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HISTORIAS DE PARTOS NARRADOS POR LAS MISMAS MADRES

Historia de Fran

Autor:   Francisca Fernández Guillén



                              Me sorprendió la fealdad del paritorio. Era una sala grande y fría, alicatada como un
                              cuarto de baño. O más bien como la cocina de un restaurante, con puertas batientes y
                              superficies de acero, cubetas, bandejas... Las luces eran intensas y hacían brillar los
                              azulejos y el metal del instrumental. En el centro había un potro. La mujer estaba
                              encima, con las piernas abiertas y separadas y los pies en unos estribos. A su lado
                              había una mesita con tijeras, fórceps, y bisturís. Creí estar en una sala de despiece.

                            Tengo una amiga matrona que se queja de que todas las mujeres con las que charla acaban
                            contándole sus partos con pelos y señales. A veces ¡hasta seis seguidos! La comprendo.
                            Las mujeres recordamos detalles mínimos de nuestros partos, son recuerdos que nos
acompañan durante toda la vida.

Hace poco conocí a Consuelo Ruiz, la matrona más antigua de España, y lo primero de lo que nos habló fue del parto de
su propia hija, nacida por cesárea hace más de sesenta años. Ha transcurrido todo ese tiempo y Consuelo sigue
recordando vívidamente el grito desgarrador que lanzó la niña al ser extraída, intempestivamente, del vientre de su madre.

A pesar de que el parto es una de las experiencias físicas y psicológicas más intensas que pueden vivirse, su importancia
para nosotras contrasta con la frecuencia con la que las embarazadas somos maltratadas, ignoradas o humilladas en los
hospitales públicos y privados españoles a manos de una clase médica insensible, indiferente y en muchos casos cruel.
Me llamo Francisca y tengo treinta y cinco años. Mi primera hija nació hace diez meses en un hospital de Madrid. Iba a
escribir que di a luz a mi primera hija, pero yo no siento que haya dado a luz. Me fue extraída mientras yo sangraba en un
potro drogada, humillada y atemorizada.

Antes de mi embarazo creía ingenuamente que parir en un hospital era seguro y que recibiría no sólo apoyo, sino incluso
¡afecto! No me planteé otra alternativa hasta que una vecina ginecóloga me invitó a presenciar un parto atendido por ella
en una clínica privada. Estábamos en el campo, a unas dos horas del medio de transporte más cercano, cuando me
preguntó si quería acompañarla. Acepté llena de curiosidad. Me parecía temerario estar paseando en mitad de la nada
cuando una mujer a punto de parir podía necesitarla y le dije que regresáramos. Sonrió.

— ¿A qué hora pensabas acabar la ruta?

—Sobre las cinco —contesté—.

—Bien, pues entonces... mmm... llegamos a casa, nos arreglamos, una hora de trayecto... La señora parirá a las ocho
¿Qué te parece? Me dejó perpleja.

—¿Y cómo sabes tú que la señora va a parir a esa hora? —pregunté—.

—Pues porque las señoras no paren cuando ellas quieren, sino cuando queremos los ginecólogos.

Y así fue. Llamó por su móvil a la matrona de la clínica y le dio instrucciones para que pusiera a la mujer tanta oxitocina a
tal hora. La hizo parir así, por teléfono, a las ocho de la tarde, exactamente quince minutos después de que llegáramos a la
clínica. Estos quince minutos fueron el tiempo que ella reservó para tomar un café. No preguntó a la parturienta si permitía
mi presencia o no, se limitó a presentarme como una investigadora, eso fue todo. Cuando trabaja en la pública, ni siquiera
se molesta en hacer presentaciones.

Allí estaba yo, quitando espacio en el paritorio al padre, sintiéndome afortunada por presenciar un hecho tan fabuloso y, al
mismo tiempo, culpable por haberme colado tramposamente en un acontecimiento profundamente íntimo de la vida de
aquellas tres personas: la madre, el padre y el bebé.

Me sorprendió la fealdad del paritorio. Era una sala grande y fría, alicatada como un cuarto de baño. O más bien como la
cocina de un restaurante, con puertas batientes y superficies de acero, cubetas, bandejas... Las luces eran intensas y
hacían brillar los azulejos y el metal del instrumental. En el centro había un potro. La mujer estaba encima, con las piernas
abiertas y separadas y los pies en unos estribos. A su lado había una mesita con tijeras, fórceps, y bisturís. Creí estar en
una sala de despiece.

Cuando la cabeza apenas había coronado la médica le metió un tijeretazo al periné que me heló la sangre. Hasta la
comadrona cerró los ojos, y eso que ya habría visto de todo. Entonces introdujo sus dedos dentro de la vagina y tiró de la
cabeza hacia fuera. Era el segundo parto de la mujer. Luego supe que podía haberse librado de este corte simplemente
con algo de atención y cuidado. Acabada la faena, la ginecóloga me preguntó si me había gustado. Ese día decidí que, si
algún día tenía hijos, pariría lo más lejos posible de un lugar así.

Unos meses más tarde me quedé felizmente embarazada. Mi marido y yo estábamos muy contentos, él me mimaba y yo
me sentía orgullosa de mi cuerpo por ser capaz de crear algo tan hermoso así, día a día, sin darme cuenta. Hice ejercicio,
practiqué el yoga, cuidé mi alimentación. Me tomé muy en serio las clases de preparación al parto y comencé a leer
vorazmente sobre el embarazo y el parto.

Desde el primer momento mi vecina ginecóloga inició una campaña de vigilancia intensiva de mi gestación y no dejó de
hablarme de la posibilidad de un aborto prematuro. Según avanzaba el embarazo me ilustró en todo tipo de enfermedades
y complicaciones fatales para mi bebé. Parecía decepcionada por mi "asquerosa buena salud". No pude sustraerme a su
intervención, en parte por comodidad, en parte por no ofenderla. Tenía claro que tendría a mi hija en casa, pero me pareció
bien que se ocupase de los controles rutinarios del embarazo. El tocólogo que iba a atenderme en casa no puso
objeciones, siempre y cuando le llevase los resultados y él pudiera verme a partir del sexto mes.

Alrededor del séptimo mes mi vecina dijo que el bebé estaba de nalgas y me propuso programar una cesárea. Mi tocólogo
casi se cae del asiento cuando se lo conté. Me explicó que los fetos de esa edad se mueven constantemente: ahora están
de nalgas y ahora haciendo el pino ¡O con el dedo gordo en la punta de nariz y haciendo burla con los otros cuatro a tu
ginecóloga!

Otro día me dijo que la niña era bajo peso. Yo la había visto muchas veces calcular fechas y pesos mientras hablaba por
teléfono o bromeaba con unos y otros y casi nunca acertaba en los cálculos, así que ni me inmuté. Mi "bajo peso" nació
con tres kilos y medio.

Cuando le dije que le agradecía mucho lo que estaba haciendo por mí, pero que iba a parir en casa con otro médico casi le
da algo. Intentó por todos los medios hacerme cambiar de opinión y atemorizó a mi familia y a la de mi marido. Mi suegro
me llamó irresponsable y dijo que no tenía derecho a "poner en peligro la vida de su nieta". Era digno de verse con qué
repentina autoridad se permitía mi suegro, hasta entonces bastante comedido en sus relaciones conmigo, intervenir en mi
vida reproductiva. Pienso que muchas veces la familia aprovecha la ocasión del embarazo y la excusa del nuevo miembro
sobre el que ya pesan, apenas ha sido concebido, "derechos de sangre", para entrometerse en nuestra intimidad y
recuperar sobre nosotras el poder que perdieron hace tiempo o que nunca llegaron a tener.
Sufrí presiones por todas partes. Llegué a oír que mi decisión era irresponsable y producto de la "lectura de libros".
Paradójicamente, esto lo dijo una persona más leída que la media. Así de arraigado está en nuestra sociedad el prejuicio
de que el parto hospitalario es "lo más seguro" y la idea de que las mujeres no debemos saber nada sobre el parto. Para
eso están los médicos ¿no?

