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LA TRATA
DE
BLANCAS

Jean Louis Dubut de Laforest
5

Título original.- La Traite des Blanches
Compuesto por los libros:
I.- La Traite des Blanches
II.- Madame Barbe-Bleu
III Les marchands de femmes
IV Trimardon
Portada.- Dibujo de Théophile Alexandre Steinlen.
Paris. Editorial Fayard. 1899

Traducción de José Manuel Ramos González
Pontevedra, marzo 2014.
7

A JOSE MARÍA DE HEREDIA
DE LA ACADEMIA FRANCESA

AL MARAVILLOSO POETA DE TROPHÉES
QUIÉN, ENTRE OTROS TESTIMONIOS LITERARIOS,
ME CONCEDIÓ EL HONOR DE ESCUCHAR Y
APRECIAR MIS ARGUMENTOS.
D.L.
9

INTRODUCCIÓN

Habiendo sido abierta una «investigación» por la Fiscalía
del Sena contra la novela: LA TRATA DE BLANCAS, el Sr.
Raymond Poincaré aceptó la defensa del autor, el Sr. Dubut de
Laforest, mientras el Sr. Antony Aubin se encargaría de los intereses del Sr. Fautrel, gerente del Journal.
El juez Sr. Malepeyre acaba de desestimarla: un acto de
elevada justicia.
He aquí – sin más comentarios – el alegato que el Sr. Dubut de Laforest debía pronunciar en la novena Sala:
Caballeros,
Tengo el honor o el deshonor de presentarme ante ustedes
como cómplice de un ultraje a las costumbres cometido, en La
trata de Blancas, por el Sr. Fautrel, gerente del Journal, puesto
que los artífices de nuestras leyes relegan a un segundo plano a
los escritores y hacen principales autores del crimen o del delito
a los directores de los periódicos, editores o gerentes, e incluso,
según una nueva jurisprudencia, a los impresores (asunto Paul
Dupont).
En virtud de mis títulos universitarios y de mis antiguas
funciones judiciales y administrativas, hubiese podido vestir la
toga y adornar la muceta con algunos bordados de laurel.
El decorado habría carecido de simplicidad y yo soy un
hombre muy sencillo.
El Sr. Antony Aubin ha hecho una brillante exposición de
las circunstancias, en defensa del Sr. Fautrel… tanto o más atenuantes en cuanto yo no tengo colaborador y por tanto reivindico la plena y entera responsabilidad de mi obra.
10
Yo solo, caballeros, apareceré, muy modestamente – yo lo
he dicho– pero sin temor; y me he levantado y permanezco de
pie con orgullo, viendo en el estrado, y dispuesto a defenderme,
al ilustre diputado de la Meuse, al antiguo ministro de la Instrucción Pública y a una de las glorias de la abogacía de París, al
gran orador: Raymond Poincaré.
Caballeros, La Trata de Blancas, novela del Journal, es el
corolario de Los Últimos Escándalos de París.
Esos Escándalos fueron inaugurados en 1898, hará pronto
dos años, mediante La Virgen del Arroyo, y, comenzando la
novela del Journal, he dicho a mis lectores: «¿No os he aburrido
demasiado?... ¿Queréis que el Negro continúe… y os traiga a las
Blancas? » Ellos me han respondido: «¡Sí!» mediante un aumento de ventas del Journal; y es por lo que, caballeros, veis aquí,
amable, sonriente, bien dispuesto, a pesar de un gran esfuerzo, y
respetuoso con la justicia, al autor de La Trata.
En la Trata de Blancas, «La Sra. Barba Azul», personaje
central, representa «el Cieno de Impurezas» del que hablan las
Escrituras, y el epígrafe de mi obra lo he tomado de la Biblia:
«¡Que tu corazón no se desvíe por los derroteros de esta MUJER
y que no te arrastre por sus senderos, pues ella ha herido a varios
mortalmente y ha matado a otros que eran más fuertes!»
¿Qué observamos en torno a los ardides de la mujer extranjera, de la generala Antonia Le Corbeiller, nacida en Hamburgo, hija de una amazona española y de un turco, domador de
animales feroces? Observamos a seres generosos y seres malvados, la eterna lucha de la humanidad.
La Barba Azul llega, repito, de Hamburgo, tras haber justificado el vocablo asesinando a Muhieddin-Pacha, su primer
enamorado, y al cónsul general Glandoz, su primer marido.
Ha encontrado el medio de seducir a uno de nuestros valerosos e ilustres soldados, y hela aquí convertida en generala Le
Corbeiller.
Para Antonia – cito la novela – este hombre encarna el
obstáculo.
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El obstáculo, porque una vez muerto, ella se hará rica,
gracias a la buena fe del general que casándose con ella, sin fortuna, tras haber derrochado del dinero de los muertos que ha ido
dejando, él le ha legado todo lo que la ley le permitía legar; el
obstáculo, porque, viuda, ¡sería libre!
«La Sra. Barba Azul» no es una mujer que tenga vicios:
¡ella es el Vicio! No es una pecadora: ¡ella es el Pecado!; ¡ella es
el Sacrilegio!
Ha matado al general; es libre, y su comedia de viuda desconsolada resultó ser tan hábil, que nadie – aparte de la hija del
general – acusa a la asesina, y la propia Srta. Éve Le Corbeiller
va a ser víctima de la Sra. Barba Azul.
Entonces, entre las orgias de la libertina, comienza para
Éve una vida de martirio, mientras Antonia trata de mancillar
esa flor virginal.
Entre los amantes de la Sra. Barba Azul, se distingue un
ciudadano poco recomendable, Ovide Trimardon. Es, yo creo, el
mejor tipo de mi galería, a menos que no quiera rivalizar con la
baronesa Lischen de Stenberg.
Ovide y Lischen – este, francés, por desgracia; aquella,
alemana, ejercen en París el oficio de proxenetas.
Uno y la otra ayudan a la Sra. Barba Azul, o bien actúan
solos, en diversas operaciones cuyas intrigas configuran la Trata
de Blancas.
¿De qué vale contaros todas estas historias? Más valdría
rogar a la Srta. Flor de París, una de mis heroínas más simpáticas, que os lea la novela.
Flor de París está en su taller o en la Exposición, y la novela tiene más de veinte mil líneas.
La lectura se hace imposible. Debo solamente, caballeros,
mostraros el cuidado que aporto a mi composición y a mis argumentos.
Entre el tráfico de carne humana en París, y con el que colaboran numerosos personajes: El Crío-Chuchín, la Rizos, el
Guapo-Nénesse, el Terror de Montparno, la Sra. Hermosa Álvarez, la Sra. Elodie Brochon y demás ralea; entre estas diversas
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maniobras, la viuda Le Corbeiller se ha prendado de los hermosos ojos de un joven escultor, César Brantôme, y de los blasones
de un viejo aristócrata, el marqués Valentin de Beaugency.
Desde el principio de la novela planteo que Brantôme era
el novio de la Srta. Le Corbeiller… Celos de la madrastra, trampas al amor, resistencias de Éve y de César; intervención de otro
enamorado, el duque Melchior de Javerzac, y ascenso de la generala al marquesado.
Se ve surgir, en medio de idas y venidas de los mercaderes
de mujeres, una gran sociedad: La Amiga de la Adolescente,
teniendo como presidenta honoraria a la princesa de MabranParisis, y, por presidenta efectiva a una burguesa, la Sra.
Thérèse Alban, la tía de César Brantôme.
A través de la Sra. Barba Azul y Los Mercaderes de Mujeres, dramatizo y analizo observaciones personales y las notas del
Congreso Internacional de Londres, los documentos del cardenal
de Westminster, de la condesa de Aberdeen, de lady Batterses,
del Sr. Sabourow, de la baronesa de Montencha, del Sr. de Meuron, del Sr. Bérenger, senador, del Sr. Henry Joly, abogado, etc.;
los artículos del New York Herald, del Times, de la Revue Philantrophique, los corresponsales del Temps y otros periódicos
franceses y extranjeros.
Mis disertaciones se establecen a favor o en contra de miss
Madu Gonne, Madame Louise Michel, el conde de Haussonville, el Sr. Charles Benoist, y demás filósofos, y demás moralistas, conservadores o revolucionarios, y, por los hechos esenciales, con La Gazette des Tribunaux. Explico el rol de la obra: La
Amiga de la Adolescente, asociación constituida por unas admirables cristianas, guidadas por su arzobispo que fue soldado; y,
tras haber evocado los discursos de Gambetta, y del Sr. Presidente Deschanel sobre la Mutualidad, manifiesto, ampliando el
horizonte de la Trata de blancas: El autor de LOS ÚLTIMOS
ESCÁNDALOS DE PARIS, al no ser ni un clerical, ni un republicano sectario, ni un ambicioso, aceptará todas las observaciones
y es una investigación tan seria y más amplia como la que el
Figaro me hizo el honor de abrir, a consecuencia de mi novela:
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El Abandonado, en la que testimoniarán, mediante relevantes
entrevistas o cartas: el Sr. Félix Voisin, antiguo Prefecto de policía, consejero en la Corte de casación; el Sr. Leveillé, profesor
de derecho criminal en la Facultad de París; el Sr. Henri Monod,
miembro de la Academia de medicina, director de la Asistencia
y de la Higiene Públicas en Francia; el Sr. Lagarde, director de
la administración penitenciaria; el Sr. Ch. Blanc, director de la
Petite-Roquette.
¡Solicito una suscripción nacional para la protección de las
jovencitas huérfanas o abandonadas; solicito un encuesta sobre
la labor de las obreras; pido una ley contra la Trata de Blancas!
Sí, lo he dicho en el transcurso de mi obra, y quiero proclamarlo una vez más: «¡La mujer es una mercancía!»
Es la frase de cabecera de los amantes de la prostitución,
que divierte a los esnobs y atrae a los libertinos; ¡es el verbo de
ignominia que los gobernantes y los legisladores no escuchan!
«¡La mujer es una mercancía», y, no solamente la criatura
ya organizada, sino «la niña» – las pequeñas y pequeños, en el
«¡Baile de los Ángeles!»
¡He aquí, Caballeros, La Trata de Blancas!
Durante los viajes que, después de tres inviernos, acabo de
realizar por el París nocturno, a menudo solo, algunas veces con
colegas y médicos, o bajo la égida de los principales inspectores
de la Sûreté, puesta amablemente a mi disposición por el Sr.
Prefecto de policía, he podido valorar la desgracia tanto como el
desenfreno, y regreso de mis excursiones con el alma inquieta,
turbada, dolorida.
La Trata de Blancas – como los demás «escándalos» – es
una novela, pero es también la historia contemporáneos, y la
más extraña y real!
Reconoceréis conmigo, caballeros, que no tengo necesidad
de publicidad – vista la conmovedora simpatía con la que me
honra la Fiscalía del Seine, y me permitiréis exponer algunos
detalles de las ventas en librería.
14
En mí conviven dos escritores –diría que uno es casi un
sabio, si me remitiese a los maestros benevolentes de la ciencia
– y un autor popular.
Cuando me dirigo al gran público, desvelo los monstruos,
y cuando abordo estudios de medicina, el precio de las obras
aleja las curiosidades inútiles y peligrosas; así, Pathólogie Sociale cuesta diez francos, en la editorial Paul Dupont; Los Últimos Escandalos de Paris, en volúmenes independientes, a sesenta céntimos, y en fascículos a diez céntimos, en los editories
hermanos Fayard; y la Trata de Blancas, en el Journal, a un
centavo.
Caballeros, todos mis íntimos podrían deciros cuanto me
horroriza hablar de mí y de mis trabajos, y excusaréis que omita
el catálogo de donde se desprende la nobleza de mi alma literaria y médica, y donde van a precisarse los «considerandos» de
vuestro juicio.
Gracias a esa doble herramienta, la pluma y el escalpelo,
entre el Palacio Borbín y el Palacio de Luxemburgo, todos los
Palacios de la Repúblilca, comprendidos el de Justicia; entre los
hospitales y los laboratoriao, los teatros, los talleres, las cuarteles, el Bois, los clubs, los salones, los reservados, al igual que
uno de los filófofos del cuadro de Couture asistiendo a la orgía
romana, busco el enigma de nuestro Museo vivo de horrores y
de dolores, y debo reconocer que la civilización es, junto con la
naturaleza, la responsable. Debemos deterner el mal, en nuestra
impotencia ahogar el germen, pues si se conocía, después de
Lucrecio y su De natura rerum, le mecanismo de la vida en los
seres animados, siempre se ignora, desde Darwin y su Origen de
las Especies, el moviento de la materia que engendra la universiladad de los mundos.
La investigación está abierta, y lo estará por mucho tiempo
aún; yo llamo a todas las mentes brillantes del Instituto y especialmente a mi querido e ilustre amigo d’Arsonval, que nos hizo
beber «aire líquido» en un banquete de los limousinos, en Paris,
y me ha invitado a pasar unos días de descanso en su Laboratorio de Bretaña.
15
Pero vuelvo al Tratado de Blancas.
Durante la instrucción del proceso – aparte de las cortesías
– el Sr. juez Malepeyre ha sacado a la luz algunos pasajes bastatne intensos de mi novela, y el Ministerio público los subrayó.
Yo respondo: «He corrido la cortina cuando era necesario, y la
prueba de ello es la frase de una de mis espirituales y demasiado
alegres lectoras, según una canción de Yvette Guilbert: «¡Este
animal se detiene… en el instante en el que es más lechuzo!»
He sido un poco duro – lo reconozco – con las lesbianas,
hacia la Sra. Barba Azul queriendo «donjuanizar» a Éve, su
hijastra, y hacia la Srta. de Chandor, sembrando en una casa
religiosa honorable, las semillas de Madame Don Juan, baronesa
de Mirandol.
Tal vez debo a la flagelación de la Srta. de Chandor, de
esa media o cuarto de virgen, el apóstrofo de un sacerdote periodista y defensor de los dormitorios religiosos, incluso en sus
excepcionales errores:
«Dubut de Laforest, ¿tenéis conciencia de vuestros actos?
«Dubut de Laforest, ¡sois el Arcangel del Mal!
«Dubut de Laforest, ¡yo os desafío y os maldigo!»
¡Ah! hete aquí, en mi rebaño de blancas, una misa negra!
¿Cuál es el nombre del abad y el título de su oscuro periódico?... ¿Por qué dar publicidad a este Arcángel…. Del Bien?...
El Paraiso debe bastarle, ¡sin el Infierno a mí no me basta!...
Pero, si los miembros del Tribunal lo ordenan, yo lo contaría
todo en presencia del Abogado de la República y de nuestros
defensores, no para llevarnos a la seriedad, sino para ampliar la
diversión!
Además, Caballeros, no pertenece a los curas periodistas o
a los periodistas curas conceder maldiciones, excomuniones
menores o mayores, y que nuestro Santo Padre, el Papa, conserve este exclusivo privilegio; me gustaría tener por arbitro al propio Leon XIII si actuase – no para medir mi fe que no importa a
nadie – sino mi respeto hacia las verdaderas y útiles creencias.
Y haría a León XIII, este alegato político: «Nuestro Santo
Padre, ¿me he equivocado en tirar por los suelos los altares de
16
Lesbos?... ¿Es condenable el hombre que escribía, allá, en Les
Ecuries d’Augias, novela del Figaro, precedente de La trata de
Blancas, novela del Journal: «… A través de Los Últimos
Escándalos de París, y, por encima de los mil y un Ecuries
d’Augias, a lo largo de nuestro camino, hemos admirado esas
santas mujeres en cuadros de enfermeras, entre los doctores;
nada las desalienta, nada las espanta; todo les es fraternal! Y
para nosotros, que de ordinario viajamos más bajo, porque las
rutas departamentales, nacionales y universales de la humnanidad son menos altas; para nosotros que observamos más a menudo el vicio del bulevar que el cielo de la virtud; para nosotros
cuya ambición es divertir y corregir a los hombres, es nuestro
orgullo levantarnos y descubirnos ante Gabrielle y Marthe, las
apóstoles sublimes de la Caridad!»
Desdeñemos, Caballeros, al sacerdote «de misa negra» y
dos pobres hojas sin estima, sin autoridad, sin tirada; vacilemos
ante otro órgano que, en un mes de intervalo, bajo dos firmas, es
cierto, me denuncia a vuestra justicia, luego me iguala a Voltaire
y me predice una estatua. Tengo En ese peródico– los dos extractos están a disposición de mis jueces – un amigo y un enemigo, pues eso tal vez os divertiría, pero me temo amargamente
que los dos redactores son el mismo hombre
Vos sabéis, caballeros, como la noticia de la persecución
contra la Trata de Blancas ha sido acogida en la prensa: un silencio honorable para ella, halagador para nosotros, y para
vos… casi injurioso, de tal modo es luminoso y visible vuestro
error!
Varios de mis distinguidos colegas se disponían a organizar una protesta en mi favor, yo no he creido deber aceptar.
Caballeros, incriminando la Trata de Blancas, se ha querido arrojar el descrédito sobre mi obra y sobre Le Journal, y
hemos debido invesigar y encontrar los motivos de esta insólita
persecución.
Hay, en la Fiscalía del Sena, un sustituto letrado encargado de la lectura de los periódicos y libros.
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Ahora bien, ni el Sr. substituto, ni el Sr. procurador de la
República, ni el Sr. Procurador general, se han escandalizado
con la publicación cotidiana durante más de dos meses, y la información fue abierta por el juez Sr. Malepeyre por una carta del
Sr. Secretario, jerárquicamente tansmitida.
Laspersecuciones serian motivadas por quejas dirigidas al
Secretario.
¿De quién emanaban las quejas?
Algunos policías, antiguos o nuevos – a nuestras órdenes –
han venido a decirnos: «Buscad entre los editores envidiosos de
la casa Fayard o entre los periódicos preocupados por la expansión del Journal!...»
Estimamos que nuestros rivales, son nuestros colegas – y
no nos hemos dignado a investigar por ese lado.
¿Esas quejas vienen de los chulos y las matronas a través
de oscuros canales?... ¡Tal vez!
He querido mirar a otra parte, y, como decía el honorable
Charles Dupy, os someto a este dilema:
O el Gobierno ha querido vengarse de la política del Journal, que le es hostil; o bien, uno de los ministros del gabintete
Waldeck-Rousseau no ha sido muy bien tratado al verse nombrado, no en la Trata de Blancas, sino en otro libro de los Últimos Escándalos de París, que tengo el honor de pasar al Tribunal.
Entonces, se trata de una cuestión «política» o una cuestión «personal» – en definitiva una mala cuestión.
Abandono… a fin de que meditéis y declaro: 1º Si un ministro es reconocido en uno de los protagonistas de los Ültimos
Escándalos de Paris, se equivoca por completo, pues mis libros
son estudios, no panfletos; creo a mis tipos con combinaciones,
sin preocuparme de personalidades tan efímeras, e ignoraba a
ese ministro nombrándole; 2º Si es una cuestión «política». Yo
la dramatizaré en la próxima edición de los Écuries d’Augias, de
esos Écuries del Palacio Borbon donde hay bravas personas y
aún más de subveterinarios -¡Oh, Gambetta! – los subveterina-
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rios cuyos escándalos obligaban, ayer aún, al presidente Deschanel a cubrirse, en plena Exposición, ante el extranjero!
Caballeros, en tiempos de Francisco I y de Gargantúa, se
quemaban vivos los escritores e impresores: Etienne Dolet, por
ejemplo. Los castigos de la Tercera República son mas suaves;
pero si una breve estancia en la nueva y agradable prisión de
Fresnes y una multa de cincuenta luisies no tienen nada de escandaloso para los novelistas que no tienen dinero y se encierran; si nuestos legisladores expanden la ordinaria amnistía, no
es menos cierto que de unas inculpaciones audaces puede nacer
el peligro grve de sobrexcitar a los escritores.
No tendrían razón; deben conservar toda su serenildad; y,
aquí mismo, entre la violencia de las requisitorias y la buena o
mala fortuna de vuestros jucidos, encarnais – para el filósofo – a
unos personajes sometidos a su observación desinteresasa y altiva, sin haber dejado de ser magistrados.
¿La virtud? ¿La moral? ¿El pudor?
¿Queréis toda la luz? Pues bien, el Sr. Bérenger y yo nos
«marchamos» para la misma casa y somos dos charlatanes. Él
gruñe, mostrándosos la droga: «¡Probad eso!...» Vos sabeis que
la píldora es amarga; haceis muecas de disgusto, y os alejais…
Yo, os digo, alegre: «Venid, hijos míos, voy a contaros alegrías
y tristezas, y os deslizo, en medio de las risas, la droga y… la
sustanciosa médula!»
Señor Abogado de la Republica,
El autor de los Últimos Escándalos de París observa y
dramativa, en su obra, a millares de personajes, oficiales y soldados del ejercito humano; ellos han deshojado el árbol de la
Ciencia, el Arbol del Bien y del Mal; representan el Vicio y la
Virtud, y podría llamar al conjunto y hacerlo desfilar ante vos, al
paso, con sus estandartes! Depués del juicio, bueno o malo, el
autor perseguirá su tarea, no ignorando que la satira debe pretender menos recompensas académicas u oficiales que las alabanzas y las bendiciones! El autor no solicita nada del Ministe-
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rio, pero debería sonrojaros haberos visto obligado a traerlo a
este banco, en lugar de sus protagonistas, matronas, chulos, etc.
¡Y si vuestros TRIBUNALES son pequeños, cambiadlos!
¿Que es lo que queréis, Sres. abogados de las Repúblicos y
los Reinos – o aquellos que os ordenan – de mis Ultimos Escándalos de Paris?
El año pasado, el Jurado de Limburgo (Bélgica) absolvió a
madame Don Juan, libro V; y como la Fiscalia del Sena abre
una información sobre la Trata de Blancas, esa misma Bélgica,
«Reina de los Pornógrafos», a criterio del menor de nuestros
sustitutos, incrimina los Últimos Escándalos de Paris, toda la
obra, y me traduce ante la Corte de Flandes occidental, en compañía de tres escritores célebres: El Sr. Octave Mirbeau, por el
Jardin de los Suplicios, el Sr. Camille Lemonnier, autor de El
Hombre enamorado, y el Sr. George Eeckhoud, por EscalVigor.
¡Brujas! ¡cuna y el cementerio de Rodenbach!... Pero si
Brujas no estaba muerta – ¡morirá!...
¿Debo huir de los balnearios y casinos belgas y añadir a
mi despacho un cajón de contenciosos dirigido por los juriconsultos más expertos del Congo?... (Sea dicho, sin herir a los
eminentes defensores de mi obra.)
¡Y yo que soñaba con festajar el aniversario de Su Majestad Leopoldo, en el que se distiguenn ciertos rasgos de nuestro
Enrique IV, el Verde-Galante!
¿Caballeros, si absolvéis al novelista en Francia, se le absolverá en Bélgica?... Según François Kerrels, abogado de la
Corte de Bruselas, los asuntos de los Últimos Escándalos de
Paris (pues hay dos) están fijados para dedicarle cinco días; y,
en cinco días, se pueden abrir los oídos, y, según el argot del
Crío-Chuchín, no eternizarse Vientre hambriento
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¡Aquí y alla, tengo esperaznas. En Francia y en Bélgica,
jurados y magistrados no revelan más que la ley y su conciencia,
y no hipocresías burguesas y rencores ministeriales!1
Considerad, caballeros, el destino de un escritor libre; es
un poco como la nave que lleva en su escudo la Ciudad de París,
si el termino no parece exagerado para un observador de trajes
negros… marítimos.
En 1882, yo publicaba Tête à l’Evers, en la Biblioteca
Charpentier. Alexandre Dumas quiso, algunos años más tarde,
escribir el prólogo del Faiseur d’Hommes, y me predijo, con
ocasión de otra obra, La Crucifiée, en Calmann Lévy, el editor
del maestro: «¡Antes de diez años, seréis de la Academia francesa!»
1

