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JUAN JACOBO ROUSSEAU nació en Ginebra, Suiza en 1712. El 12 de junio de
1754 firmó el prólogo de un Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los
hombres, que presentaría a un concurso en la Academia de Dijon. Pensador de
espíritu apasionado y escritor sistemático, Rousseau expuso en aquellas páginas
el filón central de su pensamiento: el hombre es bueno por naturaleza y es la
sociedad la que corrompe su condición natural. Quizás el estado natural no haya
existido nunca, acepta Rousseau, pero es necesario plantearlo como hipótesis
departida, punto de comparación e ideal por conseguir, pues el propio filósofo veía
la decadencia y podredumbre en que se había sumido la sociedad que lo rodeaba.
En una carta fechada en 1737, el joven Rousseau describe que las calles de
Montpellier "están alternativamente bordeadas de soberbios palacios y de chozas
miserables llenas de barro y estiércol. Sus habitantes son la mitad muy ricos y la
otra mitad por demás miserables, pero son todos igualmente rufianes por su
manera de vivir, la más vil y sucia que se pueda imaginar". En estas líneas, que
prefiguran lo que posteriormente plasmaría en su discurso sobre la desigualdad,
Rousseau revela su espíritu innovador, su propuesta de renovación y la rara
combinación de su pesimismo histórico compensado por un optimismo humanista.
Optimismo en la naturaleza, en el estado primitivo y quizás utópico de la
humanidad, que lo llevó a convertirse en un hombre de ferviente soledad al mismo
tiempo que lo hizo uno de los pensadores más influyentes de la Revolución
francesa de 1789.
FONDO 2000 presenta aquí una selección de su laureado e influyente Discurso
sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, donde el lector podrá
comprobar, a casi 200 años del fallecimiento de su autor, la intemporalidad de
muchas de sus apreciaciones y la validez de sus propuestas. La filiación
naturalista y la honradez intelectual de Rousseau quedaron plasmadas en obras
tan importantes como El contrato social, Julia o la nueva Eloísa y los textos
póstumos Reflexiones de un paseante y Confesiones; y las luces de su
pensamiento político influyeron, más allá de la toma de la Bastilla, en los párrafos,
proclamas y proyectos de pensadores, políticos y peatones de todo el mundo.
Primera parte
Por importante que sea, para juzgar bien del estado natural del hombre, para
considerarlo desde su origen y examinarlo, por decirlo así, en el primer embrión de
la especie, no seguiré su organización a través de sus desenvolvimientos
sucesivos. No me detendré tampoco en buscar en el sistema animal lo que pudo
ser al principio, para llegar, por último, a lo que es. No examinaré si, como piensa
Aristóteles, sus prolongadas uñas fueron garras retorcidas, si era velludo como un
oso, y si, andando a cuatro pies, sus miradas dirigidas hacia la tierra y limitadas a
un horizonte de algunos pasos, no señalaban a la vez el carácter y la extensión de
sus ideas. Acerca de esto no podría formar otra cosa que conjeturas vanas y casi
imaginarias. La anatomía comparada ha progresado aún muy poco; las
observaciones de los naturalistas son todavía muy dudosas para que se pueda
establecer sobre tales fundamentos la base de un sólido razonamiento. Por eso,
sin recurrir a los conocimientos sobrenaturales que tenemos sobre este punto, y
sin poner atención en los cambios que han debido de sobrevenir en la
conformación (tanto interior como exterior) del hombre, a medida que aplicaba sus
miembros a nuevos usos y se nutría con nuevos alimentos, le supondré en su
conformación última, como le veo hoy, andando sobre dos pies, sirviéndose de
sus manos como nosotros de las nuestras, llevando sus miradas sobre toda la
naturaleza y midiendo con sus ojos la vasta extensión del cielo.
Despojando a este ser así formado de todos los dones sobrenaturales que ha
podido recibir y de todas las facultades artificiales que sólo por lentos progresos
ha podido adquirir; considerándolo, en una palabra, tal como ha debido de salir de
manos de la naturaleza, veo un animal menos fuerte que los unos, menos ágil que
los otros; pero sin duda el mejor organizado de todos. Le veo saciándose bajo una
encina, apagando su sed en el primer arroyo y hallando su lecho al pie del mismo
árbol que le ha suministrado su comida: he ahí sus necesidades satisfechas.
La tierra, abandonada a su espontánea fertilidad y cubierta con inmensos bosques
que el hacha no mutiló jamás, ofrece a cada paso almacenes y retiro a los
animales de toda especie. Los hombres, dispersados entre ellos, observan, imitan
su industria y se levantan así hasta el instinto de los brutos, con la ventaja de que
cada especie no tiene más que el suyo propio, mientras que el hombre, que acaso
no tiene ninguno que le pertenezca, se los apropia todos, se nutre por igual con la
mayor parte de los diversos alimentos que los demás animales se reparten, y
halla, por tanto, su subsistencia con facilidad mayor que cualquier otro animal.
Acostumbrados desde la infancia a las inclemencias del aire y al rigor de las
estaciones, ejercitados en la fatiga y obligados a defender, desnudos y sin armas,
su propia vida contra los brutos feroces, o a escapar de ellos a la carrera; los
hombres van formándose un temperamento robusto y casi inalterable. Trayendo al
mundo los hijos la excelente constitución de sus padres y fortificándola por los
mismos ejercicios que la produjeron, adquieren cuanto vigor es posible en la
especie humana. La naturaleza emplea con ellos lo que la ley de Esparta con los
hijos de los ciudadanos: hace fuertes y robustos a los que están bien constituidos,
y obliga a los demás a perecer. Diferénciase en esto de nuestras sociedades, en
las cuales al entregar el Estado los hijos onerosos a sus padres, los mata
indistintamente antes de su nacimiento.
El hombre salvaje conoce como único instrumento el cuerpo, por lo que lo emplea
en diversos usos de que nosotros somos incapaces por falta de ejercicio. Nuestra
industria nos quita la fuerza y la agilidad que la necesidad obliga a poseer. Si
hubiese tenido hacha, ¿habría roto su mano tan fuertes ramas? Si hubiera tenido
honda, ¿lanzaría a brazo piedras con tanta fuerza? Si hubiese tenido escalera,
¿treparía con tanta ligereza por un árbol? Si hubiera tenido caballo, ¿sería tan
rápido en la carrera? Dejad al hombre civilizado el tiempo para reunir máquinas en
su derredor, y no puede dudarse de que fácilmente adelantará al hombre salvaje;
pero si queréis ver combate más desigual aún, ponedlos desnudos y desarmados
frente a frente, y bien pronto conoceréis cuál es la ventaja de tener sin cesar sus
fuerzas a su disposición, sin estar siempre prevenido a todo y de ir siempre, por
decirlo así, por entero consigo mismo.
Pretende Hobbes que el hombre es por naturaleza intrépido, y no busca otra cosa
que atacar y combatir. Un filósofo ilustre opina, por el contrario, y Cumberland y
Pufendorff lo aseguran también, que nada hay más tímido que el hombre en
estado de naturaleza, y que está siempre dispuesto a huir al menor ruido que le
hiera, al menor movimiento que perciba. Tal vez sea así para los objetos que no
conozca, y no dudo de que se asuste ante los nuevos espectáculos que se le
presentan, siempre que no pueda distinguir el bien y el mal físicos que de ellos
debe esperar, ni sepa comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr;
circunstancias raras en el estado de naturaleza, donde todas las cosas marchan
de manera tan uniforme, y donde la faz de la tierra no está sujeta a esos cambios
bruscos y continuos que producen las pasiones y la inconstancia de los pueblos
reunidos. Pero el hombre salvaje, como vive dispersado entre los animales y por
encontrarse casi desde su infancia en el caso de medirse con ellos, hizo bien
pronto la comparación, y sintiendo que los supera más en destreza que ellos le
aventajan en fuerza, aprendió a no temerlos. Poned un oso o un lobo en riña con
un salvaje robusto, ágil, valiente como lo son todos, armado de piedras, de un
buen palo, y veréis cómo el peligro será cuando menos recíproco, y que, después
de muchas experiencias semejantes, las bestias feroces, que no gustan de
atacarse mútuamente, atacarán con pocas ganas al hombre, porque lo habrán
hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que realmente tienen
más fuerza que él destreza, se halla frente a ellos en el caso de otras especies
más débiles, que no por esto dejan de subsistir; con esta ventaja para el hombre:
que no menos dispuesto que ellos para la carrera y hallando sobre los árboles
refugio casi seguro, puede en todas partes tomarlo o dejarlo a voluntad, así como
la elección de la fuga o del combate. Añadamos que no parece que animal alguno
haga naturalmente la guerra al hombre, fuera del caso de su propia defensa o de
extremada hambre, ni tampoco que tenía hacia él estas violentas antipatías que
parecen anunciar que la naturaleza destina a una especie para servir de pasto a la
otra.
He ahí sin duda las razones de por qué los negros y los salvajes se hallan pocas
veces en lucha con los animales feroces que pueden encontrar en las selvas. Los
caribes de Venezuela, entre otros, viven en ese aspecto en la más profunda
seguridad y sin el menor inconveniente. "Aunque estén casi desnudos —dice
Francisco Correal—, no dejan de exponerse resueltamente en los bosques,
armados sólo con su flecha y su arco; pero nunca se ha oído decir que cualquiera
de ellos haya sido devorado por las fieras."
Otros enemigos más temibles, de los cuales no tiene el hombre los mismos
medios de defenderse, son las enfermedades naturales, la infancia, la vejez y los
padecimientos de todas clases; tristes signos de nuestra debilidad, los dos
primeros de los cuales son comunes a todos los animales, mientras el último
pertenece principalmente al hombre que vive en sociedad. Observo además, con
respecto a la infancia, que llevando la madre con ella por todas partes a su hijo,
tiene mayor facilidad de alimentarlo que las hembras de muchos animales, las
cuales se ven obligadas a ir y venir sin cesar, con gran fatiga, por un lado a buscar
su pasto y por otro a dar de comer o amamantar a sus hijuelos. Es cierto que si la
mujer perece, el niño corre asimismo el riesgo de perecer con ella; pero este
peligro es común a otras múltiples especies cuyos hijos no están por mucho
tiempo en situación de ir a buscar por sí solos su sustento; y si la infancia es más
larga entre nosotros, siendo la vida más larga también, todo viene a ser igual en
este punto, aunque haya sobre la duración de la primera edad y sobre el número
de hijos otras reglas que no son motivo de mi análisis. En los ancianos, que
actúan y transpiran poco, la necesidad de alimentos disminuye juntamente con la
facultad de procurárselos; y como la vida salvaje aleja de ellos la gota y los
reumatismos, y la vejez es, entre todos los males, el que los auxilios humanos
pueden aliviar menos, se extinguen por fin sin que se advierta qué cesan de ser y
casi sin que ellos mismos se den cuenta.
Respecto a las enfermedades, no repetiré las falsas y vanas declamaciones que la
mayor parte de las personas en buena salud hacen contra la medicina; pero
preguntaré si hay alguna observación sólida de la cual se pueda deducir que en el
país donde este arte se halla más descuidado, la vida media del hombre sea más
corta que en aquellos donde la medicina es cultivada con el mayor interés. ¿Y
como podrá ser esto, si nosotros nos proporcionamos enfermedades más
considerables que remedios puede suministrarnos la medicina? La extrema
desigualdad en la manera de vivir; el exceso de ociosidad en unos; el exceso de
trabajo en otros; la facilidad de excitar y satisfacer nuestros apetitos y nuestra
sensualidad; los alimentos muy refinados de los ricos, que los nutren de
sofocantes jugos y los cargan de indigestiones; la mala alimentación de los
pobres, de la que carecen aún con más frecuencia, y por cuya falta recargan
ávidamente su estómago en la ocasión propicia; la vigilancia, el exceso de todo
género, los inmoderados transportes de las pasiones, las fatigas y desalientos del
espíritu, las tristezas y penas sin número que se experimentan en todos los
estados y de que las almas se ven atormentadas constantemente: he ahí las
causas funestas y probadoras de que la mayor parte de nuestros males son obra
nuestra, y de que los habríamos evitado en su mayor parte de haber conservado
la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria que nos estaba prescrita por la
naturaleza. Si ésta nos había destinado para estar sanos, casi me atrevo a
asegurar que el estado de reflexión es un estado contra la naturaleza, y que el
hombre que medita es un animal estragado. Cuando se examina la buena
constitución de los salvajes, al menos de aquellos a quienes no hemos perdido
con nuestros licores fuertes; cuando se sabe que casi no conocen otras
enfermedades que las heridas y la vejez, casi nos inclinamos a creer cuán
fácilmente se haría la historia de las enfermedades humanas sólo con seguir la de
las sociedades civilizadas. Al menos ésta es la opinión de Platón, que entiende,
según determinados remedios empleados o aprobados por Podaliro y Macaón en
el sitio de Troya, que diversas enfermedades que estos remedios debían curar no
eran aún conocidas entre los hombres. Y Celso refiere que la dieta, tan necesaria
hoy, empezó a ser aplicada por Hipócrates.
Con tan escasos orígenes de los males, el hombre apenas tenía en el estado de
naturaleza necesidad alguna de remedio, y menos de médicos. La especie
humana no está, pues, en este particular en peor condición que las otras especies,
y fácil es saber si los cazadores hallan en sus excursiones muchos animales
enfermos. Hállanse con grandes heridas muy bien cicatrizadas, con huesos o
miembros rotos y compuestos sin otro cirujano que el tiempo, ni otro régimen que
su ordinaria vida y que no están menos curados por no haber sido atormentados
con pinchazos, ni emponzoñados con drogas, ni extenuados con ayunos. En una
palabra, por útil que pueda ser entre nosotros la medicina bien administrada,
siempre es cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a sí mismo, nada tiene
que esperar sino de la naturaleza, en cambio sólo tiene que temer a su
enfermedad, lo que hace su situación frecuentemente más favorable que la
nuestra.
Guardémonos, pues, de confundir al hombre salvaje con los hombres que
tenemos ante la vista. La naturaleza trata a todos los animales abandonados a sus
cuidados con una predilección que parece demostrar cuán celosa es de este
derecho. El caballo, el gato, el loro, el asno mismo tienen generalmente más
elevada talla, constitución más robusta, mayor vigor, valor y fuerza en los bosques
que en nuestras casas; pierden la mitad de sus ventajas convirtiéndose en
domésticos, y se diría que todos nuestros cuidados en tratarlos bien y en nutrirlos
no conducen más que a bastardearlos. Al convertirse en sociable y esclavo,
hácese débil, temeroso, rastrero, y su manera de vivir, blanda y afeminada, acaba
de enervar a la vez su fuerza y su valor. Añádase que entre las condiciones
salvaje y doméstica, la diferencia de hombre a hombre debe ser mayor aún que la
de bruto a bruto; porque habiendo sido el animal y el hombre tratados igualmente
por la naturaleza, todas las comodidades que el hombre se proporcione sobre las
que da a los animales que amansa son otras tantas causas singulares que le
hacen degenerar más sensiblemente.
No constituyen, pues, grandes desdichas para los primeros hombres, ni sobre todo
grandes obstáculos para su conservación, la desnudez, la falta de habitación y la
privación de todas esas inutilidades que tan necesarias creemos. Si no tienen la
piel velluda, en los países cálidos no tienen necesidad alguna de ella, y en los fríos
saben inmediatamente apropiarse la de los brutos vencidos; si no tienen más que
dos pies para correr, poseen dos brazos para proveer sus necesidades; sus hijos
quizá anden tarde y con trabajo, pero las madres los llevan con facilidad, ventajas
de que carecen las demás especies, en las cuales, cuando es perseguida la
madre, se ve obligada a dejar abandonados sus hijos o a seguir el paso de éstos.
Por último, a menos de suponer esos concursos singulares y fortuitos de
circunstancias de que hablaré más adelante, y que bien podrían no llegar jamás,
es evidente en todo caso que el primero que se hizo vestidos o habitación diose
con ello cosas poco necesarias, puesto que hasta entonces pudo pasarse sin
ellos, y no se ve por qué no habría de poder sufrir, hecho hombre, el género de
vida que soportaba desde su infancia.
Solo, ocioso y siempre cercano al peligro, al hombre salvaje debe gustarle dormir
y tener el sueño ligero como el de los animales, que pensando poco duermen, por
decirlo así, todo el tiempo en que no piensan. Su propia conservación constituye el
único cuidado, por lo que sus facultades más ejercitadas deben ser aquellas que
tienen por principal objeto el ataque y la defensa, sea para dominar su presa, sea
para asegurarse de no ser víctima de otro animal. Por el contrario, los órganos que
no se perfeccionan sino por la molicie y la sensualidad deben permanecer en
cierto estado de tosquedad, que excluye en él toda especie de delicadeza, y,
hallándose sus sentidos divididos sobre este punto, tendrá el tacto y el gusto de
una rudeza extrema, mientras que la vista, el oído y el olfato gozarán de una
sutileza de suma sensibilidad. Tal es el estado del animal en general, y así es,
según las referencias de los viajeros, el de la mayor parte de los pueblos salvajes.
Por todo ello, no hay por que asombrarse de que los hotentotes del Cabo de
Buena Esperanza descubran a simple vista barcos en alta mar, a la misma
distancia a que los ven los holandeses con ayuda de sus anteojos; ni tampoco de
que los salvajes de América oliesen a los españoles por las huellas como habrían
hecho los mejores perros; ni de que todas esas naciones bárbaras soporten sin
molestia su desnudez, agucen su gusto a fuerza de pimienta y beban los licores
europeos lo mismo que el agua.
No he estudiado hasta aquí mas que al hombre físico. Tratemos de mirarlo ahora
por el lado metafísico o moral.
En todo animal no veo otra cosa que una ingeniosa máquina a la cual ha dado la
naturaleza sentidos para elevarse ella misma y para asegurarse, hasta cierto
punto, contra aquello que tiende a destruirla o a desordenarla. Las mismas cosas
percibo en la máquina humana, con esta diferencia: que la naturaleza hace por sí
sola todo en las operaciones del bruto, mientras que el hombre concurre a las
suyas en calidad de agente libre. El uno escoge o rechaza por instinto, y el otro
por un acto de albedrío; lo cual da por resultado que el bruto no pueda separarse
del precepto a que está sometido, aun cuando el hacerlo así le fuera ventajoso, y
el hombre se aparta de la regla frecuentemente en virtud de su criterio. Así es
como un pichón perecería de hambre al lado de una fuente colmada de las
mejores carnes, y un gato sobre montones de frutas o de granos, aunque uno y
otro pudiesen muy bien, de serles conocido, nutrirse con el alimento que
desprecian. Así es como los hombres disolutos se entregan a excesos que les
producen las fiebres y la muerte, porque el espíritu estraga los sentidos y porque
la voluntad habla, aun cuando la naturaleza calle.
Todo animal tiene ideas, puesto que tiene sentidos y combina incluso sus ideas
hasta cierto grado: el hombre no se diferencia del bruto en este aspecto más que
del más al menos; y hasta ciertos filósofos han ido más lejos, sosteniendo que hay
más diferencia entre determinados hombre y hombre que entre determinados
hombre y bruto. La naturaleza ordena a todo animal y el bruto obedece. El hombre
experimenta la misma impresión, pero reconócese libre de acceder o resistir. En la
conciencia de esta libertad es donde principalmente se descubre la espiritualidad
de su alma, porque la física explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y
la formación de las ideas; pero en la facultad de querer, o más bien de escoger, y
en el sentido de esta facultad, no se encuentran más que actos puramente
espirituales, de los que nada se nos explica por las leyes de la mecánica.
Pero aun cuando las dificultades que rodean todas estas cuestiones dejaran lugar
para discutir sobre esta diferencia entre el hombre y el animal, hay otra cualidad
muy específica que los distingue y sobre la cual no puede existir discrepancia, y es
la facultad de perfeccionarse, facultad que con ayuda de las circunstancias,
desenvuelve sucesivamente a las restantes y reside en nosotros, tanto en la
especie como en el individuo; mientras que un animal es al cabo de algunos
meses lo que será toda su vida, y su especie al cabo de mil años es lo que era el
primer año de esos mil años. ¿Por qué sólo el hombre es susceptible de
convertirse en imbécil? ¿No es porque vuelve de este modo a su estado primitivo,
y porque en tanto que el bruto, que nada adquiere, ni tiene tampoco nada que
perder, permanece siempre en su instinto, el hombre pierde por la vejez u otros
accidentes todo lo que la perfectibilidad le había hecho adquirir, cayendo así
mucho más bajo que el mismo bruto?
Sería triste para nosotros vernos obligados a convenir en que esta facultad
distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desgracias del hombre, que ella
es la que le saca, a fuerza de tiempo, de esta condición originaria, en la cual
pasaría los días de su vida tranquilos e inocentes; que es igualmente esa facultad
la que, haciendo brillar con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y sus
virtudes, le hace al cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza. Sería horrible
vernos obligados a colocar entre los seres bienhechores al primero que enseñó a
los habitantes de las riberas del Orinoco el uso de esas tabletas que aplican a las
sienes de sus hijos, asegurándoles cuando menos una parte de su imbecilidad y
de su felicidad original.
Entregado el hombre salvaje por la naturaleza a un solo instinto, o más bien,
indemnizado del que quizá le falta, por las facultades capaces de suplir primero y
de elevarse después sobre aquél, comenzará por las funciones puramente
animales. Percibir y sentir serán su primer estado, que le será común con todos
los animales. Querer y no querer, desear y temer, serán las primeras y casi las
únicas operaciones de su alma, hasta que nuevas circunstancias ocasionen
nuevos desarrollos.
Opinen lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe mucho a las
pasiones, que recíprocamente le deben también mucho, y la causa principal del
perfeccionamiento de nuestra razón se halla en la actividad de aquéllas. Tratamos
de conocer sólo porque deseamos gozar, y no es posible concebir por qué quien
no tuviera deseos ni temores habría de tomarse el trabajo de razonar. Las
pasiones, a su vez, se originan en nuestras necesidades y el progreso de ellas en
nuestros conocimientos, porque no se pueden desear o temer las cosas más que
por las ideas que acerca de ellas podamos tener o por simple impulso de la
naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda clase de luces, no experimenta
más que pasiones de esta última especie; sus deseos no van más allá de sus
necesidades físicas. Los únicos bienes que conoce en el universo son la
alimentación, la hembra, el reposo los únicos males que teme, el dolor y el
hambre. Digo el dolor y no la muerte, porque el animal no sabrá nunca lo que es
morir, siendo el conocimiento de la muerte y sus terrores una de las primeras
adquisiciones que el hombre ha realizado al separarse de su condición de animal.
