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LITERATUTA
INFANTIL
EL LIBRO VIAJERO DE MI NIÑEZ

Jenny Villabona
Gema Martínez
Tamara Lardies
Isabel Montalbán
CUENTOS…
CUENTOS DE ANIMALES O
FÁBULAS
LOS MÚSICOS DE BREMEN
Cuando el burro se hizo viejo, su amo
decidió deshacerse de él. Pero el burro
descubrió sus planes y escapó de la granja.
-¡Qué injusticia! He gastado toda mi vida y
mis fuerzas al servicio del amo... ¡y mira
cómo me lo agradece! -murmuraba el burro.
Entonces, pensó ir a la ciudad de Bremen
para hacerse músico de la banda municipal.
Por el camino encontró a un perro de caza
y le preguntó:
-Amigo, ¿por qué corres con la lengua fuera? -Porque soy viejo y mi
amo quiere matarme...
El burro escuchó todas las desgracias del perro y dijo:
-Compañero, vente conmigo a Bremen y nos haremos músicos de la
banda municipal. Yo tocaré la guitarra y tú el tambor.
Al cabo de un rato, el burro y el perro se encontraron con un gato.
-Compañero, ¿por qué estás triste? -le preguntaron. -Como ya soy
viejo, mi ama quería ahogarme. Por eso he escapado y ahora no sé
cómo voy a ganarme la vida...
-No te preocupes -le dijeron-; tu historia es igual que la nuestra. Ven
con nosotros, nos haremos músicos.
Un poco más adelante, el burro, el perro y el gato oyeron a
un gallo que cantaba, parecía que se iba a romper la garganta. El gallo
les dijo:
-¡Qué injusticia! Toda la vida he trabajado de despertador y mañana
piensan echarme a la sopa... Ahora, canto hasta desgañitarme mientras
puedo.
Entonces, el burro le dijo:
-¿No tienes cerebro debajo de esa cresta? Vente con nosotros a
Bremen. Vamos a ser músicos de la banda municipal.
Pero la ciudad de Bremen estaba lejos y la noche se les echó encima a
medio camino. Los cuatro músicos decidieron pasar la noche junto a
un árbol grueso. El burro y el perro se quedaron bajo el árbol, el
gato trepó a una rama y el gallo se encaramó a la rama más alta.
Desde aquella altura, el gallo gritó:
-¡Se ve una luz a lo lejos...! -Vamos allá, compañeros -dijo el burro-;
seguro que es mejor posada que ésta.
Cuando llegaron a la casa, el burro se asomó a una ventana y dijo:
-Hay un grupo de bandidos sentados a la mesa. Tienen preparada una
cena fastuosa.
Los animales, después de alguna discusión, prepararon un plan para
echar a los bandidos. El burro apoyó las patas delanteras en la ventana;
el perro se puso encima del burro; el gato se encaramó sobre el
perro y el gallo, sobre la cabeza del gato. A una señal, todos
comenzaron su música: el burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato
maullaba y el gallo cantaba. Y, a una señal, todos se echaron sobre la
ventana. El cristal se rompió en mil pedazos y los bandidos gritaron
asustados:
-¡Fantasmas! ¡La casa está embrujada!
Y todos huyeron aterrorizados al bosque. Entonces, los cuatro
músicos de Bremen se sentaron a la mesa y dieron buena cuenta de
todos los alimentos. Cuando terminaron de cenar, apagaron la luz y se
acostaron.
Cuando los bandidos se tranquilizaron, el capitán mandó a uno que
fuera a la casa para espiar. El bandido entró sin hacer ruido; al fondo
de la habitación brillaban los ojos del gato. El bandido pensó que era
fuego y acercó una cerilla para encender una vela. Entonces, el gato
se lanzó sobre él y le arañó la cara; en su huida tropezó con el perro
y éste le mordió en una pierna; finalmente, el burro le atizó una coz
tremenda.
Cuando escapaba aterrorizado oyó cantar al gallo:
-¡Quiquiriquí! El ladrón volvió junto a sus compañeros y les dijo:
-En la casa hay una bruja horrible. Nada más entrar me arañó la cara.
Luego, me agarró la pierna con unas tenazas y un monstruo negro y
peludo me golpeó con una porra. Cuando escapaba, un fantasma gritó:
«¡Traédmelo aquí!»
A partir de aquel día, los bandidos no se atrevieron a volver a la casa
y los cuatro músicos de Bremen se quedaron en ella para siempre.
EL PATITO FEO
En una hermosa mañana de verano, los
huevos que habían empollado la mamá Pata
empezaban a romperse, uno a uno. Los
patitos fueron saliendo poquito a poco,
llenando de felicidad a los papás y a sus
amigos. Estaban tan contentos que casi no se
dieron cuenta de que un huevo, el más
grande de todos, aún permanecía intacto.
Todos, incluso los patitos recién nacidos,
concentraron su atención en el huevo, a ver
cuando se rompería. Al cabo de algunos minutos, el huevo empezó a
moverse, y luego se pudo ver el pico, luego el cuerpo, y las patas del
sonriente pato. Era el más grande, y para sorpresa de todos, muy
distinto de los demás. Y como era diferente, todos empezaron a
llamarle el Patito Feo.
La mamá Pata, avergonzada por haber tenido un patito tan feo, le
apartó con el ala mientras daba atención a los otros patitos. El patito
feo empezó a darse cuenta de que allí no le querían. Y a medida que
crecía, se quedaba aún más feo, y tenía que soportar las burlas de
todos. Entonces, en la mañana siguiente, muy temprano, el patito
decidió irse de la granja.
Triste y solo, el patito siguió un camino por el bosque hasta llegar a
otra granja. Allí, una vieja granjera le recogió, le dio de comer y
beber, y el patito creyó que había encontrado a alguien que le quería.
Pero, al cabo de algunos días, él se dio cuenta de que la vieja era mala
y sólo quería engordarle para transformarlo en un segundo plato. El
patito salió corriendo como pudo de allí.
El invierno había llegado, y con él, el frío, el hambre y la persecución
de los cazadores para el patito feo. Lo pasó muy mal. Pero sobrevivió
hasta la llegada de la primavera. Los días pasaron a ser más calurosos y
llenos de colores. Y el patito empezó a animarse otra vez. Un día, al
pasar por un estanque, vio las aves más hermosas que jamás había
visto. Eran elegantes, delicadas, y se movían como verdaderas
bailarinas, por el agua. El patito, aún acomplejado por la figura y la
torpeza que tenía, se acercó a una de ellas y le preguntó si podía
bañarse también en el estanque.
Y uno de los cisnes le contestó:
- Pues, ¡claro que sí! Eres uno de los nuestros.
Y le dijo el patito:
- ¿Cómo que soy uno de los vuestros?
Yo soy feo y torpe, todo lo contrario de vosotros.
Y ellos le dijeron:
- Entonces, mira tú reflejo en el agua del estanque y verás cómo no
te engañamos.
El patito se miró y lo que vio le dejó sin habla. ¡Había crecido y se
transformado en un precioso cisne! Y en este momento, él supo que
jamás había sido feo. Él no era un pato sino un cisne. Y así, el nuevo
cisne se unió a los demás y vivió feliz para siempre.
FIN
EL REY RANA
Hace muchos años, cuando el desear aún le
ayudaba a uno, vivía un rey cuyas hijas eran
todas buenas doncellas, pero la más joven era
tan bondadosa, que el mismo sol, que ha visto
tanto, se detenía cada vez que iluminaba su
camino. Cerca del castillo del rey, había una
inmensa y oscura selva, y bajo un viejo árbol de
lima había un pozo, y cuando el día está muy
caliente, la hija menor del rey iba a la selva a
sentarse junto a la fresca fuente, y cuando se aburría, tomaba una bola
de oro y la tiraba alto para capturarla. Y esta bola era su juguete
favorito.
Pero sucedió que en una ocasión la bola no llegó a las manos que la
esperaban, sino que cayó al suelo y rodó hasta caer en el pozo. La hija
del rey la siguió con sus ojos, hasta que desapareció. Y el pozo era
profundo, tan profundo que no se alcanzaba a ver el fondo. Ella
empezó a llorar, y a llorar más alto y más alto sin llegar a sentir
consuelo. Y mientras se lamentaba oyó que alguien le decía:
-"¿Que te sucede, hija del rey?, te lamentas tanto que hasta las piedras
te mostrarían piedad"Ella miró alrededor buscando hacia donde venía la voz, y vio a una
rana sacando del agua su gran cabeza.
-"¡Ah!, vieja corredora de aguas, ¿eres tú?"- preguntó.- "Estoy llorando
por mi bola de oro, que cayó dentro del pozo"- concluyó diciendo.
-"Quédate tranquila y no llores más"- contestó la rana. "Yo te puedo
ayudar, pero ¿que me darás a cambio si te regreso ese juguete de
nuevo?"-"Lo que tú quieras, querida rana"- dijo ella. -"Mis vestidos, mis perlas y
joyas, y hasta la corona de oro que llevo puesta"La rana respondió: -"No me interesan tus vestidos, tus perlas o joyas,
ni la corona de oro, pero si me amaras y me dejaras ser tu compañera
y socia de juegos, y sentarme contigo en tu mesa, y comer de tu plato
de oro, y beber de tu vaso, y dormir en tu cama junto a tí. Si tú me
prometes cumplir todo eso, yo bajaré y traeré acá de regreso tu bola
de oro."-"Oh, claro" - dijo ella, -"yo te prometo cumplir tus deseos, si me
regresas la bola"Ella sin embargo pensaba: -"¡Cómo habla esa tonta rana! ¡Ella vive en
el agua junto a las otras ranas y sapos y no podría ser compañera de
ningún ser humano!"Pero la rana, una vez recibida la promesa, metió su cabeza en el agua
y se sumergió profundamente, y momentos después subía nadando
trayendo en su boca la bola, y la tiró en el zacate. La hija del rey
quedó encantada de ver una vez más de nuevo a su juguete, y
recogiéndola corrió con ella.
-"¡Espera, espera!"- gritaba la rana.
