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Liturgia, Eucaristía y Música
Mons. Valentino Miserachs Grau
Preside del Pontificio Instituto de Música Sacra de Roma
Reverendísimos Señores Obispos, Sacerdotes, Religiosos y Religiosas,
Maestros, Operadores del sector de la Música Litúrgica en México, queridos
amigos en el Señor:
Aquí me tienen otra vez entre ustedes, siguiendo la amable invitación de Mons.
Francisco Moreno Barrón a través del Mtro. Gabriel Frausto. Muchos de
ustedes recordarán mi presencia en el Congreso de Torreón hace dos años,
junto con el maestro Giancarlo Parodi. También el pasado año tuve la dicha de
encontrarme de nuevo en México en unos días memorables que me llevaron
de Colima a Guadalajara y de Celaya a Toluca pasando por Querétaro. Ya
podríamos decir con San Pedro en la Transfiguración: “¡Bonum est nos hic
esse…faciamus tria tabernacula!” ¡Quien me hubiera dicho que en pocos años
vendría a México cuatro veces! Eso lo debo a la bondad de ustedes y a su
consideración hacia mi persona y hacia mi representatividad como preside del
Pontificio Istituto di Música Sacra y como Maestro de Capilla de Santa María la
Mayor- en cuyo cargo cumplí anteayer mis 35 años de servicio- , lo que hace
de mi, indignamente, una voz experimentada de la música litúrgica romana, de
la Iglesia de Roma, con la consiguiente responsabilidad de irradiación en el
orbe católico.
La invitación a participar en el Congreso de Colima me llegó con insistente e
irresistible amabilidad hace pocas semanas, y me encontró en un ajetreo tal,
que me obligó a reorganizarme y a cancelar algunos compromisos para poder
compaginar mi presencia aquí con mi deberes, sobre todo de la escuela. Me
ayudó la Providencia con la cancelación de la visita del Papa a la Universidad
romana “La Sapienza”, ya que tenía que ir a dirigir coro y orquesta, dejando de
lado las clases. Lo que fue penoso por una parte, fue decisivo para mi en orden
a mi venida a Colima. Acepté, pues, pero con la condición de poder hablar con
una cierta libertad entorno al tema propuesto por el Congreso, o sea, “la
Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor”, tema maravilloso y actualísimo –
de ayer, de hoy, de mañana y de siempre-, más aun cuando el magisterio de la
Iglesia ha centrado nuestra atención en la Eucaristía con los recientes
documentos “Ecclesia de Eucharistia”, encíclica del siervo de Dios Juan Pablo
II, y la exhortación post- sinodal de Benedicto XVI “Sacramentum Charitatis”. No
me compete una reflexión teológica ni estrictamente litúrgica sobre el tema,
pero quiero subrayar desde el principio que tal reflexión es absolutamente
indispensable para dar un buen enfoque, un buen encaje, al problema de la
música litúrgica, para que reluzca con absoluta claridad que ésta no es un
“optional” cualquiera, como las flores y las alfombras, sino que, íntimamente
unida a la Liturgia, tiene que participar de la misma seriedad de trato y de
consideración que la Iglesia reserva a los sagrados misterios. Convencidos de
la recíproca conexión que existe entre la “lex orandi” y la “lex credendi”, es
lógica consecuencia que los cuidados y desvelos de la Iglesia para con su
liturgia, y sobre todo, para con la Eucaristía, se extiendan también a la música
sacra (o más precisamente litúrgica). Juan Pablo II afirma en su citada encíclica
(n° 61) que “no hay peligro de exageración en todo lo que se haga en pro de
este sagrado misterio, puesto que en este sacramento se resume todo el
misterio de nuestro salvación”. Análogamente, no hay peligro de exageración
en todo cuanto se haga en favor de la música sacra, indisolublemente
vinculada al misterio eucarístico.
Dada la escasez de tiempo a disposición para preparar esta “charla”, no
encuentro nada más apropiado que seguir el esquema de un escrito mío de
hace unos años (2003), que título «Reflexiones sobre el “motu propio” de San
Pío X “Inter sollicitudines”», por sus continuas referencias a la sagrada liturgia
y, específicamente al misterio de la Eucaristía, pero sin renunciar a una visión
de conjunto del panorama general de la música sacra.
Fue sin duda providencial la conmemoración centenaria del capital documento
de San Pío X; tal documento contribuyó en aquel entonces de manera decisiva
a recuperar el auténtico sentido eclesial de la música litúrgica, en una más
amplio contexto de recuperación del espíritu cristiano, con la mayor
consideración hacia “la santidad y la dignidad del templo” donde tal espíritu
recibe su impulso vital “de la principal e indispensable fuente, cual es la
participación activa en los sagrados misterios y en la plegaria solemne y
pública de Iglesia”. La nobleza de la música sacra y los cuidados que merece
derivan del hecho de que “es parte integrante de la liturgia solemne (digamos
de la liturgia, sin distinción) y que participa de su finalidad general, o sea, la
gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles”. Y, dando voz al texto
sagrado, tiene como fin específico “añadir mayor eficacia al texto mismo, de
manera que los fieles (…) se disponga a recibir los frutos de la gracia, propios
de la celebración de los santos misterios”. Todo este magisterio de San Pío X
es acogido por el Vaticano II: “la tradición musical de la Iglesia constituye un
patrimonio de inestimable valor, superior a las demás expresiones artísticas,
sobretodo por el hecho de que el canto sacro, unido a las palabras, es parte
necesaria e integrante de la liturgia solemne” (S.C. n°112). Añadamos a las
palabras del Concilio la aplicación práctica formulada con grande equilibrio por
la instrucción “Musicam Sacram” de la Congregación “de Ritos” de 1967.
Se podría especificar con alguna referencia a la música sacra – destinada a la
celebración de los sacramentos, “in primis” a la del sacrificio eucarístico- lo
que, de forma más genérica, dice Juan Pablo II en su encíclica “Ecclesia de
Eucharistia”: «hay que lamentar que, sobre todo a partir de los años de la
reforma postconciliar, a causa de un mal entendido sentido de creatividad y de
adaptación, no hayan faltado abusos (…). Una cierta reacción al “formalismo”
ha inducido a algunos a considerar “no obligatorias” las formas escogidas por
la grande tradición de la Iglesia y del Magisterio, y a introducir innovaciones no
autorizadas y casi siempre no convenientes. Siento, pues, el deber de exhortar
enérgicamente a que en la celebración eucarística, las normas litúrgicas sean
observadas con la mayor fidelidad» (n°52). Todo esto se aplica, sin duda, en
relación a la música sacra, aunque parezca tan difícil entenderlo y, aun más,
tomar medias oportunas y saludables.
El mismo Pontífice, en varias ocasiones, había recordado la necesidad de
considerar el canto gregoriano, la polifonía y la música de órgano, como punto
de referencia imprescindible para asegurar dignidad y bondad de formas a la
música litúrgica (cf. discurso al Pontificio Istituto di Musica Sacra en los 90 años
de su fundación, 19-I-2001) y “purificar el culto de fealdades de estilo, de
formas descuidadas de expresión, de músicas y textos insípidos y poco
acordes a la grandeza del acto que se celebra” (audiencia general del 26-
II-2003).
Juan Pablo II hizo suyos los principios generales de San Pío X y del Vaticano II
en su quirógrafo “Mosso dal vivo desiderio”. Primera cualidad de la música
sacra: la santidad. El concilio precisó que tanto será más santa la música
litúrgica cuanto mayor será su adherencia a la acción litúrgica (hay coros que
vienen a Santa María la Mayor y lo mismo les da cantar el “Miserere” en
Pascua que el “Regina Coeli” en Adviento…). Mas para obtener la “perfecta
adherencia a la acción litúrgica” es indispensable que sea “santa” en el sentido
de San Pío X: exclusión de cualquier tipo de profanidad, en sí misma y en su
ejecución, y bondad de formas. Análogamente a cuanto se requiere para la
materia de los sacramentos, tiene que ser sobre todo “genuina”. Ni el pan, ni el
vino, ni el aceite, ni el agua, pueden ser adulterados. Así la música para el culto
tiene que ser “música de verdad”. Salvando, pues, esta premisa, sigue la
adherencia a los textos y al significado de cada momento litúrgico. Ahora se
habla del “coro” casi exclusivamente en el sentido de “animar”, sinónimo de
“alegrar”, ¡como si de una diversión se tratara! Cada momento litúrgico, en
cambio, exige una expresión musical adecuada, que sepa manifestar y
“contagiar” sentimientos o de alabanza, o de súplica, o de serena tristeza, etc.
