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Los apóstoles
y la ley
E
1 Nuevo Testamento deja bien claro que, tanto Jesús como sus discípu­
los, expresaron siempre un respeto profundo hacia la ley divina, y en
especial hacia los Diez Mandamientos. 1 Estos formaban parte insepa­
rable del credo fundamental de Israel, y en tiempos de los apóstoles todavía s
recitaba cada día junto con el Shema (profesión de fe basada en Deuteronomio
6:4-9), a la hora del sacrificio continuo, en gesto de fidelidad al pacto con el
Dador de la ley. Y este mismo respeto se mantuvo durante largos años en la
iglesia primitiva. 2 Sin embargo, algunas declaraciones de los apóstoles ante
otros contenidos de la ley de Moisés desconcertaron a sus contemporáneos y
sigue desconcertando a los nuestros. ¿Cómo entendieron los apóstoles real­
mente la ley? Según algunos teólogos, como una realidad negativa y caduca,
que Cristo vino a abolir, de modo que ya no estamos «bajo la ley sino bajo la
gracia» (Romanos 6:14). Según otros, como una realidad positiva, una pauta
de conducta permanente que él vino a llenar de sentido, puesto que la fe no
anula la ley sino que la confirma (ver Romanos 3:31). Para responder a esta
polémica cuestión, evitando reduccionismos simplificadores, hay que exa­
minar (como un diamante) las múltiples facetas de las declaraciones del Nuevo
Testamento sobre el tema.
Pedro y la ley
Hay quienes consideran que la visión de Pedro (Hechos 10:1-48), con la fa­
mosa frase: «lo que Dios limpió, no lo llames tú común» (Hechos 10:15), de­
muestra que la venida de Cristo había anulado la vieja ley con sus anticuadas
prescripciones. Sin embargo, una lectura atenta del pasaje muestra que su in­
tención no es invalidar la ley sino vencer las reticencias de Pedro a transmitir
122 • C r is to y la Ley
el evangelio a los gentiles. En realidad, si el apóstol hubiese creído que la ley
había sido anulada no habría invocado los preceptos de Levítico 11 sino que
habría aceptado comer de todo y la visión de Hechos 10 no tendría sentido.
Claramente la visión tenía como objetivo convencer al apóstol de que debía
entrar en casa de Comelio, el centurión romano, y compartir con él las buenas
nuevas del evangelio.
Hay que comprender que aunque Jesús había tenido numerosos contactos
con paganos y había dejado bien claro que para él no existían distinciones
raciales o religiosas, al apóstol Pedro, como judío piadoso, le resultaba difícil
aceptar en la iglesia a un militar romano, representante de las fuerzas de ocu­
pación. No hay que olvidar que un centurión como ese había dirigido la cruci­
fixión de Jesús (Mateo 27:54; Marcos 15:39; Lucas 23:47). Dios tuvo que
empujar a Pedro a entrar en casa del romano, y enviar su Espíritu sobre él y los
suyos, para convencerlo de que la iglesia debía aprender a convivir con todos.
Solo tras esta demostración irrefutable Pedro aceptará la idea de difundir el
evangelio a todo el mundo, sin discriminaciones de ningún tipo.
La gran pregunta que se plantea la iglesia primitiva es la siguiente: la sepa­
ración entre judíos y gentiles ¿es permanente o circunstancial? Es decir, ¿res­
ponde a una realidad definitiva o se debe a meras razones históricas? De esta
pregunta dependía otra: ¿Es la iglesia fundada por Jesús una rama del judais­
mo, una secta dentro de la vieja religión, o una nueva entidad independiente de
las instituciones de Israel? En cualquier caso, ¿qué valor tienen las leyes del
Pentateuco para los cristianos? Para dar respuestas a tales inquietudes se llevó
a cabo el primer concilio 3de Jerusalén.
Las misiones de Pablo y Bernabé tienen gran éxito entre los habitantes del
mundo helenístico, que afluyen a la iglesia masivamente. Pero en esa iglesia
naciente, formada mayoritariamente por judíos, se plantea la pregunta siguien­
te: para hacerse cristianos los paganos conversos, ¿tienen que convertirse pri­
mero al judaismo o pueden acceder a la iglesia directamente mediante el bau­
tismo?
Para los judíos se trata de pasar de una religión nacional centrada en la
ley (Hechos 15:1, 5) a una fe personal centrada en el Mesías (Hechos 15:9-
11). Para ello bastaba aceptar que Jesús es el Cristo y bautizarse en su
nombre (Hechos 2:37-49), sin necesidad de romper con Israel. Durante
muchos años los creyentes de origen israelita siguen frecuentando el tem­
plo (Hechos 2:46,47), mantienen sus antiguas observancias (Hechos 6:13,
10:9, 14), practican la circuncisión y guardan la ley (Hechos 15:5; 21:20,
11. Los apóstoles y la ley • 123
21). Incluso Pablo confiesa delante del gobernador Félix que aunque sigue
el nuevo camino cristiano, se mantiene fiel a la fe de su pueblo (Hechos
26:22). Ambas lealtades no parecen, de momento, incompatibles.
El problema se plantea para quienes desean pasar del paganismo al cris­
tianismo. ¿Hay que exigirles la adhesión previa al judaismo o pueden ha­
cerse cristianos directamente sin profesar antes la fe de Israel? Como siem­
pre, los grandes debates sobre cuestiones de fondo se bloquean en detalles
periféricos. Al ser la circuncisión el signo concreto de pertenencia al ju ­
daismo, la discusión se cataliza en tomo a ese rito.
Puesto que el Espíritu ha descendido sobre incircuncisos como Comelio
el centurión, sus soldados y otros miembros de su familia, la joven iglesia
se pregunta si la circuncisión continua guardando su valor diferenciador. Si
el pagano convertido al mensaje de Cristo puede incorporarse a la iglesia
sin circuncidarse, ¿de qué depende, en última instancia, la pertenencia al
pueblo de Dios? ¿De la observancia de la ley de Moisés o de la fe en Jesús?
El concilio de Jerusalén y la ley
El sínodo de Jerusalén dejará las cosas muy claras. La pertenencia a la
iglesia de Jesucristo no es un privilegio reservado a una etnia, ni la salva­
ción se confunde con la elección del pueblo de Israel a una misión en el
mundo: es un don de la gracia y solo puede recibirse por fe (Hechos 15:7-
11). Mediante el bautismo, sin necesidad de pasar por la circuncisión, los
creyentes de origen pagano son admitidos de pleno derecho como miem­
bros de la iglesia y son salvos de la misma manera que los judíos, puesto
que no hay «ninguna diferencia entre nosotros y ellos» (Hechos 15:9).
Así pues, tras larga deliberación, a los nuevos cristianos procedentes del
paganismo que han aceptado el mensaje de Cristo, pero que no conocen
todavía el resto de las enseñanzas bíblicas, nada más se les pedirá cuatro
requisitos para ser admitidos en la iglesia: «Que se aparten de las contami­
naciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre» (Hechos
15:20). El alcance y sentido de estas cuatro cláusulas de excepción es obje­
to de diversas interpretaciones.
1) Que se aparten de Jas contaminaciones de los ídolos. Es fácil entender
que lo primero que se esperaba de los nuevos creyentes era que rompie­
ran con sus costumbres idólatras. Si habían aceptado seguir al Dios úni­
124 • C r is to y la Ley
co debían naturalmente renunciar a los signos externos del paganismo.
Nadie podía considerarse cristiano si no dejaba de venerar a otros dioses o
de participar en otros cultos. Para un pagano eso representaba un cambio
muy radical de estilo de vida, ya que la lista de elementos idólatras en la
existencia cotidiana de un romano era interminable pues afectaba desde el
calendario (festividades, días fastos y nefastos, etc.) y la participación en el
culto imperial o en sus sacrificios oficiales, hasta la veneración de imágenes
idolatras en sus propios hogares (lares, manes, penates, etc.). Se esperaba
que los cristianos asumieran un estilo de vida nuevo, respetuoso del único
Dios verdadero, diferente al de los paganos.
