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Florencia Bonelli

Indias Blancas 2: la vuelta del Ranquel

Laura intentó dejar la cama, pero Roca la tomó por la muñeca y la obligó a regresar.
La cubrió con su cuerpo y, mientras le pasaba un dedo por la curva de la ceja, varios
tonos más oscura que el cabello, la miraba reconcentradamente. Cierta vacilación en
los ojos pardos del general la salvó de desestabilizarse como de costumbre cada vez
que la contemplaba de ese modo.
—Dicen que eres peligrosa —pronunció Roca—, que volviste loco a Riglos cuando
sólo tenías trece años y que Lahitte todavía no se repone por haberte perdido. Dicen
también que, inexorablemente, es desdichado el hombre que te ama.
—Pero como ése no es su caso, general —apuntó Laura, mientras intentaba
desembarazarse—, nunca podrá culparme de hacerlo desdichado.
Esta vez la mirada de Roca la turbó, y la fuerza con la que la sujetó la dejó inmóvil
bajo su peso.
—Siempre eres mordaz conmigo —le reprochó—. A veces creo que me odias porque
sabes que nada me detendrá en mi plan para arrojar del desierto a los indios que tanto
defiendes en La Aurora.
Laura le dispensó una mirada perpleja. Se suponía que jamás abordarían el tema de
los indios, menos aún en ese sitio y en esas circunstancias. Lo juzgó un golpe bajo, y
se puso de malhumor. Si él tocaba el tema, ella también lo haría.
—Años atrás mi hermano me dijo que el indio no es feliz sino en la Pampa porque en
el fondo sabe que en cualquier otra parte será despreciado e insultado. Tú, Julio, te
has propuesto arrebatarles la tierra, el último baluarte que les queda, y te importa bien
poco qué será de ellos dónde irán, de qué vivirán. Después de todo —expresó—, ellos
también son gente.
Roca tenía mucho para objetarle; avezado en el tema, se hallaba en posición de
refutarla hábilmente. No había ganado la batalla en el Congreso el año anterior y
conseguido la aprobación de la famosa Ley 947 vacilando y mostrándose inseguro.
Por el contrario, sus razonamientos, categóricos e irrebatibles, le habían granjeado la
confianza y admiración de la opinión pública. En ese momento, habría dado cualquier
cosa por ganarse la confianza y la admiración de la mujer que yacía debajo de él.
Había cometido una torpeza al mencionar la campaña militar contra los indios del sur;
lo había hecho movido por celos y rabia; lo ponía de malas que Laura se embanderara
en la defensa de esos salvajes a quienes él consideraba irredimibles. De todos modos,
prefirió cambiar de tema. No pelearían antes de despedirse.
—Ayer di órdenes para cumplir con lo que tu hermano me solicitó en su última carta.
Los uniformes nuevos y la paga llegarán a Río Cuarto por tren la semana que viene y,
por expreso mandato mío, serán entregados al padre Escalante, quien se hará cargo
de repartirlos. Le envío también algunos pesos para gastos que él juzgue necesarios.
Laura interpretó la tregua y, aunque no abordaría el argumento nuevamente, se
propuso decir algo que suavizara la acrimonia de segundos atrás sabía que Roca
ayudaba a Agustín simplemente porque era su hermano.
—Eres un buen hombre, Julio, y te respeto a pesar de que discrepamos en muchas
cuestiones. Sé que llevas a cabo tus propósitos guiado por principios y convicciones
claros y firmes. Sé también que amas a tu país y que haces lo que haces pensando en
su grandeza y prosperidad. No son muchos los que pueden jactarse de algo así. Eres
un hombre de discernimiento, y estoy segura de que llegarás a donde te has
propuesto.
—Es cierto —habló Roca, la voz profunda y baja—, amo a la Argentina. La conozco
como nadie, palmo a palmo. La he recorrido de norte a sur y de este a oeste. Y en
poco tiempo me adentraré en esa zona a la que muy pocos se han animado —recalcó,
porque no conseguía someter el despecho que aún lo dominaba—, y le daré a la
República una tierra que quizás oculta grandes riquezas ahora desaprovechadas.
Laura no replicó. Desde un punto de vista racional, Roca estaba en lo cierto: anexar
las tierras del sur a un país que pujaba por crecer resultaba no sólo lógico sino
acertado. Pero ella no podía apreciarlo desde un punto de vista racional.