Sin olvidar que la tradición musical de la Iglesia a veces expresa la alegría más
profunda en modo “menor”, como en el introito de Pascua de Resurrección (en
deuterus), íntimamente relacionado con el misterio de la Cruz (también es en
deuterus el introito de la misa “in Coena Domini” del jueves santo, “Nos
autem”). El auténtico compositor de música litúrgica de hoy no puede hacer las
cosas a su talante, sin tener en cuenta lo que la tradición de la Iglesia en su
inmensa sabiduría nos propone, y que es “lo mejor de lo mejor”, a despecho de
todos los alardes de la humana vanidad, que suelen ser, además, hijos de una
altanera ignorancia.
La reforma de San Pío X tenía como objeto purificar a la música de iglesia de la
contaminación de la música teatral (en Italia, y no solo). En nuestros tiempos,
entre los abusos denunciados por Juan Pablo II en su “Ecclesia de
Eucharistia”, cabe desenmascarar una contaminación aún peor que la de la
música de teatro, y es la homologación de la música de iglesia con la música
ligera de consumo, de manera que algunos cantos – o por causa del texto, o de
la música, o por ambos- son incapaces, por defecto tanto de substancia como
de forma, “de expresar de forma adecuada el misterio que se capta en la
plenitud de fe de la Iglesia”. “Esto vale tanto para las artes figurativas como
para la música sacra“, concluye Juan Pablo II”.
Para justificar esta nefasta práctica no valen razones de inculturación. La
expresión musical “ligera” será expresión más bien de decadencia cultural. Ya
decía San Pío X, todavía patriarca de Venecia, en su carta pastoral “Musica
Sacra” del 1-V-1895: “la Iglesia ha constantemente condenado todo lo que en
la música sacra es ligero, vulgar, trivial y ridículo”. El pretexto de la
inculturación suele acompañarse con el “placer”: tal música gusta al pueblo, a
los jóvenes, porque es fácil y rítmica; fácil: ¿hay algo más fácil, y más sublime
que la “missa brevis” gregoriana? Rítmica: la repetición obsesiva de los ritmos
se ajusta al peso del cuerpo, a la ley de la gravedad; en cambio, nada da alas
al espíritu como la libertad rítmica del canto gregoriano. Añade a este propósito
el patriarca Sarto: “el solo placer nunca fue el recto criterio para juzgar las
cosas sagradas, y el pueblo nunca tiene que ser favorecido en las cosas que
no son buenas, sino educado e instruído”.
También puede darse el abuso contrario: ejecutar en la liturgia composiciones
modernas, tal vez auténticos “productos de arte”, pero de un lenguaje abstruso,
atonal, dodecafónico o extremamente disonante; les faltaría el tercer requisito,
el de la “universalidad”, carisma que se puede resumir diciendo que la música
litúrgica tiene que ser apta para todos los públicos, y que en ninguna parte del
mundo tiene que suscitar desconcierto. La liturgia no tiene que convertirse
nunca en sede experimental. Dice Juan Pablo II en el n°51 de “Ecclesia de
Eucharistia”: «el tesoro –es decir la Eucaristía- es demasiado grande y
precioso para arriesgar un empobrecimiento o condicionarlo con experimentos
o prácticas introducidas sin algún examen por parte de la competente
autoridad eclesiástica”,lo que es perfectamente extensible a la música sacra,
que es parte integrante de la celebración de los sagrados misterios”».
¿Donde vemos brillar en grado sumo las tres cualidades: santidad, arte de
verdad, universalidad? ¿Existe un canto que, poseyendo estas cualidades, se
pueda proponer a los distintos pueblos y a los varios sectores de una misma
comunidad? Sí, es el canto gregoriano. Oigamos lo que dice el patriarca Sarto
en su citada carta pastoral: «Canto que por la santidad de su origen y de sus
formas es el único que la Iglesia propone como auténticamente suyo (…) y que,
como “producto artístico”, ha suscitado ayer y hoy la admiración de todos los
entendidos en música, y tan superior a los privados gustos nacionales, que
todo el mundo lo acogió y lo acoge como música verdaderamente universal».
De manera semejante se expresan el “motu propio” y el Vaticano II: “que, en
paridad de condiciones, se reserve al canto gregoriano el puesto principal”. La
introducción del uso litúrgico de las lenguas vivas ha sido una medida pastoral
de gran utilidad para el bien espiritual de los fieles; pero esto no significa que
haya que arrinconar completamente el latín y el canto gregoriano: ellos son un
signo “casi sacramental” de la unidad de la Iglesia, la significan y al mismo
tiempo la favorecen. Signo y causa, como en los sacramentos. No digo nada de
mi cosecha –aunque lo pudiera parecer, como en el discurso en la Sala del
Sinodo del 2005-, pues no hago más que repetir lo que se lee en “Musica
Sacram” de 1967, cuando expreso el deseo de que en las iglesias catedrales,
iglesias mayores, monasterios y casas religiosas y de formación se celebre por
lo menos una santa misa festiva en latín y canto gregoriano – con excepción tal
vez de lecturas y plegaria universal-, y que un repertorio mínimo de canto
gregoriano se conserve y se aprenda en todas las parroquias e iglesias, como
expresión de verdadera catolicidad. También la mejor polifonía, sobre todo la
de escuela romana encabezada por G. P. da Palestrina, merece figurar al lado
del canto gregoriano.
Es evidente que para ejecutar debidamente canto gregoriano y polifonía son
necesarias las “scholae cantorum”. Así lo recomiendan San Pío X y el Vaticano
II. Pretender que todo lo deba cantar el pueblo, y sólo el pueblo, es una
verdadera distorsión. La instrucción “Musica Sacram” asegura que el cometido
de la “schola” en la liturgia postconciliar no sólo no se ha desvanecido, sino
que es más importante que antes, puesto que, además de ser guía y refuerzo
de la asamblea, goza también de un papel autónomo. Semejantes
afirmaciones se encuentran también en la introducción a la tercera edición
típica del “Missale Romanum”. La celebración cantada ideal tiene que nacer de
la buena coordinación de los varios “actores” (celebrante, schola, solista,
salmista, asamblea, organista, etc.). Está, pues, muy claro que el aspecto
musical de las celebraciones litúrgicas no se puede dejar ni a la casualidad, ni
al arbitrio privado de nadie, aunque fuera el mismo celebrante (incluso obispo).
Sobre todos estos aspectos, ¿ha habido algún progreso en el magisterio de la
Iglesia de los últimos tiempos? Me refiero al pontificado de Benedicto XVI. Yo
diría que hay que matizar: todo el mundo sabe perfectamente cual es el
pensamiento del Papa al respecto, y el mero hecho ha creado mucha
expectación. Pero en lo que a documentos se refiere, de momento contamos
sólo con la exhortación post-sinodal “Sacramentum Charitatis”, que recoge
sencillamente el pensamiento de los padres del sínodo, de un sínodo que trató
de la Eucaristía. Sobre este punto hablé el pasado año a los seminaristas de
Toluca. Tal vez puede resultar interesante repetirlo hoy. Hablé en términos algo
enérgicos. En Roma saben que hablo claro, y no sólo no me han desmentido
jamás, sino que la conferencia que di en Trento el 3-XI-2007, apareció casi por
entero el día 5 en el “Osservatore Romano”. Un prelado me comento: ¡no es
frecuente que el “órgano” de la Santa Sede publique críticas a la misma Santa
Sede! De hecho la cosa se interpretó en aquellos días como si fuera inminente
la creación de un organismo pontificio dedicado a la música sacra. Pero, de
momento, silencio…
Decía a los de Toluca:
En la exhortación “Sacramentum caritatis” Benedicto XVI se hace eco de la
conclusion n. 36 del Sínodo de obispos. Y es la siguiente:
“En la celebración de la Eucaristía en los encuentros internacionales (...) se
propone”, etc. Y yo me pregunto:¿por qué solo en los encuentros
internacionales? Si lo que se pide para este tipo de encuentros no se practica
antes en las celebraciones “nacionales” o “locales” o de cada grupo lingüístico,
¿cómo podrá realizarse en los encuentros “internacionales”? Un ejemplo: si
aquí en México, o en España, o en Italia, o dondequiera que fuese, no se canta
nunca el Credo III en latín, ¿cómo va a cantarse cuando nos encontremos todos
juntos en Roma, o en Lourdes, o en Guadalupe?
Vamos a ver cuales son las propuestas sinodales:
sugerir que la (con)celebración de la Santa Misa sea en latín (...) y,
eventualmente, que se ejecuten piezas del canto gregoriano;
recomendar que los sacerdotes, ya desde el Seminario, (¡y esto nos atañe!)
estén preparados para comprender y celebrar la Santa Misa en latín, utilizar
plegarias latinas y saber valorizar el canto gregoriano.
