mujer... Y se llamará Gabrielle. –¿Gabrielle? Joder, sabes que odio ese
nombre. Cuando lo oigo, no sé porqué, me entra frío en el ombligo.
Lucita rompió a llorar como una niña. –P... pero, a mí me gusta mucho...
IV.
Una nueva vida empezó para ellos en la Smith & Sons.
Renato trabajaba en uno de los obradores donde se dedicaban a poner en remojo la tripa desecada que después se
utilizaría para embutir. Lucita se unió a una brigada de mujeres, todas ellas mexicanas, que se encargaban de la
limpieza de la totalidad de las naves... No, de la totalidad no: una de ellas permanecía siempre cerrada, aún cuando
se trabajaba en ella.
Ninguno de los trabajadores asignados a aquel obrador, el número 9, se relacionaba con nadie del resto de la
plantilla, sino que se cruzaban con ellos sin siquiera saludar, limitándose a mirarles con los ojos del lobo hambriento
que observa un rebaño de ovejas. Todos ellos parecían salidos de una película mala de gángsteres, grandes, sucios y
malcarados, vestidos con ropas chillonas, hablaban a gritos con voces roncas y soeces, maldiciendo sin cesar,
ofendiendo a cualquier oído sensible, tanto de la tierra como de los cielos. El trabajo era duro. Lucita tomaba sus
bártulos de limpieza con el toque de las seis y no los abandonaba hasta la parada de media hora para la comida de
las doce en punto. Luego seguía limpiando sangre y porquería mientras hubiera alguien trabajando, cosa que no
solía ser antes de las seis de la tarde. El aroma de la muerte mezclado con los productos de limpieza baratos
impregnaba sus fosas nasales y el sonido de la matanza acunaba su cerebro, mientras sus pensamientos volaban
por los campos que la vieron nacer... ¿Para eso habían abandonado su hermosa aldea? Sí, soñaba con una vida
mejor para Gabrielle, y aquel era el primer paso en el camino que debían recorrer ella y su amado Renato para
facilitársela... Su hija iba a ser americana y eso merecía cualquier sacrificio por su parte.
Su mísera habitación la esperaba al final de la jornada y en ella Renato, con sus ansiosos ojos verdes. Allí, sin
6. mediar más que un rápido saludo, la poseía sobre el colchón cochambroso, precipitadamente, sin ningún
miramiento, sin romanticismos... Era su mujer, tenía todo el derecho. La mayor parte de los días ni siquiera se había
preocupado en lavarse, y el hedor de las tripas invadía las pituitarias de Lucita provocándole arcadas, mientras la
pelvis de Renato se movía, espasmódica, golpeándola por breves instantes, antes de descargar todo su amor en su
interior... Eso le demostraba cuánto la amaba ya que, aún apestando, seguía siendo deseable para él... ¡Qué suerte
tener semejante hombre!
Pasaron varias semanas en las que la rutina se había convertido en felicidad. No les faltaba qué comer y podían
permitirse acudir al Emporium, el cine más cercano, para ver cualquier película de veinte o treinta años atrás, en la
sesión doble que ofrecía la desastrada sala de proyecciones para la nutrida población de chicanos. "El Santo", "Blue
Devil", "Argo el gigante" y otros personajes de la mitología cinematográfica Mexicana les ayudaban a evadirse de sus
míseras existencias por unas horas. Aquello era cine y no las películas hechas por los güeros, donde sus
compatriotas no eran más que una panda de guarros, vagos y borrachos de tequila que huían al sonar los primeros
disparos o morían estúpidamente a la primera de cambio ante el héroe "WASP" de turno. No, sus películas hablaban
de luchadores enmascarados, misteriosos, valientes y caballerosos surgidos del pueblo, hombres, machos de verdad,
no como esos yanquis afeminados que hablaban como patos alcoholizados y tenían el andar de un pisoteador de
uvas.