Me sería fácil, si fuera menester, apoyar este sentimiento en varios hechos y hacer
ver que en todas las naciones del mundo los progresos del espíritu han estado
precisamente en proporción con las necesidades que los pueblos habían recibido
de la naturaleza, o con las sugeridas por las circunstancias, y, por consiguiente,
con las pasiones que los llevaban a proveer a sus necesidades. Presentaría en
Egipto las artes nacientes, entendiéndose con los desbordamientos del Nilo;
seguiría su progreso entre los griegos, donde vióseles germinar, crecer y elevarse
hasta los cielos, entre las arenas y las rocas del Ática, sin poder echar raíces en
las fértiles orillas del Eurotas; observaría que, en general, los pueblos del Norte
son más industriosos que los del Mediodía, porque no pueden pasar sin serlo,
como si la naturaleza quisiera igualar así las cosas, dando a los espíritus la
fertilidad que niega a la tierra.
Pero sin recurrir a los testimonios inseguros de la historia, ¿quién no ve que todo
parece alejar del hombre salvaje la tentación y los medios de dejar de serlo? Su
imaginación nada le pinta, su corazón nada le pide. Sus necesidades moderadas
fácilmente encuentran remedio a mano, y tan lejos está del grado de
conocimientos necesarios para desear o adquirir otros mayores, que no puede
tener ni prevenciones ni curiosidad. El espectáculo de la naturaleza llega a serle
indiferente a fuerza de serle familiar. Siempre el mismo orden, siempre las mismas
revoluciones, no tiene su espíritu dispuesto para admirarse de maravillas más
altas, y no es en él donde debe buscarse la filosofía necesaria para saber
observar una vez lo que ha visto todos los días. Su alma, que nada conmueve, se
entrega al sentimiento único de su existencia actual, sin idea alguna del porvenir,
por cercano que pueda estar; y sus propósitos, limitados como sus aspiraciones,
apenas se extienden hasta el término del día. Tal es hoy mismo el grado de
previsión del caribe; vende por la mañana su cama de algodón y vuelve llorando
por la noche para rescatarla, por no haber comprendido que la necesitaría de
nuevo.
Cuanto más se medita sobre esta materia, más se agranda a nuestros ojos la
distancia de las puras sensaciones a los más simples conocimientos. Es imposible
concebir cómo un hombre habría podido con sólo sus fuerzas, sin el auxilio de la
comunicación y sin el aguijón de la necesidad, pasar los límites de tan enorme
intervalo. ¿Cuántos siglos han transcurrido quizá antes que el hombre haya
llegado a ver otro fuego que el del cielo? ¿Cuántos incidentes habrán sido
necesarios para enseñarle los usos más comunes de este elemento? ¿Cuántas
veces lo han dejado apagar antes de haber adquirido el arte de reproducirlo? ¿Y
cuántas veces quizá cada uno de estos secretos habrá muerto con el que lo había
descubierto? ¿Qué diremos de la agricultura, arte que exige tanto trabajo y
previsión, que tanto tiene de otras artes, que con toda evidencia sólo es
practicable en una sociedad al menos comenzada y que sirve no tanto para sacar
de la tierra los alimentos, que entregaría sin eso, como para obligarla a las
preferencias que son más de nuestro gusto? Mas supongamos que los hombres
se hubieran multiplicado de tal modo que los productos naturales no hubiesen
bastado para alimentarlos; suposición que, dicho sea de paso, demostraría gran
ventaja para la especie humana en esta manera de vivir; supongamos que, sin
fraguas y sin talleres, los instrumentos de labor hubiesen caído del cielo a las
manos de los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que
todos tienen para un trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever desde tan
lejos sus necesidades; que adivinaran cómo es preciso cultivar la tierra, sembrar
las semillas y plantar los árboles; que hubiesen encontrado el arte de moler el trigo
y de poner la uva en fermentación, cosas todas que les ha sido necesario suponer
enseñadas por los dioses, no pudiendo concebir cómo han podido aprenderlas por
sí mismos. ¿Cuál sería, según esto, el hombre bastante insensato para
atormentarse con el cultivo de un campo, que sería despojado por el primero que
llegase, hombre o bruto, a quien conviniera la mies? ¿Y cómo podrá resolverse
cada cual a pasar su vida en penoso trabajo, tanto más seguro de no recibir el
precio cuanto más necesario le sea? En una palabra, ¿cómo podrá esta situación
traer a los hombres al cultivo de la tierra, si no es por medio de su reparto entre
ellos, esto es, cuando desaparece el estado de naturaleza?
Aunque quisiéramos suponer un hombre salvaje tan hábil en el arte de pensar
como son nuestros filósofos; aunque hiciéramos, a ejemplo suyo, de aquél un
filósofo que por sí descubriese las más sublimes verdades, exponiendo, mediante
series de razonamientos muy abstractos, máximas de justicia y de razón,
deducidas de1 amor al orden en general o de la voluntad conocida del Creador; en
una palabra, aunque le supusiéramos en el espíritu tanta inteligencia y tantas
luces como pesadez y estupidez debe tener y se le hallan, en efecto, ¿qué utilidad
sacaría la especie de toda esta metafísica que no podría comunicarse y que
perecería con el individuo que la habría inventado? ¿Qué progreso podría hacer el
género humano esparcido en el bosque entre los animales? ¿Y hasta qué punto
podrían perfeccionarse e ilustrarse mutuamente hombres que, no teniendo
domicilio fijo ni necesidad alguna el uno del otro, se encontrarían probablemente
un par de veces en su vida, sin conocerse y sin hablarse?
Obsérvese cuántas ideas debemos al uso de la palabra, cómo la palabra ejerce y
facilita las funciones del espíritu y piénsese en las inconcebibles penas y en el
tiempo infinito que ha debido de costar la primera invención de las lenguas;
únanse estas reflexiones a las anteriores, y se juzgará cuántos millones de siglos
han debido de necesitarse para desenvolver sucesivamente en el espíritu humano
la operación de que era capaz.
Séame permitido considerar un momento las dificultades del origen de las
lenguas. Podría contentarme con citar o repetir aquí las investigaciones que el
abate de Condillac ha hecho sobre esta materia, las cuales confirman plenamente
mi opinión y que acaso me han sugerido la primera idea. Pero la manera que tiene
este filósofo de resolver las dificultades que se presenta a si mismo, sobre el
origen de los signos instituidos, demuestra que ha supuesto lo que yo pongo a
discusión, a saber: cierta especie de sociedad ya establecida entre los inventores
del lenguaje; por lo que creo que, remitiéndome a sus consideraciones, debo
añadir las mías para exponer las mismas dificultades con la claridad que conviene
a mi objeto. La primera que presento es el imaginar cómo las lenguas pudieron
hacerse necesarias, porque no teniendo los hombres correspondencia alguna
entre sí, ni necesidad de tenerla, no se concibe la necesidad de esta invención ni
su posibilidad, si es que no fue indispensable. Diré también, como otros muchos,
que las lenguas han nacido en el comercio doméstico de los padres, las madres y
los hijos; pero, además de que esto no resolvería las objeciones, sería incurrir en
la falta de los que, razonando sobre el estado de naturaleza y trasladando a ésta,
ideas tomadas en la sociedad, siempre ven a la familia reunida en una misma
habitación, y a sus miembros guardando entre ellos unión tan íntima y permanente
como entre nosotros, donde tantos intereses comunes los reúnen; mientras que en
este primitivo estado, no teniendo ni casa, ni cabañas, ni propiedad de ninguna
especie, cada uno se alojaba al acaso, y con frecuencia para una sola noche: los
varones y las hembras se unían fortuitamente según su encuentro, la ocasión y el
deseo, sin que la palabra fuera intérprete muy necesario de las cosas que
hubieran de decirse, y hasta se apartaban con la misma facilidad.
La madre amamantaba, al principio, a sus hijos por su propia necesidad; después,
queriéndolos por hábito, los alimentaba; tan pronto como adquirían fuerza para
buscarse su sustento, aquéllos abandonaban a la madre, y como allí no había otro
medio de encontrarse que él de no perderse de vista, pronto llegaban a no
conocerse unos a otros. Observad, además, que teniendo el niño todas sus
necesidades por explicar, y, por consiguiente, más cosas que decir a la madre que
la madre al niño; éste es quien debía hacer los mayores esfuerzos de invención;
de manera que la lengua que él empleaba debía ser en gran parte su propia obra;
lo cual multiplica las lenguas tanto como individuos hay para hablar, a lo que
contribuye todavía más la vida errante y vagabunda, que no deja a idioma alguno
tiempo para adquirir consistencia. Porque decir que la madre dicta al hijo las
palabras de que deberá servirse para pedirle una cosa, es manifestar cómo se
enseñan las lenguas ya formadas, pero no enseñar cómo se forman éstas.
Supongamos vencida esta primera dificultad; crucemos por un momento el
inmenso espacio que debió de encontrarse entre el puro estado de naturaleza y la
necesidad de las lenguas, y busquemos, suponiéndolas necesarias, cómo
pudieron comenzar a establecerse. Nueva dificultad, peor aún que la precedente,
porque si los hombres tienen necesidad de la palabra para aprender a pensar, han
tenido aún mayor necesidad de saber pensar para encontrar el arte de la palabra;
y después de comprender cómo el sonido de la voz ha sido tomado por
interpretación convencional de nuestras ideas, quedaría siempre por saber cuáles
han podido ser los medios de interpretar las ideas que, no teniendo objeto
sensible, no podían indicarse ni por el gesto ni por la voz; de suerte que apenas se
pueden formar conjeturas admisibles acerca del nacimiento de este arte de
comunicar sus pensamientos y establecer comercio entre sus espíritus. Arte
sublime que está ya muy lejano de su origen; pero que el filósofo ve aún a tan
prodigiosa distancia de su perfección, que no hay hombre bastante atrevido para
afirmar que ésta llegará algún día, aunque las revoluciones que el tiempo trae
necesariamente fuesen suspendidas en favor suyo, y los prejuicios saliesen de las
academias o se callasen ante ellas, para que éstas pudieran ocuparse de este
espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupción.
El primer lenguaje del hombre, el lenguaje más universal, el más enérgico, el único
de que hubo necesidad antes de que fuese preciso persuadir a hombres reunidos,
es el grito de la naturaleza. Como este grito era arrancado por una especie de
instinto en ocasiones forzosas, para implorar socorro en los grandes peligros o
alivio en los males violentos, no era de uso frecuente en el curso ordinario de la
vida, donde reinan sentimientos más moderados.
Cuando las ideas de los hombres comenzaron a extenderse y a multiplicarse, y se
estableció entre ellos comunicación más estrecha, buscaron signos más
numerosos y un lenguaje más extenso. Multiplicaron las inflexiones de la voz y
añadieron los gestos que por su naturaleza son más expresivos, y cuyo sentido
depende menos de una determinación anterior. Expresaban, pues, los objetos
visibles y móviles por gestos, y aquellos que hieren el oído, por sonidos imitativos;
pero como el gesto no indica apenas más que los objetos presentes o fáciles de
describir y las acciones visibles, no siendo de uso universal, porque la oscuridad o
la interposición de un cuerpo lo hacen inútil, y, como más exige atención que la
excita, se imaginó, por fin, sustituirlo con articulaciones de la voz, las cuales, sin
tener la misma relación con ciertas ideas, son más a propósito para representarlas
todas como signos instituidos; sustitución que no pudo hacerse más que de común
consentimiento y de manera demasiado difícil de concebir en sí misma, porque
este acuerdo unánime debió de ser motivado, y la palabra parece haber sido harto
necesaria para establecer el uso de la palabra.
Debe comprenderse que las primeras palabras de que los hombres hicieron uso
tuvieron en su espíritu una significación mucho más extensa que las empleadas en
lenguas ya formadas, y que ignorando la división de la oración en sus partes
constitutivas, los hombres dieron a cada palabra el sentido de una proposición
entera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto del atributo y el verbo del nombre,
cosa que no fue mediano esfuerzo de ingenio, los sustantivos no fueron más que
nombres propios, el infinitivo el único tiempo de los verbos, en cuanto a los
adjetivos, la noción no debió de desarrollarse sino muy difícilmente, porque todo
adjetivo es una palabra abstracta, y las abstracciones son actos penosos y poco
naturales.
Cada objeto recibió desde luego un nombre particular; sin consideración a los
géneros y a las especies, que estos primeros fundadores no estaban en
condiciones de distinguir; y todos los individuos se presentaron aislados a su
espíritu, como lo estaban en el cuadro de la naturaleza. Si una encina se llamaba
A, otra se llamaba B, pues la primera idea que se obtiene de dos cosas es que
ambas no son las mismas y a menudo se necesita mucho tiempo para observar lo
que las dos tienen de común, de manera que cuanto más se limitan los
conocimientos, más extenso se hace el diccionario. La dificultad de esta
nomenclatura no pudo ser resuelta fácilmente, porque para colocar a los seres
bajo denominaciones comunes y genéricas era menester conocer las propiedades
y las diferencias, eran precisas observaciones y definiciones; es decir, la historia
natural y la metafísica en grado mucho mayor que los hombres de aquel tiempo
podían tener.
Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el espíritu sino con
ayuda de las palabras, y el entendimiento no las alcanza sino mediante
proposiciones. Esta es una de las razones por las que los animales no sabrán
formarse tales ideas ni adquirir nunca la perfección que de ellas depende. Cuando
un mono va sin vacilar de una nuez a otra, ¿se cree que tiene idea general de esta
clase de fruto y que compara su arquetipo con estos dos individuos? Sin duda que
no; pero la vista de una de estas nueces trae a su memoria las sensaciones que
recibió de la otra, y sus ojos impresionados de cierta manera anuncian a su gusto
la impresión que va a recibir. Toda idea general es puramente intelectual. Por
poco que la imaginación intervenga, la idea se convierte en particular. Intentad
trazaros la imagen de un árbol en general, y jamás lo conseguiréis; a pesar
vuestro, será preciso verlo pequeño o grande, débil o frondoso, claro u oscuro; y si
depende de vosotros ver sólo aquello que se halla en todo árbol, esta imagen no
se parece ya a un árbol. Los seres puramente abstractos se ven de la misma
manera, o no se conciben sino por el discurso. Sólo la definición del triángulo os
da la verdadera idea de él; tan pronto como ós figuráis uno en vuestro espíritu, es
un triángulo determinado, y no otro, y no podéis evitar hacer las líneas sensibles o
el proyecto coloreado. Es preciso, por tanto, enunciar proposiciones, es preciso
hablar para tener ideas generales, por que tan pronto como la imaginación se
detiene, el espíritu no sigue con ayuda del discurso. Si, pues, los primeros
inventores no han podido dar nombres mas que a las ideas que ya tenían, se
deduce qué los primeros sustantivos no han podido ser nunca otra cosa que
nombres propios.
Pero luego que, por medios que desconozco, nuestros nuevos gramáticos
comenzaron a extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia de
los inventores debió de sujetar este método a límites muy estrechos, y así como
habían multiplicado al principio los nombres de individuos por no conocer los
géneros y las especies, hicieron después pocas especies y géneros por no saber
considerar a los seres en todas sus diferencias. Para llevar esas divisiones
bastante lejos, fueron precisas más experiencia e ilustración que las que podían
tener, y mayores investigaciones y trabajos que los que podían emplear. Luego, si
aún hoy se descubren cada día nuevas especies, que hasta ahora habían
escapado a la observación, considérese cuánto debió de ocultarse a hombres que
sólo juzgaban las cosas por su primer aspecto. En cuanto a las clases primitivas, a
las nociones más generales, inútil es añadir que con mayor razón les fueron
desconocidas. ¿Cómo, verbigracia, habrían imaginado o entendido las palabras
materia, espíritu, sustancia, modo, figura, movimiento, si nuestros filósofos, que
desde hace tanto tiempo se sirven de ellas, con dificultad las entienden? Además,
las ideas que esas palabras encierran, por ser puramente metafísicas, no tienen
en la naturaleza modelo alguno de donde pudieran haberse tomado.
Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jueces suspendan aquí su
lectura para considerar, a partir solamente de la invención de los sustantivos
físicos, es decir, de la parte de la lengua más fácil de encontrar, el camino que
queda aún por recorrer para expresar todos los pensamientos del hombre, para
tomar forma constante, poder ser hablada en público e influir en la sociedad. Les
suplico también reflexionen en el tiempo y conocimientos que han sido precisos
para hallar los números, las palabras abstractas, los aoristos y todos los tiempos
de los verbos, las partículas, la sintaxis, ligar las oraciones, los razonamientos y
formar toda la lógica del discurso. En cuanto a mí, asustado por las dificultades
que se multiplican, y convencido de la imposibilidad casi demostrada de que las
lenguas hayan podido nacer y establecerse por medios puramente humanos, dejo
al que quiera emprenderla la discusión de este difícil problema: si ha sido más
necesaria la sociedad ya formada para la institución de las lenguas, o las lenguas
ya inventadas para el establecimiento de la sociedad.
Sea lo que fuere de estos orígenes, se ve al menos el escaso cuidado que la
naturaleza se tomó en unir a los hombres por medio de mutuas necesidades y de
facilitarles el uso de la palabra; lo poco que ha preparado su sociabilidad y lo poco
que ha supuesto de su parte en todo lo que aquéllos han hecho para establecer
los vínculos. En efecto, es imposible imaginar por qué en esta situación primitiva
tendría un hombre necesidad de otro hombre en mayor grado que un lobo o un
mono la tienen de su semejante; ni, supuesta esta necesidad; por qué razón
podría prestarse el otro hombre a los deseos del primero; ni aun en este caso,
como podrían convenir entre ellos sus condiciones. De sobra sé que se repite sin
cesar que nada hubo tan miserable como el hombre en ese estado; y si es cierto,
como creo haberlo demostrado, que solamente después de muchos siglos pudo
tener deseo y ocasión de salir de él, ello sería motivo para entablar un proceso
contra la naturaleza, y no contra aquel a quien de tal modo había ella misma
destituido.
Pero, si interpreto bien el término miserable, comprendo que es un vocablo que no
tiene sentido alguno, o que no significa más que la privación dolorosa y el
sufrimiento del cuerpo o del alma, y entonces querré que se me explique cuál
pudo ser el género de miseria de un ser libre con la paz en el corazón y el cuerpo
en perfecta salud. Entonces pregunto: de la vida civil o natural, ¿cuál está más
sujeta a convertirse en insoportable para los que disfrutan de aquéllas? No vemos
en derredor de nosotros casi otra cosa que gentes que se lamentan de su
existencia, muchos que en cuanto pueden hasta se privan de ella, no bastando la
unión de las leyes divina y humana para poner término a este desorden. Pregunto
si en tiempo alguno se ha oído decir que un salvaje en libertad haya siquiera
intentado quejarse de la vida y darse muerte. Júzguese, pues, con menos orgullo,
de qué lado está la verdadera miseria. Por el contrario, nada hubiera sido tan
miserable como el hombre salvaje desvanecido por las luces intelectuales,
atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado distinto del suyo. Por
sabia providencia, las facultades que tenía en potencia no debían desarrollarse
sino con las ocasiones de ejercerlas, para que no le resultasen superfluas y de
pesada carga antes de tiempo, ni tardías e inútiles en la ocasión oportuna. Con
solo el instinto tenía cuanto necesitaba para vivir en el estado de naturaleza; y con
la razón cultivada no tiene más que lo necesario para vivir en sociedad.
Desde luego parece que no teniendo los hombres en este estado manera alguna
de relación moral, ni de deberes conocidos, no podían ser buenos ni malos, y no
tenían vicios ni virtudes; a menos que, tomando estas palabras en sentido físico,
llamemos vicios en el individuo a las cualidades que pueden perjudicar a su propia
conservación, y virtudes a las que pueden favorecerla, en cuyo caso sería preciso
calificar de más virtuoso al que menos resistiera los impulsos de la naturaleza.
Pero, sin separarnos del sentido ordinario, es oportuno suspender el juicio que
podríamos formar sobre semejante situación y desconfiar de nuestros prejuicios
hasta que, con la balanza en la mano, hayamos examinado si existen más virtudes
que vicios entre los hombres civilizados, o si sus virtudes son más ventajosas que
funestos son sus vicios o si el progreso de sus conocimientos es indemnización
suficiente de los males que mutuamente se hacen a medida que se enteran del
bien que deben hacerse; o si no se hallarían en situación más feliz con no tener ni
mal que temer ni bien que esperar de nadie, por estar sometidos a una
dependencia universal y con obligarse a recibirlo todo de aquellos que no se
obligan a darles nada.
Sobre todo, no vamos a deducir, con Hobbes, que, por no tener el hombre ninguna
idea del bien, fue naturalmente malo; que fue vicioso porque no conocía la virtud;
que negó siempre a sus semejantes los servicios que no creía deberles, y que en
virtud del derecho que con razón se atribuía a las cosas que necesitaba,
vanamente se consideraba como dueño único de todo el universo. Hobbes ha
comprendido perfectamente el vacío que dejan todas las modernas definiciones
del derecho natural; pero las consecuencias que deduce de la suya demuestran
que la toma en un sentido que no es menos falso. Razonando sobre los principios
que establece, debía decir este autor que siendo el estado de naturaleza aquel
con el cual nuestra conservación es el cuidado menos dañoso a los demás, era,
por consiguiente, el más apropiado a la paz y el más conveniente al género
humano. Mas dice precisamente lo contrario, por haber incluido fuera de lugar, en
el deber de conservación del hombre salvaje, la necesidad de satisfacer multitud
de pasiones que son obra de la sociedad y que han hecho necesarias las leyes. El
malo, dice, es un niño fuerte: falta saber si el salvaje es un niño fuerte. Aunque así
se aceptase, ¿qué se deduciría? Que, siendo fuerte este hombre, era tan
dependiente de los otros como siendo débil y no habría clase de exceso que no
cometiera; que pegaría a su madre cuando tardase en darle de mamar; que
estrangularía a un hermano cuando se incomodase; que mordería la pierna a otro
cuando le interrumpiese o molestase. Pero en el estado de naturaleza son
supuestos contradictorios ser fuerte y dependiente; y el hombre es débil cuando
está sometido a dependencia, y de ahí que para ser fuerte se emancipe. Hobbes
no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el uso de razón, como
pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo tiempo el abuso de sus
facultades, como él mismo reconoce. De manera que podría decirse de los
salvajes que no son malos precisamente porque no saben lo que es ser bueno; ya
que no es el progreso de la ilustración ni el freno de la ley, sino la calma de las
pasiones y la ignorancia del vicio lo que les impide hacer mal: tanto plus in illis
proficir vitiorum ignoratio, qum in his cognitio virtutis. Hay, además, otro principio
que Hobbes no ha visto: que habiendo sido dada al hombre, para suavizar sus
determinadas circunstancias, la fiereza de su amor propio, o el deseo de
conservarse, antes del nacimiento de ese amor, templa el ardor que tiene hacia su
bienestar por medio de la repugnancia innata a ver sufrir a su semejante. Creo que
no debo temer contradicción alguna si concedo al hombre la única virtud natural
que haya sido obligado a reconocer el más obstinado detractor de las virtudes
humanas. Me refiero a la piedad, disposición conveniente a seres tan débiles y
sujetos a tantos males como nosotros somos; virtud tanto más universal y útil al
hombre cuanto que precede en él al empleo de toda reflexión, y tan natural que los
mismos brutos dan de ella algunas veces señales evidentes. Sin hablar de la
ternura de las madres para con sus hijos y los peligros que arrostran para
protegerlos, se observa todos los días la repugnancia que los caballos tienen para
pisotear un cuerpo vivo, un animal no pasa sin inquietud cerca de un animal de su
especie muerto; hay algunos que hasta les dan cierta especie de sepultura; los
tristes mugidos del ganado al entrar en el matadero anuncian la impresión que
recibe ante el horrible espectáculo que le hiere. Con placer vemos cómo el autor
de la Fábula de las abejas1
reconoce al hombre como ser compasivo y sensible,
saliendo, en el ejemplo que da, de su estilo frío y sutil para ofrecernos la patética
imagen de un hombre encerrado que ve fuera una bestia feroz arrancando a un
niño del seno de su madre, rompiendo con sus mortíferos dientes los débiles
miembros y desgarrando con sus uñas las palpitantes entrañas del niño. ¿Qué
espantosa agitación no experimenta este testigo de un suceso en el cual no tiene
personal interés? ¡Qué angustias no sufre viendo lo que ve, por no poder llevar
algún socorro a la desmayada madre ni al expirante niño!
