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10
El Dios de la ciudad destruida
que Dios hubiera cambiado de ciudad favorita y de que él mismo se hubiera
mudado de Jerusalén a Babilonia.
En el último versículo citado Dios dice a los judíos deportados a Babilonia:
«Procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a
Jehová, porque en su paz tendréis vosotros paz» (vers. 7). ¿Te das cuenta? Pri­
mero, Dios permite que su amada Jerusalén sea destruida. Luego, hace que sus
hijos sobrevivientes sean llevados a otra ciudad, Babilonia y, luego, hasta pare­
ce que le quiere cambiar el nombre «confusión» por el de «ciudad de paz», que
es lo que «Jerusalén» significa, trasladando así su preferencia de una ciudad a
otra. Es más, le pide a su pueblo que ore por Babilonia, lo cual significa que
está dispuesto a escuchar y responder oraciones en su favor y concluye asegu­
rándoles que allí vivirán en paz. Ante esta perspectiva, amplificada en los versí­
culos 5 y 6, los deportados deben haber visto a Babilonia no como el lugar de
su castigo sino como la ciudad de sus esperanzas.
Bueno, tan solo aparentemente, como dijimos. La estabilidad de Babilonia
sería apenas temporal y su paz, relativa, porque sería la paz de los hijos de Dios
exiliados allí. El propósito del mensaje del Dios de Jeremías a los deportados
era hacerles más llevadera la cautividad que se extendería por setenta años. Pero
Dios no quería que ellos cimentaran sus esperanzas en Babilonia más que en
su restauración futura, es decir, en su retomo a la que seguía siendo su ciudad
amada, Jerusalén.
uál es tu ciudad favorita? ¿Y por qué lo es? ¿Alguna vez cambiaste
de parecer sobre tu ciudad, o llegaste al punto de poner a otra en
su lugar? ¿No? ¡Sorpréndete, Dios sí lo hizo! Bueno, al menos
aparentemente. Jeremías 29: 4, 7 puede damos la impresión de
112 • El Dios de Jeremías
Endechando a Tamuz
El profeta Ezequiel fue contemporáneo de Jeremías y mediante sus mensa­
jes confirmó las advertencias y predicciones de Jeremías, al mismo tiempo que
entregaba mensajes de consuelo y de amonestación a los primeros grupos de
exiliados en Babilonia. Esta provisión de profetas mensajeros suyos, muestra el
amor y la preocupación paternal del Dios de la ciudad destruida, Jerusalén, por
su pueblo.
Ezequiel se encontraba en Babilonia como profeta de Dios entre los cauti­
vos. Un día él se hallaba sentado en su casa conversando con los ancianos de
Judá cuando contempló una teofanía, o manifestación visible de la presencia
de Dios. Y la mano de Jehová, el Señor, se posó sobre él y en visiones divinas
lo llevó a la parte norte de Jerusalén, hasta la entrada de la puerta interior, que
es donde está el ídolo que provoca los celos de Dios (Eze. 8: 3). Dios le permi­
tió observar que en uno de los muros interiores habían pintados reptiles y va­
riedad de otros animales repugnantes que estaban siendo adorados en un rito
en el que se quemaba incienso. Entre los adoradores ¡estaban setenta hombres
de entre los ancianos de Israel! (vers. 7-12). Entonces el Señor le dijo: «Vuélve­
te, verás que estos hacen aún mayores abominaciones» (vers. 13).
Luego Ezequiel fue llevado a la entrada de la puerta de la casa de Jehová, que
está al norte, y vio a unas mujeres sentadas endechando a Tamuz (vers. 14). Una
endecha es un canto triste, una composición poética entonada en señal de luto.
Las mujeres lloraban por el dios muerto, Tamuz, antigua divinidad acadia cuyo
culto se esparció ampliamente por el mundo semita. Tamuz era el hermano y
esposo de Ishtar, la diosa babilonia de la procreación. Según la leyenda babiló­
nica, Tamuz moría al comienzo del otoño cuando la vegetación se secaba y en­
tonces partía hacia el bajo mundo, siendo luego revivido por los lamentos de
Ishtar. Los brotes de una naturaleza renovada en primavera, según se creta, eran
la señal de su regreso del bajo mundo al superior.1Las endechas a Tamuz eran
rituales de lamentación en adoración de este dios de los paganos. Y estas ende­
chas eran recitadas dentro del templo del Dios altísimo.
Después el profeta fue llevado al atrio de adentro de la casa de Jehová y vio
que «junto a la entrada del templo de Jehová, entre la entrada y el altar, había
unos veinticinco hombres, con sus espaldas vueltas al templo de Jehová y con
sus rostros hacia el oriente, y adoraban al sol, postrándose hacia el oriente»
(Eze. 8: 16). Todas estas prácticas idólatras, abominables, son reflejos del po­
der ejercido por la cultura prevaleciente sobre el pueblo de Dios y su acútud
hacia las cosas sagradas. El culto al sol, por ejemplo, era dominante en Egipto
10. El Dios de la ciudad destruida • 113
y seguía influenciando a los Israelitas; así mismo ocurría con la luna, las estre­
llas y otros astros, cuya veneración estaba ampliamente difundida entre las
naciones de Mesopotamia donde la práctica de la astrología era común. Estas
prácticas habiendo incursionado primero en la nación Israelita, fueron luego
introducidas en los recintos del templo del Señor, contaminando su casa y
causando su irritación (vers. 17; 2 Crón. 36: 14).
Las palabras de quienes lideraban al pueblo en la idolatría, «Jehová no nos
ve, Jehová ha abandonado la tierra» (Eze. 8:12), muestran el desconocimiento
que tenían de un Dios como el de Jeremías, quien sí los veía y a quien sí le
preocupaba grandemente lo que hacían. También hoy enfrentamos la tenta­
ción de rendirle culto a las criaturas antes que al Creador (Rom. 1: 25). Pero el
Dios de Jeremías sigue siendo el mismo; nunca nos abandona, siempre nos ve,
y somos el objeto de su mayor preocupación y cuidado.
Infeliz reinado de Sedequías
Sedequías fue el último rey de Judá antes de la destrucción de Jerusalén en el
año 586 a.C. Ni él, ni sus cortesanos, ni sus siervos, ni su pueblo hicieron caso
alguno a las palabras de advertencia que el Dios de Jeremías les envió a través de
su siervo. Ahora, cuando la amenaza de la incursión de los caldeos ya se había
convertido en hecho visible y Jerusalén se encontraba por todas partes rodeada
del ejército de sus temidos enemigos, Sedequías tuvo miedo. Entonces envió a
Jucal hijo de Selemías y al sacerdote Sofonías hijo de Maasías para que le dijeran
a Jeremías: «Ruega ahora por nosotros a Jehová, nuestro Dios» (Jer. 37: 3).
Tal como lo habían hecho en ocasiones anteriores, en vez de apoyarse en
Dios, Sedequías había buscado el apoyo en Egipto para que los ayudaran a li­
berarse de la presencia de los babilonios. Al hacerlo, violó su juramento de fi­
delidad a Nabucodonosor y, sobre todo, quebrantó el pacto de fidelidad al
Señor su Dios. Así que cuando el rey envió los mensajeros a Jeremías, el ejérci­
to de faraón ya había salido de Egipto con rumbo a Jerusalén. Cuando los ba­
bilonios, que estaban sitiando a Jerusalén, se enteraron de la noticia, empren­
dieron la retirada (vers. 5).
