Messaggio della Consigliera per le Missioni_14 agosto 2021 por
Pentecostes, ciclo 'b'
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Lectio Divina, Pentecostés, Ciclo ‘B’
“La Paz esté con ustedes”
Juan 20,19-23
Los discípulos estaban reunidos, y las puertas estaban bien cerradas. Tenían
miedo de los judíos. De improviso, Jesús se pone en medio de ellos y dice:
“¡La paz esté con ustedes!” Después de mostrarles las manos y el costado, dice
de nuevo: “¡La paz esté con ustedes. Como el Padre me envió, así les envío
yo!” Y enseguida les comunica el don del Espíritu de modo que puedan
perdonar los pecados y reconciliar a las personas entre ellas y con Dios.
¡Reconciliar y construir la paz! Esa es la misión que la Iglesia tiene que
cumplir a través de los siglos.
¡Cuánta falta nos hace la paz! Rehacer los pedazos de vida desintegrada, reconstruir las relaciones
humanas, rotas a causa de las injusticias que se cometen por tantos motivos. ¡Jesús insiste en la paz
y lo repite muchas veces! En el curso de la lectura del breve texto del evangelio de este domingo de
Pentecostés, trataremos de estar atentos a los comportamientos de Jesús, a sus palabras y a lo que
hicieron los apóstoles.
A diferencia de Lucas (Hch 2, 1- 41), Juan sitúa la venida del Espíritu en el mismo día de la
resurrección de Jesús: el hombre nuevo, devuelto a la vida y sin pecado, para que viva su misión y
se convierta en un nuevo ser, para hacer nueva a la humanidad, con la presencia activa y real del
Espíritu de Dios.
Los apóstoles reciben el aliento del Resucitado y el mandato de perdonar en su nombre y con su
poder. Saber que Jesús ha resucitado significa saberse capaz de perdonar, porque se cuenta con el
Espíritu de Jesús. Quien cree en la resurrección, tiene el perdón como quehacer y el Espíritu de
Jesús como viático: vivir para el perdón es vivir de verdad la resurrección de Jesús, y hacer efectivo
su mandato, con el Espíritu, que se nos ha dado para siempre.
SEGUIMIENTO
19. Aquel mismo domingo por la tarde, estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas
cerradas, por miedo a los judíos. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz esté
con ustedes.»
20. Y les mostró las manos y el costado. Los discípulos, se llenaron de alegría al ver al Señor.
21. Jesús les dijo de nuevo: «La paz esté con ustedes.» Y añadió: «Como el Padre me ha enviado,
yo también los envío a ustedes.»
22. Sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo.
23. A quienes les perdonen los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se no se los perdonen,
les quedarán sin perdonar.»
LEER: entender lo que dice el texto fijándonos cómo lo dice
El relato, parco en detalles, es una crónica del nacimiento de la Iglesia. Sigue el esquema narrativo
típico de los relatos de las apariciones: presencia inesperada de Jesús Resucitado, reconocimiento
por parte de los discípulos y la misión. El hecho, dada su importancia, precisa detalles: siendo tarde,
aquél día primero de la semana y en una casa de Jerusalén (20, 19).
No se nombra a ningún discípulo ni se dice cuántos estaban. Sólo se habla del miedo que los
invadía y de su encerramiento. Queriéndose encontrar con los suyos, el Resucitado superó los
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obstáculos: la casa estaba atrancada y los discípulos llenos de temor; se hizo presente a los suyos,
como quiso y pudo hacerlo, superando las limitaciones del espacio.
La ausencia de Jesús los había llenado de angustia; la comunidad se sentía amenazada. Se vio claro
que la obra que el Señor realizaría con ellos y desde ellos era de Dios (20, 19). Jesús Resucitado se
puso en medio de ellos; alentó a los que no se atrevían a salir a la calle, siendo incapaces de hablar
en su nombre, declarando públicamente su fe en Él.
Percibimos como la presencia de Jesús cambió a esos hombres, de aterrados en valientes
predicadores.