2) Abstenerse de fornicación. También se comprende que, al decidir seguir a
Jesús, los paganos se comprometían a abandonar todo comportamiento li­
cencioso. El término pomeia, traducido en este texto por «fornicación»,
abarca todas las irregularidades o desviaciones sexuales, incluidos el inces­
to y los matrimonios consanguíneos. La conducta de un cristiano no podía
permanecer mancillada por prácticas impropias de su elevado ideal.
3) Abstenerse de ahogado. Si se entiende que los creyentes de origen judío
siguieran absteniéndose de carnes inadecuadas para el consumo según la
ley de Moisés, sorprende, sin embargo, que a los paganos se les pida tam­
bién abstenerse «de ahogado» ya que en el mundo mediterráneo de la época
el consumo de la carne con sangre era altamente apreciado. Esta prescrip­
ción, basada en las normas bíblicas sobre la manera de sangrar las reses,
muestra que los criterios de alimentación de los primeros cristianos seguían
todavía inspirados en las leyes del Pentateuco. Como según estas resultaba
tan inapropiado para el consumo la carne de animales impuros como la mal
sangrada, se deduce que si la iglesia apostólica consideraba no comestible
la carne no sangrada, también consideraría inaceptables las carnes que ya
eran inmundas de por sí, según las leyes del Levítico. 4
4) Abstenerse de sangre. La cuarta abstención plantea problemas para muchos
intérpretes, que no se ponen de acuerdo sobre el significado de esta prohi­
bición. Para algunos, las categorías de «ahogado» y «sangre» se refieren a
la misma restricción alimentaria relacionada con la presencia de sangre en
la carne. Ahora bien, si la abstención de sangre queda ya implícita en la
prohibición anterior relativa al ahogado, no se entiende bien la repetición.
Esta hipótesis deja sin explicar el porqué el sínodo dedica, en un decreto tan
sucinto, la mitad de las normas (dos de cuatro) a cuestiones alimentarias.
11. Los apóstoles y la ley • 125
Cabe otra explicación, a mi entender más satisfactoria, que identifica el abs­
tenerse de sangre con el rechazo de la violencia. En realidad el precepto de amor
agape —central en el cristianismo— impelía al nuevo creyente a abstenerse de
derramar o hacer derramar sangre, algo frecuente en la vida cotidiana del Impe­
rio romano,5ya fuese en el ejército, en el circo, o en el trato de los esclavos, etc.
Al margen de su significado, para algunos la finalidad de estas disposiciones
es de naturaleza puramente circunstancial y conciliadora. Se trataría de evitar
que los cristianos de origen gentil ofendieran con sus prácticas la sensibilidad de
los creyentes de origen judío. Al imponerles la observancia de un mínimo de
medidas precautorias se facilitaban las buenas relaciones en la iglesia entre los
fieles procedentes de ambas culturas.
Pero lo cierto es que con estas cuatro normas, los apóstoles marcan para los
nuevos cristianos de origen pagano un estilo de vida que está en completa ar­
monía con la ley de Dios. La primera norma (abstención de idolatría) resume
los cuatro primeros mandamientos del Decálogo. La supresión de los ídolos
supone la renuncia al paganismo y la aceptación del Dios único. La segunda
(abstención de pomeia) invita al ideal de conducta moral propuesto por la ley
divina desde el principio. La tercera (abstención de animales ahogados) re­
cuerda las recomendaciones divinas sobre la alimentación apropiada. Y la
cuarta (abstención de sangre) reclama el respeto a la vida y el rechazo de la
violencia.
Conviene observar que estas cuatro restricciones, a saber, la idolatría (Levíti-
co 17:8-9), el consumo de carne de animales inapropiados (Levítico 17:13), el
derramamiento de sangre (Levítico 17:10-12) y las relaciones sexuales ilegí­
timas (Levítico 18:6-26), la ley de Moisés también las imponía a los extranjeros
que vivían en Israel.6Estas cuatro «reglas» se consideraban el fundamento de la
ley natural vigente para toda la humanidad. En efecto, los textos del Génesis las
presentan como los principios de conducta propuestos por Dios a todos los seres
humanos, ya desde tiempos del diluvio, siglos antes de la aparición del pueblo
judío. 7Así pues, es probable que estas normas tengan poco que ver con Israel, y
que se refieran al pacto inicial establecido por Dios con toda la humanidad, a
través de Noé, basado en la solidaridad de todo lo creado (Génesis 9:1-17). Sus
cláusulas principales son el respeto al Creador (Génesis 9:8-17), el respeto a la
vida mediante el rechazo de la violencia (Génesis 9:4-6), el respeto a la naturale­
za, con la distinción entre animales comestibles y no comestibles (Génesis 7:1-
9) y el respeto de la intimidad afectiva y sexual de todos.8
126 • C r is to y la Ley
Quizá el elemento clave para comprender estas cuatro restricciones en el
marco de la asamblea de Jerusalén se encuentre en la propia explicación que
da allí mismo el apóstol Santiago: «Porque Moisés desde tiempos antiguos
tiene en cada ciudad quien lo predique en las sinagogas, donde es leído cada
sábado» (Hechos 15:21). Esta precisión viene a decir lo siguiente: «Exijamos a
los nuevos conversos lo mínimo que Dios ha pedido siempre a todo ser hu­
mano y, con el tiempo, ya irán aprendiendo en detalle la voluntad divina ex­
presada en la ley y en el resto de la revelación escrita». 9
Queda claro que, aunque a la comunidad cristiana no se accede por mero
nacimiento, sino por el nuevo nacimiento (Hechos 11:18) y el símbolo de in­
corporación ha sido transferido de la circuncisión al bautismo (Colosenses
2:11-12), Dios desea todavía que los suyos se distingan de los demás por su
estilo de vida. La diferencia debe marcar todos los aspectos de la existencia, de
lo más privado y personal, como la adoración exclusiva a Dios, a lo aparente­
mente más banal, como la alimentación.
En conclusión, los apóstoles no dejaron pruebas de haber abandonado las
leyes del Antiguo Testamento. Al contrario, durante muchos años la iglesia
cristiana fue fiel albacea del espíritu de sus principios, comprendidos a la luz
de Cristo y vividos en el contexto de la nueva alianza.
Pablo y sus polémicas declaraciones sobre la ley
¿Cómo conciliar la valoración positiva de la ley que dan los escritos de los
apóstoles con las declaraciones negativas que encontramos en ciertos pasajes
de Pablo? 10 Sin duda lo que más dificulta la comprensión de su teología es
que contiene a la vez declaraciones sobre la ley altamente laudatorias, afir­
mando que «la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y
bueno» (Romanos 7:12), y afirmaciones que parecen rechazarla como una
realidad caduca: «No están bajo la ley sino bajo la gracia» (Romanos 6:14,
NVI), «ahora estamos libres de la ley» (Romanos 7:6). Por una parte afirma
que la fe cristiana «confirma la ley» (Romanos 3:31) y por otra califica el ré­
gimen de la ley como ministerio de condenación y de muerte (2 Corintios 3:7-
9), de cuya «maldición» Cristo nos ha redimido (Gálatas 3:13). Nociones difí­
ciles de integrar en un sistema coherente, explicadas de modo diverso por unos
y otros, y que siguen perturbando todavía a numerosos creyentes. 11
11. Los apóstoles y la ley • 127
Ante esas afirmaciones contrastadas, algunos teólogos renuncian a deter­
minar la posición de Pablo concluyendo que se contradice. 12 Otros, sobre la
base de sus declaraciones negativas, deducen que los apóstoles han «liberado» al
cristianismo del yugo de la ley, transformándolo en un espacio libre, sin normas,
con una ética basada en otros supuestos. 13 Sin embargo, un número creciente de
teólogos entienden que el Nuevo Testamento opone a menudo la ley al evange­
lio no porque sean realidades opuestas o incompatibles, ni porque la ley se hu­
biese convertido, en manos de ciertos fariseos, en un instrumento de opresión. El
papel accesorio que los apóstoles conceden a la ley se debe simplemente al lugar
excepcional que la persona de Jesús ocupa en su teología. No dejan de lado una
ley que se había vuelto opresora, sino que más bien tratan de mostrar el papel
secundario que esta desempeña en el plan de la salvación, en relación con Cristo:
la ley no puede justificar ni salvar a nadie (Gálatas 3:19-22) porque eso no es de
su competencia. 14
Para comprender a Pablo con respecto al asunto de la ley es primordial tener
en cuenta la experiencia personal del apóstol. Nadie puede prescindir de sus
vivencias. Saulo de Tarso es discípulo de Gamaliel (Hechos 22:3), sucesor de
Hillel, el más famoso paladín del fariseísmo de su tiempo. Como buen fariseo,
Saulo se considera a sí mismo observador irreprochable de la ley, que respeta
hasta el punto de erigirse en perseguidor de sus presuntos transgresores. Cuando
ya dispone de un permiso oficial para atacar a los cristianos en la ciudad de Da­
masco, tiene un encuentro personal con Jesús, en el que descubre de súbito que
el Nazareno, aparente transgresor de la ley, es efectivamente el Mesías, que a
pesar de haber sido crucificado, ha resucitado. Esta revelación le impulsa a re­
plantearse cuál es en realidad el camino de Dios (Hechos 9:1-19), y lo cambia
radicalmente, echando por tierra sus creencias farisaicas. El Dios de Jesús acepta
a Saulo el perseguidor tal como es. Su concepto de una religión en la que el fa­
vor divino se gana a pulso, a fuerza de observancias, se hunde. Saulo, que ha
estado «dando coces contra el aguijón», se ve aceptado por Dios no por sus bue­
nas obras sino a pesar de sus errores. Eso transforma por completo sus estructu­
ras mentales y su comprensión de la ley.