Entonces la palabra del Señor vino al profeta Jeremías: «Así dice el Señor, el
Dios de Israel: Díganle al rey de Judá que los mandó a consultarme: “El ejército
del faraón, que salió para apoyarlos, se volverá a Egipto. Y los babilonios regre­
sarán para atacar esta ciudad, y la capturarán y la incendiarán. No se hagan
ilusiones creyendo que los babilonios se van a retirar. ¡Se equivocan! No se van
a retirar. Y aunque ustedes derrotaran a todo el ejército babilonio, y solo que­
114 • El Dios de Jeremías
daran en sus campamentos algunos hombres heridos, estos se levantarían e
incendiarían esta ciudad"» (vers. 7-10, NVI). Este mensaje a Sedequías le llegó
por dos medios: procedente de Jeremías quien se encontraba en Jerusalén, y
procedente de Ezequiel quien se encontraba en Babilonia. El mensaje divino le
aseguró que ni con gran ejército ni con mucha compañía haría el faraón nada
por él en la batalla cuando los babilonios levantaran terraplenes y construye­
ran torres de asalto para cortar muchas vidas (Eze. 17: 17). Aun así, el rey Sede­
quías procedió con obstinación, contrariando la voluntad de Dios.
Jeremías en la cisterna. Fiel a la comisión recibida de su Dios, Jeremías procla­
maba por las calles de Jerusalén: «Así ha dicho Jehová: "De cierto será entrega­
da esta ciudad en manos del ejército del rey de Babilonia, y la tomará. El que se
quede en esta ciudad morirá a espada, de hambre o de peste; pero el que se pase
a los caldeos, vivirá. Su vida le será por botín, y vivirá"» (Jer. 38: 3, 2). Ante la
repetición de este mensaje, los oficiales jefes del rey Sedequías le dijeron: «Hay
que matar a este hombre. Con semejantes discursos está desmoralizando a los
soldados y a todo el pueblo que aún quedan en esta ciudad. Este hombre no
busca el bien del pueblo, sino su desgracia. El rey Sedequías respondió: "Lo
dejo en sus manos. Ni yo, que soy el rey, puedo oponerme a ustedes"» (vers. 4,
5, NVI).
Entonces ellos «tomaron a Jeremías y lo hicieron meter en la cisterna de
Malquías hijo de Hamelec, que estaba en el patio de la cárcel. Bajaron a Jere­
mías con sogas a la cisterna, en la que no había agua, sino barro; y se hundió
Jeremías en el barro» (vers. 6). [.as cisternas vacías eran frecuentemente utiliza­
das como cárceles o calabozos. Qué dura experiencia para el fiel siervo de Dios,
verse confinado en el ambiente oscuro, frío y húmedo de una fangosa cisterna.
Pero el mayor dolor de Jeremías era tal vez el moral: ser acusado de traición y
de estar en contra del mismo pueblo al que estaba tratando de ayudar y de
salvar.
«El etíope Ebed-melec, funcionario de la casa real, se enteró de que habían
echado a Jeremías en la cisterna. En cierta ocasión cuando el rey estaba partici­
pando en una sesión fíente al portón de Benjamín, Ebed-melec salió del pala­
cio real y le dijo: "Mi rey y señor, estos hombres han actuado con saña. Han
arrojado a Jeremías en la cisterna, y allí se morirá de hambre, porque ya no hay
pan en la ciudad". Entonces el rey ordenó al etíope Ebed-melec: "Toma contigo
tres hombres, y rescata de la cisterna al profeta Jeremías antes de que se mue­
ra"» (vers. 7-10, NVI).
10. El Dios de la ciudad destruida • 115
El rey mandó treinta hombres para ayudarle, no porque Jeremías pesara
tanto, sino para poder contrarrestar cualquier oposición por parte de los oficia­
les jefes de la corte. En la operación rescate los hombres hicieron uso de trapos
viejos, raídos y andrajosos debido a que el estrecho cuello de la cisterna, sinuo­
samente construido, requería que se actuara con ingeniosidad2 (vers. 11-13). A
través de estas provisiones en medio de las circunstancias más difíciles, el Dios
de Jeremías nos permite vislumbrar su amor y su fidelidad para con sus hijos
que le sirven.
El fin se acerca. Después de estos eventos el rey mandó traer a Jeremías secre­
tamente a su presencia. Era su última oportunidad para obedecer el mensaje
divino y cambiar así su propia suerte y el destino de su reino. «Entonces dijo
Jeremías a Sedequías: "Así ha dicho Jehová, Dios de los ejércitos, Dios de Israel:
'Si te entregas en seguida a los jefes del rey de Babilonia, tu alma vivirá y esta
ciudad no será incendiada; vivirás tú y tu casa. Pero si no te entregas a los jefes
del rey de Babilonia, esta ciudad será entregada en manos de los caldeos; ellos
la incendiarán, y tú no escaparás de sus manos'"» (vers. 17, 18).
El rey, preocupado más por su honra personal que por la salvación de su
pueblo, rehusó obedecer al Dios de Jeremías, e hizo retomar a su siervo a su lugar
de encarcelamiento. «Y quedó Jeremías en el patio de la cárcel hasta el día que
fue tomada Jerusalén. Allí estaba cuando Jerusalén fue tomada» (vers. 28). Se­
dequías decidió proceder según su propia voluntad, no prestó atención al últi­
mo llamamiento de la misericordia divina, y tanto él como su pueblo tuvieron
que afrontar las consecuencias.
La caída de la ciudad favorita de Dios
Jerusalén era la ciudad favorita de Dios porque en ella estaba su templo. El
sitio de la ciudad amada duró más de dos años, desde comienzos del 588 has­
ta fines del verano del 586 a.C. Durante los meses del sitio, el hambre creciente
acosaba dentro de las murallas llegando a tal extremo que algunos de sus habi­
tantes se vieron forzados a recurrir al canibalismo: «Con sus manos, mujeres
compasivas cocinaron a sus propios hijos, y esos niños fueron su alimento
cuando Jerusalén fue destruida» (Lam. 4: 10, NVI). Y, «a los nueve días del
cuarto mes arreció el hambre en la ciudad y, cuando el pueblo de la üerra no
tenía ya nada que comer, abrieron una brecha en el muro de la ciudad», los
hombres de guerra huyeron durante la noche pero el ejército babilonio los si­
guió y los apresó en la llanura de Jericó (2 Rey. 25: 3-5).
116 • El Dios de Jeremías
El rey Sedequías fue capturado y llevado ante Nabucodonosor quien se en­
contraba en Ribla, una ciudad estratégicamente ubicada, en tierra de Hamat, en
las cercanías de Jerusalén. Allí dictaron sentencia contra él. Mataron a todos los
nobles que quedaban en Judá incluyendo a los hijos de Sedequías, quienes
fueron degollados en su misma presencia y a él le sacaron los ojos, lo ataron
con cadenas y se lo llevaron prisionero a Babilonia (vers. 6, 7). De nada le valió
el haber procurado el socorro del faraón, rey de Egipto, quebrantando su pro­
mesa de lealtad a Nabucodonosor, rey de Babilonia.