La presencia inesperada de Jesús en medio de ellos les hizo experimentar el gozo prometido (16,
20-22; 17, 13). Se dejó ver manos y costado (19, 34), identificándose como el crucificado; el
reconocimiento es inmediato (Lc. 24, 41-47). Identificado, les concedió dos veces la paz como don.
Su saludo (20, 19.21) no fue un simple deseo de seguridad, sino un don real y la fuerza para que
pudieran cumplir su misión (17, 18; 4, 38; 13, 20).
Primer fruto del encuentro fue la paz recuperada y la alegría inesperada. El segundo, la misión. El
enviado de Dios, devuelto a la vida y vuelto al Padre, encargó a los suyos su propia misión y los
hizo sus enviados: “como a mí…, también yo” (20, 21).
El Padre es el fundamento, el origen de esta misión y Cristo y sus enviados son la mediación, los
eslabones que llevan a su realización.
La encomienda que les hizo Cristo Jesús fue un acto de investidura y una prueba de su confianza.
Les confió su tarea, haciendo de ellos hombres nuevos; la misión los recreó. Los enviados
recibieron el aliento de vida (20, 22). La concesión del Espíritu estuvo ligada a la imposición de la
misión (20, 23). Y el relato recuerda la creación del primer hombre, cuando Dios inspiró su aliento
sobre el barro. (Gn 2, 7; Sab 15, 11). Esta concesión del Espíritu es consiguiente a la glorificación
de Jesús (7, 39), y de su retorno al Padre (15, 26; 16, 7).
Jesús inaugura el tiempo del Espíritu y lo vincula al perdón universal e incondicionado de los
pecados (20, 23). Según San Juan la comunidad cristiana es el único lugar en el mundo donde ya no
tiene futuro el pecado del hombre, porque su misión, su tarea exclusiva y excluyente, es el perdón
sin restricciones: perdonar/retener supone una potestad sin excepciones: a quien perdona la
comunidad, Dios lo perdona.
La misión de los creyentes es abrir a los hombres al amor y capacitarlos para la entrega; más que
autoridad y poder ésta es su responsabilidad, y si la viven se harán ‘hombres nuevos’. La
comunidad cristiana tiene que hacer realidad la misión mientras el Señor esté ausente.
MEDITAR: Aplico lo que dice el texto a mi vida
La irrupción del Espíritu sobre sus discípulos marca el nacimiento de la Iglesia en el mundo.
Cuando Jesús dejó a sus discípulos en la tierra, les prometió su Espíritu; días más tarde, cuando se
los envió, sus discípulos se sintieron enviados; el Espíritu de Jesús fue su patrimonio y el mundo
para evangelizar, su tarea. Desde aquel día el Espíritu ha acompañado y asistido, guiado y
fortalecido la vida de los seguidores de Jesús.
Pertenecer a la comunidad cristiana implica ser herederos de la misión de Jesús y tener en
propiedad su Espíritu. Saberse de Cristo es saberse enviados por Cristo al mundo como testigos
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suyos y saber que Él nos ha dejado su Espíritu en posesión. ¿Soy consciente de este envío y me
implico en realizarlo?
El mismo Espíritu que alentó a Jesús durante su vida, que le llevó a predicar el evangelio por
Galilea, que le hizo fuerte ante la tentación y le hizo hijo de Dios es el que continúa vivificando a la
Iglesia. Esa es la herencia que Jesús le ha dejado.
¿Por qué se siente la ausencia de Dios cuando debiera sentirse su plenitud, porque el Espíritu le
ha sido dado todo y a todo el que se dispone a recibirlo? ¿Por qué tenemos miedo de hablar de
Jesús y de su Evangelio? ¿Qué nos limita?
La Iglesia tiene todo un mundo que evangelizar. El evangelio dice que anochecía; Jesús Resucitado
se presentó a los discípulos muertos de miedo; cuando lo vieron salieron de su tristeza y se llenaron
de paz. Les infundió un aliento nuevo y les impuso una nueva misión: “Reciban al Espíritu Santo; a
quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados”. Ellos recibieron al Espíritu de Jesús y
el mundo fue el taller en el que tenían que trabajar la fraternidad.