Los acontecimientos acaban de justificar mis previsiones.
A consecuencia del archivo de la denuncia, producido en París, a la
Trata de Blancas; y, mientras corrijo las prueba de este «Discurso» del que
he querido conservar su nota primordial, la otra «doble noticia»– la belga –
me llega a Royat (Puy-de-Dome) y aumenta la dulzura de las vacaciones:
Brujas, 31 de julio de 1900.
Querido Serñor,
Tengo el placer de comunicarle que mi colega Michel Geraets, de la
abogacía de Hasselt, y yo, hemos obtenido del jurado de la Flandes Occidental, que pasa sin embargo por ser el más severo de Belgica, en la materia
incriminada, la absolución POR UNANIMIDAD de vuestras obras (ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS): La Virgen du trottoir, Le Dernir Gigolo,
Le Lanceur de Femmes, Les petits Rastas, La Bonne a tout faire.
El 2 de agosto – próximo jueves – defenderemos con el concurso del
Sr. Alfre Moulaërt, del Colegio de Abogados de Brujas, los demás fascículos.
Desde ahora, es infinitamente kprobable, por no decir seguro, que el Ministerio publico sufrirá una nueva derrota.
Quisiera agregar, etc.
FRANCOIS KERRELS,
Abogado de la Corte de Apelacion de Bruselas
Y el 4 de agosto, este telegrama:
“Segunda absolución _ POR UNANIMIDAD
KERRELS.
21
Todas las glorias de la literatura aceptaban el horóscopo
de Dumas – los espíritus más serios y los más ligeros – Jules
Simon, que me felicitó con motivo de un estudio; Maxime Gaucher, el eminente profesor, el añorado crítico de La Revue politique et littéraire, donde yo figuro en buen lugar; François
Coppée, uno de mis padrinos en la Sociedad de los Hombres de
Letras; Edouard Pailleron, Guy de Maupassant; Labiche, del que
uno de mis lejanos escenarios, Mesdames les Hommes, conserva
la introducción; Paul Bourget, otros académicos ilutres leían y
discutían mis libros; Paul Hervieru se encontraba con Francis
Magnard y Grosclaude para juzgar muy original una gran escena
del Gaga: «El Banquete de la universal Debacle»; Aurélien
Scholl glorificaba Bell-Maman; Anatole France se complacía
con los decorados burgueses de La Bonne á tout faire; André
Theuriet, en casa de nuestro editor común, me hacía el honor de
pedirme el «ultimo nacido»; a Jules Claretie y a Philippe Gille
les gustaba Angéla Bouchadu, heriona del Limousin; Francisque
Sarcey, olvidando nuestras antiguas diferencias, recomendaba
L’Abandonné a todos sus lectores; Henri Meilhac me prometía
una colaboración dramática; Juean Izoulet, profesor en el Colegio de Francia, me informaba que, para su curso, iba a recomendar mis estudios sociales.
Debo remitirme a estos testimonios; y entre los jóvenes
escritores, no nombraré más que a uno de los más brillantes, el
autor de La Légende de l’Aigle. Este libro – muy diferente de mi
estilo – ha aparecido con esta dedicatoria: «A Dubut de Laforest,
al escritor, al amigo, su admirador, Georges d’Esparbès.»
En la ciencia, he tenido el orgullo de interesar a Pasteur,
Charcot, y a los mejores de entre sus alumnos, hoy miembros
del Instituto, profesores y agregados de la Facultad de medicina.
Vais a escuchar a los vivos, Señorías, y el Sr. Raymond
Poincaré os dará lectura de los testimonios de algunos ausentes,
retenidos por sus deberes profesiones y cartas de los fallecidos… Perdón, ¡oh queridas sombras! Que vivis en la gloria,
lejos de nuestras disputas y de vuestras estatuas, entre los mirtos
22
y los laureles siempre verdes, y las rosas siempre floridas de los
Campos Eliseos!
En fin, caballeros, se me ha lecho justicia, desde el Gaga,
tan maravillosamente defendido por el Sr. Léon Cléry, y reproducido in extenso, en Pathologie Sociale – y heme aquí, no bajo
la Cúpula, ni incluso en la Academia de Pézenas, donde me protegería la sombra de Molei+ere, sino ante la novena Cámara!
No me irrito; me recojo y digo: «¡Es que en la Fiscalía del
Sena no te han leido!» Así pues, evocando toda una carrera de
trabajo y de honor, añado, con la frente muy alta: «¡Es que ellos
ni te han mirado!»
¡Y me invaden unas formidables ganas de llorar o de reir!
Ha llegado la hora de decir «algo a los hombres»: el pueblo se indiga por la avalancha de mentiras y egoísmos; quiere la
luz; quierer la verdad; y, tratar de paralizar nuestra obra, supondría aumentar nuestras sabias observaciones con una fuerza
vengadora inútil y una desastrosa llamada de rebato!
¿No sentís, caballeros, una conmoción en el ambiente, una
especie de descalabro precursor? ¿No estáis a la vez radiantes e
inquietos viendo a los académicos de gran talento como François Coppée y Jules Lemâitre, involucrarse en asuntos públicos
y enfrentarse con un gran cererbro como Anatole France? ¿No
distinguis en sus nuevas obras– y muy al margen de la lamentable «Histroria Dreyfus» – una preocupación por acometer grandes reformas, la necesidad de una humanidan mejor?
Sucede hoy, caballeros, lo que ha ocurrido el siglo pasado,
en vísperas de la Revolución; ¡y, antes de la tempestad, los filósofos tienen el deber de hablar a los hombres!
Y es por lo que, alejándose de los senderos llenos de idilios o de adulterios, he aplicado el hierro candente sobre las llagas sociales, a fin de interrumpir – entre los gobernantes – una
criminal letargia!
Caballeros, yo no soy un pintor de miniaturas, sino un pintor de frescos; y, tengo el derecho de expresarme en el ámbito de
23
las costumbres, según Alexandre Dumas padre, en la aventura, y
con más estima que él por los talladores de los tapones de garrafas: «¡A mí, las minas del Oural! Yo arrojo diamantes – con sus
gangas –¡los diamantes de la verdad!»
Vereis a partir de ahora en la hisotria de Los Últimos
Escándalos, un pintor a la manera de Leandro, el dibujante del
Rire, que se inauguró antaño en el Chat Noir, ilustrando uno de
mis relatos; de ese Leando cuyas imagnes son extraordinariamente caricaturescas y del mismo modo, extraordinariamente
semejantes; de ese Leandro que tiene el talento de la distorsión,
en la violación perdonada de las leyes anatómicas!
Sí, durante vuestras vacaciones judiciales, encontraréis la
posibilidad de escuchar las numerosas armonías de los Últimos
Escándalos, distinguiréis allí un leit-motiv contra las lesbianas;
y, patriotas, me agradeceréis haber ttratado de frenar – por el
ejemplo del castigo – esos amores artificiales que son, junto con
las brigadas de ciertos ovariotomistas, una de las causas de la
despoblación de Francia.
Permitidme recomendaros la lectura de El Doctor Ovariotomista, (libro VII). Aquí, he planteado los proyectos legislativos del Sr. Edme Piot, senador de la Costa de Oro, y la estadística demoledora del honorable senador viene a justificar mi requisitoria: el último crecimiento de nuestra población, comprendido
entre 1872 y 1876; alcanzaba 160000 invidivuos; después de
esta época, es de 25000, y esa cifra corresponde a la nacionalización de los extranjeros.
¡Así pues, Francia se va – y se va, reducida por el egoísmo
de los esposos, manchada por el culto a Lesbos, y hundida por el
bisturí!
¿Qué deciros aún de la venta o la masacre d las más hermosa mitad de la especie human, y también de la más frágil?
Originario del país de Montaigne y de Brantôme, cirujano
de costumbres, doctor en medicina social, podría transformar
vuestros asientos y vuestro estrado en mesas de anatomía y tumbar allí a toda la humanidad – una vieja zorra – y analizarosla, y
disecarosla, y espantaros como en mis libros!
24
Pero Alphonse Allais, nuestro maestro de la ironía, acaba
de incitarme a adoptar la sonrisa, al escuchar el nombre del
«Roi Pausole» y de «Andre Tourette», esos magnificos héroes
cuyos autores no desconocían al papa de Trimardon, de la Generala y de la buena Álvarez.
Ahora bien, caballeros, la Exposición Universal está lista,
y los extranjeros afluyen a nuestra ciudad. No veo que se cuiden
sus alegrías y sus sorpresas, y afirmo: «Los que practican la Trata de Blancas tienen razón, y yo que me rebelo, pues bien, estoy
equivocado!... No hay una palabra de cierto en La Trata de
Blancas, ni en Los Últimos Escándalos de París!... Jamás he
visto putas haciendo la calle, ni apuestos caballeros utilizando la
belleza de sus mujeres o de sus amantes! No hay Tartufos, ni
libertinos, ni Tartufos libertinos! Ninguna criada se acuesta con
su burgués! Ovide Trimardon, la baronesa de Stenberg, la Sra.
Hermosa Álvarez, han podido existir, durante la pasada Exposición; tal vez regresen para la próxima, pero, hoy, no existen!
¿Os créeis en París, en 1900?... ¡Qué error!... Vivimos enPompeya, en el años 79 de la Era cristiana, con la esperanza de
que el 23 de noviembre no tengamos una erupción del Vesubio –
el diluvio de lava ardiente que engulló la ciudad y cuyos sobrevivientes conocieron «los horribles detalles», gracias al naturalista Plinio el Joven.
¿Es culpa mía si el Sr. Albert Le Page, secretario general y
el Sr. Alexis Lauze, secretario de la redacción del Journal, ordenan imprimir, en la calle Richeliu: La Trata de Blancas (Loubeto regnante) cuando yo he escrito: La Trata de Negras, bajo el
consulado de Virginio y Regulo, no en la avenida Trudaine, sino
en las costas de Sorrente o Stabies, o sobre el rio de Herculano,
o en el templo de Isis?
¿Es culpa mía si el Sr. Lucien Tissertan, director de la editorial Fayard, cambia mi título, enviando mis obras al impresor
25
Michels, y os hace leer Los Últimos Escándalos de París, en
lugar de los Últimos Escándalos… de Pompeya?...
Ovidius Trimardo, Lischenia Stenberga, Puer-Goupinus,
Pulcher-Nenessius, Terror Montis-Parnassi y dux Antonia qui
de muliereibus adque puellis «traficabunt», urbi et orbi, vos
salutant!
Super Lutetiae faeminas aedificaverunt «galettam», et adversus eos non proevalebunt portae Inferi!
Caballeros,
Así como declaraba antes al Sr. Abogado de la República,
pertenezco a una familia de las más honorables. Jamás hemos
hecho daño al prójimo. Sé mejor que nadie lo duros que son los
tiempos; y si, mediante mis revelaciones escandalosas e inciertas
de La Trata de Blancas, he podido perjudicar en la cantidad que
sea, la industria del Sr. Ovide Trimardon, de la baronesa de
Stenberg, de la Sra. Hermosa Álvarez, del Crío-Chuchín, del
Guapo-Nénesse, de la Rizos, del Terror de Montparno y de su
generalísima Antonia, me compromento a indemnizarles, no con
mis derechos de autor que ya he cobrado, y, por desgracia, en
parte gastados con algunas de sus bonitas clientes – de aquellas
que, según Balzac, nos «hacer perder novelas», sino en consentir
a la Sociedad Trimard and C. una delegación y a escribir una
nueva obra en el periódico más serio y sobre e tema más austero
que dicha Sociedad quiera indicarme.
Os reís, caballeros, y cometeríais un grave error cesando
vuestras risas, pues yo no soy más que un payaso!
Pailleron me llamaba el abogado de las mujeres; Alexandre Dumas y Guy de Maupassant discutían para saber si yo era
Suetonio, Juvenal o Propercio; Henry Fouquier ve en mí al pintor Holbein; José-Maria de Heredia juzga y admira varias escenas de la Trata de Blancas… ¡Los honorables fallecidos, se divertían!... ¡Los honorables vivos, se divierten!
La verdad, entre nosotros: no soy más que un bufón, un
imbécil, iluminado a veces por un rayo de sol o de luna – para
26
despertar la conciencia humana, para exhortaros a tener más
piedad hacia los desgraciados, daros una lección seria, para divertiros!
He acabado, señores jueces.
La opinión de los maestros2 no me había producido el delirio de grandeza, y la requisitoria no me inflige más que la persecución.
Mi ilustre defensor Raymond Poincaré sabrá mejor que
yo, deslumbrándoos con su elevada elocuencia, ganaros con su
indulgente filosofía, contribuir a la libertad de pensar y de escribir; y, ¡después del alegato, vuestro veredicto, Magistrados, y
vuestros clamores, Ciudadanos, van a hacer esta jornada inmortal!

2

Los testimonios de los escritores a los que hago alusión, en este
«Discurso», han sido publicados en los periódicos, y, especialmente, las cartas de Alexandre Dumas, de Edouard Pailleron y de Guy de Maupassant.
Cuando he hablado del gran filósofo Jules Simon, habría debido saludar la memoria de Émile Littré, pues el inmortal autor del DICCIONARIO
fue el primero en honrarme con su benevolencia.
La carta de Labiche está en una preciosa colección de autógrafos, y
discurre por completo, y con qué brío! Acerca de uno de mis proyectos de
comedia: Mesdames les Hommes.
27

LIBRO I

LA TRATA
DE BLANCAS
COSTUMBRES CONTEMPORÁNEAS

«¡Que tu corazón no se desvíe por los derroteros de esta MUJER
y que no te arrastre por sus senderos,
pues ella ha herido a varios mortalmente, y ha matado a otros que eran
más fuertes!»
(LA BIBLIA.– Ardides de la
mujer extranjera.)
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I
Esa noche del 20 de diciembre de 1890, el general Lucien
Le Corbeiller, cubierto con una bata, con el bigote y la barba
rizada, charlaba con su hija, sentada cerca de él, en el fumadero
de su suntuoso palacete de la calle Saint-Dominique.
Éve, morena y bonita, en la aurora de los diecisiete años,
acababa de ponerse un vestido de baile rosa, y respondía, dulce
y tímida, a las preguntas paternas.
El Sr. Le Corbeiller, tumbado sobre un diván, parecía indispuesto, y uno de sus pies, hinchado y cubierto de vendas,
ponía de manifiesto el reumatismo que lo obligaba a hacer efectivo su retiro de general de brigada antes de la edad reglamentaria.
Preguntó con una amplia sonrisa:
–Así que, hija mía, ¿tienes secretos para tu padre?
–¡Oh! ¡no!
–¡No sabes mentir!... Conozco tu secreto: tiene veinticinco
años… Una barba morena… ¡Es escultor, trabajador y original,
que desciende de un gran escritor y se convertirá en un gran artista!... Y se llama… ¡César Brantôme!
Graciosa, ella le puso una mano en los labios:
–Padre, ¡te lo suplico!...
El general reía con más intensidad:
–¡Demasiado tarde!... ¡El nombre ha salido!... ¿Se lo has
contado a tu madre?
Éve se levantó y dijo, trágica:
–¡Mamá está muerta!
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Unas sombras oscurecieron el rostro del general:
–Sabes de sobra que hablo de tu segunda madre… de
nuestra querida Antonia…
La joven bajaba la cabeza y guardaba silencio.
Él continuó:
–¡Éve, eres injusta con Antonia, y eso me decepciona!...¡
Antonia, mi esposa, es tan buena, tan cariñosa, tan devota! ¡Te
quiere tanto!
–Sí, me quiere; me lo jura, al menos, – dijo Éve, hablando
con ironía – pero su afecto por mí es raro, y, a menudo, ¡me da
miedo!... Las caricias que me prodiga me molestan… Las dulces
palabras que murmura me parecen contener un misterioso sentido, indescifrable, y sus besos me queman, como si, en lugar de
sus labios, aplicase tizones sobre mi rostro.
–Niña, ¡nuestra Antonia es exuberante en amistad y en todas lo demás!... ¡Tiene el sol en el alma y en los ojos!... ¿Sabes
lo que creía?
–No, padre…
–Pensé que aprobarías lo que he hecho por ella, lo que le
he reconocido mediante contrato, para después de mi muerte – y
sabiéndote bastante rica con la herencia de tu madre – ella pudiera disponer de aquello que la ley me permite dejarle.
Ella rodeó el cuello del general con sus bellos brazos:
–¡Ah! padre, ¡qué mal me conoces! Te he apenado…
¡Perdóname!. Intentaré querer a tu esposa… por el amor que te
tengo a ti… ¡Hasta ahora no he podido!... ¡Deberías comprenderme! Yo ya era mayor, cuando mamá murió… Yo la quería…
La adoraba… Ella estaba allí, siempre presente en mi corazón y
en mis ojos… y, muy a mi pesar, no podía acostumbrarme a
ver… aquí… ¡a otra en su lugar!
El general interrumpió a su hija:
–¡Silencio, Éve… Aquí llega!
La Sra. Antonia Le Corbeiller avanzaba, alta y erguida,
majestuosa, en todo el esplendor de sus treinta años – en el cenit
de las bellas; – y esa mujer recordaba a la leona y a la pantera –
a la leona por su cabeza altiva y espesa cabellera salvaje, sedosa,
31
y, aquí y allá, sus prodigiosos rizos rojos y dorados; – a la pantera, por la ligereza felina de su cuerpo; dos ojos enormes de un
verde alga marina, brillaban encima de su nariz de aletas rosas y
anaranjadas; un ligero bello pelirrojo, puntillado de oro, como
sus cabellos, sombreaba unos labios húmedos, vivaces, de una
carne nueva, casi sangrienta. Todo en ella exhalaba amor, y las
cejas que se fruncían a la menor alerta, sus dientes puntiagudos,
las luces de sangre de las pupilas, revelaban, además de la imperial Mesalina de las lujurias, una mendiga muy moderna.
Vestida de satén gris, bajo un manto doble de marta cibelina, guantes altos de Suecia, y tocada con un gorro estilo
Velázquez con una larga pluma color de fuego, besó al general:
–¿Estás mejor, verdad?... ¿Te ha dejado tranquilo ese maldito reumatismo?
–Estoy muy bien… ¿Has dado un buen paseo?
Antonia se exaltaba:
–¡Oh! ¡Soberbio! ¡Cuatro vueltas al lago en automóvil!...
¡Un trajín infernal!...
–¿Creía que habías tomado el landau?
–Sí, pero me encontré con mi amigo el marqués Valentin
de Beaugency, saliendo de su palacete de los Campos Elíseos,
en su máquina eléctrica, primera en su género, y, ¡a fe mía, que
he dejado el landau para tomar lugar a su lado!... ¿No estás celoso, verdad?
–¡Ni de él, ni de nadie! Confío en ti…
–¡Enhorabuena!
La generala se volvió hacia Éve:
–¿Y bien, es que no me vas a besar, querida?
La Srta. Le Corbeiller tendió la frente a su madrastra.
Vivamente, Antonia le tomó la cabeza y le estampó dos
cálidos besos que le sellaron los virginales labios.
Luego, sin preocuparse de la confusión de la joven, le
tomó las dos manos y la contempló, zalamera:
–¡Qué bella estás, ángel mío! ¿No será por casualidad que
te has puesto ese exquisito vestido para honrarnos a tu padre y a
mí?
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–¿Olvidáis, señora, que la duquesa de Chandor debe venir
a recogerme para ir con su hija Suzanne, a la Opera Cómica?
–¡Es cierto!... ¡Diviértete mucho!... En cuanto a mí, no
cambiaría mi velada por la tuya; la pasaré entera, en una dulce
conversación al lado del fuego con tu padre…
Y mirando el reloj de péndulo:
–¡Dios santo! ¡Las seis y media! Apenas tengo tiempo de
vestirme… Éve, querida, ven conmigo; ¿tendrías tan amabilidad
de ayudarme?
La Srta. Le Corbeiller permaneció inerte, y una oleada de
sangre vino a enrojecer las mejillas de la virgen.
¡Oh! no, ella no quería ir a la habitación de su madrastra y
sobre todo de quedar a solas con ella. La casta morena recordaba
lo que ocurrió, una noche que ella había seguido a la madrastra:
Antonia, saliendo del baño, completamente desnuda, con sus
cabellos salvajes desplegados sobre sus hombros, sus ojos brillantes de verdes luces, y su voz pérfida, tentadora, embrujadora,
se atrevió a decir: «¡Éve, querida, mírame! Mírame por todas
partes y dime si soy bella…»
Éve huyó de allí, fuera de sí, sin intentar comprender el
enigma, y, después de esa noche, no se aventuró jamás en la
peligrosa habitación.
A una nueva solicitud, ella respondió, helada:
–Disculpadme, señora… Me quedo con mi padre… Isis,
vuestra egipcia, está en la salita… Puedo avisarla si lo deseáis.
–¡Olvídalo!
Ahora, en un inmenso y lujurioso vestidor, Antonia se entregaba a los cuidados de la egipcia Isis, una de sus doncellas.
Grande y musculosa como un hombre, con grandes ojos
redondos y negros, un cabello moreno abundante, los labios carnosos, la tez amarilla y bronceada, Isis llevaba un traje de egipcia, un poco teatral, y cuyas telas brillantes acentuaban todavía
más la extraña virilidad de su persona.
Esas dos mujeres, de la misma edad, se conocían desde su
infancia; y mientras la sirviente bañaba y enjabonaba el maravi-
33
lloso cuerpo de su ama, de donde se exhalaba un olor natural de
menta y verbena, mientras provista de todo un arsenal de esponjas, toallas, limas, tijeras, cortaba las uñas rosas de los pies y de
las manos, lustraba la larga y salvaje cabellera, descendía y remontaba alrededor de los huecos y los salientes, de los rosados y
las blancuras, de las sombras doradas, de todos los tesoros de
amor, la generala evocaba rápidamente su historia con la idea de
añadir, esa misma noche, un capítulo más.
Descendiente de un turco, domador de fieras y de una
amazona española, Antonia Chérif – hoy la Sra. Le Corbeiller –
había nacido en Hamburgo, la ciudad cosmopolita por excelencia, la villa de los músicos más innobles de Europa, inmenso
mercado de bestias feroces y muchachas de vida alegre, la villa
maldita de los animales, la villa bendita de la prostitución. A los
catorce años, la Srta. Chérif se evadió de la rulot, no es que careciese de habilidad, ni de ardor para los ejercicios de las jaulas,
pues desde muy pequeña figuraba en el espectáculo de su padre,
sino porque el medio le parecía grosero, y, cuando menos, sin
elegancia.
Siguió por Egipto a Muhieddin-Pacha, uno de los amantes
de su madre, y se llevó con ella a Isis, una pequeña sirvienta,
muy feliz de volver a ver su país natal.
El Pachá le había hecho dar una instrucción de las más brillantes, y, para agradecérselo, en Alejandría, en el harén, la hija
del domador estranguló al amante; luego, jugando a ser la sultana desconsolada, permitió, gracias a Isis, incriminar y hacer que
ahorcasen a una de las otras mujeres.
Rica por los regalos del Muhieddin, por los robos y los
adulterios, se convirtió al catolicismo, convirtiéndose en la esposa legítima del Sr. Émile Glandoz, cónsul general de Francia,
que le reconoció una bella dote sobre su haber, y ella se liberó,
una vez más, del segundo marido, y, esta vez, gracias al veneno.
Se vio comprometida judicialmente, y, al no poder negar su crimen, lo confesó al propio hermano del esposo, Monseñor Charles-Alix Glandoz, entonces misionero, hoy arzobispo de Bour-
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ges, a quién ella había confesado razones pasionales. El religioso le evitó la cárcel y la soga.
Pasó su duelo viajando a tierras lejanas, siempre escoltada
por Isis. La aventurera se detenía algunas veces en París, deslumbrando a todos por su juventud y belleza.
En un baile de la Presidencia, el general Lucien Le Corbeiller, viudo de la encantadora y digna madre de Éve, cayo
enamorado de la Sra. Glandoz, nacida Chérif, y le dio su apellido… ¿Iba a morir Lucien trágicamente, como los otros dos?
A menudo, Antonia echaba de menos las jaulas de los
animales feroces; y, para distraerse, para gran horror de la Srta.
Le Corbeiller, educaba y domaba a un joven tigre.
Una vez vestida, preguntó:
–Isis, ¿Has dado de comer a Sultán?
–Sí, ama… Según vuestro deseo, le he dado un perro vivo… El tigre lo ha devorado, no queda ni un hueso del chucho…
–¡Bien!... Esta noche, prepárate para recibir mis órdenes…
Y Antonia bajó al fumador, envuelta en un péplum de cachemira blanco, con sus salvajes cabellos empolvados de oro.
Esperando la cena, se pasó al salón, y a ruego de general,
la Sra. Le Corbeiller tomó su harpa y cantó: soberbia detrás del
instrumento, con los dedos agiles y artísticos, a lo largo de la
cuerdas, ejecutaba una melodía que ensalzaba a Galaor, donde
destacaba su voz de contralto, bajando casi hasta un registro
masculino, voluptuoso, evocando los amores del paladín bien
amado para estallar en sonoridades de cobre en la gloria de las
batallas.
Desde hacía algunos minutos, Hermann, uno de los criados, grueso y rubio mozo, había entrado y permanecía allí, no
atreviéndose a interrumpir a su ama.
Tras los entusiastas elogios del Sr. Le Corbeiller y el bravo más discreto de la Srta. Éve, Hermann anunció:
–¡La Sra. generala está servida!
Pasaron al comedor, y, durante toda la comida, el viejo tuvo para su Antonia ojos de un enamorado veinteañero.
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Cuando Éve salió, en compañía de la duquesa Berthe de
Chandor, el Sr. y la Sra. Le Corbeiller subieron a la habitación
del general y se instalaron al lado de la chimenea donde, en esa
velada invernal, ardía un buen fuego de leña.
Muy amable, muy dulce, Antonia leyó un periódico de la
tarde a su marido; se tomó una taza de té, y hacia las diez, Lucien, según su costumbre, se quedó dormido en un sofá.
Entonces, la mujer se levantó, y de pie ante el general, lo
envolvió con una mirada de odio.
¡Para ella, ese hombre representaba el obstáculo!
El obstáculo, porque, una vez muerto, ella se volvería rica,
gracias a la liberalidad de Lucien, que, al casarse con ella, sin
fortuna, tras el despilfarro del dinero de sus difuntos maridos, él
le había reconocido todo lo que la ley le permitía disponer, y de
ese modo no tendría que soportar la humillación de pedir sumas
a sus amantes, y que sin embargo él nunca le rechazaba.
El obstáculo, porque, viuda, ¡ella sería libre!
¿Pero, libre? ¿Acaso no lo era ya, y más que todas las mujeres de su alrededor? Ella iba, venía, corría noche y día, y el
marido, en su inocencia de hombre decente y su respeto conyugal, hubiese enrojecido por interpretar mal las largas y extrañas
ausencias de su ídolo.
Muchos vividores y noctámbulos conocían las escapadas
de Antonia, y circulaban historias sobre aquella a la que llamaban Sra. Barba-Azul: un individuo que, se dice, fue amado por
ella, había revelado la existencia de una pequeña casa en un barrio aislado de Paris, donde ella recibía, en noches de orgía, a
sus amantes y queridas, toda la lira de las lujurias; pero el pasado de la hija del domador era desconocido por todo el mundo,
aparte de Monseñor Glandoz, por la segunda parte, y por la
egipcia, en su totalidad.
Por otra parte, los rumores se detenían en el umbral del palacete de la calle Saint-Dominique donde el general Lucien Le
Corbeiller, enfermo, permanecía confinado la mayoría del tiempo, y las lenguas se callaban ante Éve.
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Esta tácita complicidad de los amigos enardecía aún más a
la aventurera; y, semejante a Théodora abandonando por la noche su imperial palacio para ir a entregarse a los bestiales amores de los histriones y los gladiadores, la Sra. Le Corbeiller, encendida por sus monstruosos deseos, recorría París, desde los
almacenes, los saloncitos y los ricos salones hasta los tugurios,
desde los discretos apartamentos de los proxenetas hasta las casas de tolerancia y antros de maricas y lesbianas.
No era una mujer que tuviese vicios: ¡ella era el Vicio!
No era una pecadora: ¡era el Pecado!”… ¡Era el Sacrilegio!
El orgullo, la envidia, la gula, la cólera, la pereza, incluso
la avaricia, por ciertos lados, y la lujuria, todas las lujurias, las
encarnaba en carne y en sangre; incubo y súcubo, feminizándose
o virilizándose, según sus caprichos, el monstruo remaba hacia
la isla de Lesbos, no desdeñando aterrizar en Sodoma y Gomorra.
Sin embargo, había una claridad en ese fango: Antonia era
brava, incluso temeraria, y soñaba con vestirse algún día de primera espada, e ir a afrontar, con el capote en la mano, los furores de un toro en alguna plaza española, o mejor aún de encerrarse en una jaula, dar compañeros a Sultán, y poder domar
tigres y leones, para someterlos y finalmente inmolarlos.
Con su fogoso temperamento, habría podido ser Charlotte
Corday o Judith, hacer historia, pero permanecía siendo Antonia, una criatura sin vergüenza y sin remordimientos, instintivamente sanguinaria, y capaz, al albur de sus pasiones e intereses, de todas las perfidias y todos los crímenes.
El general se despertaba; de inmediato Antonia mostró una
sonrisa:
–Son más de la diez, Lucien… Hay que meterse en la cama, amigo mío…
Lo ayudó a desvestirse, rodeándole de filiales ternuras; y,
una vez el marido se acostó, ella le presentaba su frente para que
él depositase allí el habitual beso nocturno.
Pero, el general la atraía en sus brazos:
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–¿Por qué te vas tan rápido, Antonia? … ¿Por qué, querida, no te quedas a mi lado, como los primeros días de nuestro
matrimonio?
–¿Y los médicos?... ¿Y tu reumatismo? ¿Y las prescripciones? – sonrió la bella de cabellos salvajes.
–¡Al diablo los médicos, los reumatismos y las prescripciones!
Él quería amor; ella lo rechazó dulcemente, no por temor a
alterar la salud del viejo, sino porque tenía prisa:
–No, amigo mío… ¡Debes ser prudente! ¡Vamos, buenas
noches!...Y, sin rencor, ¿de acuerdo?... ¡Es por tu bien!...
Antes de retirarse a sus aposentos en el primer piso, contiguos a los del general, la Sra. Le Corbeiller se aseguró de que
los criados estaban acostados, y penetró en una salita anexa a su
cuarto.
Muy apropiada al fantástico carácter de Antonia, esa salita, decorada en cuero de Cordoue y amueblada al estilo morisco,
con panoplias, mármoles, terracotas, bronces, y un cuadro visible: «Judith con la cabeza de Holoferno en la mano», y otra obra
oculta: «Las lecciones de Safo a Lesbos»; luego, una biblioteca
exhibiendo libros religiosos y encerrando en sus cajones secretos la colección ilustrada llamada de los Fermiers Generaux, las
obras del Divino Marqués y unos horrores más modernos.
Sentada sobre una butaca, con la frente entre sus manos, la
aventurera pensaba:
–¿Por qué esperar más, puesto que mi resolución es irrevocable?... ¿Por qué no esta noche?... Pronto, Éve va a regresar… ¡Hay que acabar!
Dieron las once en el reloj de la salita; la Sra. Le Corbeiller se levantó murmurando:
–¡Sí, hay que acabar! ¡Quiero ser libre!
Tomó una lámpara con tulipa, que estaba encendida sobre
una mesa, y salió.
El silencio reinaba en el palacete, y fuera, en la calle
Saint-Dominique, bajo un cielo mortecino, se producía la ordinaria calma de las noches invernales.
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Para regresar a la habitación de Lucien, Antonia debió
atravesar el salón donde el retrato de Le Corbeiller, en su gran
uniforme de general de brigada, parecía querer cortarle el paso.
Lanzó una mirada de desafío al retrato, como a una imagen viva, y, reteniendo su aliento, alargando sus pasos ya amortiguados por las mullidas alfombras, la Sra. Le Corbeiller penetró en la habitación del enfermo. Allí, agudizó el oído, escuchó un momento; nada se movía en la casa.
Tras haber dejado la lámpara sobre la chimenea, se acercó
a la cama donde dormía el viejo… ¡Oh! ¡Ningún peligro! ¡Ninguna alarma!...
La mujer tenía una explicación preparada por si, bruscamente despertado, el general se sorprendía por la visita nocturna
y amistosa.
¿No acababa de suplicarle que permaneciese a su lado?...
Pues bien, ella lamentaría haber sido tan desagradable, y haberse
sustraído a su deber conyugal, de modo que acudía a él dócil y
enamorada.
Antonia no tuvo necesidad de recurrir a ese subterfugio.
Lucien dormía profundamente, con los brazos fuera de la cama,
su camisa abierta sobre el pecho, la cabeza hundida en una almohada de encajes.
La Sra. Barba-Azul contemplaba al dormido y observaba,
sobre los labios del hombre, una plácida sonrisa que ella siempre
veía cuando lo escuchaba pronunciar su nombre: Antonia.
Esta evocación sentimental, muy involuntaria, no la afectó
en absoluto; tuvo un gesto de bravura y entró en el cuarto de
baño de su marido, de donde volvió de inmediato, con una navaja abierta en la mano, cuya lama brillaba bajo la luz de la lámpara; todo en ella vibraba, sus rojas y espesas cejas casi se juntaban y su cabello parecía aureolado de oro y llamas.
El general estaba inmovilizado en el profundo sueño «hijo
de la muerte», que la naturaleza concede a los dos extremos de
la creación: los niños y los ancianos, como para acercarlos mejor
a la nada de donde salen y a la que regresan.
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Antonia, con la navaja en la mano, hizo un movimiento
rápido; él tuvo un estertor siniestro de músculos y carnes; un
suspiro se exhaló del pecho de Lucien; y la sangre brotó desde
su garganta abierta hasta el rostro de la asesina.
La obra de la Sra. Barba-Azul no había terminado; ahora
tenía que hacer creer en un suicido, y la criminal se puso a la
tarea.
Con una sangre fría más extraordinaria que su ferocidad,
abrió la mano derecha crispada del muerto y le colocó la navaja.
De pronto, una mano la agarró por los cabellos y la arrojó
violentamente hacia atrás, lejos de la cama.
Horrorizada y desesperada, Éve gritaba:
–¡Miserable! ¡ah! ¡miserable!
–¿Tú?... ¿Tú?... – balbuceaba la generala, herida de espanto.
–Sí, ¡yo!... ¡traída por un presentimiento!
Y la Srta. Le Corbeiller, acercándose a la puerta, gritó
desesperadamente:
–¡Auxilio! ¡auxilio!... ¡Al asesino!...
Pero el peligro había devuelto toda su presencia de ánimo
a la asesina, que, en lágrimas, abrazaba a la joven:
–¡Pobrecita! ¡Pobrecita niña! ¿No ves que tu padre se ha
dado muerte voluntariamente?... Yo escuché sus lamentos desde
mi habitación, y acabo de llegar… ¡demasiado tarde!... por desgracia… ¡demasiado tarde!
Éve murmuró:
–¡Es cierto!... ¡Pobre padre!... Cuando sufría de sus heridas,… más dolorosas que los reumatismos… se ocultaba de
vos.. y decía ante mí que pondría fin a sus días... ¡Pero yo no le
creía! ¡No podía creerle!
Antonia gemía, con el rostro embadurnado de sangre y de
lágrimas
–Acusarme a mí… acusarme a mí que lo adoraba… ¡Oh!
¡es una locura!... ¡Es un crimen, Éve!
La joven levantó los ojos hacia la Sra. Le Corbeiller y
pronunció, arrepentida:
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–¿Os pido perdón, madre mía?
Por primera vez, ella llamaba así a la esposa del general –
¡y en qué momento!
Despertados todos los criados por la llamada de Éve, se
precipitaban en la habitación del muerto. Ni uno de ellos se
asombró del suicidio; y el doctor Jean Herbier, un viejo amigo
de la familia, llamado a la calle Saint-Dominique, no puso en
duda que el Sr. Le Corbeiller se hubiese matado, pues era opinión unánime que el general había expresado a menudo la intención de acabar con su vida.
Éve y su madrastra, de rodillas ante el lecho fúnebre, parecían postradas por un inmenso dolor – Antonia sobre todo,
cuyos ojos desorbitados asustaron al médico.
El Sr. Herbier exhortó a la viuda a tomar un poco de reposo, y como esta se resistía, se la obligó a regresar a sus habitaciones.
El doctor, después de los trámites legales, disimuló las
heridas del general Lucien bajo unas vendas, y Éve permaneció
sola, con dos sirvientes, velando el cadáver a las luz de las cirios.
Al llegar a su habitación, Antonia recompuso su figura y
emitió una carcajada de animal feroz, una risa monstruosa, una
risa que evocaba los gritos de las hienas durante la noche, alrededor de la carroña.
–¡Libre!... ¡soy libre! – exclamó, triunfante.
Entonces, en el éxtasis de su victoria, perdió la noción de
los seres y las cosas. Esa casa donde acababa de entrar la muerte
gracias a ella, le pareció horrible; esas lágrimas, ese duelo, no
estaban hechos para la alegre Barba-Azul… ¿Por qué no hacer
uso de su primera noche de auténtica libertad? ¿Acaso experimentaba ella la tristeza y consternación de los demás?... ¡No!...
Vibraba de alegría y se enardecía de deseo… Y bien, puesto que
nadie sabría nada, ¿por qué no ir a buscar al Sr. Ovide Trimardon, uno de sus amantes que, precisamente, la esperaba en el
Moulin-Rouge?
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Exaltada por esa idea, y sin reflexionar por más tiempo, se
dirigió al cuarto de baño.
Mientras lavaba su rostro, el agua del lavabo se tiñó de rojo, y la Sra. Barba-Azul todavía emitió una risa sarcástica.
–¡Ah! sí, ¡la sangre!... ¡su sangre!...
Y pensó en lady Macbeth declarando en sus remordimientos, que el agua de todo el océano jamás limpiaría la mancha de
sangre de Banco, que teñía su diestra.
¡Mentiras del talento, pero nada más que mentiras! Para
ella, a diferencia de la heroína de Shakespeare, alagunas gotas
vertidas de un pequeño frasco, habrían dado cuenta de inmediato
de la sangre de su esposo.
Una vez finalizadas sus abluciones, se puso un vestido de
baile, un vestido violeta de preciosos encajes; luego puso en sus
orejas y en sus brazos los tesoros de sus joyeros; tomó un sombrero Lamballe, se envolvió en un abrigo de zorro azul, y, antes
de salir, abrió una salida secreta que daba a la alcoba y llamó:
–¡Isis!
La egipcia que vigilaba, y a la que la Sra. Barba-Azul trataba como una esclava, no pareció en absoluto alterada – a pesar
de la siniestra aventura – al ver a su ama en traje de baile.
–¿Nada nuevo… por ahí abajo… en la habitación? – preguntó la generala.
–No, ama.
–Ve a buscarme un coche… Esperará en el lugar de siempre… Luego, irás a decir a la Srta. Éve que estoy indispuesta,
pero que eso no me impedirá reunirme con ella antes del amanecer.
–Sí, ama.
Isis desapareció y regresó para anunciar que el coche estaba estacionado en el lugar indicado.
Antonia pasó el cerrojo de la puerta que daba al interior
del palacete y bajó, escoltada de la criada, por la escalera de
servicio.
Salió, en un hábil va y viene de la egipcia, sin ser vista por
el portero, y al subir al coche ordenó:
42
–¡Cochero, al Moulin-Rouge!
43