Mi madre fue quien menos se opuso. Creo que porque ha tenido cinco hijos y a mí misma me parió en casa. He
comprobado que casi todo el mundo que está en contra del parto natural jamás ha presenciado uno o no ha parido en su
vida. Y digo "estar en contra" con todo su significado. No se trata de tener esta u aquella opinión, la gente contraria al parto
en casa es tremendamente fanática y cualquier indocumentado se permite el lujo de llamarte irresponsable. Recomiendo a
la mujer que desee dar a luz en su hogar que no pierda energías discutiendo sobre ello con cualquiera, que tome su
decisión con su pareja y la guarde para sí. El embarazo y el parto serán más felices y libres de tensiones innecesarias.

Una mañana, cuando pasaban diez o doce días de la fecha estimada de parto, mi vecina insistió en que fuese a su hospital
a hacerme el control rutinario de bienestar fetal. Ya no quería verme más con ella. Unos días antes había intentado
hacerme la llamada maniobra de Hamilton (para estimular el parto), a pesar de que le había dicho una y mil veces que
quería dejar que el parto se produjese de forma espontánea y no intervenir de ninguna forma. Yo misma nací doce o
catorce días después de que mi madre saliese de cuentas, así que no estaba preocupada en absoluto por sobrepasar la
fecha estimada de parto.

Pero no quería quedar mal con ella, así que fui. Antes de salir de casa habló con mi marido por teléfono y volvió a insistirle
en que pariese en su hospital. Le vi coger la bolsa en la que yo guardaba las cosas que necesitaría para el parto y me
sorprendí mucho (el nunca tiene iniciativas de ese tipo). Le dije que no estaba de parto y que no pensaba parir en ese
hospital. Me dijo que sólo la llevaba "por si acaso". Teníamos prisa y no volví a pensar en ese detalle hasta horas más
tarde. Después del parto me he preguntado día tras día qué le diría aquella mujer a mi marido.

Llegamos al hospital y tras cuarenta minutos de registro entró una enfermera en la habitación y dijo que mi bebé estaba
"muy bien". Me levanté, quería irme, estaba cansada. Me incorporé y se cayó un sensor. Una enfermera me colocó de
nuevo en la camilla y dijo que siguiese así hasta que me lo dijesen. Se llevaron a mi compañera de habitación. Entró otra
enfermera distinta, quitó el papel de la máquina a la que había estado conectada ella y anotó mi nombre en la hoja de
registro. Estuve a punto de decirle: "oiga, que ese no es mi registro", pero no lo hice.

Al rato subió mi vecina y me dijo, con ese aire mezcla de gravedad e infalibilidad que adoptan algunos médicos, que tenía
que quedarme en el hospital porque el registro mostraba una bradicardia y la vida de mi bebé corría peligro. No la creí,
sabía que las monitorizaciones electrónicas dan muchos falsos positivos. Le expliqué todo lo que había pasado con el
sensor y la anotación en la máquina de mi compañera, estaba convencida de que se trataba de un error. No me hizo caso,
llamó a mi hermana y a mi marido para que me convenciesen de que me quedase en el hospital. Expliqué de nuevo todo lo
que había ocurrido, y entonces me dijo muy enfadada que si quería irme que me fuera, pero que ella no se hacía
responsable de la vida de mi hija. Le dije: "está bien, entonces repetimos el registro otra vez". Se mostró ofendida y dijo a
mi marido y a mi hermana que la niña podía morir en cualquier momento. Sus caras reflejaban tensión y preocupación. Ella
siguió hablándoles sin mirarme. ¿Por qué nadie me escuchaba? ¿Por qué no quería hacer ninguna comprobación? Mi
marido me preguntó si quería que nos fuésemos. Me eché a llorar, no podía marcharme en esas circunstancias. Me sentí
acorralada y engañada.

Dijeron que me quitase la ropa e inmediatamente se presentó una matrona con una maquinilla de afeitar en una mano y un
enema en la otra. La miré incrédula. Se suponía que sólo iba a quedarme bajo vigilancia ¿Por qué venir a afeitarme? Dije
que no quería que me afeitasen ni necesitaba ningún enema. Insistieron. Comprendí que estaban dando por sentado que
pariría allí mismo. Ni siquiera tenía contracciones de parto. Saqué entre mis papeles las recomendaciones de la OMS
sobre el parto y se las di a la comadrona para que me dejase en paz. Decían bien claro que no se recomiendan ni el
afeitado ni los enemas. Se burlaron de mi petición, pero no siguieron insistiendo en el afeitado. Fue como una concesión al
capricho de una niña pequeña. Fue la única y última, una vez me tuvieron tumbada y medio desnuda, se acabó, no hubo
más "concesiones".

Empezaron a atosigarme, ahora una matrona quería cogerme una vía "por si acaso". ¿Por si acaso qué? Me tomó la mano
sin explicar nada y me clavó la aguja. Luego trajo un gotero. Dije que no quería oxitocina sintética y me negué a que me lo
pusieran. Volvieron las presiones. Me aseguró que sólo se trataba de un suero glucosado para hidratarme, y que si no
quería oxitocina no me la pondrían. Quería que me dejasen en paz y recordé que no había tomado nada de líquidos desde
hacía muchas horas, alargué el brazo para que me pusieran "el suero". Pedí que me dejaran a solas, necesitaba tiempo
para resignarme a lo que se me venía encima, llorar y desahogarme. Me dijeron que abriese las piernas, yo pensé que
para examinarme, y sin avisar me rompieron la bolsa. El líquido estaba limpio, dijeron. Ya no había marcha atrás. Rompí a
llorar, no quería que mi hija naciera en aquel ambiente. La ginecóloga dijo que si quería "me pintaban la habitación de
rosa".

Se había encargado de contar a toda la planta que yo era "la que iba a parir en casa", que era primeriza, que me estaba
portando mal y que pretendía parir "según la OMS". Trajo a la habitación a uno de sus amigos médicos, alguien con quien
yo había hablado unos días antes. Le pregunté por qué en los hospitales nos obligaban a parir tumbadas y reconoció con
satisfacción que el potro era malo para las mujeres, pero los obstetras estaban mucho más cómodos. Me pareció una
persona detestable. Y estaba allí, en mi parto. Podía entrar y salir de la habitación cuando quisiese, meter sus manos en
mi vagina, e inyectarme lo que quisiera cuando quisiera. ¿Cómo podía estarme ocurriendo aquello? Yo lloraba sin parar
pensando que mi hija iba a nacer entre aquella gente hostil.

Necesitaba huir de allí ¿Cómo librarme de la presencia agobiante de ese tipo y de una médico que había intentado
amargar mi embarazo e iba también a amargar el nacimiento de mi hija? Salí de la habitación descompuesta, descalza,
tapada apenas por una camisilla y arrastrando las ruedas del gotero. Otras mujeres vagaban como almas en pena por
aquel pasillo, pero apenas podía verlas porque las lágrimas me cegaban.

Recordé de golpe muchas conversaciones con la ginecóloga. Había sido codemandada en un caso en el que un bebé
sufrió parálisis cerebral porque la asistente principal hizo un fórceps cuando el niño aún no había descendido lo suficiente.
Quedó encajado y no había forma de sacarlo ni por arriba ni por abajo. Demasiado pronto para un fórceps y demasiado
tarde para una cesárea. Era un embarazo tardío logrado artificialmente. La madre estaba destrozada, según me contó mi
vecina. También supe por ella misma que hacía cesáreas por conveniencia. Me contó que cobró 250.000 pesetas por
hacérsela a una mujer que simplemente no quería parir. Estaba contenta, por un parto vaginal las aseguradoras no le
pagaban más de 65.000 pesetas. "Por ese dinero no me compensa fastidiarme un fin de semana ni pasar una noche
pendiente de si me llaman o no" —me dijo—. Pero atendía partos, o sea que algo haría para que "le compensase".

¿Por qué mi marido había traído las cosas que teníamos preparadas para el parto? Me sentí indefensa y profundamente
sola. Sentí en mi corazón la certeza de que aquello iba a ser una carnicería.