Tal es el puro impulso de la naturaleza anterior a toda reflexión; tal es la fuerza de
la piedad natural, que las costumbres más depravadas difícilmente pueden
destruir, puesto que se ve todos los días en nuestros espectáculos enternecerse y
llorar ante las desdichas de un desventurado que, si se encontrara en lugar del
tirano, sin duda agravaría los tormentos de su enemigo; semejante al sanguinario
Sila, tan sensible a los males que él no había causado, o a Alejandro de Piro, que
no se atrevía a asistir a la representación de tragedia alguna por miedo a que le
vieran llorar con Andrómaca y Príamo, mientras que oía sin emoción los gritos de
tantos ciudadanos degollados todos los días por orden suya.
Mollissima corda
Humano generi dare se natura fatetur,
Quae lacrimas dedit
Mandeville ha comprendido perfectamente que, con toda su moral, los hombres no
hubieran sido nunca más que monstruos si la naturaleza no les hubiera dado la
piedad en apoyo de la razón; pero no ha visto que de esta única condición derivan
todas las virtudes sociales que quiere disputar a los hombres. En efecto, ¿qué son
la generosidad, la clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada a los débiles,
a los culpables o a la especie humana en general? Bien miradas, la benevolencia
y la misma amistad, ¿son otra cosa que productos de una piedad constante, fija
sobre un objeto particular, puesto que desear que alguno no sufra es desear que
sea feliz? Aun cuando fuera cierto que la conmiseración no es más que un
sentimiento que nos coloca en el lugar del que sufre, sentimiento oscuro y vivo en
el hombre salvaje, desenvuelto pero más débil en el hombre civilizado, ¿qué
importaría esta idea a la verdad de lo que digo, sino para darle más fuerza? En
efecto, la conmiseración será tanto más enérgica cuanto más se identifique el
animal espectador con el animal paciente; luego es evidente que esta
identificación ha debido de ser infinitamente más estrecha en el estado de
naturaleza que en el estado de raciocinio. La razón engendra el amor propio, y la
reflexión lo fortifica. La razón concentra al hombre en sí mismo, le separa de todo
lo que le fatiga y le aflige.
La filosofía le aísla; gracias a ella puede decir en secreto, ante un hombre que
sufre: "Perece si quieres; yo estoy en lugar seguro". Solamente los peligros de la
sociedad entera perturban el tranquilo sueño del filósofo y le arrancan de su lecho.
Se puede impunemente ahogar bajo su ventana a un semejante suyo; no tiene
más que poner las manos sobre sus oídos y argumentarse un poco, para impedir
a la naturaleza que en él se subleva que lo identifique con el que asesinan. El
hombre salvaje no tiene ese admirable talento; y falto de sabiduría y de razón,
siempre se le ve entregarse aturdidamente al sentimiento primero de humanidad.
En los motines, en las contiendas de las calles, el pueblo se reúne, el hombre
prudente se aparta; la canalla, las mujeres de los mercados, son las que separan
a los combatientes, las que impiden a los hombres decentes su mutuo exterminio.2
Efectivamente; resulta que la piedad es un sentimiento natural que, moderando en
cada individuo la actividad del amor propio, concurre a la conservación mutua de
toda la especie. La piedad nos lleva sin reflexión al socorro de aquellos a quienes
vemos sufrir, y en el estado de naturaleza sirve también de ley, de costumbre y de
virtud, con la ventaja de que nadie intenta desobedecer a su dulce voz. La piedad
impedirá al robusto salvaje quitar al débil niño o al viejo enfermo la subsistencia
adquirida con trabajo, si espera hallar la suya en otro lado. La piedad inspira a
todos los hombres, en lugar de esta máxima sublime de justicia razonada: "Haz a
los demás lo que tú quisieras para ti", esta otra máxima de bondad natural, mucho
menos perfecta, pero quizá más útil que la anterior: "Haz tu bien con el menor
daño que te sea posible para otro". En una palabra, en este sentimiento natural,
mejor que en sutiles argumentos, es preciso buscar el motivo de la repugnancia
que todo hombre experimenta para obrar mal, aun con independencia de las
máximas de educación. Aunque pueda corresponder a Sócrates y a los ingenios
de su temple la adquisición de la virtud por la razón, hace mucho tiempo que el
género humano no existiría si su conservación hubiera dependido solamente de
los razonamientos de los que lo componen.
Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los hombres, más bien
pendencieros que malos, y más atentos a ponerse a cubierto del mal que podían
recibir que inclinados a hacerlo a otros, no estaban sujetos a peligrosas
contiendas. Como no tenían entre sí especie alguna de comercio, ni conocían, por
consiguiente, la vanidad, la consideración, la estima y el desprecio, ni tenían la
menor noción de lo tuyo y lo mío, ni verdadera idea de la justicia: como miraban
las violencias que podían sufrir como cosa fácil de reparar, y no por injuria que es
preciso castigar, y como no pensaban en la venganza a no ser quizá
maquinalmente y en seguida como el perro muerde la piedra que se le tira, sus
disputas rara vez hubieran tenido consecuencias sangrientas, a no ser por algo
más importante que el pasto de sus ganados, pero veo algo más peligroso y de lo
cual voy a hablar.
Entre las pasiones que agitan el corazón del hombre, hay una ardiente, impetuosa,
que hace necesario un sexo al otro; pasión terrible que desafía todos los peligros,
vence todos los obstáculos, y en sus furores parece más propia para la
destrucción que para la conservación del género humano a que está destinada.
¿Qué llegarían a ser los hombres, presa de esta rabia desenfrenada, sin pudor,
sin continencia, y disputándose cada día sus amores a costa de su sangre?
Es preciso convenir, desde luego, en que cuanto más violentas son las pasiones,
más necesarias son las leyes para contenerlas; pero aparte de que los
desórdenes y los crímenes que aquéllas causan nos enseñan demasiado acerca
de la insuficiencia de las leyes sobre el particular, bueno sería también examinar si
estos desórdenes no han nacido con las leyes mismas, porque entonces, aunque
fueran capaces de reprimirlos, lo menos que se podía exigir de ellos sería la
corrección de un mal que sin las leyes no hubiera existido.
Empecemos por distinguir lo moral de lo físico en el sentimiento del amor. Lo físico
es ese deseo general que lleva un sexo a la unión con el otro. Lo moral es lo que
determina ese deseo y lo fija exclusivamente sobre un objeto, o que por lo menos
le da para ese objeto preferido mayor grado de energía. Ahora bien: resulta fácil
ver cómo la moral del amor es un sentimiento ficticio, nacido del uso de la
sociedad, y elogiado por las mujeres con mucha habilidad y deseo de establecer
su imperio y convertir en dominante el sexo que debía obedecer. Estando fundado
este sentimiento en ciertas nociones del mérito y de la belleza, que un salvaje no
se halla en situación de tener, así como en comparaciones que no puede efectuar,
debe de ser para él casi nulo. Porque como su espíritu no ha podido formarse
ideas abstractas de regularidad y de proporción, su corazón no es en modo alguno
susceptible de sentimientos de admiración y de amor, sentimientos que, aun sin
advertirse, nacen de la aplicación de estas ideas: únicamente escucha el
temperamento recibido de la naturaleza, y, no teniendo aficiones que no ha podido
adquirir, cualquier mujer le parece buena.
Limitados a lo físico del amor y bastante afortunados para ignorar estas
preferencias que irritan los sentimientos y aumentan las dificultades, los hombres
debían sentir con menor frecuencia los ardores del temperamento, y, por
consiguiente, las disputas entre ellos serían menos frecuentes y menos crueles.
La imaginación, que tantos estragos produce entre nosotros, nada dice a
corazones salvajes; cada uno espera tranquilamente los impulsos de la
naturaleza, y a ellos se entrega sin elección, con mayor placer que pasión, y
satisfecha la necesidad, el deseo se extingue por completo.
Por consiguiente, es cosa fuera de duda que el mismo amor, como las demás
pasiones, sólo en la sociedad ha adquirido ese impetuoso ardor qué tan
frecuentemente le hace funesto a los hombres, y es tanto más ridículo representar
a los salvajes como destrozándose entre ellos sin cesar por satisfacer su
brutalidad, cuanto que esta opinión es directamente contraria a la experiencia. Los
caribes, por ejemplo, pueblo entre todos los existentes que menos se ha separado
del estado de naturaleza, son precisamente los más tranquilos en sus amores y
los menos sujetos a los celos, aunque viven en un clima abrasador que parece dar
siempre a las pasiones mayor actividad.
Con respecto a las inducciones que podrían sacarse de muchas especies de
animales, de los combates de los machos que ensangrientan en todo tiempo
nuestros corrales, y que hacen resonar en primavera nuestros bosques con sus
gritos al disputarse la hembra, es preciso empezar por excluir todas las especies
en las que la naturaleza ha establecido evidentemente relaciones distintas que
entre nosotros. Así, las peleas de los gallos no constituyen una inducción para la
especie humana. En aquellas especies donde la proporción es menos observada,
estos combates no pueden tener otra causa que la escasez de hembras en
relación con los machos, o los intervalos exclusivos durante los cuales la hembra
rehúsa constantemente la aproximación del macho, lo que conduce a la primera
causa. Porque si cada hembra, verbigracia, no tolera al macho más que durante
dos meses al año, es lo mismo que si el número de hembras se redujese en cinco
sextos. Mas ninguno de estos dos casos es aplicable a la especie humana, en la
cual el número de sus hembras generalmente excede al de varones, sin que se
haya observado nunca, ni aun entre los salvajes, que las hembras tengan, como
en otras especies, épocas de calor y de exclusión. Además, entre muchos
animales, toda la especie entra a la vez en efervescencia y llega un momento
terrible de común ardor, de tumulto, de desorden y de combate, momento que no
se produce en la especie humana, donde el amor no es periódico. No se puede,
por tanto, deducir de los combates de ciertos animales por la posesión de sus
hembras que lo mismo sucedería al hombre en estado de naturaleza.
Y aunque se pudiera deducir esa conclusión, como estas discordias no destruyen
las otras especies, se debe pensar al menos que serían menos funestas a la
nuestra, y es de creer que causarían menor estrago que el producido en nuestra
sociedad, sobre todo en los países donde las costumbres se tienen todavía por
algo, por los celos de los amantes y la venganza de los esposos, ocasiones diarias
de desafíos, muertes y cosas peores, sociedad en la cual el deber de eterna
fidelidad no sirve mas que para originar adulterios y donde las leyes de
continencia y del honor extienden necesariamente la perversión y multiplican los
abortos.
Concluyamos que, errante en las selvas, sin industria, sin palabra, sin domicilio,
sin guerra y sin vínculos, sin necesidad alguna de sus semejantes, como sin
deseo alguno de perjudicarlos, quizá sin conocer a ninguno individualmente, el
hombre salvaje, sujeto a pocas pasiones y bastándose a sí mismo, no tenía más
que los sentimientos y las luces propios de este estado, ni sentía más que sus
verdaderas necesidades, ni miraba más que aquello que creía tener necesidad de
ver; su inteligencia no progresaba más que su vanidad. Si por acaso hacía algún
descubrimiento, tanto menos podía comunicarlo cuanto que ni aun a sus hijos
conocía. Perecía el arte con el inventor; no había educación ni progreso, y las
generaciones se multiplicaban inútilmente; partiendo cada una del mismo punto,
deslizábanse los siglos con toda la tosquedad de las primeras edades, la especie
era ya vieja y el hombre seguía siendo siempre niño.
Si me he ocupado tan extensamente sobre la suposición de esta condición
primitiva es porque, existiendo antiguos errores y prejuicios inveterados que
destruir, he creído que debía ahondar hasta la raíz y enseñar, en el cuadro de la
naturaleza, cómo la desigualdad incluso natural está lejos de tener en ese estado
tanta realidad e influencia como pretenden nuestros escritores.
En efecto, es fácil observar cómo entre las diferencias que distinguen a los
hombres, pasan por naturales muchas que únicamente son obra del hábito y de
los diversos géneros de vida que los hombres adoptan en la sociedad. Así, en un
temperamento robusto o delicado, la fuerza o la debilidad que a cada uno
corresponde, con mayor frecuencia viene de la manera dura o afeminada en que
se ha vivido, más bien que de la primitiva constitución del cuerpo.
Lo mismo sucede con las fuerzas del espíritu, y no solamente la educación
establece diferencias entre los espíritus cultivados y aquellos que no lo están; pero
aumenta la que se halla entre los primeros en proporción de la cultura, porque si
un gigante y un enano van por el mismo camino, cada paso que adelanten uno y
otro dará nueva ventaja al gigante. Ahora bien: si se compara la diversidad
prodigiosa de educación y de géneros de vida que reina en los diferentes órdenes
del estado civil con la sencillez y uniformidad de la vida animal y salvaje, donde
todos se nutren con los mismos alimentos, viven del mismo modo y hacen
exactamente las mismas cosas, se comprenderá cuánto menor debe de ser la
diferencia de hombre a hombre en el estado de naturaleza que en el de sociedad y
cuánto debe de aumentar en la especie humana la desigualdad natural por la
desigualdad de institución.
Pero, aunque la naturaleza afectase en la distribución de sus dones tantas
preferencias como se pretende, ¿qué ventajas obtendrían los favorecidos en
perjuicio de los demás en un estado de cosas que no admitiría casi ninguna
especie de relación entre ellos? Donde no hay amor, ¿de qué servirá la belleza?
¿De qué servirá el ingenio a personas que no hablan, y de qué la astucia a
personas que no tienen negocios? Oigo a menudo decir y aun repetir que los más
fuertes oprimirán a los débiles; pero quiero que se me explique lo que se quiere
decir con la palabra opresión. Unos dominarán con violencia, otros gemirán
esclavizados a sus caprichos: he ahí precisamente lo que observo entre nosotros;
pero no veo que esto pueda decirse de los hombres salvajes, a los que habría
costado mucho trabajo hacer comprender lo que es servidumbre y dominación.
Podrá un hombre apoderarse de los frutos que otro ha recogido, del jabalí que ha
matado, de la caverna que le sirve de asilo; pero ¿cómo llegará nunca al fin de
hacerse obedecer, cuáles podrán ser las cadenas de dependencia entre hombres
que nada poseen? Si se me echa de un árbol, tengo libertad para irme a otro; si se
me atormenta en un lugar, ¿quién me impedirá ir a otra parte? ¿Se halla un
hombre de fuerza muy superior a la mía, y además bastante depravado, bastante
perezoso, bastante feroz para obligarme a proveer a su subsistencia, mientras que
él permanece ocioso? Es preciso que se resuelva a no perderme de vista un solo
instante, a tenerme atado cuidadosamente durante su sueño, por miedo de que
me escape o le mate; es decir, que está obligado a exponerse voluntariamente a
pena mucho mayor que la que intenta evitar y la que a mí mismo me da. Después
de esto, ¿se afloja un momento su vigilancia? ¿Le hace volver la cabeza un ruido
imprevisto? Doy veinte pasos en la selva; mis cadenas están rotas y no me vuelve
a ver en su vida.
Sin prolongar inútilmente estos detalles, cada uno debe ver que estando los
vínculos de la servidumbre formados por la dependencia mutua de los hombres y
de las recíprocas necesidades que los unen, es imposible esclavizar a un hombre
sin haberle puesto de antemano en el caso de no poder prescindir de otro,
situación que, por no existir en el estado de naturaleza, deja allí a cada uno libre
del yugo y hace vana la ley del más fuerte.
Después de haber demostrado que la desigualdad apenas es sensible en el
estado de naturaleza, y que su influencia es allí casi nula, me queda por demostrar
su origen y sus progresos en los desenvolvimientos sucesivos del espíritu
humano. Después de haber demostrado que la perfectibilidad, las virtudes
sociales y demás facultades que el hombre natural había recibido en potencia no
podían nunca desenvolverse por sí mismas, que tenían necesidad para esto del
concurso fortuito de muchas causas extrañas que podían no nacer jamás y sin las
cuales hubiera permanecido eternamente en su condición primitiva, me falta por
considerar y reunir los diferentes casos fortuitos que han podido perfeccionar la
razón humana y han deteriorado la especie, producir un ser malo haciéndolo
sociable y en un término más remoto conducir por fin al hombre y al mundo al
punto donde nosotros vamos.
Confieso que habiendo podido acaecer de muchas maneras los sucesos que
tengo que describir, no puedo determinar la elección sino por conjeturas; pero
aparte de que estas conjeturas se convierten en razones, aunque son las más
probables que se pueden deducir de la naturaleza de las cosas, y los únicos
medios que se pueden tener para descubrir la verdad, las consecuencias que voy
a deducir de las mías no serán, sin embargo, conjeturas, porque sobre los
principios que acabo de establecer no se sabría formar otro sistema que no
produjera los mismos resultados y del que yo pudiera deducir las mismas
conclusiones.
Esto me dispensará de extender mis consideraciones acerca de la manera como
ese lapso compensa la poca verosimilitud de los acontecimientos; sobre el
sorprendente poder de causas ligerísimas cuando obran sin interrupción; sobre la
imposibilidad en que se está de destruir ciertas hipótesis de una parte, si de otra
no se está en situación de darles el grado de certeza de los hechos, sobre que
siendo dados dos hechos como verdaderos para unirse por medio de hechos
intermedios, desconocidos o considerados como tales, incumbe a la historia,
cuando la hay, dar esos hechos que los enlazan, y que, a falta de ésta, la filosofía
determina los hechos semejantes que pueden unirlos; por último, sobre que, en
materia de acontecimientos, la semejanza reduce los hechos a un número de
clases mucho más pequeño de lo que se cree. Me basta con presentar estas
materias a la consideración de mis jueces; me basta con haber hecho de manera
que los lectores vulgares no hayan tenido necesidad de meditarlos.
1
Mandeville, médico holandés establecido en Inglaterra, que falleció en 1733. La
Fábula de las abejas fue publicada en Londres en 1723, en inglés. La traducción
francesa, impresa también en Londres, es de 1740. En dicha obra, Mandeville
sostiene que el lujo y los vicios de los particulares se truecan en bien y en ventajas
de la sociedad.
2
En el libro VIII de sus Confesiones, Rousseau nos hace saber que ese retrato del
filósofo que trata de convencerse taponándose los oídos es obra de Diderot.
Acusa a éste en el citado texto de "haber abusado de su confianza para dar a sus
escritos ese tono duro y ese aspecto de negrura que dejaron de tener en cuanto
Diderot cesó de dirigirlo"
Segunda parte
El primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir "Esto es
mío", y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador
de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores
habría ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o arrasando el
foso, hubiera gritado a sus semejantes: "¡Guardaos de escuchar a ese impostor;
estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es de
nadie!" Pero bien podemos suponer que entonces no habían llegado las cosas al
extremo de no poder ya perdurar tales como eran; porque esta idea de propiedad,
como depende de muchas ideas anteriores que no han podido nacer sino
sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano. Fue menester
progresar mucho, adquirir industria e ilustración, transmitirlas y aumentarlas de
edad en edad antes de llegar a ese último término del estado de naturaleza.
Tomemos, pues, las cosas desde más lejos y tratemos de reunir bajo un aspecto
único la lenta sucesión de sucesos y de conocimientos de un orden más natural.
El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de
su conservación. Los productos de la tierra le proveían de todos los auxilios
necesarios a cuyo uso le llevaba el instinto. El hambre, otros apetitos, le hacían
experimentar a su tiempo diversas maneras de existir, y así tuvo una que le invitó
a propagar su especie y este ciego pensamiento, desprovisto del sentimiento del
corazón, no producía sino un acto puramente animal. Satisfecho el deseo, los dos
sexos no se conocían más, y el mismo hijo nada era para la madre tan pronto
como podía prescindir de ella.
Tal fue la condición del hombre naciente; tal fue la vida de un animal, limitado
desde luego a simples sensaciones, aprovechándose apenas de los dones que la
naturaleza le ofrecía, lejos de arrancarle cosa alguna. Mas pronto se presentaron
dificultades, y entonces fue preciso aprender a vencerlas: la altura de los árboles
que le impedía llegar hasta sus frutos, la competencia de animales que buscaban
también en ellos su alimento, la fiereza de aquellos que para alimentarse querían
su misma vida, todo obligó al hombre a experimentarse en los ejercicios del
cuerpo; necesitó hacerse ágil, rápido en la carrera, fuerte en la lucha. Las ramas
de los árboles y las piedras como armas naturales se hallaron muy pronto al
alcance de su mano. Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza, a
combatir en caso necesario con los demás animales, a disputar a los demás
hombres la subsistencia y a resarcirse de lo que era preciso ceder al más fuerte.
A medida que iba extendiéndose el género humano, los trabajos se multiplicaron
juntamente con los hombres. La diferencia de terrenos, de climas y de estaciones
pudo obligarles a tenerla también en cuenta en su manera de vivir. Los años
estériles, los inviernos prolongados y rudos, los abrasadores veranos que todo lo
consumen, exigieron de ellos nueva industria. En las costas del mar y en las
riberas fueron inventados los sedales y anzuelos, llegando de este modo a ser
pescadores e ictiófagos. Hicieron en las selvas arcos y flechas, y se convirtieron
en cazadores y en guerreros. Con las pieles de animales muertos a sus manos, se
cubrieron en los países fríos. Un volcán, el rayo, cualquier feliz casualidad les dio
a conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; así aprendieron a
conservar este elemento, a reproducirlo después y, por último, a asar en él las
carnes que antes devoraban crudas.