Los escritos del nuevo apóstol no son tratados de teología intemporales, in­
dependientes de su realidad ni la de sus destinatarios. Son Cartas dirigidas a
comunidades concretas formadas por creyentes de origen judío apegados a su
ley, y un grupo cada vez más numeroso de conversos de origen pagano, en di­
versos grados de implicación, que —salvo algunos estoicos de formación filosó­
fica e ideales muy elevados— no tenían apenas base ética, ya que la religión
128 • C r is to y la Ley
oficial, tanto griega como romana, no proponía ninguna moral específica. Los
nuevos creyentes estaban acostumbrados a vivir sin apenas criterios en un mun­
do prácticamente amoral. 15 Pablo tiene que explicar su comprensión de la ley
frente al legalismo de unos y la anarquía de otros. A partir de su experiencia
personal, el apóstol va a intentar la difícil tarea de hacer comprender la función
de la ley a una iglesia compuesta por gente deformada por el moralismo o indi­
ferente a la moralidad. A unos y otros Pablo quiere dejar bien clara la cuestión
de la salvación: nadie puede salvarse (o justificarse) 16 mediante la observancia
de la ley, porque la salvación es una gracia divina que solo puede alcanzarse
como un don, por fe.
Santiago, Juan y la ambivalencia de la ley
No se puede abordar el tema de la ley sin tropezar con el problema de su
ambivalencia. 17Tanto en la esferajurídica como en la moral o religiosa, debi­
do a su función de determinar el bien y el mal, la ley es el punto de encuentro
de entidades opuestas: ideal y realidad, coacción y libertad, derecho y deber, y,
por consiguiente, objeto constante de referencia, discrepancia y litigio. Todo
esfuerzo de clarificación en este tema debe tener en cuenta las tensiones entre
las demandas de índole ética, exterior y objetiva —procedentes de la revela­
ción divina y de las exigencias de la razón— y las vivencias de índole perso­
nal, marcadas por la subjetividad, las circunstancias y la experiencia espiritual
de cada uno. De ahí las aparentes tensiones entre las declaraciones de Pablo
sobre la ley y las del apóstol Santiago.
Por una parte, en tanto que expresión de la voluntad divina, la ley se levanta
contra los abusos de la arbitrariedad, la pasión y la injusticia. Por eso Santiago
la llama «ley de libertad» (Santiago 1:25; 2:12). Por otra, la naturaleza humana
caída tiende a rechazar cualquier ley que coarta su libertad, y es fácilmente
utilizada por la autoridad como instrumento de opresión. En fin, la ley es un
arma, que protege o daña, según el uso que se le dé. Nadie ha descrito mejor
que Pablo las tensiones que plantea la ley de Dios en el ámbito de la sensibili­
dad moral: la ley condena la codicia y, a la vez, hace al codicioso consciente
de un pecado del que apenas sospechaba:
«¿Qué, pues, diremos? ¿La Ley es pecado? ¡De ninguna manera! Pero yo
no conocí el pecado sino por la Ley; y tampoco conocería la codicia, si la
Ley no dijera: "No codiciarás". Pero el pecado, aprovechándose del man-
11. Los apóstoles y la ley • 129
damiento, produjo en mí toda codicia porque sin la Ley, el pecado está
muerto. Y yo sin la Ley vivía en un tiempo; pero al venir el mandamiento,
el pecado revivió y yo morí. Y hallé que el mismo mandamiento que era
para vida, a mí me resultó para muerte, porque el pecado, aprovechán­
dose del mandamiento, me engañó, y por él me mató» (Romanos 7:7-11).
La ley, por un lado, ilumina la conciencia y, por otro, es incapaz de pu­
rificarla. Juan nos recuerda que el pecado es «transgresión de la ley» (1 Juan
3:4). La ley es «buena» y «santa» en tanto que revelación de la voluntad divi­
na, pero también es terrible y desesperante por la dureza de sus exigencias y
por la frustración que provocan sus transgresiones. La ley lleva su ambivalen­
cia al límite, haciéndose a la vez amar como ideal de conducta, y detestar por
la dificultad que supone vivir ese ideal.
Las explicaciones de Pablo contrastadas con las de Juan y Santiago se com­
plican porque el apóstol tiene que combatir al mismo tiempo dos actitudes
extremas frente a la ley, en sus propias palabras: el «nomismo» de unos y el
«anomismo» (o la anomía) es decir, «la ausencia de ley» de otros (1 Corintios
9:20-21). El nomismo, o veneración de la ley, es la actitud de muchos judíos.
Su ideal es el sabio capaz de discernir las bondades de la ley y aplicarla a su
conducta como camino de perfección. Su riesgo está en sacar la ley del con­
texto de la alianza y aplicarla como las demás legislaciones, con sus preceptos,
casuística y jurisprudencia, sin tomar conciencia de sus inevitables límites.
El anomismo de los paganos se encuentra en el extremo opuesto de esta ac­
titud. El anomos es el anárquico que vive al margen de la ley. Al no ver en esta
más que un código de obligaciones y prohibiciones, ajenas a su cultura, las
rechaza de antemano. Su espíritu libre se rebela ante sus ordenanzas. Santiago
pone en guardia a sus lectores ante las trampas del egoísmo camuflado de «li­
bertad» y de anarquía: «La fe sin obras es muerta» (ver Santiago 2:14-26). Es
decir, la vida cristiana al margen de la ley no es posible. Pablo describe del
modo siguiente su posición personal ante la ley:
«Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ga­
nar al mayor número. Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a
los judíos; a los que están sujetos a la Ley (upo nomon) (aunque yo no
esté sujeto a la Ley) como sujeto a la Ley, para ganar a los que están su­
jetos a la Ley; a los que están sin Ley (anomoi), como si yo estuviera sin
Ley (aunque yo no estoy sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo
[ennomos cristou])» (1 Corintios 9:19-21).
130 • C r is to y la Ley
Las tres partículas «sujetos a la ley« (upo nomon), «sin ley» (anomos) y «ba­
jo la ley de Cristo» (ennomos) matizan con todo acierto las tres situaciones. Pa­
blo no ha tenido inconveniente en crear el neologismo ennomos para describir su
posición particular con respecto a la ley desde su encuentro con Jesús. En la
Epístola a los Corintios (capítulos 5 al 10) expone su visión de la ética cristiana,
oponiendo a la situación legalista del fariseo y a la actitud libertaria del pagano,
su condición personal de ennomos Chñstou: el apóstol adhiere plenamente a la
ley, pero a través de Cristo, es decir, sabiendo que cada mandamiento encierra
una orden y una promesa cuya realización es posible gracias a su ayuda.
Observemos que Pablo precisa que no está «sin ley de Dios», ya que su ad­
hesión a la ley de Cristo es —ni más ni menos— la vivencia espiritual de esa
ley. Esta nueva relación «en Cristo» entre él y la ley, supera tanto el rigor lega­
lista como la anarquía arbitraria, ya que surge de la acción interior del Espíritu.