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Se sentaban en silencio mientras la oscuridad invadía la sala, cogidos de la mano como cuando eran novios. Los
gritos y aplausos de aprobación les ensordecían tras cualquier heroicidad del héroe pertinente, mientras palomitas,
cual estrellas fugaces, surcaban el firmamento de la sala de cine. Eran unos momentos de felicidad casi absoluta. Su
hombre junto a ella, asiéndola con sus fuertes manos, embriagándola con su olor a macho, mientras las hermosas
voces la transportaban a su vida pasada en México, muy lejana ya.
Renato la asió de la mano y requirió su atención con un gesto ansioso de su cabeza mientras devoraba a puñados el
enorme cubo de palomitas pringosas de mantequilla.
–Lucita... –Una lluvia blanca la salpicó momentáneamente. –Me han ofrecido trabajar en el obrador nueve...
Durante unos instantes se quedó muda. ¿El obrador nueve? Nadie entre sus conocidos de la fábrica trabajaba allí, en
aquella sala misteriosa que permanecía siempre aislada.
–¿Y eso, Renato?
–Tom Claremont dice que esta muy satisfecho con mi trabajo. –Sus ojos se iluminaron. –¡Me van a pagar cincuenta
dólares más a la semana!
–Pero... ¿Qué es lo que hacen en esa nave, Renato? No será nada ilegal...
–¿Y qué más da? Recuerda que el simple hecho de estar en este país ya nos convierte en ilegales... Además,
tenemos que ahorrar para cuando nazca Gabrielle del Carmen.
Gabrielle del Carmen, Renato se había empecinado en añadir al nombre de su hija el de su madre... Desde luego
que sonaba horrible. Bueno, que la llamara como quisiera, ella la llamaría solamente Gabrielle.
V.
El suelo presentaba la habitual costra de cochambre sanguinolenta de todos los lunes por la mañana. Aquel trabajo
podía ser sucio y pesado, pero le permitiría estar cerca de su marido en aquel día tan importante, en el que su
futuro y el de su hija nonata empezaba.
Se había levantado a las cuatro, cuando el sol aún no se había desperezado de su sueño e iniciado su lucha eterna
contra las tinieblas de la noche. Sirvió una abundante ración de tortitas a Renato, que se debatía, inquieto, en las
sillas de camping que formaban parte de su mobiliario desde que habían encontrado trabajo en la Smith & Sons. Las
había acompañado con mucha miel, como a él le gustaban, pero había sido incapaz de comerse más de una, y aún
así con un evidente esfuerzo por su parte, como si los nervios y la ansiedad ante lo nuevo y lo desconocido hubieran
levantado una barricada en su garganta.
Pasearon en dirección a la fábrica bajo las estrellas mortecinas mientras el frío de la madrugada atería sus cuerpos y
la humedad se filtraba hasta lo más recóndito de su osamenta. Como cada día, se habían separado antes de llegar,
para evitar ser vistos juntos, y cada uno se había dirigido a su puesto de trabajo.
Tras un rato fregando los suelos de los muelles de descarga, Lucita había ido a dar, como quien no lo quiere, por los
alrededores del misterioso, a la vez que anhelado para ella, obrador número 9.
Allí estaba él, sentado en un montón de cajas ante la puerta de la nave, fumando ansioso un cigarrillo con la mirada
perdida en el gris desgastado del viejo suelo de cemento, ahogando los nervios bajo la niebla producida por la
combustión del tabaco, relajándose en un baño caliente de nicotina.
Lucita le observó escondida tras un montón de cajas de tripería. Lo último que quería era incomodarle con su
presencia. Renato ya estaba lo suficientemente nervioso para que ella sumara su presencia a sus actuales
7. preocupaciones.