Esta aplicación reiterada de los diversos seres a sí mismos y de los unos hacia los
otros debió naturalmente de engendrar en el espíritu del hombre la percepción de
ciertas relaciones. Estas relaciones que expresamos con las palabras grande,
pequeño, fuerte, débil, rápido, lento, temeroso, atrevido, y otras semejantes ideas,
comparadas por necesidad y casi sin pensar en ello, produjeron al fin en el
hombre cierta especie de reflexión, o mejor, una prudencia maquinal que le
indicaba las precauciones más necesarias para su seguridad.
Las nuevas luces que resultaron de este desarrollo aumentaron su superioridad
sobre los demás animales, dándosela a conocer. Ejercitóse en armarles cepos, los
engañó de mil maneras, y aunque muchos le aventajaban en fuerza en la pelea o
rapidez en la carrera, de aquellos que podían servirle o perjudicarle llegó a ser,
con el tiempo, de los unos dueño, y azote de los otros. Por esto, la primera mirada
que puso en sí mismo produjo su primer movimiento de orgullo; por esto,
acertando apenas a distinguir las jerarquías y considerándose el primero por su
especie, se preparaba de lejos a intentar ser también el primero como individuo.
Aunque sus semejantes no fuesen para él lo que son para nosotros, y aunque no
tuvo más comercio con ellos que con los restantes animales, aquéllos no
estuvieron olvidados en sus observaciones. Las analogías que pudo el tiempo
hacerle percibir entre ellos, su hembra y él mismo, le hicieron juzgar de aquellas
que no percibía; y al ver que todos procedían como él había hecho en iguales
circunstancias, dedujo que aquella manera de pensar y de sentir estaba
enteramente conforme con la suya; una vez establecida esta importante verdad en
su espíritu, le hizo seguir, por presentimiento tan seguro y más rápido que la
dialéctica, las mejores reglas de conducta que en su provecho y seguridad le
convenía guardar para con ellos.
Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las
acciones humanas, hallóse en situación de distinguir las pocas ocasiones en que,
por común interés, debía contar con la existencia de sus semejantes y aquellas
aún menos frecuentes en que la competencia debía hacerle desconfiar de ellos.
En el primer caso, se unía con los demás en agrupación desordenada, o cuando
más por alguna especie de asociación libre, que a nadie obligaba y que sólo
duraba lo que la pasajera necesidad que la había formado. En el segundo, cada
uno trataba de obtener su beneficio, a viva fuerza si creía poderlo así lograr, o por
habilidad y astucia si se consideraba menos fuerte.
He aquí cómo los hombres pudieron adquirir insensiblemente alguna sumaria idea
de los compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo en tanto que
podía exigirlo el interés presente y sensible, pues la previsión no era nada para
ellos, y lejos de ocuparse de un porvenir remoto, ni aun pensaban en el mañana.
Si se trataba de matar un ciervo, todos comprendían que para esto debían guardar
fielmente su puesto; pero si acertaba a pasar una liebre al alcance de uno de ellos
no hay que dudar que la perseguiría sin escrúpulo, y que después de alcanzar su
presa no se cuidaría mucho de ocultarla a sus compañeros.
Fácil resulta así comprender que semejante comercio no exigía idioma mucho más
escogido que el de las cornejas o el de los monos, que se agrupan poco más o
menos lo mismo. Gritos inarticulados muchos gestos, algunos sonidos imitativos
debieron de componer durante mucho tiempo la lengua universal, a la que uniendo
en cada región algunos sonidos articulados y convencionales, de los que, según
he dicho ya, no es muy fácil explicar la creación, se tuvieron idiomas particulares,
pero groseros, imperfectos y tales como los que aún hoy tienen las naciones
salvajes.
Recorro ahora con rapidez una multitud de siglos, obligado por el tiempo que se
desliza, por la abundancia de las cosas que tengo que decir y por el progreso casi
insensible de los principios; porque cuanto más lentos son los hechos en
sucederse, más rápidos son de relatar.
Estos primeros progresos facilitaron al hombre otros inmediatos. Esclarecióse más
el espíritu y más se perfeccionó la industria. Pronto, cesando de dormir en el
primer árbol o de recogerse en la primera caverna, halló fuertes hachas de piedras
duras y afiladas que le sirvieron para cortar leña, cavar la tierra, hacer barracas de
ramaje que aprendió a endurecer con arcilla y barro. Ésta fue la época de la
primera evolución, que dio por resultado el establecimiento y distinción de las
familias y que introdujo cierta especie de propiedad, de donde quizá nacieron
muchas querellas y combates. Sin embargo, como los más fuertes fueron
probablemente los primeros en construir para sí las viviendas que sentíanse
capaces de defender, es de creer que los débiles hallarían más breve y seguro el
imitarlos que intentar desposeerlos; y en cuanto a los que ya tenían chozas, poco
deseo debieron de experimentar de apropiarse las de sus vecinos, no tanto porque
no les pertenecían como por no necesitarlas, y porque no podían apoderarse de
ellas sin exponerse a una lucha vigorosa con la familia ocupante.
Los primeros progresos del corazón fueron el efecto de una situación nueva que
reunía en vivienda común varios maridos y mujeres, padres e hijos. La costumbre
de vivir reunidos hizo nacer los sentimientos más agradables que existen en los
hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia vino a ser una
pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto que la mutua adhesión y la libertad
eran los únicos vínculos; y entonces fue sin duda cuando se estableció la primera
diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, los cuales sólo una habían tenido
hasta entonces. Pronto las mujeres fueron sedentarias y se acostumbraron a
guardar la choza y los hijos, mientras que el hombre iba en busca de la
subsistencia común. Así comenzaron los dos sexos, por medio de una vida algo
más suave, a perder un poco de su rudeza y vigor; pero si cada uno
separadamente llegó a ser menos apto para combatir las fieras, en cambio les fue
más fácil reunirse para la común resistencia.
En este nuevo estado, con vida sencilla y solitaria necesidades limitadas, con
instrumentos que habían inventado para proveer a ellas, los hombres gozaron de
prolongados ocios, que emplearon en adquirir mayores especies de comodidad
desconocidas a sus padres. Éste fue el primer día de sujeción y el primer origen
de los males que prepararon para sus descendientes. Porque además de que
continuaron viviendo así debilitando el cuerpo y el espíritu, estas comodidades
perdieron por su repetición casi todo su agrado, y degeneraron al mismo tiempo
en verdaderas necesidades, de manera que la privación llegó a ser mucho más
cruel que dulce había sido la posesión, y sin hallar felicidad en poseerlas, en
perderlas se hallaba la desgracia.
Se advierte algo mejor aquí cómo el uso de la palabra se estableció o se
perfeccionó insensiblemente en el seno de cada familia, y aún se puede deducir
cómo diversas causas particulares pudieron extender el lenguaje y apresurar el
progreso, haciéndolo más necesario. Grandes inundaciones y temblores de tierra
rodearon de agua o de precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo
desunieron y cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre
hombres tan relacionados y obligados a vivir juntos debió de formarse un idioma
común más pronto que entre aquellos que vagaban libremente en las selvas de
tierra firme. Así es muy posible que, después de sus primeros ensayos de
navegación, ciertos insulares hayan traído entre nosotros el uso de la palabra, y es
por lo menos muy probable que la sociedad y las lenguas hayan nacido en las
islas y allí se hayan perfeccionado antes de ser conocidas en el continente.
Todo empieza a cambiar de aspecto. Los hombres, hasta aquí errantes en los
bosques, habiendo tomado residencia más fija, se relacionan lentamente, se
reúnen en diversos grupos, y forman por último en cada región una nación
particular, unida por costumbres y caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por
el mismo género de vida y alimentos y por la común influencia del clima. La
vecindad constante no puede dejar de engendrar por fin alguna relación entre
diversas familias. Jóvenes de diferente sexo habitan en cabañas vecinas, y el
pasajero comercio que pide la naturaleza bien pronto trae consigo otro no menos
dulce y permanente que el trato mutuo. Acostúmbranse a considerar diferentes
objetos y a establecer comparaciones; se adquieren insensiblemente ideas de
mérito y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse,
no pueden prescindir ya de seguir viéndose. Un sentimiento tierno y suave va
insinuándose en el alma, y ante la menor oposición conviértese en furor
impetuoso; los celos se despiertan con el amor, la discordia triunfa y la más dulce
de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.
A medida que las ideas y los sentimientos se suceden y que el espíritu y el
corazón se ejercitan, el género humano se domestica, los vínculos se extienden y
los lazos se aprietan. Se hizo costumbre de reunirse delante de las cabañas o en
derredor de un gran árbol; el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y de la
ociosidad, llegaron a ser la diversión o, mejor, la ocupación de los hombres y de
las mujeres ociosos y agrupados. Cada uno comenzó a mirar a los demás y a
querer ser mirado él mismo, y a la estimación pública se le consideró como un
premio. El que cantaba o bailaba mejor, el más hermoso, el más fuerte, el más
diestro o más elocuente llegó a ser el más considerado, y éste fue el primer paso
hacia la desigualdad y al mismo tiempo hacia el vicio. De estas primeras
preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio, y por otra, la
vergüenza y la envidia; y la fermentación producida por estas nuevas levaduras
produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocencia.
Tan pronto como los hombres hubieron comenzado a estimarse mutuamente y la
idea de consideración se formó en su espíritu, todos pretendieron tener derecho a
ella, y no fue posible que impunemente faltase para nadie. De aquí nacieron los
primeros deberes de la cortesía aun entre los salvajes, y de aquí que toda
sinrazón voluntaria llegara a ser un ultraje, porque juntamente con el mal que
resultaba de la injuria, el ofendido advertía el desprecio de su persona, con
frecuencia más insoportable que el mismo mal. He ahí como castigando cada uno
el desprecio que se le había manifestado, en proporción de la estimación que de sí
mismo tenía, las venganzas se hicieron terribles y los hombres, sanguinarios y
crueles. Precisamente ahí vemos el grado a que llegan la mayoría de los pueblos
salvajes que conocemos. Por no haber distinguido suficientemente las ideas,
observando cuán lejos estaban ya los pueblos del primer estado de naturaleza, es
por lo que muchos se han apresurado a deducir que el hombre es naturalmente
cruel y que necesita una autoridad que le suavice, siendo así que nada hay más
tranquilo que el hombre en su primitivo estado, cuando puesto por la naturaleza a
igual distancia de la estupidez de los brutos y de la funesta ilustración del hombre
civilizado, y llevado por el instinto, la razón juntamente a prevenirse contra el mal
que le amenaza, se siente cohibido por la piedad natural a hacer mal a nadie por
causa alguna, aunque él lo haya recibido. Porque, según el axioma del sabio
Locke, "no es posible que haya injuria en donde no hay propiedad".
Pero es preciso observar que, comenzada la sociedad y establecidas las
relaciones entre los hombres, exigieron en ellos condiciones distintas de las que
tenían por su constitución primitiva; que empezando a introducirse la moralidad en
las acciones humanas, y siendo cada uno antes que hubiera leyes, el único juez y
vengador de las ofensas recibidas, la bondad conveniente en el genuino estado de
naturaleza no era ya la que convenía a la naciente sociedad; que era necesario
que los castigos fuesen más severos a medida que las ocasiones de ofender
fueran más frecuentes; y que el miedo a las venganzas era el llamado a
reemplazar a veces el freno de las leyes. Así, aunque los hombres hubiesen
llegado a ser menos sufridos, y la piedad natural hubiera experimentado ya alguna
alteración, este periodo del desarrollo de las facultades humanas, que mantenía
un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la presuntuosa actividad
de nuestro amor propio, debió de determinar la época más feliz y duradera.
Cuanto más se piensa en ello, mejor se comprende que ese estado era el menos
sujeto a las revoluciones, el mejor para el hombre y que no ha debido salir de él
sino por una fatal casualidad que, en bien de todos, no debió acontecer nunca. El
ejemplo de los salvajes, comprobado precisamente por casi todos los
observadores, parece confirmar que el género humano estaba hecho para
permanecer en aquella condición para siempre; que dicho estado es la verdadera
juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido en apariencia
otros tantos pasos hacia la perfección del individuo, siéndolo, en efecto, pero hacia
la decrepitud de la especie.
Mientras los hombres se contentaron con sus cabañas rústicas; mientras se
limitaron a coser su vestido de pieles con espinos o zarzas, a ponerse por adorno
conchas o plumas, a pintarse el cuerpo de varios colores, a perfeccionar o
embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras aguzadas canoas de
pescador o toscos instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se
dedicaron a obras que cualquiera podía hacer por sí, y a las artes que no
necesitaban del concurso de muchas manos, vivieron libres, sanos, buenos y
felices cuanto podían serlo por su naturaleza, y continuaron disfrutando entre ellos
de comercio independiente. Pero desde el momento en que un hombre tuvo
necesidad del auxilio de otro, desde que se advirtió que era útil a uno solo tener
provisiones para dos, la igualdad desapareció, irítrodújose la propiedad, fue
indispensable el trabajo y las extensas selvas se trocaron en sonrientes campiñas,
que hubieron de regarse con el sudor del hombre, y en las cuales viéronse muy
pronto germinar y crecer, juntamente con las semillas, la esclavitud y la miseria.
La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo descubrimiento produjo
revolución tan grande. Para el poeta son el oro y la plata los que han civilizado a
los hombres; pero para el filósofo son el hierro y el trigo los que, al mismo tiempo
que la civilización, trajeron la perdición del género humano. Así, uno y otro eran
desconocidos para los salvajes de América, que por esto permanecieron siéndolo
siempre. Los demás pueblos parece que continuaron en barbarie mientras que
practicaron una de estas artes sin la otra; y una de las razones principales de que
haya sido Europa, si no más pronto, al menos más constantemente ordenada que
las otras partes del mundo, es que, al mismo tiempo que abundante en hierro, es
la más fértil en trigo.
Es muy difícil acertar a comprender cómo los hombres han llegado a conocer y
emplear el hierro, porque no es creíble que hayan imaginado por sí mismos sacar
la materia de la mina y darle la preparación necesaria para ponerla en fusión sin
saber antes lo que resultaría de estos hechos. Por otra parte, tampoco se puede
atribuir este descubrimiento a incendio accidental, puesto que las minas no se
forman sino en lugares áridos y desnudos de árboles y plantas, pudiendo decirse
que la naturaleza había tomado precauciones para ocultarnos ese fatal secreto.
Sólo cabe pensar en la circunstancia extraordinaria de algún volcán que,
vomitando materias metálicas en fusión, daría a los observadores idea de imitar
esta operación de la naturaleza. Con todo esto es preciso suponer mucho valor y
previsión para comenzar un trabajo tan penoso y adivinar de tan lejos las ventajas
que de ello podían obtenerse; lo que no cuadra bien sino en espíritus ya más
despejados de lo que aquéllos sin duda lo eran.
En cuanto a la agricultura, su principio fue conocido mucho tiempo antes de que
se estableciera su práctica, y no es fácil que los hombres ocupados sin cesar en
sacar su sustento de los árboles y plantas estuvieran mucho tiempo sin advertir los
medios que la naturaleza emplea para la genéración de los vegetales. Pero su
industria probablemente tornaría muy tarde hacia ese lado, ya porque los árboles
(que, con la caza y la pesca, proveían a su subsistencia) no tenían necesidad de
sus cuidados ya porque no conocieran el uso del trigo, bien por la falta de
instrumentos para cultivarlo, ya por la falta de previsión para las necesidades del
porvenir, ya, en fin, por falta de medios para impedir a los demás la apropiación
del fruto de sus trabajos. Trocados los hombres ya en más industriosos, puede
creerse que con piedras afiladas y palos puntiagudos empezaron a cultivar
algunas legumbres o raíces en derredor de sus cabañas, mucho antes de saber
preparar el trigo y de tener los instrumentos necesarios para el cultivo en gran
escala; sin contar con que, para entregarse a esta ocupación y sembrar las tierras,
era menester resolverse a perder desde luego alguna cosa para ganar después
mucho; precaución muy lejana del espíritu del hombre salvaje, que, como ya he
dicho, tiene bastante trabajo con pensar por la mañana en sus necesidades de la
tarde.
La invención de las demás artes fue, por tanto, necesaria para obligar al género
humano a dedicarse a la agricultura. Desde que se necesitaron hombres para
fundir y forjar el hierro, fueron precisos hombres para ocuparse de su
manutención. Cuanto mayor número de obreros hubo, menor número de manos
se emplearon en proveer a la subsistencia común, sin que por eso hubiera menor
número de bocas para consumir; y como los unos necesitaron géneros en cambio
de su hierro, los otros encontraron por fin el secreto de emplear el hierro en la
multiplicación de los géneros. De aquí nacieron, por una parte el laboreo y la
agricultura, y por otra, el arte de trabajar los metales y de multiplicar sus usos.
Del cultivo de las tierras sobrevino ineluctablemente su partición; y de la
propiedad, una vez conocida, se derivaron las primeras reglas de justicia, porque,
para dar a cada uno lo suyo, preciso es que cada uno pueda tener algo; después
comenzaron los hombres a llevar sus miras al porvenir y hallándose todos con
algunos bienes que perder no había ninguno que no temiera para sí las
represalias de los perjuicios que podía causar a otro. Tanto más natural es este
origen cuanto que es imposible concebir idea de la propiedad naciente anterior a
la mano de obra, pues no se comprende que para apropiarse las cosas pueda el
hombre poner más que su trabajo. El trabajo es lo único que, dando derecho al
cultivador sobre el producto de la tierra que ha labrado, se le da, por
consecuencia, sobre el suelo, por lo menos hasta la recolección; así, de año en
año, al ejercer posesión continua, se transforma fácilmente en propiedad. Cuando
los antiguos, dice Grocio, dieron a Ceres el epíteto de legisladora, y a una fiesta
celebrada en su honor el nombre de Tesmoforias, dieron también a entender que
la partición de las tierras ha producido nueva clase de derecho. Es decir, el
derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley natural.
Las cosas hubieran podido permanecer en esta situación iguales si los talentos
hubieran sido iguales, aconteciendo, por ejemplo, que el empleo del hierro y la
conformación de los géneros hubieran mantenido siempre un contrapeso exacto.
Pero la proporción no sostenida en nada fue pronto rota. El más fuerte produjo
más obra, el más hábil sacó mejor partido de la suya, el más ingenioso halló
medios de abreviar el trabajo. El labrador necesitó mayor cantidad de trigo, y
trabajando lo mismo el uno ganaba mucho, mientras que el otro apenas tenía para
vivir. Así es como la desigualdad natural se despliega insensiblemente con la
desigualdad de combinación; y así también las diferencias de los hombres,
ampliadas por las diferencias de circunstancias, son más sensibles, más
permanentes en sus efectos, y comienzan a influir en la misma proporción sobre la
suerte de los particulares.
Habiendo llegado las cosas a este punto, es fácil imaginar lo demás. No me
detendré en describir la sucesiva invención de otras artes, el progreso de las
lenguas, la prueba y el empleo de los talentos, la desigualdad de las fortunas, el
uso o el abuso de las riquezas, ni los múltiples detalles que siguen a éstos, y que
cada uno puede fácilmente suplir. Me limitaré a dirigir una ojeada sobre el género
humano, colocado en ese nuevo orden de cosas.
He aquí, pues, todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la
imaginación en juego, el amor propio interesado, la razón en actividad y el espíritu
casi al término de la perfección de que es susceptible. He aquí todas las
condiciones naturales puestas en acción, establecida la posición y suerte de cada
hombre, no sólo por la cantidad de bienes y el poder de servir o de dañar, sino
sobre el espíritu, la belleza, la fuerza, la destreza, el mérito o el talento; y siendo
estas cualidades las únicas que podían atraer la consideración, fue muy pronto
necesario tenerlas o fingirlas; fue necesario, para su provecho, parecer distinto de
lo que en verdad se era. Ser y parecer llegaron a convertirse en cosas desde
luego distintas, y de esta distinción salieron el imponente orgullo; la engañadora
astucia y todos los vicios que forman su séquito. Por otra parte; el hombre, de libre
e independiente que antes era, se ha convertido en siervo de multitud de
necesidades, sometido, por decirlo así, a toda la naturaleza, y principalmente a
sus semejantes, de quienes llega a ser esclavo, aun siendo su señor; rico, tiene
necesidad de sus servicios; pobre, necesita sus auxilios y la mediocridad no le
coloca en situación de prescindir de ellos. Es preciso, pues, que trate sin
necesidad de interesarlos en su suerte y de hacerles encontrar su propio interés
en realidad o en apariencia, en trabajar para provecho suyo. Esto le hizo soberbio
y artificioso con unos, duro e imperioso con otros, y le puso en necesidad de
abusar de todos aquellos de que tenía precisión, cuando no pudo hacerse temer y
cuando no halló interés en servirlos útilmente. Por fin, la voraz ambición, el ardor
en acrecer su relativa fortuna, no tanto por verdadera necesidad como por
colocarse por encima de los demás, inspiró a los hombres la mala idea de
perjudicarse mutuamente; secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para
herir con mayor seguridad, adoptó frecuentemente la máscara de la benevolencia.
En una palabra, competencia y rivalidad por una parte; y por otra, oposición de
intereses, y siempre el oculto deseo de obtener beneficios a expensas de otro.
Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y el inseparable séquito de
la naciente desigualdad.
Antes de haberse inventado los signos representativos de riqueza, apenas ésta
consistía en otra cosa que en tierras y en ganados, únicos bienes efectivos que los
hombres podían poseer. Ahora bien: cuando las herencias se acrecentaron en
número y en extensión, hasta el extremo de cubrir el suelo y de lindar unas con
otras, no pudieron engrandecerse unos sino a expensas de los otros, y los menos
capaces, impedidos por la debilidad o la indolencia de adquirir a su vez,
convertidos en pobres, sin haber perdido cosa alguna, porque todo cambiaba en
su derredor y sólo ellos seguían sin cambiar en nada, se vieron obligados a recibir
o arrebatar su subsistencia de manos de los ricos, y de aquí empezaron a nacer,
según los diversos caracteres de unos y otros, el dominio y la servidumbre, la
violencia y el robo. Por su parte, los ricos, apenas conocieron el placer de
dominar, inmediatamente empezaron a despreciar a los demás, y saliéndose de
sus esclavos antiguos para someter a otros de nuevo, no trataron de otra cosa que
de subyugar y sujetar a sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que,
gustando una vez la carne humana, repugnan las demás y sólo gozan con devorar
hombres.
Así es como los más poderosos y los más miserables, haciendo de sus fuerzas y
de sus necesidades cierta especie de derecho al bien de otro, cosa equivalente,
según ellos, al derecho de propiedad, hubieron de romper la igualdad y así
sobrevino el más espantoso desorden. Así también las usurpaciones de los ricos,
los latrocinios de los pobres, las desenfrenadas pasiones de todos, sofocando la
piedad natural y la voz todavía débil de la justicia, hicieron a los hombres avaros,
ambiciosos y perversos.