18Así pues, para los apóstoles, la comprensión de la función de la ley pasa por la
aceptación de su ambivalencia, resultando de dos puntos de vista enfrentados: el
del hombre (psico-ético) y el de Dios (jurídico-teológico). El desfase inevitable
entre las exigencias de la ley divina y los fallos de la voluntad humana es una
fuente permanente de tensiones. De todos los pasajes paulinos que ponen de
manifiesto este conflicto esencial entre ley divina y voluntad humana, el más
expresivo, sin duda, es Romanos 7:14-25: 19
«No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que
aborrezco. [...] Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa,
nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de ha­
cerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y
si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace sino el pecado que
habita en mí» (Romanos 7:14-20, NVI).
La ley actúa como aliada divina, en la tarea de orientar y estructurar el deseo
hacia las mejores opciones. Pero sea como pauta que se impone o como ideal que
atrae, en ambos casos, la ley se afirma en su autoridad con imperativos que la
naturaleza humana caída tiene tendencia a rechazar. En su análisis, Pablo tiene la
lucidez de reconocer que, a pesar de la bondad de la ley, el empeño del hombre en
practicar los mandamientos con su propia fúerza suele ser contraproducente. «El
mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte» (Romanos 7:10).
Pero ¿no es acaso lo propio del hombre sensible, responsable y honrado, ser cons­
ciente de la distancia inevitable entre el ideal que admiray la realidad que vive? 20
Es interesante que los más diferentes apóstoles concuerdan con que la inten­
ción de la ley se resume en el amor, y en este se resuelven las aparentes tensiones
11. Los apóstoles y la ley »131
de la ley. 21 Así lo entendió Pablo: «El amor no hace mal al prójimo; así que el
cumplimiento de la ley es el amor« (Romanos 13:10), y «el que ama al prójimo ha
cumplido la ley» (Romanos 13:8); así lo entendió Santiago: «Si en verdad cumplís
la Ley suprema, conforme a la Escritura: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo",
bien hacéis» (Santiago 2:8); y así lo entendió Juan: «Pues este es el amor de Dios:
que guardemos sus mandamientos» (1 Juan 5:3).
Los apóstoles, guiados por el Espíritu, nos animan a no perder de vista el ideal
de amor, que es la esencia de la ley, en nuestros proyectos de vida, de modo que la
voluntad consiga superar la tensión —saludable y dolorosa— entre la adhesión y
el rechazo. Saben que, con la ayuda divina, por encima de todos los conflictos,
podemos responder afirmativamente a las elevadas propuestas de la ley. 22Porque
el amor de Dios todo lo puede (1 Corintios 13:7).
1 Moshe Weinfeld, «The Decalogue: Its Significance, Uniqueness and Place in Israel's Tradition» en Religión andLaw, pp. 3-47, p.
34 nota 94. Sobre la importancia única del Decálogo véase también Flavio Josefo, Antigüedades de losjudíos 3:90.
2 Las filacterias encontradas en Qumrán contienen también el Decálogo al lado del Shema (Tamid 5:1) La costumbre de repetir el
Decálogo en ocasión del culto parece haberse conservado en la iglesia primitiva durante cierto tiempo (Plinio, Epístola a Trajano
10:96,7).
3 Dado que el nombre de concilio se aplicará más tarde, de un modo técnico, a reuniones especiales de la jerarquía católica, los
especialistas prefieren utilizar aquí el término de «sínodo».
4 «En tiempos del Nuevo Testamento se interpretaban y observaban escrupulosamente las prescripciones bíblicas sobre los alimentos
(Hechos 10:14) [...]. Y ciertas_iglesias griegas las siguieron observando hasta el siglo IX» (Paul van Imschoot y J. Argaud, «Prescrip-
tions alimentaires» [Prescripciones alimentarias], Dictionaire encyclopedique de la Bible [Diccionario enciclopédico de la Biblia],
(Brepols: Maredsons, 1987), p. 1041.
5 En los textos bíblicos, la palabra «sangre» es a menudo una metonimia para designar el homicidio. Así, por ejemplo, leemos que la
sangre de Abel clama desde la tierra (Genesis 4:10), etc. Cf. Dictionaire encyclopédique dujudcásme (Diccionario enciclopédico del
judaismo] (París: Cerf, 1993), p.1022.
6 Cf. Michel Courgues, VEvangile awcpaiens: Les Actas des apotres 13-28 [El evangelio a los gentiles: Hechos de los Apóstoles 13-
28], Cahiers Evangile [Libros del evangelio], N° 67, p. 38.
7 Ver «Le chapitre XV du livre des Actes a la lumiére de la littérature andenne» [Hechos 15 a la luz de la antigua literatura], Mélan-
ges Luden Ceifaux (Lovaina, 1954), t. 2, p. 106 y ss.
8 Génesis 9:20-27. Para más detalles ver Talmud B. Sabbath, 31a, Sanhedrin 56, ab; A. Finkel, «L'autre et l'étranger dans la tradition
biblique et rabbinique» [El otro y el extranjero en la tradición bíblica y rabínica] en SIDIC, XXV, 3 (1992), pp. 6-7.
9 Los judíos habían enseñado a los prosélitos «temerosos de Dios» procedentes del mundo pagano a respetar la Tora empezando por
un «mínimo», constituido por las llamadas «leyes noéicas» (dadas a Noé). Estas leyes para toda la humanidad que aquí aparecen
resumidas en cuatro, en Génesis Rabá 16,6 son seis (prohibición de la idolatría, de la blasfemia, del homicidio, del adulterio y del
robo, y respeto de los jueces), mientras que en el Talmud (Sanedrín 56 a) son siete: obligación de someterse a las leyes y a los jueces
de todo grupo humano, prohibición de la blasfemia, de la idolatría, del adulterio, del homicidio, del hurto y de maltratar a los anima­
les. Cf. M. Vidal, UnjuifnomméJésus [Un judío llamado lesús) (París: Albín Michel, 1996), p. 59. Eso significaría que el Sínodo de
Jerusalén no hizo más que conferir a los cristianos gentiles el estatuto de prosélitos (C f David Flusser, "Theses sui l'emergence du
Christianisme á partir dujudaisme» [Tesis sobre el surgimiento del cristianismo del judaismo) Immanuel Jerusalén, 5 [1974] pp. 74-
84).
10Romanos 4:15; 5:20; 7:1-6; Gálatas 3:19-25; etc.
11 Cf. Hechos 15:1; Gálatas 2:15-16; Santiago 2:14-26; etc.
12 Cf. Heikki Raisánen, Paul and the Law (Philadelphia: Fortress), 1986.
13 Sobre las diferentes percepciones teológicas de esta posición, ver H. Huebner, Law in Paul's Thought (Edinburgh: T. T. Clark,
1984).
14 Ver Juan Miguel Díaz Rodelas, Pabloy la ley (Verbo Divino, 1994).
15 Ver, por ejemplo, la inmoralidad de algunos miembros de la iglesia de Corinto: «Se ha sabido que hay entre vosotros fornicación, y
fornicación cual ni aun se nombra entre los gentiles; a tal extremo que alguno tiene a la mujer de su padre» (1 Corintios 5:1).
16La palabra dikcáosune traduce en griego la noción hebraica de tsedeq, que expresa a la vez los conceptos de justicia y justificación.
17 Carlos J. Pinto de Oliveira, «Loi et légalisme en éthique chrétienne» [La ley y el legalismo en la ética cristiana], Loi et Evangile [La
ley y el evangelio], pp. 172-195.
132 • C r is to y la Ley
18Romanos 8:2: cf Jeremías 31:31-34; Hebreos 8:8-12.
19 Una paráfrasis delNuevo Testamento, Miami: Logoi, 1973, p 349-350.
20 Jean-Louis Tiar, «Sans foi, ni loi, ni raison? Préjugés en suspens sur les mitsvof[Sin fe ¿no hay ley, no hay razón? Prejuicios sobre
los mitsvof], Loi et liberté [Ley y libertad] (Pardés 17), (París: Cerf, 1993), pp. 15, 16.
21 «Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos, porque esto es la
ley y los profetas» (Mateo 7:12; cf. Lucas 10:25-28; Gálatas 5:14; 1 Juan 4:12).