No dejar de considerar (“non trascurare”) la posibilidadd de que los mismos
fieles sean educados en este sentido.
Todas estas tan lindas cosas que se dicen son, a mi pobre parecer, muy
restrictivas. Ya fue algo extraordinario que se abordara el tema, según me
confesó un Padre sinodal... Observen, para empezar, los tres verbos usados
(y por mi subrayados): sugerir, recomendar, no dejar de considerar... ¿No
les parece un lenguaje excesivamente prudente y tímido? Claro que,
leyendo entre rayas, podríamos decir que se trata de un deseo muy vivo. El
mismo Benedicto XVI, en el n. 42 de su “Sacramentum Charitatis”, parece
poner mayor énfasis cujando dice: “deseo, como pidieron los Padres
sinodales, que sea adecuadamente valorizado el canto gregoriano (...)”.
Antes se decía que, viniendo estos “deseos” de tal altura, había que
interpretarlos como una “orden”: “ogni desiderio è un ordine”, “todo deseo
es una orden”... O “a buen entendedor, pocas palabras”...
Se sugiere, pues, que, en casos de encuentros internacionales, “se celebre – o
concelebre – la Santa Misa en latín, y que, eventualmente, se ejecuten cantos
gregorianos”. ¿Solo eventualmente? Si el canto gregoriano, según el Vaticano
II, en “paridad de circunstancias” tiene que ocupar el primer lugar, ahora,
tratándose de misa en latín, ¿solo se propone eventualmente? O sea, si a
alguien le pasa por la cabeza, o por casualidad o porque el día amaneció
nublado... ¿No les parece muy restrictiva tal “sugerencia”?
Se recomienda que los sacerdotes, ya desde el Seminario, estén preparados a
entender y a celebrar la Misa en latín. Solo “entender”, como yo pude
“entender” el polaco, cuando recientemente concelebré con el cardenal
Dziwisz en Cracovia... Aquí no se dice que hay que estudiar el latín para tener
de él un conocimiento “vivo”, que vaya mucho más allá del “entender”...
Tranquilos, pues, seminaristas, que el latín continuará siendo un “optional”, sin
gran importancia. O sea, que toda la riqueza bíblica, litúrgica, teológica,
patrística, - latina y griega – tendrán que acontentarse en conocerla solo por
traducciones, más o menos bien hechas... Yo creo que tiene que llegar a
nuestros superiores el clamor de la “base”, el de ustedes, el clamor de que tal
vez conviene que se nos tome más en serio, no como a niños “rebeldes” que
no quieren estudiar. Seminaristas de México y de todo el mundo, ¡hagan oir su
voz, que hoy no faltan medios para ello! Queremos estudiar como Dios manda
el latín y el griego, el canto gregoriano y la música en general, porque solo con
una cultura profunda y bien enraizada podremos manejar los “tesoros” de la
Iglesia – nuestros tesoros -, y podremos sacar de ellos sustancia para dar
contenido a todo lo nuevo que hay que realizar. ¡No queremos vivir en la
ignorancia!
No dejar de considerar la posibilidad de que los fieles sean educados en tal
sentido. Aquí el lenguaje se hace todavía más tortuoso. ¡No dejar de considerar
la posibilidad!... Pero claro está: si a los mismísimos sacerdotes y seminaristas
se les recomienda solo que alcancen a entender la misa en latín, ¿cómo se
podría, tratándose de los “simples” fieles, pedir algo más que no fuera el “dejar
de considerar la posibilidad?
Aquí sí que emerge la gravedad de nuestra situación de “maestros” del pueblo
de Dios... Si los maestros no están preparados y no tienen más que un
conocimiento “superficial” de las cosas, ¿cómo podrán enseñar al pueblo?
Análogamente a cuanto decíamos con respeto a “nosotros”, se podría
recomendar también al “pueblo de Dios” que hiciera sentir su voz, como
efectivamente ya sucede. Creo sinceramente que las gentes ya empiezan a
cansarse de ser consideradas de segunda o de tercera categoría, incapaces
de aprender cosas “fáciles”, pero “buenas”. ¿No será esa una apresurada y
cómoda conclusión a qué llegamos nosotros, echando sobre las espaldas del
pueblo el
peso de nuestro “vacío”, de nuestra escasa preparación y de nuestra
indolencia?
De cuanto hemos visto y considerado se deduce la importancia de la
preparación de los candidatos al sacerdocio y de las almas consagradas en las
disciplinas litúrgico-musicales. No se trata de una pura preparación técnico-
estética, aunque ésta sea indispensable, sino que hay que tener siempre en
cuenta la altísima finalidad a la que se orienta como parte viva del culto de la
Iglesia, Tal finalidad, al igual que el mandamiento del amor, es doble: la gloria
de Dios y la santificación de los fieles. Hoy en día, el acento que se ha puesto
en la segunda parte, o sea en los fieles, en el pueblo, con más o menos
santificación, podría favorecer una mentalidad orientada a lo práctico, es decir
que la música tendría una finalidad de “animación” de las comunidaddes, cosa
que se dice sin rubor alguno. Si no tenemos en cuenta que esta segunda
finalidad no tiene ningún sentido sin la primera, la gloria de Dios, fácilmente se
puede caer en algunas desviaciones: la primera es la escasa importancia que
se da al qué, al cómo y al cuándo. Que se cante y se toque lo que se quiera,
mientras guste a la gente y ayude a crear un alegre sentido de compañerismo;
que lo que se quiera se cante y se toque como se quiera, bien o mal no
importa; que lo que se quiera, bien o mal tocado o cantado, se pueda ejecutar
en cualquier momento de la celebración, sin tener en cuenta la “propiedad”
litúrgica de textos y músicas.
Podríamos caer en otro error, si prescindimos de la primera indispensable
finalidad: si no hay comunidad, no vale la pena de cantar ni tocar nada, ni bien
ni mal, y así, en misas con poca gente, sería una pérdida de tiempo la
“solemnidad” del culto... Si no tenemos presente que la finalidad de la liturgia
es “in primis” la gloria de Dios, el paso hacia estas aberraciones será muy
breve. El primado de la “gloria de Dios” hace fácilmente comprensible que la
Iglesia pretenda de la música litúrgica la “santidad”, tanto en el contenido como
en la ejecución, y el que sea “arte de verdad”, tanto en lo complejo como en lo
sencillo y popular. Y la misma Iglesia está convencida que solo una música
que tenga estas características que la hagan digna de la casa de Dios y de la
celebración de los santos misterios, puede al propio tiempo edificar y santificar
a los fieles, y brillar por la cualidad de la “universalidad”, es decir que se pueda
proponer a toda clase de públicos en lo ancho del mundo, con verdadero
sentido de “catolicidad”. Ya es penoso tener que oir los desbarajustes de
músicas y de textos que en muchas partes reinan e imperan, y con qué celo
muchos laicos y sacerdotes los defienden y los promueven. En materias tan
delicadas no es el criterio individual el que tendría que prevalecer, sino el
criterio de la Iglesia, que yo hago mío porque me fío de Ella, y no puedo actuar
en nada sino en comunión con Ella. Pero, por favor, que haya criterios claros y
que sean indicados no solo con prestigio (“autorevolezza”) sino con la
autoridad que un tal prestigio no puede sino confirmar.
En vista de estas altísimas finalidades, se comprende bien el ahinco que la
Iglesia pone en la formación específica de los sacerdotes – y hay que obtenerla
ya desde el seminario – y de las almas consagradas. Papel pasivo y activo: ser
formados para poder formar. Necesidad de formadores que puedan formar a
los que, en su día, tendrán que formar a los demás. Es la ley de la Iglesia:
“tradidi quod et accepi”.
Hasta aquí Toluca... El tema era “la formación musical en seminarios y casas
religiosas”. El tema de la formación es la lógica consecuencia de la creación y
buen funcionamiento de las “scholae cantorum” y de toda la vida litúrgico-
musical de la Iglesia. Sin gente preparada no se puede hacer nada. Por eso
San Pío X y el Vaticano II insisten en la formación musical de los clerigos,
seminaristas, religiosos, etc. También “Musica Sacram” de 1967. Y Juan Pablo
II , además del ya citado discurso al Pontificio Istituto di Música Sacra en los 90
años de fundación, dice en su quirógrafo “Mosso dal vivo desiderio”: «(...) se
pone de evidencia la urgencia de promover una sólida formación, tanto de
pastores como de laicos. San Pío X insitía en la formación musical de los
clerigos. Un aviso en tal sentido fue dado también por el Vaticano II: “se tenga
cuidado de la formación y práctica musical en los seminarios, en los noviciados
de los religiosos y religiosas, y en sus casas de formación (...)”. Tal indicación
todavía espera su plena realización (...)» (n°9.). Repito mi comentario de
Toluca: “¡Que bueno e indulgente es usted, Santo Padre Juan Pablo II, al usar
un tal eufemismo para decir que lo que se hace en los seminarios con relación
a la música sacra (excepto en México, claro está...) es poco, muy poco, menos
que poco...!”