Entre el derecho del más fuerte y el derecho del primer ocupante surgió un
perpetuo conflicto que no concluía sino por combates y homicidios. La naciente
sociedad dio lugar al estado de guerra más terrible. El género humano, desolado y
envilecido, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las desgraciadas
adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su vergüenza por el abuso
de las facultades que le honran, colocóse por sí mismo en vísperas de su ruina.
Attonitus novitate mali diviesque miserque,
Effugere optat opes et quae modo voverat odit.
No es posible que los hombres hayan dejado de reflexionar acerca de situación
tan miserable y sobre las calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos
debieron de sentir muy pronto cuán desventajosa les era una guerra constante,
cuyos gastos hacían ellos solos, y en la cual les era común el riesgo de la vida, y
particularmente el de los bienes. Además, cualquiera que fuese el pretexto que
pudieran dar a sus usurpaciones, demasiado sabían que estaban fundamentadas
en un derecho precario y abusivo, y que habiendo sido adquiridas por la fuerza, la
fuerza podía quitárselas, sin que tuvieran razón para quejarse.
Aquellos mismos a quienes el ejercicio de la industria había enriquecido, no por
esto podían fundar su propiedad en mejores títulos. Hubieran podido decir: "Yo
soy quien ha levantado ese muro; he ganado este terreno por mi trabajo". "¿Quién
te ha dado el alimento? —podría contestársele—. ¿Y en virtud de qué pretendes
ser pagado a nuestra costa de un trabajo que no te hemos impuesto? ¿Ignoras
que multitud de tus hermanos perecen o sufren necesidad de lo que tienes de
sobra, y que necesitabas consentimiento expreso y unánime del género humano
para apropiarte de la común subsistencia, de todo lo que iba más allá de la tuya?"
Desprovisto de razones valederas para justificarse y de fuerzas suficientes para
defenderse, aplastando fácilmente a un particular, pero destruido él mismo por
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Rousseau Fondo de Cultura Económica

  • 1. JUAN JACOBO ROUSSEAU nació en Ginebra, Suiza en 1712. El 12 de junio de 1754 firmó el prólogo de un Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, que presentaría a un concurso en la Academia de Dijon. Pensador de espíritu apasionado y escritor sistemático, Rousseau expuso en aquellas páginas el filón central de su pensamiento: el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que corrompe su condición natural. Quizás el estado natural no haya existido nunca, acepta Rousseau, pero es necesario plantearlo como hipótesis departida, punto de comparación e ideal por conseguir, pues el propio filósofo veía la decadencia y podredumbre en que se había sumido la sociedad que lo rodeaba. En una carta fechada en 1737, el joven Rousseau describe que las calles de Montpellier "están alternativamente bordeadas de soberbios palacios y de chozas miserables llenas de barro y estiércol. Sus habitantes son la mitad muy ricos y la otra mitad por demás miserables, pero son todos igualmente rufianes por su manera de vivir, la más vil y sucia que se pueda imaginar". En estas líneas, que prefiguran lo que posteriormente plasmaría en su discurso sobre la desigualdad, Rousseau revela su espíritu innovador, su propuesta de renovación y la rara combinación de su pesimismo histórico compensado por un optimismo humanista. Optimismo en la naturaleza, en el estado primitivo y quizás utópico de la humanidad, que lo llevó a convertirse en un hombre de ferviente soledad al mismo tiempo que lo hizo uno de los pensadores más influyentes de la Revolución francesa de 1789. FONDO 2000 presenta aquí una selección de su laureado e influyente Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, donde el lector podrá comprobar, a casi 200 años del fallecimiento de su autor, la intemporalidad de muchas de sus apreciaciones y la validez de sus propuestas. La filiación naturalista y la honradez intelectual de Rousseau quedaron plasmadas en obras tan importantes como El contrato social, Julia o la nueva Eloísa y los textos póstumos Reflexiones de un paseante y Confesiones; y las luces de su pensamiento político influyeron, más allá de la toma de la Bastilla, en los párrafos, proclamas y proyectos de pensadores, políticos y peatones de todo el mundo. Primera parte Por importante que sea, para juzgar bien del estado natural del hombre, para considerarlo desde su origen y examinarlo, por decirlo así, en el primer embrión de la especie, no seguiré su organización a través de sus desenvolvimientos sucesivos. No me detendré tampoco en buscar en el sistema animal lo que pudo ser al principio, para llegar, por último, a lo que es. No examinaré si, como piensa Aristóteles, sus prolongadas uñas fueron garras retorcidas, si era velludo como un oso, y si, andando a cuatro pies, sus miradas dirigidas hacia la tierra y limitadas a
  • 2. un horizonte de algunos pasos, no señalaban a la vez el carácter y la extensión de sus ideas. Acerca de esto no podría formar otra cosa que conjeturas vanas y casi imaginarias. La anatomía comparada ha progresado aún muy poco; las observaciones de los naturalistas son todavía muy dudosas para que se pueda establecer sobre tales fundamentos la base de un sólido razonamiento. Por eso, sin recurrir a los conocimientos sobrenaturales que tenemos sobre este punto, y sin poner atención en los cambios que han debido de sobrevenir en la conformación (tanto interior como exterior) del hombre, a medida que aplicaba sus miembros a nuevos usos y se nutría con nuevos alimentos, le supondré en su conformación última, como le veo hoy, andando sobre dos pies, sirviéndose de sus manos como nosotros de las nuestras, llevando sus miradas sobre toda la naturaleza y midiendo con sus ojos la vasta extensión del cielo. Despojando a este ser así formado de todos los dones sobrenaturales que ha podido recibir y de todas las facultades artificiales que sólo por lentos progresos ha podido adquirir; considerándolo, en una palabra, tal como ha debido de salir de manos de la naturaleza, veo un animal menos fuerte que los unos, menos ágil que los otros; pero sin duda el mejor organizado de todos. Le veo saciándose bajo una encina, apagando su sed en el primer arroyo y hallando su lecho al pie del mismo árbol que le ha suministrado su comida: he ahí sus necesidades satisfechas. La tierra, abandonada a su espontánea fertilidad y cubierta con inmensos bosques que el hacha no mutiló jamás, ofrece a cada paso almacenes y retiro a los animales de toda especie. Los hombres, dispersados entre ellos, observan, imitan su industria y se levantan así hasta el instinto de los brutos, con la ventaja de que cada especie no tiene más que el suyo propio, mientras que el hombre, que acaso no tiene ninguno que le pertenezca, se los apropia todos, se nutre por igual con la mayor parte de los diversos alimentos que los demás animales se reparten, y halla, por tanto, su subsistencia con facilidad mayor que cualquier otro animal. Acostumbrados desde la infancia a las inclemencias del aire y al rigor de las estaciones, ejercitados en la fatiga y obligados a defender, desnudos y sin armas, su propia vida contra los brutos feroces, o a escapar de ellos a la carrera; los hombres van formándose un temperamento robusto y casi inalterable. Trayendo al mundo los hijos la excelente constitución de sus padres y fortificándola por los mismos ejercicios que la produjeron, adquieren cuanto vigor es posible en la especie humana. La naturaleza emplea con ellos lo que la ley de Esparta con los hijos de los ciudadanos: hace fuertes y robustos a los que están bien constituidos, y obliga a los demás a perecer. Diferénciase en esto de nuestras sociedades, en las cuales al entregar el Estado los hijos onerosos a sus padres, los mata indistintamente antes de su nacimiento. El hombre salvaje conoce como único instrumento el cuerpo, por lo que lo emplea en diversos usos de que nosotros somos incapaces por falta de ejercicio. Nuestra industria nos quita la fuerza y la agilidad que la necesidad obliga a poseer. Si hubiese tenido hacha, ¿habría roto su mano tan fuertes ramas? Si hubiera tenido honda, ¿lanzaría a brazo piedras con tanta fuerza? Si hubiese tenido escalera,
  • 3. ¿treparía con tanta ligereza por un árbol? Si hubiera tenido caballo, ¿sería tan rápido en la carrera? Dejad al hombre civilizado el tiempo para reunir máquinas en su derredor, y no puede dudarse de que fácilmente adelantará al hombre salvaje; pero si queréis ver combate más desigual aún, ponedlos desnudos y desarmados frente a frente, y bien pronto conoceréis cuál es la ventaja de tener sin cesar sus fuerzas a su disposición, sin estar siempre prevenido a todo y de ir siempre, por decirlo así, por entero consigo mismo. Pretende Hobbes que el hombre es por naturaleza intrépido, y no busca otra cosa que atacar y combatir. Un filósofo ilustre opina, por el contrario, y Cumberland y Pufendorff lo aseguran también, que nada hay más tímido que el hombre en estado de naturaleza, y que está siempre dispuesto a huir al menor ruido que le hiera, al menor movimiento que perciba. Tal vez sea así para los objetos que no conozca, y no dudo de que se asuste ante los nuevos espectáculos que se le presentan, siempre que no pueda distinguir el bien y el mal físicos que de ellos debe esperar, ni sepa comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr; circunstancias raras en el estado de naturaleza, donde todas las cosas marchan de manera tan uniforme, y donde la faz de la tierra no está sujeta a esos cambios bruscos y continuos que producen las pasiones y la inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre salvaje, como vive dispersado entre los animales y por encontrarse casi desde su infancia en el caso de medirse con ellos, hizo bien pronto la comparación, y sintiendo que los supera más en destreza que ellos le aventajan en fuerza, aprendió a no temerlos. Poned un oso o un lobo en riña con un salvaje robusto, ágil, valiente como lo son todos, armado de piedras, de un buen palo, y veréis cómo el peligro será cuando menos recíproco, y que, después de muchas experiencias semejantes, las bestias feroces, que no gustan de atacarse mútuamente, atacarán con pocas ganas al hombre, porque lo habrán hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que realmente tienen más fuerza que él destreza, se halla frente a ellos en el caso de otras especies más débiles, que no por esto dejan de subsistir; con esta ventaja para el hombre: que no menos dispuesto que ellos para la carrera y hallando sobre los árboles refugio casi seguro, puede en todas partes tomarlo o dejarlo a voluntad, así como la elección de la fuga o del combate. Añadamos que no parece que animal alguno haga naturalmente la guerra al hombre, fuera del caso de su propia defensa o de extremada hambre, ni tampoco que tenía hacia él estas violentas antipatías que parecen anunciar que la naturaleza destina a una especie para servir de pasto a la otra. He ahí sin duda las razones de por qué los negros y los salvajes se hallan pocas veces en lucha con los animales feroces que pueden encontrar en las selvas. Los caribes de Venezuela, entre otros, viven en ese aspecto en la más profunda seguridad y sin el menor inconveniente. "Aunque estén casi desnudos —dice Francisco Correal—, no dejan de exponerse resueltamente en los bosques, armados sólo con su flecha y su arco; pero nunca se ha oído decir que cualquiera de ellos haya sido devorado por las fieras."
  • 4. Otros enemigos más temibles, de los cuales no tiene el hombre los mismos medios de defenderse, son las enfermedades naturales, la infancia, la vejez y los padecimientos de todas clases; tristes signos de nuestra debilidad, los dos primeros de los cuales son comunes a todos los animales, mientras el último pertenece principalmente al hombre que vive en sociedad. Observo además, con respecto a la infancia, que llevando la madre con ella por todas partes a su hijo, tiene mayor facilidad de alimentarlo que las hembras de muchos animales, las cuales se ven obligadas a ir y venir sin cesar, con gran fatiga, por un lado a buscar su pasto y por otro a dar de comer o amamantar a sus hijuelos. Es cierto que si la mujer perece, el niño corre asimismo el riesgo de perecer con ella; pero este peligro es común a otras múltiples especies cuyos hijos no están por mucho tiempo en situación de ir a buscar por sí solos su sustento; y si la infancia es más larga entre nosotros, siendo la vida más larga también, todo viene a ser igual en este punto, aunque haya sobre la duración de la primera edad y sobre el número de hijos otras reglas que no son motivo de mi análisis. En los ancianos, que actúan y transpiran poco, la necesidad de alimentos disminuye juntamente con la facultad de procurárselos; y como la vida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y la vejez es, entre todos los males, el que los auxilios humanos pueden aliviar menos, se extinguen por fin sin que se advierta qué cesan de ser y casi sin que ellos mismos se den cuenta. Respecto a las enfermedades, no repetiré las falsas y vanas declamaciones que la mayor parte de las personas en buena salud hacen contra la medicina; pero preguntaré si hay alguna observación sólida de la cual se pueda deducir que en el país donde este arte se halla más descuidado, la vida media del hombre sea más corta que en aquellos donde la medicina es cultivada con el mayor interés. ¿Y como podrá ser esto, si nosotros nos proporcionamos enfermedades más considerables que remedios puede suministrarnos la medicina? La extrema desigualdad en la manera de vivir; el exceso de ociosidad en unos; el exceso de trabajo en otros; la facilidad de excitar y satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad; los alimentos muy refinados de los ricos, que los nutren de sofocantes jugos y los cargan de indigestiones; la mala alimentación de los pobres, de la que carecen aún con más frecuencia, y por cuya falta recargan ávidamente su estómago en la ocasión propicia; la vigilancia, el exceso de todo género, los inmoderados transportes de las pasiones, las fatigas y desalientos del espíritu, las tristezas y penas sin número que se experimentan en todos los estados y de que las almas se ven atormentadas constantemente: he ahí las causas funestas y probadoras de que la mayor parte de nuestros males son obra nuestra, y de que los habríamos evitado en su mayor parte de haber conservado la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria que nos estaba prescrita por la naturaleza. Si ésta nos había destinado para estar sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra la naturaleza, y que el hombre que medita es un animal estragado. Cuando se examina la buena constitución de los salvajes, al menos de aquellos a quienes no hemos perdido con nuestros licores fuertes; cuando se sabe que casi no conocen otras
  • 5. enfermedades que las heridas y la vejez, casi nos inclinamos a creer cuán fácilmente se haría la historia de las enfermedades humanas sólo con seguir la de las sociedades civilizadas. Al menos ésta es la opinión de Platón, que entiende, según determinados remedios empleados o aprobados por Podaliro y Macaón en el sitio de Troya, que diversas enfermedades que estos remedios debían curar no eran aún conocidas entre los hombres. Y Celso refiere que la dieta, tan necesaria hoy, empezó a ser aplicada por Hipócrates. Con tan escasos orígenes de los males, el hombre apenas tenía en el estado de naturaleza necesidad alguna de remedio, y menos de médicos. La especie humana no está, pues, en este particular en peor condición que las otras especies, y fácil es saber si los cazadores hallan en sus excursiones muchos animales enfermos. Hállanse con grandes heridas muy bien cicatrizadas, con huesos o miembros rotos y compuestos sin otro cirujano que el tiempo, ni otro régimen que su ordinaria vida y que no están menos curados por no haber sido atormentados con pinchazos, ni emponzoñados con drogas, ni extenuados con ayunos. En una palabra, por útil que pueda ser entre nosotros la medicina bien administrada, siempre es cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a sí mismo, nada tiene que esperar sino de la naturaleza, en cambio sólo tiene que temer a su enfermedad, lo que hace su situación frecuentemente más favorable que la nuestra. Guardémonos, pues, de confundir al hombre salvaje con los hombres que tenemos ante la vista. La naturaleza trata a todos los animales abandonados a sus cuidados con una predilección que parece demostrar cuán celosa es de este derecho. El caballo, el gato, el loro, el asno mismo tienen generalmente más elevada talla, constitución más robusta, mayor vigor, valor y fuerza en los bosques que en nuestras casas; pierden la mitad de sus ventajas convirtiéndose en domésticos, y se diría que todos nuestros cuidados en tratarlos bien y en nutrirlos no conducen más que a bastardearlos. Al convertirse en sociable y esclavo, hácese débil, temeroso, rastrero, y su manera de vivir, blanda y afeminada, acaba de enervar a la vez su fuerza y su valor. Añádase que entre las condiciones salvaje y doméstica, la diferencia de hombre a hombre debe ser mayor aún que la de bruto a bruto; porque habiendo sido el animal y el hombre tratados igualmente por la naturaleza, todas las comodidades que el hombre se proporcione sobre las que da a los animales que amansa son otras tantas causas singulares que le hacen degenerar más sensiblemente. No constituyen, pues, grandes desdichas para los primeros hombres, ni sobre todo grandes obstáculos para su conservación, la desnudez, la falta de habitación y la privación de todas esas inutilidades que tan necesarias creemos. Si no tienen la piel velluda, en los países cálidos no tienen necesidad alguna de ella, y en los fríos saben inmediatamente apropiarse la de los brutos vencidos; si no tienen más que dos pies para correr, poseen dos brazos para proveer sus necesidades; sus hijos quizá anden tarde y con trabajo, pero las madres los llevan con facilidad, ventajas
  • 6. de que carecen las demás especies, en las cuales, cuando es perseguida la madre, se ve obligada a dejar abandonados sus hijos o a seguir el paso de éstos. Por último, a menos de suponer esos concursos singulares y fortuitos de circunstancias de que hablaré más adelante, y que bien podrían no llegar jamás, es evidente en todo caso que el primero que se hizo vestidos o habitación diose con ello cosas poco necesarias, puesto que hasta entonces pudo pasarse sin ellos, y no se ve por qué no habría de poder sufrir, hecho hombre, el género de vida que soportaba desde su infancia. Solo, ocioso y siempre cercano al peligro, al hombre salvaje debe gustarle dormir y tener el sueño ligero como el de los animales, que pensando poco duermen, por decirlo así, todo el tiempo en que no piensan. Su propia conservación constituye el único cuidado, por lo que sus facultades más ejercitadas deben ser aquellas que tienen por principal objeto el ataque y la defensa, sea para dominar su presa, sea para asegurarse de no ser víctima de otro animal. Por el contrario, los órganos que no se perfeccionan sino por la molicie y la sensualidad deben permanecer en cierto estado de tosquedad, que excluye en él toda especie de delicadeza, y, hallándose sus sentidos divididos sobre este punto, tendrá el tacto y el gusto de una rudeza extrema, mientras que la vista, el oído y el olfato gozarán de una sutileza de suma sensibilidad. Tal es el estado del animal en general, y así es, según las referencias de los viajeros, el de la mayor parte de los pueblos salvajes. Por todo ello, no hay por que asombrarse de que los hotentotes del Cabo de Buena Esperanza descubran a simple vista barcos en alta mar, a la misma distancia a que los ven los holandeses con ayuda de sus anteojos; ni tampoco de que los salvajes de América oliesen a los españoles por las huellas como habrían hecho los mejores perros; ni de que todas esas naciones bárbaras soporten sin molestia su desnudez, agucen su gusto a fuerza de pimienta y beban los licores europeos lo mismo que el agua. No he estudiado hasta aquí mas que al hombre físico. Tratemos de mirarlo ahora por el lado metafísico o moral. En todo animal no veo otra cosa que una ingeniosa máquina a la cual ha dado la naturaleza sentidos para elevarse ella misma y para asegurarse, hasta cierto punto, contra aquello que tiende a destruirla o a desordenarla. Las mismas cosas percibo en la máquina humana, con esta diferencia: que la naturaleza hace por sí sola todo en las operaciones del bruto, mientras que el hombre concurre a las suyas en calidad de agente libre. El uno escoge o rechaza por instinto, y el otro por un acto de albedrío; lo cual da por resultado que el bruto no pueda separarse del precepto a que está sometido, aun cuando el hacerlo así le fuera ventajoso, y el hombre se aparta de la regla frecuentemente en virtud de su criterio. Así es como un pichón perecería de hambre al lado de una fuente colmada de las mejores carnes, y un gato sobre montones de frutas o de granos, aunque uno y otro pudiesen muy bien, de serles conocido, nutrirse con el alimento que
  • 7. desprecian. Así es como los hombres disolutos se entregan a excesos que les producen las fiebres y la muerte, porque el espíritu estraga los sentidos y porque la voluntad habla, aun cuando la naturaleza calle. Todo animal tiene ideas, puesto que tiene sentidos y combina incluso sus ideas hasta cierto grado: el hombre no se diferencia del bruto en este aspecto más que del más al menos; y hasta ciertos filósofos han ido más lejos, sosteniendo que hay más diferencia entre determinados hombre y hombre que entre determinados hombre y bruto. La naturaleza ordena a todo animal y el bruto obedece. El hombre experimenta la misma impresión, pero reconócese libre de acceder o resistir. En la conciencia de esta libertad es donde principalmente se descubre la espiritualidad de su alma, porque la física explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la formación de las ideas; pero en la facultad de querer, o más bien de escoger, y en el sentido de esta facultad, no se encuentran más que actos puramente espirituales, de los que nada se nos explica por las leyes de la mecánica. Pero aun cuando las dificultades que rodean todas estas cuestiones dejaran lugar para discutir sobre esta diferencia entre el hombre y el animal, hay otra cualidad muy específica que los distingue y sobre la cual no puede existir discrepancia, y es la facultad de perfeccionarse, facultad que con ayuda de las circunstancias, desenvuelve sucesivamente a las restantes y reside en nosotros, tanto en la especie como en el individuo; mientras que un animal es al cabo de algunos meses lo que será toda su vida, y su especie al cabo de mil años es lo que era el primer año de esos mil años. ¿Por qué sólo el hombre es susceptible de convertirse en imbécil? ¿No es porque vuelve de este modo a su estado primitivo, y porque en tanto que el bruto, que nada adquiere, ni tiene tampoco nada que perder, permanece siempre en su instinto, el hombre pierde por la vejez u otros accidentes todo lo que la perfectibilidad le había hecho adquirir, cayendo así mucho más bajo que el mismo bruto? Sería triste para nosotros vernos obligados a convenir en que esta facultad distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desgracias del hombre, que ella es la que le saca, a fuerza de tiempo, de esta condición originaria, en la cual pasaría los días de su vida tranquilos e inocentes; que es igualmente esa facultad la que, haciendo brillar con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y sus virtudes, le hace al cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza. Sería horrible vernos obligados a colocar entre los seres bienhechores al primero que enseñó a los habitantes de las riberas del Orinoco el uso de esas tabletas que aplican a las sienes de sus hijos, asegurándoles cuando menos una parte de su imbecilidad y de su felicidad original. Entregado el hombre salvaje por la naturaleza a un solo instinto, o más bien, indemnizado del que quizá le falta, por las facultades capaces de suplir primero y de elevarse después sobre aquél, comenzará por las funciones puramente