22 P. Ricoeur observa que «la salvación tiene que ver menos con el mandamiento que nos oprime que con el deseo que nos constitu­
ye» («Démythiser l’accusation» [Desmitificando la acusación]; en E. Castelli, editor, Demythisation et morale [Desmitificación y
moral] [París: Aubier-Montaigne, 1965], p. 50).

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Capítulo 11 | Libro Complementario | Los Apóstoles y la Ley | Escuela Sabática

  • 1. 11 Los apóstoles y la ley E 1 Nuevo Testamento deja bien claro que, tanto Jesús como sus discípu­ los, expresaron siempre un respeto profundo hacia la ley divina, y en especial hacia los Diez Mandamientos. 1 Estos formaban parte insepa­ rable del credo fundamental de Israel, y en tiempos de los apóstoles todavía s recitaba cada día junto con el Shema (profesión de fe basada en Deuteronomio 6:4-9), a la hora del sacrificio continuo, en gesto de fidelidad al pacto con el Dador de la ley. Y este mismo respeto se mantuvo durante largos años en la iglesia primitiva. 2 Sin embargo, algunas declaraciones de los apóstoles ante otros contenidos de la ley de Moisés desconcertaron a sus contemporáneos y sigue desconcertando a los nuestros. ¿Cómo entendieron los apóstoles real­ mente la ley? Según algunos teólogos, como una realidad negativa y caduca, que Cristo vino a abolir, de modo que ya no estamos «bajo la ley sino bajo la gracia» (Romanos 6:14). Según otros, como una realidad positiva, una pauta de conducta permanente que él vino a llenar de sentido, puesto que la fe no anula la ley sino que la confirma (ver Romanos 3:31). Para responder a esta polémica cuestión, evitando reduccionismos simplificadores, hay que exa­ minar (como un diamante) las múltiples facetas de las declaraciones del Nuevo Testamento sobre el tema. Pedro y la ley Hay quienes consideran que la visión de Pedro (Hechos 10:1-48), con la fa­ mosa frase: «lo que Dios limpió, no lo llames tú común» (Hechos 10:15), de­ muestra que la venida de Cristo había anulado la vieja ley con sus anticuadas prescripciones. Sin embargo, una lectura atenta del pasaje muestra que su in­ tención no es invalidar la ley sino vencer las reticencias de Pedro a transmitir
  • 2. 122 • C r is to y la Ley el evangelio a los gentiles. En realidad, si el apóstol hubiese creído que la ley había sido anulada no habría invocado los preceptos de Levítico 11 sino que habría aceptado comer de todo y la visión de Hechos 10 no tendría sentido. Claramente la visión tenía como objetivo convencer al apóstol de que debía entrar en casa de Comelio, el centurión romano, y compartir con él las buenas nuevas del evangelio. Hay que comprender que aunque Jesús había tenido numerosos contactos con paganos y había dejado bien claro que para él no existían distinciones raciales o religiosas, al apóstol Pedro, como judío piadoso, le resultaba difícil aceptar en la iglesia a un militar romano, representante de las fuerzas de ocu­ pación. No hay que olvidar que un centurión como ese había dirigido la cruci­ fixión de Jesús (Mateo 27:54; Marcos 15:39; Lucas 23:47). Dios tuvo que empujar a Pedro a entrar en casa del romano, y enviar su Espíritu sobre él y los suyos, para convencerlo de que la iglesia debía aprender a convivir con todos. Solo tras esta demostración irrefutable Pedro aceptará la idea de difundir el evangelio a todo el mundo, sin discriminaciones de ningún tipo. La gran pregunta que se plantea la iglesia primitiva es la siguiente: la sepa­ ración entre judíos y gentiles ¿es permanente o circunstancial? Es decir, ¿res­ ponde a una realidad definitiva o se debe a meras razones históricas? De esta pregunta dependía otra: ¿Es la iglesia fundada por Jesús una rama del judais­ mo, una secta dentro de la vieja religión, o una nueva entidad independiente de las instituciones de Israel? En cualquier caso, ¿qué valor tienen las leyes del Pentateuco para los cristianos? Para dar respuestas a tales inquietudes se llevó a cabo el primer concilio 3de Jerusalén. Las misiones de Pablo y Bernabé tienen gran éxito entre los habitantes del mundo helenístico, que afluyen a la iglesia masivamente. Pero en esa iglesia naciente, formada mayoritariamente por judíos, se plantea la pregunta siguien­ te: para hacerse cristianos los paganos conversos, ¿tienen que convertirse pri­ mero al judaismo o pueden acceder a la iglesia directamente mediante el bau­ tismo? Para los judíos se trata de pasar de una religión nacional centrada en la ley (Hechos 15:1, 5) a una fe personal centrada en el Mesías (Hechos 15:9- 11). Para ello bastaba aceptar que Jesús es el Cristo y bautizarse en su nombre (Hechos 2:37-49), sin necesidad de romper con Israel. Durante muchos años los creyentes de origen israelita siguen frecuentando el tem­ plo (Hechos 2:46,47), mantienen sus antiguas observancias (Hechos 6:13, 10:9, 14), practican la circuncisión y guardan la ley (Hechos 15:5; 21:20,
  • 3. 11. Los apóstoles y la ley • 123 21). Incluso Pablo confiesa delante del gobernador Félix que aunque sigue el nuevo camino cristiano, se mantiene fiel a la fe de su pueblo (Hechos 26:22). Ambas lealtades no parecen, de momento, incompatibles. El problema se plantea para quienes desean pasar del paganismo al cris­ tianismo. ¿Hay que exigirles la adhesión previa al judaismo o pueden ha­ cerse cristianos directamente sin profesar antes la fe de Israel? Como siem­ pre, los grandes debates sobre cuestiones de fondo se bloquean en detalles periféricos. Al ser la circuncisión el signo concreto de pertenencia al ju ­ daismo, la discusión se cataliza en tomo a ese rito. Puesto que el Espíritu ha descendido sobre incircuncisos como Comelio el centurión, sus soldados y otros miembros de su familia, la joven iglesia se pregunta si la circuncisión continua guardando su valor diferenciador. Si el pagano convertido al mensaje de Cristo puede incorporarse a la iglesia sin circuncidarse, ¿de qué depende, en última instancia, la pertenencia al pueblo de Dios? ¿De la observancia de la ley de Moisés o de la fe en Jesús? El concilio de Jerusalén y la ley El sínodo de Jerusalén dejará las cosas muy claras. La pertenencia a la iglesia de Jesucristo no es un privilegio reservado a una etnia, ni la salva­ ción se confunde con la elección del pueblo de Israel a una misión en el mundo: es un don de la gracia y solo puede recibirse por fe (Hechos 15:7- 11). Mediante el bautismo, sin necesidad de pasar por la circuncisión, los creyentes de origen pagano son admitidos de pleno derecho como miem­ bros de la iglesia y son salvos de la misma manera que los judíos, puesto que no hay «ninguna diferencia entre nosotros y ellos» (Hechos 15:9). Así pues, tras larga deliberación, a los nuevos cristianos procedentes del paganismo que han aceptado el mensaje de Cristo, pero que no conocen todavía el resto de las enseñanzas bíblicas, nada más se les pedirá cuatro requisitos para ser admitidos en la iglesia: «Que se aparten de las contami­ naciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre» (Hechos 15:20). El alcance y sentido de estas cuatro cláusulas de excepción es obje­ to de diversas interpretaciones. 1) Que se aparten de Jas contaminaciones de los ídolos. Es fácil entender que lo primero que se esperaba de los nuevos creyentes era que rompie­ ran con sus costumbres idólatras. Si habían aceptado seguir al Dios úni­
  • 4. 124 • C r is to y la Ley co debían naturalmente renunciar a los signos externos del paganismo. Nadie podía considerarse cristiano si no dejaba de venerar a otros dioses o de participar en otros cultos. Para un pagano eso representaba un cambio muy radical de estilo de vida, ya que la lista de elementos idólatras en la existencia cotidiana de un romano era interminable pues afectaba desde el calendario (festividades, días fastos y nefastos, etc.) y la participación en el culto imperial o en sus sacrificios oficiales, hasta la veneración de imágenes idolatras en sus propios hogares (lares, manes, penates, etc.). Se esperaba que los cristianos asumieran un estilo de vida nuevo, respetuoso del único Dios verdadero, diferente al de los paganos. 2) Abstenerse de fornicación. También se comprende que, al decidir seguir a Jesús, los paganos se comprometían a abandonar todo comportamiento li­ cencioso. El término pomeia, traducido en este texto por «fornicación», abarca todas las irregularidades o desviaciones sexuales, incluidos el inces­ to y los matrimonios consanguíneos. La conducta de un cristiano no podía permanecer mancillada por prácticas impropias de su elevado ideal. 3) Abstenerse de ahogado. Si se entiende que los creyentes de origen judío siguieran absteniéndose de carnes inadecuadas para el consumo según la ley de Moisés, sorprende, sin embargo, que a los paganos se les pida tam­ bién abstenerse «de ahogado» ya que en el mundo mediterráneo de la época el consumo de la carne con sangre era altamente apreciado. Esta prescrip­ ción, basada en las normas bíblicas sobre la manera de sangrar las reses, muestra que los criterios de alimentación de los primeros cristianos seguían todavía inspirados en las leyes del Pentateuco. Como según estas resultaba tan inapropiado para el consumo la carne de animales impuros como la mal sangrada, se deduce que si la iglesia apostólica consideraba no comestible la carne no sangrada, también consideraría inaceptables las carnes que ya eran inmundas de por sí, según las leyes del Levítico. 4 4) Abstenerse de sangre. La cuarta abstención plantea problemas para muchos intérpretes, que no se ponen de acuerdo sobre el significado de esta prohi­ bición. Para algunos, las categorías de «ahogado» y «sangre» se refieren a la misma restricción alimentaria relacionada con la presencia de sangre en la carne. Ahora bien, si la abstención de sangre queda ya implícita en la prohibición anterior relativa al ahogado, no se entiende bien la repetición. Esta hipótesis deja sin explicar el porqué el sínodo dedica, en un decreto tan sucinto, la mitad de las normas (dos de cuatro) a cuestiones alimentarias.