-"¡Llévame contigo, que no
puedo correr como lo haces tú!Pero ¿de qué le serviría gritar, aún con su croak, croak, tan fuerte
como podía? Ella no la escuchaba, y corrió a su aposento y pronto
olvidó a la pobre rana, que se vio obligada a regresar al pozo de
nuevo.
Al día siguiente, cuando se sentó a la mesa con el rey y los cortesanos,
y había empezado a comer en su plato de oro, algo llegó brincando y
sonando splash, splash, a las gradas de mármol, y cuando llegó arriba,
tocó a la puerta y gritó:
-"Princesa, la más joven de las princesas, ábreme la puerta a mí."Ella corrió a ver que había afuera, pero cuando abrió la puerta,
encontró a la rana sentada al frente. Entonces ella tiró la puerta a
toda prisa, y regresó a sentarse a la mesa y quedó muy asustada. El rey
vio que estaba sumamente alterada y que su corazón latía fuertemente
y le preguntó:
-"Mi muchachita, ¿qué es lo que te asustó tanto?, ¿está por casualidad
un gigante afuera que quiere raptarte y llevarte lejos?"-
-"Oh, no"- replicó ella. -"No es un gigante, sino una horrible rana"-"¿Y qué hace una rana contigo?"-"Ah, mi querido padre, ayer yo estaba en la foresta, sentada junto al
pozo, jugando con mi bola de oro, cuándo ésta cayó a lo profundo del
pozo. Y como yo lloraba mucho, la rana me la regresó, y como ella
insistía, yo le prometí que podía ser mi compañera, ¡pero nunca pensé
que sería capaz de alejarse de sus aguas! Y ahora está ahí afuera,
esperando que la ingrese conmigo."Mientras tanto la rana tocó a la
puerta por segunda vez, y gritaba:
-¡Princesa! ¡La más joven de las princesas! ¡Ábreme a mi la puerta!
¿Recuerdas lo que me dijiste ayer en las frescas aguas de la fuente?
¡Princesa ¡Ábreme a mí la puerta!
Entonces dijo el rey:
-"Lo que tú has prometido, debes cumplirlo. Ve y déjala entrar"
Ella fue y abrió la puerta, y la rana saltó y la siguió a ella, paso a paso,
hasta su silla. Entonces, cuando la princesa se sentó, la rana gritó:
-"Levántame para estar a tu lado."
Ella no actuaba, hasta que el rey le ordenó hacerlo. Cuando la rana ya
estaba en la silla, le pidió estar en la mesa, y una vez en la mesa dijo:
-"Ahora, empuja tu plato de oro más cerca de mí de modo que
podamos comer juntos."Ella lo hizo, pero fue fácil ver que lo hacía sin su voluntad. La rana
disfrutó de la comida, pero casi todos los bocados que la princesa
tomaba, la estremecían. Al final dijo la rana:
-"Ya he comido y estoy satisfecha; ahora estoy cansada, llévame a tu
dormitorio, alista tu sedosa cama, y ambos iremos a dormir."La hija del rey empezó a llorar, porque tenía miedo de la fría rana
que ella no quería tocar, y que iba ahora a dormir en su preciosa y
limpia cama. Pero el rey se molestó y dijo:
-"Aquel que te ayudó cuando estuviste en apuros, no debe ser
decepcionado por ti."-
Así que ella tomó a la rana con sólo dos dedos, la llevó arriba y la
puso en una esquina. Pero cuando ella se metió a su cama, la rana
sigilosamente se le acercó y le dijo:
-"Estoy cansada, quiero dormir tan bien como tú, levántame o se lo
diré a tu padre."Entonces ella se enojó terriblemente, la tomó en sus manos y la lanzó
con todas sus fuerzas contra la pared.
-"Ahora te estarás quieta, odiosa rana."- dijo ella.
Pero cuando cayó al suelo ya no era una rana, sino un encantador
príncipe de bellos modales.
Ahora, él, por decisión de ella y de su padre, es su compañero y
esposo. Entonces él le contó cómo había sido hechizado por un
malvado brujo, y cómo nadie lo había sacado nunca del pozo, excepto
ella, y que mañana podrían ir juntos a su reino. Ambos fueron a
dormir, y a la mañana siguiente, al levantar el sol, llegó un
carruaje con ocho caballos blancos, con plumas blancas de avestruz en
sus cabezas, y con arreos con cadenas de oro, y atrás venía el fiel
sirviente Henry. El fiel sirviente Henry había quedado tan infeliz
cuando su patrón fue convertido en rana, que se había atado tres
bandas de hierro alrededor de su corazón para que no reventara de
pena y tristeza. El carruaje condujo al príncipe a su reino. El fiel
Henry les ayudó a ambos, y se puso a sus órdenes de nuevo, y estaba
lleno de dicha por su rescate. Y cuando iban de camino, el hijo del
rey escuchó que algo se quebraba atrás de él. Se volvió y gritó:
-"Hey, Henry, el carruaje se está quebrando."-"No, patrón, no es el carruaje. Es una banda que está sobre mi
corazón, que me había puesto por mi gran dolor por su
encantamiento como rana dentro del pozo. Otra y otra vez volvieron
aquellos sonidos, y el hijo del rey pensaba que el carruaje se estaba
quebrando, pero sólo eran las bandas que se reventaban de alrededor
del corazón del fiel Henry porque su patrón era ahora libre y feliz.
FIN
LOS TRES CERDITOS
En el corazón del bosque vivían tres
cerditos. El lobo siempre andaba
persiguiéndolos para comérselos. Para
escapar del lobo, los cerditos decidieron
hacerse una casa. El pequeño la hizo de
paja, para acabar antes y poder irse a
jugar. El mediano construyó una casita
de madera. Al ver que su hermano
pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él. El
mayor trabajaba en su casa de ladrillo. - Ya veréis lo que hace el lobo
con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban
en grande. El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta
su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja
derrumbó. El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que
corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo
sopló y sopló y la casita de madera derribó. Los dos cerditos salieron
volando de allí. Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones,
llegaron a la casa del hermano mayor. Los tres se metieron dentro y
cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo se puso a dar
vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una
escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea.
Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo
comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el
agua hirviendo y se escaldó. Escapó de allí dando unos terribles
aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás
quiso comer cerditos!
LA LIEBRE Y LA TORTUGA
En el mundo de los animales
vivía una liebre muy orgullosa,
porque ante todos decía que era
la más veloz. Por eso,
constantemente se reía de la
lenta tortuga.
-¡Miren la tortuga! ¡Eh, tortuga,
no corras tanto que te vas a
cansar de ir tan de prisa! -decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día, conversando entre ellas, a la tortuga se le ocurrió de
pronto hacerle una rara apuesta a la liebre.
-Estoy segura de poder ganarte una carrera -le dijo.
-¿A mí? -preguntó, asombrada, la liebre.
-Pues sí, a ti. Pongamos nuestra apuesta en aquella piedra y
veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy divertida, aceptó.
Todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. Se
señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Una vez estuvo listo,
comenzó la carrera entre grandes aplausos.
Confiada en su ligereza, la liebre dejó partir a la tortuga y se
quedó remoloneando. ¡Vaya si le sobraba el tiempo para ganarle a
tan lerda criatura!
Luego, empezó a correr, corría veloz como el viento mientras la
tortuga iba despacio, pero, eso sí, sin parar. Enseguida, la liebre se
adelantó muchísimo. Se detuvo al lado del camino y se sentó a
descansar.
Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para
burlarse de ella una vez más. Le dejó ventaja y nuevamente
emprendió su veloz marcha.
Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus risas, la tortuga
siguió caminando sin detenerse. Confiada en su velocidad, la liebre
se tumbó bajo un árbol y ahí se quedó dormida.
Mientras tanto, pasito a pasito, y tan ligero como pudo, la tortuga
siguió su camino hasta llegar a la meta. Cuando la liebre se
despertó, corrió con todas sus fuerzas pero ya era demasiado
tarde, la tortuga había ganado la carrera.
Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección
que no olvidaría jamás: No hay que burlarse jamás de los demás.
También de esto debemos aprender que la pereza y el exceso de
confianza pueden hacernos no alcanzar nuestros objetivos.
LA CIGARRA Y LA HORMIGA
Que feliz era la cigarra en verano!
El sol brillaba, las flores
desprendían su aroma embriagador
y la cigarra cantaba y cantaba. El
futuro no le preocupaba lo más
mínimo: el cielo era tan azul sobre
su cabeza y sus canciones tan
alegres... Pero el verano no es eterno.
Una triste mañana, la señora cigarra fue despertada por un frio
intenso; las hojas de los árboles se habían puesto amarillas, una lluvia
helada caía del cielo gris y la bruma le entumecía las patas.
¿Que va a ser de mí? Este invierno cruel durará mucho tiempo y
moriré de hambre y frio, se decía.
¿Por qué no pedirle ayuda a mi vecina la hormiga?
Y luego pensó:
¿Acaso tuve tiempo durante el verano de almacenar provisiones y
construirme un refugio? Claro que no, tenía que cantar. Pero mi
canto no me alimentará.
Y con el corazón latiéndole a toda velocidad, llamó a la puerta de la
hormiga.
¿Que quieres? preguntó ésta cuando vio a la cigarra ante su puerta.
El Campo estaba cubierto por un espeso manto de nieve y la cigarra
contemplaba con envidia el confortable hogar de su vecina;
sacudiendo con dolor la nieve que helaba su pobre cuerpo, dijo
lastimosamente:
Tengo hambre y estoy aterida de frío.
La hormiga respondió maliciosamente:
¿Que me cuentas? ¿Que hacías durante el verano cuando se
encuentran alimentos por todas partes y es posible construir una
casa?
Cantaba y cantaba todo el día, respondió la cigarra.
¿Y qué? interrogó la hormiga.
Pues... nada, murmuró la cigarra.
¿Cantabas? Pues, ¿por qué no bailas ahora?
Y con esta dura respuesta, la hormiga cerró la puerta, negando a la
desdichada cigarra su refugio de calor y bienestar.
LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO
Había una vez un granjero muy pobre
llamado Eduardo, que se pasaba todo el día
soñando con hacerse muy rico. Una mañana
estaba en el establo -soñando que tenía un
gran rebaño de vacas- cuando oyó que su
mujer lo llamaba.
-¡Eduardo, ven a ver lo que he encontrado!
¡Oh, éste es el día más maravilloso de nuestras
vidas!
Al volverse a mirar a su mujer, Eduardo se frotó los ojos, sin creer lo
que veía. Allí estaba su esposa, con una gallina bajo el brazo y un
huevo de oro perfecto en la otra mano. La buena mujer reía contenta
mientras le decía:
-No, no estás soñando. Es verdad que tenemos una gallina que pone
huevos de oro. ¡Piensa en lo ricos que seremos si pone un huevo
como éste todos los días! Debemos tratarla muy bien.
Durante las semanas siguientes, cumplieron estos propósitos al pie de
la letra. La llevaban todos los días hasta la hierba verde que crecía
junto al estanque del pueblo, y todas las noches la acostaban en una
cama de paja, en un rincón caliente de la cocina. No pasaba mañana
sin que apareciera un huevo de oro.
Eduardo compró más tierras y más vacas. Pero sabía que tenía que
esperar mucho tiempo antes de llegar a ser muy rico.
-Es demasiado tiempo -anunció una mañana-,Estoy cansado de esperar.
Está claro que nuestra gallina tiene dentro muchos huevos de oro.
¡Creo que tendríamos que sacarlos ahora!
Su mujer estuvo de acuerdo. Ya no se acordaba de lo contenta que se
había puesto el día en que había descubierto el primer huevo de oro.
Le dio un cuchillo y en pocos segundos Eduardo mató a la gallina y la
abrió.
Se frotó otra vez los ojos, sin creer lo que estaba viendo. Pero esta
vez, su mujer no se rió, porque la gallina muerta no tenía ni un solo
huevo.$
-¡Oh, Eduardo! -gimió- ¿Por qué habremos sido tan avariciosos? Ahora
nunca llegaremos a ser ricos, por mucho que esperemos.
Y desde aquel día, Eduardo ya no volvió a soñar con hacerse rico.
FIN
LOS SIETE CABRITILLOS
Era una cabra que tenía siete cabritos.
Un día llamó a sus hijos y les dijo:
- Voy al bosque a buscar comida para
vosotros. No abráis la puerta a nadie.
Tened cuidado con el lobo; tiene la voz
ronca y las patas negras. Es malo y querrá engañaros.
Los cabritos prometieron no abrir a nadie y la cabra salió.
Al poco rato llamaron:
¡Tan! ¡Tan! Abrid, hijos míos, que soy vuestra madre.
- No. No queremos abrirte. Tienes la voz muy ronca. Tú no eres
nuestra madre, eres el lobo.
El lobo se marchó enfadado, pero no dijo nada. Fue a un corral y se
comió una docena de huevos crudos para que se le afinara la voz.
Volvió a casa de los cabritos y llamó.
¡Tan! ¡Tan! Abrid, hijos míos, que soy vuestra madre - dijo con una
voz muy fina.
- Enséñanos la pata.
El lobo levantó la pata y los cabritos al verla dijeron:
-No. No queremos abrirte. Tienes la pata negra. Nuestra madre la
tiene blanca. Eres el lobo.
El lobo se marchó furioso, pero tampoco dijo nada, fue al molino
metió la pata en un saco de harina y volvió a casa de los cabritos.
¡Tan! ¡Tan¡ Abrid hijos míos, que soy vuestra madre.
Los cabritos gritaron:
- Enséñanos primero la pata.
El lobo levantó la pata y cuando vieron que era blanca, como la de su
madre, abrieron la puerta.
Al ver al lobo corrieron a esconderse, muy asustados. Pero el lobo,
que era más fuerte, se abalanzó sobre ellos y se los fue tragando a
todos de un bocado. A todos, menos al más chiquitín que se metió en
la caja del reloj y no lo encontró.
Cuando la cabra llegó a casa vio la puerta abierta. Entró y todas las
cosas estaban revueltas y tiradas por el suelo. Empezó a llamar a sus
hijos y a buscarlos, pero no los encontró por ninguna parte.
De pronto salió el chiquitín de su escondite y le contó a su madre
que el lobo había engañado a sus hermanos y se los había comido.
La cabra cogió unas tijeras, hilo y aguja, y salió de casa llorando. El
cabrito chiquitín la seguía. Cuando llegaron al prado vieron al lobo
tumbado a la orilla del río. Estaba dormido y roncaba. La cabra se
acercó despacio y vio que tenía la barriga muy abultada. Sacó las
tijeras y se la abrió de arriba abajo. Los cabritos salieron saltando.
En seguida, la cabra cogió piedras y volvió a llenar la barriga del lobo.
Después la cosió con la aguja y el hilo.
Y cogiendo a sus hijos marchó a casa con ellos, muy de prisa, para
llegar antes de que se despertase el lobo.
Cuando el lobo se despertó tenía mucha sed y se levantó para beber
agua. Pero las piedras le pesaban tanto que rodó y, cayéndose al río, se
ahogó.
FIN
CUENTOS DE COSTUMBRES
LA NIÑA DE LOS FOSFOROS
¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a
oscurecer; era la última noche del año, la
noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en
aquella oscuridad, pasaba por la calle una
pobre niña, descalza y con la cabeza
descubierta. Verdad es que al salir de su casa
llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron!
Eran unas zapatillas que su madre había
llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las
perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que
venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de
encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo
que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos
completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal
llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En
todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado
un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada,
¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían
sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el
cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la
otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía
los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por
otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni
un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría,
además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el
tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los
trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las
manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría
seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo
contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!».
¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como
una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz
maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a
una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego
ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña
alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la
llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de
la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared,
volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo
ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta,
cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato
asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y
lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y,
anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda,
se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se
apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo
de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más
bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la
puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de
velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas
estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La
pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo.
Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de
que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se
desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la
única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le
había dicho:
-Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio
inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y
cariñosa.
-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás
también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se
fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de
no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara
que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan
hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un
gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia
las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo.
Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la
chiquilla, rojas las mejillas y la boca sonriente... Muerta, muerta de
frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del
Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus
fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo.
«¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas
que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su
anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.
FIN
EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR
Hace muchos años había un
Emperador tan aficionado a los
trajes nuevos, que gastaba todas sus
rentas en vestir con la máxima
elegancia.
No se interesaba por sus soldados
ni por el teatro, ni le gustaba salir
de paseo por el campo, a menos
que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para
cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está
en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el
vestuario”.
La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa.
Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se
presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores,
asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente
los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con
ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda
persona que no fuera apta para su cargo o que fuera
irremediablemente estúpida.
-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese,
podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo
que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos.
Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los
dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a
la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían
nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas
más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente,
mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos
hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero
había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un
hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo
que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este
punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a
otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes
de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela,
y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era
estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el
Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de
las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien
desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los
dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos.
«¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo
unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no
soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no
encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío,
y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver
nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso?
Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea
inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto
la tela».
-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los
tejedores.
-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a
través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al
Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole
los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo
tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para
poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo
necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues
ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes,
trabajando en las máquinas vacías
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza
a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto
lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero
como en el telar no había nada, nada pudo ver.
-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos,
señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo
suelto.
Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo
en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por
aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto,
que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la
sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos,
entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se
encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban
tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados
dignatarios-.
Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban
el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible!
¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto
de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero
ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como
el Emperador:
-¡Oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos
confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse
próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca
en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos
bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores
imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos
embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas
encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la
confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la
tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin
hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los
dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto...
Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no
llevar nada sobre el cuerpo, más precisamente esto es lo bueno de la
tela.
-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada,
pues nada había.
-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante
del espejo?
Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las
diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado
poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si
le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas
ante el espejo.
-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-.
¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión,
aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.
-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta
bien? y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que
veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos
al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener
algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían
nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico
palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué
magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para
no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje
del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo
el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el
pequeño.
-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía
razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo
que antes; y las ayudas de cámara continuaron sosteniendo la
inexistente cola.
Los siete cuervos
Un hombre tenía siete hijos, todos
varones, y ninguna hija, a pesar de que lo
deseaba mucho. Al fin, un día, su mujer
volvió a darle buenas esperanzas y al cabo
de unos meses nació una niña. La alegría
de los padres fue muy grande, pero la
criatura era pequeñita y muy débil, por lo
que sus padres decidieron bautizarla
enseguida por miedo a que se muriera. El padre envió a uno de sus
hijos a la fuente, a buscar agua para el bautismo; los otros quisieron ir
a acompañarle y, corriendo cada uno para llegar antes que los demás,
se les cayó el jarro al fondo de la fuente. No sabían qué hacer, ni se
atrevían a volver a casa. Al ver lo que tardaban, su padre se
impacientó y dijo:
-Seguro que estos diablejos estarán jugando sin acordarse del agua.
Cada vez más angustiado por el temor de que la niña muriese sin
bautismo, gritó por fin en un arrebato de cólera:
-¡Ojalá se volviesen cuervos!
Apenas habían salido estas palabras de sus labios cuando oyó un
zumbido en el aire, y al levantar los ojos vio que siete cuervos negros
como la noche revoloteaban en el cielo.
Los padres no pudieron reparar ya los efectos de la maldición y
quedaron muy tristes por la pérdida de sus siete hijos. Sólo logró
consolarles la compañía de su hijita, que, pasado el peligro de sus
primeros días, fue haciéndose cada vez más hermosa.
Durante muchos años no supo que había tenido siete hermanos, pues
los padres se guardaron bien de mencionarlos. Hasta que un día oyó
por casualidad cómo unas personas decían de ella que era muy bonita,
pero que tenía la culpa de las desgracias de sus hermanos. Muy
disgustada, la niña fue a preguntar a sus padres si había tenido
hermanos y qué había sido de ellos. Los padres no pudieron ya seguir
guardando el secreto, pero le aseguraron que también ellos estaban
muy afligidos desde entonces y que les gustaría volver a ver sus hijos.