II
Ovide Trimardon, el hombre con el que la generala tenía
una cita en el establecimiento de la plaza Blanche, todavía se
encontraba en su apartamento de soltero en la calle Londres; y,
de pie, en frac negro, bajo una pelliza, el sombrero de copa nuevo y brillante, un poco ladeado sobre la oreja, el chaleco con una
enorme cadena de oro con gruesos diamantes en los ojales de la
camisa, unas sortijas en los dedos, robusto y ventrudo, el rostro
amplio y colorado, los parpados arrugados, la nariz gruesa, la
mirada inquisidora, el bigote negro y rizado, los dientes brillantes, mechas de cabellos pegadas a las sienes y alargadas como
oscuras patas de conejo – ese hombre amenazaba con su bastón
a una joven que lloraba, con la frente entre sus manos.
–¡Como te digo, serás muy feliz con esas damas del Papagayo!
–¡Oh, no! ¡No quiero ir…!Prefiero seguir de camarera en
el Duval!
–Ser camarera del Duval no es una buena vida, pero, dama
de lupanar-cervecería, ¡es estupendo!... ¡Además, me he comprometido!... Todos los papeles están en regla, en la Prefectura,
en el negociado de Costumbres y en el local del tío Sumatra!...
¡Vamos!
Y, a pesar de sus llantos, Claire Massonneau, rubita de
diecisiete años, a la que Ovide Trimardon acababa de reclutar en
el restaurante Duval, se vio obligada a subir a un coche y seguir
a su amo que la dejó en el Papagayo Gris, una casa de putas del
bulevar Rochechouart, antes de dirigirse al Moulin-Rouge.
44
Solo, en el coche, Ovide encendió un cigarro.
¿Cómo era posible que ese individuo, más bien feo y vulgar, había inspirado una pasión e incluso deseo en la generala?
Muchas mujeres tienen esos misterios ante los cuales todas las
religiones y sistemas filosóficos son como monarquías muertas,
y la mejor razón era la de la Sra. Barba-Azul: « ¡Le gustaban…
las narices gruesas! »
El hombre de gruesa nariz practicaba la Trata de Blancas:
buscaba jóvenes en los tugurios, en la calle, en los talleres, hasta
en sus familias y en el campo; y jamás campesino alguno en una
feria examinaba el caballo que deseaba adquirir con tanta ciencia y conciencia como lo hacía Ovide con sus neófitas.
En su apartamento de la calle de Londres, llevaba al día su
contabilidad: inscribía los apellidos, nombres y domicilio de las
reclutadas, la edad, la altura, el estado de salud, la forma del
rostro, el color del pelo y de los ojos; y a esas indicaciones físicas y ese informe médico, añadía íntimos peritajes.
Cuando tenía tiempo, es decir cuando la oferta superaba la
demanda, él se daba el título de «consejero de revisión»; y, solo,
emulando al médico principal y a los cinco jueces (prefecto,
consejero de prefectura, general, consejero general, consejero
municipal), veía pavonearse a sus reclutas ante él, escrutaba los
dientes, verificaba el frescor del aliento, toqueteaba los tesoros,
y todo eso en una actitud seria y legal, y sin que su carne de
hombre experimentase el menor estremecimiento al contacto de
todas esas voluptuosidades.
Para Trimardon, la mujer era un objeto, un bibelot, una
mercancía natural y viva. A sus numerosas y sucesivas amantes,
las iniciaba en las complejas tareas del amor, y menos por placer
que por deber; las emperifollaba antes de exhibirlas en el Bois,
en los circos, los teatros, los conciertos y los restaurantes, e indicarles «el caballero o la dama en cuestión », pues el innoble
Trimardon también hacía servicios en honor a Lesbos.
No considerándose bastante distinguido y apuesto en el rol
de un chulo en frac, y no queriendo enarbolar el sombrero de
tres picos, se hizo negociante, especialista en mujeres, como
45
otros lo son en vinos, en alimentación o en telas; actualmente,
debía restringir su comercio a las rápidas indicaciones que le
valían algunos luises o a los suministros más o menos ventajosos entre los proxenetas, tales como la baronesa Lischen de
Stenberg, o colocar a las chicas en grandes casas públicas o incluso en los bajos tugurios del bulevar Rochechouart; siempre
sabía discernir, y si Claire Massoneau, camarera en el restaurante Duval, iba a instalarse en el Papagayo Gris, era porque el
maestro lo estimaba en función del justo valor de la chica.
Trimardon solamente reclamaba de sus «alumnas» una
mensualidad proporcional a sus ganancias; pero esperaba extender el negocio y ver calentar y hervir marmitas de oro en París,
en Londres, en Berlín, en Viena, en Roma, en Madrid, en San
Petersburgo, en toda Europa, ¡sobre toda la tierra!
Experto en la Trata de Blancas, operaba con tanta astucia
y brío que había sabido crearse unas relaciones honorables, ser
miembro de varios clubs, de varios círculos, y a veces se le veía
en fiestas, en compañía de personas que pertenecían a la mejor
sociedad.
Ovide Trimardon y la baronesa Lischen de Stenberg adiestraban a las muchachas e incluso a las niñas, y en torno a ellos
hormigueaba toda una muchedumbre de mercenarios3.
***