Con referencia a la formación específica de maestros de música para la liturgia,
tanto San Pío X como el Vaticano II exhortan a sostener, promover o fundar -,
según los casos- escuelas superiores de música sagrada. No fue por
casualidad que en 1911 San Pío X erigió la “Pontificia Scuola Superiore di
Musica Sacra” de Roma, la que hoy es el “Pontificio Istituto di Musica Sacra”,
ateneo que confiere los grados académicos en todas las cinco ramas que
constituyen el árbol del Instituto. Dentro de muy pocos años vamos a celebrar
el centenario de fundación, y tiene que ser un momento de reflexión
importante, para ver cómo en el día de hoy, y con los medios de hoy, puede el
Instituto cumplir con su misión fundacional, que es la de extender su benefico
influjo en el ámbito de todas las iglesias del mundo. Tenemos algunas
escuelas afiliadas, también en México. No es fácil mantener los contactos y
llenar de contenido estas afiliaciones. Mi repetida presencia aqui quiere ser,
por mi parte, un granito de arena en la construcción de esa comunión con
Roma y con su Instituto. Y, amén de los muchos alumnos mexicanos del
pasado y del presente, que son una porción elegida del PIMS, ya saben
ustedes –como lo sé yo también- de los actuales fermentos que aspiran a tener
en México un Pontificio Instituto de Música, que podría ser en aquellos términos
previstos por la legislación que garantizaran por una parte la vinculación con
Roma y, por otra, la debida y benéfica autonomía. Si el episcopado mexicano
lo quiere de verdad, esta podría ser en el futuro una hermosa realidad, y ya dije
en su día que encontrarían en mí todo el apoyo posible. Claro está que el
término de mi mandato está “sub iudice”: tan posible es que yo acabe en junio
como que me den una prórroga. Primero Dios, como tan bien dicen ustedes. Si
la Providencia me destina a favorecer un trasplante del PIMS en el Nuevo
Mundo, ya cuidará de ello...
Podríamos añadir algunas palabras sobre las composiciones modernas. San
Pío X: “la música más moderna se admite en la iglesia, salvando las leyes
litúrgicas”. Vaticano II: “la Iglesia aprueba y admite en el culto todas las formas
de la verdadera arte, mientras estén dotadas de las cualidades necesarias”.
San Pío X, hablando de la “universalidad”, que más tarde se vinculó
exclusivamente al latín y al canto gregoriano, afirma que se autoriza “a cada
nación de admitir en las composiciones de iglesia las formas particulares que
constituyen en cierto modo el carácter específico de su música propia”, lo que
deja la puerta abierta a todo, mientras se salve el principio que también Juan
Pablo II hace suyo en su quirógrafo: “tanto una composición para la iglesia será
más sacra y litúrgica cuanto más en su aire, en su inspiración y en su sabor se
acerque a la melodía gregoriana, y seá menos digna del templo cuanto más se
aleje de aquel supremo modelo” (I.S., n°3). No se trata de copiar al canto
gregoriano, sino de impregnarse de su espíritu. Los compositores inteligentes y
bien preparados encontrarán en el canto gregoriano, en su temática melódica,
en la rica variedad de sus modos, en la armonía implícita, en su rítmo propio,
pegado -por decirlo asi- al sacro texto, un manantial de inspiración constante,
que permitirá unir en admirable fusión “nova et vetera”. Junto al canto
gregoriano, les recomiendo la exploración a fondo del tesoro de la música
popular de sus pueblos. La riqueza melódica desparramada por todo el mundo
atestigua, junto con un parentesco innegable con el canto gregoriano, la
suspirada –y real- unidad del género humano: son destellos que, a pesar del
pecado, aún quedan de aquella unidad primigenia, a cuya renovada
reconstitución aspira y tiende la Redención de Jesucristo. Por esto la vigencia
del canto gregoriano como instrumento de catolicidad no se pude poner en
duda, sino que es oportuno que la Iglesia se dé cuenta de que el buen Dios le
ha hecho con el canto gregoriano un regalo formidable de cara a la difusión
universal del reino Dios.
Son necesarias a tal objeto las comisiones de música sacra. Las hay, y
muchas, a nivel de los distintos territorios, pero, como insiste Juan Pablo II en el
n°51 de “Ecclesia de Eucharistía”, «la centralidad del misterio eucaristico es de
tal magnitud, que exige que todo control se haga en estrecha relación con la
Santa Sede. Como escribía yo mismo en la exhortación apóstolica “Ecclesia in
Asia”: una tal colaboración es esencial puesto que la sagrada liturgia expresa y
celebra la única fe que todos profesamos, y, que, siendo herencia de toda la
Iglesia, no puede ser determinada por las iglesias locales aisladas de la Iglesia
universal».
Siendo la música sacra parte integrante de las celebraciones de los divinos
misterios, aunque la competencia concreta haya sido confiada prácticamente a
la autoridad territorial, seria oportuna una supervisión, sobre todos de los
repertorios locales, como ya se actua en lo que se refiere a las traducciones de
los textos en las lenguas vivas, por parte del Dicasterio competente, que es la
“Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos”, o
mejor, creo yo, por parte de un organismo pontificio de nueva creación.
A este respecto, creo que no carecen de significado las palabras que
Benedicto XVI pronunció en su visita al PIMS el pasado 13-X-2007, cuando
dijo: «La autoridad eclesiástica debe comprometerse a orientar sabiamente el
desarrollo de un tipo de música tan exigente, sin congelar su tesoro, sino
procurando injertar en la herencia del pasado las novedades del presente que
lo merezcan, para llegar a una síntesis digna de la alta misión que le compete
en el servicio divino. Estoy seguro de que el PIMS, en armónica sintonía, con
la Congregación para el Culto Divino, no dejará de dar su contribución para un
“aggiornamento” adaptado a nuestros tiempos de las preciosas tradiciones de
la música sacra».
Un reconocido periodista escribió al día siguiente: “a tal deseo, podría seguir
muy pronto la institución en la curía romana de un organismo dotado de
autoridad en materia de música sacra”. Desde hace muchos años que predico
la oportunidad de la creación de un tal organismo; este deseo se encuentra a
menudo en mis conferencias y discursos. No me hago ilusiones de que todos
los problemas pudieran quedar resueltos, pero me parece también verdad
indiscutible que, mientras no se disponga de este instrumento, la acción de
unas minorías quedará aislada, como si se tratara de “iniciativas privadas”.
Nadie piense que estas cosas que voy diciendo están vinculadas a una
eventual y ocasional “restauración” del rito del San Pío V. Volvamos
simplemente al Concilio Vaticano II y nos daremos cuenta de que la voluntad
de los padres conciliares era la de no abandonar jamás estas líneas maestras.
En mi conferencia de Torreón de hace dos años les anunciaba lo siguiente:
«Estoy preparando un libro con las numerosas conferencias que en estos años
he pronunciado por lo ancho del mundo (...)y que tendrá por título la frase del
salmo “Excitabo auroram”. Yo presiento en el horizonte esta nueva aurora.
Siento que las instancias que la empujan están en la base, en un deseo que se
está difundiendo y afianzando en sectorescada vez más amplios del pueblo de
Dios. A nosotros nos toca catalizar y reforzar estos deseos. No será cosa fácil,
pero lo importante es tener una dirección clara, una meta hacia la cual orientar
nuestros trabajos. Y ustedes, con su admirable sentido de fe entusiástica, serán
los primeros en secundar esta “conversión” que nos incumbe a todos, no para
procurarnos satisfacciones personales, sino para obrar la verdad y la justicia».
Este libro, que recoge la citada conferencia de Torreón, ya está en circulación,
coeditado por el PIMS y la LEV (Libreria Editrice Vaticana). Aquí les traigo las
primicias. Y saldrá a la luz, dentro de poco tiempo, el segundo volumen, de
carácter más variado, y que tendrá la misma portada, como algo más
iluminada: la “aurora” que pretendemos despertar ¿está de verdad
avanzando? La respuesta podría ser la última frase de mi conferencia de
Trento del 3-XI-2007: «El silencio por parte de Roma que ha durado casi 50
años, finalmente se cambió en palabras claras, tanto por parte de Juan Pablo II
como de Benedicto XVI. Hoy, pues, a pesar de todo, tendría que ser cosa más
fácil y justificada, en los horizontes de la músca sacra, atreverse a esperar el
despertar y el avanzar de una “nueva aurora”.»