  • 8. animales. Percibir y sentir serán su primer estado, que le será común con todos los animales. Querer y no querer, desear y temer, serán las primeras y casi las únicas operaciones de su alma, hasta que nuevas circunstancias ocasionen nuevos desarrollos. Opinen lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe mucho a las pasiones, que recíprocamente le deben también mucho, y la causa principal del perfeccionamiento de nuestra razón se halla en la actividad de aquéllas. Tratamos de conocer sólo porque deseamos gozar, y no es posible concebir por qué quien no tuviera deseos ni temores habría de tomarse el trabajo de razonar. Las pasiones, a su vez, se originan en nuestras necesidades y el progreso de ellas en nuestros conocimientos, porque no se pueden desear o temer las cosas más que por las ideas que acerca de ellas podamos tener o por simple impulso de la naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda clase de luces, no experimenta más que pasiones de esta última especie; sus deseos no van más allá de sus necesidades físicas. Los únicos bienes que conoce en el universo son la alimentación, la hembra, el reposo los únicos males que teme, el dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte, porque el animal no sabrá nunca lo que es morir, siendo el conocimiento de la muerte y sus terrores una de las primeras adquisiciones que el hombre ha realizado al separarse de su condición de animal. Me sería fácil, si fuera menester, apoyar este sentimiento en varios hechos y hacer ver que en todas las naciones del mundo los progresos del espíritu han estado precisamente en proporción con las necesidades que los pueblos habían recibido de la naturaleza, o con las sugeridas por las circunstancias, y, por consiguiente, con las pasiones que los llevaban a proveer a sus necesidades. Presentaría en Egipto las artes nacientes, entendiéndose con los desbordamientos del Nilo; seguiría su progreso entre los griegos, donde vióseles germinar, crecer y elevarse hasta los cielos, entre las arenas y las rocas del Ática, sin poder echar raíces en las fértiles orillas del Eurotas; observaría que, en general, los pueblos del Norte son más industriosos que los del Mediodía, porque no pueden pasar sin serlo, como si la naturaleza quisiera igualar así las cosas, dando a los espíritus la fertilidad que niega a la tierra. Pero sin recurrir a los testimonios inseguros de la historia, ¿quién no ve que todo parece alejar del hombre salvaje la tentación y los medios de dejar de serlo? Su imaginación nada le pinta, su corazón nada le pide. Sus necesidades moderadas fácilmente encuentran remedio a mano, y tan lejos está del grado de conocimientos necesarios para desear o adquirir otros mayores, que no puede tener ni prevenciones ni curiosidad. El espectáculo de la naturaleza llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar. Siempre el mismo orden, siempre las mismas revoluciones, no tiene su espíritu dispuesto para admirarse de maravillas más altas, y no es en él donde debe buscarse la filosofía necesaria para saber observar una vez lo que ha visto todos los días. Su alma, que nada conmueve, se entrega al sentimiento único de su existencia actual, sin idea alguna del porvenir, por cercano que pueda estar; y sus propósitos, limitados como sus aspiraciones,
  • 9. apenas se extienden hasta el término del día. Tal es hoy mismo el grado de previsión del caribe; vende por la mañana su cama de algodón y vuelve llorando por la noche para rescatarla, por no haber comprendido que la necesitaría de nuevo. Cuanto más se medita sobre esta materia, más se agranda a nuestros ojos la distancia de las puras sensaciones a los más simples conocimientos. Es imposible concebir cómo un hombre habría podido con sólo sus fuerzas, sin el auxilio de la comunicación y sin el aguijón de la necesidad, pasar los límites de tan enorme intervalo. ¿Cuántos siglos han transcurrido quizá antes que el hombre haya llegado a ver otro fuego que el del cielo? ¿Cuántos incidentes habrán sido necesarios para enseñarle los usos más comunes de este elemento? ¿Cuántas veces lo han dejado apagar antes de haber adquirido el arte de reproducirlo? ¿Y cuántas veces quizá cada uno de estos secretos habrá muerto con el que lo había descubierto? ¿Qué diremos de la agricultura, arte que exige tanto trabajo y previsión, que tanto tiene de otras artes, que con toda evidencia sólo es practicable en una sociedad al menos comenzada y que sirve no tanto para sacar de la tierra los alimentos, que entregaría sin eso, como para obligarla a las preferencias que son más de nuestro gusto? Mas supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo que los productos naturales no hubiesen bastado para alimentarlos; suposición que, dicho sea de paso, demostraría gran ventaja para la especie humana en esta manera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin talleres, los instrumentos de labor hubiesen caído del cielo a las manos de los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que todos tienen para un trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever desde tan lejos sus necesidades; que adivinaran cómo es preciso cultivar la tierra, sembrar las semillas y plantar los árboles; que hubiesen encontrado el arte de moler el trigo y de poner la uva en fermentación, cosas todas que les ha sido necesario suponer enseñadas por los dioses, no pudiendo concebir cómo han podido aprenderlas por sí mismos. ¿Cuál sería, según esto, el hombre bastante insensato para atormentarse con el cultivo de un campo, que sería despojado por el primero que llegase, hombre o bruto, a quien conviniera la mies? ¿Y cómo podrá resolverse cada cual a pasar su vida en penoso trabajo, tanto más seguro de no recibir el precio cuanto más necesario le sea? En una palabra, ¿cómo podrá esta situación traer a los hombres al cultivo de la tierra, si no es por medio de su reparto entre ellos, esto es, cuando desaparece el estado de naturaleza? Aunque quisiéramos suponer un hombre salvaje tan hábil en el arte de pensar como son nuestros filósofos; aunque hiciéramos, a ejemplo suyo, de aquél un filósofo que por sí descubriese las más sublimes verdades, exponiendo, mediante series de razonamientos muy abstractos, máximas de justicia y de razón, deducidas de1 amor al orden en general o de la voluntad conocida del Creador; en una palabra, aunque le supusiéramos en el espíritu tanta inteligencia y tantas luces como pesadez y estupidez debe tener y se le hallan, en efecto, ¿qué utilidad sacaría la especie de toda esta metafísica que no podría comunicarse y que perecería con el individuo que la habría inventado? ¿Qué progreso podría hacer el
  • 10. género humano esparcido en el bosque entre los animales? ¿Y hasta qué punto podrían perfeccionarse e ilustrarse mutuamente hombres que, no teniendo domicilio fijo ni necesidad alguna el uno del otro, se encontrarían probablemente un par de veces en su vida, sin conocerse y sin hablarse? Obsérvese cuántas ideas debemos al uso de la palabra, cómo la palabra ejerce y facilita las funciones del espíritu y piénsese en las inconcebibles penas y en el tiempo infinito que ha debido de costar la primera invención de las lenguas; únanse estas reflexiones a las anteriores, y se juzgará cuántos millones de siglos han debido de necesitarse para desenvolver sucesivamente en el espíritu humano la operación de que era capaz. Séame permitido considerar un momento las dificultades del origen de las lenguas. Podría contentarme con citar o repetir aquí las investigaciones que el abate de Condillac ha hecho sobre esta materia, las cuales confirman plenamente mi opinión y que acaso me han sugerido la primera idea. Pero la manera que tiene este filósofo de resolver las dificultades que se presenta a si mismo, sobre el origen de los signos instituidos, demuestra que ha supuesto lo que yo pongo a discusión, a saber: cierta especie de sociedad ya establecida entre los inventores del lenguaje; por lo que creo que, remitiéndome a sus consideraciones, debo añadir las mías para exponer las mismas dificultades con la claridad que conviene a mi objeto. La primera que presento es el imaginar cómo las lenguas pudieron hacerse necesarias, porque no teniendo los hombres correspondencia alguna entre sí, ni necesidad de tenerla, no se concibe la necesidad de esta invención ni su posibilidad, si es que no fue indispensable. Diré también, como otros muchos, que las lenguas han nacido en el comercio doméstico de los padres, las madres y los hijos; pero, además de que esto no resolvería las objeciones, sería incurrir en la falta de los que, razonando sobre el estado de naturaleza y trasladando a ésta, ideas tomadas en la sociedad, siempre ven a la familia reunida en una misma habitación, y a sus miembros guardando entre ellos unión tan íntima y permanente como entre nosotros, donde tantos intereses comunes los reúnen; mientras que en este primitivo estado, no teniendo ni casa, ni cabañas, ni propiedad de ninguna especie, cada uno se alojaba al acaso, y con frecuencia para una sola noche: los varones y las hembras se unían fortuitamente según su encuentro, la ocasión y el deseo, sin que la palabra fuera intérprete muy necesario de las cosas que hubieran de decirse, y hasta se apartaban con la misma facilidad. La madre amamantaba, al principio, a sus hijos por su propia necesidad; después, queriéndolos por hábito, los alimentaba; tan pronto como adquirían fuerza para buscarse su sustento, aquéllos abandonaban a la madre, y como allí no había otro medio de encontrarse que él de no perderse de vista, pronto llegaban a no conocerse unos a otros. Observad, además, que teniendo el niño todas sus necesidades por explicar, y, por consiguiente, más cosas que decir a la madre que la madre al niño; éste es quien debía hacer los mayores esfuerzos de invención;
  • 11. de manera que la lengua que él empleaba debía ser en gran parte su propia obra; lo cual multiplica las lenguas tanto como individuos hay para hablar, a lo que contribuye todavía más la vida errante y vagabunda, que no deja a idioma alguno tiempo para adquirir consistencia. Porque decir que la madre dicta al hijo las palabras de que deberá servirse para pedirle una cosa, es manifestar cómo se enseñan las lenguas ya formadas, pero no enseñar cómo se forman éstas. Supongamos vencida esta primera dificultad; crucemos por un momento el inmenso espacio que debió de encontrarse entre el puro estado de naturaleza y la necesidad de las lenguas, y busquemos, suponiéndolas necesarias, cómo pudieron comenzar a establecerse. Nueva dificultad, peor aún que la precedente, porque si los hombres tienen necesidad de la palabra para aprender a pensar, han tenido aún mayor necesidad de saber pensar para encontrar el arte de la palabra; y después de comprender cómo el sonido de la voz ha sido tomado por interpretación convencional de nuestras ideas, quedaría siempre por saber cuáles han podido ser los medios de interpretar las ideas que, no teniendo objeto sensible, no podían indicarse ni por el gesto ni por la voz; de suerte que apenas se pueden formar conjeturas admisibles acerca del nacimiento de este arte de comunicar sus pensamientos y establecer comercio entre sus espíritus. Arte sublime que está ya muy lejano de su origen; pero que el filósofo ve aún a tan prodigiosa distancia de su perfección, que no hay hombre bastante atrevido para afirmar que ésta llegará algún día, aunque las revoluciones que el tiempo trae necesariamente fuesen suspendidas en favor suyo, y los prejuicios saliesen de las academias o se callasen ante ellas, para que éstas pudieran ocuparse de este espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupción. El primer lenguaje del hombre, el lenguaje más universal, el más enérgico, el único de que hubo necesidad antes de que fuese preciso persuadir a hombres reunidos, es el grito de la naturaleza. Como este grito era arrancado por una especie de instinto en ocasiones forzosas, para implorar socorro en los grandes peligros o alivio en los males violentos, no era de uso frecuente en el curso ordinario de la vida, donde reinan sentimientos más moderados. Cuando las ideas de los hombres comenzaron a extenderse y a multiplicarse, y se estableció entre ellos comunicación más estrecha, buscaron signos más numerosos y un lenguaje más extenso. Multiplicaron las inflexiones de la voz y añadieron los gestos que por su naturaleza son más expresivos, y cuyo sentido depende menos de una determinación anterior. Expresaban, pues, los objetos visibles y móviles por gestos, y aquellos que hieren el oído, por sonidos imitativos; pero como el gesto no indica apenas más que los objetos presentes o fáciles de describir y las acciones visibles, no siendo de uso universal, porque la oscuridad o la interposición de un cuerpo lo hacen inútil, y, como más exige atención que la excita, se imaginó, por fin, sustituirlo con articulaciones de la voz, las cuales, sin tener la misma relación con ciertas ideas, son más a propósito para representarlas
  • 12. todas como signos instituidos; sustitución que no pudo hacerse más que de común consentimiento y de manera demasiado difícil de concebir en sí misma, porque este acuerdo unánime debió de ser motivado, y la palabra parece haber sido harto necesaria para establecer el uso de la palabra. Debe comprenderse que las primeras palabras de que los hombres hicieron uso tuvieron en su espíritu una significación mucho más extensa que las empleadas en lenguas ya formadas, y que ignorando la división de la oración en sus partes constitutivas, los hombres dieron a cada palabra el sentido de una proposición entera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto del atributo y el verbo del nombre, cosa que no fue mediano esfuerzo de ingenio, los sustantivos no fueron más que nombres propios, el infinitivo el único tiempo de los verbos, en cuanto a los adjetivos, la noción no debió de desarrollarse sino muy difícilmente, porque todo adjetivo es una palabra abstracta, y las abstracciones son actos penosos y poco naturales. Cada objeto recibió desde luego un nombre particular; sin consideración a los géneros y a las especies, que estos primeros fundadores no estaban en condiciones de distinguir; y todos los individuos se presentaron aislados a su espíritu, como lo estaban en el cuadro de la naturaleza. Si una encina se llamaba A, otra se llamaba B, pues la primera idea que se obtiene de dos cosas es que ambas no son las mismas y a menudo se necesita mucho tiempo para observar lo que las dos tienen de común, de manera que cuanto más se limitan los conocimientos, más extenso se hace el diccionario. La dificultad de esta nomenclatura no pudo ser resuelta fácilmente, porque para colocar a los seres bajo denominaciones comunes y genéricas era menester conocer las propiedades y las diferencias, eran precisas observaciones y definiciones; es decir, la historia natural y la metafísica en grado mucho mayor que los hombres de aquel tiempo podían tener. Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el espíritu sino con ayuda de las palabras, y el entendimiento no las alcanza sino mediante proposiciones. Esta es una de las razones por las que los animales no sabrán formarse tales ideas ni adquirir nunca la perfección que de ellas depende. Cuando un mono va sin vacilar de una nuez a otra, ¿se cree que tiene idea general de esta clase de fruto y que compara su arquetipo con estos dos individuos? Sin duda que no; pero la vista de una de estas nueces trae a su memoria las sensaciones que recibió de la otra, y sus ojos impresionados de cierta manera anuncian a su gusto la impresión que va a recibir. Toda idea general es puramente intelectual. Por poco que la imaginación intervenga, la idea se convierte en particular. Intentad trazaros la imagen de un árbol en general, y jamás lo conseguiréis; a pesar vuestro, será preciso verlo pequeño o grande, débil o frondoso, claro u oscuro; y si depende de vosotros ver sólo aquello que se halla en todo árbol, esta imagen no se parece ya a un árbol. Los seres puramente abstractos se ven de la misma manera, o no se conciben sino por el discurso. Sólo la definición del triángulo os
  • 13. da la verdadera idea de él; tan pronto como ós figuráis uno en vuestro espíritu, es un triángulo determinado, y no otro, y no podéis evitar hacer las líneas sensibles o el proyecto coloreado. Es preciso, por tanto, enunciar proposiciones, es preciso hablar para tener ideas generales, por que tan pronto como la imaginación se detiene, el espíritu no sigue con ayuda del discurso. Si, pues, los primeros inventores no han podido dar nombres mas que a las ideas que ya tenían, se deduce qué los primeros sustantivos no han podido ser nunca otra cosa que nombres propios. Pero luego que, por medios que desconozco, nuestros nuevos gramáticos comenzaron a extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia de los inventores debió de sujetar este método a límites muy estrechos, y así como habían multiplicado al principio los nombres de individuos por no conocer los géneros y las especies, hicieron después pocas especies y géneros por no saber considerar a los seres en todas sus diferencias. Para llevar esas divisiones bastante lejos, fueron precisas más experiencia e ilustración que las que podían tener, y mayores investigaciones y trabajos que los que podían emplear. Luego, si aún hoy se descubren cada día nuevas especies, que hasta ahora habían escapado a la observación, considérese cuánto debió de ocultarse a hombres que sólo juzgaban las cosas por su primer aspecto. En cuanto a las clases primitivas, a las nociones más generales, inútil es añadir que con mayor razón les fueron desconocidas. ¿Cómo, verbigracia, habrían imaginado o entendido las palabras materia, espíritu, sustancia, modo, figura, movimiento, si nuestros filósofos, que desde hace tanto tiempo se sirven de ellas, con dificultad las entienden? Además, las ideas que esas palabras encierran, por ser puramente metafísicas, no tienen en la naturaleza modelo alguno de donde pudieran haberse tomado. Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jueces suspendan aquí su lectura para considerar, a partir solamente de la invención de los sustantivos físicos, es decir, de la parte de la lengua más fácil de encontrar, el camino que queda aún por recorrer para expresar todos los pensamientos del hombre, para tomar forma constante, poder ser hablada en público e influir en la sociedad. Les suplico también reflexionen en el tiempo y conocimientos que han sido precisos para hallar los números, las palabras abstractas, los aoristos y todos los tiempos de los verbos, las partículas, la sintaxis, ligar las oraciones, los razonamientos y formar toda la lógica del discurso. En cuanto a mí, asustado por las dificultades que se multiplican, y convencido de la imposibilidad casi demostrada de que las lenguas hayan podido nacer y establecerse por medios puramente humanos, dejo al que quiera emprenderla la discusión de este difícil problema: si ha sido más necesaria la sociedad ya formada para la institución de las lenguas, o las lenguas ya inventadas para el establecimiento de la sociedad. Sea lo que fuere de estos orígenes, se ve al menos el escaso cuidado que la naturaleza se tomó en unir a los hombres por medio de mutuas necesidades y de facilitarles el uso de la palabra; lo poco que ha preparado su sociabilidad y lo poco que ha supuesto de su parte en todo lo que aquéllos han hecho para establecer
  • 14. los vínculos. En efecto, es imposible imaginar por qué en esta situación primitiva tendría un hombre necesidad de otro hombre en mayor grado que un lobo o un mono la tienen de su semejante; ni, supuesta esta necesidad; por qué razón podría prestarse el otro hombre a los deseos del primero; ni aun en este caso, como podrían convenir entre ellos sus condiciones. De sobra sé que se repite sin cesar que nada hubo tan miserable como el hombre en ese estado; y si es cierto, como creo haberlo demostrado, que solamente después de muchos siglos pudo tener deseo y ocasión de salir de él, ello sería motivo para entablar un proceso contra la naturaleza, y no contra aquel a quien de tal modo había ella misma destituido. Pero, si interpreto bien el término miserable, comprendo que es un vocablo que no tiene sentido alguno, o que no significa más que la privación dolorosa y el sufrimiento del cuerpo o del alma, y entonces querré que se me explique cuál pudo ser el género de miseria de un ser libre con la paz en el corazón y el cuerpo en perfecta salud. Entonces pregunto: de la vida civil o natural, ¿cuál está más sujeta a convertirse en insoportable para los que disfrutan de aquéllas? No vemos en derredor de nosotros casi otra cosa que gentes que se lamentan de su existencia, muchos que en cuanto pueden hasta se privan de ella, no bastando la unión de las leyes divina y humana para poner término a este desorden. Pregunto si en tiempo alguno se ha oído decir que un salvaje en libertad haya siquiera intentado quejarse de la vida y darse muerte. Júzguese, pues, con menos orgullo, de qué lado está la verdadera miseria. Por el contrario, nada hubiera sido tan miserable como el hombre salvaje desvanecido por las luces intelectuales, atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado distinto del suyo. Por sabia providencia, las facultades que tenía en potencia no debían desarrollarse sino con las ocasiones de ejercerlas, para que no le resultasen superfluas y de pesada carga antes de tiempo, ni tardías e inútiles en la ocasión oportuna. Con solo el instinto tenía cuanto necesitaba para vivir en el estado de naturaleza; y con la razón cultivada no tiene más que lo necesario para vivir en sociedad. Desde luego parece que no teniendo los hombres en este estado manera alguna de relación moral, ni de deberes conocidos, no podían ser buenos ni malos, y no tenían vicios ni virtudes; a menos que, tomando estas palabras en sentido físico, llamemos vicios en el individuo a las cualidades que pueden perjudicar a su propia conservación, y virtudes a las que pueden favorecerla, en cuyo caso sería preciso calificar de más virtuoso al que menos resistiera los impulsos de la naturaleza. Pero, sin separarnos del sentido ordinario, es oportuno suspender el juicio que podríamos formar sobre semejante situación y desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, con la balanza en la mano, hayamos examinado si existen más virtudes que vicios entre los hombres civilizados, o si sus virtudes son más ventajosas que funestos son sus vicios o si el progreso de sus conocimientos es indemnización suficiente de los males que mutuamente se hacen a medida que se enteran del bien que deben hacerse; o si no se hallarían en situación más feliz con no tener ni mal que temer ni bien que esperar de nadie, por estar sometidos a una dependencia universal y con obligarse a recibirlo todo de aquellos que no se obligan a darles nada.