3

Nosotros los hacemos actuar en el transcurso de este relato; desvelamos sus mentiras, entre las risas y las lágrimas; y, para nuestra nueva obra,
que es el corolario de los ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS y dirigiéndonos hacia la novela social, reivindicamos el honor de haber precedido, una
vez más – y especialmente en el Abandonado – a los moralistas y a los legisladores.
En efecto, por una de esas maravillosas casualidades, para goce y orgullo de los escritores, remitimos al Journal el primer manuscrito de la Trata
de Blancas, un mes antes que la Asociación de Vigilancia Nacional inaugurase en Londres, el Congreso Internacional para la represión de esta misma
Trata, con el altruista patrocinio de lord Aberdeen. (Nota del autor)
46
En la plaza Blanche, bajo el giro de las aspas rojas y luminosas del Moulin, se veían numerosos curiosos y mirones.
Los coches se detenían sobre el iluminado peristilo, unas
prostitutas más o menos bien vestidas y unos vividores en frac;
aquí y allá, algunos pintores y escultores de Montmartre o unos
estudiantes en chaqueta y sombrero hongo de ala ancha, llegados a pie o en ómnibus.
Toda la alta y pequeña farándula se reunía allí al salir de
los teatros, de los conciertos y de los circos, del Casino, de los
Folies-Bergère, y llegando aún y siempre de las casas galantes y
de los clubs.
Se entraba en batiburrillo; muchos individuos, que se decían periodistas, pasaban gratis; y, en la subida hacia el hall,
sobre unos sillones y sillas de hierro, se encontraban los asiduos
del establecimiento, unos, aislados; otros, rodeados de amigos o
de chicas alegres dispuestas a glorificar las nuevas estrellas de la
danza y del amor. Más allá, un poco antes de la orquesta dominando el baile, unos grupos se formaban alrededor de las celebridades coreográficas: el gran Sin-Hueso, luego, el más brillante alumno del maestro, Victorin el Dislocado, con su rostro de
Pierrot enfermizo; sus largas piernas, un aspecto muy bohemio
bajo una chaqueta de paño marrón, chaleco blanco, pantalón
oliva, y, realmente divertido, una rodilla plegada, las dos manos
sosteniendo una sombrilla; la pareja de Dislocado, una especie
de Chicard en maillot de cuadros; las ilustres damas: la Tragona,
Quemada de Gusto, Rayo de Oro, la Macarrona, la Saltarina, la
Crío-Queso y sus émulas, Zozó Patas al aire, graciosa y bonita
en su vestido rojo, con los cabellos de un pelirrojo veneciano
erizados a lo payaso, e, inmóvil, sobre el parqué, con los puños
en las caderas; la rubia Bizcochito, de azul; la morena Labios
Gruesos, de rosa, exhibiendo unos pantis multicolores, con la
pierna derecha a la altura del sombrero de los hombres; y otros
bailarines y bailarinas, todos a sueldo; y esos seres iban y venían, hacían piruetas, se doblaban, se agachaban, se repantigaban,
se levantaban, hábiles como simios, o artificiosos como autóma-
47
tas, y desprendían, entre los artificiales perfumes, un olor de
animales en celo.
Pero la más bella y admirada era Zozó Patas al aire.
Todo el mundo la conocía en el barrio, y muchos asiduos
al Moulin-Rouge habían seguido sus progresos de la bailarinamodelo, desde la vivienda de su madre, portera de la calle de
Mont-Cenis, hasta su apartamento de la calle Rodier, y los talleres de los escultores donde todavía posaba.
En la calle, vendedores de flores y naranjas, estacionaban
sus coches a lo largo de la acera; unas crías acosaban a los caballeros, sobre todo a los viejos, y les colocaban a la fuerza una
rosa en el ojal, con maliciosas sonrisas y gestos equívocos, y,
todo, bajo la vigilante mirada de las madres emboscadas en la
sombra; unos golfos, jóvenes y pálidos, con la palidez de las
prisiones y las cárceles, vestidos con chaquetas demasiado cortas y tocados de sombreros hongos o altos casquetes profesionales, deambulaban aquí y allá, con las manos en los bolsillos, y
mordisqueando colillas; y allá abajo, bajo los árboles muertos,
unas putas erraban, transidas de frío, recorriendo «el cuarto de
los condenados» que falta en el Infierno de Dante.
Ante la llegada de cada coche, nubes de mozos se precipitaban para abrir las portezuelas, ofreciendo sus servicios; y, entre la multitud se observaba a un muchacho de unos quince años,
con los ojos enrojecidos, los cabellos de un rubio pálido y un
rostro evocador del de un caniche, cuyo alias era el Crío-Chucho
o Chuchín por su parecido canino. Llevaba un casquete de terciopelo que había sido verde; su pantalón oliva se le caía, deshilachado, sobre unos zapatos demasiado grandes para sus pies
de niño; una blusa gris cubría sus hombros delgados, y, bajo la
blusa, tenía alrededor de sus riñones, un cinto de lana roja completamente nuevo, conseguido al pasar por delante de un escaparate.
El Crío-Chuchín acaba de agacharse en el borde de la acera, y contaba sus ingresos, una veintena de centavos, más una
moneda de cincuenta céntimos.
Con voz alegre y canalla, murmuró:
48
–¡Qué guay, el viejo de patillas blancas. Con su moneda
de cincuenta céntimos, voy a comprar flan a la Rizos, y pagarme
una juerga!
Como se dirigía con paso alegre hacia la tienda de un mercader de tabaco y licores, cuyo rojo cartel brillaba a cierta distancia, dos manos se posaron sobre sus hombros.
El abre portezuelas se volvió y, observando a un camarada:
–Hombre, ¿eres tú, Guapo-Nenesse?
–Sí, soy yo, mi querido Eugène, soy yo, Ernest Lampier,
¡en carne y hueso! No te sorprendas.
–¿De dónde sales? Hace más de un año que no se ha visto
por aquí tu bonito rostro.
–Trabajaba con la banda de Mathieu, el Terror de Montparno, en los alrededores de París; nos pillaron desvalijando una
casa de campo; Mathieu y yo pudimos huir… Él ejerce ahora
por aquí, y desde hace ocho días, ¡yo soy artista!
–¿Artista?
–Sí, figurante, en el teatro de los Batignolles.
–¡Caramba! – dijo EugèneY considerando el aspecto del otro:
–Aún así, para un artista, no tienes pinta de llevarlo bien.
El Crío-Chuchín tenía razón. Ernest Lampier no tenía
ningún buen aspecto en su blusa de algodón, usada hasta los
puños, y atada con alfileres; su pantalón de tela azul, su sombrero de fieltro gris hundido y sus pies descalzos bailoteando en
unas zapatillas de andar por casa. ¡Oh! ¡no! No lo llevaban bien
del todo; pero era guapo: unos ojos azules profundos iluminaban
el rostro rosado de efebo de dieciséis años, y de largas pestañas,
morenas y sedosas, sombreaban los párpados; su boca purpurina
mostraba una dentadura deslumbrante, y con unos cabellos negros, cabellos que hubiesen podido envidiarle algunas mujeres,
caían en cascada sobre sus graciosos hombros.
–¡Ah, amigo! no tengo más que cuatro chavos para tumbarme en un garito mísero, por culpa de este maldito frio de perros!
49
–¡Vamos, ven, Guapo-Nénesse! – dijo Eugène, – te pago
un vaso; ¡eso te descongelará el gaznate!
El Crío-Chucho arrastró a su amigo hacia el establecimiento de licores, compró dos cigarros de un centavo, ofreció
uno a Ernest y pidió dos vasos de absenta en la barra:
–¿Así que no se cobra en tu sagrado teatro?
–Sí, quince chavos por noche; pero hete aquí, que después
de ocho días, aún debo estar a prueba, para ver como lo hago.
Eugène, con el cigarro en los dientes, movía la cabeza, pareciendo reflexionar.
–Guapo-Nénesse, ¡no quiero dejar a un amigo tirado!
Vendrás a dormir a mi casa!
–¿Cómo? ¿Tienes casa?
–Si, tengo un domicilio y un mobiliario… ¡y una bonita
mujer!
–¿Te has casado?
–¡Estás chiflado! ¡Estoy muy bien soltero!... La Rizos
también es demasiado joven; no tiene más que catorce años.
–¿Hace la carrera?
–Todavía no; pero la formo.
–¿Y con qué coméis, pues?
–Me las arreglo. Por las noches abro las portezuelas en el
Moulin Rouge y en la Abadía de Théleme. Y luego, hago recados.
–Entonces, ¿ya no robas?
–¡Estás loco! ¿Cómo podría mantener a mi muñequita si
aparte de trabajar no robase por aquí y por allá… Vivo en la
calle Mont-Cenis, una casa en la que la madre de Zozó patas al
aire es la portera y donde hay una moza macanuda, la Srta. Georgette Lagneau, llamada Flor de Paris.
–¿Un putón?
–No… Flor de Paris vive con su madre, una vendedora de
naranjas; trabaja en las modas, y, aparte de su amante, el escultor César Brantôme, tiene los pies niquelados!... Sí, Ernest!
50
Un coche llegaba ante el Moulin Rouge; Eugène arrojó
dos monedas de diez céntimos sobre la barra, y saltó afuera,
exclamando:
–¡Espérame, Guapo-Nénesse, vendré a recogerte enseguida!...
El coche se detuvo. Vivamente, abrió la portezuela, y quitando su casquete, presentó la mano a una dama que iba a descender:
–Tened cuidado, bella señora… El pavimento está resbaladizo esta noche…
La recién llegada se apoyó ligeramente sobre el brazo del
Crío y saltó a tierra.
Pero cuando esta se alejaba olvidando la propina, él gritó:
–Señora… ¡vuestro monedero!
–¿Lo has encontrado, muchacho?
–¡Oh! no, mi princesa, pero pensaba que lo habíais perdido, puesto que no habéis dado nada a vuestro abridor.
Ella le arrojó una moneda; y, observando a la desconocida
a plena luz, el Crío emitió una exclamación admirativa:
–¡He aquí una rolliza y bien vestida! Sabe el camino, y
nunca había reparado en su hermoso tipo!
La Sra. Barba Azul hacia su entrada en el Moulin Rouge.
De todas partes se elevaban clamores: un círculo de hombres y de mujeres formaban una cuadrilla sensacional al ruido de
una música infernal; se daban prisa, chocaban, se empujaban;
los viejos acostumbrados y los consumidores habían abandonado sus lugares y sus vasos; se subían a las sillas, se escalaban las
mesas, se colgaban en las columnas del hall, para ver mejor, y
todo el mundo gritaba, excitando con el gesto y las voces dirigidas a los primeros bailarines en su coreografía trascendente.
La generala pasó altiva, y mostró tanta soberanía en sus
modales, tanta energía en su mirada, que la muchedumbre se
abrió para hacerle paso hasta la primera fila de espectadores.
Victorin el Dislocado y Zozó Patas al aire ejecutaban el interesante paso de la «Rana epiléptica».
51
Muy encendida, muy viva en su vestido de seda rojo con
estampados amarillos, con sus cabellos rojos excéntricos, Zozó
brincaba, giraba, se agachaba en un batiburrillo de faldas multicolores y tormentosas, bajo un maillot de claro satén, dejando
adivinar la firmeza de sus carnes y el valor de sus contornos;
luego, deteniéndose bruscamente, «presentaba armas» – la pierna izquierda o la derecha – al Dislocado que, de pie sobre sus
manos, con la cabeza pálida y triste, maniobraba sus pies en una
rotación de viejo telégrafo.
Ahora bien, no eran sobre Victorin el Dislocado, si sobre
Zozó Patas a aire donde convergían todas las miradas; mujeres
envidiosas y hombres excitados se giraban hacia la gran dama
en traje de violeta y sombrero Lamballe, llevando sobre un brazo un abrigo de zorro azul, y que, feliz de encender los deseos
de ambos sexos, parecía buscar algo o a alguien.
En un momento, la mirada de la Sra. Barba Azul se fijaron
en Ovide Trimardon al que percibió en un destello al fondo de la
melé humana.
Sin duda, el hombre todavía ignoraba la presencia de Antonia, pues no se movió, mientras la generala se dirigía hacia él.
La cuadrilla naturalista había terminado, en un huracán de
bravos, y Patas al aire, a hombros de sus admiradores, daba un
paseo triunfal alrededor de la sala.
La Sra. Le Corbeiller se alejaba para unirse al joven hombre, que había respondido a sus miradas. La Bizcochito, una de
las bailarinas, de rostro adusto, pero de todos modos bonita, con
su cabellera rubia al estilo japonés, en un batín de seda dorada,
le cortó el camino:
–¿Por qué intentáis quitarme a mi amante, especie de pendeja?
–¡No tengo que daros ninguna explicación! – replicó la
generala.
–¿Con qué no mirabas a Ovide, durante el baile de Patas al
arie y del Dislocado?... Si crees burlarte de La Bizcochito, hija
mía, te equivocas… ¡No, en serio, no te has levantado con el pie
derecho esta mañana, guarra!
52
Antonia se levantaba en toda su altivez:
–Os advierto que si os obstináis a cortarme el paso, no necesitaré a nadie para corregir vuestra conducta.
–¡Intentadlo!
Pero, como ella observaba más atentamente a la bailarina,
la Sra. Barba Azul se volvió menos agresiva; sus miradas se
hicieron menos violentas, y, en voz muy baja, acercándose a la
Bizcochito, murmuró:
–Vos sois bonita, señorita, muy bonita, y en lugar de discutir deberíamos entendernos…¿Estáis libre mañana?
La Bizcochito exclamó, chillona:
–¡Vaya una peladora de lentejas! Dirígete a Labios Gruesos o a la Contenedor o a otras grullas que comen de ese pan…
¡Yo no soy de esas!... ¡Ah! intentas robarme el amante y vienes
luego a hacerme posposiciones deshonestas!... ¡Basta carroña!...
¡Largo de aquí!
Se disponía a saltar sobre su rival, y la muchedumbre que
se amontonaba a su alrededor y de Antonia la animaba mediante
sus risas y sus gritos, cuando dos brazos robustos agarraron a la
Bizcochito y, levantándola, la arrojaron a un espacio vacío, a lo
lejos.
En el hombre que intervenía, la Sra. Barba Azul reconoció
a Trimardon con el que había intercambiado algunas señales.
Él le ofreció su brazo:
–¡Venid, señora!
La puta se había levantado, y gritaba a su amante que se
alejaba con la generala:
–¡Me las pagaras! ¡Acuéstate con ella si es lo que quieres,
imbécil… y véndela, ¡Debe tener buen bolso, la muy tortillera!
Tras estas últimas palabras, la Bizcochito rodaba por tierra, presa de una crisis histérica y emitía aullidos de bestia atragantada.
Se la llevaron, y mientras los espectadores se ponían en fila ante un cortejo romano, llegado con sones de fanfarrias, Trimardon y la Sra. Le Corbeiller caminaron hacia lugares menos
poblados.
53
El hombre, al pasar, saludó al amante de Zozo, el duque
Melchior de Javerzac, y le preguntó a la bella:
–¿Por qué has llegado tan tarde?
–Me he visto retenida en mi casa, por un asunto, un asunto… serio, – dijo la miserable, pensando en su crimen.
–¿Te decides hoy a decirme cómo te llamas? Tú ya lo sabes todo de mi; sabes que me llamo Ovide Trimardon… que soy
antiguo modelo de fotos… actualmente negociante y periodista… que vivo en la calle de Londres… Conoces mi apartamento,
y yo no sé absolutamente nada de ti… Realmente, querida, ¡eres
demasiado misteriosa!
–Lo importante es que te amo y te lo demuestro… lo demás ¿qué puede importar?
–¡Eso me turba!... ¡Uno se entrega y no es agradable ver a
los demás reservarse!... ¿Eres una gran dama?... ¿Una actriz?...
¿Una horizontal?
–¡Adivínalo!
–Me inclino por una gran dama
–Gracias. ¿Y por qué?
–Porque la casita a la que me llevaste en nuestra primera
cita, hace quince días, es de un caché completamente aristocrático!... ¡Dime solamente tu nombre?
–Ya hemos acordado eso, después de la otra noche… pero
deberé abandonarte antes del amanecer…
–¡Ya veremos!.... ¡Siempre misterios!
–O lo tomas o lo dejas.
–Lo tomo… ¿Quieres que vayamos a cenar, querida? ….
¿A los grandes bulevares?... ¿Al Egipcio?...
–No… en el barrio…
–¿En la Nueva Atenas?... ¿En la Rata Muerta?... ¿En la
Abadía de Théleme?...
–Estaría bien en la Abadia de Théleme!...
Los dos enamorados caminaban entre las mesas repletas
de consumidores; en una de ellas, un caballero ofrecía champán
a media docena de muchachas, entre las que se encontraban la
Contenedor y Labios Gruesos, la una y la otra, orgullosas de sus
54
coreografías, rivales de Zozó Patas al aire y de la Bizcochito, y
las mejores alumnas de la Tragona y de Asada de Gusto.
El que pagaba las bebidas era un viejo aristócrata presumido y perfumado como una casquivana, con grandes patillas
blancas, extendidas sobre el sedoso cuello de un frac negro, y
entre la abertura del abrigo marrón, el ojal adornado con la roseta roja; tocado de un sombrero de copa brillante, tenía la nariz
puntiaguda y elevada de los «escrutadores», los párpados arrugados, y un monóculo de oro se incrustaba en su arco superciliar
izquierdo.
–¡ue aquí todas sabemos que tú eres un marqués auténtico,
mi perrito! – dijo la Contenedor, acariciando las canosas patillas
del viejo.
–Y que te llamas Valentin de Beaugency, – añadió Labios
Gruesos, – e incluso que vives en un palacete despampanante en
los Campos Elíseos!
–¿Y además? – preguntó con amabilidad el viejo aristócrata.
–¿Además? ¡Eso no te impide ser un catador y venir aquí a
disfrutar de los cotillones de las mujercitas!
–¿Es que acaso esas damitas tienen alguna queja de mi?
–No hay nadie como tú, y eres el más chic del Moulin!
Y bajando su cabeza dorada hacia el rostro seco del viejo,
la Contenedor insinuaba, zalamera:
–¿Quieres esta noche?
El Sr. de Beaugency no respondió; observaba a la Sra. Le
Corbeiller que pasaba, sin verle, del brazo de Trimardon, y parecía de tal modo atónito, que todas las muchachas prorrumpieron en risas. Habitualmente, la Sra. Barba Azul cambiaba su
sombrero y ponía un velo para sus escapadas.
–¡Vaya! He aquí el marqués atontado ante la rival de la
Bizcochito! – exclamó Labios Gruesos.
El aristócrata salmodiaba, con extrañeza:
–Pero esa mujer…. ¿No es la Sra. Antonia? ¿La generala
Le Corbeiller?... ¡No!... ¿Ella aquí?... ¡Me equivoco!... ¡Estoy
viendo visiones!... ¡Es imposible!
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–Vamos, bebé, – dijo la Contenedor,– ¿vienes?... Pareces
cambiado desde que has visto a la gran pelirroja… Ya te pasará… ¡Ven!
Antonia y su galán se habían eclipsado.
El marqués preguntó a la Contenedor:
–¿Conoces a esa mujer?
–¡No mucho!
–¿Y al caballero que la acompaña?
–¿Ovide Trimardon? ¡Un tipo sucio!...
Hacia el fondo del corredor, Antonia decía al mercader de
mujeres:
–Adelántate y toma un reservado en la Abadía de
Théléme… Pronto me reuniré contigo allí…
–¿Y por qué motivo no vamos juntos?
–Quiero salir de aquí sola, como he entrado!
Luego, dejando bruscamente a su acompañante, regresó al
hall y rozó a los juerguistas que la ojeaban con admiración y
envidia.
Algunos habituales murmuraron ofrecimientos; ella no los
consideró y salió del Moulin-Rouge.
–¿Un coche, mi princesa? – exclamó Eugène, acompañado
de su amigo, el Guapo-Nénesse.
La generala, sin responder, caminaba hacia la Abadía de
Théléme.
–¡En nombre de Dios! – exclamó el Crío-Chuchín, ¡esta es
mi clienta!
–¡Ah! ¡Qué preciosa es!– declaró Lampier.
Y ambos la siguieron.
No lejos de allí, en la plaza Pigalle, sobre la acera de la
Abadía, la Sra. Le Corbeiller se detuvo, admirando la belleza del
figurante de teatro.
Realmente, bajo la luz de los arcos de hierro con globos
blancos y rojos, con su talla esbelta, sus grandes ojos azules, sus
labios rosas, sus bigotes morenos nacientes y su cabellera en
cascadas negras, evocaba, a pesar de sus harapos, uno de esos
jóvenes semidioses que nos han transmitido los sueños de los
56
antiguos; y si se ignoraba el Olimpo, se esperaba, como en un
cuento de hadas, ver a ese joven príncipe despojarse de su lamentable vestuario para aparecer deslumbrante de púrpura y
oro.
La gran pelirroja experimentó una vibración en todo su
cuerpo:
–¡Ven aquí!... ¿Qué edad tienes, muchacho?
–Dieciséis años, señora.
–¿Tu estado?
–Yo trabajaba con dos socios en Montparno…
Una patada del Crío le interrumpió:
–¡Cuidado!
Del mismo modo que la mujer, deseosa, el bribón, despertado al amor, se olvidaba, pero de inmediato añadió:
–La desgracia cayó sobre ellos y ahora actúo de figurante
en el teatro de los Batignolles.
–¿Todas las noches?
–A partir de mañana… sí, señora.
Entonces, muy cerca de él, con un temblor en la voz y
llamas en sus pupilas, Antonia se arriesgó a decir:
–Con ojos como los tuyos, una boca como la tuya, con tu
rostro encantador… uno no puede... ¡no debe ser desdichado!...
¿Tu nombre?
El Guapo-Nénesse, uno de los mejores discípulos del Terror de Montparno, que conocía el arte del robo y hubiese apuñalado a un burgués, se volvió tímido bajo el orgullo y el amor,
y balbuceó:
–Ernest Lampier, señora.
–¿Vives con tus padres?
–No tengo padres… y tampoco alojamiento, voy a vivir en
casa del Crío-Chuchín.
–¿El Crío-Chuchín?
Eugène dijo, vanidoso:
–El Crío-Chuchín, soy yo, mi princesa!... Vivo en la calle
del Mont-Cenis…
57
Unos clientes entraban en la Abadía de Théléme; otros salían.
La generala deslizó una moneda de oro en la mano de Ernest, y con el rostro iluminado, subió las escalinatas del restaurante.
Desde que estuvo fuera de su vista, el Guapo-Nénesse
abrió la mano para mirar a la luz lo que acababa de recibir, una
moneda de veinte francos:
–¡Seguro que se ha confundido, la rica y hermosa!
–Quieres saber mi opinión Guapo-Nénesse, – dijo seriamente el Crío, – Pues bien, creo que te ha encandilado…
Y mientras ambos pícaros manifestaban su alegría bailando sobre la acera, la Sra. Le Corbeliller decía a un maître de
hotel:
–¿Queréis indicarme el reservado del Sr. Ovide Trimardon?
–Sí, Señora, el número 9… El Sr. Ovide nos ha advertido
y espera a la señora… ¿Sois vos?
–Soy yo.
–Haré que os acompañen.
Y, a un camarero que pasaba:
–Baltasar, conduce a la señora…
En el primer piso, cuando el camarero introducía su llave
en la cerradura del número 9, Antonia creyó deber detenerlo:
–Os engañáis, amigo mío… Me parece escuchar tres voces
en este reservado, y la persona que me espera está sola…
Baltasar no tuvo tiempo de responder; la puerta se abrió, y
Ovide Trimardon, atrapando a su desconocida por la mano, la
introducía en un pequeño salón adornado de espejos, brillando
de flores y luces.
La Sra. Barba Azul tuvo un gesto de rechazo, viendo que
su enamorado había olvidado su promesa de un cara a cara.
Con Ovide se encontraban Zozó Patas al aire y un gentleman que parecía tener veintiocho años, bajito, los cabellos y
bigotes de un rubio apagado, el rostro delataba a un incorregible
juerguista, vestido con un esmoquin azul, sombrero de copa
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inglés, chaleco blanco, pantalón gris, calzado con botines barnizados puntiagudos y de una longitud extraordinaria – unas barcas de juguete.
Sin turbarse, Ovide dijo con total sinceridad:
–Mi querida bella, permitidme presentaros a la Srta. Zozó
Patas al aire, cuyo talento coreográfico habéis podido admirar
antes, y presentaros igualmente al Sr. duque Melchior de Javerzac, uno de mis íntimos amigos.
A este título de «amigo íntimo», tan deliberadamente vocalizado por Trimadron, el joven aristócrata, hizo una mueca.
Ante los invitados, Antonia fruncía las cejas, dudando en
quedarse, a pesar de las dulces palabras y los besos de Ovide.
–¡He aquí una admirable dama que no parece estar muy
cómoda! – murmuró el duque Melchior al oído de la bailarina
del Moulin-Rouge.
Como buena chica, Zozó se había acercado a la generala:
–¡Vamos, vamos, señora! No se ofenda… ¡Así es más divertido!.. El duquecito y yo hemos encontrado a Ovide y nos
hemos invitados… ¿Dónde está el daño?... ¿Interrumpidores de
amor, nosotros? ¡Jamás!... ¡Os dejaremos a los postres!
No fue al apóstrofe de la Srta. Patas en el aire a lo que Antonia obedeció, sino a las miradas, a la vez suplicantes y prometedoras, del gran moreno.
Se sentó al lado de él – y la medianoche comenzó.
El duque Melchior de Javerzac estaba lleno de talento;
Ovide estaba encantado; Zozó tenía la broma canalla y el argot
del arroyo parisino; y, una vez roto el hielo, Antonia, a la que
Melchir llamaba en razón de su incógnito, «la Princesa lejana»,
pronto se puso al ritmo de los invitados.
Se comieron cosas muy especiadas, se bebió champán,
café, licores, y la estrella del Moulin-Rouge renovó para los
íntimos el paso, ya muy público de «la Rana»; luego Zozó se
levó con ella al Sr. de Javerzac y Ovide Trimardon quedó solo
con la Sra. Le Corbeiller.
Ese macho y esa hembra – esos dos animales dignos el
uno del otro, – se amaron golosamente y, a las cuatro de la ma-
59
ñana, la gran pelirroja, lassata sed non satitata, se disponía a
partir, y el gran moreno llamaba para saldar la cuenta.
Baltasar apareció, llevando la cuenta sobre un plato; Ovide
miró, buscó en sus bolsillos y tuvo un gesto de contrariedad:
–¡Vaya por Dios! ¡Robado! ¡Me han robado!
–¿Cuánto se debe, camarero? – dijo Antonia sonriente.
–Noventa francos, señora.
Ella le entregó un billete de cien francos:
–¡Cobraos y quedaos el resto!
Trimardon se revolvía; pero ya Baltasar había recogido el
billete de la clienta.
Cuidadosa de sus encantos, evitando las maternidades y
los peligros del amor, la Sra. Barba Azul procedió, en el lavatorio vecino, a una ablución de las más higiénicas y, tras haber
ajustado su peinado, besó al galán:
–Hasta pronto, amigo mío… Me voy…
–¡Te acompaño! – dijo vivamente Trimardon.
–¡Es precisamente lo que no necesito!
–¡No puedes ir sola a estas horas! ¡No sería prudente!
–¿Te parezco una mujer que tenga miedo, Ovide?
–No… pero…
–No hay «peros»… Además, de que tendría que defenderme…
Extrajo de su abrigo un revólver y un puñal y, mostrando
esos objetos al gran moreno:
–Esto es para ti… si no eres prudente… y para los demás… si me atacan… ¿Me juras no seguirme?
–¡Eso es ridículo!... ¿Déjame acompañarte hasta el coche?
–¡No!
Ella partía; él corrió tras ella; la tomó entre sus brazos:
–¿Cuál es tu nombre? ¡Quiero saberlo!
–¡Piel de Bala! – replicó, alegre, la terrible aventurera
–¡Esas palabras! ¡Esas palabras en vuestra boca!... ¡Ah!
señora! – gimió el hombre.
60
–Querido señor, –dijo ella divertida por la desolación prodigiosa de Trimardon– no deberías presionarme mucho para
hacerme hablar en argot!
–¿Conocéis el argot?
–¡Lo sé todo!
Y, dándole un último y sabroso beso sobre los labios:
–¡Hasta la vista, amor mío! Te escribité a tu casa, calle de
Londres, para darte una nueva cita…
Ella bajaba; pero el hombre, violando su juramento, se
precipitó sobre los pasos de la desconocida.
La plaza Pigalle estaba desierta, y Trimardon no vio, a lo
lejos, que un fiacre se alejaba.
La Sra. Le Corbeiller regresó a su palacete de la calle
Saint-Dominique por una puerta del jardín y la escalera de servicio.
Rápidamente, la generala se despojó de su vestido de baile, e Isis la volvió a vestir con un vestido de seda negra.
Entonces, aún vibrante de los besos del hombre y sucia, a
pesar del aseo y los perfumes, llegó a la habitación del crimen y,
bajo las luces mortecinas de los cirios, se arrodilló al lado de
Éve y las criadas que rezaban.
¡Oh! ¡la zorra! ¡Oh! ¡la puta! ¡Oh! ¡la carroña!
Unas lágrimas inundaban su rostro; pero no tenía angustia
y, ante el muerto glorioso, cerca de la dulce virgen humana, entre el Cristo y el agua bendita, soñaba con erotismo y sadismo,
con atentados más infames y sacrílegos, los más horribles, Misas
negras y hostias sangrantes; loa animales que conoció en Hamburgo, en el zoo, y el joven tigre que ella domesticaba, en una
inmensa jaula, en el jardín del palacete, se mezclaban con los
hombres y las mueres, exaltando todas las perversiones en esta
Barba Azul, fuente de peligros e ignominias, cloaca de impurezas, vergüenza de la naturaleza.
61

III
¡Su Eminencia Monseñor arzobispo de Bourge!
Aunque no fuese costumbre nombrar en alta voz a los visitantes a una casa en duelo, Hermanna, muy grave en su librea
negra, había anunciado solemnemente al prelado, viejo amigo
del general Lucien, y Monseñor Charrles-Alix Glandoz, alto y
delgado bajo la sotana violeta, la cruz de esmalte y oro brillando
sobre su pecho, los cabellos grises, la mirada muy ducle, entró
en el gran salón, bendijo el catafalco erigido entre los cirios y,
habiendo dicho unos oremus, se inclinó ante las damas Le Corbeiller.
Viuda y huérfana, tan devotas la una como la otra, y pareciendo tan afligidas en sus amplios velos negros, besaron el anillo pastoral; luego, a un gesto de Monseñor Glandoz, la Barba
Azul siguió al arzobiscpo a un salón contiguo y un poco oscruo,
con la oscruidad religiosa de la muerte.
Antonia, lacrimógena, desfalleciente, iba a sentarse: el arzobismpo le instó a permanecer de pie para escuchyarle.
–Señora, -– dijo – cuando mi amigo el general Lucien quiso hacer de vos su esposa, se produjo en mi una gran lucha de
conciencia… ¿Debía intervenir y denunciar vuestra… desgraciada aventura? Guardé silencio,p or piedad hacia él, lque os
amaba, y hacia vos, por deber religioso. Hoay, en la casa enduelo, la muerte de mi hermano, vuestro crimen pasado y que el
secreto de confesión me ordena olvidar, este crimen me i nspira
uan grave sospecha, y os pido que me juréis que vos no teneind
nada que ver con la muerte del general.
62
Ella respondío de rodillas, con las manos elevadasw hacia
el cielo y con voz muy bjaa:
–¡lo juro sobre el Cristo!... Monseñor, yo amaba, adoraba
al general Le Corbeiller, una de las glorias de mi patria adoptiva!”… Junto a Lucein, mi orgullo y mi ídolo, yo redimía una
locura celosa, un crimen horrible, pero que, vos lo sabéis, y Dios
también, tukvo la excusa de la pasión… del amor humano!... El
general se sucidio, él tan valiente – y todos los médicos lo proclaman – en un acceso de fiebre… Yo vigilaba… pero llelgué
demasiado tarde… por desgracia demasiado tarde… Mi redentor está muerto!... Lloro y quisiera morir!... ¡Ah! m onseñor, vos
tan caritativo con la pecadora, no martirice a una inocente…
La Sra. Barba Azul vertía lágrimas, y el arzobispo le daba
su bendición ´más evangélica.
Los funerales del general Le Corbeiller se celebraron en
Sainte-Clotilde.
Habitualmente riguroso, el clérigo no había formulado
ninguna oposición, habiendo sido el suicidio explicado según el
testimonio de Antonia y los doctores.
Todo el París mundano y militar asistía a la ceremonia,
donde el Presidente de la República se hizo representar mediante
uno de los oficiales superiores de su casa; el ministro de la guerra en persona, así como numerosos generales, amigos y antiguos compañeros de armas del difunto, y soldados, músicos y
banderas escoltaron al honesto y bravo guerrero hasta el cementerio Père-Lachaise.
En la iglesia fue pronunciada una destacable oración por
Monseñor Glandoz, y en el cementerio unos discursos vibrantes
de patriotismo. La multitud se dispersó tras haber saludado, ante
uno de los más bellos monumentos del Père-Lachaise, a la viuda
y la hija del gran general, de riguroso luto.
La duquesa Berthe de Chandor y la baronesa Cécile des
Graviperes, dos amigas de la familia, recondujeron a la Sra. y a
la Srta. Le Corbeiller a su palacete, y el marqués Valentin de
Beaugency se dijo ser un bruto malvado y un loco ridículo al
63
haber podido creer, la pasada noche, en la presencia de Antonia
en el Moulin-Rouge.
¡Un excelente hombre, ese viejo juerguista! Había querido
mucho al general Lucien y, temiendo el carácter fantasioso de la
viuda, se proponía vigilar a Éve.
Antonia y su hijastra apenas habían intercambiado algunas
palabras durante los primero días del duelo; pero, pronto, las
comidas – y sobre todo bajo las órdenes de la Sra. generala – las
reunieron en el comedor, ese comedor donde, la otra noche aún,
el general Lucein presidía, honrando de las mismas atenciones y
con la misma amistad a su esposa y a su hija: La Bestia y el
Ángel.
Éve tomaba el alimento preciso para no morir, y albergaba
ideas temibles. ¿Qué iba a suceder, ahora sola con su madrastra,
al lado de una mujer que simper fue para ella un enigma peligroso y vivo?... ¿Podría quererla? Desde luego, iba a luchar por
respeto a la memoria de su padre, esforzándose, ya respetuosa,
mostrarse amistosa con Antonia convertida en su tutora; pero
¿era posible? ¿Se acostumbraría a los modales equívocos de esta
mujer que, en ese mismo momento, sentía de ella la persistente
mirada que la confundía?...
Ahora bien, Éve, soñadora, se estremecía a la voz de la
madrastras, una voz simpática y dulce, de una dulzura de mil
que ocultaba el vitriolo:
–No comes querida… Quiero que comas algo!... Esta larga
abstinencia puede acabar enfermándote…
La joven se levantó de la mesa.
–¿A dónde vas, hija mía? – dijo Antonia.
–A mi habitación, madre; tengo intención de pasar la noche rezando…
–¡Pero vas a matarte!... ¡Estoy segura que hace dos días
que no has dormido ni una hora!
–Vos no más, madre.
64
–¡Oh! yo tengo el deber de mostrarme más enérgica, aunque no sea más que por darte ánimo!... Vamos, puesto que sufres, voy a acompañarte arriba y ayudarte a meterte en la cama…
Esta proposición que, venida de otra madre, hubiese parecido normal, sonó como una amenaza y una injuria en los oídos
de la virgen.
En un púdico sonrojo, Éva balbuceaba un rechazo y un
agradecimiento; la viuda la tomó por la cintura y, amablemente,
maternalmente:
–Ven, querida… ¡Ahora, más que nunca, debes obedecerme!
La Srta. Le Corbeiller – a pesar de las pasadas aventuras –
no quiso admitir una nueva ignominia, y se dejó conducir a su
cuarto donde la generala la desnudó, contodos los cuidados de
una madre atenta, la acostó y se instaló en un sofá.
–Duerme, querida… Yo velo… Quedaré toda la noche
cerca de ti…
Pero Éve se levantaba:
–¡No!... ¡No!... Os lo ruego, señora…
Antonia no dejaba de sonreir:
–¿Señora? ¿Todavía señora?... ¿De qué tienes miedo?
¡Oh! sí, ella le daba miedo, la gran pelirroja, con sus ojos
brillantes y sus labios temblorosos de lujuria, que desmentían
las maternales palabras y los abrazos leales… ¿De qué tenía
miedo? Éve lo ignoraba en su castidad virginal, pero el recuerdo
de los besos de Antonia y de sus enigmáticas frases la turbaban.
Muy respetuosamente, murmuró:
–Deseo estar sola…
–¿Entonces, me echas? ¡Está bien!... ¡Una se va, señorita!
La generala besó a Éve en la frente, encendió una vela en
el candelabro; pero, en el momento de salir, corrió hacia la cama, y, envolviendo a la joven con sus miradas flamígeras, dijo:
–Te equivocas al echarme, Éve! ¡Estaré muy cerca de ti!...
Te quiero… ¡Te quiero mucho!... ¡Te quiero más de lo que piensas!
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La trata de blancas