Colima, Col, Méx., 29 de enero de 2008
Mons. Valentin Miserachs Grau
Preside del PIMS
Maestro Liberiano
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Liturgia, Eucaristía y Música

  • 1. Liturgia, Eucaristía y Música Mons. Valentino Miserachs Grau Preside del Pontificio Instituto de Música Sacra de Roma Reverendísimos Señores Obispos, Sacerdotes, Religiosos y Religiosas, Maestros, Operadores del sector de la Música Litúrgica en México, queridos amigos en el Señor: Aquí me tienen otra vez entre ustedes, siguiendo la amable invitación de Mons. Francisco Moreno Barrón a través del Mtro. Gabriel Frausto. Muchos de ustedes recordarán mi presencia en el Congreso de Torreón hace dos años, junto con el maestro Giancarlo Parodi. También el pasado año tuve la dicha de encontrarme de nuevo en México en unos días memorables que me llevaron de Colima a Guadalajara y de Celaya a Toluca pasando por Querétaro. Ya podríamos decir con San Pedro en la Transfiguración: “¡Bonum est nos hic esse…faciamus tria tabernacula!” ¡Quien me hubiera dicho que en pocos años vendría a México cuatro veces! Eso lo debo a la bondad de ustedes y a su consideración hacia mi persona y hacia mi representatividad como preside del Pontificio Istituto di Música Sacra y como Maestro de Capilla de Santa María la Mayor- en cuyo cargo cumplí anteayer mis 35 años de servicio- , lo que hace de mi, indignamente, una voz experimentada de la música litúrgica romana, de la Iglesia de Roma, con la consiguiente responsabilidad de irradiación en el orbe católico. La invitación a participar en el Congreso de Colima me llegó con insistente e irresistible amabilidad hace pocas semanas, y me encontró en un ajetreo tal, que me obligó a reorganizarme y a cancelar algunos compromisos para poder compaginar mi presencia aquí con mi deberes, sobre todo de la escuela. Me ayudó la Providencia con la cancelación de la visita del Papa a la Universidad romana “La Sapienza”, ya que tenía que ir a dirigir coro y orquesta, dejando de lado las clases. Lo que fue penoso por una parte, fue decisivo para mi en orden a mi venida a Colima. Acepté, pues, pero con la condición de poder hablar con una cierta libertad entorno al tema propuesto por el Congreso, o sea, “la Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor”, tema maravilloso y actualísimo – de ayer, de hoy, de mañana y de siempre-, más aun cuando el magisterio de la Iglesia ha centrado nuestra atención en la Eucaristía con los recientes documentos “Ecclesia de Eucharistia”, encíclica del siervo de Dios Juan Pablo II, y la exhortación post- sinodal de Benedicto XVI “Sacramentum Charitatis”. No me compete una reflexión teológica ni estrictamente litúrgica sobre el tema, pero quiero subrayar desde el principio que tal reflexión es absolutamente indispensable para dar un buen enfoque, un buen encaje, al problema de la música litúrgica, para que reluzca con absoluta claridad que ésta no es un “optional” cualquiera, como las flores y las alfombras, sino que, íntimamente unida a la Liturgia, tiene que participar de la misma seriedad de trato y de
  • 2. consideración que la Iglesia reserva a los sagrados misterios. Convencidos de la recíproca conexión que existe entre la “lex orandi” y la “lex credendi”, es lógica consecuencia que los cuidados y desvelos de la Iglesia para con su liturgia, y sobre todo, para con la Eucaristía, se extiendan también a la música sacra (o más precisamente litúrgica). Juan Pablo II afirma en su citada encíclica (n° 61) que “no hay peligro de exageración en todo lo que se haga en pro de este sagrado misterio, puesto que en este sacramento se resume todo el misterio de nuestro salvación”. Análogamente, no hay peligro de exageración en todo cuanto se haga en favor de la música sacra, indisolublemente vinculada al misterio eucarístico. Dada la escasez de tiempo a disposición para preparar esta “charla”, no encuentro nada más apropiado que seguir el esquema de un escrito mío de hace unos años (2003), que título «Reflexiones sobre el “motu propio” de San Pío X “Inter sollicitudines”», por sus continuas referencias a la sagrada liturgia y, específicamente al misterio de la Eucaristía, pero sin renunciar a una visión de conjunto del panorama general de la música sacra. Fue sin duda providencial la conmemoración centenaria del capital documento de San Pío X; tal documento contribuyó en aquel entonces de manera decisiva a recuperar el auténtico sentido eclesial de la música litúrgica, en una más amplio contexto de recuperación del espíritu cristiano, con la mayor consideración hacia “la santidad y la dignidad del templo” donde tal espíritu recibe su impulso vital “de la principal e indispensable fuente, cual es la participación activa en los sagrados misterios y en la plegaria solemne y pública de Iglesia”. La nobleza de la música sacra y los cuidados que merece derivan del hecho de que “es parte integrante de la liturgia solemne (digamos de la liturgia, sin distinción) y que participa de su finalidad general, o sea, la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles”. Y, dando voz al texto sagrado, tiene como fin específico “añadir mayor eficacia al texto mismo, de manera que los fieles (…) se disponga a recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración de los santos misterios”. Todo este magisterio de San Pío X es acogido por el Vaticano II: “la tradición musical de la Iglesia constituye un patrimonio de inestimable valor, superior a las demás expresiones artísticas, sobretodo por el hecho de que el canto sacro, unido a las palabras, es parte necesaria e integrante de la liturgia solemne” (S.C. n°112). Añadamos a las palabras del Concilio la aplicación práctica formulada con grande equilibrio por la instrucción “Musicam Sacram” de la Congregación “de Ritos” de 1967. Se podría especificar con alguna referencia a la música sacra – destinada a la celebración de los sacramentos, “in primis” a la del sacrificio eucarístico- lo que, de forma más genérica, dice Juan Pablo II en su encíclica “Ecclesia de Eucharistia”: «hay que lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma postconciliar, a causa de un mal entendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos (…). Una cierta reacción al “formalismo” ha inducido a algunos a considerar “no obligatorias” las formas escogidas por
  • 3. la grande tradición de la Iglesia y del Magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y casi siempre no convenientes. Siento, pues, el deber de exhortar enérgicamente a que en la celebración eucarística, las normas litúrgicas sean observadas con la mayor fidelidad» (n°52). Todo esto se aplica, sin duda, en relación a la música sacra, aunque parezca tan difícil entenderlo y, aun más, tomar medias oportunas y saludables. El mismo Pontífice, en varias ocasiones, había recordado la necesidad de considerar el canto gregoriano, la polifonía y la música de órgano, como punto de referencia imprescindible para asegurar dignidad y bondad de formas a la música litúrgica (cf. discurso al Pontificio Istituto di Musica Sacra en los 90 años de su fundación, 19-I-2001) y “purificar el culto de fealdades de estilo, de formas descuidadas de expresión, de músicas y textos insípidos y poco acordes a la grandeza del acto que se celebra” (audiencia general del 26- II-2003). Juan Pablo II hizo suyos los principios generales de San Pío X y del Vaticano II en su quirógrafo “Mosso dal vivo desiderio”. Primera cualidad de la música sacra: la santidad. El concilio precisó que tanto será más santa la música litúrgica cuanto mayor será su adherencia a la acción litúrgica (hay coros que vienen a Santa María la Mayor y lo mismo les da cantar el “Miserere” en Pascua que el “Regina Coeli” en Adviento…). Mas para obtener la “perfecta adherencia a la acción litúrgica” es indispensable que sea “santa” en el sentido de San Pío X: exclusión de cualquier tipo de profanidad, en sí misma y en su ejecución, y bondad de formas. Análogamente a cuanto se requiere para la materia de los sacramentos, tiene que ser sobre todo “genuina”. Ni el pan, ni el vino, ni el aceite, ni el agua, pueden ser adulterados. Así la música para el culto tiene que ser “música de verdad”. Salvando, pues, esta premisa, sigue la adherencia a los textos y al significado de cada momento litúrgico. Ahora se habla del “coro” casi exclusivamente en el sentido de “animar”, sinónimo de “alegrar”, ¡como si de una diversión se tratara! Cada momento litúrgico, en cambio, exige una expresión musical adecuada, que sepa manifestar y “contagiar” sentimientos o de alabanza, o de súplica, o de serena tristeza, etc. Sin olvidar que la tradición musical de la Iglesia a veces expresa la alegría más profunda en modo “menor”, como en el introito de Pascua de Resurrección (en deuterus), íntimamente relacionado con el misterio de la Cruz (también es en deuterus el introito de la misa “in Coena Domini” del jueves santo, “Nos autem”). El auténtico compositor de música litúrgica de hoy no puede hacer las cosas a su talante, sin tener en cuenta lo que la tradición de la Iglesia en su inmensa sabiduría nos propone, y que es “lo mejor de lo mejor”, a despecho de todos los alardes de la humana vanidad, que suelen ser, además, hijos de una altanera ignorancia. La reforma de San Pío X tenía como objeto purificar a la música de iglesia de la contaminación de la música teatral (en Italia, y no solo). En nuestros tiempos, entre los abusos denunciados por Juan Pablo II en su “Ecclesia de