De Jesús hemos recibido el mandato del perdón, de compartir con otros la paz que nos ha dado.
Quien no cree que el perdón de las ofensas es posible, tampoco cree en el Espíritu de Jesús lo
hace posible y es capaz de transformarle por dentro. ¿Qué tan dispuestos estamos al perdonar y
a compartir este don en nuestros ambientes?
Quien ha nacido el día de Pentecostés no se contenta con no hacer el mal, ni siquiera con no
devolverlo, aunque eso ya sea bastante; ni le basta con hacer el bien que puede, siempre que no le
cueste mucho. El testigo de Jesús debe al mundo su Espíritu y su perdón. Darle menos supondría
quedarse con lo que ha recibido prestado. Quien no se sabe enviado a ofrecer la paz y el perdón, no
ha sido enviado por el Espíritu.
Si no asumimos el mandato de Jesús de perdonar a quien lo necesite, no hemos recibido su
Espíritu ni somos sus enviados. Quien no perdona no tiene el Espíritu de Cristo ni puede ser un
buen cristiano, aunque sea un hombre bueno. La falta de hombres y mujeres con Espíritu,
comprometidos con la paz, hace que haya pocos creyentes que perdonen, que estén dominados
por el Espíritu de Jesús. El mundo necesita hombres y mujeres capaces de perdonar. ¿Queremos
ser uno de ellos? ¿Qué nos falta para abrirnos al Espíritu y comunicar el perdón, que da la paz y
la alegría que tanta falta nos hacen?
El cristiano no puede perder su vocación de pacificador ni dejar la tarea que Cristo le encomendó a
quien no comparte su fe ni tiene la capacidad para lograrla. Hay quien tiene en sus manos el poder,
la técnica, los recursos; pero la Iglesia tiene la fuerza de Dios y su mandato. El mundo está escaso
de paz y si hay intentos por lograrla, éstos son pocos y no llegan a su feliz realización. Dios ha
asegurado que si ella se abre a la acción del Espíritu, la hará efectiva.
Jesús nos dice que nos necesita constructores de la paz y del perdón entre los nuestros. ¿Por
dónde comenzar la gran misión que Él nos dejó al darnos a su Espíritu?
Quien cree que es imposible perdonar, pareciera que no cree en el poder que tiene Jesús resucitado.
Él murió para perdonar y para hacer posible el perdón. Todo lo que haga la comunidad cristiana
para que haya paz y perdón la fortalecerá: quien perdona a su prójimo, ve a su Señor y posee su
Espíritu. Sólo con el Espíritu es posible la vida cristiana, que es sinónimo de hermandad, de perdón
y de paz.
Reconciliados en nuestro interior, podemos hacer posible la paz en el seno de nuestras familias.
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Allí, donde están los nuestros es donde tenemos que ofrecer la paz y el perdón que hemos
experimentado. En ellas compartimos vida y sueños, alegrías y fracasos. ¿Cómo podemos
pensar en pacificar a los desconocidos, si no nos hacemos más cercanos a los nuestros? Donde
llega nuestro perdón, allí llega también el Espíritu de Jesús y se irradia. ¿Qué logramos dando y
pidiendo perdón?
ORAMOS nuestra vida desde este texto
Dios bueno, no permitas que nos encerremos en nuestros miedos. Danos el
valor que tu Espíritu comunica a sus misioneros para proclamar la
resurrección de Cristo Jesús, resucitado. Que llenos de tu fuerza, llenemos
esos espacios en los que nos movemos de paz.
Que como en Pentecostés, hablemos la lengua que todos entienden: el amor.
Que comencemos por los que tenemos más cerca; que creamos en el poder del
perdón, teniendo como primer objetivo dar y recibir amor en nuestras familias,
entre nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo, de estudio.
Que con tu Espíritu humanicemos este mundo. Llénanos de Él, como llenaste a María y a los
apóstoles, para que alegremos este mundo con su gracia. ¡Así sea!