La puerta corredera de la nave se abrió con un chirrido digno de una de las viejas películas de Vincent Price, dejando
escapar una vaharada de vapor de agua, una voluta de niebla cargada de efluvios de carne escaldada. Un cuerpo
enorme, macizo, titánico, enfundado en unos vaqueros viejos, desgastados y una camiseta rallada cubriendo un
pecho grande como un tonel bajo el mandil cochambroso, cruzó la puerta con paso cansino, en dirección a su
marido.
–¿Renato García? –Preguntó a la tímida figura que le miraba con ojos desorbitados con un cigarrillo medio colgando
del labio inferior. –Acompáñeme...
Sin mediar palabra, el siniestro personaje volvió hacia el interior de la brumosa entrada, seguida por la dubitativa
figura de Renato.
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Silencio, silencio rodeándolo todo, como si la realidad se hubiera detenido alrededor de Lucita. Su hombre había
desaparecido por la oscura puerta metálica de una nave similar a un castillo gótico, poblado de pétreas gárgolas y
oscuros secretos. Su corazón había dado un vuelco al ver desaparecer a Renato en la niebla. Gabrielle se había
removido nerviosa en su interior, y por un ínfimo instante, le había parecido oír un llanto infantil que brotaba desde
su seno materno, el grito desesperado de quien conoce el fatal desenlace de las cosas y no puede ser escuchado, el
grito desgarrado de Cassandra brotando desde los profundos abismos de su matriz.
Rodeó el obrador buscando algún sitio para atisbar el interior. Sí, recordaba lo de los cristales rotos durante las
huelgas del sindicato de actividades cárnicas, años atrás, que le había contado Mary Ann, la cotorra de la sección de
limpieza, y que la empresa, en su infame tacañería, no se había preocupado en reponer. Allí estaban, a unos tres
metros del suelo las ventanas superiores del edificio, como una boca desdentada mostraban su sonrisa llena de
huecos y caries. Su escalera, sí, con ella podría espiar el interior sin gran riesgo de ser vista. Arrancó a correr hacia
el cuarto de material y se dirigió a toda velocidad de vuelta a su objetivo, cargando la obsoleta escalera de madera,
mientras dolores abdominales producidos por el cansancio hacían mella en ella. No, no era ese momento para
detenerse, ya descansaría más tarde, cuando sus risibles sospechas fueran negadas.
Se sentía tonta, corriendo de arriba a abajo, histérica, por una simple sensación, una intuición que sólo podía definir
como el gesto atávico de la presa ante un depredador, pero no podía evitarlo... Su mente lógica parecía relegada a
un segundo puesto, gobernando su cerebro y sus actos el instinto ancestral de su especie, cuando un descuido, la
falta de atención en un instante podía representar el desastre.
Trepó por la desvencijada escalera para asomar su mirada al interior de la ventana.
Renato gateaba en dirección a la puerta con la cabeza convertida en un guiñapo, dejando tras de sí un rastro de
sesos machacados, fragmentos de hueso y sangre espesa, casi negra, mientras el individuo de la camiseta a rallas y
el mandil la golpeaba repetidamente con un pesado mazo de matarife.
Cinco personajes más observaban la escena, divertidos, al tiempo que Tom Claremont abroncaba al aprendiz de
verdugo:
–¡No..., no, en el occipital no! –Gritaba nervioso. –¿Cuántas veces tengo que decírtelo, Sam? Dale dos dedos por
encima de la nuca o en la cúpula del cráneo... ¡Eres un chapucero, Sam!
La boca de Lucita se secó repentinamente, su corazón pareció detenerse mientras un grito mudo pugnaba por
abrirse paso desde sus pulmones. Se mordió los nudillos con saña, saboreó su propia sangre y se dijo a sí misma
que todo aquello no era cierto. Renato, su Renato, masacrado ante sus ojos como una res en el matadero.