  • 5. 11. Los apóstoles y la ley • 125 Cabe otra explicación, a mi entender más satisfactoria, que identifica el abs­ tenerse de sangre con el rechazo de la violencia. En realidad el precepto de amor agape —central en el cristianismo— impelía al nuevo creyente a abstenerse de derramar o hacer derramar sangre, algo frecuente en la vida cotidiana del Impe­ rio romano,5ya fuese en el ejército, en el circo, o en el trato de los esclavos, etc. Al margen de su significado, para algunos la finalidad de estas disposiciones es de naturaleza puramente circunstancial y conciliadora. Se trataría de evitar que los cristianos de origen gentil ofendieran con sus prácticas la sensibilidad de los creyentes de origen judío. Al imponerles la observancia de un mínimo de medidas precautorias se facilitaban las buenas relaciones en la iglesia entre los fieles procedentes de ambas culturas. Pero lo cierto es que con estas cuatro normas, los apóstoles marcan para los nuevos cristianos de origen pagano un estilo de vida que está en completa ar­ monía con la ley de Dios. La primera norma (abstención de idolatría) resume los cuatro primeros mandamientos del Decálogo. La supresión de los ídolos supone la renuncia al paganismo y la aceptación del Dios único. La segunda (abstención de pomeia) invita al ideal de conducta moral propuesto por la ley divina desde el principio. La tercera (abstención de animales ahogados) re­ cuerda las recomendaciones divinas sobre la alimentación apropiada. Y la cuarta (abstención de sangre) reclama el respeto a la vida y el rechazo de la violencia. Conviene observar que estas cuatro restricciones, a saber, la idolatría (Levíti- co 17:8-9), el consumo de carne de animales inapropiados (Levítico 17:13), el derramamiento de sangre (Levítico 17:10-12) y las relaciones sexuales ilegí­ timas (Levítico 18:6-26), la ley de Moisés también las imponía a los extranjeros que vivían en Israel.6Estas cuatro «reglas» se consideraban el fundamento de la ley natural vigente para toda la humanidad. En efecto, los textos del Génesis las presentan como los principios de conducta propuestos por Dios a todos los seres humanos, ya desde tiempos del diluvio, siglos antes de la aparición del pueblo judío. 7Así pues, es probable que estas normas tengan poco que ver con Israel, y que se refieran al pacto inicial establecido por Dios con toda la humanidad, a través de Noé, basado en la solidaridad de todo lo creado (Génesis 9:1-17). Sus cláusulas principales son el respeto al Creador (Génesis 9:8-17), el respeto a la vida mediante el rechazo de la violencia (Génesis 9:4-6), el respeto a la naturale­ za, con la distinción entre animales comestibles y no comestibles (Génesis 7:1- 9) y el respeto de la intimidad afectiva y sexual de todos.8
  • 6. 126 • C r is to y la Ley Quizá el elemento clave para comprender estas cuatro restricciones en el marco de la asamblea de Jerusalén se encuentre en la propia explicación que da allí mismo el apóstol Santiago: «Porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quien lo predique en las sinagogas, donde es leído cada sábado» (Hechos 15:21). Esta precisión viene a decir lo siguiente: «Exijamos a los nuevos conversos lo mínimo que Dios ha pedido siempre a todo ser hu­ mano y, con el tiempo, ya irán aprendiendo en detalle la voluntad divina ex­ presada en la ley y en el resto de la revelación escrita». 9 Queda claro que, aunque a la comunidad cristiana no se accede por mero nacimiento, sino por el nuevo nacimiento (Hechos 11:18) y el símbolo de in­ corporación ha sido transferido de la circuncisión al bautismo (Colosenses 2:11-12), Dios desea todavía que los suyos se distingan de los demás por su estilo de vida. La diferencia debe marcar todos los aspectos de la existencia, de lo más privado y personal, como la adoración exclusiva a Dios, a lo aparente­ mente más banal, como la alimentación. En conclusión, los apóstoles no dejaron pruebas de haber abandonado las leyes del Antiguo Testamento. Al contrario, durante muchos años la iglesia cristiana fue fiel albacea del espíritu de sus principios, comprendidos a la luz de Cristo y vividos en el contexto de la nueva alianza. Pablo y sus polémicas declaraciones sobre la ley ¿Cómo conciliar la valoración positiva de la ley que dan los escritos de los apóstoles con las declaraciones negativas que encontramos en ciertos pasajes de Pablo? 10 Sin duda lo que más dificulta la comprensión de su teología es que contiene a la vez declaraciones sobre la ley altamente laudatorias, afir­ mando que «la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno» (Romanos 7:12), y afirmaciones que parecen rechazarla como una realidad caduca: «No están bajo la ley sino bajo la gracia» (Romanos 6:14, NVI), «ahora estamos libres de la ley» (Romanos 7:6). Por una parte afirma que la fe cristiana «confirma la ley» (Romanos 3:31) y por otra califica el ré­ gimen de la ley como ministerio de condenación y de muerte (2 Corintios 3:7- 9), de cuya «maldición» Cristo nos ha redimido (Gálatas 3:13). Nociones difí­ ciles de integrar en un sistema coherente, explicadas de modo diverso por unos y otros, y que siguen perturbando todavía a numerosos creyentes. 11
  • 7. 11. Los apóstoles y la ley • 127 Ante esas afirmaciones contrastadas, algunos teólogos renuncian a deter­ minar la posición de Pablo concluyendo que se contradice. 12 Otros, sobre la base de sus declaraciones negativas, deducen que los apóstoles han «liberado» al cristianismo del yugo de la ley, transformándolo en un espacio libre, sin normas, con una ética basada en otros supuestos. 13 Sin embargo, un número creciente de teólogos entienden que el Nuevo Testamento opone a menudo la ley al evange­ lio no porque sean realidades opuestas o incompatibles, ni porque la ley se hu­ biese convertido, en manos de ciertos fariseos, en un instrumento de opresión. El papel accesorio que los apóstoles conceden a la ley se debe simplemente al lugar excepcional que la persona de Jesús ocupa en su teología. No dejan de lado una ley que se había vuelto opresora, sino que más bien tratan de mostrar el papel secundario que esta desempeña en el plan de la salvación, en relación con Cristo: la ley no puede justificar ni salvar a nadie (Gálatas 3:19-22) porque eso no es de su competencia. 