  • 4. Eucharistia”, cabe desenmascarar una contaminación aún peor que la de la música de teatro, y es la homologación de la música de iglesia con la música ligera de consumo, de manera que algunos cantos – o por causa del texto, o de la música, o por ambos- son incapaces, por defecto tanto de substancia como de forma, “de expresar de forma adecuada el misterio que se capta en la plenitud de fe de la Iglesia”. “Esto vale tanto para las artes figurativas como para la música sacra“, concluye Juan Pablo II”. Para justificar esta nefasta práctica no valen razones de inculturación. La expresión musical “ligera” será expresión más bien de decadencia cultural. Ya decía San Pío X, todavía patriarca de Venecia, en su carta pastoral “Musica Sacra” del 1-V-1895: “la Iglesia ha constantemente condenado todo lo que en la música sacra es ligero, vulgar, trivial y ridículo”. El pretexto de la inculturación suele acompañarse con el “placer”: tal música gusta al pueblo, a los jóvenes, porque es fácil y rítmica; fácil: ¿hay algo más fácil, y más sublime que la “missa brevis” gregoriana? Rítmica: la repetición obsesiva de los ritmos se ajusta al peso del cuerpo, a la ley de la gravedad; en cambio, nada da alas al espíritu como la libertad rítmica del canto gregoriano. Añade a este propósito el patriarca Sarto: “el solo placer nunca fue el recto criterio para juzgar las cosas sagradas, y el pueblo nunca tiene que ser favorecido en las cosas que no son buenas, sino educado e instruído”. También puede darse el abuso contrario: ejecutar en la liturgia composiciones modernas, tal vez auténticos “productos de arte”, pero de un lenguaje abstruso, atonal, dodecafónico o extremamente disonante; les faltaría el tercer requisito, el de la “universalidad”, carisma que se puede resumir diciendo que la música litúrgica tiene que ser apta para todos los públicos, y que en ninguna parte del mundo tiene que suscitar desconcierto. La liturgia no tiene que convertirse nunca en sede experimental. Dice Juan Pablo II en el n°51 de “Ecclesia de Eucharistia”: «el tesoro –es decir la Eucaristía- es demasiado grande y precioso para arriesgar un empobrecimiento o condicionarlo con experimentos o prácticas introducidas sin algún examen por parte de la competente autoridad eclesiástica”,lo que es perfectamente extensible a la música sacra, que es parte integrante de la celebración de los sagrados misterios”». ¿Donde vemos brillar en grado sumo las tres cualidades: santidad, arte de verdad, universalidad? ¿Existe un canto que, poseyendo estas cualidades, se pueda proponer a los distintos pueblos y a los varios sectores de una misma comunidad? Sí, es el canto gregoriano. Oigamos lo que dice el patriarca Sarto en su citada carta pastoral: «Canto que por la santidad de su origen y de sus formas es el único que la Iglesia propone como auténticamente suyo (…) y que, como “producto artístico”, ha suscitado ayer y hoy la admiración de todos los entendidos en música, y tan superior a los privados gustos nacionales, que todo el mundo lo acogió y lo acoge como música verdaderamente universal». De manera semejante se expresan el “motu propio” y el Vaticano II: “que, en
  • 5. paridad de condiciones, se reserve al canto gregoriano el puesto principal”. La introducción del uso litúrgico de las lenguas vivas ha sido una medida pastoral de gran utilidad para el bien espiritual de los fieles; pero esto no significa que haya que arrinconar completamente el latín y el canto gregoriano: ellos son un signo “casi sacramental” de la unidad de la Iglesia, la significan y al mismo tiempo la favorecen. Signo y causa, como en los sacramentos. No digo nada de mi cosecha –aunque lo pudiera parecer, como en el discurso en la Sala del Sinodo del 2005-, pues no hago más que repetir lo que se lee en “Musica Sacram” de 1967, cuando expreso el deseo de que en las iglesias catedrales, iglesias mayores, monasterios y casas religiosas y de formación se celebre por lo menos una santa misa festiva en latín y canto gregoriano – con excepción tal vez de lecturas y plegaria universal-, y que un repertorio mínimo de canto gregoriano se conserve y se aprenda en todas las parroquias e iglesias, como expresión de verdadera catolicidad. También la mejor polifonía, sobre todo la de escuela romana encabezada por G. P. da Palestrina, merece figurar al lado del canto gregoriano. Es evidente que para ejecutar debidamente canto gregoriano y polifonía son necesarias las “scholae cantorum”. Así lo recomiendan San Pío X y el Vaticano II. Pretender que todo lo deba cantar el pueblo, y sólo el pueblo, es una verdadera distorsión. La instrucción “Musica Sacram” asegura que el cometido de la “schola” en la liturgia postconciliar no sólo no se ha desvanecido, sino que es más importante que antes, puesto que, además de ser guía y refuerzo de la asamblea, goza también de un papel autónomo. Semejantes afirmaciones se encuentran también en la introducción a la tercera edición típica del “Missale Romanum”. La celebración cantada ideal tiene que nacer de la buena coordinación de los varios “actores” (celebrante, schola, solista, salmista, asamblea, organista, etc.). Está, pues, muy claro que el aspecto musical de las celebraciones litúrgicas no se puede dejar ni a la casualidad, ni al arbitrio privado de nadie, aunque fuera el mismo celebrante (incluso obispo). Sobre todos estos aspectos, ¿ha habido algún progreso en el magisterio de la Iglesia de los últimos tiempos? Me refiero al pontificado de Benedicto XVI. Yo diría que hay que matizar: todo el mundo sabe perfectamente cual es el pensamiento del Papa al respecto, y el mero hecho ha creado mucha expectación. Pero en lo que a documentos se refiere, de momento contamos sólo con la exhortación post-sinodal “Sacramentum Charitatis”, que recoge sencillamente el pensamiento de los padres del sínodo, de un sínodo que trató de la Eucaristía. Sobre este punto hablé el pasado año a los seminaristas de Toluca. Tal vez puede resultar interesante repetirlo hoy. Hablé en términos algo enérgicos. En Roma saben que hablo claro, y no sólo no me han desmentido jamás, sino que la conferencia que di en Trento el 3-XI-2007, apareció casi por entero el día 5 en el “Osservatore Romano”. Un prelado me comento: ¡no es frecuente que el “órgano” de la Santa Sede publique críticas a la misma Santa Sede! De hecho la cosa se interpretó en aquellos días como si fuera inminente la creación de un organismo pontificio dedicado a la música sacra. Pero, de
  • 6. momento, silencio… Decía a los de Toluca: En la exhortación “Sacramentum caritatis” Benedicto XVI se hace eco de la conclusion n. 36 del Sínodo de obispos. Y es la siguiente: “En la celebración de la Eucaristía en los encuentros internacionales (...) se propone”, etc. Y yo me pregunto:¿por qué solo en los encuentros internacionales? Si lo que se pide para este tipo de encuentros no se practica antes en las celebraciones “nacionales” o “locales” o de cada grupo lingüístico, ¿cómo podrá realizarse en los encuentros “internacionales”? Un ejemplo: si aquí en México, o en España, o en Italia, o dondequiera que fuese, no se canta nunca el Credo III en latín, ¿cómo va a cantarse cuando nos encontremos todos juntos en Roma, o en Lourdes, o en Guadalupe? Vamos a ver cuales son las propuestas sinodales: sugerir que la (con)celebración de la Santa Misa sea en latín (...) y, eventualmente, que se ejecuten piezas del canto gregoriano; recomendar que los sacerdotes, ya desde el Seminario, (¡y esto nos atañe!) estén preparados para comprender y celebrar la Santa Misa en latín, utilizar plegarias latinas y saber valorizar el canto gregoriano. No dejar de considerar (“non trascurare”) la posibilidadd de que los mismos fieles sean educados en este sentido. Todas estas tan lindas cosas que se dicen son, a mi pobre parecer, muy restrictivas. Ya fue algo extraordinario que se abordara el tema, según me confesó un Padre sinodal... Observen, para empezar, los tres verbos usados (y por mi subrayados): sugerir, recomendar, no dejar de considerar... ¿No les parece un lenguaje excesivamente prudente y tímido? Claro que, leyendo entre rayas, podríamos decir que se trata de un deseo muy vivo. El mismo Benedicto XVI, en el n. 42 de su “Sacramentum Charitatis”, parece poner mayor énfasis cujando dice: “deseo, como pidieron los Padres sinodales, que sea adecuadamente valorizado el canto gregoriano (...)”. Antes se decía que, viniendo estos “deseos” de tal altura, había que interpretarlos como una “orden”: “ogni desiderio è un ordine”, “todo deseo es una orden”... O “a buen entendedor, pocas palabras”... Se sugiere, pues, que, en casos de encuentros internacionales, “se celebre – o concelebre – la Santa Misa en latín, y que, eventualmente, se ejecuten cantos gregorianos”. ¿Solo eventualmente? Si el canto gregoriano, según el Vaticano II, en “paridad de circunstancias” tiene que ocupar el primer lugar, ahora, tratándose de misa en latín, ¿solo se propone eventualmente? O sea, si a alguien le pasa por la cabeza, o por casualidad o porque el día amaneció nublado... ¿No les parece muy restrictiva tal “sugerencia”? Se recomienda que los sacerdotes, ya desde el Seminario, estén preparados a