Los caldeos que destruyeron Jerusalén incursionaron en la ciudad el 18 de
julio del 586 a.C. La caída de Jerusalén, ciudad santa de los judíos y por tanto
amada de Dios, no fue un acontecimiento súbito. Llegó al final de un largo
proceso de debilitamiento y de sufrimientos obligados. Su decadencia avanzó
hasta que finalmente la capital de Judá fue destruida y quemada con fuego, el
hermoso templo de salomón, razón de máximo orgullo nacional, fue profana­
do y arrasado, y el reino de Judá cayó para nunca más volver a ocupar su privi­
legiada posición entre las naciones de la tierra.3 El Dios de Jeremías era ahora
el Dios de una ciudad destruida. Pero él no habría de abandonarla. Y ¡qué es­
peranza hay en ello para nosotros hoy! Cuando él ve nuestras resoluciones,
esfuerzos y esperanzas convertidos en un montón de escombros, no los mira y
luego se aleja para nunca más volver. Tenemos un Dios que en los momentos
más difíciles sigue siendo fiel; no puede negarse a sí mismo (2 Tim. 2: 13).
Aunque toquemos fondo, el Dios de Jeremías nunca nos abandona.
Nabuzaradán, capitán de la guardia babilónica, encontró a Jeremías atado
entre los cautivos de Jerusalén y de Judá que iban deportados a Babilonia y lo
liberó de las cadenas que tenía en sus manos (Jer. 40: 1). Luego, en nombre de
su rey, Nabucodonosor (39: 11, 12), le dijo: «Y ahora, he aquí que en este día
yo te he librado de las cadenas que tenías en tus manos. Si te parece bien venir
conmigo a Babilonia, ven, y yo velaré por ti; pero si no te parece bien venir con­
migo a Babilonia, puedes quedarte. Mira, toda la tierra está delante de ti: ve a don­
de mejor y más cómodo te parezca ir» (40: 4). «Se fue entonces Jeremías a Ge-
dalías hijo de Ahicam, a Mizpa, y habitó con él en medio del pueblo que había
quedado en la tierra» (vers. 6). La decisión de Jeremías de rechazar la oferta de
Nabucodonosor y quedarse en Jerusalén (aunque bien pudo haberse ido), de al­
guna manera refleja el interés pastoral de su Dios en el escaso remanente de un
pueblo desobediente, abandonado en una ciudad destruida. Ese es el Dios de
Jeremías. Ese es tu Dios. Ese es mi Dios.
10. El Dios de la ciudad destruida • 117
Es interesante notar que el Dios de Jerusalén le había revelado algo de sí
mismo al gobernante de la ciudad de Babilonia. Y es sorprendente que Nabu-
codonosor aceptó esa revelación de Dios como la razón de su victoria en lugar
de atribuirla a su propio poder y superioridad sobre los judíos. El capitán de la
guardia le dijo a Jeremías: «Jehová, tu Dios, anunció este mal contra este lugar;
y lo ha traído y hecho Jehová según lo había dicho, porque pecasteis contra
Jehová y no escuchasteis su voz. Por eso os ha venido esto» (vers. 2, 3). Cuán
paradójico es que el rey pagano y sus principales oficiales entendieron lo que
el pueblo de Dios, con su rey y sus oficiales, no había querido entender.
Vislumbres del Dios de Jeremías
Estos hechos y declaraciones nos permiten entender que la nación Judía fue
destruida no por falta de poder de parte de su Dios, pues como sus destructores
mismos entendían, perecieron «porque pecaron contra Jehová, morada de jus­
ticia, contra Jehová, esperanza de sus padres» (50: 7). Dios se revela más bien
como el Todopoderoso; como el que tiene en sus manos el control de las na­
ciones y de los acontecimientos mundiales. Y no solo eso, sino que dirige tam­
bién la vida de los individuos. En sus manos «el corazón del rey es como un río:
sigue el curso que el Señor le ha trazado» (Prov. 21: 1, NVI).
Cuando Dios tiene que disciplinamos, él mismo se duele. «En toda angus­
tia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó; en su amor y en su
clemencia los redimió, los trajo y los levantó todos los días de la antigüedad»
(Isa. 63: 9). Aunque destruida, el Dios de Jeremías aún seguía siendo el Dios de
Jerusalén. Acerca de su futura reconstrucción, el mismo Dios dijo: «Vienen días,
dice Jehová, en que la ciudad será edificada a Jehová, desde la torre de Hana-
neel hasta la puerta del Ángulo» (Jer. 31: 38). «Porque así ha dicho Jehová de
los ejércitos, Dios de Israel: "Aún se comprarán casas, heredades y viñas en esta
tierra"» (32: 15). Dentro del plan de amor de Dios, la restauración de su pueblo
llegaría a ser completa. ¡Qué gran Dios!
«De todo vuestro corazón»
Cuando los cautivos de Judá habían sido transportados a Babilonia, Jere­
mías, quien por concesión de Nabucodonosor se había quedado entre los po­
cos que habían sido dejados en el país, por indicación divina le escribió desde
Jerusalén una carta a los exiliados. Aunque dirigida a los ancianos, los sacerdo­
118 • El Dios de Jeremías
tes y los profetas, la carta concernía a todo el pueblo en la deportación. Según
Jeremías 29: 1-10, los mensajes principales de la carta y sus implicaciones,
eran:
• Construyan casas y habítenlas:
Dispondrían de tiempo para edificar, y habitar.
• Planten huertos y coman de su fruto:
Tendrían tiempo para sembrar y cosechar.
• Cásense y tengan hijos e hijas:
Habría tiempo suficiente para formar familias.
• Casen a sus hijos y tengan nietos:
El cautiverio se extendería por largo tiempo.
• Multipliqúense allá, no disminuyan:
El pueblo de Dios debía fortalecerse en el exilio.
• Busquen el bienestar de Babilonia:
El hacerlo, redundaría en el bienestar de ellos.
• Oren por Babilonia:
El bien de ellos dependería del bien de Babilonia.
• No se dejen engañar por sus profetas:
No volverán a Jerusalén tan pronto como ellos dicen.
• No crean los sueños de los adivinos:
No regresarán en dos años; pasarán allá largo tiempo
• Dios no ha enviado a tales mensajeros:
Siempre habrá falsos profetas entre el pueblo de Dios
• Pasarán setenta años en cautiverio:
A pesar de un largo exilio, Dios sería fiel en visitarlos.
El reino de Judá había luchado hasta el final contra Babilonia creyendo,
según se lo anunciaban los falsos profetas, que por ser el pueblo de Dios no
sería vencido y si lo era, lo sería tan solo por un corto período de dos años al
final de los cuales los exiliados a Babilonia regresarían a Jerusalén. Pero Dios
había anunciado por medio de Jeremías que los enemigos de su pueblo triun­
farían y Jerusalén caería (Jer. 15: 5, 6), y que su cauúvidad se extendería por
setenta largos años.
10. El Dios de la ciudad destruida • 119
A pesar de todo lo anterior, el corazón del mensaje para los cautivos, de
parte del amante Dios de Judá, era: «Porque yo sé los pensamientos que tengo
acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz y no de mal, para daros
el fin que esperáis» (Jer. 29: 11). ¡Qué hermosa promesa! Sermones alentado­
res, inspirados poemas, hermosos cantos, han sido motivados por sus pala­
bras. Y han sido, sobre todo, fuente de inspiración para la fe de incontables
hijos de Dios a través de la historia.