Por fin la presa dejó de moverse. Yacía en el suelo, despatarrado a los pies de la impresionante figura teñida de rojo
que portaba el martillo en ristre - temiendo quizás que volviera a levantarse -, semisumergido en sus propios
fluidos, con el único ojo intacto teñido con el tul blanquecino de la muerte, mirando hacia los confines de la
eternidad, parcialmente cubierto de una pasta rosada de sangre y masa encefálica.
Tom le arrancó el mazo de las manos al matarife con un gesto brusco y violento, al tiempo que se encaraba a él,
gritándole:
–¡Sam...! –Le escupió las palabras a la cara junto a una fina lluvia de saliva. –¡Eres un jodido chapucero! ¡Con un
sólo golpe bien dado hay suficiente! ¿Sabes la de sangre que has derramado? Vamos a necesitar más...
Los compañeros del asesino se reían a carcajadas:
–¡Joder, Sam, siempre te tocan las cabezas más duras!
–¡Dejaos de chanzas...! –Vociferó Tom con la cara visiblemente enrojecida por la ira. –¡Tenéis trabajo!
El azul de los ojos de Lucita prácticamente había desaparecido tras el negro de sus dilatadas pupilas. El llanto
ingobernable de la impotencia y la desesperación manaba por sus mejillas sin poder apartar la vista de la macabra
escena. Su hija no nacida golpeaba y pateaba su vientre, queriendo huir de la visión contemplada por su madre,
segura de que, de haber poseído dientes, se habría abierto paso a mordiscos hasta el exterior.
Los cinco chacineros se pusieron manos a la obra, sin sospechar que sus movimientos eran observados atentamente
por la esposa del occiso yaciente a sus pies.
Lo colgaron boca abajo de un instrumento parecido a una percha metálica con dos garfios en sus extremos, donde
8. ensartaron sus talones y procedieron a rajarle desde el cuello al principio del esternón, mientras uno de ellos
masajeaba su corazón para sangrarle encima de un recipiente colocado bajo él para tal fin, al tiempo que Sam, con
las ropas tintas de rojo, aplicaba un soplete a su epidermis para eliminar cualquier rastro de vello o pelo.
Con habilidad, un hombre enjuto que vestía una camiseta negra junto el inevitable mandil, abrió la caja abdominal,
dejando que su estómago, relleno con el desayuno que su mujer, espectadora aterrorizada del holocausto a los
dioses del mercado, amorosamente le había preparado, se derramara sobre su pecho, junto con sus intestinos y
vísceras digestivas. Con tres o cuatro tajos expertos, separó los colgantes frutos del árbol de su cuerpo,
eviscerándolo.
Otro de ellos, armado con un largo cuchillo procedió a decapitarlo con tres limpios cortes, con la facilidad que da a la
larga la práctica de una acción.
–Bueno... –Tom ordenaba con absoluta frialdad. –Meted ese pedazo de carne en la trituradora... Will, limpia esas
tripas y mándalas a la desecadora.
El cuerpo de Renato desapareció por las fauces ansiosas del monstruo de metal, los dientes de acero rechinaron al
triturar los huesos y mezclarlos con la carne que hasta un instante antes los había rodeado, convirtiendo al, hacía
poco ser humano con sentimientos, nombre e historia, en una amorfa plasta de pasta de carne para embutido.
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Las tripas de la trituradora entraron en funcionamiento. Por un conducto habilitado para tal fin en uno de sus
costados, empezó a defecar la carne ya embutida, depositándola encima de una mesa metálica donde los cinco
hombres se apresuraron a atar la larga tira de tripa rellena en salchichas del tamaño apropiado.
–Bien... –El capataz comprobó la bascula.-... sesenta kilos cuatrocientos gramos. Nos faltan treinta kilos y medio
para el pedido de mañana. Limpiad esto, voy a por Gutiérrez... Estad preparados.
Lucita seguía allí, paralizada por la impresión, con la cara mojada por el llanto y con el agrio sabor del vómito en la
boca. Toda su vida, su amor, sus sueños y esperanzas habían desaparecido para siempre en las entrañas del ogro
de la Smith & Sons.