De todos modos la niña se sentía culpable y pensó que era su deber ir
a buscarlos. No tuvo un momento de reposo ni de tranquilidad hasta
que, un buen día, sin decir nada a nadie, se fue por el mundo en
busca de sus hermanos, dispuesta a libertarlos costase lo que costase.
Sólo se llevó una sortija de sus padres como recuerdo, una hogaza de
pan para matar el hambre, una jarrita de agua para apagar la sed y una
sillita para sentarse cuando estuviese cansada.
Anduvo mucho, hasta muy lejos, casi hasta el fin del universo. Y llegó
al sol. El sol era terrible y ardoroso, y se comía a los niños pequeños.
Salió corriendo de allí y llegó a la luna, que era fría, cruel y malvada,
y cuando descubrió a la niña, dijo:
-¡Huele a carne humana!
Escapó de allí a toda velocidad y se fue a las estrellas, que, muy
cariñosas sentadas cada una en su sillita, la acogieron amablemente. El
lucero del alba se levantó y dijo mientras le daba una patita de pollo:
-Con esto podrás abrir la montaña de cristal.
Como encontró la puerta cerrada, buscó en su pañuelo la patita; pero
al desenvolverlo, vio que estaba vacío: ¡había perdido el regalo de la
estrella! ¿Qué hacer ahora? Quería salvar a sus hermanos, pero no
tenía la llave de la montaña. Entonces, se le ocurrió una idea:
introdujo el dedo meñique en la cerradura y la puerta se abrió.
Cuando estuvo dentro, un enanito le preguntó:
-Hija mía, ¿qué vienes a buscar aquí?
-Busco a mis hermanitos, los siete cuervos, respondió ella.
El enano añadió:
-Los señores cuervos no están en casa, pero si quieres aguardar a que
regresen, entra.
Sirvió entonces el enanito la comida de los cuervos en siete platos
muy pequeños y la bebida en otras tantas copas del mismo tamaño. Y
de cada plato la hermana probó un bocado y de cada copa bebió un
sorbo. , y en la última dejó caer la sortija que se había llevado de su
casa. De pronto sintió en el aire un rumor de aleteo y el enanito le
explicó:
-Ahí llegan los señores cuervos.
Así fue; los cuervos entraron hambrientos y sedientos, buscando sus
platos y sus vasos. Y exclamaron uno tras otro:
-¿Quién ha comido de mi plato? ¿Quién ha bebido de mi vaso? Ha
sido una boca humana.
Cuando el séptimo vio el fondo de su copa, descubrió la sortija. La
reconoció inmediatamente y dijo:
-¡Ojalá haya sido nuestra hermanita quien ha venido pues quedaríamos
desencantados!
Cuando la niña, que escuchaba detrás de la puerta oyó este deseo,
entró en la sala y en un instante todos recuperaron su figura humana.
Y después de abrazarse unos a otros regresaron muy felices a su casa.
LA OCA DE ORO
Un buen hombre tenía tres hijos,
al tercero de los cuales llamaban
"El
zoquete,"
que
era
menospreciado y blanco de las
burlas de todos. Un día quiso el
mayor ir al bosque a cortar leña; su madre le dio una torta de huevos
muy buena y sabrosa y una botella de vino, para que no pasara
hambre ni sed. Al llegar al bosque encontróse con un hombrecillo de
pelo gris y muy viejo, que lo saludó cortésmente y le dijo:
- Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino. Tengo hambre
y
sed.
El
listo
mozo
respondió
- Si te doy de mi torta y de mi vino apenas me quedará para mí; sigue
tu camino y déjame -y el viejo quedó plantado y siguió adelante. Se
puso a cortar un árbol, y al poco rato pegó un hachazo en falso y el
hacha se le clavó en el brazo, por lo que tuvo que regresar a su casa a
que lo vendasen. Con esta herida pagó su conducta con el
hombrecillo.
Partió luego el segundo para el bosque, y, como al mayor, su madre lo
proveyó de una torta y una botella de vino. También le salió al paso el
viejecito gris, y le pidió un pedazo de torta y un trago de vino. Pero
también el hijo segundo le replicó con displicencia:
- Lo que te diese me lo quitaría a mí; ¡sigue tu mí; ¡sigue tu camino! y
dejando plantado al anciano, se alejó. No se hizo esperar el castigo.
Apenas había asestado un par de hachazos a un tronco cuando se hirió
en una pierna, y hubo que conducirlo a su casa.
Dijo
entonces
"El
zoquete":
Padre,
déjame
ir
al
bosque
a
buscar
leña.
- Tus hermanos se han lastimado -contestóle el padre-; no te metas tú
en
esto,
pues
no
entiendes
nada.
Pero el chico insistió tanto, que, al fin, le dijo su padre: -Vete, pues, si
te empeñas; a fuerza de golpes ganarás experiencia.
Diole la madre una torta amasada con agua y cocida en las cenizas. y
una botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque se encontró
igualmente con el hombrecillo gris, el cual lo saludó y dijo:
- Dame un poco de tu torta, y un trago de lo que llevas en la botella,
pues
tengo
hambre
y
sed.
- No llevo sino una torta cocida en la ceniza y cerveza agria -le
respondió "El zoquete"-; si te conformas, sentémonos y comeremos.
Y se sentaron. Y he aquí que cuando el mozo sacó la torta, resultó
ser un magnífico pastel de huevos, y la cerveza agria se había
convertido
en
un
vino
excelente.
- Puesto que tienes buen corazón y eres generoso, te daré suerte.
¿Ves aquel viejo árbol de allí? Pues córtalo; encontrarás algo en la
raíz -. Y con estas palabras, el hombrecillo se despidió.
"El zoquete" se encaminó al árbol y lo árbol y lo derribó a hachazos, y
al caer apareció en la raíz una oca de plumas de oro puro. Se la llevó
consigo y entró en una posada para pasar la noche. El dueño tenía
tres hijas, que, al ver la oca, sintieron por ella una gran curiosidad, y
el deseo de poseer una de sus plumas de oro. La mayor pensó: "Será
mucho que no encuentre una oportunidad para arrancarle una
pluma," y, un momento en que el muchacho salió de su cuarto, sujetó
la oca por un ala; pero los dedos y la mano se le quedaron pegados a
ella. Pronto acudió la segunda, con la idea de llevarse también una
pluma de oro; pero no bien tocó a su hermana quedó pegada a ella.
Finalmente, fue la tercera con idéntico propósito, y las otras le
gritaron:
¡Apártate,
por
Dios
Santo,
apártate!
Pero ella, no comprendiendo por qué debía apartarse y pensando que
si sus hermanas estaban allí, también ella podía estar, se acercó y,
apenas hubo tocado a la segunda, quedó asimismo aprisionada sin
poder soltarse. Y así tuvieron que pasarse la noche pegadas a la oca.
A la mañana, "El zoquete," cogiendo el animal bajo el brazo,
emprendió el camino de su casa, sin preocuparse de las tres
muchachas, que lo seguían quieras o no, haciendo eses, según le
llevaban a él las piernas. En medio del campo se encontraron con el
señor cura, quien, al ver la al ver la comitiva, dijo:
- ¿No os da vergüenza, descaradas, correr de este modo tras este
joven
en
despoblado?
¿Os
parece
decente?
Y sujetó a la menor por la mano con intención de separarla; pero no
bien la tocó, quedó a su vez enganchado y hubo de participar también
en la carrera. Al poco rato acertó a pasar el sacristán, y, al ver al
señor cura que seguía a las muchachas, sorprendido dijo:
- ¿Y pues, señor cura, adónde va tan de prisa? ¿Se ha olvidado de que
hoy tenemos un bautizo? -y corriendo hacia él, lo cogió de la manga,
quedando asimismo sujeto. Trotando así los cinco, topáronse con dos
labradores que, con sus azadones al hombro, regresaban del campo.
Llamólos el cura, pidiéndoles que lo desenganchasen, a él y al
sacristán; pero no bien hubieron tocado los hombres a este último,
¡helos también aprisionados! Y ya eran siete los que corrían en pos de
"El
zoquete"
y
su
oca.
Poco después llegaron a una ciudad, cuyo rey era padre de una hija
tan seria y adusta, que nadie, había logrado hacerla reír. Por eso el Rey
había hecho pregonar que daría la mano de la princesa al hombre que
fuese capaz de provocar su risa. Al enterarse de ello, "El zoquete,"
arrastrando todo su séquito, se presentó a la hija del Rey, y al ver ella
aquella hilera de siete personas corriendo sin parar una tras otra, se
echó a reír tan a reír tan fuerte y tan a gusto, que no podía cesar en
sus carcajadas. Entonces "El zoquete" la pidió por esposa. Pero el Rey,
al que no gustaba aquel yerno, opuso toda clase de objeciones, y, al
fin, le dijo que antes debía traerle a un hombre capaz de beberse todo
el vino que cabía en la bodega de palacio. Pensó el joven en su
hombrecillo del bosque y fue a pedirle ayuda. Y he aquí que en el
mismo lugar donde cortara el árbol vio sentado a un individuo en
cuyo rostro se pintaba la aflicción. Preguntóle "El zoquete" el motivo
de
su
pesar,
y
el
otro
le
contestó:
- Sufro de una sed terrible, que no puedo calmar de ningún modo.
No puedo con el agua fría, y aunque me he bebido todo un tonel de
vino, ¿qué es una gota sobre una piedra ardiente?
- Yo puedo remediar esto -díjole el joven-. Vente conmigo y te
prometo
que
beberás
hasta
reventar.
Y así diciendo, lo condujo a la bodega real, donde el hombre la
emprendió, bebe que te bebe, con las voluminosas cubas, hasta que ya
le dolían las caderas, y antes de que se hubiese terminado el día, había
vaciado
toda
la
bodega.
"El zoquete" acudió nuevamente a reclamar su novia; pero el Rey,
irritado al pensar que un mozalbete que todo el mundo tenía por
tonto se hubiese de llevar a su hija, púsole una nueva condición.