Parte de ese mensaje central son las palabras que le siguen: «Entonces me
invocaréis. Vendréis y oraréis a mí, y yo os escucharé. Me buscaréis y me halla­
réis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón» (vers. 12, 13). Esta fue
siempre la condición para la restauración, así que este no era un mensaje nue­
vo. Dios se lo había hecho claro a sus antepasados, a quienes les dijo:
«Sucederá que cuando hayan venido sobre ti todas estas cosas, la bendición
y la maldición que he puesto delante de ti, te arrepientas en medio de todas las
naciones adonde te haya arrojado Jehová, tu Dios, te conviertas a Jehová, tu
Dios, y obedezcas a su voz conforme a todo lo que yo te mando hoy, tú y tus
hijos, con todo tu corazón y con toda tu alma, entonces Jehová hará volver a
tus cautivos, tendrá misericordia de ti y volverá a recogerte de entre todos los
pueblos adonde te haya esparcido Jehová, tu Dios. Aunque tus desterrados es­
tén en las partes más lejanas que hay debajo del cielo, de allí te recogerá Jehová,
tu Dios, y de allá te tomará [...]. Si desde allí buscas a Jehová, tu Dios, lo halla­
rás, si lo buscas de todo tu corazón y de toda tu alma» (Deut. 30: 1-4; 4: 29).
Mediante la carta de su siervo, el Dios de Jeremías tenía la intención de ase­
gurarle a su pueblo que a pesar de la destrucción de Jerusalén y de las circunstan­
cias por las cuales ahora estaban atravesando, él no había dejado de amarlos, y
que allí mismo, en el lugar de su cautiverio, podían experimentar una nueva vida
mediante un reencuentro con él si lo procuraban con todo su corazón. Y pro­
cedió a reafirmarles la vigencia de esa condición, con su disposición a ser halla­
do por ellos. Les dijo: «Seré hallado por vosotros, dice Jehová; haré volver a
vuestros cautivos y os reuniré de todas las naciones y de todos los lugares adon­
de os arrojé, dice Jehová. Y os haré volver al lugar de donde os hice llevar» (Jer.
29: 14).
El Dios de Jeremías conoce nuestros corazones y la sinceridad de nuestras
decisiones. Él se identifica a sí mismo como: «¡Yo, Jehová, que escudriño la
mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el
fruto de sus obras!» (Jer. 17: 10). Si con todo nuestro corazón lo buscamos,
está dispuesto a ser hallado por nosotros.
120 • El Dios de Jeremías
En su gran plan para salvamos, el Dios de Jeremías quiere damos su ayuda
para lograr lo que es imposible con nuestras propias fuerzas. Así que con toda
sinceridad podemos pedirle: «Conviérteme, y seré convertido, porque tú eres
Jehová, mi Dios» (31: 18). No podemos cambiar nuestro corazón por nosotros
mismos pero podemos pedírselo y entregarle nuestra voluntad para que lo
haga por nosotros. Sea nuestra oración: «Señor, toma mi corazón; porque yo
no puedo dártelo. Es tuyo, mantenlo puro, porque yo no puedo mantenerlo
por ti. Sálvame a pesar de mi yo, mi yo débil y desemejante a Cristo. Modéla­
me, fórmame, elévame a una atmósfera pura y santa, donde la rica corriente de
tu amor pueda fluir por mi alma».4
Los setenta años
Según el plan divino, la cautividad de los judíos en Babilonia duraría seten­
ta años. Aunque en Jeremías 29: 10 este período se aplica solamente al pueblo
de Judá, su mención en Jeremías 25:11 incluye a las naciones vecinas, las que
rodeaban a Jerusalén. Dios había dicho: «Yo enviaré y tomaré a todas las tribus
del norte, dice Jehová, y a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo, y los
traeré contra esta tierra y contra sus habitantes, y contra todas estas naciones en
derredor» (vers. 9). Sin embargo, la Septuaginta (LXX), la versión griega del
Antiguo Testamento hebreo, traduce Jeremías 25: 11 aplicándolo a los judíos,
interpretando que «ellos servirán entre los gentiles setenta años». Al traducir así
la última parte del versículo, este coincide con 29: 10, donde los setenta años
se aplican a Judá solamente.5
Aunque ha habido discusión sobre el tema —como en casi todo tema crono­
lógico, especialmente si tiene repercusiones teológicas— los setenta años han
sido por lo general asociados con el período de la cautividad judía en Babilonia
y contabilizados desde el año 606/605 a.C., cuando Nabucodonosor deportó el
primer grupo de judíos a Babilonia, hasta el 536/535 a.C. cuando un gran gru­
po de cautivos fueron liberados y, bajo la dirección de Zorobabel, retomaron a
Jerusalén por decreto del rey Ciro en el primer año de su gobierno.6
Vislumbres adicionales del Dios de Jeremías
En las palabras: «Porque así dijo Jehová: "Cuando en Babilonia se cumplan
los setenta años, yo os visitaré y despertaré sobre vosotros mi buena palabra,
para haceros volver a este lugar"» (Jer. 29: 10), se vislumbra que el Dios de Je­
10. El Dios de la ciudad destruida • 121
remías es un Dios de esperanza. Aun la cautividad por setenta años conllevaba
el mensaje de que todo no estaba acabado, que seguían siendo su pueblo, pues él
no los había abandonado y que tenía un plan para sus hijos (vers. 11).
Lo que ocurrió al inicio de los setenta años, «las desolaciones de Jemsalén»,
nos muestra que el Dios de Jeremías es el Dios del juicio (Dan. 9: 2), y que este
comienza «por la casa de Dios» (1 Ped. 4: 17). Lo que ocurrió durante los se­
tenta años nos permite ver que el Dios de Jeremías, el Creador, se preocupa por
su creación, la tierra, y por el cuidado a ella debido (2 Crón. 36: 21). Y en lo
que sucedió al final de los setenta años podemos ver que él es el Dios que hace
justicia, y que la hará a todas las naciones (Jer. 25: 12).
El Dios de Jeremías es un Dios restaurador (Jer. 50: 19), perdonador (vers.
20), y sobretodo, misericordioso (30: 18). Es, además, Padre y Maestro perfec­
to, que sabe cómo disciplinar y enseñar a sus hijos (Jer. 32: 33; 31: 28).
El Dios de Jeremías es un Dios bueno, y su misericordia es para siempre
(Jer. 33: 10, 11). Se goza con la alegría de sus hijos y espera que nuestras ofren­
das sean manifestaciones sinceras de nuestra gratitud a él (vers. 11).
Concluyamos con una moraleja basada en lo que le pasó a la ciudad des­
truida: Nuestra mayor necesidad espiritual no es colectiva sino individual. Pue­
de haber matrimonios colectivos (y los hay), en los que simultáneamente se
casan centenares y aun miles de parejas, pero los trasplantes del símbolo del
amor que los une —el corazón— son individuales. ¿Permitiremos que el Ciru­
jano divino nos intervenga hoy mismo?