Saltó hasta el suelo y rompió a correr en dirección a la puerta de la fábrica, hacia su casa. Haciendo caso omiso de
las indicaciones del personal de seguridad para que se detuviera, cruzó como una exhalación la entrada. Corrió y
corrió, poseída por el horror que acababa de presenciar. Cruzó calles y más calles. Le dolía el costado, se ahogaba,
pero no podía dejar de correr.
Llegó a su casa y subió las escaleras de dos en dos, mientras algo en su interior parecía derramarse en el suelo. Se
sentó en una de las sillas, con las manos en la cara empapada de llanto, intentando reunir el valor para dirigirse a la
policía...
¿A la policía? No. Era una inmigrante ilegal, y lo primero que harían seria enviarla a México, donde su hija tendría la
misma vida miserable que ella había tenido. No, tenía que permanecer allí, en los Estados Unidos, para que su hija
pudiera crecer en aquella tan cacareada tierra de las oportunidades. Pero... ¿podría sobrevivir sin su hombre en
aquella tierra de depredadores? ¿Y su hija?
Algo se rompió en su mente:
–Mi marido estará conmigo... –Pensó –. Y mi hija conocerá a su padre.
VI.
Esperó la llegada de la oscuridad, sentada allí, con la única compañía del sonido de los insectos arrastrándose por el
suelo. Empleó su tiempo en tiznar con un corcho quemado sus viejos deportivos blancos y en seleccionar la ropa que
se pondría. Lo había visto en el cine, por la noche hay que vestir de negro.
Con la llegada de la oscuridad, se enfundó una vieja camiseta que hacía años le había quedado pequeña y unos
leotardos de lana, se pintó la cara con ollin y se calzó los deportivos. De esa guisa, toda de negro y con la barriga
queriendo reventar bajo la ropa, parecía un ninja escapado de una tienda de oportunidades. Tras armarse con la
barra de seguridad de la puerta y tomar la mochila con la que había cruzado la frontera, bajó a la calle.
Caminó en dirección a la fábrica como en un sueño, con la mente en blanco hasta casi darse de narices con el
cartelón de la entrada. Allí se escondió tras los contenedores de la basura para escrutar la garita de los guardias de
seguridad. Sólo había uno que hablaba alegremente por teléfono, a grandes gritos, mientras blandía una lata de
cerveza en dirección a las estrellas, dándole la espalda. Procurando no hacer ruido, se escabulló hasta el interior,
intentando, sin conseguirlo, perderse en las sombras.
La fábrica estaba completamente vacía, sólo los gatos rondaban por ella, dedicándose a merodear por los depósitos
de desechos, en busca de un sabroso pedazo de carne rancia que llevarse a las fauces o acechando a una de las
enormes ratas de pelaje gris criadas con fast food, que campaban sin respeto por todo el perímetro de las
instalaciones chacineras. El obrador numero 9 se alzaba como el castillo de Drácula, aislado del resto de
edificaciones, enorme, siniestro, emanando un aura de muerte en sus oscuras formas.
9. La puerta se encontraba cerrada con un enorme candado de combinación. Introdujo la barra en el hueco del metal
para forzarla. El candado saltó con un chasquido, no sin grandes esfuerzos por su parte. Empujó la puerta sobre sus
guías y consiguió abrirla sólo a medias. El hedor de la carne la golpeó con el puño enguantado de la parca. Vomitó,
manchando sus zapatillas con bilis y jugos gástricos. Algo le apretaba bajo su cintura, tenia ganas de orinar, unas
ganas inaguantables. Se bajó los leotardos, y allí, en la entrada del lugar donde había visto morir a su esposo, orinó
copiosamente. Cuando procedía a componer sus vestiduras, una voz rompió la paz nocturna, dejándola con la ropa a
medio subir, a la altura de las rodillas:
–¡Alto ahí! ¿Quién es usted? Reconoció la voz, se trataba del guardia de la entrada. Seguramente había oído el ruido
del candado al romperse... ¿Cómo había podido ser tan descuidada?