Antes debía condición. Antes debía encontrar a un hombre capaz de
comerse una montaña de pan. No se lo pensó mucho el mozo, sino
que se dirigió inmediatamente al bosque, y en el mismo lugar que
antes, encontró a un hombre ocupado en apretarse el cinturón y que,
con
cara
compungida,
le
dijo:
- Me he comido toda una hornada de pan. Pero, ¿qué es esto para un
hambre como la que yo tengo? Mi estómago sigue vacío, y no me
queda más recurso que apretarme el cinturón para no morirme de
hambre.
Díjole
"El
zoquete"
muy
contento:
Vente
conmigo
y
te
vas
a
hartar.
Y lo llevó a la corte del Rey, el cual había mandado reunir toda la
harina del reino y cocer con ella una enorme montaña de pan. El
hombre del bosque se situó enfrente de ella, empezó a comer, y, al
ponerse el sol, aquella enorme mole había desaparecido. Por tercera
vez reclamó "El zoquete" a la princesa; pero el Rey, buscando todavía
dilaciones, le exigió que le trajera un barco capaz de ir por tierra y
por
agua.
-En cuanto llegues navegando en él -díjole-, mi hija será tu esposa.
Nuevamente se encaminó el muchacho al bosque, donde lo aguardaba
el viejo hombrecillo gris con quien repartiera su torta, y que le dijo:
- Para ti he comido y bebido, y ahora te daré el barco. Todo eso lo
hago
porque
fuiste
compasivo
conmigo.
Y le dio el barco que iba barco que iba por tierra y por agua; y
cuando el Rey lo vio, ya no pudo seguir negándose a entregarle a su
hija. Celebróse la boda; a la muerte del Rey, "El zoquete" heredó la
corona, y durante largos años vivió feliz con su esposa.
¡MESA, CÚBRETE!
Érase una vez un sastre que tenía tres hijos y una
sola cabra. Como la cabra alimentaba con su leche a
toda la familia, necesitaba buen pienso, y todos los
días había que llevarla a pacer. De esto se encargaban
los hijos, por turno. Un día, el mayor la condujo al
cementerio, donde la hierba crecía muy lozana, y la
dejó hartarse y saltar a sus anchas. Al anochecer,
cuando fue la hora de volverse, le preguntó: "Cabra,
¿estás satisfecha?" a lo que respondió el animal:
"Tan
harta
me
encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"Entonces vámonos a casita," dijo el muchacho, y, cogiéndola por la
soga, la llevó al establo, donde la dejó bien amarrada. "¿Qué," preguntó
el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!" respondió el
chico. "Tan harta está, qué no le cabe ni una hoja más." Pero el padre,
queriendo cerciorarse, bajó al establo y acariciando al animalito, le
preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" A lo que replicó la cabra:
"¿Cómo
voy
a
estar
ahíta?
Sólo
estuve
en
la
zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
"¡Qué me dices!" exclamó el sastre, y, volviendo arriba
precipitadamente, puso a su hijo de vuelta y media: "¡Embustero! Me
dijiste que la cabra estaba harta, cuando le has hecho pasar hambre." Y,
encolerizado, midióle la espalda con la vara, y a palos lo echó de casa.
Al día siguiente le tocó al hijo segundo, el cual buscó un buen
lugarcito, en un rincón del huerto, lleno de jugosa hierba, donde la
cabra se hinchó de comer, dejándolo todo pelado.
Al anochecer, a la hora de regresar le preguntó: "Cabrita, ¿estás harta?"
A lo que replicó la cabra:
"Tan
harta
me
encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"¡Vámonos, pues!" dijo el muchacho, y, llegados a casa, la ató al establo.
"¿Qué," dijo el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!"respondió el chico.
Tan harta está, que no le cabe una hoja más." Pero el sastre, no
fiándose de las palabras del mozo, bajó al establo y preguntó: "Cabrita,
¿estás ahíta?" Y contestó la cabra:
"¿Cómo
voy
a
estar
ahíta?
Sólo
estuve
en
la
zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
"¡Truhán! ¡Desalmado!" exclamó el sastre. "¡Mira que hacer pasar
hambre a un animal tan manso!" Y, subiendo las escaleras de dos en
dos,
echó
a
palos
al
segundo
hijo.
Tocóle luego el turno al tercero, el cual, queriendo hacer bien las
cosas, buscó un sitio de maleza espesa y frondosa y dejó a la cabra
pacer a sus anchas. Al atardecer, a la hora de volverse, preguntó:
"Cabrita, ¿estás ahíta?" A lo que respondió la cabra:
"Tan
harta
me
encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"¡Pues andando, a casa!" Dijo el mocito, y, conduciéndola al establo, la
ató sólidamente. "¿Qué," dijo el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?"
- "¡Ya lo creo!" respondió el muchacho. "Tan harta está que no le cabe
una hoja." Pero el hombre, desconfiado, bajó a preguntar: "Cabrita,
¿estás ahíta?" Y el bellaco animal respondió:
"¿Cómo
voy
a
estar
ahíta?
Sólo
estuve
en
la
zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
"¡Pandilla de embusteros!" gritó el sastre. "¡Tan mala pieza y tan
desagradecido es el uno como los otros! ¡Lo que es de mí, no
volveréis a burlaros!" Y, fuera de sí por la ira, subió y le dio al
pequeño una paliza tal, que el pobre chico escapó de casa como alma
que
lleva
el
diablo.
Y el viejo sastre se quedó solo con su cabra. A la mañana siguiente
bajó al establo y, acariciándola, le dijo: "Vamos, animalito mío, yo te
llevaré a pacer." Y, cogiéndola de la cuerda, condújola a unos setos
verdes donde abundaba el llantén y otras hierbas muy del gusto de las
cabras-. Aquí podrás llenarte la tripa hasta reventar -le dijo, y la dejó
pacer hasta la puesta del sol. Entonces le preguntó: "Cabrita, ¿estás
ahíta?" Y ella respondió:
"Tan
harta
me
encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"Pues vámonos a casa," dijo el sastre, y, llevándola al establo, la dejó
bien sujeta. Pero, al marcharse, volvióse aún para preguntarle: "¿Has
quedado ahíta esta vez?" La cabra, empero, repitió, incorregible:
"¿Cómo
voy
a
estar
ahíta?
Sólo
estuve
en
la
zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
Al oír esto, el sastre quedóse turulato, dándose entonces cuenta de
que había echado de casa a sus tres hijos sin motivo. "¡Aguarda un
poco," vociferó, "ingrata criatura! Echarte es poco. ¡Voy a señalarte de
modo que jamás puedas volver a presentarte en casa de un sastre
honrado!" Y, subiendo al piso alto, cogió su navaja de afeitar y,
después de enjabonar la cabeza a la cabra, se la afeitó hasta dejársela
lisa como la palma de la mano. Y pensando que la vara de medir sería
un instrumento demasiado honroso, acudió al látigo y le propinó tal
vapuleo que, no bien pudo soltarse, la bestia echó a correr como alma
que
lleva
el
diablo.
El sastre, ya completamente solo en su casa, sintió una gran tristeza.
Echaba de menos a sus hijos; pero nadie sabía su paradero. El mayor
había entrado de aprendiz en casa de un ebanista, y trabajó con tanta
aplicación y diligencia que, al terminar el aprendizaje y sonar la hora
de irse por el mundo, su maestro le regaló una mesita, de aspecto
ordinario y de madera común, pero que poseía una propiedad muy
singular y ventajosa. Cuando la ponían en el suelo y le decían:
"¡Mesita, cúbrete!," inmediatamente quedaba cubierta con un mantel
blanco y limpio, y, sobre él, un plato, cuchillo y tenedor; además, con
tantas fuentes como en ella cabían, llenas de manjares cocidos y
asados, y con un gran vaso, de vino tinto, que alegraba el corazón. El
joven oficial pensó: "Con esto me basta para comer bien durante toda
mi vida." Y emprendió su camino, muy animado y contento, sin
inquietarse jamás por si las posadas estaban o no bien provistas. Si así
se le antojaba, quedábase en un descampado, en un bosque o en un
prado, donde mejor le parecía, descolgábase la mesita de la espalda y,
colocándola delante de sí, decía: "¡Mesita, cúbrete!," y en un momento
tenía a su alcance cuanto pudiera apetecer. Al fin, pensó en volver a
casa de su padre; seguramente se le habría aplacado la cólera, y lo
acogería de buen grado al presentarle él la prodigiosa mesita. Y he
aquí que una noche, de camino hacia su pueblo, entró en una posada
que estaba llena de huéspedes. Lo recibieron muy bien y lo invitaron a
cenar con ellos, diciéndole que de otro modo sería difícil que el
posadero le sirviese de comer. - No -respondió el ebanista-, no quiero
privaros de vuestra escasa cena; antes, al contrario, soy yo quien os
invita. Los demás se echaron a reír, pensando que quería gastarles una
broma; pero él instaló su mesita de madera en el centro de la sala, y
dijo: "¡Mesita, cúbrete!," e inmediatamente quedó llena de manjares,
tan apetitosos, que jamás el fondista hubiera sido capaz de prepararlos,
y despidiendo un olorcillo capaz de deleitar el olfato más reacio. - ¡A
servirse, amigos! -exclamó el ebanista, y los invitados, al ver que la
cosa iba en serio, sin hacérselo repetir, acercáronse y, armados de sus
respectivos cuchillos, arremetieron a las viandas. Lo que más les
admiraba era que, en cuanto se vaciaba una fuente, inmediatamente
era sustituida por otra igual y repleta. El posadero lo contemplaba
todo desde un rincón, sin saber qué decir, aunque para sus adentros
pensaba: "¡Un cocinero así te haría buen servicio en la posada!" El
carpintero y sus invitados prolongaron su jolgorio hasta muy avanzada
la noche, hasta que, al fin se fueron a dormir, y el joven artesano se
retiró también, dejando la mesa prodigiosa contra la pared. Pero el
posadero seguía en sus cavilaciones, que no le dejaban un momento
de reposo, hasta que recordó que tenía en el desván una mesita vieja
muy parecida a la mágica, y así, bonitamente, fue callandito a buscarla
y la trocó por la otra. A la mañana siguiente, el carpintero pagó el
importe del hospedaje y, cargándose a cuestas la mesita sin reparar en
que no era la auténtica, reemprendió su camino. A mediodía llegó a
casa de su padre, quien lo recibió con los brazos abiertos. - Y bien,
hijo, ¿qué has aprendido? -preguntóle. - Padre, me hice ebanista. Buen oficio -respondió el viejo-. ¿Y qué has traído de tus andanzas
por el mundo? - Padre, lo mejor que traigo es esta mesita. El sastre la
miró por todos lados, y luego dijo: - Pues no parece ninguna cosa del
otro jueves; es una vulgar mesita, vieja y mala. - Pero es una mesita
encantada -replicó el hijo-. Cuando la coloco en el suelo y le mando
que se cubra, inmediatamente se llena de unos manjares tan sabrosos,
con el correspondiente vino, que el corazón salta de gozo. Invitad a
todos los parientes y amigos, que vengan a sacar el vientre de penas;
veréis cuán satisfechos los dejará la mesa. Reunida que estuvo la
concurrencia, el mozo instaló la mesa en la habitación y dijo: " ¡Mesita,
cúbrete!." Pero la mesa no hizo caso y quedó tan vacía como una
vulgar mesa de las que no atienden a razones. Entonces se dio cuenta
el pobre muchacho de que le habían cambiado la mesa, y sintióse
avergonzado de tener que pasar por embustero. Los parientes se
rieron en su cara, regresando tan hambrientos y sedientos como
habían venido. El padre acudió de nuevo a sus retazos y a sus agujas, y
el hijo colocóse como oficial en casa de un maestro ebanista.