  • 7. entender y a celebrar la Misa en latín. Solo “entender”, como yo pude “entender” el polaco, cuando recientemente concelebré con el cardenal Dziwisz en Cracovia... Aquí no se dice que hay que estudiar el latín para tener de él un conocimiento “vivo”, que vaya mucho más allá del “entender”... Tranquilos, pues, seminaristas, que el latín continuará siendo un “optional”, sin gran importancia. O sea, que toda la riqueza bíblica, litúrgica, teológica, patrística, - latina y griega – tendrán que acontentarse en conocerla solo por traducciones, más o menos bien hechas... Yo creo que tiene que llegar a nuestros superiores el clamor de la “base”, el de ustedes, el clamor de que tal vez conviene que se nos tome más en serio, no como a niños “rebeldes” que no quieren estudiar. Seminaristas de México y de todo el mundo, ¡hagan oir su voz, que hoy no faltan medios para ello! Queremos estudiar como Dios manda el latín y el griego, el canto gregoriano y la música en general, porque solo con una cultura profunda y bien enraizada podremos manejar los “tesoros” de la Iglesia – nuestros tesoros -, y podremos sacar de ellos sustancia para dar contenido a todo lo nuevo que hay que realizar. ¡No queremos vivir en la ignorancia! No dejar de considerar la posibilidad de que los fieles sean educados en tal sentido. Aquí el lenguaje se hace todavía más tortuoso. ¡No dejar de considerar la posibilidad!... Pero claro está: si a los mismísimos sacerdotes y seminaristas se les recomienda solo que alcancen a entender la misa en latín, ¿cómo se podría, tratándose de los “simples” fieles, pedir algo más que no fuera el “dejar de considerar la posibilidad? Aquí sí que emerge la gravedad de nuestra situación de “maestros” del pueblo de Dios... Si los maestros no están preparados y no tienen más que un conocimiento “superficial” de las cosas, ¿cómo podrán enseñar al pueblo? Análogamente a cuanto decíamos con respeto a “nosotros”, se podría recomendar también al “pueblo de Dios” que hiciera sentir su voz, como efectivamente ya sucede. Creo sinceramente que las gentes ya empiezan a cansarse de ser consideradas de segunda o de tercera categoría, incapaces de aprender cosas “fáciles”, pero “buenas”. ¿No será esa una apresurada y cómoda conclusión a qué llegamos nosotros, echando sobre las espaldas del pueblo el peso de nuestro “vacío”, de nuestra escasa preparación y de nuestra indolencia? De cuanto hemos visto y considerado se deduce la importancia de la preparación de los candidatos al sacerdocio y de las almas consagradas en las disciplinas litúrgico-musicales. No se trata de una pura preparación técnico- estética, aunque ésta sea indispensable, sino que hay que tener siempre en cuenta la altísima finalidad a la que se orienta como parte viva del culto de la Iglesia, Tal finalidad, al igual que el mandamiento del amor, es doble: la gloria de Dios y la santificación de los fieles. Hoy en día, el acento que se ha puesto en la segunda parte, o sea en los fieles, en el pueblo, con más o menos
  • 8. santificación, podría favorecer una mentalidad orientada a lo práctico, es decir que la música tendría una finalidad de “animación” de las comunidaddes, cosa que se dice sin rubor alguno. Si no tenemos en cuenta que esta segunda finalidad no tiene ningún sentido sin la primera, la gloria de Dios, fácilmente se puede caer en algunas desviaciones: la primera es la escasa importancia que se da al qué, al cómo y al cuándo. Que se cante y se toque lo que se quiera, mientras guste a la gente y ayude a crear un alegre sentido de compañerismo; que lo que se quiera se cante y se toque como se quiera, bien o mal no importa; que lo que se quiera, bien o mal tocado o cantado, se pueda ejecutar en cualquier momento de la celebración, sin tener en cuenta la “propiedad” litúrgica de textos y músicas. Podríamos caer en otro error, si prescindimos de la primera indispensable finalidad: si no hay comunidad, no vale la pena de cantar ni tocar nada, ni bien ni mal, y así, en misas con poca gente, sería una pérdida de tiempo la “solemnidad” del culto... Si no tenemos presente que la finalidad de la liturgia es “in primis” la gloria de Dios, el paso hacia estas aberraciones será muy breve. El primado de la “gloria de Dios” hace fácilmente comprensible que la Iglesia pretenda de la música litúrgica la “santidad”, tanto en el contenido como en la ejecución, y el que sea “arte de verdad”, tanto en lo complejo como en lo sencillo y popular. Y la misma Iglesia está convencida que solo una música que tenga estas características que la hagan digna de la casa de Dios y de la celebración de los santos misterios, puede al propio tiempo edificar y santificar a los fieles, y brillar por la cualidad de la “universalidad”, es decir que se pueda proponer a toda clase de públicos en lo ancho del mundo, con verdadero sentido de “catolicidad”. Ya es penoso tener que oir los desbarajustes de músicas y de textos que en muchas partes reinan e imperan, y con qué celo muchos laicos y sacerdotes los defienden y los promueven. En materias tan delicadas no es el criterio individual el que tendría que prevalecer, sino el criterio de la Iglesia, que yo hago mío porque me fío de Ella, y no puedo actuar en nada sino en comunión con Ella. Pero, por favor, que haya criterios claros y que sean indicados no solo con prestigio (“autorevolezza”) sino con la autoridad que un tal prestigio no puede sino confirmar. En vista de estas altísimas finalidades, se comprende bien el ahinco que la Iglesia pone en la formación específica de los sacerdotes – y hay que obtenerla ya desde el seminario – y de las almas consagradas. Papel pasivo y activo: ser formados para poder formar. Necesidad de formadores que puedan formar a los que, en su día, tendrán que formar a los demás. Es la ley de la Iglesia: “tradidi quod et accepi”. Hasta aquí Toluca... El tema era “la formación musical en seminarios y casas religiosas”. El tema de la formación es la lógica consecuencia de la creación y buen funcionamiento de las “scholae cantorum” y de toda la vida litúrgico- musical de la Iglesia. Sin gente preparada no se puede hacer nada. Por eso San Pío X y el Vaticano II insisten en la formación musical de los clerigos,
  • 9. seminaristas, religiosos, etc. También “Musica Sacram” de 1967. Y Juan Pablo II , además del ya citado discurso al Pontificio Istituto di Música Sacra en los 90 años de fundación, dice en su quirógrafo “Mosso dal vivo desiderio”: «(...) se pone de evidencia la urgencia de promover una sólida formación, tanto de pastores como de laicos. San Pío X insitía en la formación musical de los clerigos. Un aviso en tal sentido fue dado también por el Vaticano II: “se tenga cuidado de la formación y práctica musical en los seminarios, en los noviciados de los religiosos y religiosas, y en sus casas de formación (...)”. Tal indicación todavía espera su plena realización (...)» (n°9.). Repito mi comentario de Toluca: “¡Que bueno e indulgente es usted, Santo Padre Juan Pablo II, al usar un tal eufemismo para decir que lo que se hace en los seminarios con relación a la música sacra (excepto en México, claro está...) es poco, muy poco, menos que poco...!” Con referencia a la formación específica de maestros de música para la liturgia, tanto San Pío X como el Vaticano II exhortan a sostener, promover o fundar -, según los casos- escuelas superiores de música sagrada. No fue por casualidad que en 1911 San Pío X erigió la “Pontificia Scuola Superiore di Musica Sacra” de Roma, la que hoy es el “Pontificio Istituto di Musica Sacra”, ateneo que confiere los grados académicos en todas las cinco ramas que constituyen el árbol del Instituto. Dentro de muy pocos años vamos a celebrar el centenario de fundación, y tiene que ser un momento de reflexión importante, para ver cómo en el día de hoy, y con los medios de hoy, puede el Instituto cumplir con su misión fundacional, que es la de extender su benefico influjo en el ámbito de todas las iglesias del mundo. Tenemos algunas escuelas afiliadas, también en México. No es fácil mantener los contactos y llenar de contenido estas afiliaciones. Mi repetida presencia aqui quiere ser, por mi parte, un granito de arena en la construcción de esa comunión con Roma y con su Instituto. Y, amén de los muchos alumnos mexicanos del pasado y del presente, que son una porción elegida del PIMS, ya saben ustedes –como lo sé yo también- de los actuales fermentos que aspiran a tener en México un Pontificio Instituto de Música, que podría ser en aquellos términos previstos por la legislación que garantizaran por una parte la vinculación con Roma y, por otra, la debida y benéfica autonomía. Si el episcopado mexicano lo quiere de verdad, esta podría ser en el futuro una hermosa realidad, y ya dije en su día que encontrarían en mí todo el apoyo posible. Claro está que el término de mi mandato está “sub iudice”: tan posible es que yo acabe en junio como que me den una prórroga. Primero Dios, como tan bien dicen ustedes. Si la Providencia me destina a favorecer un trasplante del PIMS en el Nuevo Mundo, ya cuidará de ello... Podríamos añadir algunas palabras sobre las composiciones modernas. San Pío X: “la música más moderna se admite en la iglesia, salvando las leyes litúrgicas”. Vaticano II: “la Iglesia aprueba y admite en el culto todas las formas de la verdadera arte, mientras estén dotadas de las cualidades necesarias”.