  • 1. 1
  • 2.
  • 4.
  • 5. 5 Título original.- La Traite des Blanches Compuesto por los libros: I.- La Traite des Blanches II.- Madame Barbe-Bleu III Les marchands de femmes IV Trimardon Portada.- Dibujo de Théophile Alexandre Steinlen. Paris. Editorial Fayard. 1899 Traducción de José Manuel Ramos González Pontevedra, marzo 2014.
  • 6.
  • 7. 7 A JOSE MARÍA DE HEREDIA DE LA ACADEMIA FRANCESA AL MARAVILLOSO POETA DE TROPHÉES QUIÉN, ENTRE OTROS TESTIMONIOS LITERARIOS, ME CONCEDIÓ EL HONOR DE ESCUCHAR Y APRECIAR MIS ARGUMENTOS. D.L.
  • 8.
  • 9. 9 INTRODUCCIÓN Habiendo sido abierta una «investigación» por la Fiscalía del Sena contra la novela: LA TRATA DE BLANCAS, el Sr. Raymond Poincaré aceptó la defensa del autor, el Sr. Dubut de Laforest, mientras el Sr. Antony Aubin se encargaría de los intereses del Sr. Fautrel, gerente del Journal. El juez Sr. Malepeyre acaba de desestimarla: un acto de elevada justicia. He aquí – sin más comentarios – el alegato que el Sr. Dubut de Laforest debía pronunciar en la novena Sala: Caballeros, Tengo el honor o el deshonor de presentarme ante ustedes como cómplice de un ultraje a las costumbres cometido, en La trata de Blancas, por el Sr. Fautrel, gerente del Journal, puesto que los artífices de nuestras leyes relegan a un segundo plano a los escritores y hacen principales autores del crimen o del delito a los directores de los periódicos, editores o gerentes, e incluso, según una nueva jurisprudencia, a los impresores (asunto Paul Dupont). En virtud de mis títulos universitarios y de mis antiguas funciones judiciales y administrativas, hubiese podido vestir la toga y adornar la muceta con algunos bordados de laurel. El decorado habría carecido de simplicidad y yo soy un hombre muy sencillo. El Sr. Antony Aubin ha hecho una brillante exposición de las circunstancias, en defensa del Sr. Fautrel… tanto o más atenuantes en cuanto yo no tengo colaborador y por tanto reivindico la plena y entera responsabilidad de mi obra.
  • 10. 10 Yo solo, caballeros, apareceré, muy modestamente – yo lo he dicho– pero sin temor; y me he levantado y permanezco de pie con orgullo, viendo en el estrado, y dispuesto a defenderme, al ilustre diputado de la Meuse, al antiguo ministro de la Instrucción Pública y a una de las glorias de la abogacía de París, al gran orador: Raymond Poincaré. Caballeros, La Trata de Blancas, novela del Journal, es el corolario de Los Últimos Escándalos de París. Esos Escándalos fueron inaugurados en 1898, hará pronto dos años, mediante La Virgen del Arroyo, y, comenzando la novela del Journal, he dicho a mis lectores: «¿No os he aburrido demasiado?... ¿Queréis que el Negro continúe… y os traiga a las Blancas? » Ellos me han respondido: «¡Sí!» mediante un aumento de ventas del Journal; y es por lo que, caballeros, veis aquí, amable, sonriente, bien dispuesto, a pesar de un gran esfuerzo, y respetuoso con la justicia, al autor de La Trata. En la Trata de Blancas, «La Sra. Barba Azul», personaje central, representa «el Cieno de Impurezas» del que hablan las Escrituras, y el epígrafe de mi obra lo he tomado de la Biblia: «¡Que tu corazón no se desvíe por los derroteros de esta MUJER y que no te arrastre por sus senderos, pues ella ha herido a varios mortalmente y ha matado a otros que eran más fuertes!» ¿Qué observamos en torno a los ardides de la mujer extranjera, de la generala Antonia Le Corbeiller, nacida en Hamburgo, hija de una amazona española y de un turco, domador de animales feroces? Observamos a seres generosos y seres malvados, la eterna lucha de la humanidad. La Barba Azul llega, repito, de Hamburgo, tras haber justificado el vocablo asesinando a Muhieddin-Pacha, su primer enamorado, y al cónsul general Glandoz, su primer marido. Ha encontrado el medio de seducir a uno de nuestros valerosos e ilustres soldados, y hela aquí convertida en generala Le Corbeiller. Para Antonia – cito la novela – este hombre encarna el obstáculo.
  • 11. 11 El obstáculo, porque una vez muerto, ella se hará rica, gracias a la buena fe del general que casándose con ella, sin fortuna, tras haber derrochado del dinero de los muertos que ha ido dejando, él le ha legado todo lo que la ley le permitía legar; el obstáculo, porque, viuda, ¡sería libre! «La Sra. Barba Azul» no es una mujer que tenga vicios: ¡ella es el Vicio! No es una pecadora: ¡ella es el Pecado!; ¡ella es el Sacrilegio! Ha matado al general; es libre, y su comedia de viuda desconsolada resultó ser tan hábil, que nadie – aparte de la hija del general – acusa a la asesina, y la propia Srta. Éve Le Corbeiller va a ser víctima de la Sra. Barba Azul. Entonces, entre las orgias de la libertina, comienza para Éve una vida de martirio, mientras Antonia trata de mancillar esa flor virginal. Entre los amantes de la Sra. Barba Azul, se distingue un ciudadano poco recomendable, Ovide Trimardon. Es, yo creo, el mejor tipo de mi galería, a menos que no quiera rivalizar con la baronesa Lischen de Stenberg. Ovide y Lischen – este, francés, por desgracia; aquella, alemana, ejercen en París el oficio de proxenetas. Uno y la otra ayudan a la Sra. Barba Azul, o bien actúan solos, en diversas operaciones cuyas intrigas configuran la Trata de Blancas. ¿De qué vale contaros todas estas historias? Más valdría rogar a la Srta. Flor de París, una de mis heroínas más simpáticas, que os lea la novela. Flor de París está en su taller o en la Exposición, y la novela tiene más de veinte mil líneas. La lectura se hace imposible. Debo solamente, caballeros, mostraros el cuidado que aporto a mi composición y a mis argumentos. Entre el tráfico de carne humana en París, y con el que colaboran numerosos personajes: El Crío-Chuchín, la Rizos, el Guapo-Nénesse, el Terror de Montparno, la Sra. Hermosa Álvarez, la Sra. Elodie Brochon y demás ralea; entre estas diversas
  • 12. 12 maniobras, la viuda Le Corbeiller se ha prendado de los hermosos ojos de un joven escultor, César Brantôme, y de los blasones de un viejo aristócrata, el marqués Valentin de Beaugency. Desde el principio de la novela planteo que Brantôme era el novio de la Srta. Le Corbeiller… Celos de la madrastra, trampas al amor, resistencias de Éve y de César; intervención de otro enamorado, el duque Melchior de Javerzac, y ascenso de la generala al marquesado. Se ve surgir, en medio de idas y venidas de los mercaderes de mujeres, una gran sociedad: La Amiga de la Adolescente, teniendo como presidenta honoraria a la princesa de MabranParisis, y, por presidenta efectiva a una burguesa, la Sra. Thérèse Alban, la tía de César Brantôme. A través de la Sra. Barba Azul y Los Mercaderes de Mujeres, dramatizo y analizo observaciones personales y las notas del Congreso Internacional de Londres, los documentos del cardenal de Westminster, de la condesa de Aberdeen, de lady Batterses, del Sr. Sabourow, de la baronesa de Montencha, del Sr. de Meuron, del Sr. Bérenger, senador, del Sr. Henry Joly, abogado, etc.; los artículos del New York Herald, del Times, de la Revue Philantrophique, los corresponsales del Temps y otros periódicos franceses y extranjeros. Mis disertaciones se establecen a favor o en contra de miss Madu Gonne, Madame Louise Michel, el conde de Haussonville, el Sr. Charles Benoist, y demás filósofos, y demás moralistas, conservadores o revolucionarios, y, por los hechos esenciales, con La Gazette des Tribunaux. Explico el rol de la obra: La Amiga de la Adolescente, asociación constituida por unas admirables cristianas, guidadas por su arzobispo que fue soldado; y, tras haber evocado los discursos de Gambetta, y del Sr. Presidente Deschanel sobre la Mutualidad, manifiesto, ampliando el horizonte de la Trata de blancas: El autor de LOS ÚLTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS, al no ser ni un clerical, ni un republicano sectario, ni un ambicioso, aceptará todas las observaciones y es una investigación tan seria y más amplia como la que el Figaro me hizo el honor de abrir, a consecuencia de mi novela:
  • 13. 13 El Abandonado, en la que testimoniarán, mediante relevantes entrevistas o cartas: el Sr. Félix Voisin, antiguo Prefecto de policía, consejero en la Corte de casación; el Sr. Leveillé, profesor de derecho criminal en la Facultad de París; el Sr. Henri Monod, miembro de la Academia de medicina, director de la Asistencia y de la Higiene Públicas en Francia; el Sr. Lagarde, director de la administración penitenciaria; el Sr. Ch. Blanc, director de la Petite-Roquette. ¡Solicito una suscripción nacional para la protección de las jovencitas huérfanas o abandonadas; solicito un encuesta sobre la labor de las obreras; pido una ley contra la Trata de Blancas! Sí, lo he dicho en el transcurso de mi obra, y quiero proclamarlo una vez más: «¡La mujer es una mercancía!» Es la frase de cabecera de los amantes de la prostitución, que divierte a los esnobs y atrae a los libertinos; ¡es el verbo de ignominia que los gobernantes y los legisladores no escuchan! «¡La mujer es una mercancía», y, no solamente la criatura ya organizada, sino «la niña» – las pequeñas y pequeños, en el «¡Baile de los Ángeles!» ¡He aquí, Caballeros, La Trata de Blancas! Durante los viajes que, después de tres inviernos, acabo de realizar por el París nocturno, a menudo solo, algunas veces con colegas y médicos, o bajo la égida de los principales inspectores de la Sûreté, puesta amablemente a mi disposición por el Sr. Prefecto de policía, he podido valorar la desgracia tanto como el desenfreno, y regreso de mis excursiones con el alma inquieta, turbada, dolorida. La Trata de Blancas – como los demás «escándalos» – es una novela, pero es también la historia contemporáneos, y la más extraña y real! Reconoceréis conmigo, caballeros, que no tengo necesidad de publicidad – vista la conmovedora simpatía con la que me honra la Fiscalía del Seine, y me permitiréis exponer algunos detalles de las ventas en librería.
  • 14. 14 En mí conviven dos escritores –diría que uno es casi un sabio, si me remitiese a los maestros benevolentes de la ciencia – y un autor popular. Cuando me dirigo al gran público, desvelo los monstruos, y cuando abordo estudios de medicina, el precio de las obras aleja las curiosidades inútiles y peligrosas; así, Pathólogie Sociale cuesta diez francos, en la editorial Paul Dupont; Los Últimos Escandalos de Paris, en volúmenes independientes, a sesenta céntimos, y en fascículos a diez céntimos, en los editories hermanos Fayard; y la Trata de Blancas, en el Journal, a un centavo. Caballeros, todos mis íntimos podrían deciros cuanto me horroriza hablar de mí y de mis trabajos, y excusaréis que omita el catálogo de donde se desprende la nobleza de mi alma literaria y médica, y donde van a precisarse los «considerandos» de vuestro juicio. Gracias a esa doble herramienta, la pluma y el escalpelo, entre el Palacio Borbín y el Palacio de Luxemburgo, todos los Palacios de la Repúblilca, comprendidos el de Justicia; entre los hospitales y los laboratoriao, los teatros, los talleres, las cuarteles, el Bois, los clubs, los salones, los reservados, al igual que uno de los filófofos del cuadro de Couture asistiendo a la orgía romana, busco el enigma de nuestro Museo vivo de horrores y de dolores, y debo reconocer que la civilización es, junto con la naturaleza, la responsable. Debemos deterner el mal, en nuestra impotencia ahogar el germen, pues si se conocía, después de Lucrecio y su De natura rerum, le mecanismo de la vida en los seres animados, siempre se ignora, desde Darwin y su Origen de las Especies, el moviento de la materia que engendra la universiladad de los mundos. La investigación está abierta, y lo estará por mucho tiempo aún; yo llamo a todas las mentes brillantes del Instituto y especialmente a mi querido e ilustre amigo d’Arsonval, que nos hizo beber «aire líquido» en un banquete de los limousinos, en Paris, y me ha invitado a pasar unos días de descanso en su Laboratorio de Bretaña.
  • 15. 15 Pero vuelvo al Tratado de Blancas. Durante la instrucción del proceso – aparte de las cortesías – el Sr. juez Malepeyre ha sacado a la luz algunos pasajes bastatne intensos de mi novela, y el Ministerio público los subrayó. Yo respondo: «He corrido la cortina cuando era necesario, y la prueba de ello es la frase de una de mis espirituales y demasiado alegres lectoras, según una canción de Yvette Guilbert: «¡Este animal se detiene… en el instante en el que es más lechuzo!» He sido un poco duro – lo reconozco – con las lesbianas, hacia la Sra. Barba Azul queriendo «donjuanizar» a Éve, su hijastra, y hacia la Srta. de Chandor, sembrando en una casa religiosa honorable, las semillas de Madame Don Juan, baronesa de Mirandol. Tal vez debo a la flagelación de la Srta. de Chandor, de esa media o cuarto de virgen, el apóstrofo de un sacerdote periodista y defensor de los dormitorios religiosos, incluso en sus excepcionales errores: «Dubut de Laforest, ¿tenéis conciencia de vuestros actos? «Dubut de Laforest, ¡sois el Arcangel del Mal! «Dubut de Laforest, ¡yo os desafío y os maldigo!» ¡Ah! hete aquí, en mi rebaño de blancas, una misa negra! ¿Cuál es el nombre del abad y el título de su oscuro periódico?... ¿Por qué dar publicidad a este Arcángel…. Del Bien?... El Paraiso debe bastarle, ¡sin el Infierno a mí no me basta!... Pero, si los miembros del Tribunal lo ordenan, yo lo contaría todo en presencia del Abogado de la República y de nuestros defensores, no para llevarnos a la seriedad, sino para ampliar la diversión! Además, Caballeros, no pertenece a los curas periodistas o a los periodistas curas conceder maldiciones, excomuniones menores o mayores, y que nuestro Santo Padre, el Papa, conserve este exclusivo privilegio; me gustaría tener por arbitro al propio Leon XIII si actuase – no para medir mi fe que no importa a nadie – sino mi respeto hacia las verdaderas y útiles creencias. Y haría a León XIII, este alegato político: «Nuestro Santo Padre, ¿me he equivocado en tirar por los suelos los altares de
  • 16. 16 Lesbos?... ¿Es condenable el hombre que escribía, allá, en Les Ecuries d’Augias, novela del Figaro, precedente de La trata de Blancas, novela del Journal: «… A través de Los Últimos Escándalos de París, y, por encima de los mil y un Ecuries d’Augias, a lo largo de nuestro camino, hemos admirado esas santas mujeres en cuadros de enfermeras, entre los doctores; nada las desalienta, nada las espanta; todo les es fraternal! Y para nosotros, que de ordinario viajamos más bajo, porque las rutas departamentales, nacionales y universales de la humnanidad son menos altas; para nosotros que observamos más a menudo el vicio del bulevar que el cielo de la virtud; para nosotros cuya ambición es divertir y corregir a los hombres, es nuestro orgullo levantarnos y descubirnos ante Gabrielle y Marthe, las apóstoles sublimes de la Caridad!» Desdeñemos, Caballeros, al sacerdote «de misa negra» y dos pobres hojas sin estima, sin autoridad, sin tirada; vacilemos ante otro órgano que, en un mes de intervalo, bajo dos firmas, es cierto, me denuncia a vuestra justicia, luego me iguala a Voltaire y me predice una estatua. Tengo En ese peródico– los dos extractos están a disposición de mis jueces – un amigo y un enemigo, pues eso tal vez os divertiría, pero me temo amargamente que los dos redactores son el mismo hombre Vos sabéis, caballeros, como la noticia de la persecución contra la Trata de Blancas ha sido acogida en la prensa: un silencio honorable para ella, halagador para nosotros, y para vos… casi injurioso, de tal modo es luminoso y visible vuestro error! Varios de mis distinguidos colegas se disponían a organizar una protesta en mi favor, yo no he creido deber aceptar. Caballeros, incriminando la Trata de Blancas, se ha querido arrojar el descrédito sobre mi obra y sobre Le Journal, y hemos debido invesigar y encontrar los motivos de esta insólita persecución. Hay, en la Fiscalía del Sena, un sustituto letrado encargado de la lectura de los periódicos y libros.
  • 17. 17 Ahora bien, ni el Sr. substituto, ni el Sr. procurador de la República, ni el Sr. Procurador general, se han escandalizado con la publicación cotidiana durante más de dos meses, y la información fue abierta por el juez Sr. Malepeyre por una carta del Sr. Secretario, jerárquicamente tansmitida. Laspersecuciones serian motivadas por quejas dirigidas al Secretario. ¿De quién emanaban las quejas? Algunos policías, antiguos o nuevos – a nuestras órdenes – han venido a decirnos: «Buscad entre los editores envidiosos de la casa Fayard o entre los periódicos preocupados por la expansión del Journal!...» Estimamos que nuestros rivales, son nuestros colegas – y no nos hemos dignado a investigar por ese lado. ¿Esas quejas vienen de los chulos y las matronas a través de oscuros canales?... ¡Tal vez! He querido mirar a otra parte, y, como decía el honorable Charles Dupy, os someto a este dilema: O el Gobierno ha querido vengarse de la política del Journal, que le es hostil; o bien, uno de los ministros del gabintete Waldeck-Rousseau no ha sido muy bien tratado al verse nombrado, no en la Trata de Blancas, sino en otro libro de los Últimos Escándalos de París, que tengo el honor de pasar al Tribunal. Entonces, se trata de una cuestión «política» o una cuestión «personal» – en definitiva una mala cuestión. Abandono… a fin de que meditéis y declaro: 1º Si un ministro es reconocido en uno de los protagonistas de los Ültimos Escándalos de Paris, se equivoca por completo, pues mis libros son estudios, no panfletos; creo a mis tipos con combinaciones, sin preocuparme de personalidades tan efímeras, e ignoraba a ese ministro nombrándole; 2º Si es una cuestión «política». Yo la dramatizaré en la próxima edición de los Écuries d’Augias, de esos Écuries del Palacio Borbon donde hay bravas personas y aún más de subveterinarios -¡Oh, Gambetta! – los subveterina-
  • 18. 18 rios cuyos escándalos obligaban, ayer aún, al presidente Deschanel a cubrirse, en plena Exposición, ante el extranjero! Caballeros, en tiempos de Francisco I y de Gargantúa, se quemaban vivos los escritores e impresores: Etienne Dolet, por ejemplo. Los castigos de la Tercera República son mas suaves; pero si una breve estancia en la nueva y agradable prisión de Fresnes y una multa de cincuenta luisies no tienen nada de escandaloso para los novelistas que no tienen dinero y se encierran; si nuestos legisladores expanden la ordinaria amnistía, no es menos cierto que de unas inculpaciones audaces puede nacer el peligro grve de sobrexcitar a los escritores. No tendrían razón; deben conservar toda su serenildad; y, aquí mismo, entre la violencia de las requisitorias y la buena o mala fortuna de vuestros jucidos, encarnais – para el filósofo – a unos personajes sometidos a su observación desinteresasa y altiva, sin haber dejado de ser magistrados. ¿La virtud? ¿La moral? ¿El pudor? ¿Queréis toda la luz? Pues bien, el Sr. Bérenger y yo nos «marchamos» para la misma casa y somos dos charlatanes. Él gruñe, mostrándosos la droga: «¡Probad eso!...» Vos sabeis que la píldora es amarga; haceis muecas de disgusto, y os alejais… Yo, os digo, alegre: «Venid, hijos míos, voy a contaros alegrías y tristezas, y os deslizo, en medio de las risas, la droga y… la sustanciosa médula!» Señor Abogado de la Republica, El autor de los Últimos Escándalos de París observa y dramativa, en su obra, a millares de personajes, oficiales y soldados del ejercito humano; ellos han deshojado el árbol de la Ciencia, el Arbol del Bien y del Mal; representan el Vicio y la Virtud, y podría llamar al conjunto y hacerlo desfilar ante vos, al paso, con sus estandartes! Depués del juicio, bueno o malo, el autor perseguirá su tarea, no ignorando que la satira debe pretender menos recompensas académicas u oficiales que las alabanzas y las bendiciones! El autor no solicita nada del Ministe-
  • 19. 19 rio, pero debería sonrojaros haberos visto obligado a traerlo a este banco, en lugar de sus protagonistas, matronas, chulos, etc. ¡Y si vuestros TRIBUNALES son pequeños, cambiadlos! ¿Que es lo que queréis, Sres. abogados de las Repúblicos y los Reinos – o aquellos que os ordenan – de mis Ultimos Escándalos de Paris? El año pasado, el Jurado de Limburgo (Bélgica) absolvió a madame Don Juan, libro V; y como la Fiscalia del Sena abre una información sobre la Trata de Blancas, esa misma Bélgica, «Reina de los Pornógrafos», a criterio del menor de nuestros sustitutos, incrimina los Últimos Escándalos de Paris, toda la obra, y me traduce ante la Corte de Flandes occidental, en compañía de tres escritores célebres: El Sr. Octave Mirbeau, por el Jardin de los Suplicios, el Sr. Camille Lemonnier, autor de El Hombre enamorado, y el Sr. George Eeckhoud, por EscalVigor. ¡Brujas! ¡cuna y el cementerio de Rodenbach!... Pero si Brujas no estaba muerta – ¡morirá!... ¿Debo huir de los balnearios y casinos belgas y añadir a mi despacho un cajón de contenciosos dirigido por los juriconsultos más expertos del Congo?... (Sea dicho, sin herir a los eminentes defensores de mi obra.) ¡Y yo que soñaba con festajar el aniversario de Su Majestad Leopoldo, en el que se distiguenn ciertos rasgos de nuestro Enrique IV, el Verde-Galante! ¿Caballeros, si absolvéis al novelista en Francia, se le absolverá en Bélgica?... Según François Kerrels, abogado de la Corte de Bruselas, los asuntos de los Últimos Escándalos de Paris (pues hay dos) están fijados para dedicarle cinco días; y, en cinco días, se pueden abrir los oídos, y, según el argot del Crío-Chuchín, no eternizarse Vientre hambriento
  • 20. 20 ¡Aquí y alla, tengo esperaznas. En Francia y en Bélgica, jurados y magistrados no revelan más que la ley y su conciencia, y no hipocresías burguesas y rencores ministeriales!1 Considerad, caballeros, el destino de un escritor libre; es un poco como la nave que lleva en su escudo la Ciudad de París, si el termino no parece exagerado para un observador de trajes negros… marítimos. En 1882, yo publicaba Tête à l’Evers, en la Biblioteca Charpentier. Alexandre Dumas quiso, algunos años más tarde, escribir el prólogo del Faiseur d’Hommes, y me predijo, con ocasión de otra obra, La Crucifiée, en Calmann Lévy, el editor del maestro: «¡Antes de diez años, seréis de la Academia francesa!» 1 Los acontecimientos acaban de justificar mis previsiones. A consecuencia del archivo de la denuncia, producido en París, a la Trata de Blancas; y, mientras corrijo las prueba de este «Discurso» del que he querido conservar su nota primordial, la otra «doble noticia»– la belga – me llega a Royat (Puy-de-Dome) y aumenta la dulzura de las vacaciones: Brujas, 31 de julio de 1900. Querido Serñor, Tengo el placer de comunicarle que mi colega Michel Geraets, de la abogacía de Hasselt, y yo, hemos obtenido del jurado de la Flandes Occidental, que pasa sin embargo por ser el más severo de Belgica, en la materia incriminada, la absolución POR UNANIMIDAD de vuestras obras (ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS): La Virgen du trottoir, Le Dernir Gigolo, Le Lanceur de Femmes, Les petits Rastas, La Bonne a tout faire. El 2 de agosto – próximo jueves – defenderemos con el concurso del Sr. Alfre Moulaërt, del Colegio de Abogados de Brujas, los demás fascículos. Desde ahora, es infinitamente kprobable, por no decir seguro, que el Ministerio publico sufrirá una nueva derrota. Quisiera agregar, etc. FRANCOIS KERRELS, Abogado de la Corte de Apelacion de Bruselas Y el 4 de agosto, este telegrama: “Segunda absolución _ POR UNANIMIDAD KERRELS.