Referencias
1. Unger, «Tammuz», pp. 1069, 1070.
2. AUB, p. 1003.
3. Elena G. de White, Profetas y reyes, 422, 423.
4. Elena G. de White, Palabras de vida del gran Maestro, cap. 2, 16.
5. «Jeremías», Comentario bíblico adventista, ed. F. D. Nichol (Hagerstown, Maryland: Review and
Herald, 1977), t. 4, p. 446.
6. «Setenta años», ibíd., t. 3, pp. 92-94.

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El Dios de la ciudad destruida y la idolatría de su pueblo

  • 1. 10 El Dios de la ciudad destruida que Dios hubiera cambiado de ciudad favorita y de que él mismo se hubiera mudado de Jerusalén a Babilonia. En el último versículo citado Dios dice a los judíos deportados a Babilonia: «Procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová, porque en su paz tendréis vosotros paz» (vers. 7). ¿Te das cuenta? Pri­ mero, Dios permite que su amada Jerusalén sea destruida. Luego, hace que sus hijos sobrevivientes sean llevados a otra ciudad, Babilonia y, luego, hasta pare­ ce que le quiere cambiar el nombre «confusión» por el de «ciudad de paz», que es lo que «Jerusalén» significa, trasladando así su preferencia de una ciudad a otra. Es más, le pide a su pueblo que ore por Babilonia, lo cual significa que está dispuesto a escuchar y responder oraciones en su favor y concluye asegu­ rándoles que allí vivirán en paz. Ante esta perspectiva, amplificada en los versí­ culos 5 y 6, los deportados deben haber visto a Babilonia no como el lugar de su castigo sino como la ciudad de sus esperanzas. Bueno, tan solo aparentemente, como dijimos. La estabilidad de Babilonia sería apenas temporal y su paz, relativa, porque sería la paz de los hijos de Dios exiliados allí. El propósito del mensaje del Dios de Jeremías a los deportados era hacerles más llevadera la cautividad que se extendería por setenta años. Pero Dios no quería que ellos cimentaran sus esperanzas en Babilonia más que en su restauración futura, es decir, en su retomo a la que seguía siendo su ciudad amada, Jerusalén. uál es tu ciudad favorita? ¿Y por qué lo es? ¿Alguna vez cambiaste de parecer sobre tu ciudad, o llegaste al punto de poner a otra en su lugar? ¿No? ¡Sorpréndete, Dios sí lo hizo! Bueno, al menos aparentemente. Jeremías 29: 4, 7 puede damos la impresión de
  • 2. 112 • El Dios de Jeremías Endechando a Tamuz El profeta Ezequiel fue contemporáneo de Jeremías y mediante sus mensa­ jes confirmó las advertencias y predicciones de Jeremías, al mismo tiempo que entregaba mensajes de consuelo y de amonestación a los primeros grupos de exiliados en Babilonia. Esta provisión de profetas mensajeros suyos, muestra el amor y la preocupación paternal del Dios de la ciudad destruida, Jerusalén, por su pueblo. Ezequiel se encontraba en Babilonia como profeta de Dios entre los cauti­ vos. Un día él se hallaba sentado en su casa conversando con los ancianos de Judá cuando contempló una teofanía, o manifestación visible de la presencia de Dios. Y la mano de Jehová, el Señor, se posó sobre él y en visiones divinas lo llevó a la parte norte de Jerusalén, hasta la entrada de la puerta interior, que es donde está el ídolo que provoca los celos de Dios (Eze. 8: 3). Dios le permi­ tió observar que en uno de los muros interiores habían pintados reptiles y va­ riedad de otros animales repugnantes que estaban siendo adorados en un rito en el que se quemaba incienso. Entre los adoradores ¡estaban setenta hombres de entre los ancianos de Israel! (vers. 7-12). Entonces el Señor le dijo: «Vuélve­ te, verás que estos hacen aún mayores abominaciones» (vers. 13). Luego Ezequiel fue llevado a la entrada de la puerta de la casa de Jehová, que está al norte, y vio a unas mujeres sentadas endechando a Tamuz (vers. 14). Una endecha es un canto triste, una composición poética entonada en señal de luto. Las mujeres lloraban por el dios muerto, Tamuz, antigua divinidad acadia cuyo culto se esparció ampliamente por el mundo semita. Tamuz era el hermano y esposo de Ishtar, la diosa babilonia de la procreación. Según la leyenda babiló­ nica, Tamuz moría al comienzo del otoño cuando la vegetación se secaba y en­ tonces partía hacia el bajo mundo, siendo luego revivido por los lamentos de Ishtar. Los brotes de una naturaleza renovada en primavera, según se creta, eran la señal de su regreso del bajo mundo al superior.1Las endechas a Tamuz eran rituales de lamentación en adoración de este dios de los paganos. Y estas ende­ chas eran recitadas dentro del templo del Dios altísimo. Después el profeta fue llevado al atrio de adentro de la casa de Jehová y vio que «junto a la entrada del templo de Jehová, entre la entrada y el altar, había unos veinticinco hombres, con sus espaldas vueltas al templo de Jehová y con sus rostros hacia el oriente, y adoraban al sol, postrándose hacia el oriente» (Eze. 8: 16). Todas estas prácticas idólatras, abominables, son reflejos del po­ der ejercido por la cultura prevaleciente sobre el pueblo de Dios y su acútud hacia las cosas sagradas. El culto al sol, por ejemplo, era dominante en Egipto
  • 3. 10. El Dios de la ciudad destruida • 113 y seguía influenciando a los Israelitas; así mismo ocurría con la luna, las estre­ llas y otros astros, cuya veneración estaba ampliamente difundida entre las naciones de Mesopotamia donde la práctica de la astrología era común. Estas prácticas habiendo incursionado primero en la nación Israelita, fueron luego introducidas en los recintos del templo del Señor, contaminando su casa y causando su irritación (vers. 17; 2 Crón. 36: 14). Las palabras de quienes lideraban al pueblo en la idolatría, «Jehová no nos ve, Jehová ha abandonado la tierra» (Eze. 8:12), muestran el desconocimiento que tenían de un Dios como el de Jeremías, quien sí los veía y a quien sí le preocupaba grandemente lo que hacían. También hoy enfrentamos la tenta­ ción de rendirle culto a las criaturas antes que al Creador (Rom. 1: 25). Pero el Dios de Jeremías sigue siendo el mismo; nunca nos abandona, siempre nos ve, y somos el objeto de su mayor preocupación y cuidado. Infeliz reinado de Sedequías Sedequías fue el último rey de Judá antes de la destrucción de Jerusalén en el año 586 a.C. Ni él, ni sus cortesanos, ni sus siervos, ni su pueblo hicieron caso alguno a las palabras de advertencia que el Dios de Jeremías les envió a través de su siervo. Ahora, cuando la amenaza de la incursión de los caldeos ya se había convertido en hecho visible y Jerusalén se encontraba por todas partes rodeada del ejército de sus temidos enemigos, Sedequías tuvo