Intenté consolarme de estos negros pensamientos confiando en que, al menos volverían a monitorizarme y entonces
podría tener un registro fiable del latido del corazón de mi hija. No pasaron ni diez minutos cuando vinieron a buscarme.
Me tumbaron en la camilla y hablaron de hacer una monitorización interna. Esto se hace clavando un electrodo en la piel
que rodea el cráneo. El registro del monitor externo demostraba que mi bebé estaba bien ¿Por qué hacer algo tan
agresivo? Yo decía ¡no!, ¡no! ¡Pobre hija mía! y cosas así. Tenía las piernas abiertas y no podía moverme por miedo a que
pincharan mal. No podía hacer nada. Ignoraron mi súplica y mi llanto, me reprendieron y siguieron a lo suyo. Como no
llegaban a la cabeza la matrona apretó el útero hacia abajo e hizo varias maniobras. Yo lloraba y lloraba por el daño que le
iban a hacer a mi bebé. Tras mucho forcejear acabaron: su latido era normal. Sentí que habían abusado de mí y de mi hija.

Pedí otra vez que me dejasen un rato a solas con mi marido, pero nadie me escuchaba. Durante todo este tiempo me
encontré sola defendiéndome de todas estas intervenciones rutinarias. Hicieron creer a mi hermana y mi marido (a mí
nadie me hablaba) que todo aquello era imprescindible para la vida de mi hija y, sin embargo, no habían accedido a una
comprobación tan sencilla como tenerme unas horas con monitorización externa, como pedí. Actuaban como si yo no
existiese o fuese una disminuida psíquica. Mis más elementales necesidades como beber, descansar, asimilar lo que
estaba pasando o hablar a solas con mi marido fueron ignoradas.

Apenas empecé a sentir algunas contracciones la ginecóloga se fue hacia el gotero y lo manipuló. En unos instantes sentí
que el ritmo de las contracciones se alteraba y sentí un fuerte dolor en los riñones. No había descanso entre contracción y
contracción, el dolor no cesaba. Me asusté, algo no iba bien. Empecé a retorcerme y me tiré de bruces sobre la cama. Al
verme la ginecóloga me examinó. Tenía un anillo, dijo. El cuello del útero se contrajo y quedó rígido. Volvió a manipular el
gotero y dijo que me pusieran buscapina. Pregunté qué era un anillo. Me dijo que no sabía. La buscapina no funcionó.
Supe que no podría seguir adelante con aquello, que algo malo estaba ocurriéndome, no había relajación y el dolor era
incontrolable.

Luego supe que me habían engañado con el contenido del gotero y estaba sufriendo una hipertonía provocada por la
oxitocina sintética. El ritmo cardíaco del bebé se alteró y cada vez era más irregular. Al no haber relajación no podía
recuperarse lo suficiente entre contracciones. Uno de los efectos de la oxitocina sintética es el sufrimiento fetal agudo. Una
hipertonía puede provocar también rotura uterina, una situación crítica para la vida del bebé y de la madre. No podía
ayudarme con la respiración y empezaba a sentir convulsiones. Me desmoroné y pedí la epidural. La ginecóloga se burló
de mí "¿No querías un parto natural?" —me dijo— "pues aguántate". Hablaba de parto "natural" cuando mi hija tenía un
electrodo en la cabeza y yo estaba atada a un gotero, rodeada de cables y sufriendo los efectos de una droga que me
habían trasfundido con engaño. Bien sabía ella cuáles iban a ser los efectos del "suero glucosado" con el que consiguieron
hacerme parir en tres horas. ¡Qué gran triunfo de la medicina! Tuve que mendigar la anestesia y me sentí profundamente
humillada.

Durante todo este tiempo nadie me dio ánimos, nadie me consoló. Para cuando llegó la anestesista ya casi tenía siete
centímetros de dilatación, el peor momento para poner la epidural. Me hicieron firmar una hoja de "consentimiento
informado". Por supuesto nadie me informó de nada, pero tampoco importaba, porque en el estado en el que me
encontraba, física y psicológicamente, no tenía más remedio que recurrir a ella. ¿Y por qué no habían pedido mi
consentimiento para todas las intervenciones me condujeron a ese estado? ¿Por qué no me dieron a firmar un
consentimiento informado para lo que me estaban haciendo, una inducción? ¡Qué gran engaño! ¡Qué farsa!

Me advirtieron de que debía quedarme completamente quieta mientras me punzaban en la columna con la aguja. Me
pareció que no podría soportar permanecer quieta y doblada sobre el vientre ni siquiera un segundo. La anestesista dijo a
la ginecóloga que se fijara en el momento de relajación entre contracciones para pincharme. ¿Qué relajación? Yo sufría
hipertonía, no había ninguna relajación entre contracciones. Llevaba al menos cuarenta minutos sufriendo la misma
contracción. Pero la ginecóloga echó un vistazo a la máquina de monitorización y dijo, "ahora". Podía haberlo dicho antes o
después, hubiera dado igual. ¿Por qué no me preguntó qué ocurría? ¿Quién estaba de parto, la máquina o yo? Me di
cuenta de que no tenían ni idea de lo que estaban haciendo. Me pincharon en plena contracción y aún no se cómo pude
contener los temblores que me sacudían. Fui muy consciente del peligro en el que estaba.

En cuanto alcancé los diez centímetros me dijeron que me bajase de la camilla, que iban a hacerme una cesárea. Todo
estaba ocurriendo demasiado deprisa. Dijeron que el bebé estaba muy alto. Pedí que me dejaran parir, que me dejaran
ponerme de pie. Me tomaron de los hombros para sacarme de la habitación. Me agarré a la cama y pregunté ¿Por qué?
¿Una cesárea por qué? Entonces se miraron la comadrona y la ginecóloga y una le dijo a la otra "¿Tu crees que ésta pare
por abajo?" Ese "esta" se refería a mí. Yo estaba allí, era "mi" parto y "mi" hija. Hablaban de mí como si no existiese.
Entonces hicieron una prueba: me dijeron que intentase empujar. Yo no sentía nada por culpa de la epidural, pero no se si
por un sexto sentido, o por el yoga, o por qué, conseguí mover mis músculos y dijeron que yo "empujaba bien" y podían
probar el paritorio. Por el pasillo la ginecóloga me iba diciendo "todavía no sé si pasar por al paritorio o meterte
directamente en quirófano".
Me subieron a un potro y me dijeron que empujase. Con los pies en los estribos, comprobé por mí misma lo difícil que es
empujar en la posición en que quedé. Los riñones y la espalda deben levantar todo el peso del cuerpo y luchar por
incorporarte para poder hacer fuerza con el vientre. La necesidad y el instinto te obligan a incorporarte, desde luego, a
pesar de la postura, y es la espalda la que paga el precio. Mientras empujaba y me rajaban tuve que oír comentarios
desagradables y bromitas por haber pedido que durante mi parto se respetasen las recomendaciones de la Organización
Mundial de la Salud. Había conseguido que no me afeitasen y una residente joven que se había unido al grupo me aseguró
que iba a infectarme. El amigo de mi vecina, el obstetra que días antes me dijo que el potro era más cómodo para los
médicos, me preguntó con sorna cuánto cobraba el médico que iba a atenderme en casa. Tenía miedo de que me hicieran
aún más daño, mi indefensión era total y sólo una mujer que haya estado en esa situación sabe lo vulnerable que somos.
¿Cuánto dinero? Yo habría pagado lo que fuese porque mi hija no naciese de aquella forma.

Intenté ignorarles y me concentré en empujar con toda mi alma. Nadie me dijo que la anestesia podía rebajarse para
permitirme sentir las contracciones. Aún así conseguí que apareciese la cabeza del bebé y por primera vez desde que pisé
el hospital me sentí aliviada al pensar que, a pesar de todo lo que me hiciese o dijese aquella gente, mi hija iba a nacer.
Todo iba bien al parecer, pero de repente oí hablar de "anillas". Pregunté qué ocurría. Nadie me contestó, pregunté a mi
hermana si estaban usando fórceps. Asintió con la cabeza. Me sentí como un mueble, como un trozo de carne sobre el
que cortar sin ninguna preocupación. El obstetra que se había burlado de mí con más saña estaba en esos momentos
apretando la cabeza de mi hija con unas tenazas y tirando de su cabeza con todo el peso de su cuerpo.