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  • 1. Florencia Bonelli Indias Blancas 2: la vuelta del Ranquel Laura intentó dejar la cama, pero Roca la tomó por la muñeca y la obligó a regresar. La cubrió con su cuerpo y, mientras le pasaba un dedo por la curva de la ceja, varios tonos más oscura que el cabello, la miraba reconcentradamente. Cierta vacilación en los ojos pardos del general la salvó de desestabilizarse como de costumbre cada vez que la contemplaba de ese modo. —Dicen que eres peligrosa —pronunció Roca—, que volviste loco a Riglos cuando sólo tenías trece años y que Lahitte todavía no se repone por haberte perdido. Dicen también que, inexorablemente, es desdichado el hombre que te ama. —Pero como ése no es su caso, general —apuntó Laura, mientras intentaba desembarazarse—, nunca podrá culparme de hacerlo desdichado. Esta vez la mirada de Roca la turbó, y la fuerza con la que la sujetó la dejó inmóvil bajo su peso. —Siempre eres mordaz conmigo —le reprochó—. A veces creo que me odias porque sabes que nada me detendrá en mi plan para arrojar del desierto a los indios que tanto defiendes en La Aurora. Laura le dispensó una mirada perpleja. Se suponía que jamás abordarían el tema de los indios, menos aún en ese sitio y en esas circunstancias. Lo juzgó un golpe bajo, y se puso de malhumor. Si él tocaba el tema, ella también lo haría. —Años atrás mi hermano me dijo que el indio no es feliz sino en la Pampa porque en el fondo sabe que en cualquier otra parte será despreciado e insultado. Tú, Julio, te has propuesto arrebatarles la tierra, el último baluarte que les queda, y te importa bien poco qué será de ellos dónde irán, de qué vivirán. Después de todo —expresó—, ellos también son gente. Roca tenía mucho para objetarle; avezado en el tema, se hallaba en posición de refutarla hábilmente. No había ganado la batalla en el Congreso el año anterior y conseguido la aprobación de la famosa Ley 947 vacilando y mostrándose inseguro. Por el contrario, sus razonamientos, categóricos e irrebatibles, le habían granjeado la confianza y admiración de la opinión pública. En ese momento, habría dado cualquier cosa por ganarse la confianza y la admiración de la mujer que yacía debajo de él. Había cometido una torpeza al mencionar la campaña militar contra los indios del sur; lo había hecho movido por celos y rabia; lo ponía de malas que Laura se embanderara en la defensa de esos salvajes a quienes él consideraba irredimibles. De todos modos, prefirió cambiar de tema. No pelearían antes de despedirse. —Ayer di órdenes para cumplir con lo que tu hermano me solicitó en su última carta. Los uniformes nuevos y la paga llegarán a Río Cuarto por tren la semana que viene y, por expreso mandato mío, serán entregados al padre Escalante, quien se hará cargo de repartirlos. Le envío también algunos pesos para gastos que él juzgue necesarios. Laura interpretó la tregua y, aunque no abordaría el argumento nuevamente, se propuso decir algo que suavizara la acrimonia de segundos atrás sabía que Roca ayudaba a Agustín simplemente porque era su hermano. —Eres un buen hombre, Julio, y te respeto a pesar de que discrepamos en muchas cuestiones. Sé que llevas a cabo tus propósitos guiado por principios y convicciones claros y firmes. Sé también que amas a tu país y que haces lo que haces pensando en su grandeza y prosperidad. No son muchos los que pueden jactarse de algo así. Eres un hombre de discernimiento, y estoy segura de que llegarás a donde te has propuesto. —Es cierto —habló Roca, la voz profunda y baja—, amo a la Argentina. La conozco como nadie, palmo a palmo. La he recorrido de norte a sur y de este a oeste. Y en poco tiempo me adentraré en esa zona a la que muy pocos se han animado —recalcó, porque no conseguía someter el despecho que aún lo dominaba—, y le daré a la República una tierra que quizás oculta grandes riquezas ahora desaprovechadas. Laura no replicó. Desde un punto de vista racional, Roca estaba en lo cierto: anexar las tierras del sur a un país que pujaba por crecer resultaba no sólo lógico sino acertado. Pero ella no podía apreciarlo desde un punto de vista racional.