  • 21. 21 Todas las glorias de la literatura aceptaban el horóscopo de Dumas – los espíritus más serios y los más ligeros – Jules Simon, que me felicitó con motivo de un estudio; Maxime Gaucher, el eminente profesor, el añorado crítico de La Revue politique et littéraire, donde yo figuro en buen lugar; François Coppée, uno de mis padrinos en la Sociedad de los Hombres de Letras; Edouard Pailleron, Guy de Maupassant; Labiche, del que uno de mis lejanos escenarios, Mesdames les Hommes, conserva la introducción; Paul Bourget, otros académicos ilutres leían y discutían mis libros; Paul Hervieru se encontraba con Francis Magnard y Grosclaude para juzgar muy original una gran escena del Gaga: «El Banquete de la universal Debacle»; Aurélien Scholl glorificaba Bell-Maman; Anatole France se complacía con los decorados burgueses de La Bonne á tout faire; André Theuriet, en casa de nuestro editor común, me hacía el honor de pedirme el «ultimo nacido»; a Jules Claretie y a Philippe Gille les gustaba Angéla Bouchadu, heriona del Limousin; Francisque Sarcey, olvidando nuestras antiguas diferencias, recomendaba L’Abandonné a todos sus lectores; Henri Meilhac me prometía una colaboración dramática; Juean Izoulet, profesor en el Colegio de Francia, me informaba que, para su curso, iba a recomendar mis estudios sociales. Debo remitirme a estos testimonios; y entre los jóvenes escritores, no nombraré más que a uno de los más brillantes, el autor de La Légende de l’Aigle. Este libro – muy diferente de mi estilo – ha aparecido con esta dedicatoria: «A Dubut de Laforest, al escritor, al amigo, su admirador, Georges d’Esparbès.» En la ciencia, he tenido el orgullo de interesar a Pasteur, Charcot, y a los mejores de entre sus alumnos, hoy miembros del Instituto, profesores y agregados de la Facultad de medicina. Vais a escuchar a los vivos, Señorías, y el Sr. Raymond Poincaré os dará lectura de los testimonios de algunos ausentes, retenidos por sus deberes profesiones y cartas de los fallecidos… Perdón, ¡oh queridas sombras! Que vivis en la gloria, lejos de nuestras disputas y de vuestras estatuas, entre los mirtos
  • 22. 22 y los laureles siempre verdes, y las rosas siempre floridas de los Campos Eliseos! En fin, caballeros, se me ha lecho justicia, desde el Gaga, tan maravillosamente defendido por el Sr. Léon Cléry, y reproducido in extenso, en Pathologie Sociale – y heme aquí, no bajo la Cúpula, ni incluso en la Academia de Pézenas, donde me protegería la sombra de Molei+ere, sino ante la novena Cámara! No me irrito; me recojo y digo: «¡Es que en la Fiscalía del Sena no te han leido!» Así pues, evocando toda una carrera de trabajo y de honor, añado, con la frente muy alta: «¡Es que ellos ni te han mirado!» ¡Y me invaden unas formidables ganas de llorar o de reir! Ha llegado la hora de decir «algo a los hombres»: el pueblo se indiga por la avalancha de mentiras y egoísmos; quiere la luz; quierer la verdad; y, tratar de paralizar nuestra obra, supondría aumentar nuestras sabias observaciones con una fuerza vengadora inútil y una desastrosa llamada de rebato! ¿No sentís, caballeros, una conmoción en el ambiente, una especie de descalabro precursor? ¿No estáis a la vez radiantes e inquietos viendo a los académicos de gran talento como François Coppée y Jules Lemâitre, involucrarse en asuntos públicos y enfrentarse con un gran cererbro como Anatole France? ¿No distinguis en sus nuevas obras– y muy al margen de la lamentable «Histroria Dreyfus» – una preocupación por acometer grandes reformas, la necesidad de una humanidan mejor? Sucede hoy, caballeros, lo que ha ocurrido el siglo pasado, en vísperas de la Revolución; ¡y, antes de la tempestad, los filósofos tienen el deber de hablar a los hombres! Y es por lo que, alejándose de los senderos llenos de idilios o de adulterios, he aplicado el hierro candente sobre las llagas sociales, a fin de interrumpir – entre los gobernantes – una criminal letargia! Caballeros, yo no soy un pintor de miniaturas, sino un pintor de frescos; y, tengo el derecho de expresarme en el ámbito de
  • 23. 23 las costumbres, según Alexandre Dumas padre, en la aventura, y con más estima que él por los talladores de los tapones de garrafas: «¡A mí, las minas del Oural! Yo arrojo diamantes – con sus gangas –¡los diamantes de la verdad!» Vereis a partir de ahora en la hisotria de Los Últimos Escándalos, un pintor a la manera de Leandro, el dibujante del Rire, que se inauguró antaño en el Chat Noir, ilustrando uno de mis relatos; de ese Leando cuyas imagnes son extraordinariamente caricaturescas y del mismo modo, extraordinariamente semejantes; de ese Leandro que tiene el talento de la distorsión, en la violación perdonada de las leyes anatómicas! Sí, durante vuestras vacaciones judiciales, encontraréis la posibilidad de escuchar las numerosas armonías de los Últimos Escándalos, distinguiréis allí un leit-motiv contra las lesbianas; y, patriotas, me agradeceréis haber ttratado de frenar – por el ejemplo del castigo – esos amores artificiales que son, junto con las brigadas de ciertos ovariotomistas, una de las causas de la despoblación de Francia. Permitidme recomendaros la lectura de El Doctor Ovariotomista, (libro VII). Aquí, he planteado los proyectos legislativos del Sr. Edme Piot, senador de la Costa de Oro, y la estadística demoledora del honorable senador viene a justificar mi requisitoria: el último crecimiento de nuestra población, comprendido entre 1872 y 1876; alcanzaba 160000 invidivuos; después de esta época, es de 25000, y esa cifra corresponde a la nacionalización de los extranjeros. ¡Así pues, Francia se va – y se va, reducida por el egoísmo de los esposos, manchada por el culto a Lesbos, y hundida por el bisturí! ¿Qué deciros aún de la venta o la masacre d las más hermosa mitad de la especie human, y también de la más frágil? Originario del país de Montaigne y de Brantôme, cirujano de costumbres, doctor en medicina social, podría transformar vuestros asientos y vuestro estrado en mesas de anatomía y tumbar allí a toda la humanidad – una vieja zorra – y analizarosla, y disecarosla, y espantaros como en mis libros!
  • 24. 24 Pero Alphonse Allais, nuestro maestro de la ironía, acaba de incitarme a adoptar la sonrisa, al escuchar el nombre del «Roi Pausole» y de «Andre Tourette», esos magnificos héroes cuyos autores no desconocían al papa de Trimardon, de la Generala y de la buena Álvarez. Ahora bien, caballeros, la Exposición Universal está lista, y los extranjeros afluyen a nuestra ciudad. No veo que se cuiden sus alegrías y sus sorpresas, y afirmo: «Los que practican la Trata de Blancas tienen razón, y yo que me rebelo, pues bien, estoy equivocado!... No hay una palabra de cierto en La Trata de Blancas, ni en Los Últimos Escándalos de París!... Jamás he visto putas haciendo la calle, ni apuestos caballeros utilizando la belleza de sus mujeres o de sus amantes! No hay Tartufos, ni libertinos, ni Tartufos libertinos! Ninguna criada se acuesta con su burgués! Ovide Trimardon, la baronesa de Stenberg, la Sra. Hermosa Álvarez, han podido existir, durante la pasada Exposición; tal vez regresen para la próxima, pero, hoy, no existen! ¿Os créeis en París, en 1900?... ¡Qué error!... Vivimos enPompeya, en el años 79 de la Era cristiana, con la esperanza de que el 23 de noviembre no tengamos una erupción del Vesubio – el diluvio de lava ardiente que engulló la ciudad y cuyos sobrevivientes conocieron «los horribles detalles», gracias al naturalista Plinio el Joven. ¿Es culpa mía si el Sr. Albert Le Page, secretario general y el Sr. Alexis Lauze, secretario de la redacción del Journal, ordenan imprimir, en la calle Richeliu: La Trata de Blancas (Loubeto regnante) cuando yo he escrito: La Trata de Negras, bajo el consulado de Virginio y Regulo, no en la avenida Trudaine, sino en las costas de Sorrente o Stabies, o sobre el rio de Herculano, o en el templo de Isis? ¿Es culpa mía si el Sr. Lucien Tissertan, director de la editorial Fayard, cambia mi título, enviando mis obras al impresor
  • 25. 25 Michels, y os hace leer Los Últimos Escándalos de París, en lugar de los Últimos Escándalos… de Pompeya?... Ovidius Trimardo, Lischenia Stenberga, Puer-Goupinus, Pulcher-Nenessius, Terror Montis-Parnassi y dux Antonia qui de muliereibus adque puellis «traficabunt», urbi et orbi, vos salutant! Super Lutetiae faeminas aedificaverunt «galettam», et adversus eos non proevalebunt portae Inferi! Caballeros, Así como declaraba antes al Sr. Abogado de la República, pertenezco a una familia de las más honorables. Jamás hemos hecho daño al prójimo. Sé mejor que nadie lo duros que son los tiempos; y si, mediante mis revelaciones escandalosas e inciertas de La Trata de Blancas, he podido perjudicar en la cantidad que sea, la industria del Sr. Ovide Trimardon, de la baronesa de Stenberg, de la Sra. Hermosa Álvarez, del Crío-Chuchín, del Guapo-Nénesse, de la Rizos, del Terror de Montparno y de su generalísima Antonia, me compromento a indemnizarles, no con mis derechos de autor que ya he cobrado, y, por desgracia, en parte gastados con algunas de sus bonitas clientes – de aquellas que, según Balzac, nos «hacer perder novelas», sino en consentir a la Sociedad Trimard and C. una delegación y a escribir una nueva obra en el periódico más serio y sobre e tema más austero que dicha Sociedad quiera indicarme. Os reís, caballeros, y cometeríais un grave error cesando vuestras risas, pues yo no soy más que un payaso! Pailleron me llamaba el abogado de las mujeres; Alexandre Dumas y Guy de Maupassant discutían para saber si yo era Suetonio, Juvenal o Propercio; Henry Fouquier ve en mí al pintor Holbein; José-Maria de Heredia juzga y admira varias escenas de la Trata de Blancas… ¡Los honorables fallecidos, se divertían!... ¡Los honorables vivos, se divierten! La verdad, entre nosotros: no soy más que un bufón, un imbécil, iluminado a veces por un rayo de sol o de luna – para
  • 26. 26 despertar la conciencia humana, para exhortaros a tener más piedad hacia los desgraciados, daros una lección seria, para divertiros! He acabado, señores jueces. La opinión de los maestros2 no me había producido el delirio de grandeza, y la requisitoria no me inflige más que la persecución. Mi ilustre defensor Raymond Poincaré sabrá mejor que yo, deslumbrándoos con su elevada elocuencia, ganaros con su indulgente filosofía, contribuir a la libertad de pensar y de escribir; y, ¡después del alegato, vuestro veredicto, Magistrados, y vuestros clamores, Ciudadanos, van a hacer esta jornada inmortal! 2 Los testimonios de los escritores a los que hago alusión, en este «Discurso», han sido publicados en los periódicos, y, especialmente, las cartas de Alexandre Dumas, de Edouard Pailleron y de Guy de Maupassant. Cuando he hablado del gran filósofo Jules Simon, habría debido saludar la memoria de Émile Littré, pues el inmortal autor del DICCIONARIO fue el primero en honrarme con su benevolencia. La carta de Labiche está en una preciosa colección de autógrafos, y discurre por completo, y con qué brío! Acerca de uno de mis proyectos de comedia: Mesdames les Hommes.
  • 27. 27 LIBRO I LA TRATA DE BLANCAS COSTUMBRES CONTEMPORÁNEAS «¡Que tu corazón no se desvíe por los derroteros de esta MUJER y que no te arrastre por sus senderos, pues ella ha herido a varios mortalmente, y ha matado a otros que eran más fuertes!» (LA BIBLIA.– Ardides de la mujer extranjera.)
  • 28.
  • 29. 29 I Esa noche del 20 de diciembre de 1890, el general Lucien Le Corbeiller, cubierto con una bata, con el bigote y la barba rizada, charlaba con su hija, sentada cerca de él, en el fumadero de su suntuoso palacete de la calle Saint-Dominique. Éve, morena y bonita, en la aurora de los diecisiete años, acababa de ponerse un vestido de baile rosa, y respondía, dulce y tímida, a las preguntas paternas. El Sr. Le Corbeiller, tumbado sobre un diván, parecía indispuesto, y uno de sus pies, hinchado y cubierto de vendas, ponía de manifiesto el reumatismo que lo obligaba a hacer efectivo su retiro de general de brigada antes de la edad reglamentaria. Preguntó con una amplia sonrisa: –Así que, hija mía, ¿tienes secretos para tu padre? –¡Oh! ¡no! –¡No sabes mentir!... Conozco tu secreto: tiene veinticinco años… Una barba morena… ¡Es escultor, trabajador y original, que desciende de un gran escritor y se convertirá en un gran artista!... Y se llama… ¡César Brantôme! Graciosa, ella le puso una mano en los labios: –Padre, ¡te lo suplico!... El general reía con más intensidad: –¡Demasiado tarde!... ¡El nombre ha salido!... ¿Se lo has contado a tu madre? Éve se levantó y dijo, trágica: –¡Mamá está muerta!
  • 30. 30 Unas sombras oscurecieron el rostro del general: –Sabes de sobra que hablo de tu segunda madre… de nuestra querida Antonia… La joven bajaba la cabeza y guardaba silencio. Él continuó: –¡Éve, eres injusta con Antonia, y eso me decepciona!...¡ Antonia, mi esposa, es tan buena, tan cariñosa, tan devota! ¡Te quiere tanto! –Sí, me quiere; me lo jura, al menos, – dijo Éve, hablando con ironía – pero su afecto por mí es raro, y, a menudo, ¡me da miedo!... Las caricias que me prodiga me molestan… Las dulces palabras que murmura me parecen contener un misterioso sentido, indescifrable, y sus besos me queman, como si, en lugar de sus labios, aplicase tizones sobre mi rostro. –Niña, ¡nuestra Antonia es exuberante en amistad y en todas lo demás!... ¡Tiene el sol en el alma y en los ojos!... ¿Sabes lo que creía? –No, padre… –Pensé que aprobarías lo que he hecho por ella, lo que le he reconocido mediante contrato, para después de mi muerte – y sabiéndote bastante rica con la herencia de tu madre – ella pudiera disponer de aquello que la ley me permite dejarle. Ella rodeó el cuello del general con sus bellos brazos: –¡Ah! padre, ¡qué mal me conoces! Te he apenado… ¡Perdóname!. Intentaré querer a tu esposa… por el amor que te tengo a ti… ¡Hasta ahora no he podido!... ¡Deberías comprenderme! Yo ya era mayor, cuando mamá murió… Yo la quería… La adoraba… Ella estaba allí, siempre presente en mi corazón y en mis ojos… y, muy a mi pesar, no podía acostumbrarme a ver… aquí… ¡a otra en su lugar! El general interrumpió a su hija: –¡Silencio, Éve… Aquí llega! La Sra. Antonia Le Corbeiller avanzaba, alta y erguida, majestuosa, en todo el esplendor de sus treinta años – en el cenit de las bellas; – y esa mujer recordaba a la leona y a la pantera – a la leona por su cabeza altiva y espesa cabellera salvaje, sedosa,
  • 31. 31 y, aquí y allá, sus prodigiosos rizos rojos y dorados; – a la pantera, por la ligereza felina de su cuerpo; dos ojos enormes de un verde alga marina, brillaban encima de su nariz de aletas rosas y anaranjadas; un ligero bello pelirrojo, puntillado de oro, como sus cabellos, sombreaba unos labios húmedos, vivaces, de una carne nueva, casi sangrienta. Todo en ella exhalaba amor, y las cejas que se fruncían a la menor alerta, sus dientes puntiagudos, las luces de sangre de las pupilas, revelaban, además de la imperial Mesalina de las lujurias, una mendiga muy moderna. Vestida de satén gris, bajo un manto doble de marta cibelina, guantes altos de Suecia, y tocada con un gorro estilo Velázquez con una larga pluma color de fuego, besó al general: –¿Estás mejor, verdad?... ¿Te ha dejado tranquilo ese maldito reumatismo? –Estoy muy bien… ¿Has dado un buen paseo? Antonia se exaltaba: –¡Oh! ¡Soberbio! ¡Cuatro vueltas al lago en automóvil!... ¡Un trajín infernal!... –¿Creía que habías tomado el landau? –Sí, pero me encontré con mi amigo el marqués Valentin de Beaugency, saliendo de su palacete de los Campos Elíseos, en su máquina eléctrica, primera en su género, y, ¡a fe mía, que he dejado el landau para tomar lugar a su lado!... ¿No estás celoso, verdad? –¡Ni de él, ni de nadie! Confío en ti… –¡Enhorabuena! La generala se volvió hacia Éve: –¿Y bien, es que no me vas a besar, querida? La Srta. Le Corbeiller tendió la frente a su madrastra. Vivamente, Antonia le tomó la cabeza y le estampó dos cálidos besos que le sellaron los virginales labios. Luego, sin preocuparse de la confusión de la joven, le tomó las dos manos y la contempló, zalamera: –¡Qué bella estás, ángel mío! ¿No será por casualidad que te has puesto ese exquisito vestido para honrarnos a tu padre y a mí?
  • 32. 32 –¿Olvidáis, señora, que la duquesa de Chandor debe venir a recogerme para ir con su hija Suzanne, a la Opera Cómica? –¡Es cierto!... ¡Diviértete mucho!... En cuanto a mí, no cambiaría mi velada por la tuya; la pasaré entera, en una dulce conversación al lado del fuego con tu padre… Y mirando el reloj de péndulo: –¡Dios santo! ¡Las seis y media! Apenas tengo tiempo de vestirme… Éve, querida, ven conmigo; ¿tendrías tan amabilidad de ayudarme? La Srta. Le Corbeiller permaneció inerte, y una oleada de sangre vino a enrojecer las mejillas de la virgen. ¡Oh! no, ella no quería ir a la habitación de su madrastra y sobre todo de quedar a solas con ella. La casta morena recordaba lo que ocurrió, una noche que ella había seguido a la madrastra: Antonia, saliendo del baño, completamente desnuda, con sus cabellos salvajes desplegados sobre sus hombros, sus ojos brillantes de verdes luces, y su voz pérfida, tentadora, embrujadora, se atrevió a decir: «¡Éve, querida, mírame! Mírame por todas partes y dime si soy bella…» Éve huyó de allí, fuera de sí, sin intentar comprender el enigma, y, después de esa noche, no se aventuró jamás en la peligrosa habitación. A una nueva solicitud, ella respondió, helada: –Disculpadme, señora… Me quedo con mi padre… Isis, vuestra egipcia, está en la salita… Puedo avisarla si lo deseáis. –¡Olvídalo! Ahora, en un inmenso y lujurioso vestidor, Antonia se entregaba a los cuidados de la egipcia Isis, una de sus doncellas. Grande y musculosa como un hombre, con grandes ojos redondos y negros, un cabello moreno abundante, los labios carnosos, la tez amarilla y bronceada, Isis llevaba un traje de egipcia, un poco teatral, y cuyas telas brillantes acentuaban todavía más la extraña virilidad de su persona. Esas dos mujeres, de la misma edad, se conocían desde su infancia; y mientras la sirviente bañaba y enjabonaba el maravi-
  • 33. 33 lloso cuerpo de su ama, de donde se exhalaba un olor natural de menta y verbena, mientras provista de todo un arsenal de esponjas, toallas, limas, tijeras, cortaba las uñas rosas de los pies y de las manos, lustraba la larga y salvaje cabellera, descendía y remontaba alrededor de los huecos y los salientes, de los rosados y las blancuras, de las sombras doradas, de todos los tesoros de amor, la generala evocaba rápidamente su historia con la idea de añadir, esa misma noche, un capítulo más. Descendiente de un turco, domador de fieras y de una amazona española, Antonia Chérif – hoy la Sra. Le Corbeiller – había nacido en Hamburgo, la ciudad cosmopolita por excelencia, la villa de los músicos más innobles de Europa, inmenso mercado de bestias feroces y muchachas de vida alegre, la villa maldita de los animales, la villa bendita de la prostitución. A los catorce años, la Srta. Chérif se evadió de la rulot, no es que careciese de habilidad, ni de ardor para los ejercicios de las jaulas, pues desde muy pequeña figuraba en el espectáculo de su padre, sino porque el medio le parecía grosero, y, cuando menos, sin elegancia. Siguió por Egipto a Muhieddin-Pacha, uno de los amantes de su madre, y se llevó con ella a Isis, una pequeña sirvienta, muy feliz de volver a ver su país natal. El Pachá le había hecho dar una instrucción de las más brillantes, y, para agradecérselo, en Alejandría, en el harén, la hija del domador estranguló al amante; luego, jugando a ser la sultana desconsolada, permitió, gracias a Isis, incriminar y hacer que ahorcasen a una de las otras mujeres. Rica por los regalos del Muhieddin, por los robos y los adulterios, se convirtió al catolicismo, convirtiéndose en la esposa legítima del Sr. Émile Glandoz, cónsul general de Francia, que le reconoció una bella dote sobre su haber, y ella se liberó, una vez más, del segundo marido, y, esta vez, gracias al veneno. Se vio comprometida judicialmente, y, al no poder negar su crimen, lo confesó al propio hermano del esposo, Monseñor Charles-Alix Glandoz, entonces misionero, hoy arzobispo de Bour-
  • 34. 34 ges, a quién ella había confesado razones pasionales. El religioso le evitó la cárcel y la soga. Pasó su duelo viajando a tierras lejanas, siempre escoltada por Isis. La aventurera se detenía algunas veces en París, deslumbrando a todos por su juventud y belleza. En un baile de la Presidencia, el general Lucien Le Corbeiller, viudo de la encantadora y digna madre de Éve, cayo enamorado de la Sra. Glandoz, nacida Chérif, y le dio su apellido… ¿Iba a morir Lucien trágicamente, como los otros dos? A menudo, Antonia echaba de menos las jaulas de los animales feroces; y, para distraerse, para gran horror de la Srta. Le Corbeiller, educaba y domaba a un joven tigre. Una vez vestida, preguntó: –Isis, ¿Has dado de comer a Sultán? –Sí, ama… Según vuestro deseo, le he dado un perro vivo… El tigre lo ha devorado, no queda ni un hueso del chucho… –¡Bien!... Esta noche, prepárate para recibir mis órdenes… Y Antonia bajó al fumador, envuelta en un péplum de cachemira blanco, con sus salvajes cabellos empolvados de oro. Esperando la cena, se pasó al salón, y a ruego de general, la Sra. Le Corbeiller tomó su harpa y cantó: soberbia detrás del instrumento, con los dedos agiles y artísticos, a lo largo de la cuerdas, ejecutaba una melodía que ensalzaba a Galaor, donde destacaba su voz de contralto, bajando casi hasta un registro masculino, voluptuoso, evocando los amores del paladín bien amado para estallar en sonoridades de cobre en la gloria de las batallas. Desde hacía algunos minutos, Hermann, uno de los criados, grueso y rubio mozo, había entrado y permanecía allí, no atreviéndose a interrumpir a su ama. Tras los entusiastas elogios del Sr. Le Corbeiller y el bravo más discreto de la Srta. Éve, Hermann anunció: –¡La Sra. generala está servida! Pasaron al comedor, y, durante toda la comida, el viejo tuvo para su Antonia ojos de un enamorado veinteañero.
  • 35. 35 Cuando Éve salió, en compañía de la duquesa Berthe de Chandor, el Sr. y la Sra. Le Corbeiller subieron a la habitación del general y se instalaron al lado de la chimenea donde, en esa velada invernal, ardía un buen fuego de leña. Muy amable, muy dulce, Antonia leyó un periódico de la tarde a su marido; se tomó una taza de té, y hacia las diez, Lucien, según su costumbre, se quedó dormido en un sofá. Entonces, la mujer se levantó, y de pie ante el general, lo envolvió con una mirada de odio. ¡Para ella, ese hombre representaba el obstáculo! El obstáculo, porque, una vez muerto, ella se volvería rica, gracias a la liberalidad de Lucien, que, al casarse con ella, sin fortuna, tras el despilfarro del dinero de sus difuntos maridos, él le había reconocido todo lo que la ley le permitía disponer, y de ese modo no tendría que soportar la humillación de pedir sumas a sus amantes, y que sin embargo él nunca le rechazaba. El obstáculo, porque, viuda, ¡ella sería libre! ¿Pero, libre? ¿Acaso no lo era ya, y más que todas las mujeres de su alrededor? Ella iba, venía, corría noche y día, y el marido, en su inocencia de hombre decente y su respeto conyugal, hubiese enrojecido por interpretar mal las largas y extrañas ausencias de su ídolo. Muchos vividores y noctámbulos conocían las escapadas de Antonia, y circulaban historias sobre aquella a la que llamaban Sra. Barba-Azul: un individuo que, se dice, fue amado por ella, había revelado la existencia de una pequeña casa en un barrio aislado de Paris, donde ella recibía, en noches de orgía, a sus amantes y queridas, toda la lira de las lujurias; pero el pasado de la hija del domador era desconocido por todo el mundo, aparte de Monseñor Glandoz, por la segunda parte, y por la egipcia, en su totalidad. Por otra parte, los rumores se detenían en el umbral del palacete de la calle Saint-Dominique donde el general Lucien Le Corbeiller, enfermo, permanecía confinado la mayoría del tiempo, y las lenguas se callaban ante Éve.