–¡Dése la vuelta lentamente y sin hacer tonterías! Lucita le obedeció. El guardia la encañonaba con su 38 especial
reglamentario, tenía el uniforme descompuesto y la bragueta medio bajada. La miraba con sorpresa y parecía más
asustado que ella. Sus ojos se desviaban inconscientemente, de su cara al vello que se entreveía en sus ingles bajo
el bulto hinchado de su barriga.
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Era su oportunidad. Cuando su mirada se posó nuevamente en el sexo de Lucita, le golpeó fuertemente con la barra
metálica en el costado de la cabeza, derribándole al suelo entre quejidos de dolor. Vio el revólver tirado a sus pies y
lo recogió, mientras el guardia se revolcaba con las manos en la sien ensangrentada. Era pesado, más de lo que
habría imaginado en su vida, en el cine parecía muy fácil de manejar. Lo amartilló lentamente, no sin esfuerzo,
despellejándose el pulgar de la mano derecha contra el raspado del percutor. Allí estaba ella, con un revólver en la
mano, apuntando a la cabeza de un quejumbroso caído que no era ni consciente del hecho, frente al edificio que
contenía los restos de su Renato.
Disparó. Un sólo disparo, pero que bastó para esparcir el cerebro del guardia por todo el suelo gris de cemento. La
imagen le vino a la mente como el fotograma de una película: un cadáver descerebrado en el suelo, a los pies de
una embarazada vestida de negro portando un enorme revólver humeante, con los leotardos bajados exponiendo su
sexo y sus glúteos al frío de la noche... La escena se le presentó cómica, y Lucita rompió a reír.
El interior del obrador estaba oscuro como una gruta. Tanteó la pared hasta dar con la caja de luces y accionó el
interruptor general. Se hizo la luz. Aquel lugar que aquella mañana había visto anegado de sangre, se encontraba
impoluto, como si nunca hubiera ocurrido nada allí. Abrió la puerta de la cámara frigorífica esperando ver una
imagen dantesca, sin embargo, allí se amontonaban ordenadas cajas y cajas de salchichas... ¿Cómo iba a saber
cuáles contenían los restos de su marido?
Se sentó en el suelo, desconsolada. Iba a hundirse en la más negra desolación cuando un olor conocido llegó a sus
fosas nasales: ¡era olor a Eau de Armpit!, la colonia barata que le había regalado por su cumpleaños, y en la cual
Renato parecía bañarse para amagar el olor de su poca higiene. Una de aquellas cajas de salchichas olía como
Renato, ¡era su Renato! Una vez en casa, tras el trabajoso viaje cargando con semejante cantidad de embutido,
procedió a darse una ducha rápida en el baño comunitario. Estaba feliz, rebosante. Abrió la mochila y depositó las
salchichas en la mesa de camping. Separó la cantidad que le pareció razonable, y tras envolverla en papel de
aluminio, la depositó en el pequeño congelador de la nevera...
–Gabrielle conocerá a su padre... Encendió el fogoncillo de camping gas, puso aceite a calentar en la sartén más
grande que encontró en la casa y cocinó un buen número de salchichas.
Renato sabía muy bien. Comió con gula, saboreando con amor la carne de su adorado marido. Cuando ya casi había
terminado con ellas, musitó para sí:
–Mi amor, ahora estás en mi interior... Siempre estaremos juntos, nada nos separará... Un retortijón se adueñó de
su estómago. Sus ojos se volvieron hasta posarse en la puerta del excusado, en la boca de porcelana blanca que,
inevitablemente, devoraría a Renato y una mano helada se crispó en su corazón.
FIN
TU OPINIÓN EN EL FORO