Sacaron a la niña y la pasaron por encima de mi cabeza. Estaba como desmayada. Alargué instintivamente los brazos
hacia ella, pero no pude ni rozarla con las yemas de los dedos. Pedí desesperada que me dejaran abrazarla. Me
reprendieron, dijeron que la niña estaba mal. Yo no sabía qué ocurría. Giré la cabeza hacia atrás y vi que había varios
médicos sobre ella, reanimándola, gritando. Le hicieron reanimación de nivel III, ombú. Pasé mucho miedo, no la oía llorar.
Temí que hubiera muerto o sufriera lesiones graves. Nadie me hablaba. Finalmente oí su llanto y al menos supe que vivía.
Pedí que me la dejaran abrazar y me llamaron irresponsable. Le dije a su padre que se fuera con ella, que no la dejara
sola. Eso fue lo único que pude hacer por mi hija. La ingresaron en neonatología. Aún tiene en la cabeza las marcas de los
pinchazos que le hicieron para monitorizarla.

Además de hacer una episiotomía muy grande me desgarraron con los fórceps y me cortaron y cosieron el músculo
elevador del ano. Tengo una cicatriz desde el cuello del útero hasta la abertura vaginal. El informe no menciona nada de
esto, dice que no hubo desgarros y que el alumbramiento fue espontáneo. Es falso: tiraron de la placenta y me hicieron
sangrar tanto que hasta cuatro meses después del parto no recuperé las fuerzas. Con los temblores de frío que siguen al
parto pedí una manta, pero hasta que mi marido no fue a buscar una sábana no me cubrieron con nada.

Durante trece días permanecí en la cama y no pude salir a la calle hasta veinticinco días después. En los dos primeros
días de mi estancia en el hospital no pude orinar. Las enfermeras insistieron en que me levantase y fuese al lavabo, pero
no podía poner un pie en el suelo sin sentir un terrible dolor muscular. Cada vez que explicaba que me encontraba
realmente mal me dirigían miradas de reproche, así que me levanté apoyada en dos de ellas. Apenas llegué al baño me
desmayé y tuvieron que devolverme a la cama en un sillón con ruedas. Luego me sondaron.

La ginecóloga le dijo a mi marido que me había "dejado virgen". Yo no supe qué significaba esto hasta que intentamos
tener relaciones sexuales: me había cosido de más para empequeñecer la abertura vaginal. El dolor que esto ha traído a
mi vida sexual no es nada en comparación con la incredulidad e indignación que sentí al descubrirlo. No creo que abusos
como este, o como la práctica rutinaria de la episiotomía, cometidos a diario por la clase médica sobre los cuerpos de
mujeres indefensas, mujeres a las que nadie ha preguntado, merezcan menos reproche que la mutilación genital de las
niñas en África.

Durante nueve meses mi marido y yo mimamos a nuestra hija y fuimos felices pensando en el momento de verla por
primera vez. En realidad, muchas mujeres recreamos el nacimiento de nuestro primer hijo desde la infancia. En el hospital
se encargaron de que sólo hubiese violencia, agresividad, dolor y miedo. Me han robado un deseo muy profundo dentro de
mí: el nacimiento de mi hija, su primera mirada. Yo iba a ser la protagonista de mi parto, yo iba a parir a mi hija, y me fue
arrebatada con la máxima violencia y el máximo dolor.

Entré en ese hospital siendo una mujer de treinta y cuatro años adulta y responsable. Una vez dentro, semi desnuda y
uniformada con una camisilla, con una matrona dispuesta a afeitar mi vagina delante de todo el mundo, mis derechos se
evaporaron. Quedé convertida en una menor de edad a la que nadie habla de su propia salud y es representada en todo
momento por sus padres, un papel que el equipo médico adjudicó de inmediato a mi marido y familiares. Entré allí por mi
propio pie, sana, feliz, con una hermosa hija dentro de mi cuerpo. Salí tres días después en una silla de ruedas, enferma,
anémica, llena de llanto, dolor, indignación e ira, con una niña preciosa que no merecía haber nacido hipóxica y pasar sus
primeras horas de vida en una incubadora. Sentí que el derecho a parir a mi propia hija me había sido usurpado de una
forma brutal, fría y calculada por personas cuya única finalidad era acabar cuanto antes conmigo y con ella.

Por supuesto, el trabajo estuvo acabado para la hora de la cena, como mi vecina tiene por costumbre. Recordé un día en
que me fijé en un anillo de oro de diseño moderno muy grueso que llevaba. Me contó que se lo había regalado una pareja
a la que atendió en un parto. Me pregunté en qué habría acabado ese parto. Seguro que ha sido una cesárea, me dije. La
gente, en su ingenuidad, queda más agradecida a los médicos cuanto más se ha intervenido y más serias han sido esas
intervenciones, y rara vez se preguntan qué circunstancias las provocaron. Antes de mi parto esta médico ya se había
convertido en la heroína de mi familia política, y obtuvo los regalos y favores a los que está acostumbrada.

¿Qué voy a decirle a mi hija?

Todos los años, cuando llega mi cumpleaños, mi madre me cuenta, indefectiblemente, la historia de mi nacimiento. Qué
hizo el día en que yo nací, qué comió aquella noche, cómo cuando mi padre llegó con la matrona yo ya estaba sobre la
cama... Me encanta oír esa historia. Fue un parto en casa rápido y sin complicaciones. A mi madre tuvieron que darle
bastantes puntos (dieciséis), nada comparado con la carnicería que yo sufrí.

Me pregunto qué voy a contarle yo a mi hija. ¿Cómo voy a decirle que su madre estaba sangrando a mares mientras a ella
la sacaban de mi cuerpo azul y desmayada? ¿Cómo decirle que en lugar de la piel de su madre lo primero que sintió
fueron unas cucharas metálicas apretándole la cabeza? ¿Cómo decirle que en lugar de besos y caricias al nacer le dieron
golpes en los pies y en el pecho, le pusieron una mascarilla con oxígeno y la pincharon?

Durante meses y meses he vivido profundamente traumatizada por lo ocurrido. Me despertaba por las noches reviviendo lo
que pasó una y otra vez, recordando frases, atando cabos. No dejaba de preguntarme constantemente el por qué de las
burlas, de las mentiras. Los protocolos hospitalarios actuales limitan absolutamente los derechos esenciales de las mujeres
¿Por qué esa dosis extra de menosprecio que ponen algunos médicos de su cosecha personal? ¿Qué ley quitó la patria
potestad al padre y a la madre para dársela a un médico? ¿Cuidarán ellos al bebé que nazca con parálisis? ¿Llorarán el
dolor de la madre cuyos genitales han sido desfigurados por los fórceps? ¿Van a sufrir ellos la separación del hijo recién
nacido? ¿Quiénes son estas personas para arrogarse decisiones tan importantes? ¿Qué mente perturbada puede cerrar la
vagina de una mujer para "dar más gusto al marido"?

Además de las secuelas físicas padezco estrés postraumático como consecuencia de los sentimientos de indefensión y
miedo que viví. Para la familia, sin embargo, la niña había sido "salvada", y yo no tenía derecho a quejarme por lo que
pasó. Al principio me sentí muy sola, pero gracias a que he podido contactar con otras mujeres que han sido víctimas de
violencia física o psíquica durante sus partos me siento comprendida y arropada. La frecuencia con la que estas
situaciones se repiten día a día en los hospitales españoles es aterradora, pero más aterrador es aún que la sociedad en
su conjunto, la familia, y hasta las propias mujeres ignoren u oculten estos abusos y sigan enalteciendo a una clase médica
que realiza 36.000 cesáreas innecesarias cada año y hace oídos sordos a las recomendaciones de la Organización
Mundial de la Salud en la atención a los partos de bajo riesgo. Nuestra sanidad pública es gravada con un ingente gasto en
tecnología y recursos que no sólo no sirve para mejorar la supervivencia y bienestar materno infantil, sino que causa más
intervenciones, más dolor, más frustración y más muerte en las mujeres y en sus hijos.

¿Por qué ocurre esto?

Se han apuntado muchas razones para explicar por qué las mujeres sufrimos tantas intervenciones inncesarias:
comodidad, miedo al juez, impericia, prisas, dinero... Quiero añadir una: creo que nos hacen tanto daño porque no saben,
no pueden imaginar, el daño que nos hacen.

Mi experiencia ha sido muy dura, pero no es nada en comparación con los testimonios que he recogido desde entonces.
Algunas mujeres están convirtiendo su dolor y su ira en una lucha intensa por defender nuestro derecho a ser oídas y
respetadas, a ser protagonistas y a elegir qué tipo de parto queremos.