miedo. Entonces envió a Jucal hijo de Selemías y al sacerdote Sofonías hijo de Maasías para que le dijeran a Jeremías: «Ruega ahora por nosotros a Jehová, nuestro Dios» (Jer. 37: 3). Tal como lo habían hecho en ocasiones anteriores, en vez de apoyarse en Dios, Sedequías había buscado el apoyo en Egipto para que los ayudaran a li­ berarse de la presencia de los babilonios. Al hacerlo, violó su juramento de fi­ delidad a Nabucodonosor y, sobre todo, quebrantó el pacto de fidelidad al Señor su Dios. Así que cuando el rey envió los mensajeros a Jeremías, el ejérci­ to de faraón ya había salido de Egipto con rumbo a Jerusalén. Cuando los ba­ bilonios, que estaban sitiando a Jerusalén, se enteraron de la noticia, empren­ dieron la retirada (vers. 5). Entonces la palabra del Señor vino al profeta Jeremías: «Así dice el Señor, el Dios de Israel: Díganle al rey de Judá que los mandó a consultarme: “El ejército del faraón, que salió para apoyarlos, se volverá a Egipto. Y los babilonios regre­ sarán para atacar esta ciudad, y la capturarán y la incendiarán. No se hagan ilusiones creyendo que los babilonios se van a retirar. ¡Se equivocan! No se van a retirar. Y aunque ustedes derrotaran a todo el ejército babilonio, y solo que­
  • 4. 114 • El Dios de Jeremías daran en sus campamentos algunos hombres heridos, estos se levantarían e incendiarían esta ciudad"» (vers. 7-10, NVI). Este mensaje a Sedequías le llegó por dos medios: procedente de Jeremías quien se encontraba en Jerusalén, y procedente de Ezequiel quien se encontraba en Babilonia. El mensaje divino le aseguró que ni con gran ejército ni con mucha compañía haría el faraón nada por él en la batalla cuando los babilonios levantaran terraplenes y construye­ ran torres de asalto para cortar muchas vidas (Eze. 17: 17). Aun así, el rey Sede­ quías procedió con obstinación, contrariando la voluntad de Dios. Jeremías en la cisterna. Fiel a la comisión recibida de su Dios, Jeremías procla­ maba por las calles de Jerusalén: «Así ha dicho Jehová: "De cierto será entrega­ da esta ciudad en manos del ejército del rey de Babilonia, y la tomará. El que se quede en esta ciudad morirá a espada, de hambre o de peste; pero el que se pase a los caldeos, vivirá. Su vida le será por botín, y vivirá"» (Jer. 38: 3, 2). Ante la repetición de este mensaje, los oficiales jefes del rey Sedequías le dijeron: «Hay que matar a este hombre. Con semejantes discursos está desmoralizando a los soldados y a todo el pueblo que aún quedan en esta ciudad. Este hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia. El rey Sedequías respondió: "Lo dejo en sus manos. Ni yo, que soy el rey, puedo oponerme a ustedes"» (vers. 4, 5, NVI). Entonces ellos «tomaron a Jeremías y lo hicieron meter en la cisterna de Malquías hijo de Hamelec, que estaba en el patio de la cárcel. Bajaron a Jere­ mías con sogas a la cisterna, en la que no había agua, sino barro; y se hundió Jeremías en el barro» (vers. 6). [.as cisternas vacías eran frecuentemente utiliza­ das como cárceles o calabozos. Qué dura experiencia para el fiel siervo de Dios, verse confinado en el ambiente oscuro, frío y húmedo de una fangosa cisterna. Pero el mayor dolor de Jeremías era tal vez el moral: ser acusado de traición y de estar en contra del mismo pueblo al que estaba tratando de ayudar y de salvar. «El etíope Ebed-melec, funcionario de la casa real, se enteró de que habían echado a Jeremías en la cisterna. En cierta ocasión cuando el rey estaba partici­ pando en una sesión fíente al portón de Benjamín, Ebed-melec salió del pala­ cio real y le dijo: "Mi rey y señor, estos hombres han actuado con saña. Han arrojado a Jeremías en la cisterna, y allí se morirá de hambre, porque ya no hay pan en la ciudad". Entonces el rey ordenó al etíope Ebed-melec: "Toma contigo tres hombres, y rescata de la cisterna al profeta Jeremías antes de que se mue­ ra"» (vers. 7-10, NVI).
  • 5. 10. El Dios de la ciudad destruida • 115 El rey mandó treinta hombres para ayudarle, no porque Jeremías pesara tanto, sino para poder contrarrestar cualquier oposición por parte de los oficia­ les jefes de la corte. En la operación rescate los hombres hicieron uso de trapos viejos, raídos y andrajosos debido a que el estrecho cuello de la cisterna, sinuo­ samente construido, requería que se actuara con ingeniosidad2 (vers. 11-13). A través de estas provisiones en medio de las circunstancias más difíciles, el Dios de Jeremías nos permite vislumbrar su amor y su fidelidad para con sus hijos que le sirven. El fin se acerca. Después de estos eventos el rey mandó traer a Jeremías secre­ tamente a su presencia. Era su última oportunidad para obedecer el mensaje divino y cambiar así su propia suerte y el destino de su reino. «Entonces dijo Jeremías a Sedequías: "Así ha dicho Jehová, Dios de los ejércitos, Dios de Israel: 'Si te entregas en seguida a los jefes del rey de Babilonia, tu alma vivirá y esta ciudad no será incendiada; vivirás tú y tu casa. Pero si no te entregas a los jefes del rey de Babilonia, esta ciudad será entregada en manos de los caldeos; ellos la incendiarán, y tú no escaparás de sus manos'"» (vers. 17, 18). El rey, preocupado más por su honra personal que por la salvación de su pueblo, rehusó obedecer al Dios de Jeremías, e hizo retomar a su siervo a su lugar de encarcelamiento. «Y quedó Jeremías en el patio de la cárcel hasta el día que fue tomada Jerusalén. Allí estaba cuando Jerusalén fue tomada» (vers. 28). Se­ dequías decidió proceder según su propia voluntad, no prestó atención al últi­ mo llamamiento de la misericordia divina, y tanto él como su pueblo tuvieron que afrontar las consecuencias. La caída de la ciudad favorita de Dios Jerusalén era la ciudad favorita de Dios porque en ella estaba su templo. El sitio de la ciudad amada duró más de dos años, desde comienzos del 588 has­ ta fines del verano del 586 a.C. Durante los meses del sitio, el hambre creciente acosaba dentro de las murallas llegando a tal extremo que algunos de sus habi­ tantes se vieron forzados a recurrir al canibalismo: «Con sus manos, mujeres compasivas cocinaron a sus propios hijos, y esos niños fueron su alimento cuando Jerusalén fue destruida» (Lam. 4: 10, NVI). Y, «a los nueve días del cuarto mes arreció el hambre en la ciudad y, cuando el pueblo de la üerra no tenía ya nada que comer, abrieron una brecha en el muro de la ciudad», los hombres de guerra huyeron durante la noche pero el ejército babilonio los si­ guió y los apresó en la llanura de Jericó (2 Rey. 25: 3-5).