  • 10. San Pío X, hablando de la “universalidad”, que más tarde se vinculó exclusivamente al latín y al canto gregoriano, afirma que se autoriza “a cada nación de admitir en las composiciones de iglesia las formas particulares que constituyen en cierto modo el carácter específico de su música propia”, lo que deja la puerta abierta a todo, mientras se salve el principio que también Juan Pablo II hace suyo en su quirógrafo: “tanto una composición para la iglesia será más sacra y litúrgica cuanto más en su aire, en su inspiración y en su sabor se acerque a la melodía gregoriana, y seá menos digna del templo cuanto más se aleje de aquel supremo modelo” (I.S., n°3). No se trata de copiar al canto gregoriano, sino de impregnarse de su espíritu. Los compositores inteligentes y bien preparados encontrarán en el canto gregoriano, en su temática melódica, en la rica variedad de sus modos, en la armonía implícita, en su rítmo propio, pegado -por decirlo asi- al sacro texto, un manantial de inspiración constante, que permitirá unir en admirable fusión “nova et vetera”. Junto al canto gregoriano, les recomiendo la exploración a fondo del tesoro de la música popular de sus pueblos. La riqueza melódica desparramada por todo el mundo atestigua, junto con un parentesco innegable con el canto gregoriano, la suspirada –y real- unidad del género humano: son destellos que, a pesar del pecado, aún quedan de aquella unidad primigenia, a cuya renovada reconstitución aspira y tiende la Redención de Jesucristo. Por esto la vigencia del canto gregoriano como instrumento de catolicidad no se pude poner en duda, sino que es oportuno que la Iglesia se dé cuenta de que el buen Dios le ha hecho con el canto gregoriano un regalo formidable de cara a la difusión universal del reino Dios. Son necesarias a tal objeto las comisiones de música sacra. Las hay, y muchas, a nivel de los distintos territorios, pero, como insiste Juan Pablo II en el n°51 de “Ecclesia de Eucharistía”, «la centralidad del misterio eucaristico es de tal magnitud, que exige que todo control se haga en estrecha relación con la Santa Sede. Como escribía yo mismo en la exhortación apóstolica “Ecclesia in Asia”: una tal colaboración es esencial puesto que la sagrada liturgia expresa y celebra la única fe que todos profesamos, y, que, siendo herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada por las iglesias locales aisladas de la Iglesia universal». Siendo la música sacra parte integrante de las celebraciones de los divinos misterios, aunque la competencia concreta haya sido confiada prácticamente a la autoridad territorial, seria oportuna una supervisión, sobre todos de los repertorios locales, como ya se actua en lo que se refiere a las traducciones de los textos en las lenguas vivas, por parte del Dicasterio competente, que es la “Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos”, o mejor, creo yo, por parte de un organismo pontificio de nueva creación. A este respecto, creo que no carecen de significado las palabras que Benedicto XVI pronunció en su visita al PIMS el pasado 13-X-2007, cuando dijo: «La autoridad eclesiástica debe comprometerse a orientar sabiamente el
  • 11. desarrollo de un tipo de música tan exigente, sin congelar su tesoro, sino procurando injertar en la herencia del pasado las novedades del presente que lo merezcan, para llegar a una síntesis digna de la alta misión que le compete en el servicio divino. Estoy seguro de que el PIMS, en armónica sintonía, con la Congregación para el Culto Divino, no dejará de dar su contribución para un “aggiornamento” adaptado a nuestros tiempos de las preciosas tradiciones de la música sacra». Un reconocido periodista escribió al día siguiente: “a tal deseo, podría seguir muy pronto la institución en la curía romana de un organismo dotado de autoridad en materia de música sacra”. Desde hace muchos años que predico la oportunidad de la creación de un tal organismo; este deseo se encuentra a menudo en mis conferencias y discursos. No me hago ilusiones de que todos los problemas pudieran quedar resueltos, pero me parece también verdad indiscutible que, mientras no se disponga de este instrumento, la acción de unas minorías quedará aislada, como si se tratara de “iniciativas privadas”. Nadie piense que estas cosas que voy diciendo están vinculadas a una eventual y ocasional “restauración” del rito del San Pío V. Volvamos simplemente al Concilio Vaticano II y nos daremos cuenta de que la voluntad de los padres conciliares era la de no abandonar jamás estas líneas maestras. En mi conferencia de Torreón de hace dos años les anunciaba lo siguiente: «Estoy preparando un libro con las numerosas conferencias que en estos años he pronunciado por lo ancho del mundo (...)y que tendrá por título la frase del salmo “Excitabo auroram”. Yo presiento en el horizonte esta nueva aurora. Siento que las instancias que la empujan están en la base, en un deseo que se está difundiendo y afianzando en sectorescada vez más amplios del pueblo de Dios. A nosotros nos toca catalizar y reforzar estos deseos. No será cosa fácil, pero lo importante es tener una dirección clara, una meta hacia la cual orientar nuestros trabajos. Y ustedes, con su admirable sentido de fe entusiástica, serán los primeros en secundar esta “conversión” que nos incumbe a todos, no para procurarnos satisfacciones personales, sino para obrar la verdad y la justicia». Este libro, que recoge la citada conferencia de Torreón, ya está en circulación, coeditado por el PIMS y la LEV (Libreria Editrice Vaticana). Aquí les traigo las primicias. Y saldrá a la luz, dentro de poco tiempo, el segundo volumen, de carácter más variado, y que tendrá la misma portada, como algo más iluminada: la “aurora” que pretendemos despertar ¿está de verdad avanzando? La respuesta podría ser la última frase de mi conferencia de Trento del 3-XI-2007: «El silencio por parte de Roma que ha durado casi 50 años, finalmente se cambió en palabras claras, tanto por parte de Juan Pablo II como de Benedicto XVI. Hoy, pues, a pesar de todo, tendría que ser cosa más fácil y justificada, en los horizontes de la músca sacra, atreverse a esperar el despertar y el avanzar de una “nueva aurora”.»
  • 12. Colima, Col, Méx., 29 de enero de 2008 Mons. Valentin Miserachs Grau Preside del PIMS Maestro Liberiano PAGE PAGE 1