Dedico este artículo a todas ellas y a los profesionales que han tenido el valor de hablar de ello y dar un paso adelante
para cambiar las cosas.

Francisca Fernández Guillén

Pág. web:

Holistika- Historia de partos II, [http://www.durga.org.es/webdelparto/] Citado EL 27/8/12

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  • 1. HISTORIAS DE PARTOS NARRADOS POR LAS MISMAS MADRES Historia de Fran Autor: Francisca Fernández Guillén Me sorprendió la fealdad del paritorio. Era una sala grande y fría, alicatada como un cuarto de baño. O más bien como la cocina de un restaurante, con puertas batientes y superficies de acero, cubetas, bandejas... Las luces eran intensas y hacían brillar los azulejos y el metal del instrumental. En el centro había un potro. La mujer estaba encima, con las piernas abiertas y separadas y los pies en unos estribos. A su lado había una mesita con tijeras, fórceps, y bisturís. Creí estar en una sala de despiece. Tengo una amiga matrona que se queja de que todas las mujeres con las que charla acaban contándole sus partos con pelos y señales. A veces ¡hasta seis seguidos! La comprendo. Las mujeres recordamos detalles mínimos de nuestros partos, son recuerdos que nos acompañan durante toda la vida. Hace poco conocí a Consuelo Ruiz, la matrona más antigua de España, y lo primero de lo que nos habló fue del parto de su propia hija, nacida por cesárea hace más de sesenta años. Ha transcurrido todo ese tiempo y Consuelo sigue recordando vívidamente el grito desgarrador que lanzó la niña al ser extraída, intempestivamente, del vientre de su madre. A pesar de que el parto es una de las experiencias físicas y psicológicas más intensas que pueden vivirse, su importancia para nosotras contrasta con la frecuencia con la que las embarazadas somos maltratadas, ignoradas o humilladas en los hospitales públicos y privados españoles a manos de una clase médica insensible, indiferente y en muchos casos cruel. Me llamo Francisca y tengo treinta y cinco años. Mi primera hija nació hace diez meses en un hospital de Madrid. Iba a escribir que di a luz a mi primera hija, pero yo no siento que haya dado a luz. Me fue extraída mientras yo sangraba en un potro drogada, humillada y atemorizada. Antes de mi embarazo creía ingenuamente que parir en un hospital era seguro y que recibiría no sólo apoyo, sino incluso ¡afecto! No me planteé otra alternativa hasta que una vecina ginecóloga me invitó a presenciar un parto atendido por ella en una clínica privada. Estábamos en el campo, a unas dos horas del medio de transporte más cercano, cuando me preguntó si quería acompañarla. Acepté llena de curiosidad. Me parecía temerario estar paseando en mitad de la nada cuando una mujer a punto de parir podía necesitarla y le dije que regresáramos. Sonrió. — ¿A qué hora pensabas acabar la ruta? —Sobre las cinco —contesté—. —Bien, pues entonces... mmm... llegamos a casa, nos arreglamos, una hora de trayecto... La señora parirá a las ocho ¿Qué te parece? Me dejó perpleja. —¿Y cómo sabes tú que la señora va a parir a esa hora? —pregunté—. —Pues porque las señoras no paren cuando ellas quieren, sino cuando queremos los ginecólogos. Y así fue. Llamó por su móvil a la matrona de la clínica y le dio instrucciones para que pusiera a la mujer tanta oxitocina a tal hora. La hizo parir así, por teléfono, a las ocho de la tarde, exactamente quince minutos después de que llegáramos a la
  • 2. clínica. Estos quince minutos fueron el tiempo que ella reservó para tomar un café. No preguntó a la parturienta si permitía mi presencia o no, se limitó a presentarme como una investigadora, eso fue todo. Cuando trabaja en la pública, ni siquiera se molesta en hacer presentaciones. Allí estaba yo, quitando espacio en el paritorio al padre, sintiéndome afortunada por presenciar un hecho tan fabuloso y, al mismo tiempo, culpable por haberme colado tramposamente en un acontecimiento profundamente íntimo de la vida de aquellas tres personas: la madre, el padre y el bebé. Me sorprendió la fealdad del paritorio. Era una sala grande y fría, alicatada como un cuarto de baño. O más bien como la cocina de un restaurante, con puertas batientes y superficies de acero, cubetas, bandejas... Las luces eran intensas y hacían brillar los azulejos y el metal del instrumental. En el centro había un potro. La mujer estaba encima, con las piernas abiertas y separadas y los pies en unos estribos. A su lado había una mesita con tijeras, fórceps, y bisturís. Creí estar en una sala de despiece. Cuando la cabeza apenas había coronado la médica le metió un tijeretazo al periné que me heló la sangre. Hasta la comadrona cerró los ojos, y eso que ya habría visto de todo. Entonces introdujo sus dedos dentro de la vagina y tiró de la cabeza hacia fuera. Era el segundo parto de la mujer. Luego supe que podía haberse librado de este corte simplemente con algo de atención y cuidado. Acabada la faena, la ginecóloga me preguntó si me había gustado. Ese día decidí que, si algún día tenía hijos, pariría lo más lejos posible de un lugar así. Unos meses más tarde me quedé felizmente embarazada. Mi marido y yo estábamos muy contentos, él me mimaba y yo me sentía orgullosa de mi cuerpo por ser capaz de crear algo tan hermoso así, día a día, sin darme cuenta. Hice ejercicio, practiqué el yoga, cuidé mi alimentación. Me tomé muy en serio las clases de preparación al parto y comencé a leer vorazmente sobre el embarazo y el parto. Desde el primer momento mi vecina ginecóloga inició una campaña de vigilancia intensiva de mi gestación y no dejó de hablarme de la posibilidad de un aborto prematuro. Según avanzaba el embarazo me ilustró en todo tipo de enfermedades y complicaciones fatales para mi bebé. Parecía decepcionada por mi "asquerosa buena salud". No pude sustraerme a su intervención, en parte por comodidad, en parte por no ofenderla. Tenía claro que tendría a mi hija en casa, pero me pareció bien que se ocupase de los controles rutinarios del embarazo. El tocólogo que iba a atenderme en casa no puso objeciones, siempre y cuando le llevase los resultados y él pudiera verme a partir del sexto mes. Alrededor del séptimo mes mi vecina dijo que el bebé estaba de nalgas y me propuso programar una cesárea. Mi tocólogo casi se cae del asiento cuando se lo conté. Me explicó que los fetos de esa edad se mueven constantemente: ahora están de nalgas y ahora haciendo el pino ¡O con el dedo gordo en la punta de nariz y haciendo burla con los otros cuatro a tu ginecóloga! Otro día me dijo que la niña era bajo peso. Yo la había visto muchas veces calcular fechas y pesos mientras hablaba por teléfono o bromeaba con unos y otros y casi nunca acertaba en los cálculos, así que ni me inmuté. Mi "bajo peso" nació con tres kilos y medio. Cuando le dije que le agradecía mucho lo que estaba haciendo por mí, pero que iba a parir en casa con otro médico casi le da algo. Intentó por todos los medios hacerme cambiar de opinión y atemorizó a mi familia y a la de mi marido. Mi suegro me llamó irresponsable y dijo que no tenía derecho a "poner en peligro la vida de su nieta". Era digno de verse con qué repentina autoridad se permitía mi suegro, hasta entonces bastante comedido en sus relaciones conmigo, intervenir en mi vida reproductiva. Pienso que muchas veces la familia aprovecha la ocasión del embarazo y la excusa del nuevo miembro sobre el que ya pesan, apenas ha sido concebido, "derechos de sangre", para entrometerse en nuestra intimidad y recuperar sobre nosotras el poder que perdieron hace tiempo o que nunca llegaron a tener.