14 Para comprender a Pablo con respecto al asunto de la ley es primordial tener en cuenta la experiencia personal del apóstol. Nadie puede prescindir de sus vivencias. Saulo de Tarso es discípulo de Gamaliel (Hechos 22:3), sucesor de Hillel, el más famoso paladín del fariseísmo de su tiempo. Como buen fariseo, Saulo se considera a sí mismo observador irreprochable de la ley, que respeta hasta el punto de erigirse en perseguidor de sus presuntos transgresores. Cuando ya dispone de un permiso oficial para atacar a los cristianos en la ciudad de Da­ masco, tiene un encuentro personal con Jesús, en el que descubre de súbito que el Nazareno, aparente transgresor de la ley, es efectivamente el Mesías, que a pesar de haber sido crucificado, ha resucitado. Esta revelación le impulsa a re­ plantearse cuál es en realidad el camino de Dios (Hechos 9:1-19), y lo cambia radicalmente, echando por tierra sus creencias farisaicas. El Dios de Jesús acepta a Saulo el perseguidor tal como es. Su concepto de una religión en la que el fa­ vor divino se gana a pulso, a fuerza de observancias, se hunde. Saulo, que ha estado «dando coces contra el aguijón», se ve aceptado por Dios no por sus bue­ nas obras sino a pesar de sus errores. Eso transforma por completo sus estructu­ ras mentales y su comprensión de la ley. Los escritos del nuevo apóstol no son tratados de teología intemporales, in­ dependientes de su realidad ni la de sus destinatarios. Son Cartas dirigidas a comunidades concretas formadas por creyentes de origen judío apegados a su ley, y un grupo cada vez más numeroso de conversos de origen pagano, en di­ versos grados de implicación, que —salvo algunos estoicos de formación filosó­ fica e ideales muy elevados— no tenían apenas base ética, ya que la religión
  • 8. 128 • C r is to y la Ley oficial, tanto griega como romana, no proponía ninguna moral específica. Los nuevos creyentes estaban acostumbrados a vivir sin apenas criterios en un mun­ do prácticamente amoral. 15 Pablo tiene que explicar su comprensión de la ley frente al legalismo de unos y la anarquía de otros. A partir de su experiencia personal, el apóstol va a intentar la difícil tarea de hacer comprender la función de la ley a una iglesia compuesta por gente deformada por el moralismo o indi­ ferente a la moralidad. A unos y otros Pablo quiere dejar bien clara la cuestión de la salvación: nadie puede salvarse (o justificarse) 16 mediante la observancia de la ley, porque la salvación es una gracia divina que solo puede alcanzarse como un don, por fe. Santiago, Juan y la ambivalencia de la ley No se puede abordar el tema de la ley sin tropezar con el problema de su ambivalencia. 17Tanto en la esferajurídica como en la moral o religiosa, debi­ do a su función de determinar el bien y el mal, la ley es el punto de encuentro de entidades opuestas: ideal y realidad, coacción y libertad, derecho y deber, y, por consiguiente, objeto constante de referencia, discrepancia y litigio. Todo esfuerzo de clarificación en este tema debe tener en cuenta las tensiones entre las demandas de índole ética, exterior y objetiva —procedentes de la revela­ ción divina y de las exigencias de la razón— y las vivencias de índole perso­ nal, marcadas por la subjetividad, las circunstancias y la experiencia espiritual de cada uno. De ahí las aparentes tensiones entre las declaraciones de Pablo sobre la ley y las del apóstol Santiago. Por una parte, en tanto que expresión de la voluntad divina, la ley se levanta contra los abusos de la arbitrariedad, la pasión y la injusticia. Por eso Santiago la llama «ley de libertad» (Santiago 1:25; 2:12). Por otra, la naturaleza humana caída tiende a rechazar cualquier ley que coarta su libertad, y es fácilmente utilizada por la autoridad como instrumento de opresión. En fin, la ley es un arma, que protege o daña, según el uso que se le dé. Nadie ha descrito mejor que Pablo las tensiones que plantea la ley de Dios en el ámbito de la sensibili­ dad moral: la ley condena la codicia y, a la vez, hace al codicioso consciente de un pecado del que apenas sospechaba: «¿Qué, pues, diremos? ¿La Ley es pecado? ¡De ninguna manera! Pero yo no conocí el pecado sino por la Ley; y tampoco conocería la codicia, si la Ley no dijera: "No codiciarás". Pero el pecado, aprovechándose del man-
  • 9. 11. Los apóstoles y la ley • 129 damiento, produjo en mí toda codicia porque sin la Ley, el pecado está muerto. Y yo sin la Ley vivía en un tiempo; pero al venir el mandamiento, el pecado revivió y yo morí. Y hallé que el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte, porque el pecado, aprovechán­ dose del mandamiento, me engañó, y por él me mató» (Romanos 7:7-11). La ley, por un lado, ilumina la conciencia y, por otro, es incapaz de pu­ rificarla. Juan nos recuerda que el pecado es «transgresión de la ley» (1 Juan 3:4). La ley es «buena» y «santa» en tanto que revelación de la voluntad divi­ na, pero también es terrible y desesperante por la dureza de sus exigencias y por la frustración que provocan sus transgresiones. La ley lleva su ambivalen­ cia al límite, haciéndose a la vez amar como ideal de conducta, y detestar por la dificultad que supone vivir ese ideal. Las explicaciones de Pablo contrastadas con las de Juan y Santiago se com­ plican porque el apóstol tiene que combatir al mismo tiempo dos actitudes extremas frente a la ley, en sus propias palabras: el «nomismo» de unos y el «anomismo» (o la anomía) es decir, «la ausencia de ley» de otros (1 Corintios 9:20-21). El nomismo, o veneración de la ley, es la actitud de muchos judíos. Su ideal es el sabio capaz de discernir las bondades de la ley y aplicarla a su conducta como camino de perfección. Su riesgo está en sacar la ley del con­ texto de la alianza y aplicarla como las demás legislaciones, con sus preceptos, casuística y jurisprudencia, sin tomar conciencia de sus inevitables límites. El anomismo de los paganos se encuentra en el extremo opuesto de esta ac­ titud. El anomos es el anárquico que vive al margen de la ley. Al no ver en esta más que un código de obligaciones y prohibiciones, ajenas a su cultura, las rechaza de antemano. Su espíritu libre se rebela ante sus ordenanzas. Santiago pone en guardia a sus lectores ante las trampas del egoísmo camuflado de «li­ bertad» y de anarquía: «La fe sin obras es muerta» (ver Santiago 2:14-26). Es decir, la vida cristiana al margen de la ley no es posible. Pablo describe del modo siguiente su posición personal ante la ley: «Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ga­ nar al mayor número. Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la Ley (upo nomon) (aunque yo no esté sujeto a la Ley) como sujeto a la Ley, para ganar a los que están su­ jetos a la Ley; a los que están sin Ley (anomoi), como si yo estuviera sin Ley (aunque yo no estoy sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo [ennomos cristou])» (1 Corintios 9:19-21).