  • 15. Sobre todo, no vamos a deducir, con Hobbes, que, por no tener el hombre ninguna idea del bien, fue naturalmente malo; que fue vicioso porque no conocía la virtud; que negó siempre a sus semejantes los servicios que no creía deberles, y que en virtud del derecho que con razón se atribuía a las cosas que necesitaba, vanamente se consideraba como dueño único de todo el universo. Hobbes ha comprendido perfectamente el vacío que dejan todas las modernas definiciones del derecho natural; pero las consecuencias que deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido que no es menos falso. Razonando sobre los principios que establece, debía decir este autor que siendo el estado de naturaleza aquel con el cual nuestra conservación es el cuidado menos dañoso a los demás, era, por consiguiente, el más apropiado a la paz y el más conveniente al género humano. Mas dice precisamente lo contrario, por haber incluido fuera de lugar, en el deber de conservación del hombre salvaje, la necesidad de satisfacer multitud de pasiones que son obra de la sociedad y que han hecho necesarias las leyes. El malo, dice, es un niño fuerte: falta saber si el salvaje es un niño fuerte. Aunque así se aceptase, ¿qué se deduciría? Que, siendo fuerte este hombre, era tan dependiente de los otros como siendo débil y no habría clase de exceso que no cometiera; que pegaría a su madre cuando tardase en darle de mamar; que estrangularía a un hermano cuando se incomodase; que mordería la pierna a otro cuando le interrumpiese o molestase. Pero en el estado de naturaleza son supuestos contradictorios ser fuerte y dependiente; y el hombre es débil cuando está sometido a dependencia, y de ahí que para ser fuerte se emancipe. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el uso de razón, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo tiempo el abuso de sus facultades, como él mismo reconoce. De manera que podría decirse de los salvajes que no son malos precisamente porque no saben lo que es ser bueno; ya que no es el progreso de la ilustración ni el freno de la ley, sino la calma de las pasiones y la ignorancia del vicio lo que les impide hacer mal: tanto plus in illis proficir vitiorum ignoratio, qum in his cognitio virtutis. Hay, además, otro principio que Hobbes no ha visto: que habiendo sido dada al hombre, para suavizar sus determinadas circunstancias, la fiereza de su amor propio, o el deseo de conservarse, antes del nacimiento de ese amor, templa el ardor que tiene hacia su bienestar por medio de la repugnancia innata a ver sufrir a su semejante. Creo que no debo temer contradicción alguna si concedo al hombre la única virtud natural que haya sido obligado a reconocer el más obstinado detractor de las virtudes humanas. Me refiero a la piedad, disposición conveniente a seres tan débiles y sujetos a tantos males como nosotros somos; virtud tanto más universal y útil al hombre cuanto que precede en él al empleo de toda reflexión, y tan natural que los mismos brutos dan de ella algunas veces señales evidentes. Sin hablar de la ternura de las madres para con sus hijos y los peligros que arrostran para protegerlos, se observa todos los días la repugnancia que los caballos tienen para pisotear un cuerpo vivo, un animal no pasa sin inquietud cerca de un animal de su especie muerto; hay algunos que hasta les dan cierta especie de sepultura; los tristes mugidos del ganado al entrar en el matadero anuncian la impresión que recibe ante el horrible espectáculo que le hiere. Con placer vemos cómo el autor de la Fábula de las abejas1 reconoce al hombre como ser compasivo y sensible,
  • 16. saliendo, en el ejemplo que da, de su estilo frío y sutil para ofrecernos la patética imagen de un hombre encerrado que ve fuera una bestia feroz arrancando a un niño del seno de su madre, rompiendo con sus mortíferos dientes los débiles miembros y desgarrando con sus uñas las palpitantes entrañas del niño. ¿Qué espantosa agitación no experimenta este testigo de un suceso en el cual no tiene personal interés? ¡Qué angustias no sufre viendo lo que ve, por no poder llevar algún socorro a la desmayada madre ni al expirante niño! Tal es el puro impulso de la naturaleza anterior a toda reflexión; tal es la fuerza de la piedad natural, que las costumbres más depravadas difícilmente pueden destruir, puesto que se ve todos los días en nuestros espectáculos enternecerse y llorar ante las desdichas de un desventurado que, si se encontrara en lugar del tirano, sin duda agravaría los tormentos de su enemigo; semejante al sanguinario Sila, tan sensible a los males que él no había causado, o a Alejandro de Piro, que no se atrevía a asistir a la representación de tragedia alguna por miedo a que le vieran llorar con Andrómaca y Príamo, mientras que oía sin emoción los gritos de tantos ciudadanos degollados todos los días por orden suya. Mollissima corda Humano generi dare se natura fatetur, Quae lacrimas dedit Mandeville ha comprendido perfectamente que, con toda su moral, los hombres no hubieran sido nunca más que monstruos si la naturaleza no les hubiera dado la piedad en apoyo de la razón; pero no ha visto que de esta única condición derivan todas las virtudes sociales que quiere disputar a los hombres. En efecto, ¿qué son la generosidad, la clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada a los débiles, a los culpables o a la especie humana en general? Bien miradas, la benevolencia y la misma amistad, ¿son otra cosa que productos de una piedad constante, fija sobre un objeto particular, puesto que desear que alguno no sufra es desear que sea feliz? Aun cuando fuera cierto que la conmiseración no es más que un sentimiento que nos coloca en el lugar del que sufre, sentimiento oscuro y vivo en el hombre salvaje, desenvuelto pero más débil en el hombre civilizado, ¿qué importaría esta idea a la verdad de lo que digo, sino para darle más fuerza? En efecto, la conmiseración será tanto más enérgica cuanto más se identifique el animal espectador con el animal paciente; luego es evidente que esta identificación ha debido de ser infinitamente más estrecha en el estado de naturaleza que en el estado de raciocinio. La razón engendra el amor propio, y la reflexión lo fortifica. La razón concentra al hombre en sí mismo, le separa de todo lo que le fatiga y le aflige. La filosofía le aísla; gracias a ella puede decir en secreto, ante un hombre que sufre: "Perece si quieres; yo estoy en lugar seguro". Solamente los peligros de la sociedad entera perturban el tranquilo sueño del filósofo y le arrancan de su lecho. Se puede impunemente ahogar bajo su ventana a un semejante suyo; no tiene
  • 17. más que poner las manos sobre sus oídos y argumentarse un poco, para impedir a la naturaleza que en él se subleva que lo identifique con el que asesinan. El hombre salvaje no tiene ese admirable talento; y falto de sabiduría y de razón, siempre se le ve entregarse aturdidamente al sentimiento primero de humanidad. En los motines, en las contiendas de las calles, el pueblo se reúne, el hombre prudente se aparta; la canalla, las mujeres de los mercados, son las que separan a los combatientes, las que impiden a los hombres decentes su mutuo exterminio.2 Efectivamente; resulta que la piedad es un sentimiento natural que, moderando en cada individuo la actividad del amor propio, concurre a la conservación mutua de toda la especie. La piedad nos lleva sin reflexión al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir, y en el estado de naturaleza sirve también de ley, de costumbre y de virtud, con la ventaja de que nadie intenta desobedecer a su dulce voz. La piedad impedirá al robusto salvaje quitar al débil niño o al viejo enfermo la subsistencia adquirida con trabajo, si espera hallar la suya en otro lado. La piedad inspira a todos los hombres, en lugar de esta máxima sublime de justicia razonada: "Haz a los demás lo que tú quisieras para ti", esta otra máxima de bondad natural, mucho menos perfecta, pero quizá más útil que la anterior: "Haz tu bien con el menor daño que te sea posible para otro". En una palabra, en este sentimiento natural, mejor que en sutiles argumentos, es preciso buscar el motivo de la repugnancia que todo hombre experimenta para obrar mal, aun con independencia de las máximas de educación. Aunque pueda corresponder a Sócrates y a los ingenios de su temple la adquisición de la virtud por la razón, hace mucho tiempo que el género humano no existiría si su conservación hubiera dependido solamente de los razonamientos de los que lo componen. Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los hombres, más bien pendencieros que malos, y más atentos a ponerse a cubierto del mal que podían recibir que inclinados a hacerlo a otros, no estaban sujetos a peligrosas contiendas. Como no tenían entre sí especie alguna de comercio, ni conocían, por consiguiente, la vanidad, la consideración, la estima y el desprecio, ni tenían la menor noción de lo tuyo y lo mío, ni verdadera idea de la justicia: como miraban las violencias que podían sufrir como cosa fácil de reparar, y no por injuria que es preciso castigar, y como no pensaban en la venganza a no ser quizá maquinalmente y en seguida como el perro muerde la piedra que se le tira, sus disputas rara vez hubieran tenido consecuencias sangrientas, a no ser por algo más importante que el pasto de sus ganados, pero veo algo más peligroso y de lo cual voy a hablar. Entre las pasiones que agitan el corazón del hombre, hay una ardiente, impetuosa, que hace necesario un sexo al otro; pasión terrible que desafía todos los peligros, vence todos los obstáculos, y en sus furores parece más propia para la destrucción que para la conservación del género humano a que está destinada. ¿Qué llegarían a ser los hombres, presa de esta rabia desenfrenada, sin pudor, sin continencia, y disputándose cada día sus amores a costa de su sangre?
  • 18. Es preciso convenir, desde luego, en que cuanto más violentas son las pasiones, más necesarias son las leyes para contenerlas; pero aparte de que los desórdenes y los crímenes que aquéllas causan nos enseñan demasiado acerca de la insuficiencia de las leyes sobre el particular, bueno sería también examinar si estos desórdenes no han nacido con las leyes mismas, porque entonces, aunque fueran capaces de reprimirlos, lo menos que se podía exigir de ellos sería la corrección de un mal que sin las leyes no hubiera existido. Empecemos por distinguir lo moral de lo físico en el sentimiento del amor. Lo físico es ese deseo general que lleva un sexo a la unión con el otro. Lo moral es lo que determina ese deseo y lo fija exclusivamente sobre un objeto, o que por lo menos le da para ese objeto preferido mayor grado de energía. Ahora bien: resulta fácil ver cómo la moral del amor es un sentimiento ficticio, nacido del uso de la sociedad, y elogiado por las mujeres con mucha habilidad y deseo de establecer su imperio y convertir en dominante el sexo que debía obedecer. Estando fundado este sentimiento en ciertas nociones del mérito y de la belleza, que un salvaje no se halla en situación de tener, así como en comparaciones que no puede efectuar, debe de ser para él casi nulo. Porque como su espíritu no ha podido formarse ideas abstractas de regularidad y de proporción, su corazón no es en modo alguno susceptible de sentimientos de admiración y de amor, sentimientos que, aun sin advertirse, nacen de la aplicación de estas ideas: únicamente escucha el temperamento recibido de la naturaleza, y, no teniendo aficiones que no ha podido adquirir, cualquier mujer le parece buena. Limitados a lo físico del amor y bastante afortunados para ignorar estas preferencias que irritan los sentimientos y aumentan las dificultades, los hombres debían sentir con menor frecuencia los ardores del temperamento, y, por consiguiente, las disputas entre ellos serían menos frecuentes y menos crueles. La imaginación, que tantos estragos produce entre nosotros, nada dice a corazones salvajes; cada uno espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza, y a ellos se entrega sin elección, con mayor placer que pasión, y satisfecha la necesidad, el deseo se extingue por completo. Por consiguiente, es cosa fuera de duda que el mismo amor, como las demás pasiones, sólo en la sociedad ha adquirido ese impetuoso ardor qué tan frecuentemente le hace funesto a los hombres, y es tanto más ridículo representar a los salvajes como destrozándose entre ellos sin cesar por satisfacer su brutalidad, cuanto que esta opinión es directamente contraria a la experiencia. Los caribes, por ejemplo, pueblo entre todos los existentes que menos se ha separado del estado de naturaleza, son precisamente los más tranquilos en sus amores y los menos sujetos a los celos, aunque viven en un clima abrasador que parece dar siempre a las pasiones mayor actividad.
  • 19. Con respecto a las inducciones que podrían sacarse de muchas especies de animales, de los combates de los machos que ensangrientan en todo tiempo nuestros corrales, y que hacen resonar en primavera nuestros bosques con sus gritos al disputarse la hembra, es preciso empezar por excluir todas las especies en las que la naturaleza ha establecido evidentemente relaciones distintas que entre nosotros. Así, las peleas de los gallos no constituyen una inducción para la especie humana. En aquellas especies donde la proporción es menos observada, estos combates no pueden tener otra causa que la escasez de hembras en relación con los machos, o los intervalos exclusivos durante los cuales la hembra rehúsa constantemente la aproximación del macho, lo que conduce a la primera causa. Porque si cada hembra, verbigracia, no tolera al macho más que durante dos meses al año, es lo mismo que si el número de hembras se redujese en cinco sextos. Mas ninguno de estos dos casos es aplicable a la especie humana, en la cual el número de sus hembras generalmente excede al de varones, sin que se haya observado nunca, ni aun entre los salvajes, que las hembras tengan, como en otras especies, épocas de calor y de exclusión. Además, entre muchos animales, toda la especie entra a la vez en efervescencia y llega un momento terrible de común ardor, de tumulto, de desorden y de combate, momento que no se produce en la especie humana, donde el amor no es periódico. No se puede, por tanto, deducir de los combates de ciertos animales por la posesión de sus hembras que lo mismo sucedería al hombre en estado de naturaleza. Y aunque se pudiera deducir esa conclusión, como estas discordias no destruyen las otras especies, se debe pensar al menos que serían menos funestas a la nuestra, y es de creer que causarían menor estrago que el producido en nuestra sociedad, sobre todo en los países donde las costumbres se tienen todavía por algo, por los celos de los amantes y la venganza de los esposos, ocasiones diarias de desafíos, muertes y cosas peores, sociedad en la cual el deber de eterna fidelidad no sirve mas que para originar adulterios y donde las leyes de continencia y del honor extienden necesariamente la perversión y multiplican los abortos. Concluyamos que, errante en las selvas, sin industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin vínculos, sin necesidad alguna de sus semejantes, como sin deseo alguno de perjudicarlos, quizá sin conocer a ninguno individualmente, el hombre salvaje, sujeto a pocas pasiones y bastándose a sí mismo, no tenía más que los sentimientos y las luces propios de este estado, ni sentía más que sus verdaderas necesidades, ni miraba más que aquello que creía tener necesidad de ver; su inteligencia no progresaba más que su vanidad. Si por acaso hacía algún descubrimiento, tanto menos podía comunicarlo cuanto que ni aun a sus hijos conocía. Perecía el arte con el inventor; no había educación ni progreso, y las generaciones se multiplicaban inútilmente; partiendo cada una del mismo punto, deslizábanse los siglos con toda la tosquedad de las primeras edades, la especie era ya vieja y el hombre seguía siendo siempre niño.
  • 20. Si me he ocupado tan extensamente sobre la suposición de esta condición primitiva es porque, existiendo antiguos errores y prejuicios inveterados que destruir, he creído que debía ahondar hasta la raíz y enseñar, en el cuadro de la naturaleza, cómo la desigualdad incluso natural está lejos de tener en ese estado tanta realidad e influencia como pretenden nuestros escritores. En efecto, es fácil observar cómo entre las diferencias que distinguen a los hombres, pasan por naturales muchas que únicamente son obra del hábito y de los diversos géneros de vida que los hombres adoptan en la sociedad. Así, en un temperamento robusto o delicado, la fuerza o la debilidad que a cada uno corresponde, con mayor frecuencia viene de la manera dura o afeminada en que se ha vivido, más bien que de la primitiva constitución del cuerpo. Lo mismo sucede con las fuerzas del espíritu, y no solamente la educación establece diferencias entre los espíritus cultivados y aquellos que no lo están; pero aumenta la que se halla entre los primeros en proporción de la cultura, porque si un gigante y un enano van por el mismo camino, cada paso que adelanten uno y otro dará nueva ventaja al gigante. Ahora bien: si se compara la diversidad prodigiosa de educación y de géneros de vida que reina en los diferentes órdenes del estado civil con la sencillez y uniformidad de la vida animal y salvaje, donde todos se nutren con los mismos alimentos, viven del mismo modo y hacen exactamente las mismas cosas, se comprenderá cuánto menor debe de ser la diferencia de hombre a hombre en el estado de naturaleza que en el de sociedad y cuánto debe de aumentar en la especie humana la desigualdad natural por la desigualdad de institución. Pero, aunque la naturaleza afectase en la distribución de sus dones tantas preferencias como se pretende, ¿qué ventajas obtendrían los favorecidos en perjuicio de los demás en un estado de cosas que no admitiría casi ninguna especie de relación entre ellos? Donde no hay amor, ¿de qué servirá la belleza? ¿De qué servirá el ingenio a personas que no hablan, y de qué la astucia a personas que no tienen negocios? Oigo a menudo decir y aun repetir que los más fuertes oprimirán a los débiles; pero quiero que se me explique lo que se quiere decir con la palabra opresión. Unos dominarán con violencia, otros gemirán esclavizados a sus caprichos: he ahí precisamente lo que observo entre nosotros; pero no veo que esto pueda decirse de los hombres salvajes, a los que habría costado mucho trabajo hacer comprender lo que es servidumbre y dominación. Podrá un hombre apoderarse de los frutos que otro ha recogido, del jabalí que ha matado, de la caverna que le sirve de asilo; pero ¿cómo llegará nunca al fin de hacerse obedecer, cuáles podrán ser las cadenas de dependencia entre hombres que nada poseen? Si se me echa de un árbol, tengo libertad para irme a otro; si se me atormenta en un lugar, ¿quién me impedirá ir a otra parte? ¿Se halla un hombre de fuerza muy superior a la mía, y además bastante depravado, bastante perezoso, bastante feroz para obligarme a proveer a su subsistencia, mientras que él permanece ocioso? Es preciso que se resuelva a no perderme de vista un solo
  • 21. instante, a tenerme atado cuidadosamente durante su sueño, por miedo de que me escape o le mate; es decir, que está obligado a exponerse voluntariamente a pena mucho mayor que la que intenta evitar y la que a mí mismo me da. Después de esto, ¿se afloja un momento su vigilancia? ¿Le hace volver la cabeza un ruido imprevisto? Doy veinte pasos en la selva; mis cadenas están rotas y no me vuelve a ver en su vida. Sin prolongar inútilmente estos detalles, cada uno debe ver que estando los vínculos de la servidumbre formados por la dependencia mutua de los hombres y de las recíprocas necesidades que los unen, es imposible esclavizar a un hombre sin haberle puesto de antemano en el caso de no poder prescindir de otro, situación que, por no existir en el estado de naturaleza, deja allí a cada uno libre del yugo y hace vana la ley del más fuerte. Después de haber demostrado que la desigualdad apenas es sensible en el estado de naturaleza, y que su influencia es allí casi nula, me queda por demostrar su origen y sus progresos en los desenvolvimientos sucesivos del espíritu humano. Después de haber demostrado que la perfectibilidad, las virtudes sociales y demás facultades que el hombre natural había recibido en potencia no podían nunca desenvolverse por sí mismas, que tenían necesidad para esto del concurso fortuito de muchas causas extrañas que podían no nacer jamás y sin las cuales hubiera permanecido eternamente en su condición primitiva, me falta por considerar y reunir los diferentes casos fortuitos que han podido perfeccionar la razón humana y han deteriorado la especie, producir un ser malo haciéndolo sociable y en un término más remoto conducir por fin al hombre y al mundo al punto donde nosotros vamos. Confieso que habiendo podido acaecer de muchas maneras los sucesos que tengo que describir, no puedo determinar la elección sino por conjeturas; pero aparte de que estas conjeturas se convierten en razones, aunque son las más probables que se pueden deducir de la naturaleza de las cosas, y los únicos medios que se pueden tener para descubrir la verdad, las consecuencias que voy a deducir de las mías no serán, sin embargo, conjeturas, porque sobre los principios que acabo de establecer no se sabría formar otro sistema que no produjera los mismos resultados y del que yo pudiera deducir las mismas conclusiones. Esto me dispensará de extender mis consideraciones acerca de la manera como ese lapso compensa la poca verosimilitud de los acontecimientos; sobre el sorprendente poder de causas ligerísimas cuando obran sin interrupción; sobre la imposibilidad en que se está de destruir ciertas hipótesis de una parte, si de otra no se está en situación de darles el grado de certeza de los hechos, sobre que siendo dados dos hechos como verdaderos para unirse por medio de hechos intermedios, desconocidos o considerados como tales, incumbe a la historia,
  • 22. cuando la hay, dar esos hechos que los enlazan, y que, a falta de ésta, la filosofía determina los hechos semejantes que pueden unirlos; por último, sobre que, en materia de acontecimientos, la semejanza reduce los hechos a un número de clases mucho más pequeño de lo que se cree. Me basta con presentar estas materias a la consideración de mis jueces; me basta con haber hecho de manera que los lectores vulgares no hayan tenido necesidad de meditarlos. 1 Mandeville, médico holandés establecido en Inglaterra, que falleció en 1733. La Fábula de las abejas fue publicada en Londres en 1723, en inglés. La traducción francesa, impresa también en Londres, es de 1740. En dicha obra, Mandeville sostiene que el lujo y los vicios de los particulares se truecan en bien y en ventajas de la sociedad. 2 En el libro VIII de sus Confesiones, Rousseau nos hace saber que ese retrato del filósofo que trata de convencerse taponándose los oídos es obra de Diderot. Acusa a éste en el citado texto de "haber abusado de su confianza para dar a sus escritos ese tono duro y ese aspecto de negrura que dejaron de tener en cuanto Diderot cesó de dirigirlo" Segunda parte El primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir "Esto es mío", y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores habría ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o arrasando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: "¡Guardaos de escuchar a ese impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es de nadie!" Pero bien podemos suponer que entonces no habían llegado las cosas al extremo de no poder ya perdurar tales como eran; porque esta idea de propiedad, como depende de muchas ideas anteriores que no han podido nacer sino sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano. Fue menester progresar mucho, adquirir industria e ilustración, transmitirlas y aumentarlas de edad en edad antes de llegar a ese último término del estado de naturaleza. Tomemos, pues, las cosas desde más lejos y tratemos de reunir bajo un aspecto único la lenta sucesión de sucesos y de conocimientos de un orden más natural. El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su conservación. Los productos de la tierra le proveían de todos los auxilios necesarios a cuyo uso le llevaba el instinto. El hambre, otros apetitos, le hacían experimentar a su tiempo diversas maneras de existir, y así tuvo una que le invitó a propagar su especie y este ciego pensamiento, desprovisto del sentimiento del corazón, no producía sino un acto puramente animal. Satisfecho el deseo, los dos sexos no se conocían más, y el mismo hijo nada era para la madre tan pronto como podía prescindir de ella.