  • 3. Sufrí presiones por todas partes. Llegué a oír que mi decisión era irresponsable y producto de la "lectura de libros". Paradójicamente, esto lo dijo una persona más leída que la media. Así de arraigado está en nuestra sociedad el prejuicio de que el parto hospitalario es "lo más seguro" y la idea de que las mujeres no debemos saber nada sobre el parto. Para eso están los médicos ¿no? Mi madre fue quien menos se opuso. Creo que porque ha tenido cinco hijos y a mí misma me parió en casa. He comprobado que casi todo el mundo que está en contra del parto natural jamás ha presenciado uno o no ha parido en su vida. Y digo "estar en contra" con todo su significado. No se trata de tener esta u aquella opinión, la gente contraria al parto en casa es tremendamente fanática y cualquier indocumentado se permite el lujo de llamarte irresponsable. Recomiendo a la mujer que desee dar a luz en su hogar que no pierda energías discutiendo sobre ello con cualquiera, que tome su decisión con su pareja y la guarde para sí. El embarazo y el parto serán más felices y libres de tensiones innecesarias. Una mañana, cuando pasaban diez o doce días de la fecha estimada de parto, mi vecina insistió en que fuese a su hospital a hacerme el control rutinario de bienestar fetal. Ya no quería verme más con ella. Unos días antes había intentado hacerme la llamada maniobra de Hamilton (para estimular el parto), a pesar de que le había dicho una y mil veces que quería dejar que el parto se produjese de forma espontánea y no intervenir de ninguna forma. Yo misma nací doce o catorce días después de que mi madre saliese de cuentas, así que no estaba preocupada en absoluto por sobrepasar la fecha estimada de parto. Pero no quería quedar mal con ella, así que fui. Antes de salir de casa habló con mi marido por teléfono y volvió a insistirle en que pariese en su hospital. Le vi coger la bolsa en la que yo guardaba las cosas que necesitaría para el parto y me sorprendí mucho (el nunca tiene iniciativas de ese tipo). Le dije que no estaba de parto y que no pensaba parir en ese hospital. Me dijo que sólo la llevaba "por si acaso". Teníamos prisa y no volví a pensar en ese detalle hasta horas más tarde. Después del parto me he preguntado día tras día qué le diría aquella mujer a mi marido. Llegamos al hospital y tras cuarenta minutos de registro entró una enfermera en la habitación y dijo que mi bebé estaba "muy bien". Me levanté, quería irme, estaba cansada. Me incorporé y se cayó un sensor. Una enfermera me colocó de nuevo en la camilla y dijo que siguiese así hasta que me lo dijesen. Se llevaron a mi compañera de habitación. Entró otra enfermera distinta, quitó el papel de la máquina a la que había estado conectada ella y anotó mi nombre en la hoja de registro. Estuve a punto de decirle: "oiga, que ese no es mi registro", pero no lo hice. Al rato subió mi vecina y me dijo, con ese aire mezcla de gravedad e infalibilidad que adoptan algunos médicos, que tenía que quedarme en el hospital porque el registro mostraba una bradicardia y la vida de mi bebé corría peligro. No la creí, sabía que las monitorizaciones electrónicas dan muchos falsos positivos. Le expliqué todo lo que había pasado con el sensor y la anotación en la máquina de mi compañera, estaba convencida de que se trataba de un error. No me hizo caso, llamó a mi hermana y a mi marido para que me convenciesen de que me quedase en el hospital. Expliqué de nuevo todo lo que había ocurrido, y entonces me dijo muy enfadada que si quería irme que me fuera, pero que ella no se hacía responsable de la vida de mi hija. Le dije: "está bien, entonces repetimos el registro otra vez". Se mostró ofendida y dijo a mi marido y a mi hermana que la niña podía morir en cualquier momento. Sus caras reflejaban tensión y preocupación. Ella siguió hablándoles sin mirarme. ¿Por qué nadie me escuchaba? ¿Por qué no quería hacer ninguna comprobación? Mi marido me preguntó si quería que nos fuésemos. Me eché a llorar, no podía marcharme en esas circunstancias. Me sentí acorralada y engañada. Dijeron que me quitase la ropa e inmediatamente se presentó una matrona con una maquinilla de afeitar en una mano y un enema en la otra. La miré incrédula. Se suponía que sólo iba a quedarme bajo vigilancia ¿Por qué venir a afeitarme? Dije que no quería que me afeitasen ni necesitaba ningún enema. Insistieron. Comprendí que estaban dando por sentado que pariría allí mismo. Ni siquiera tenía contracciones de parto. Saqué entre mis papeles las recomendaciones de la OMS sobre el parto y se las di a la comadrona para que me dejase en paz. Decían bien claro que no se recomiendan ni el afeitado ni los enemas. Se burlaron de mi petición, pero no siguieron insistiendo en el afeitado. Fue como una concesión al
  • 4. capricho de una niña pequeña. Fue la única y última, una vez me tuvieron tumbada y medio desnuda, se acabó, no hubo más "concesiones". Empezaron a atosigarme, ahora una matrona quería cogerme una vía "por si acaso". ¿Por si acaso qué? Me tomó la mano sin explicar nada y me clavó la aguja. Luego trajo un gotero. Dije que no quería oxitocina sintética y me negué a que me lo pusieran. Volvieron las presiones. Me aseguró que sólo se trataba de un suero glucosado para hidratarme, y que si no quería oxitocina no me la pondrían. Quería que me dejasen en paz y recordé que no había tomado nada de líquidos desde hacía muchas horas, alargué el brazo para que me pusieran "el suero". Pedí que me dejaran a solas, necesitaba tiempo para resignarme a lo que se me venía encima, llorar y desahogarme. Me dijeron que abriese las piernas, yo pensé que para examinarme, y sin avisar me rompieron la bolsa. El líquido estaba limpio, dijeron. Ya no había marcha atrás. Rompí a llorar, no quería que mi hija naciera en aquel ambiente. La ginecóloga dijo que si quería "me pintaban la habitación de rosa". Se había encargado de contar a toda la planta que yo era "la que iba a parir en casa", que era primeriza, que me estaba portando mal y que pretendía parir "según la OMS". Trajo a la habitación a uno de sus amigos médicos, alguien con quien yo había hablado unos días antes. Le pregunté por qué en los hospitales nos obligaban a parir tumbadas y reconoció con satisfacción que el potro era malo para las mujeres, pero los obstetras estaban mucho más cómodos. Me pareció una persona detestable. Y estaba allí, en mi parto. Podía entrar y salir de la habitación cuando quisiese, meter sus manos en mi vagina, e inyectarme lo que quisiera cuando quisiera. ¿Cómo podía estarme ocurriendo aquello? Yo lloraba sin parar pensando que mi hija iba a nacer entre aquella gente hostil. Necesitaba huir de allí ¿Cómo librarme de la presencia agobiante de ese tipo y de una médico que había intentado amargar mi embarazo e iba también a amargar el nacimiento de mi hija? Salí de la habitación descompuesta, descalza, tapada apenas por una camisilla y arrastrando las ruedas del gotero. Otras mujeres vagaban como almas en pena por aquel pasillo, pero apenas podía verlas porque las lágrimas me cegaban. Recordé de golpe muchas conversaciones con la ginecóloga. Había sido codemandada en un caso en el que un bebé sufrió parálisis cerebral porque la asistente principal hizo un fórceps cuando el niño aún no había descendido lo suficiente. Quedó encajado y no había forma de sacarlo ni por arriba ni por abajo. Demasiado pronto para un fórceps y demasiado tarde para una cesárea. Era un embarazo tardío logrado artificialmente. La madre estaba destrozada, según me contó mi vecina. También supe por ella misma que hacía cesáreas por conveniencia. Me contó que cobró 250.000 pesetas por hacérsela a una mujer que simplemente no quería parir. Estaba contenta, por un parto vaginal las aseguradoras no le pagaban más de 65.000 pesetas. "Por ese dinero no me compensa fastidiarme un fin de semana ni pasar una noche pendiente de si me llaman o no" —me dijo—. Pero atendía partos, o sea que algo haría para que "le compensase". ¿Por qué mi marido había traído las cosas que teníamos preparadas para el parto? Me sentí indefensa y profundamente sola. Sentí en mi corazón la certeza de que aquello iba a ser una carnicería. Intenté consolarme de estos negros pensamientos confiando en que, al menos volverían a monitorizarme y entonces podría tener un registro fiable del latido del corazón de mi hija. No pasaron ni diez minutos cuando vinieron a buscarme. Me tumbaron en la camilla y hablaron de hacer una monitorización interna. Esto se hace clavando un electrodo en la piel que rodea el cráneo. El registro del monitor externo demostraba que mi bebé estaba bien ¿Por qué hacer algo tan agresivo? Yo decía ¡no!, ¡no! ¡Pobre hija mía! y cosas así. Tenía las piernas abiertas y no podía moverme por miedo a que pincharan mal. No podía hacer nada. Ignoraron mi súplica y mi llanto, me reprendieron y siguieron a lo suyo. Como no llegaban a la cabeza la matrona apretó el útero hacia abajo e hizo varias maniobras. Yo lloraba y lloraba por el daño que le iban a hacer a mi bebé. Tras mucho forcejear acabaron: su latido era normal. Sentí que habían abusado de mí y de mi hija. Pedí otra vez que me dejasen un rato a solas con mi marido, pero nadie me escuchaba. Durante todo este tiempo me encontré sola defendiéndome de todas estas intervenciones rutinarias. Hicieron creer a mi hermana y mi marido (a mí