  • 6. 116 • El Dios de Jeremías El rey Sedequías fue capturado y llevado ante Nabucodonosor quien se en­ contraba en Ribla, una ciudad estratégicamente ubicada, en tierra de Hamat, en las cercanías de Jerusalén. Allí dictaron sentencia contra él. Mataron a todos los nobles que quedaban en Judá incluyendo a los hijos de Sedequías, quienes fueron degollados en su misma presencia y a él le sacaron los ojos, lo ataron con cadenas y se lo llevaron prisionero a Babilonia (vers. 6, 7). De nada le valió el haber procurado el socorro del faraón, rey de Egipto, quebrantando su pro­ mesa de lealtad a Nabucodonosor, rey de Babilonia. Los caldeos que destruyeron Jerusalén incursionaron en la ciudad el 18 de julio del 586 a.C. La caída de Jerusalén, ciudad santa de los judíos y por tanto amada de Dios, no fue un acontecimiento súbito. Llegó al final de un largo proceso de debilitamiento y de sufrimientos obligados. Su decadencia avanzó hasta que finalmente la capital de Judá fue destruida y quemada con fuego, el hermoso templo de salomón, razón de máximo orgullo nacional, fue profana­ do y arrasado, y el reino de Judá cayó para nunca más volver a ocupar su privi­ legiada posición entre las naciones de la tierra.3 El Dios de Jeremías era ahora el Dios de una ciudad destruida. Pero él no habría de abandonarla. Y ¡qué es­ peranza hay en ello para nosotros hoy! Cuando él ve nuestras resoluciones, esfuerzos y esperanzas convertidos en un montón de escombros, no los mira y luego se aleja para nunca más volver. Tenemos un Dios que en los momentos más difíciles sigue siendo fiel; no puede negarse a sí mismo (2 Tim. 2: 13). Aunque toquemos fondo, el Dios de Jeremías nunca nos abandona. Nabuzaradán, capitán de la guardia babilónica, encontró a Jeremías atado entre los cautivos de Jerusalén y de Judá que iban deportados a Babilonia y lo liberó de las cadenas que tenía en sus manos (Jer. 40: 1). Luego, en nombre de su rey, Nabucodonosor (39: 11, 12), le dijo: «Y ahora, he aquí que en este día yo te he librado de las cadenas que tenías en tus manos. Si te parece bien venir conmigo a Babilonia, ven, y yo velaré por ti; pero si no te parece bien venir con­ migo a Babilonia, puedes quedarte. Mira, toda la tierra está delante de ti: ve a don­ de mejor y más cómodo te parezca ir» (40: 4). «Se fue entonces Jeremías a Ge- dalías hijo de Ahicam, a Mizpa, y habitó con él en medio del pueblo que había quedado en la tierra» (vers. 6). La decisión de Jeremías de rechazar la oferta de Nabucodonosor y quedarse en Jerusalén (aunque bien pudo haberse ido), de al­ guna manera refleja el interés pastoral de su Dios en el escaso remanente de un pueblo desobediente, abandonado en una ciudad destruida. Ese es el Dios de Jeremías. Ese es tu Dios. Ese es mi Dios.
  • 7. 10. El Dios de la ciudad destruida • 117 Es interesante notar que el Dios de Jerusalén le había revelado algo de sí mismo al gobernante de la ciudad de Babilonia. Y es sorprendente que Nabu- codonosor aceptó esa revelación de Dios como la razón de su victoria en lugar de atribuirla a su propio poder y superioridad sobre los judíos. El capitán de la guardia le dijo a Jeremías: «Jehová, tu Dios, anunció este mal contra este lugar; y lo ha traído y hecho Jehová según lo había dicho, porque pecasteis contra Jehová y no escuchasteis su voz. Por eso os ha venido esto» (vers. 2, 3). Cuán paradójico es que el rey pagano y sus principales oficiales entendieron lo que el pueblo de Dios, con su rey y sus oficiales, no había querido entender. Vislumbres del Dios de Jeremías Estos hechos y declaraciones nos permiten entender que la nación Judía fue destruida no por falta de poder de parte de su Dios, pues como sus destructores mismos entendían, perecieron «porque pecaron contra Jehová, morada de jus­ ticia, contra Jehová, esperanza de sus padres» (50: 7). Dios se revela más bien como el Todopoderoso; como el que tiene en sus manos el control de las na­ ciones y de los acontecimientos mundiales. Y no solo eso, sino que dirige tam­ bién la vida de los individuos. En sus manos «el corazón del rey es como un río: sigue el curso que el Señor le ha trazado» (Prov. 21: 1, NVI). Cuando Dios tiene que disciplinamos, él mismo se duele. «En toda angus­ tia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, los trajo y los levantó todos los días de la antigüedad» (Isa. 63: 9). Aunque destruida, el Dios de Jeremías aún seguía siendo el Dios de Jerusalén. Acerca de su futura reconstrucción, el mismo Dios dijo: «Vienen días, dice Jehová, en que la ciudad será edificada a Jehová, desde la torre de Hana- neel hasta la puerta del Ángulo» (Jer. 31: 38). «Porque así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: "Aún se comprarán casas, heredades y viñas en esta tierra"» (32: 15). Dentro del plan de amor de Dios, la restauración de su pueblo llegaría a ser completa. ¡Qué gran Dios! «De todo vuestro corazón» Cuando los cautivos de Judá habían sido transportados a Babilonia, Jere­ mías, quien por concesión de Nabucodonosor se había quedado entre los po­ cos que habían sido dejados en el país, por indicación divina le escribió desde Jerusalén una carta a los exiliados. Aunque dirigida a los ancianos, los sacerdo­
  • 8. 118 • El Dios de Jeremías tes y los profetas, la carta concernía a todo el pueblo en la deportación. Según Jeremías 29: 1-10, los mensajes principales de la carta y sus implicaciones, eran: • Construyan casas y habítenlas: Dispondrían de tiempo para edificar, y habitar. • Planten huertos y coman de su fruto: Tendrían tiempo para sembrar y cosechar. • Cásense y tengan hijos e hijas: Habría tiempo suficiente para formar familias. • Casen a sus hijos y tengan nietos: El cautiverio se extendería por largo tiempo. • Multipliqúense allá, no disminuyan: El pueblo de Dios debía fortalecerse en el exilio. • Busquen el bienestar de Babilonia: El hacerlo, redundaría en el bienestar de ellos. • Oren por Babilonia: El bien de ellos dependería del bien de Babilonia. • No se dejen engañar por sus profetas: No volverán a Jerusalén tan pronto como ellos dicen. • No crean los sueños de los adivinos: No regresarán en dos años; pasarán allá largo tiempo • Dios no ha enviado a tales mensajeros: Siempre habrá falsos profetas entre el pueblo de Dios • Pasarán setenta años en cautiverio: A pesar de un largo exilio, Dios sería fiel en visitarlos. El reino de Judá había luchado hasta el final contra Babilonia creyendo, según se lo anunciaban los falsos profetas, que por ser el pueblo de Dios no sería vencido y si lo era, lo sería tan solo por un corto período de dos años al final de los cuales los exiliados a Babilonia regresarían a Jerusalén. Pero Dios había anunciado por medio de Jeremías que los enemigos de su pueblo triun­ farían y Jerusalén caería (Jer. 15: 5, 6), y que su cauúvidad se extendería por setenta largos años.