  • 23. Tal fue la condición del hombre naciente; tal fue la vida de un animal, limitado desde luego a simples sensaciones, aprovechándose apenas de los dones que la naturaleza le ofrecía, lejos de arrancarle cosa alguna. Mas pronto se presentaron dificultades, y entonces fue preciso aprender a vencerlas: la altura de los árboles que le impedía llegar hasta sus frutos, la competencia de animales que buscaban también en ellos su alimento, la fiereza de aquellos que para alimentarse querían su misma vida, todo obligó al hombre a experimentarse en los ejercicios del cuerpo; necesitó hacerse ágil, rápido en la carrera, fuerte en la lucha. Las ramas de los árboles y las piedras como armas naturales se hallaron muy pronto al alcance de su mano. Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso necesario con los demás animales, a disputar a los demás hombres la subsistencia y a resarcirse de lo que era preciso ceder al más fuerte. A medida que iba extendiéndose el género humano, los trabajos se multiplicaron juntamente con los hombres. La diferencia de terrenos, de climas y de estaciones pudo obligarles a tenerla también en cuenta en su manera de vivir. Los años estériles, los inviernos prolongados y rudos, los abrasadores veranos que todo lo consumen, exigieron de ellos nueva industria. En las costas del mar y en las riberas fueron inventados los sedales y anzuelos, llegando de este modo a ser pescadores e ictiófagos. Hicieron en las selvas arcos y flechas, y se convirtieron en cazadores y en guerreros. Con las pieles de animales muertos a sus manos, se cubrieron en los países fríos. Un volcán, el rayo, cualquier feliz casualidad les dio a conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; así aprendieron a conservar este elemento, a reproducirlo después y, por último, a asar en él las carnes que antes devoraban crudas. Esta aplicación reiterada de los diversos seres a sí mismos y de los unos hacia los otros debió naturalmente de engendrar en el espíritu del hombre la percepción de ciertas relaciones. Estas relaciones que expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento, temeroso, atrevido, y otras semejantes ideas, comparadas por necesidad y casi sin pensar en ello, produjeron al fin en el hombre cierta especie de reflexión, o mejor, una prudencia maquinal que le indicaba las precauciones más necesarias para su seguridad. Las nuevas luces que resultaron de este desarrollo aumentaron su superioridad sobre los demás animales, dándosela a conocer. Ejercitóse en armarles cepos, los engañó de mil maneras, y aunque muchos le aventajaban en fuerza en la pelea o rapidez en la carrera, de aquellos que podían servirle o perjudicarle llegó a ser, con el tiempo, de los unos dueño, y azote de los otros. Por esto, la primera mirada que puso en sí mismo produjo su primer movimiento de orgullo; por esto, acertando apenas a distinguir las jerarquías y considerándose el primero por su especie, se preparaba de lejos a intentar ser también el primero como individuo. Aunque sus semejantes no fuesen para él lo que son para nosotros, y aunque no tuvo más comercio con ellos que con los restantes animales, aquéllos no
  • 24. estuvieron olvidados en sus observaciones. Las analogías que pudo el tiempo hacerle percibir entre ellos, su hembra y él mismo, le hicieron juzgar de aquellas que no percibía; y al ver que todos procedían como él había hecho en iguales circunstancias, dedujo que aquella manera de pensar y de sentir estaba enteramente conforme con la suya; una vez establecida esta importante verdad en su espíritu, le hizo seguir, por presentimiento tan seguro y más rápido que la dialéctica, las mejores reglas de conducta que en su provecho y seguridad le convenía guardar para con ellos. Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las acciones humanas, hallóse en situación de distinguir las pocas ocasiones en que, por común interés, debía contar con la existencia de sus semejantes y aquellas aún menos frecuentes en que la competencia debía hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso, se unía con los demás en agrupación desordenada, o cuando más por alguna especie de asociación libre, que a nadie obligaba y que sólo duraba lo que la pasajera necesidad que la había formado. En el segundo, cada uno trataba de obtener su beneficio, a viva fuerza si creía poderlo así lograr, o por habilidad y astucia si se consideraba menos fuerte. He aquí cómo los hombres pudieron adquirir insensiblemente alguna sumaria idea de los compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo en tanto que podía exigirlo el interés presente y sensible, pues la previsión no era nada para ellos, y lejos de ocuparse de un porvenir remoto, ni aun pensaban en el mañana. Si se trataba de matar un ciervo, todos comprendían que para esto debían guardar fielmente su puesto; pero si acertaba a pasar una liebre al alcance de uno de ellos no hay que dudar que la perseguiría sin escrúpulo, y que después de alcanzar su presa no se cuidaría mucho de ocultarla a sus compañeros. Fácil resulta así comprender que semejante comercio no exigía idioma mucho más escogido que el de las cornejas o el de los monos, que se agrupan poco más o menos lo mismo. Gritos inarticulados muchos gestos, algunos sonidos imitativos debieron de componer durante mucho tiempo la lengua universal, a la que uniendo en cada región algunos sonidos articulados y convencionales, de los que, según he dicho ya, no es muy fácil explicar la creación, se tuvieron idiomas particulares, pero groseros, imperfectos y tales como los que aún hoy tienen las naciones salvajes. Recorro ahora con rapidez una multitud de siglos, obligado por el tiempo que se desliza, por la abundancia de las cosas que tengo que decir y por el progreso casi insensible de los principios; porque cuanto más lentos son los hechos en sucederse, más rápidos son de relatar. Estos primeros progresos facilitaron al hombre otros inmediatos. Esclarecióse más
  • 25. el espíritu y más se perfeccionó la industria. Pronto, cesando de dormir en el primer árbol o de recogerse en la primera caverna, halló fuertes hachas de piedras duras y afiladas que le sirvieron para cortar leña, cavar la tierra, hacer barracas de ramaje que aprendió a endurecer con arcilla y barro. Ésta fue la época de la primera evolución, que dio por resultado el establecimiento y distinción de las familias y que introdujo cierta especie de propiedad, de donde quizá nacieron muchas querellas y combates. Sin embargo, como los más fuertes fueron probablemente los primeros en construir para sí las viviendas que sentíanse capaces de defender, es de creer que los débiles hallarían más breve y seguro el imitarlos que intentar desposeerlos; y en cuanto a los que ya tenían chozas, poco deseo debieron de experimentar de apropiarse las de sus vecinos, no tanto porque no les pertenecían como por no necesitarlas, y porque no podían apoderarse de ellas sin exponerse a una lucha vigorosa con la familia ocupante. Los primeros progresos del corazón fueron el efecto de una situación nueva que reunía en vivienda común varios maridos y mujeres, padres e hijos. La costumbre de vivir reunidos hizo nacer los sentimientos más agradables que existen en los hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia vino a ser una pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto que la mutua adhesión y la libertad eran los únicos vínculos; y entonces fue sin duda cuando se estableció la primera diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, los cuales sólo una habían tenido hasta entonces. Pronto las mujeres fueron sedentarias y se acostumbraron a guardar la choza y los hijos, mientras que el hombre iba en busca de la subsistencia común. Así comenzaron los dos sexos, por medio de una vida algo más suave, a perder un poco de su rudeza y vigor; pero si cada uno separadamente llegó a ser menos apto para combatir las fieras, en cambio les fue más fácil reunirse para la común resistencia. En este nuevo estado, con vida sencilla y solitaria necesidades limitadas, con instrumentos que habían inventado para proveer a ellas, los hombres gozaron de prolongados ocios, que emplearon en adquirir mayores especies de comodidad desconocidas a sus padres. Éste fue el primer día de sujeción y el primer origen de los males que prepararon para sus descendientes. Porque además de que continuaron viviendo así debilitando el cuerpo y el espíritu, estas comodidades perdieron por su repetición casi todo su agrado, y degeneraron al mismo tiempo en verdaderas necesidades, de manera que la privación llegó a ser mucho más cruel que dulce había sido la posesión, y sin hallar felicidad en poseerlas, en perderlas se hallaba la desgracia. Se advierte algo mejor aquí cómo el uso de la palabra se estableció o se perfeccionó insensiblemente en el seno de cada familia, y aún se puede deducir cómo diversas causas particulares pudieron extender el lenguaje y apresurar el progreso, haciéndolo más necesario. Grandes inundaciones y temblores de tierra rodearon de agua o de precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desunieron y cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre
  • 26. hombres tan relacionados y obligados a vivir juntos debió de formarse un idioma común más pronto que entre aquellos que vagaban libremente en las selvas de tierra firme. Así es muy posible que, después de sus primeros ensayos de navegación, ciertos insulares hayan traído entre nosotros el uso de la palabra, y es por lo menos muy probable que la sociedad y las lenguas hayan nacido en las islas y allí se hayan perfeccionado antes de ser conocidas en el continente. Todo empieza a cambiar de aspecto. Los hombres, hasta aquí errantes en los bosques, habiendo tomado residencia más fija, se relacionan lentamente, se reúnen en diversos grupos, y forman por último en cada región una nación particular, unida por costumbres y caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y alimentos y por la común influencia del clima. La vecindad constante no puede dejar de engendrar por fin alguna relación entre diversas familias. Jóvenes de diferente sexo habitan en cabañas vecinas, y el pasajero comercio que pide la naturaleza bien pronto trae consigo otro no menos dulce y permanente que el trato mutuo. Acostúmbranse a considerar diferentes objetos y a establecer comparaciones; se adquieren insensiblemente ideas de mérito y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, no pueden prescindir ya de seguir viéndose. Un sentimiento tierno y suave va insinuándose en el alma, y ante la menor oposición conviértese en furor impetuoso; los celos se despiertan con el amor, la discordia triunfa y la más dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana. A medida que las ideas y los sentimientos se suceden y que el espíritu y el corazón se ejercitan, el género humano se domestica, los vínculos se extienden y los lazos se aprietan. Se hizo costumbre de reunirse delante de las cabañas o en derredor de un gran árbol; el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y de la ociosidad, llegaron a ser la diversión o, mejor, la ocupación de los hombres y de las mujeres ociosos y agrupados. Cada uno comenzó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y a la estimación pública se le consideró como un premio. El que cantaba o bailaba mejor, el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o más elocuente llegó a ser el más considerado, y éste fue el primer paso hacia la desigualdad y al mismo tiempo hacia el vicio. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio, y por otra, la vergüenza y la envidia; y la fermentación producida por estas nuevas levaduras produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocencia. Tan pronto como los hombres hubieron comenzado a estimarse mutuamente y la idea de consideración se formó en su espíritu, todos pretendieron tener derecho a ella, y no fue posible que impunemente faltase para nadie. De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía aun entre los salvajes, y de aquí que toda sinrazón voluntaria llegara a ser un ultraje, porque juntamente con el mal que resultaba de la injuria, el ofendido advertía el desprecio de su persona, con frecuencia más insoportable que el mismo mal. He ahí como castigando cada uno el desprecio que se le había manifestado, en proporción de la estimación que de sí mismo tenía, las venganzas se hicieron terribles y los hombres, sanguinarios y
  • 27. crueles. Precisamente ahí vemos el grado a que llegan la mayoría de los pueblos salvajes que conocemos. Por no haber distinguido suficientemente las ideas, observando cuán lejos estaban ya los pueblos del primer estado de naturaleza, es por lo que muchos se han apresurado a deducir que el hombre es naturalmente cruel y que necesita una autoridad que le suavice, siendo así que nada hay más tranquilo que el hombre en su primitivo estado, cuando puesto por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de los brutos y de la funesta ilustración del hombre civilizado, y llevado por el instinto, la razón juntamente a prevenirse contra el mal que le amenaza, se siente cohibido por la piedad natural a hacer mal a nadie por causa alguna, aunque él lo haya recibido. Porque, según el axioma del sabio Locke, "no es posible que haya injuria en donde no hay propiedad". Pero es preciso observar que, comenzada la sociedad y establecidas las relaciones entre los hombres, exigieron en ellos condiciones distintas de las que tenían por su constitución primitiva; que empezando a introducirse la moralidad en las acciones humanas, y siendo cada uno antes que hubiera leyes, el único juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad conveniente en el genuino estado de naturaleza no era ya la que convenía a la naciente sociedad; que era necesario que los castigos fuesen más severos a medida que las ocasiones de ofender fueran más frecuentes; y que el miedo a las venganzas era el llamado a reemplazar a veces el freno de las leyes. Así, aunque los hombres hubiesen llegado a ser menos sufridos, y la piedad natural hubiera experimentado ya alguna alteración, este periodo del desarrollo de las facultades humanas, que mantenía un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la presuntuosa actividad de nuestro amor propio, debió de determinar la época más feliz y duradera. Cuanto más se piensa en ello, mejor se comprende que ese estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el hombre y que no ha debido salir de él sino por una fatal casualidad que, en bien de todos, no debió acontecer nunca. El ejemplo de los salvajes, comprobado precisamente por casi todos los observadores, parece confirmar que el género humano estaba hecho para permanecer en aquella condición para siempre; que dicho estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido en apariencia otros tantos pasos hacia la perfección del individuo, siéndolo, en efecto, pero hacia la decrepitud de la especie. Mientras los hombres se contentaron con sus cabañas rústicas; mientras se limitaron a coser su vestido de pieles con espinos o zarzas, a ponerse por adorno conchas o plumas, a pintarse el cuerpo de varios colores, a perfeccionar o embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras aguzadas canoas de pescador o toscos instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se dedicaron a obras que cualquiera podía hacer por sí, y a las artes que no necesitaban del concurso de muchas manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices cuanto podían serlo por su naturaleza, y continuaron disfrutando entre ellos de comercio independiente. Pero desde el momento en que un hombre tuvo necesidad del auxilio de otro, desde que se advirtió que era útil a uno solo tener
  • 28. provisiones para dos, la igualdad desapareció, irítrodújose la propiedad, fue indispensable el trabajo y las extensas selvas se trocaron en sonrientes campiñas, que hubieron de regarse con el sudor del hombre, y en las cuales viéronse muy pronto germinar y crecer, juntamente con las semillas, la esclavitud y la miseria. La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo descubrimiento produjo revolución tan grande. Para el poeta son el oro y la plata los que han civilizado a los hombres; pero para el filósofo son el hierro y el trigo los que, al mismo tiempo que la civilización, trajeron la perdición del género humano. Así, uno y otro eran desconocidos para los salvajes de América, que por esto permanecieron siéndolo siempre. Los demás pueblos parece que continuaron en barbarie mientras que practicaron una de estas artes sin la otra; y una de las razones principales de que haya sido Europa, si no más pronto, al menos más constantemente ordenada que las otras partes del mundo, es que, al mismo tiempo que abundante en hierro, es la más fértil en trigo. Es muy difícil acertar a comprender cómo los hombres han llegado a conocer y emplear el hierro, porque no es creíble que hayan imaginado por sí mismos sacar la materia de la mina y darle la preparación necesaria para ponerla en fusión sin saber antes lo que resultaría de estos hechos. Por otra parte, tampoco se puede atribuir este descubrimiento a incendio accidental, puesto que las minas no se forman sino en lugares áridos y desnudos de árboles y plantas, pudiendo decirse que la naturaleza había tomado precauciones para ocultarnos ese fatal secreto. Sólo cabe pensar en la circunstancia extraordinaria de algún volcán que, vomitando materias metálicas en fusión, daría a los observadores idea de imitar esta operación de la naturaleza. Con todo esto es preciso suponer mucho valor y previsión para comenzar un trabajo tan penoso y adivinar de tan lejos las ventajas que de ello podían obtenerse; lo que no cuadra bien sino en espíritus ya más despejados de lo que aquéllos sin duda lo eran. En cuanto a la agricultura, su principio fue conocido mucho tiempo antes de que se estableciera su práctica, y no es fácil que los hombres ocupados sin cesar en sacar su sustento de los árboles y plantas estuvieran mucho tiempo sin advertir los medios que la naturaleza emplea para la genéración de los vegetales. Pero su industria probablemente tornaría muy tarde hacia ese lado, ya porque los árboles (que, con la caza y la pesca, proveían a su subsistencia) no tenían necesidad de sus cuidados ya porque no conocieran el uso del trigo, bien por la falta de instrumentos para cultivarlo, ya por la falta de previsión para las necesidades del porvenir, ya, en fin, por falta de medios para impedir a los demás la apropiación del fruto de sus trabajos. Trocados los hombres ya en más industriosos, puede creerse que con piedras afiladas y palos puntiagudos empezaron a cultivar algunas legumbres o raíces en derredor de sus cabañas, mucho antes de saber preparar el trigo y de tener los instrumentos necesarios para el cultivo en gran escala; sin contar con que, para entregarse a esta ocupación y sembrar las tierras, era menester resolverse a perder desde luego alguna cosa para ganar después
  • 29. mucho; precaución muy lejana del espíritu del hombre salvaje, que, como ya he dicho, tiene bastante trabajo con pensar por la mañana en sus necesidades de la tarde. La invención de las demás artes fue, por tanto, necesaria para obligar al género humano a dedicarse a la agricultura. Desde que se necesitaron hombres para fundir y forjar el hierro, fueron precisos hombres para ocuparse de su manutención. Cuanto mayor número de obreros hubo, menor número de manos se emplearon en proveer a la subsistencia común, sin que por eso hubiera menor número de bocas para consumir; y como los unos necesitaron géneros en cambio de su hierro, los otros encontraron por fin el secreto de emplear el hierro en la multiplicación de los géneros. De aquí nacieron, por una parte el laboreo y la agricultura, y por otra, el arte de trabajar los metales y de multiplicar sus usos. Del cultivo de las tierras sobrevino ineluctablemente su partición; y de la propiedad, una vez conocida, se derivaron las primeras reglas de justicia, porque, para dar a cada uno lo suyo, preciso es que cada uno pueda tener algo; después comenzaron los hombres a llevar sus miras al porvenir y hallándose todos con algunos bienes que perder no había ninguno que no temiera para sí las represalias de los perjuicios que podía causar a otro. Tanto más natural es este origen cuanto que es imposible concebir idea de la propiedad naciente anterior a la mano de obra, pues no se comprende que para apropiarse las cosas pueda el hombre poner más que su trabajo. El trabajo es lo único que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha labrado, se le da, por consecuencia, sobre el suelo, por lo menos hasta la recolección; así, de año en año, al ejercer posesión continua, se transforma fácilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice Grocio, dieron a Ceres el epíteto de legisladora, y a una fiesta celebrada en su honor el nombre de Tesmoforias, dieron también a entender que la partición de las tierras ha producido nueva clase de derecho. Es decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley natural. Las cosas hubieran podido permanecer en esta situación iguales si los talentos hubieran sido iguales, aconteciendo, por ejemplo, que el empleo del hierro y la conformación de los géneros hubieran mantenido siempre un contrapeso exacto. Pero la proporción no sostenida en nada fue pronto rota. El más fuerte produjo más obra, el más hábil sacó mejor partido de la suya, el más ingenioso halló medios de abreviar el trabajo. El labrador necesitó mayor cantidad de trigo, y trabajando lo mismo el uno ganaba mucho, mientras que el otro apenas tenía para vivir. Así es como la desigualdad natural se despliega insensiblemente con la desigualdad de combinación; y así también las diferencias de los hombres, ampliadas por las diferencias de circunstancias, son más sensibles, más permanentes en sus efectos, y comienzan a influir en la misma proporción sobre la suerte de los particulares. Habiendo llegado las cosas a este punto, es fácil imaginar lo demás. No me
  • 30. detendré en describir la sucesiva invención de otras artes, el progreso de las lenguas, la prueba y el empleo de los talentos, la desigualdad de las fortunas, el uso o el abuso de las riquezas, ni los múltiples detalles que siguen a éstos, y que cada uno puede fácilmente suplir. Me limitaré a dirigir una ojeada sobre el género humano, colocado en ese nuevo orden de cosas. He aquí, pues, todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en juego, el amor propio interesado, la razón en actividad y el espíritu casi al término de la perfección de que es susceptible. He aquí todas las condiciones naturales puestas en acción, establecida la posición y suerte de cada hombre, no sólo por la cantidad de bienes y el poder de servir o de dañar, sino sobre el espíritu, la belleza, la fuerza, la destreza, el mérito o el talento; y siendo estas cualidades las únicas que podían atraer la consideración, fue muy pronto necesario tenerlas o fingirlas; fue necesario, para su provecho, parecer distinto de lo que en verdad se era. Ser y parecer llegaron a convertirse en cosas desde luego distintas, y de esta distinción salieron el imponente orgullo; la engañadora astucia y todos los vicios que forman su séquito. Por otra parte; el hombre, de libre e independiente que antes era, se ha convertido en siervo de multitud de necesidades, sometido, por decirlo así, a toda la naturaleza, y principalmente a sus semejantes, de quienes llega a ser esclavo, aun siendo su señor; rico, tiene necesidad de sus servicios; pobre, necesita sus auxilios y la mediocridad no le coloca en situación de prescindir de ellos. Es preciso, pues, que trate sin necesidad de interesarlos en su suerte y de hacerles encontrar su propio interés en realidad o en apariencia, en trabajar para provecho suyo. Esto le hizo soberbio y artificioso con unos, duro e imperioso con otros, y le puso en necesidad de abusar de todos aquellos de que tenía precisión, cuando no pudo hacerse temer y cuando no halló interés en servirlos útilmente. Por fin, la voraz ambición, el ardor en acrecer su relativa fortuna, no tanto por verdadera necesidad como por colocarse por encima de los demás, inspiró a los hombres la mala idea de perjudicarse mutuamente; secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para herir con mayor seguridad, adoptó frecuentemente la máscara de la benevolencia. En una palabra, competencia y rivalidad por una parte; y por otra, oposición de intereses, y siempre el oculto deseo de obtener beneficios a expensas de otro. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y el inseparable séquito de la naciente desigualdad. Antes de haberse inventado los signos representativos de riqueza, apenas ésta consistía en otra cosa que en tierras y en ganados, únicos bienes efectivos que los hombres podían poseer. Ahora bien: cuando las herencias se acrecentaron en número y en extensión, hasta el extremo de cubrir el suelo y de lindar unas con otras, no pudieron engrandecerse unos sino a expensas de los otros, y los menos capaces, impedidos por la debilidad o la indolencia de adquirir a su vez, convertidos en pobres, sin haber perdido cosa alguna, porque todo cambiaba en su derredor y sólo ellos seguían sin cambiar en nada, se vieron obligados a recibir o arrebatar su subsistencia de manos de los ricos, y de aquí empezaron a nacer,
  • 31. según los diversos caracteres de unos y otros, el dominio y la servidumbre, la violencia y el robo. Por su parte, los ricos, apenas conocieron el placer de dominar, inmediatamente empezaron a despreciar a los demás, y saliéndose de sus esclavos antiguos para someter a otros de nuevo, no trataron de otra cosa que de subyugar y sujetar a sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, gustando una vez la carne humana, repugnan las demás y sólo gozan con devorar hombres. Así es como los más poderosos y los más miserables, haciendo de sus fuerzas y de sus necesidades cierta especie de derecho al bien de otro, cosa equivalente, según ellos, al derecho de propiedad, hubieron de romper la igualdad y así sobrevino el más espantoso desorden. Así también las usurpaciones de los ricos, los latrocinios de los pobres, las desenfrenadas pasiones de todos, sofocando la piedad natural y la voz todavía débil de la justicia, hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y perversos. Entre el derecho del más fuerte y el derecho del primer ocupante surgió un perpetuo conflicto que no concluía sino por combates y homicidios. La naciente sociedad dio lugar al estado de guerra más terrible. El género humano, desolado y envilecido, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las desgraciadas adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su vergüenza por el abuso de las facultades que le honran, colocóse por sí mismo en vísperas de su ruina. Attonitus novitate mali diviesque miserque, Effugere optat opes et quae modo voverat odit. No es posible que los hombres hayan dejado de reflexionar acerca de situación tan miserable y sobre las calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos debieron de sentir muy pronto cuán desventajosa les era una guerra constante, cuyos gastos hacían ellos solos, y en la cual les era común el riesgo de la vida, y particularmente el de los bienes. Además, cualquiera que fuese el pretexto que pudieran dar a sus usurpaciones, demasiado sabían que estaban fundamentadas en un derecho precario y abusivo, y que habiendo sido adquiridas por la fuerza, la fuerza podía quitárselas, sin que tuvieran razón para quejarse. Aquellos mismos a quienes el ejercicio de la industria había enriquecido, no por esto podían fundar su propiedad en mejores títulos. Hubieran podido decir: "Yo soy quien ha levantado ese muro; he ganado este terreno por mi trabajo". "¿Quién te ha dado el alimento? —podría contestársele—. ¿Y en virtud de qué pretendes ser pagado a nuestra costa de un trabajo que no te hemos impuesto? ¿Ignoras que multitud de tus hermanos perecen o sufren necesidad de lo que tienes de sobra, y que necesitabas consentimiento expreso y unánime del género humano para apropiarte de la común subsistencia, de todo lo que iba más allá de la tuya?" Desprovisto de razones valederas para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse, aplastando fácilmente a un particular, pero destruido él mismo por