El segundo hijo había ido a parar a un molino, donde aprendió la
profesión de molinero. Terminado su aprendizaje, díjole su amo: Como te has portado bien, te regalo un asno muy especial, que ni tira
de carros ni soporta cargas. - ¿Para qué sirve entonces? -preguntó el
joven oficial. - Escupe oro -respondióle el maestro-. No tienes más
que extender un lienzo en el suelo y decir: "¡Briclebrit!," y el animal
empezará a echar piezas de oro por delante y por detrás. - ¡He aquí
un animal maravilloso! -exclamó el joven, y, dando las gracias al
molinero, se marchó a correr mundo. Cuando necesitaba dinero no
tenía más que decir a su asno. "¡Briclebrit!," y enseguida llovían las
monedas de oro, sin que él tuviese otra molestia que la de recogerlas
del suelo. Dondequiera que fuese no se daba por satisfecho sino con
lo mejor. ¡Qué importaba el precio, si tenía siempre el bolso lleno!
Cuando ya estuvo cansado de ver mundo, pensó: "Debo volver a casa
de mi padre; cuando me presente con el asno de oro, se le pasará el
enfado y me recibirá bien." Sucedió que fue a parar a la misma
hospedería donde su hermano había perdido la mesita encantada.
Conducía él mismo el asno del cabestro; el posadero quiso cogerlo
para ir a atarlo; pero no lo consintió el joven: - No os molestéis, yo
mismo llevaré mi rucio al establo y lo ataré, pues quiero saber dónde
lo tengo. Al posadero parecióle aquello algo raro, y pensó que un
individuo que se cuidaba personalmente de su asno no sería un
cliente muy rumboso; pero cuando vio que el forastero metía mano
en el bolsillo y, sacando dos monedas de oro, le encargaba que le
preparase lo mejor que hubiera, el hombre abrió unos ojos como
naranjas y se apresuró a complacerlo. Después de comer, al preguntar
el joven cuánto debía, creyó el hostelero que podía cargar la mano y
pidióle dos monedas más de oro. El viajero rebuscó en el bolsillo,
pero estaba vacío. - Aguardad un momento, señor fondista -dijo-, voy
a buscar oro. Y salió, llevándose el mantel. El otro, intrigado y
curioso, escurrióse tras él, y como el forastero se encerrara en el
establo y echara el cerrojo, miró por un agujero. El forastero
extendió el paño debajo del asno y exclamó: "¡Briclebrit!," e
inmediatamente el animal se puso a soltar monedas de oro por
delante y por detrás, que no parecía sino que lloviesen. - ¡Caramba! dijo el posadero-, ¡pronto se acuñan así los ducados! ¡No está mal un
bolso como éste! El huésped pagó la cuenta y se retiró a dormir,
mientras el posadero bajaba al establo sigilosamente y se llevaba el
asno monedero, para sustituirlo por otro. A la madrugada siguiente
partió el mozo con el jumento, creyendo que era el "del oro." Al
llegar, a mediodía, a casa de su padre, recibiólo éste con gran alegría. ¿Qué ha sido de ti, hijo mío? - Pues que soy molinero, padre respondió el muchacho. - ¿Y qué traes de tus andanzas por el
mundo? - Nada más que un asno. - Asnos no faltan aquí; mejor
hubiera sido una cabra -replicó el padre. - Sí -observó el hijo-, pero es
que mi asno no es como los demás, sino un "asno de oro," basta con
decirle: "¡Brielebrit!," y enseguida os suelta todo un talego de monedas
de oro. Llamad a los parientes, voy a hacerlos ricos a todos. - Esto ya
me gusta más -dijo el sastre-; así no necesitaré seguir dándole a la
aguja -y apresuróse a ir en busca de los parientes. En cuanto se
hallaron todos reunidos, el molinero los dispuso en círculo y,
extendiendo un lienzo en el suelo, fue a buscar el asno. - Ahora,
atención -dijo primero, y luego: "¡Briclebrit!"-; pero lo que cayeron no
eran precisamente ducados, con lo que quedó demostrado que el
animal no sabía ni pizca en acuñar monedas, arte que no todos los
asnos dominan. El pobre molinero puso una cara de tres palmos;
comprendió que le habían engañado y pidió perdón a los parientes,
los cuales hubieron de marcharse tan pobres como habían venido. Al
viejo no le quedó otro remedio que seguir manejando la aguja, y el
muchacho
se
colocó
de
mozo
en
un
molino.
El tercer hermano había entrado de aprendiz en el taller de un
tornero, y, como es oficio difícil, el aprendizaje fue mucho más largo.
Sus hermanos le dieron cuenta, en una carta, de lo que les había
sucedido y de cómo el posadero les había robado sus mágicos tesoros
la víspera de su llegada a casa. Cuando el muchacho hubo aprendido el
oficio, el maestro, en recompensa por su buen comportamiento, le
regaló un saco, diciéndole: - Ahí dentro hay una estaca. - El saco
puedo colgármelo al hombro y me servirá -dijo el mozo-, pero, ¿qué
voy a hacer con el bastón? No es sino un peso más. - Voy a
explicártelo -respondióle el maestro-. Si alguien te maltrata o te busca
camorra, no tienes más que decir: "¡Bastón, fuera del saco!," y
enseguida lo verás saltar y brincar sobre las espaldas de la gente, con
tanto vigor y entusiasmo, que en ocho días no podrán moverse. Y no
cesará el vapuleo hasta que le grites: "¡Bastón, al saco!." Diole las
gracias el joven y se marchó con el saco al hombro; y cada vez que
alguien le buscaba el cuerpo, con decir él: "¡Bastón, fuera del saco!," ya
estaba éste danzando y cascando las liendres al ofensor o a los
ofensores, y no paraba hasta que no les quedaba casaca o jubón en la
espalda, y con tal ligereza, que pasaba de uno a otro sin darles tiempo
de apercibirse. Un anochecer, el joven tornero entró en la hospedería
donde sus hermanos habían sido víctimas del consabido engaño.
Dejando el saco sobre la mesa, el joven se puso a explicar todas las
maravillas que había visto en sus correrías. - Sí -dijo-, ya sé que hay
mesas encantadas, asnos de oro y otras cosas por el estilo, muy buenas
todas ellas y que me guardaré muy bien de despreciar, pero nada son
en comparación con el tesoro que yo me gané y que llevo en el saco.
El hostelero aguzó el oído. "¿Qué diablos podrá ser?," pensó. "De
seguro que el saco estará lleno de piedras preciosas. Tendré que
pensar en la manera de hacerme con él, pues las cosas buenas van
siempre de tres en tres." Cuando le vino el sueño, el forastero se
tendió sobre el banco, poniéndose el saco por almohada. El mesonero,
en cuanto lo creyó dormido, se le acercó con sigilo y se puso a tirar
cauta y suavemente del saco, con la idea de sacarlo y sustituirlo por
otro. Pero aquello era lo que estaba esperando el tornero, y cuando
el fondista tiró un poco más fuerte, gritó: "¡Bastón, fuera del saco!."
Inmediatamente salió la estaca y se puso a medir las costillas al
posadero con tanto vigor que daba gusto verlo. El hombre pedía
compasión, pero cuanto más gritaba, más recios y frecuentes caían los
palos, hasta que, al fin, dieron con él en tierra, extenuado. Dijo
entonces el tornero: - Si no me entregas ahora la mesita mágica y el
asno de oro, empezaremos de nuevo la danza. - ¡Enseguida, enseguida!
-exclamó el posadero con voz débil-; todo os lo daré, con tal que
encerréis este duende. - Me portaré con clemencia -dijo el joven-;
pero que te sirva de lección-. Y gritando: "¡Bastón, al saco!," lo dejó
en
paz.

El tornero se marchó a la mañana siguiente, en posesión de la mesita
encantada y del asno de oro, y tomó la ruta de la casa paterna.
Alegróse el sastre al verlo, y le preguntó qué había aprendido por el
mundo. - Padre -respondióle el muchacho-, he aprendido el oficio de
tornero. - Un oficio de mucho ingenio -declaró el padre-. Pero, ¿qué
traes de tus andanzas? - Algo de gran valor, padre -respondió el
mozo-; una estaca en un saco. - ¡Qué! -exclamó el viejo-. ¡Una estaca!