  • 9. 10. El Dios de la ciudad destruida • 119 A pesar de todo lo anterior, el corazón del mensaje para los cautivos, de parte del amante Dios de Judá, era: «Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz y no de mal, para daros el fin que esperáis» (Jer. 29: 11). ¡Qué hermosa promesa! Sermones alentado­ res, inspirados poemas, hermosos cantos, han sido motivados por sus pala­ bras. Y han sido, sobre todo, fuente de inspiración para la fe de incontables hijos de Dios a través de la historia. Parte de ese mensaje central son las palabras que le siguen: «Entonces me invocaréis. Vendréis y oraréis a mí, y yo os escucharé. Me buscaréis y me halla­ réis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón» (vers. 12, 13). Esta fue siempre la condición para la restauración, así que este no era un mensaje nue­ vo. Dios se lo había hecho claro a sus antepasados, a quienes les dijo: «Sucederá que cuando hayan venido sobre ti todas estas cosas, la bendición y la maldición que he puesto delante de ti, te arrepientas en medio de todas las naciones adonde te haya arrojado Jehová, tu Dios, te conviertas a Jehová, tu Dios, y obedezcas a su voz conforme a todo lo que yo te mando hoy, tú y tus hijos, con todo tu corazón y con toda tu alma, entonces Jehová hará volver a tus cautivos, tendrá misericordia de ti y volverá a recogerte de entre todos los pueblos adonde te haya esparcido Jehová, tu Dios. Aunque tus desterrados es­ tén en las partes más lejanas que hay debajo del cielo, de allí te recogerá Jehová, tu Dios, y de allá te tomará [...]. Si desde allí buscas a Jehová, tu Dios, lo halla­ rás, si lo buscas de todo tu corazón y de toda tu alma» (Deut. 30: 1-4; 4: 29). Mediante la carta de su siervo, el Dios de Jeremías tenía la intención de ase­ gurarle a su pueblo que a pesar de la destrucción de Jerusalén y de las circunstan­ cias por las cuales ahora estaban atravesando, él no había dejado de amarlos, y que allí mismo, en el lugar de su cautiverio, podían experimentar una nueva vida mediante un reencuentro con él si lo procuraban con todo su corazón. Y pro­ cedió a reafirmarles la vigencia de esa condición, con su disposición a ser halla­ do por ellos. Les dijo: «Seré hallado por vosotros, dice Jehová; haré volver a vuestros cautivos y os reuniré de todas las naciones y de todos los lugares adon­ de os arrojé, dice Jehová. Y os haré volver al lugar de donde os hice llevar» (Jer. 29: 14). El Dios de Jeremías conoce nuestros corazones y la sinceridad de nuestras decisiones. Él se identifica a sí mismo como: «¡Yo, Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras!» (Jer. 17: 10). Si con todo nuestro corazón lo buscamos, está dispuesto a ser hallado por nosotros.
  • 10. 120 • El Dios de Jeremías En su gran plan para salvamos, el Dios de Jeremías quiere damos su ayuda para lograr lo que es imposible con nuestras propias fuerzas. Así que con toda sinceridad podemos pedirle: «Conviérteme, y seré convertido, porque tú eres Jehová, mi Dios» (31: 18). No podemos cambiar nuestro corazón por nosotros mismos pero podemos pedírselo y entregarle nuestra voluntad para que lo haga por nosotros. Sea nuestra oración: «Señor, toma mi corazón; porque yo no puedo dártelo. Es tuyo, mantenlo puro, porque yo no puedo mantenerlo por ti. Sálvame a pesar de mi yo, mi yo débil y desemejante a Cristo. Modéla­ me, fórmame, elévame a una atmósfera pura y santa, donde la rica corriente de tu amor pueda fluir por mi alma».4 Los setenta años Según el plan divino, la cautividad de los judíos en Babilonia duraría seten­ ta años. Aunque en Jeremías 29: 10 este período se aplica solamente al pueblo de Judá, su mención en Jeremías 25:11 incluye a las naciones vecinas, las que rodeaban a Jerusalén. Dios había dicho: «Yo enviaré y tomaré a todas las tribus del norte, dice Jehová, y a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo, y los traeré contra esta tierra y contra sus habitantes, y contra todas estas naciones en derredor» (vers. 9). Sin embargo, la Septuaginta (LXX), la versión griega del Antiguo Testamento hebreo, traduce Jeremías 25: 11 aplicándolo a los judíos, interpretando que «ellos servirán entre los gentiles setenta años». Al traducir así la última parte del versículo, este coincide con 29: 10, donde los setenta años se aplican a Judá solamente.5 Aunque ha habido discusión sobre el tema —como en casi todo tema crono­ lógico, especialmente si tiene repercusiones teológicas— los setenta años han sido por lo general asociados con el período de la cautividad judía en Babilonia y contabilizados desde el año 606/605 a.C., cuando Nabucodonosor deportó el primer grupo de judíos a Babilonia, hasta el 536/535 a.C. cuando un gran gru­ po de cautivos fueron liberados y, bajo la dirección de Zorobabel, retomaron a Jerusalén por decreto del rey Ciro en el primer año de su gobierno.6 Vislumbres adicionales del Dios de Jeremías En las palabras: «Porque así dijo Jehová: "Cuando en Babilonia se cumplan los setenta años, yo os visitaré y despertaré sobre vosotros mi buena palabra, para haceros volver a este lugar"» (Jer. 29: 10), se vislumbra que el Dios de Je­
  • 11. 10. El Dios de la ciudad destruida • 121 remías es un Dios de esperanza. Aun la cautividad por setenta años conllevaba el mensaje de que todo no estaba acabado, que seguían siendo su pueblo, pues él no los había abandonado y que tenía un plan para sus hijos (vers. 11). Lo que ocurrió al inicio de los setenta años, «las desolaciones de Jemsalén», nos muestra que el Dios de Jeremías es el Dios del juicio (Dan. 9: 2), y que este comienza «por la casa de Dios» (1 Ped. 4: 17). Lo que ocurrió durante los se­ tenta años nos permite ver que el Dios de Jeremías, el Creador, se preocupa por su creación, la tierra, y por el cuidado a ella debido (2 Crón. 36: 21). Y en lo que sucedió al final de los setenta años podemos ver que él es el Dios que hace justicia, y que la hará a todas las naciones (Jer. 25: 12). El Dios de Jeremías es un Dios restaurador (Jer. 50: 19), perdonador (vers. 20), y sobretodo, misericordioso (30: 18). Es, además, Padre y Maestro perfec­ to, que sabe cómo disciplinar y enseñar a sus hijos (Jer. 32: 33; 31: 28). El Dios de Jeremías es un Dios bueno, y su misericordia es para siempre (Jer. 33: 10, 11). Se goza con la alegría de sus hijos y espera que nuestras ofren­ das sean manifestaciones sinceras de nuestra gratitud a él (vers. 11). Concluyamos con una moraleja basada en lo que le pasó a la ciudad des­ truida: Nuestra mayor necesidad espiritual no es colectiva sino individual. Pue­ de haber matrimonios colectivos (y los hay), en los que simultáneamente se casan centenares y aun miles de parejas, pero los trasplantes del símbolo del amor que los une —el corazón— son individuales. ¿Permitiremos que el Ciru­ jano divino nos intervenga hoy mismo? Referencias 1. Unger, «Tammuz», pp. 1069, 1070. 2. AUB, p. 1003. 3. Elena G. de White, Profetas y reyes, 422, 423. 4. Elena G. de White, Palabras de vida del gran Maestro, cap. 2, 16. 5. «Jeremías», Comentario bíblico adventista, ed. F. D. Nichol (Hagerstown, Maryland: Review and Herald, 1977), t. 4, p. 446. 6. «Setenta años», ibíd., t. 3, pp. 92-94.