  • 36. 36 Esta tácita complicidad de los amigos enardecía aún más a la aventurera; y, semejante a Théodora abandonando por la noche su imperial palacio para ir a entregarse a los bestiales amores de los histriones y los gladiadores, la Sra. Le Corbeiller, encendida por sus monstruosos deseos, recorría París, desde los almacenes, los saloncitos y los ricos salones hasta los tugurios, desde los discretos apartamentos de los proxenetas hasta las casas de tolerancia y antros de maricas y lesbianas. No era una mujer que tuviese vicios: ¡ella era el Vicio! No era una pecadora: ¡era el Pecado!”… ¡Era el Sacrilegio! El orgullo, la envidia, la gula, la cólera, la pereza, incluso la avaricia, por ciertos lados, y la lujuria, todas las lujurias, las encarnaba en carne y en sangre; incubo y súcubo, feminizándose o virilizándose, según sus caprichos, el monstruo remaba hacia la isla de Lesbos, no desdeñando aterrizar en Sodoma y Gomorra. Sin embargo, había una claridad en ese fango: Antonia era brava, incluso temeraria, y soñaba con vestirse algún día de primera espada, e ir a afrontar, con el capote en la mano, los furores de un toro en alguna plaza española, o mejor aún de encerrarse en una jaula, dar compañeros a Sultán, y poder domar tigres y leones, para someterlos y finalmente inmolarlos. Con su fogoso temperamento, habría podido ser Charlotte Corday o Judith, hacer historia, pero permanecía siendo Antonia, una criatura sin vergüenza y sin remordimientos, instintivamente sanguinaria, y capaz, al albur de sus pasiones e intereses, de todas las perfidias y todos los crímenes. El general se despertaba; de inmediato Antonia mostró una sonrisa: –Son más de la diez, Lucien… Hay que meterse en la cama, amigo mío… Lo ayudó a desvestirse, rodeándole de filiales ternuras; y, una vez el marido se acostó, ella le presentaba su frente para que él depositase allí el habitual beso nocturno. Pero, el general la atraía en sus brazos:
  • 37. 37 –¿Por qué te vas tan rápido, Antonia? … ¿Por qué, querida, no te quedas a mi lado, como los primeros días de nuestro matrimonio? –¿Y los médicos?... ¿Y tu reumatismo? ¿Y las prescripciones? – sonrió la bella de cabellos salvajes. –¡Al diablo los médicos, los reumatismos y las prescripciones! Él quería amor; ella lo rechazó dulcemente, no por temor a alterar la salud del viejo, sino porque tenía prisa: –No, amigo mío… ¡Debes ser prudente! ¡Vamos, buenas noches!...Y, sin rencor, ¿de acuerdo?... ¡Es por tu bien!... Antes de retirarse a sus aposentos en el primer piso, contiguos a los del general, la Sra. Le Corbeiller se aseguró de que los criados estaban acostados, y penetró en una salita anexa a su cuarto. Muy apropiada al fantástico carácter de Antonia, esa salita, decorada en cuero de Cordoue y amueblada al estilo morisco, con panoplias, mármoles, terracotas, bronces, y un cuadro visible: «Judith con la cabeza de Holoferno en la mano», y otra obra oculta: «Las lecciones de Safo a Lesbos»; luego, una biblioteca exhibiendo libros religiosos y encerrando en sus cajones secretos la colección ilustrada llamada de los Fermiers Generaux, las obras del Divino Marqués y unos horrores más modernos. Sentada sobre una butaca, con la frente entre sus manos, la aventurera pensaba: –¿Por qué esperar más, puesto que mi resolución es irrevocable?... ¿Por qué no esta noche?... Pronto, Éve va a regresar… ¡Hay que acabar! Dieron las once en el reloj de la salita; la Sra. Le Corbeiller se levantó murmurando: –¡Sí, hay que acabar! ¡Quiero ser libre! Tomó una lámpara con tulipa, que estaba encendida sobre una mesa, y salió. El silencio reinaba en el palacete, y fuera, en la calle Saint-Dominique, bajo un cielo mortecino, se producía la ordinaria calma de las noches invernales.
  • 38. 38 Para regresar a la habitación de Lucien, Antonia debió atravesar el salón donde el retrato de Le Corbeiller, en su gran uniforme de general de brigada, parecía querer cortarle el paso. Lanzó una mirada de desafío al retrato, como a una imagen viva, y, reteniendo su aliento, alargando sus pasos ya amortiguados por las mullidas alfombras, la Sra. Le Corbeiller penetró en la habitación del enfermo. Allí, agudizó el oído, escuchó un momento; nada se movía en la casa. Tras haber dejado la lámpara sobre la chimenea, se acercó a la cama donde dormía el viejo… ¡Oh! ¡Ningún peligro! ¡Ninguna alarma!... La mujer tenía una explicación preparada por si, bruscamente despertado, el general se sorprendía por la visita nocturna y amistosa. ¿No acababa de suplicarle que permaneciese a su lado?... Pues bien, ella lamentaría haber sido tan desagradable, y haberse sustraído a su deber conyugal, de modo que acudía a él dócil y enamorada. Antonia no tuvo necesidad de recurrir a ese subterfugio. Lucien dormía profundamente, con los brazos fuera de la cama, su camisa abierta sobre el pecho, la cabeza hundida en una almohada de encajes. La Sra. Barba-Azul contemplaba al dormido y observaba, sobre los labios del hombre, una plácida sonrisa que ella siempre veía cuando lo escuchaba pronunciar su nombre: Antonia. Esta evocación sentimental, muy involuntaria, no la afectó en absoluto; tuvo un gesto de bravura y entró en el cuarto de baño de su marido, de donde volvió de inmediato, con una navaja abierta en la mano, cuya lama brillaba bajo la luz de la lámpara; todo en ella vibraba, sus rojas y espesas cejas casi se juntaban y su cabello parecía aureolado de oro y llamas. El general estaba inmovilizado en el profundo sueño «hijo de la muerte», que la naturaleza concede a los dos extremos de la creación: los niños y los ancianos, como para acercarlos mejor a la nada de donde salen y a la que regresan.
  • 39. 39 Antonia, con la navaja en la mano, hizo un movimiento rápido; él tuvo un estertor siniestro de músculos y carnes; un suspiro se exhaló del pecho de Lucien; y la sangre brotó desde su garganta abierta hasta el rostro de la asesina. La obra de la Sra. Barba-Azul no había terminado; ahora tenía que hacer creer en un suicido, y la criminal se puso a la tarea. Con una sangre fría más extraordinaria que su ferocidad, abrió la mano derecha crispada del muerto y le colocó la navaja. De pronto, una mano la agarró por los cabellos y la arrojó violentamente hacia atrás, lejos de la cama. Horrorizada y desesperada, Éve gritaba: –¡Miserable! ¡ah! ¡miserable! –¿Tú?... ¿Tú?... – balbuceaba la generala, herida de espanto. –Sí, ¡yo!... ¡traída por un presentimiento! Y la Srta. Le Corbeiller, acercándose a la puerta, gritó desesperadamente: –¡Auxilio! ¡auxilio!... ¡Al asesino!... Pero el peligro había devuelto toda su presencia de ánimo a la asesina, que, en lágrimas, abrazaba a la joven: –¡Pobrecita! ¡Pobrecita niña! ¿No ves que tu padre se ha dado muerte voluntariamente?... Yo escuché sus lamentos desde mi habitación, y acabo de llegar… ¡demasiado tarde!... por desgracia… ¡demasiado tarde! Éve murmuró: –¡Es cierto!... ¡Pobre padre!... Cuando sufría de sus heridas,… más dolorosas que los reumatismos… se ocultaba de vos.. y decía ante mí que pondría fin a sus días... ¡Pero yo no le creía! ¡No podía creerle! Antonia gemía, con el rostro embadurnado de sangre y de lágrimas –Acusarme a mí… acusarme a mí que lo adoraba… ¡Oh! ¡es una locura!... ¡Es un crimen, Éve! La joven levantó los ojos hacia la Sra. Le Corbeiller y pronunció, arrepentida:
  • 40. 40 –¿Os pido perdón, madre mía? Por primera vez, ella llamaba así a la esposa del general – ¡y en qué momento! Despertados todos los criados por la llamada de Éve, se precipitaban en la habitación del muerto. Ni uno de ellos se asombró del suicidio; y el doctor Jean Herbier, un viejo amigo de la familia, llamado a la calle Saint-Dominique, no puso en duda que el Sr. Le Corbeiller se hubiese matado, pues era opinión unánime que el general había expresado a menudo la intención de acabar con su vida. Éve y su madrastra, de rodillas ante el lecho fúnebre, parecían postradas por un inmenso dolor – Antonia sobre todo, cuyos ojos desorbitados asustaron al médico. El Sr. Herbier exhortó a la viuda a tomar un poco de reposo, y como esta se resistía, se la obligó a regresar a sus habitaciones. El doctor, después de los trámites legales, disimuló las heridas del general Lucien bajo unas vendas, y Éve permaneció sola, con dos sirvientes, velando el cadáver a las luz de las cirios. Al llegar a su habitación, Antonia recompuso su figura y emitió una carcajada de animal feroz, una risa monstruosa, una risa que evocaba los gritos de las hienas durante la noche, alrededor de la carroña. –¡Libre!... ¡soy libre! – exclamó, triunfante. Entonces, en el éxtasis de su victoria, perdió la noción de los seres y las cosas. Esa casa donde acababa de entrar la muerte gracias a ella, le pareció horrible; esas lágrimas, ese duelo, no estaban hechos para la alegre Barba-Azul… ¿Por qué no hacer uso de su primera noche de auténtica libertad? ¿Acaso experimentaba ella la tristeza y consternación de los demás?... ¡No!... Vibraba de alegría y se enardecía de deseo… Y bien, puesto que nadie sabría nada, ¿por qué no ir a buscar al Sr. Ovide Trimardon, uno de sus amantes que, precisamente, la esperaba en el Moulin-Rouge?
  • 41. 41 Exaltada por esa idea, y sin reflexionar por más tiempo, se dirigió al cuarto de baño. Mientras lavaba su rostro, el agua del lavabo se tiñó de rojo, y la Sra. Barba-Azul todavía emitió una risa sarcástica. –¡Ah! sí, ¡la sangre!... ¡su sangre!... Y pensó en lady Macbeth declarando en sus remordimientos, que el agua de todo el océano jamás limpiaría la mancha de sangre de Banco, que teñía su diestra. ¡Mentiras del talento, pero nada más que mentiras! Para ella, a diferencia de la heroína de Shakespeare, alagunas gotas vertidas de un pequeño frasco, habrían dado cuenta de inmediato de la sangre de su esposo. Una vez finalizadas sus abluciones, se puso un vestido de baile, un vestido violeta de preciosos encajes; luego puso en sus orejas y en sus brazos los tesoros de sus joyeros; tomó un sombrero Lamballe, se envolvió en un abrigo de zorro azul, y, antes de salir, abrió una salida secreta que daba a la alcoba y llamó: –¡Isis! La egipcia que vigilaba, y a la que la Sra. Barba-Azul trataba como una esclava, no pareció en absoluto alterada – a pesar de la siniestra aventura – al ver a su ama en traje de baile. –¿Nada nuevo… por ahí abajo… en la habitación? – preguntó la generala. –No, ama. –Ve a buscarme un coche… Esperará en el lugar de siempre… Luego, irás a decir a la Srta. Éve que estoy indispuesta, pero que eso no me impedirá reunirme con ella antes del amanecer. –Sí, ama. Isis desapareció y regresó para anunciar que el coche estaba estacionado en el lugar indicado. Antonia pasó el cerrojo de la puerta que daba al interior del palacete y bajó, escoltada de la criada, por la escalera de servicio. Salió, en un hábil va y viene de la egipcia, sin ser vista por el portero, y al subir al coche ordenó:
  • 43. 43 II Ovide Trimardon, el hombre con el que la generala tenía una cita en el establecimiento de la plaza Blanche, todavía se encontraba en su apartamento de soltero en la calle Londres; y, de pie, en frac negro, bajo una pelliza, el sombrero de copa nuevo y brillante, un poco ladeado sobre la oreja, el chaleco con una enorme cadena de oro con gruesos diamantes en los ojales de la camisa, unas sortijas en los dedos, robusto y ventrudo, el rostro amplio y colorado, los parpados arrugados, la nariz gruesa, la mirada inquisidora, el bigote negro y rizado, los dientes brillantes, mechas de cabellos pegadas a las sienes y alargadas como oscuras patas de conejo – ese hombre amenazaba con su bastón a una joven que lloraba, con la frente entre sus manos. –¡Como te digo, serás muy feliz con esas damas del Papagayo! –¡Oh, no! ¡No quiero ir…!Prefiero seguir de camarera en el Duval! –Ser camarera del Duval no es una buena vida, pero, dama de lupanar-cervecería, ¡es estupendo!... ¡Además, me he comprometido!... Todos los papeles están en regla, en la Prefectura, en el negociado de Costumbres y en el local del tío Sumatra!... ¡Vamos! Y, a pesar de sus llantos, Claire Massonneau, rubita de diecisiete años, a la que Ovide Trimardon acababa de reclutar en el restaurante Duval, se vio obligada a subir a un coche y seguir a su amo que la dejó en el Papagayo Gris, una casa de putas del bulevar Rochechouart, antes de dirigirse al Moulin-Rouge.
  • 44. 44 Solo, en el coche, Ovide encendió un cigarro. ¿Cómo era posible que ese individuo, más bien feo y vulgar, había inspirado una pasión e incluso deseo en la generala? Muchas mujeres tienen esos misterios ante los cuales todas las religiones y sistemas filosóficos son como monarquías muertas, y la mejor razón era la de la Sra. Barba-Azul: « ¡Le gustaban… las narices gruesas! » El hombre de gruesa nariz practicaba la Trata de Blancas: buscaba jóvenes en los tugurios, en la calle, en los talleres, hasta en sus familias y en el campo; y jamás campesino alguno en una feria examinaba el caballo que deseaba adquirir con tanta ciencia y conciencia como lo hacía Ovide con sus neófitas. En su apartamento de la calle de Londres, llevaba al día su contabilidad: inscribía los apellidos, nombres y domicilio de las reclutadas, la edad, la altura, el estado de salud, la forma del rostro, el color del pelo y de los ojos; y a esas indicaciones físicas y ese informe médico, añadía íntimos peritajes. Cuando tenía tiempo, es decir cuando la oferta superaba la demanda, él se daba el título de «consejero de revisión»; y, solo, emulando al médico principal y a los cinco jueces (prefecto, consejero de prefectura, general, consejero general, consejero municipal), veía pavonearse a sus reclutas ante él, escrutaba los dientes, verificaba el frescor del aliento, toqueteaba los tesoros, y todo eso en una actitud seria y legal, y sin que su carne de hombre experimentase el menor estremecimiento al contacto de todas esas voluptuosidades. Para Trimardon, la mujer era un objeto, un bibelot, una mercancía natural y viva. A sus numerosas y sucesivas amantes, las iniciaba en las complejas tareas del amor, y menos por placer que por deber; las emperifollaba antes de exhibirlas en el Bois, en los circos, los teatros, los conciertos y los restaurantes, e indicarles «el caballero o la dama en cuestión », pues el innoble Trimardon también hacía servicios en honor a Lesbos. No considerándose bastante distinguido y apuesto en el rol de un chulo en frac, y no queriendo enarbolar el sombrero de tres picos, se hizo negociante, especialista en mujeres, como
  • 45. 45 otros lo son en vinos, en alimentación o en telas; actualmente, debía restringir su comercio a las rápidas indicaciones que le valían algunos luises o a los suministros más o menos ventajosos entre los proxenetas, tales como la baronesa Lischen de Stenberg, o colocar a las chicas en grandes casas públicas o incluso en los bajos tugurios del bulevar Rochechouart; siempre sabía discernir, y si Claire Massoneau, camarera en el restaurante Duval, iba a instalarse en el Papagayo Gris, era porque el maestro lo estimaba en función del justo valor de la chica. Trimardon solamente reclamaba de sus «alumnas» una mensualidad proporcional a sus ganancias; pero esperaba extender el negocio y ver calentar y hervir marmitas de oro en París, en Londres, en Berlín, en Viena, en Roma, en Madrid, en San Petersburgo, en toda Europa, ¡sobre toda la tierra! Experto en la Trata de Blancas, operaba con tanta astucia y brío que había sabido crearse unas relaciones honorables, ser miembro de varios clubs, de varios círculos, y a veces se le veía en fiestas, en compañía de personas que pertenecían a la mejor sociedad. Ovide Trimardon y la baronesa Lischen de Stenberg adiestraban a las muchachas e incluso a las niñas, y en torno a ellos hormigueaba toda una muchedumbre de mercenarios3. *** 3 Nosotros los hacemos actuar en el transcurso de este relato; desvelamos sus mentiras, entre las risas y las lágrimas; y, para nuestra nueva obra, que es el corolario de los ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS y dirigiéndonos hacia la novela social, reivindicamos el honor de haber precedido, una vez más – y especialmente en el Abandonado – a los moralistas y a los legisladores. En efecto, por una de esas maravillosas casualidades, para goce y orgullo de los escritores, remitimos al Journal el primer manuscrito de la Trata de Blancas, un mes antes que la Asociación de Vigilancia Nacional inaugurase en Londres, el Congreso Internacional para la represión de esta misma Trata, con el altruista patrocinio de lord Aberdeen. (Nota del autor)
  • 46. 46 En la plaza Blanche, bajo el giro de las aspas rojas y luminosas del Moulin, se veían numerosos curiosos y mirones. Los coches se detenían sobre el iluminado peristilo, unas prostitutas más o menos bien vestidas y unos vividores en frac; aquí y allá, algunos pintores y escultores de Montmartre o unos estudiantes en chaqueta y sombrero hongo de ala ancha, llegados a pie o en ómnibus. Toda la alta y pequeña farándula se reunía allí al salir de los teatros, de los conciertos y de los circos, del Casino, de los Folies-Bergère, y llegando aún y siempre de las casas galantes y de los clubs. Se entraba en batiburrillo; muchos individuos, que se decían periodistas, pasaban gratis; y, en la subida hacia el hall, sobre unos sillones y sillas de hierro, se encontraban los asiduos del establecimiento, unos, aislados; otros, rodeados de amigos o de chicas alegres dispuestas a glorificar las nuevas estrellas de la danza y del amor. Más allá, un poco antes de la orquesta dominando el baile, unos grupos se formaban alrededor de las celebridades coreográficas: el gran Sin-Hueso, luego, el más brillante alumno del maestro, Victorin el Dislocado, con su rostro de Pierrot enfermizo; sus largas piernas, un aspecto muy bohemio bajo una chaqueta de paño marrón, chaleco blanco, pantalón oliva, y, realmente divertido, una rodilla plegada, las dos manos sosteniendo una sombrilla; la pareja de Dislocado, una especie de Chicard en maillot de cuadros; las ilustres damas: la Tragona, Quemada de Gusto, Rayo de Oro, la Macarrona, la Saltarina, la Crío-Queso y sus émulas, Zozó Patas al aire, graciosa y bonita en su vestido rojo, con los cabellos de un pelirrojo veneciano erizados a lo payaso, e, inmóvil, sobre el parqué, con los puños en las caderas; la rubia Bizcochito, de azul; la morena Labios Gruesos, de rosa, exhibiendo unos pantis multicolores, con la pierna derecha a la altura del sombrero de los hombres; y otros bailarines y bailarinas, todos a sueldo; y esos seres iban y venían, hacían piruetas, se doblaban, se agachaban, se repantigaban, se levantaban, hábiles como simios, o artificiosos como autóma-
  • 47. 47 tas, y desprendían, entre los artificiales perfumes, un olor de animales en celo. Pero la más bella y admirada era Zozó Patas al aire. Todo el mundo la conocía en el barrio, y muchos asiduos al Moulin-Rouge habían seguido sus progresos de la bailarinamodelo, desde la vivienda de su madre, portera de la calle de Mont-Cenis, hasta su apartamento de la calle Rodier, y los talleres de los escultores donde todavía posaba. En la calle, vendedores de flores y naranjas, estacionaban sus coches a lo largo de la acera; unas crías acosaban a los caballeros, sobre todo a los viejos, y les colocaban a la fuerza una rosa en el ojal, con maliciosas sonrisas y gestos equívocos, y, todo, bajo la vigilante mirada de las madres emboscadas en la sombra; unos golfos, jóvenes y pálidos, con la palidez de las prisiones y las cárceles, vestidos con chaquetas demasiado cortas y tocados de sombreros hongos o altos casquetes profesionales, deambulaban aquí y allá, con las manos en los bolsillos, y mordisqueando colillas; y allá abajo, bajo los árboles muertos, unas putas erraban, transidas de frío, recorriendo «el cuarto de los condenados» que falta en el Infierno de Dante. Ante la llegada de cada coche, nubes de mozos se precipitaban para abrir las portezuelas, ofreciendo sus servicios; y, entre la multitud se observaba a un muchacho de unos quince años, con los ojos enrojecidos, los cabellos de un rubio pálido y un rostro evocador del de un caniche, cuyo alias era el Crío-Chucho o Chuchín por su parecido canino. Llevaba un casquete de terciopelo que había sido verde; su pantalón oliva se le caía, deshilachado, sobre unos zapatos demasiado grandes para sus pies de niño; una blusa gris cubría sus hombros delgados, y, bajo la blusa, tenía alrededor de sus riñones, un cinto de lana roja completamente nuevo, conseguido al pasar por delante de un escaparate. El Crío-Chuchín acaba de agacharse en el borde de la acera, y contaba sus ingresos, una veintena de centavos, más una moneda de cincuenta céntimos. Con voz alegre y canalla, murmuró:
  • 48. 48 –¡Qué guay, el viejo de patillas blancas. Con su moneda de cincuenta céntimos, voy a comprar flan a la Rizos, y pagarme una juerga! Como se dirigía con paso alegre hacia la tienda de un mercader de tabaco y licores, cuyo rojo cartel brillaba a cierta distancia, dos manos se posaron sobre sus hombros. El abre portezuelas se volvió y, observando a un camarada: –Hombre, ¿eres tú, Guapo-Nenesse? –Sí, soy yo, mi querido Eugène, soy yo, Ernest Lampier, ¡en carne y hueso! No te sorprendas. –¿De dónde sales? Hace más de un año que no se ha visto por aquí tu bonito rostro. –Trabajaba con la banda de Mathieu, el Terror de Montparno, en los alrededores de París; nos pillaron desvalijando una casa de campo; Mathieu y yo pudimos huir… Él ejerce ahora por aquí, y desde hace ocho días, ¡yo soy artista! –¿Artista? –Sí, figurante, en el teatro de los Batignolles. –¡Caramba! – dijo EugèneY considerando el aspecto del otro: –Aún así, para un artista, no tienes pinta de llevarlo bien. El Crío-Chuchín tenía razón. Ernest Lampier no tenía ningún buen aspecto en su blusa de algodón, usada hasta los puños, y atada con alfileres; su pantalón de tela azul, su sombrero de fieltro gris hundido y sus pies descalzos bailoteando en unas zapatillas de andar por casa. ¡Oh! ¡no! No lo llevaban bien del todo; pero era guapo: unos ojos azules profundos iluminaban el rostro rosado de efebo de dieciséis años, y de largas pestañas, morenas y sedosas, sombreaban los párpados; su boca purpurina mostraba una dentadura deslumbrante, y con unos cabellos negros, cabellos que hubiesen podido envidiarle algunas mujeres, caían en cascada sobre sus graciosos hombros. –¡Ah, amigo! no tengo más que cuatro chavos para tumbarme en un garito mísero, por culpa de este maldito frio de perros!
  • 49. 49 –¡Vamos, ven, Guapo-Nénesse! – dijo Eugène, – te pago un vaso; ¡eso te descongelará el gaznate! El Crío-Chucho arrastró a su amigo hacia el establecimiento de licores, compró dos cigarros de un centavo, ofreció uno a Ernest y pidió dos vasos de absenta en la barra: –¿Así que no se cobra en tu sagrado teatro? –Sí, quince chavos por noche; pero hete aquí, que después de ocho días, aún debo estar a prueba, para ver como lo hago. Eugène, con el cigarro en los dientes, movía la cabeza, pareciendo reflexionar. –Guapo-Nénesse, ¡no quiero dejar a un amigo tirado! Vendrás a dormir a mi casa! –¿Cómo? ¿Tienes casa? –Si, tengo un domicilio y un mobiliario… ¡y una bonita mujer! –¿Te has casado? –¡Estás chiflado! ¡Estoy muy bien soltero!... La Rizos también es demasiado joven; no tiene más que catorce años. –¿Hace la carrera? –Todavía no; pero la formo. –¿Y con qué coméis, pues? –Me las arreglo. Por las noches abro las portezuelas en el Moulin Rouge y en la Abadía de Théleme. Y luego, hago recados. –Entonces, ¿ya no robas? –¡Estás loco! ¿Cómo podría mantener a mi muñequita si aparte de trabajar no robase por aquí y por allá… Vivo en la calle Mont-Cenis, una casa en la que la madre de Zozó patas al aire es la portera y donde hay una moza macanuda, la Srta. Georgette Lagneau, llamada Flor de Paris. –¿Un putón? –No… Flor de Paris vive con su madre, una vendedora de naranjas; trabaja en las modas, y, aparte de su amante, el escultor César Brantôme, tiene los pies niquelados!... Sí, Ernest!
  • 50. 50 Un coche llegaba ante el Moulin Rouge; Eugène arrojó dos monedas de diez céntimos sobre la barra, y saltó afuera, exclamando: –¡Espérame, Guapo-Nénesse, vendré a recogerte enseguida!... El coche se detuvo. Vivamente, abrió la portezuela, y quitando su casquete, presentó la mano a una dama que iba a descender: –Tened cuidado, bella señora… El pavimento está resbaladizo esta noche… La recién llegada se apoyó ligeramente sobre el brazo del Crío y saltó a tierra. Pero cuando esta se alejaba olvidando la propina, él gritó: –Señora… ¡vuestro monedero! –¿Lo has encontrado, muchacho? –¡Oh! no, mi princesa, pero pensaba que lo habíais perdido, puesto que no habéis dado nada a vuestro abridor. Ella le arrojó una moneda; y, observando a la desconocida a plena luz, el Crío emitió una exclamación admirativa: –¡He aquí una rolliza y bien vestida! Sabe el camino, y nunca había reparado en su hermoso tipo! La Sra. Barba Azul hacia su entrada en el Moulin Rouge. De todas partes se elevaban clamores: un círculo de hombres y de mujeres formaban una cuadrilla sensacional al ruido de una música infernal; se daban prisa, chocaban, se empujaban; los viejos acostumbrados y los consumidores habían abandonado sus lugares y sus vasos; se subían a las sillas, se escalaban las mesas, se colgaban en las columnas del hall, para ver mejor, y todo el mundo gritaba, excitando con el gesto y las voces dirigidas a los primeros bailarines en su coreografía trascendente. La generala pasó altiva, y mostró tanta soberanía en sus modales, tanta energía en su mirada, que la muchedumbre se abrió para hacerle paso hasta la primera fila de espectadores. Victorin el Dislocado y Zozó Patas al aire ejecutaban el interesante paso de la «Rana epiléptica».