  • 5. nadie me hablaba) que todo aquello era imprescindible para la vida de mi hija y, sin embargo, no habían accedido a una comprobación tan sencilla como tenerme unas horas con monitorización externa, como pedí. Actuaban como si yo no existiese o fuese una disminuida psíquica. Mis más elementales necesidades como beber, descansar, asimilar lo que estaba pasando o hablar a solas con mi marido fueron ignoradas. Apenas empecé a sentir algunas contracciones la ginecóloga se fue hacia el gotero y lo manipuló. En unos instantes sentí que el ritmo de las contracciones se alteraba y sentí un fuerte dolor en los riñones. No había descanso entre contracción y contracción, el dolor no cesaba. Me asusté, algo no iba bien. Empecé a retorcerme y me tiré de bruces sobre la cama. Al verme la ginecóloga me examinó. Tenía un anillo, dijo. El cuello del útero se contrajo y quedó rígido. Volvió a manipular el gotero y dijo que me pusieran buscapina. Pregunté qué era un anillo. Me dijo que no sabía. La buscapina no funcionó. Supe que no podría seguir adelante con aquello, que algo malo estaba ocurriéndome, no había relajación y el dolor era incontrolable. Luego supe que me habían engañado con el contenido del gotero y estaba sufriendo una hipertonía provocada por la oxitocina sintética. El ritmo cardíaco del bebé se alteró y cada vez era más irregular. Al no haber relajación no podía recuperarse lo suficiente entre contracciones. Uno de los efectos de la oxitocina sintética es el sufrimiento fetal agudo. Una hipertonía puede provocar también rotura uterina, una situación crítica para la vida del bebé y de la madre. No podía ayudarme con la respiración y empezaba a sentir convulsiones. Me desmoroné y pedí la epidural. La ginecóloga se burló de mí "¿No querías un parto natural?" —me dijo— "pues aguántate". Hablaba de parto "natural" cuando mi hija tenía un electrodo en la cabeza y yo estaba atada a un gotero, rodeada de cables y sufriendo los efectos de una droga que me habían trasfundido con engaño. Bien sabía ella cuáles iban a ser los efectos del "suero glucosado" con el que consiguieron hacerme parir en tres horas. ¡Qué gran triunfo de la medicina! Tuve que mendigar la anestesia y me sentí profundamente humillada. Durante todo este tiempo nadie me dio ánimos, nadie me consoló. Para cuando llegó la anestesista ya casi tenía siete centímetros de dilatación, el peor momento para poner la epidural. Me hicieron firmar una hoja de "consentimiento informado". Por supuesto nadie me informó de nada, pero tampoco importaba, porque en el estado en el que me encontraba, física y psicológicamente, no tenía más remedio que recurrir a ella. ¿Y por qué no habían pedido mi consentimiento para todas las intervenciones me condujeron a ese estado? ¿Por qué no me dieron a firmar un consentimiento informado para lo que me estaban haciendo, una inducción? ¡Qué gran engaño! ¡Qué farsa! Me advirtieron de que debía quedarme completamente quieta mientras me punzaban en la columna con la aguja. Me pareció que no podría soportar permanecer quieta y doblada sobre el vientre ni siquiera un segundo. La anestesista dijo a la ginecóloga que se fijara en el momento de relajación entre contracciones para pincharme. ¿Qué relajación? Yo sufría hipertonía, no había ninguna relajación entre contracciones. Llevaba al menos cuarenta minutos sufriendo la misma contracción. Pero la ginecóloga echó un vistazo a la máquina de monitorización y dijo, "ahora". Podía haberlo dicho antes o después, hubiera dado igual. ¿Por qué no me preguntó qué ocurría? ¿Quién estaba de parto, la máquina o yo? Me di cuenta de que no tenían ni idea de lo que estaban haciendo. Me pincharon en plena contracción y aún no se cómo pude contener los temblores que me sacudían. Fui muy consciente del peligro en el que estaba. En cuanto alcancé los diez centímetros me dijeron que me bajase de la camilla, que iban a hacerme una cesárea. Todo estaba ocurriendo demasiado deprisa. Dijeron que el bebé estaba muy alto. Pedí que me dejaran parir, que me dejaran ponerme de pie. Me tomaron de los hombros para sacarme de la habitación. Me agarré a la cama y pregunté ¿Por qué? ¿Una cesárea por qué? Entonces se miraron la comadrona y la ginecóloga y una le dijo a la otra "¿Tu crees que ésta pare por abajo?" Ese "esta" se refería a mí. Yo estaba allí, era "mi" parto y "mi" hija. Hablaban de mí como si no existiese. Entonces hicieron una prueba: me dijeron que intentase empujar. Yo no sentía nada por culpa de la epidural, pero no se si por un sexto sentido, o por el yoga, o por qué, conseguí mover mis músculos y dijeron que yo "empujaba bien" y podían probar el paritorio. Por el pasillo la ginecóloga me iba diciendo "todavía no sé si pasar por al paritorio o meterte directamente en quirófano".
  • 6. Me subieron a un potro y me dijeron que empujase. Con los pies en los estribos, comprobé por mí misma lo difícil que es empujar en la posición en que quedé. Los riñones y la espalda deben levantar todo el peso del cuerpo y luchar por incorporarte para poder hacer fuerza con el vientre. La necesidad y el instinto te obligan a incorporarte, desde luego, a pesar de la postura, y es la espalda la que paga el precio. Mientras empujaba y me rajaban tuve que oír comentarios desagradables y bromitas por haber pedido que durante mi parto se respetasen las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Había conseguido que no me afeitasen y una residente joven que se había unido al grupo me aseguró que iba a infectarme. El amigo de mi vecina, el obstetra que días antes me dijo que el potro era más cómodo para los médicos, me preguntó con sorna cuánto cobraba el médico que iba a atenderme en casa. Tenía miedo de que me hicieran aún más daño, mi indefensión era total y sólo una mujer que haya estado en esa situación sabe lo vulnerable que somos. ¿Cuánto dinero? Yo habría pagado lo que fuese porque mi hija no naciese de aquella forma. Intenté ignorarles y me concentré en empujar con toda mi alma. Nadie me dijo que la anestesia podía rebajarse para permitirme sentir las contracciones. Aún así conseguí que apareciese la cabeza del bebé y por primera vez desde que pisé el hospital me sentí aliviada al pensar que, a pesar de todo lo que me hiciese o dijese aquella gente, mi hija iba a nacer. Todo iba bien al parecer, pero de repente oí hablar de "anillas". Pregunté qué ocurría. Nadie me contestó, pregunté a mi hermana si estaban usando fórceps. Asintió con la cabeza. Me sentí como un mueble, como un trozo de carne sobre el que cortar sin ninguna preocupación. El obstetra que se había burlado de mí con más saña estaba en esos momentos apretando la cabeza de mi hija con unas tenazas y tirando de su cabeza con todo el peso de su cuerpo. Sacaron a la niña y la pasaron por encima de mi cabeza. Estaba como desmayada. Alargué instintivamente los brazos hacia ella, pero no pude ni rozarla con las yemas de los dedos. Pedí desesperada que me dejaran abrazarla. Me reprendieron, dijeron que la niña estaba mal. Yo no sabía qué ocurría. Giré la cabeza hacia atrás y vi que había varios médicos sobre ella, reanimándola, gritando. Le hicieron reanimación de nivel III, ombú. Pasé mucho miedo, no la oía llorar. Temí que hubiera muerto o sufriera lesiones graves. Nadie me hablaba. Finalmente