  • 10. 130 • C r is to y la Ley Las tres partículas «sujetos a la ley« (upo nomon), «sin ley» (anomos) y «ba­ jo la ley de Cristo» (ennomos) matizan con todo acierto las tres situaciones. Pa­ blo no ha tenido inconveniente en crear el neologismo ennomos para describir su posición particular con respecto a la ley desde su encuentro con Jesús. En la Epístola a los Corintios (capítulos 5 al 10) expone su visión de la ética cristiana, oponiendo a la situación legalista del fariseo y a la actitud libertaria del pagano, su condición personal de ennomos Chñstou: el apóstol adhiere plenamente a la ley, pero a través de Cristo, es decir, sabiendo que cada mandamiento encierra una orden y una promesa cuya realización es posible gracias a su ayuda. Observemos que Pablo precisa que no está «sin ley de Dios», ya que su ad­ hesión a la ley de Cristo es —ni más ni menos— la vivencia espiritual de esa ley. Esta nueva relación «en Cristo» entre él y la ley, supera tanto el rigor lega­ lista como la anarquía arbitraria, ya que surge de la acción interior del Espíritu. 18Así pues, para los apóstoles, la comprensión de la función de la ley pasa por la aceptación de su ambivalencia, resultando de dos puntos de vista enfrentados: el del hombre (psico-ético) y el de Dios (jurídico-teológico). El desfase inevitable entre las exigencias de la ley divina y los fallos de la voluntad humana es una fuente permanente de tensiones. De todos los pasajes paulinos que ponen de manifiesto este conflicto esencial entre ley divina y voluntad humana, el más expresivo, sin duda, es Romanos 7:14-25: 19 «No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. [...] Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de ha­ cerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace sino el pecado que habita en mí» (Romanos 7:14-20, NVI). La ley actúa como aliada divina, en la tarea de orientar y estructurar el deseo hacia las mejores opciones. Pero sea como pauta que se impone o como ideal que atrae, en ambos casos, la ley se afirma en su autoridad con imperativos que la naturaleza humana caída tiene tendencia a rechazar. En su análisis, Pablo tiene la lucidez de reconocer que, a pesar de la bondad de la ley, el empeño del hombre en practicar los mandamientos con su propia fúerza suele ser contraproducente. «El mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte» (Romanos 7:10). Pero ¿no es acaso lo propio del hombre sensible, responsable y honrado, ser cons­ ciente de la distancia inevitable entre el ideal que admiray la realidad que vive? 20 Es interesante que los más diferentes apóstoles concuerdan con que la inten­ ción de la ley se resume en el amor, y en este se resuelven las aparentes tensiones
  • 11. 11. Los apóstoles y la ley »131 de la ley. 21 Así lo entendió Pablo: «El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor« (Romanos 13:10), y «el que ama al prójimo ha cumplido la ley» (Romanos 13:8); así lo entendió Santiago: «Si en verdad cumplís la Ley suprema, conforme a la Escritura: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", bien hacéis» (Santiago 2:8); y así lo entendió Juan: «Pues este es el amor de Dios: que guardemos sus mandamientos» (1 Juan 5:3). Los apóstoles, guiados por el Espíritu, nos animan a no perder de vista el ideal de amor, que es la esencia de la ley, en nuestros proyectos de vida, de modo que la voluntad consiga superar la tensión —saludable y dolorosa— entre la adhesión y el rechazo. Saben que, con la ayuda divina, por encima de todos los conflictos, podemos responder afirmativamente a las elevadas propuestas de la ley. 22Porque el amor de Dios todo lo puede (1 Corintios 13:7). 1 Moshe Weinfeld, «The Decalogue: Its Significance, Uniqueness and Place in Israel's Tradition» en Religión andLaw, pp. 3-47, p. 34 nota 94. Sobre la importancia única del Decálogo véase también Flavio Josefo, Antigüedades de losjudíos 3:90. 2 Las filacterias encontradas en Qumrán contienen también el Decálogo al lado del Shema (Tamid 5:1) La costumbre de repetir el Decálogo en ocasión del culto parece haberse conservado en la iglesia primitiva durante cierto tiempo (Plinio, Epístola a Trajano 10:96,7). 3 Dado que el nombre de concilio se aplicará más tarde, de un modo técnico, a reuniones especiales de la jerarquía católica, los especialistas prefieren utilizar aquí el término de «sínodo». 4 «En tiempos del Nuevo Testamento se interpretaban y observaban escrupulosamente las prescripciones bíblicas sobre los alimentos (Hechos 10:14) [...]. Y ciertas_iglesias griegas las siguieron observando hasta el siglo IX» (Paul van Imschoot y J. Argaud, «Prescrip- tions alimentaires» [Prescripciones alimentarias], Dictionaire encyclopedique de la Bible [Diccionario enciclopédico de la Biblia], (Brepols: Maredsons, 1987), p. 1041. 5 En los textos bíblicos, la palabra «sangre» es a menudo una metonimia para designar el homicidio. Así, por ejemplo, leemos que la sangre de Abel clama desde la tierra (Genesis 4:10), etc. Cf. Dictionaire encyclopédique dujudcásme (Diccionario enciclopédico del judaismo] (París: Cerf, 1993), p.1022. 6 Cf. Michel Courgues, VEvangile awcpaiens: Les Actas des apotres 13-28 [El evangelio a los gentiles: Hechos de los Apóstoles 13- 28], Cahiers Evangile [Libros del evangelio], N° 67, p. 38. 7 Ver «Le chapitre XV du livre des Actes a la lumiére de la littérature andenne» [Hechos 15 a la luz de la antigua literatura], Mélan- ges Luden Ceifaux (Lovaina, 1954), t. 2, p. 106 y ss. 8 Génesis 9:20-27. Para más detalles ver Talmud B. Sabbath, 31a, Sanhedrin 56, ab; A. Finkel, «L'autre et l'étranger dans la tradition biblique et rabbinique» [El otro y el extranjero en la tradición bíblica y rabínica] en SIDIC, XXV, 3 (1992), pp. 6-7. 9 Los judíos habían enseñado a los prosélitos «temerosos de Dios» procedentes del mundo pagano a respetar la Tora empezando por un «mínimo», constituido por las llamadas «leyes noéicas» (dadas a Noé). Estas leyes para toda la humanidad que aquí aparecen resumidas en cuatro, en Génesis Rabá 16,6 son seis (prohibición de la idolatría, de la blasfemia, del homicidio, del adulterio y del robo, y respeto de los jueces), mientras que en el Talmud (Sanedrín 56 a) son siete: obligación de someterse a las leyes y a los jueces de todo grupo humano, prohibición de la blasfemia, de la idolatría, del adulterio, del homicidio, del hurto y de maltratar a los anima­ les. Cf. M. Vidal, UnjuifnomméJésus [Un judío llamado lesús) (París: Albín Michel, 1996), p. 59. Eso significaría que el Sínodo de Jerusalén no hizo más que conferir a los cristianos gentiles el estatuto de prosélitos (C f David Flusser, "Theses sui l'emergence du Christianisme á partir dujudaisme» [Tesis sobre el surgimiento del cristianismo del judaismo) Immanuel Jerusalén, 5 [1974] pp. 74- 84). 10Romanos 4:15; 5:20; 7:1-6; Gálatas 3:19-25; etc. 11 Cf. Hechos 15:1; Gálatas 2:15-16; Santiago 2:14-26; etc. 12 Cf. Heikki Raisánen, Paul and the Law (Philadelphia: Fortress), 1986. 13 Sobre las diferentes percepciones teológicas de esta posición, ver H. Huebner, Law in Paul's Thought (Edinburgh: T. T. Clark, 1984). 14 Ver Juan Miguel Díaz Rodelas, Pabloy la ley (Verbo Divino, 1994). 15 Ver, por ejemplo, la inmoralidad de algunos miembros de la iglesia de Corinto: «Se ha sabido que hay entre vosotros fornicación, y fornicación cual ni aun se nombra entre los gentiles; a tal extremo que alguno tiene a la mujer de su padre» (1 Corintios 5:1). 16La palabra dikcáosune traduce en griego la noción hebraica de tsedeq, que expresa a la vez los conceptos de justicia y justificación. 17 Carlos J. Pinto de Oliveira, «Loi et légalisme en éthique chrétienne» [La ley y el legalismo en la ética cristiana], Loi et Evangile [La ley y el evangelio], pp. 172-195.
  • 12. 132 • C r is to y la Ley 18Romanos 8:2: cf Jeremías 31:31-34; Hebreos 8:8-12. 19 Una paráfrasis delNuevo Testamento, Miami: Logoi, 1973, p 349-350. 20 Jean-Louis Tiar, «Sans foi, ni loi, ni raison? Préjugés en suspens sur les mitsvof[Sin fe ¿no hay ley, no hay razón? Prejuicios sobre los mitsvof], Loi et liberté [Ley y libertad] (Pardés 17), (París: Cerf, 1993), pp. 15, 16. 21 «Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos, porque esto es la ley y los profetas» (Mateo 7:12; cf. Lucas 10:25-28; Gálatas 5:14; 1 Juan 4:12). 22 P. Ricoeur observa que «la salvación tiene que ver menos con el mandamiento que nos oprime que con el deseo que nos constitu­ ye» («Démythiser l’accusation» [Desmitificando la acusación]; en E. Castelli, editor, Demythisation et morale [Desmitificación y moral] [París: Aubier-Montaigne, 1965], p. 50).