  • 51. 51 Muy encendida, muy viva en su vestido de seda rojo con estampados amarillos, con sus cabellos rojos excéntricos, Zozó brincaba, giraba, se agachaba en un batiburrillo de faldas multicolores y tormentosas, bajo un maillot de claro satén, dejando adivinar la firmeza de sus carnes y el valor de sus contornos; luego, deteniéndose bruscamente, «presentaba armas» – la pierna izquierda o la derecha – al Dislocado que, de pie sobre sus manos, con la cabeza pálida y triste, maniobraba sus pies en una rotación de viejo telégrafo. Ahora bien, no eran sobre Victorin el Dislocado, si sobre Zozó Patas a aire donde convergían todas las miradas; mujeres envidiosas y hombres excitados se giraban hacia la gran dama en traje de violeta y sombrero Lamballe, llevando sobre un brazo un abrigo de zorro azul, y que, feliz de encender los deseos de ambos sexos, parecía buscar algo o a alguien. En un momento, la mirada de la Sra. Barba Azul se fijaron en Ovide Trimardon al que percibió en un destello al fondo de la melé humana. Sin duda, el hombre todavía ignoraba la presencia de Antonia, pues no se movió, mientras la generala se dirigía hacia él. La cuadrilla naturalista había terminado, en un huracán de bravos, y Patas al aire, a hombros de sus admiradores, daba un paseo triunfal alrededor de la sala. La Sra. Le Corbeiller se alejaba para unirse al joven hombre, que había respondido a sus miradas. La Bizcochito, una de las bailarinas, de rostro adusto, pero de todos modos bonita, con su cabellera rubia al estilo japonés, en un batín de seda dorada, le cortó el camino: –¿Por qué intentáis quitarme a mi amante, especie de pendeja? –¡No tengo que daros ninguna explicación! – replicó la generala. –¿Con qué no mirabas a Ovide, durante el baile de Patas al arie y del Dislocado?... Si crees burlarte de La Bizcochito, hija mía, te equivocas… ¡No, en serio, no te has levantado con el pie derecho esta mañana, guarra!
  • 52. 52 Antonia se levantaba en toda su altivez: –Os advierto que si os obstináis a cortarme el paso, no necesitaré a nadie para corregir vuestra conducta. –¡Intentadlo! Pero, como ella observaba más atentamente a la bailarina, la Sra. Barba Azul se volvió menos agresiva; sus miradas se hicieron menos violentas, y, en voz muy baja, acercándose a la Bizcochito, murmuró: –Vos sois bonita, señorita, muy bonita, y en lugar de discutir deberíamos entendernos…¿Estáis libre mañana? La Bizcochito exclamó, chillona: –¡Vaya una peladora de lentejas! Dirígete a Labios Gruesos o a la Contenedor o a otras grullas que comen de ese pan… ¡Yo no soy de esas!... ¡Ah! intentas robarme el amante y vienes luego a hacerme posposiciones deshonestas!... ¡Basta carroña!... ¡Largo de aquí! Se disponía a saltar sobre su rival, y la muchedumbre que se amontonaba a su alrededor y de Antonia la animaba mediante sus risas y sus gritos, cuando dos brazos robustos agarraron a la Bizcochito y, levantándola, la arrojaron a un espacio vacío, a lo lejos. En el hombre que intervenía, la Sra. Barba Azul reconoció a Trimardon con el que había intercambiado algunas señales. Él le ofreció su brazo: –¡Venid, señora! La puta se había levantado, y gritaba a su amante que se alejaba con la generala: –¡Me las pagaras! ¡Acuéstate con ella si es lo que quieres, imbécil… y véndela, ¡Debe tener buen bolso, la muy tortillera! Tras estas últimas palabras, la Bizcochito rodaba por tierra, presa de una crisis histérica y emitía aullidos de bestia atragantada. Se la llevaron, y mientras los espectadores se ponían en fila ante un cortejo romano, llegado con sones de fanfarrias, Trimardon y la Sra. Le Corbeiller caminaron hacia lugares menos poblados.
  • 53. 53 El hombre, al pasar, saludó al amante de Zozo, el duque Melchior de Javerzac, y le preguntó a la bella: –¿Por qué has llegado tan tarde? –Me he visto retenida en mi casa, por un asunto, un asunto… serio, – dijo la miserable, pensando en su crimen. –¿Te decides hoy a decirme cómo te llamas? Tú ya lo sabes todo de mi; sabes que me llamo Ovide Trimardon… que soy antiguo modelo de fotos… actualmente negociante y periodista… que vivo en la calle de Londres… Conoces mi apartamento, y yo no sé absolutamente nada de ti… Realmente, querida, ¡eres demasiado misteriosa! –Lo importante es que te amo y te lo demuestro… lo demás ¿qué puede importar? –¡Eso me turba!... ¡Uno se entrega y no es agradable ver a los demás reservarse!... ¿Eres una gran dama?... ¿Una actriz?... ¿Una horizontal? –¡Adivínalo! –Me inclino por una gran dama –Gracias. ¿Y por qué? –Porque la casita a la que me llevaste en nuestra primera cita, hace quince días, es de un caché completamente aristocrático!... ¡Dime solamente tu nombre? –Ya hemos acordado eso, después de la otra noche… pero deberé abandonarte antes del amanecer… –¡Ya veremos!.... ¡Siempre misterios! –O lo tomas o lo dejas. –Lo tomo… ¿Quieres que vayamos a cenar, querida? …. ¿A los grandes bulevares?... ¿Al Egipcio?... –No… en el barrio… –¿En la Nueva Atenas?... ¿En la Rata Muerta?... ¿En la Abadía de Théleme?... –Estaría bien en la Abadia de Théleme!... Los dos enamorados caminaban entre las mesas repletas de consumidores; en una de ellas, un caballero ofrecía champán a media docena de muchachas, entre las que se encontraban la Contenedor y Labios Gruesos, la una y la otra, orgullosas de sus
  • 54. 54 coreografías, rivales de Zozó Patas al aire y de la Bizcochito, y las mejores alumnas de la Tragona y de Asada de Gusto. El que pagaba las bebidas era un viejo aristócrata presumido y perfumado como una casquivana, con grandes patillas blancas, extendidas sobre el sedoso cuello de un frac negro, y entre la abertura del abrigo marrón, el ojal adornado con la roseta roja; tocado de un sombrero de copa brillante, tenía la nariz puntiaguda y elevada de los «escrutadores», los párpados arrugados, y un monóculo de oro se incrustaba en su arco superciliar izquierdo. –¡ue aquí todas sabemos que tú eres un marqués auténtico, mi perrito! – dijo la Contenedor, acariciando las canosas patillas del viejo. –Y que te llamas Valentin de Beaugency, – añadió Labios Gruesos, – e incluso que vives en un palacete despampanante en los Campos Elíseos! –¿Y además? – preguntó con amabilidad el viejo aristócrata. –¿Además? ¡Eso no te impide ser un catador y venir aquí a disfrutar de los cotillones de las mujercitas! –¿Es que acaso esas damitas tienen alguna queja de mi? –No hay nadie como tú, y eres el más chic del Moulin! Y bajando su cabeza dorada hacia el rostro seco del viejo, la Contenedor insinuaba, zalamera: –¿Quieres esta noche? El Sr. de Beaugency no respondió; observaba a la Sra. Le Corbeiller que pasaba, sin verle, del brazo de Trimardon, y parecía de tal modo atónito, que todas las muchachas prorrumpieron en risas. Habitualmente, la Sra. Barba Azul cambiaba su sombrero y ponía un velo para sus escapadas. –¡Vaya! He aquí el marqués atontado ante la rival de la Bizcochito! – exclamó Labios Gruesos. El aristócrata salmodiaba, con extrañeza: –Pero esa mujer…. ¿No es la Sra. Antonia? ¿La generala Le Corbeiller?... ¡No!... ¿Ella aquí?... ¡Me equivoco!... ¡Estoy viendo visiones!... ¡Es imposible!
  • 55. 55 –Vamos, bebé, – dijo la Contenedor,– ¿vienes?... Pareces cambiado desde que has visto a la gran pelirroja… Ya te pasará… ¡Ven! Antonia y su galán se habían eclipsado. El marqués preguntó a la Contenedor: –¿Conoces a esa mujer? –¡No mucho! –¿Y al caballero que la acompaña? –¿Ovide Trimardon? ¡Un tipo sucio!... Hacia el fondo del corredor, Antonia decía al mercader de mujeres: –Adelántate y toma un reservado en la Abadía de Théléme… Pronto me reuniré contigo allí… –¿Y por qué motivo no vamos juntos? –Quiero salir de aquí sola, como he entrado! Luego, dejando bruscamente a su acompañante, regresó al hall y rozó a los juerguistas que la ojeaban con admiración y envidia. Algunos habituales murmuraron ofrecimientos; ella no los consideró y salió del Moulin-Rouge. –¿Un coche, mi princesa? – exclamó Eugène, acompañado de su amigo, el Guapo-Nénesse. La generala, sin responder, caminaba hacia la Abadía de Théléme. –¡En nombre de Dios! – exclamó el Crío-Chuchín, ¡esta es mi clienta! –¡Ah! ¡Qué preciosa es!– declaró Lampier. Y ambos la siguieron. No lejos de allí, en la plaza Pigalle, sobre la acera de la Abadía, la Sra. Le Corbeiller se detuvo, admirando la belleza del figurante de teatro. Realmente, bajo la luz de los arcos de hierro con globos blancos y rojos, con su talla esbelta, sus grandes ojos azules, sus labios rosas, sus bigotes morenos nacientes y su cabellera en cascadas negras, evocaba, a pesar de sus harapos, uno de esos jóvenes semidioses que nos han transmitido los sueños de los
  • 56. 56 antiguos; y si se ignoraba el Olimpo, se esperaba, como en un cuento de hadas, ver a ese joven príncipe despojarse de su lamentable vestuario para aparecer deslumbrante de púrpura y oro. La gran pelirroja experimentó una vibración en todo su cuerpo: –¡Ven aquí!... ¿Qué edad tienes, muchacho? –Dieciséis años, señora. –¿Tu estado? –Yo trabajaba con dos socios en Montparno… Una patada del Crío le interrumpió: –¡Cuidado! Del mismo modo que la mujer, deseosa, el bribón, despertado al amor, se olvidaba, pero de inmediato añadió: –La desgracia cayó sobre ellos y ahora actúo de figurante en el teatro de los Batignolles. –¿Todas las noches? –A partir de mañana… sí, señora. Entonces, muy cerca de él, con un temblor en la voz y llamas en sus pupilas, Antonia se arriesgó a decir: –Con ojos como los tuyos, una boca como la tuya, con tu rostro encantador… uno no puede... ¡no debe ser desdichado!... ¿Tu nombre? El Guapo-Nénesse, uno de los mejores discípulos del Terror de Montparno, que conocía el arte del robo y hubiese apuñalado a un burgués, se volvió tímido bajo el orgullo y el amor, y balbuceó: –Ernest Lampier, señora. –¿Vives con tus padres? –No tengo padres… y tampoco alojamiento, voy a vivir en casa del Crío-Chuchín. –¿El Crío-Chuchín? Eugène dijo, vanidoso: –El Crío-Chuchín, soy yo, mi princesa!... Vivo en la calle del Mont-Cenis…
  • 57. 57 Unos clientes entraban en la Abadía de Théléme; otros salían. La generala deslizó una moneda de oro en la mano de Ernest, y con el rostro iluminado, subió las escalinatas del restaurante. Desde que estuvo fuera de su vista, el Guapo-Nénesse abrió la mano para mirar a la luz lo que acababa de recibir, una moneda de veinte francos: –¡Seguro que se ha confundido, la rica y hermosa! –Quieres saber mi opinión Guapo-Nénesse, – dijo seriamente el Crío, – Pues bien, creo que te ha encandilado… Y mientras ambos pícaros manifestaban su alegría bailando sobre la acera, la Sra. Le Corbeliller decía a un maître de hotel: –¿Queréis indicarme el reservado del Sr. Ovide Trimardon? –Sí, Señora, el número 9… El Sr. Ovide nos ha advertido y espera a la señora… ¿Sois vos? –Soy yo. –Haré que os acompañen. Y, a un camarero que pasaba: –Baltasar, conduce a la señora… En el primer piso, cuando el camarero introducía su llave en la cerradura del número 9, Antonia creyó deber detenerlo: –Os engañáis, amigo mío… Me parece escuchar tres voces en este reservado, y la persona que me espera está sola… Baltasar no tuvo tiempo de responder; la puerta se abrió, y Ovide Trimardon, atrapando a su desconocida por la mano, la introducía en un pequeño salón adornado de espejos, brillando de flores y luces. La Sra. Barba Azul tuvo un gesto de rechazo, viendo que su enamorado había olvidado su promesa de un cara a cara. Con Ovide se encontraban Zozó Patas al aire y un gentleman que parecía tener veintiocho años, bajito, los cabellos y bigotes de un rubio apagado, el rostro delataba a un incorregible juerguista, vestido con un esmoquin azul, sombrero de copa
  • 58. 58 inglés, chaleco blanco, pantalón gris, calzado con botines barnizados puntiagudos y de una longitud extraordinaria – unas barcas de juguete. Sin turbarse, Ovide dijo con total sinceridad: –Mi querida bella, permitidme presentaros a la Srta. Zozó Patas al aire, cuyo talento coreográfico habéis podido admirar antes, y presentaros igualmente al Sr. duque Melchior de Javerzac, uno de mis íntimos amigos. A este título de «amigo íntimo», tan deliberadamente vocalizado por Trimadron, el joven aristócrata, hizo una mueca. Ante los invitados, Antonia fruncía las cejas, dudando en quedarse, a pesar de las dulces palabras y los besos de Ovide. –¡He aquí una admirable dama que no parece estar muy cómoda! – murmuró el duque Melchior al oído de la bailarina del Moulin-Rouge. Como buena chica, Zozó se había acercado a la generala: –¡Vamos, vamos, señora! No se ofenda… ¡Así es más divertido!.. El duquecito y yo hemos encontrado a Ovide y nos hemos invitados… ¿Dónde está el daño?... ¿Interrumpidores de amor, nosotros? ¡Jamás!... ¡Os dejaremos a los postres! No fue al apóstrofe de la Srta. Patas en el aire a lo que Antonia obedeció, sino a las miradas, a la vez suplicantes y prometedoras, del gran moreno. Se sentó al lado de él – y la medianoche comenzó. El duque Melchior de Javerzac estaba lleno de talento; Ovide estaba encantado; Zozó tenía la broma canalla y el argot del arroyo parisino; y, una vez roto el hielo, Antonia, a la que Melchir llamaba en razón de su incógnito, «la Princesa lejana», pronto se puso al ritmo de los invitados. Se comieron cosas muy especiadas, se bebió champán, café, licores, y la estrella del Moulin-Rouge renovó para los íntimos el paso, ya muy público de «la Rana»; luego Zozó se levó con ella al Sr. de Javerzac y Ovide Trimardon quedó solo con la Sra. Le Corbeiller. Ese macho y esa hembra – esos dos animales dignos el uno del otro, – se amaron golosamente y, a las cuatro de la ma-
  • 59. 59 ñana, la gran pelirroja, lassata sed non satitata, se disponía a partir, y el gran moreno llamaba para saldar la cuenta. Baltasar apareció, llevando la cuenta sobre un plato; Ovide miró, buscó en sus bolsillos y tuvo un gesto de contrariedad: –¡Vaya por Dios! ¡Robado! ¡Me han robado! –¿Cuánto se debe, camarero? – dijo Antonia sonriente. –Noventa francos, señora. Ella le entregó un billete de cien francos: –¡Cobraos y quedaos el resto! Trimardon se revolvía; pero ya Baltasar había recogido el billete de la clienta. Cuidadosa de sus encantos, evitando las maternidades y los peligros del amor, la Sra. Barba Azul procedió, en el lavatorio vecino, a una ablución de las más higiénicas y, tras haber ajustado su peinado, besó al galán: –Hasta pronto, amigo mío… Me voy… –¡Te acompaño! – dijo vivamente Trimardon. –¡Es precisamente lo que no necesito! –¡No puedes ir sola a estas horas! ¡No sería prudente! –¿Te parezco una mujer que tenga miedo, Ovide? –No… pero… –No hay «peros»… Además, de que tendría que defenderme… Extrajo de su abrigo un revólver y un puñal y, mostrando esos objetos al gran moreno: –Esto es para ti… si no eres prudente… y para los demás… si me atacan… ¿Me juras no seguirme? –¡Eso es ridículo!... ¿Déjame acompañarte hasta el coche? –¡No! Ella partía; él corrió tras ella; la tomó entre sus brazos: –¿Cuál es tu nombre? ¡Quiero saberlo! –¡Piel de Bala! – replicó, alegre, la terrible aventurera –¡Esas palabras! ¡Esas palabras en vuestra boca!... ¡Ah! señora! – gimió el hombre.
  • 60. 60 –Querido señor, –dijo ella divertida por la desolación prodigiosa de Trimardon– no deberías presionarme mucho para hacerme hablar en argot! –¿Conocéis el argot? –¡Lo sé todo! Y, dándole un último y sabroso beso sobre los labios: –¡Hasta la vista, amor mío! Te escribité a tu casa, calle de Londres, para darte una nueva cita… Ella bajaba; pero el hombre, violando su juramento, se precipitó sobre los pasos de la desconocida. La plaza Pigalle estaba desierta, y Trimardon no vio, a lo lejos, que un fiacre se alejaba. La Sra. Le Corbeiller regresó a su palacete de la calle Saint-Dominique por una puerta del jardín y la escalera de servicio. Rápidamente, la generala se despojó de su vestido de baile, e Isis la volvió a vestir con un vestido de seda negra. Entonces, aún vibrante de los besos del hombre y sucia, a pesar del aseo y los perfumes, llegó a la habitación del crimen y, bajo las luces mortecinas de los cirios, se arrodilló al lado de Éve y las criadas que rezaban. ¡Oh! ¡la zorra! ¡Oh! ¡la puta! ¡Oh! ¡la carroña! Unas lágrimas inundaban su rostro; pero no tenía angustia y, ante el muerto glorioso, cerca de la dulce virgen humana, entre el Cristo y el agua bendita, soñaba con erotismo y sadismo, con atentados más infames y sacrílegos, los más horribles, Misas negras y hostias sangrantes; loa animales que conoció en Hamburgo, en el zoo, y el joven tigre que ella domesticaba, en una inmensa jaula, en el jardín del palacete, se mezclaban con los hombres y las mueres, exaltando todas las perversiones en esta Barba Azul, fuente de peligros e ignominias, cloaca de impurezas, vergüenza de la naturaleza.
  • 61. 61 III ¡Su Eminencia Monseñor arzobispo de Bourge! Aunque no fuese costumbre nombrar en alta voz a los visitantes a una casa en duelo, Hermanna, muy grave en su librea negra, había anunciado solemnemente al prelado, viejo amigo del general Lucien, y Monseñor Charrles-Alix Glandoz, alto y delgado bajo la sotana violeta, la cruz de esmalte y oro brillando sobre su pecho, los cabellos grises, la mirada muy ducle, entró en el gran salón, bendijo el catafalco erigido entre los cirios y, habiendo dicho unos oremus, se inclinó ante las damas Le Corbeiller. Viuda y huérfana, tan devotas la una como la otra, y pareciendo tan afligidas en sus amplios velos negros, besaron el anillo pastoral; luego, a un gesto de Monseñor Glandoz, la Barba Azul siguió al arzobiscpo a un salón contiguo y un poco oscruo, con la oscruidad religiosa de la muerte. Antonia, lacrimógena, desfalleciente, iba a sentarse: el arzobismpo le instó a permanecer de pie para escuchyarle. –Señora, -– dijo – cuando mi amigo el general Lucien quiso hacer de vos su esposa, se produjo en mi una gran lucha de conciencia… ¿Debía intervenir y denunciar vuestra… desgraciada aventura? Guardé silencio,p or piedad hacia él, lque os amaba, y hacia vos, por deber religioso. Hoay, en la casa enduelo, la muerte de mi hermano, vuestro crimen pasado y que el secreto de confesión me ordena olvidar, este crimen me i nspira uan grave sospecha, y os pido que me juréis que vos no teneind nada que ver con la muerte del general.
  • 62. 62 Ella respondío de rodillas, con las manos elevadasw hacia el cielo y con voz muy bjaa: –¡lo juro sobre el Cristo!... Monseñor, yo amaba, adoraba al general Le Corbeiller, una de las glorias de mi patria adoptiva!”… Junto a Lucein, mi orgullo y mi ídolo, yo redimía una locura celosa, un crimen horrible, pero que, vos lo sabéis, y Dios también, tukvo la excusa de la pasión… del amor humano!... El general se sucidio, él tan valiente – y todos los médicos lo proclaman – en un acceso de fiebre… Yo vigilaba… pero llelgué demasiado tarde… por desgracia demasiado tarde… Mi redentor está muerto!... Lloro y quisiera morir!... ¡Ah! m onseñor, vos tan caritativo con la pecadora, no martirice a una inocente… La Sra. Barba Azul vertía lágrimas, y el arzobispo le daba su bendición ´más evangélica. Los funerales del general Le Corbeiller se celebraron en Sainte-Clotilde. Habitualmente riguroso, el clérigo no había formulado ninguna oposición, habiendo sido el suicidio explicado según el testimonio de Antonia y los doctores. Todo el París mundano y militar asistía a la ceremonia, donde el Presidente de la República se hizo representar mediante uno de los oficiales superiores de su casa; el ministro de la guerra en persona, así como numerosos generales, amigos y antiguos compañeros de armas del difunto, y soldados, músicos y banderas escoltaron al honesto y bravo guerrero hasta el cementerio Père-Lachaise. En la iglesia fue pronunciada una destacable oración por Monseñor Glandoz, y en el cementerio unos discursos vibrantes de patriotismo. La multitud se dispersó tras haber saludado, ante uno de los más bellos monumentos del Père-Lachaise, a la viuda y la hija del gran general, de riguroso luto. La duquesa Berthe de Chandor y la baronesa Cécile des Graviperes, dos amigas de la familia, recondujeron a la Sra. y a la Srta. Le Corbeiller a su palacete, y el marqués Valentin de Beaugency se dijo ser un bruto malvado y un loco ridículo al
  • 63. 63 haber podido creer, la pasada noche, en la presencia de Antonia en el Moulin-Rouge. ¡Un excelente hombre, ese viejo juerguista! Había querido mucho al general Lucien y, temiendo el carácter fantasioso de la viuda, se proponía vigilar a Éve. Antonia y su hijastra apenas habían intercambiado algunas palabras durante los primero días del duelo; pero, pronto, las comidas – y sobre todo bajo las órdenes de la Sra. generala – las reunieron en el comedor, ese comedor donde, la otra noche aún, el general Lucein presidía, honrando de las mismas atenciones y con la misma amistad a su esposa y a su hija: La Bestia y el Ángel. Éve tomaba el alimento preciso para no morir, y albergaba ideas temibles. ¿Qué iba a suceder, ahora sola con su madrastra, al lado de una mujer que simper fue para ella un enigma peligroso y vivo?... ¿Podría quererla? Desde luego, iba a luchar por respeto a la memoria de su padre, esforzándose, ya respetuosa, mostrarse amistosa con Antonia convertida en su tutora; pero ¿era posible? ¿Se acostumbraría a los modales equívocos de esta mujer que, en ese mismo momento, sentía de ella la persistente mirada que la confundía?... Ahora bien, Éve, soñadora, se estremecía a la voz de la madrastras, una voz simpática y dulce, de una dulzura de mil que ocultaba el vitriolo: –No comes querida… Quiero que comas algo!... Esta larga abstinencia puede acabar enfermándote… La joven se levantó de la mesa. –¿A dónde vas, hija mía? – dijo Antonia. –A mi habitación, madre; tengo intención de pasar la noche rezando… –¡Pero vas a matarte!... ¡Estoy segura que hace dos días que no has dormido ni una hora! –Vos no más, madre.
  • 64. 64 –¡Oh! yo tengo el deber de mostrarme más enérgica, aunque no sea más que por darte ánimo!... Vamos, puesto que sufres, voy a acompañarte arriba y ayudarte a meterte en la cama… Esta proposición que, venida de otra madre, hubiese parecido normal, sonó como una amenaza y una injuria en los oídos de la virgen. En un púdico sonrojo, Éva balbuceaba un rechazo y un agradecimiento; la viuda la tomó por la cintura y, amablemente, maternalmente: –Ven, querida… ¡Ahora, más que nunca, debes obedecerme! La Srta. Le Corbeiller – a pesar de las pasadas aventuras – no quiso admitir una nueva ignominia, y se dejó conducir a su cuarto donde la generala la desnudó, contodos los cuidados de una madre atenta, la acostó y se instaló en un sofá. –Duerme, querida… Yo velo… Quedaré toda la noche cerca de ti… Pero Éve se levantaba: –¡No!... ¡No!... Os lo ruego, señora… Antonia no dejaba de sonreir: –¿Señora? ¿Todavía señora?... ¿De qué tienes miedo? ¡Oh! sí, ella le daba miedo, la gran pelirroja, con sus ojos brillantes y sus labios temblorosos de lujuria, que desmentían las maternales palabras y los abrazos leales… ¿De qué tenía miedo? Éve lo ignoraba en su castidad virginal, pero el recuerdo de los besos de Antonia y de sus enigmáticas frases la turbaban. Muy respetuosamente, murmuró: –Deseo estar sola… –¿Entonces, me echas? ¡Está bien!... ¡Una se va, señorita! La generala besó a Éve en la frente, encendió una vela en el candelabro; pero, en el momento de salir, corrió hacia la cama, y, envolviendo a la joven con sus miradas flamígeras, dijo: –Te equivocas al echarme, Éve! ¡Estaré muy cerca de ti!... Te quiero… ¡Te quiero mucho!... ¡Te quiero más de lo que piensas!