¡Pues sí que valía la pena! Aquí puedes cortar una en cada árbol. Pero no como ésta, padre. Si le digo: "¡Bastón, fuera del saco!," salta de
él y arma con el malintencionado una danza tal, que lo pone como
nuevo, y no cesa hasta que el otro pide misericordia. Mirad, con esta
estaca he recuperado la mesa encantada y el asno de oro que aquel
ladrón de posadero robó a mis hermanos. Llamadlos a los dos e invitad
a todos los parientes; les daré de comer y beber y les llenaré los
bolsillos de ducados. El viejo sastre convocó a los parientes, aunque
no sentía gran confianza. Entonces, el tornero tendió una tela en el
suelo de la habitación y, trayendo el asno de oro, dijo a su hermano
segundo: - Anda, hermano, entiéndete con él. Dijo el molinero:
"¡Briclebrit!," e inmediatamente empezó a caer un verdadero
chaparrón de ducados, y el asno no cesó de soltarlos hasta que todos
hubieron recogido tantos que ya no podían con ellos. (¡Ah, pillín, lo
que te habría gustado estar allí!). Después, el tornero instaló la mesa y
dijo al carpintero: - Hermano, ahora es tu turno -. Y no bien dijo el
otro hermano: "¡Mesita, cúbrete!," cuando ésta viose llena de fuentes y
platos magníficos. Celebraron entonces un banquete tal como el buen
sastre jamás viera en su casa, y toda la parentela permaneció reunida
hasta la noche, en plena fiesta y regocijo. El sastre guardó en un
armario agujas e hilos, varas y planchas, y vivió en adelante en
compañía
de
sus
hijos
en
paz
y
felicidad.
Pero, a todo esto, ¿qué se había hecho de la cabra que tuvo la culpa
de que el sastre expulsara de casa a sus tres hijos? Pues voy a
contároslo. Avergonzada de su afeitada cabeza, fue a ocultarse en la
madriguera de una zorra. Al regresar ésta a su casa vio que desde la
oscuridad del cubil la miraban dos grandes ojos centelleantes, y huyó
la mar de asustada. Se topó con ella el oso, que, al verla tan azorada,
le preguntó: - ¿Qué te pasa, hermana zorra, que pones esta cara de
susto? - ¡Ay! -respondió la zorra-, en mi madriguera se ha metido un
monstruo y me ha asustado con sus ojos como ascuas. - ¡Bah!, pronto
lo echaremos -dijo el oso, y acompañó a la zorra hasta su guarida; al
llegar, miró al interior; pero al ver aquellos ojos de fuego, entróle a
su vez el miedo y, no queriendo habérselas con el fiero animal, puso
pies en polvorosa. Topóse con la abeja, la cual, observando que no las
tenía todas consigo, dijo: - Oso, pareces cariacontecido. ¿Dónde has
dejado tu buen humor? - Es muy fácil hablar -replicó el oso-. El caso
es que en la cueva de la pelirroja hay un animal feroz, de ojos de
fuego, y no sabemos cómo echarlo. Dijo la abeja: - Me das lástima, oso.
Yo soy un pobre ser débil al que ni consideráis digno de vuestras
miradas, y, sin embargo, creo que podré ayudaros. Y, volando a la
madriguera de la zorra, posóse en la cabeza pelada de la cabra, y le
clavó el aguijón con tanta furia, que ésta salió de un brinco, gritando:
"¡beee, beee!," y echando a correr como loca. Y ésta es la hora en que
nadie ha oído hablar más de ella.
EL REY “PICO DE TORDO”
Había una vez un rey que tenía una hija cuya
belleza física excedía cualquier comparación,
pero era tan horrible en su espíritu, tan
orgullosa y tan arrogante, que ningún
pretendiente lo consideraba adecuado para
ella. Los rechazaba uno tras otro, y los
ridiculizaba lo más que podía.
En una ocasión el rey hizo una gran fiesta y
repartió muchas invitaciones para los jóvenes
que estuvieran en condición de casarse, ya fuera vecinos cercanos o
visitantes de lejos. El día de la fiesta, los jóvenes fueron colocados en
filas de acuerdo a su rango y posición. Primero iban los reyes, luego
los grandes duques, después los príncipes, los condes, los barones y
por último la clase alta pero no cortesana.
Y la hija del rey fue llevada a través de las filas, y para cada joven ella
tenía alguna objeción que hacer: que muy gordo y parece un cerdo,
que muy flaco y parece una caña, que muy blanco y parece de cal,
que muy alto y parece una varilla, que calvo y parece una bola, que
muy... , que...y que...., y siempre inventaba algo para criticar y humillar.
Así que siempre tenía algo que decir en contra de cada uno, pero a
ella le simpatizó especialmente un buen rey que sobresalía alto en la
fila, pero cuya mandíbula le había crecido un poco en demasía.
-"¡Bien."- gritaba y reía, -"ese tiene una barbilla como la de un tordo!"Y desde entonces le dejaron el sobrenombre de Rey Pico de Tordo.
Pero el viejo rey, al ver que su hija no hacía más que mofarse de la
gente, y ofender a los pretendientes que allí se habían reunido, se
puso furioso, y prometió que ella tendría por esposo al primer
mendigo que llegara a sus puertas.
Pocos días después, un músico llegó y cantó bajo las ventanas,
tratando de ganar alguito. Cuando el rey lo oyó, ordenó a su criado:
-"Déjalo entrar."Así el músico entró, con su sucio y roto vestido, y cantó delante del
rey y de su hija, y cuando terminó pidió por algún pequeño regalo. El
rey dijo:
-"Tu canción me ha complacido muchísimo, y por lo tanto te daré a
mi hija para que sea tu esposa."
La hija del rey se estremeció, pero el rey dijo:
-"Yo hice un juramento de darte en matrimonio al primer mendigo, y
lo mantengo."Todo lo que ella dijo fue en vano. El obispo fue traído y ella tuvo que
dejarse casar con el músico en el acto. Cuando todo terminó, el rey
dijo:
-"Ya no es correcto para ti, esposa de músico, permanecer de ahora
en adelante dentro de mi palacio. Debes de irte junto con tu marido."El mendigo la tomó de la mano, y ella se vio obligada a caminar a pie
con él. Cuando ya habían caminado un largo trecho llegaron a un
bosque, y ella preguntó:
-"¿De quién será tan lindo bosque?"
-"Pertenece al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso
sería tuyo."- respondió el músico mendigo.
-"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey
Pico de Tordo!"
Más adelante llegaron a una pradera, y ella preguntó de nuevo:
-"¿De quién serán estas hermosas y verdes praderas?"-"Pertenecen al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso
sería tuyo."- respondió otra vez el músico mendigo.
-"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey
Pico de Tordo!"
Y luego llegaron a un gran pueblo, y ella volvió a preguntar:
-"¿A quién pertenecerá este lindo y gran pueblo?"-"Pertenece al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso
sería tuyo."- respondió el músico mendigo.
-"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey
Pico de Tordo!"
-"Eso no me agrada."- dijo el músico, oírte siempre deseando otro
marido. ¿No soy suficiente para ti?"
Al fin llegaron a una pequeña choza, y ella exclamó:
-"¡Ay Dios!, que casita tan pequeña. ¿De quién será este miserable
tugurio?"
El músico contestó:
-"Esta es mi casa y la tuya, donde viviremos juntos."Ella tuvo que agacharse para poder pasar por la pequeña puerta.
-"¿Dónde están los sirvientes?"- dijo la hija del rey.
-"¿Cuáles sirvientes?"- contestó el mendigo.
-"Tú debes hacer por ti misma lo que quieras que se haga. Para
empezar enciende el fuego ahora mismo y pon agua a hervir para
hacer la cena. Estoy muy cansado."
Pero la hija del rey no sabía nada de cómo encender fuegos o cocinar,
y el mendigo tuvo que darle una mano para que medio pudiera hacer
las cosas. Cuando terminaron su raquítica comida fueron a su cama, y
él la obligó a que en la mañana debería levantarse temprano para
poner en orden la pequeña casa.
Por unos días ellos vivieron de esa manera lo mejor que podían, y
gastaron todas sus provisiones. Entonces el hombre dijo:
-"Esposa, no podemos seguir comiendo y viviendo aquí, sin ganar nada.
Tienes que confeccionar canastas."Él salió, cortó algunas tiras de mimbre y las llevó adentro. Entonces
ella comenzó a tejer, pero las fuertes tiras herían sus delicadas manos.
-"Ya veo que esto no funciona."- dijo el hombre.
-"Más bien ponte a hilar, tal vez lo hagas mejor."Ella se sentó y trató de hilar, pero el duro hilo pronto cortó sus
suaves dedos que hasta sangraron.
-"Ves"- dijo el hombre, -"no calzas con ningún trabajo. Veo que hice
un mal negocio contigo. Ahora yo trataré de hacer comercio con
ollas y utensilios de barro. Tú te sentarás en la plaza del mercado y
venderás los artículos."-"¡Caray!"- pensó ella, -"si alguien del reino de mi padre viene a ese
mercado y me ve sentada allí, vendiendo, cómo se burlará de mí."Pero no había alternativa. Ella tenía que estar allá, a menos que
escogiera morir de hambre.
La primera vez le fue muy bien, ya que la gente estaba complacida de
comprar los utensilios de la mujer porque ella tenía bonita apariencia,
y todos pagaban lo que ella pedía. Y algunos hasta le daban el dinero
y le dejaban allí la mercancía. De modo que ellos vivieron de lo que
ella ganaba mientras ese dinero durara. Entonces el esposo compró
un montón de vajillas nuevas.
Con todo eso, ella se sentó en la esquina de la plaza del mercado, y las
colocó a su alrededor, listas para la venta. Pero repentinamente
apareció galopando un jinete aparentemente borracho, y pasó sobre
las vajillas de manera que todas se quebraron en mil pedazos. Ella
comenzó a llorar y no sabía que hacer por miedo.
-"¡Ay no!, ¿Qué será de mí?"-, gritaba, -"¿Qué dirá mi esposo de esto?"Ella corrió a la casa y le contó a él todo su infortunio.
-"¿A quién se le ocurre sentarse en la esquina de la plaza del mercado
con vajillas?"- dijo él.