oí su llanto y al menos supe que vivía. Pedí que me la dejaran abrazar y me llamaron irresponsable. Le dije a su padre que se fuera con ella, que no la dejara sola. Eso fue lo único que pude hacer por mi hija. La ingresaron en neonatología. Aún tiene en la cabeza las marcas de los pinchazos que le hicieron para monitorizarla. Además de hacer una episiotomía muy grande me desgarraron con los fórceps y me cortaron y cosieron el músculo elevador del ano. Tengo una cicatriz desde el cuello del útero hasta la abertura vaginal. El informe no menciona nada de esto, dice que no hubo desgarros y que el alumbramiento fue espontáneo. Es falso: tiraron de la placenta y me hicieron sangrar tanto que hasta cuatro meses después del parto no recuperé las fuerzas. Con los temblores de frío que siguen al parto pedí una manta, pero hasta que mi marido no fue a buscar una sábana no me cubrieron con nada. Durante trece días permanecí en la cama y no pude salir a la calle hasta veinticinco días después. En los dos primeros días de mi estancia en el hospital no pude orinar. Las enfermeras insistieron en que me levantase y fuese al lavabo, pero no podía poner un pie en el suelo sin sentir un terrible dolor muscular. Cada vez que explicaba que me encontraba realmente mal me dirigían miradas de reproche, así que me levanté apoyada en dos de ellas. Apenas llegué al baño me desmayé y tuvieron que devolverme a la cama en un sillón con ruedas. Luego me sondaron. La ginecóloga le dijo a mi marido que me había "dejado virgen". Yo no supe qué significaba esto hasta que intentamos tener relaciones sexuales: me había cosido de más para empequeñecer la abertura vaginal. El dolor que esto ha traído a mi vida sexual no es nada en comparación con la incredulidad e indignación que sentí al descubrirlo. No creo que abusos como este, o como la práctica rutinaria de la episiotomía, cometidos a diario por la clase médica sobre los cuerpos de mujeres indefensas, mujeres a las que nadie ha preguntado, merezcan menos reproche que la mutilación genital de las niñas en África. Durante nueve meses mi marido y yo mimamos a nuestra hija y fuimos felices pensando en el momento de verla por primera vez. En realidad, muchas mujeres recreamos el nacimiento de nuestro primer hijo desde la infancia. En el hospital
  • 7. se encargaron de que sólo hubiese violencia, agresividad, dolor y miedo. Me han robado un deseo muy profundo dentro de mí: el nacimiento de mi hija, su primera mirada. Yo iba a ser la protagonista de mi parto, yo iba a parir a mi hija, y me fue arrebatada con la máxima violencia y el máximo dolor. Entré en ese hospital siendo una mujer de treinta y cuatro años adulta y responsable. Una vez dentro, semi desnuda y uniformada con una camisilla, con una matrona dispuesta a afeitar mi vagina delante de todo el mundo, mis derechos se evaporaron. Quedé convertida en una menor de edad a la que nadie habla de su propia salud y es representada en todo momento por sus padres, un papel que el equipo médico adjudicó de inmediato a mi marido y familiares. Entré allí por mi propio pie, sana, feliz, con una hermosa hija dentro de mi cuerpo. Salí tres días después en una silla de ruedas, enferma, anémica, llena de llanto, dolor, indignación e ira, con una niña preciosa que no merecía haber nacido hipóxica y pasar sus primeras horas de vida en una incubadora. Sentí que el derecho a parir a mi propia hija me había sido usurpado de una forma brutal, fría y calculada por personas cuya única finalidad era acabar cuanto antes conmigo y con ella. Por supuesto, el trabajo estuvo acabado para la hora de la cena, como mi vecina tiene por costumbre. Recordé un día en que me fijé en un anillo de oro de diseño moderno muy grueso que llevaba. Me contó que se lo había regalado una pareja a la que atendió en un parto. Me pregunté en qué habría acabado ese parto. Seguro que ha sido una cesárea, me dije. La gente, en su ingenuidad, queda más agradecida a los médicos cuanto más se ha intervenido y más serias han sido esas intervenciones, y rara vez se preguntan qué circunstancias las provocaron. Antes de mi parto esta médico ya se había convertido en la heroína de mi familia política, y obtuvo los regalos y favores a los que está acostumbrada. ¿Qué voy a decirle a mi hija? Todos los años, cuando llega mi cumpleaños, mi madre me cuenta, indefectiblemente, la historia de mi nacimiento. Qué hizo el día en que yo nací, qué comió aquella noche, cómo cuando mi padre llegó con la matrona yo ya estaba sobre la cama... Me encanta oír esa historia. Fue un parto en casa rápido y sin complicaciones. A mi madre tuvieron que darle bastantes puntos (dieciséis), nada comparado con la carnicería que yo sufrí. Me pregunto qué voy a contarle yo a mi hija. ¿Cómo voy a decirle que su madre estaba sangrando a mares mientras a ella la sacaban de mi cuerpo azul y desmayada? ¿Cómo decirle que en lugar de la piel de su madre lo primero que sintió fueron unas cucharas metálicas apretándole la cabeza? ¿Cómo decirle que en lugar de besos y caricias al nacer le dieron golpes en los pies y en el pecho, le pusieron una mascarilla con oxígeno y la pincharon? Durante meses y meses he vivido profundamente traumatizada por lo ocurrido. Me despertaba por las noches reviviendo lo que pasó una y otra vez, recordando frases, atando cabos. No dejaba de preguntarme constantemente el por qué de las burlas, de las mentiras. Los protocolos hospitalarios actuales limitan absolutamente los derechos esenciales de las mujeres ¿Por qué esa dosis extra de menosprecio que ponen algunos médicos de su cosecha personal? ¿Qué ley quitó la patria potestad al padre y a la madre para dársela a un médico? ¿Cuidarán ellos al bebé que nazca con parálisis? ¿Llorarán el dolor de la madre cuyos genitales han sido desfigurados por los fórceps? ¿Van a sufrir ellos la separación del hijo recién nacido? ¿Quiénes son estas personas para arrogarse decisiones tan importantes? ¿Qué mente perturbada puede cerrar la vagina de una mujer para "dar más gusto al marido"? Además de las secuelas físicas padezco estrés postraumático como consecuencia de los sentimientos de indefensión y miedo que viví. Para la familia, sin embargo, la niña había sido "salvada", y yo no tenía derecho a quejarme por lo que pasó. Al principio me sentí muy sola, pero gracias a que he podido contactar con otras mujeres que han sido víctimas de violencia física o psíquica durante sus partos me siento comprendida y arropada. La frecuencia con la que estas situaciones se repiten día a día en los hospitales españoles es aterradora, pero más aterrador es aún que la sociedad en su conjunto, la familia, y hasta las propias mujeres ignoren u oculten estos abusos y sigan enalteciendo a una clase médica que realiza 36.000 cesáreas innecesarias cada año y hace oídos sordos a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud en la atención a los partos de bajo riesgo. Nuestra sanidad pública es gravada con un ingente gasto en
  • 8. tecnología y recursos que no sólo no sirve para mejorar la supervivencia y bienestar materno infantil, sino que causa más intervenciones, más dolor, más frustración y más muerte en las mujeres y en sus hijos. ¿Por qué ocurre esto? Se han apuntado muchas razones para explicar por qué las mujeres sufrimos tantas intervenciones inncesarias: comodidad, miedo al juez, impericia, prisas, dinero... Quiero añadir una: creo que nos hacen tanto daño porque no saben, no pueden imaginar, el daño que nos hacen. Mi experiencia ha sido muy dura, pero no es nada en comparación con los testimonios que he recogido desde entonces. Algunas mujeres están convirtiendo su dolor y su ira en una lucha intensa por defender nuestro derecho a ser oídas y respetadas, a ser protagonistas y a elegir qué tipo de parto queremos. Dedico este artículo a todas ellas y a los profesionales que han tenido el valor de hablar de ello y dar un paso adelante para cambiar las cosas. Francisca Fernández Guillén Pág. web: Holistika- Historia de partos II, [http://www.durga.org.es/webdelparto/] Citado EL 27/8/12