-"Deja de llorar, ya veo muy bien que no puedes hacer un trabajo
ordinario, de modo que fui al palacio de nuestro rey y le pedí si no
podría encontrar un campo de criada en la cocina, y me prometieron
que te tomarían, y así tendrás la comida de gratis."La hija del rey era ahora criada de la cocina, y tenía que estar en el
fregadero y hacer los mandados, y realizar los trabajos más sucios. En
ambas bolsas de su ropa ella siempre llevaba una pequeña jarra, en las
cuales echaba lo que le correspondía de su comida para llevarla a casa,
y así se mantuvieron.
Sucedió que anunciaron que se iba a celebrar la boda del hijo mayor
del rey, así que la pobre mujer subió y se colocó cerca de la puerta
del salón para poder ver. Cuando se encendieron todas las candelas, y
la gente, cada una más elegante que la otra, entró, y todo se llenó de
pompa y esplendor, ella pensó en su destino, con un corazón triste, y
maldijo el orgullo y arrogancia que la dominaron y la llevaron a tanta
pobreza.
El olor de los deliciosos platos que se servían adentro y afuera
llegaron a ella, y ahora y entonces, los sirvientes le daban a ella
algunos de esos bocadillos que guardaba en sus jarras para llevar a
casa.
En un momento dado entró el hijo del rey, vestido en terciopelo y
seda, con cadenas de oro en su garganta. Y cuando él vio a la bella
criada parada por la puerta, la tomó de la mano y hubiera bailado con
ella. Pero ella rehusó y se atemorizó mucho, ya que vio que era el rey
Pico de Tordo, el pretendiente que ella había echado con burla. Su
resistencia era indescriptible. Él la llevó al salón, pero los hilos que
sostenían sus jarras se rompieron, las jarras cayeron, la sopa se regó, y
los bocadillos se esparcieron por todo lado. Y cuando la gente vio
aquello, se soltó una risa generalizada y burla por doquier, y ella se
sentía tan avergonzada que desearía estar kilómetros bajo tierra en ese
momento. Ella se soltó y corrió hacia la puerta y se hubiera ido, pero
en las gradas un hombre la sostuvo y la llevó de regreso. Se fijó de
nuevo en el rey y confirmó que era el rey Pico de Tordo. Entonces
él le dijo cariñosamente:
-"No tengas temor. Yo y el músico que ha estado viviendo contigo en
aquel tugurio, somos la misma persona. Por amor a ti, yo me disfracé,
y también yo fui el jinete loco que quebró tu vajilla. Todo eso lo hice
para abatir al espíritu de orgullo que te poseía, y castigarte por la
insolencia con que te burlaste de mí."Entonces ella lloró amargamente y dijo:
-"He cometido un grave error, y no valgo nada para ser tu esposa."Pero él respondió:
-"Confórtate, los días terribles ya pasaron, ahora celebremos nuestra
boda."Entonces llegaron cortesanas y la vistieron con los más espléndidos
vestidos, y su padre y la corte entera llegó, y le desearon a ella la
mayor felicidad en su matrimonio con el rey Pico de Tordo.
EL INTRÉPIDO SOLDADITO DE PLOMO
Erase una vez veinticinco soldados de plomo, todos
hermanos, pues los habían fundido de una misma
cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban
de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La
primera palabra que escucharon en cuanto se levantó
la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de
plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una gran
palmada. Eran el regalo de su cumpleaños, y los alineó
sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales,
excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una
pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero
con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él
precisamente vamos a hablar aquí.
En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre
ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían
las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que
semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de
cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una
muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella,
llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros,
a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro,
tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues
era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de
plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía
una, como él.
«He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero está muy alta para mí:
vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y
además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para
una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones».
Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la
cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que
continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse.
Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los
habitantes de la casa se retiraron a dormir. Éste era el momento que
los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a "visitas", a
"guerra", a "baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues
querían participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa.
El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse
en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino
también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se
movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta
seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él sobre su única pierna;
pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.
El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que
había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete
sorpresa.
-Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires así!
Pero el soldado se hizo el sordo.
-¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende.
Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y,
sea por obra del duende o del viento, se abrió ésta de repente, y el
soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres
pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los
adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.
La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de
que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese
gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le
pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme.
He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas,
hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron
por allí dos mozalbetes callejeros.
-¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle
navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y,
embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el
barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían
detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué
olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que
había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse,
girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea;
sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre
de frente y siempre arma al hombro.
De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba
oscuro como en su caja.
-«¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el
duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el
bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!».
De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente.
-¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte!
Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más
fuerza el fusil.
La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba
los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:
-¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el
pasaporte!
La corriente se volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz
del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo
capaz de infundir terror al más valiente. Imaginad que, en el punto
donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal.
Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el
caer por una alta catarata.
Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió
disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era
posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita
describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo,
inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el
agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se
deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel
momento supremo, se acordó de la linda bailarina, cuyo rostro nunca
volvería a contemplar. Le pareció que le decían al oído:
«¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!».
Se desgarró entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el
mismo momento se lo tragó un gran pez.
¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y,
además, ¡tan estrecho! Pero el soldado seguía firme, tendido cuan largo
era, sin soltar el fusil.
El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que,
por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz. Se
hizo una gran claridad, y alguien exclamó:
-¡El soldado de plomo!
El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba
en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo.
Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala,
pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago
del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Lo
pusieron de pie sobre la mesa y -¡qué cosas más raras ocurren a veces
en el mundo!- se encontró en el mismo cuarto de antes, con los
mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el
soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la
punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro
soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo. Pero habría
sido poco digno de él. La miró sin decir palabra.
En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la
chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende
de la tabaquera.
El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor
espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus
colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la
pena que sentía; nadie habría podido decirlo. Miró de nuevo a la
muchacha, se encontraron las miradas de los dos, y él sintió que se
derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Se abrió la puerta, y una
ráfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó
volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se
inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió,
quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día
siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más
que un trocito de plomo en forma de corazón; de la bailarina, en
cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.
LA HIJA DEL MOLINERO
Había una vez un pobre molinero
que tenía una bellísima hija. Y
sucedió que en cierta ocasión se
encontró con el rey, y, como le
gustaba darse importancia sin
medir las consecuencias de sus
mentiras, le dijo:
-Mi hija es tan hábil y sabe hilar tan bien, que convierte la hierba seca
en oro.
-Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si realmente
tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a palacio y la
pondremos a prueba.
Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la
condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le entregó
una rueca y un carrete y le dijo:
-Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba seca
no ha sido convertida en oro, morirás.
Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola.
Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello
la vida, no se le ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en
oro. Cuanto más tiempo pasaba, más miedo tenía, y por fin no pudo
más y se echó a llorar.
De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito. -¡Buenas tardes,
señorita molinera! -le dijo-. ¿Por qué está llorando?
-¡Ay de mí! -respondió la muchacha.- Tengo que hilar toda esta hierba
seca de modo que se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo.
-¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti?
-Mi collar -dijo la muchacha.
El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas,
zas! , dio varias vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida
tomó otro y... ¡zas, zas, zas! Con varias vueltas estuvo el segundo lleno.
Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que toda la hierba seca
quedó hilada y todos los carreteles llenos de oro.
Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro. Sintió
un gran asombro y se alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de
codicia. Hizo que llevasen a la hija del molinero a una habitación
mucho mayor que la primera y también atestada de hierba seca, y le
ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La
muchacha no sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar,
cuando se abrió la puerta y apareció el hombrecito.
-¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro?
-Mi sortija -contestó la muchacha.
El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y, al llegar
la madrugada, toda la hierba seca estaba convertida en reluciente oro.
Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía
bastante; y mandó que llevasen a la hija del molinero a una habitación
mucho mayor que las anteriores y también atestada de hierba seca.
-Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás
mi esposa.
Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le
dijo:
-¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca
en oro?
-No me queda nada para darte -contestó la muchacha.
-Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que, si llegas a ser reina,
me entregarás tu primer hijo.
La muchacha dudó un momento. « ¿Quién sabe si llegaré a tener un
hijo algún día, y esta noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no
sabiendo cómo salir del paso, prometió al hombrecito lo que quería y
éste convirtió una vez más la hierba seca en oro.
Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo
había deseado, se casó enseguida con la muchacha, y así fue como se
convirtió en reina la linda hija del molinero.
Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera
acordado más del hombrecito. Pero. De repente, lo vio entrar en su
cámara:
-Vine a buscar lo que me prometiste -dijo.
La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en
el reino con tal de que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo:
-No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores
tesoros de este mundo.
Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal
modo, que el hombrecito se compadeció de ella.
-Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues
adivinar mi nombre, te quedarás con el niño.
La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que
oyera en su vida, y como le parecieron pocos envió un mensajero a
recoger, de un extremo a otro del país, los demás nombres que
hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por
Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los
nombres que sabía; pero el hombrecito repetía invariablemente:
-¡No! Así no me llamo yo.
Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas
que vivían en los alrededores del palacio y repitió al hombrecito los
más curiosos y poco comunes.
-¿Te llamarás Arbilino, o Patizueco, o quizá Trinoboba?
Pero él contestaba invariablemente:
-¡No! Así no me llamo yo.
Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo:
-No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una
altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde
el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta.
Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de ella un
hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba:
Hoy tomo vino y mañana cerveza, después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza, el nombre Rumpelstikin
adivinarán.
¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este
nombre!
Poco después entró el hombrecito y dijo:
-Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo?
-¿Te llamarás Conrado? -empezó ella.
-¡No! Así no me llamo yo.
-¿Y Enrique?
-¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión
triunfante.
Sonrió la reina y le dijo:
-Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin?
-¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito, y,
furioso, dio en el suelo una patada tan fuerte, que se hundió hasta la
cintura.
Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que
pudo salir; y entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y
saltando sobre una sola pierna, mientras en palacio todos se reían de
él por haber pasado en vano tantos trabajos.

FIN
LAS TRES HILANDERAS
Erase una niña muy holgazana que no quería
hilar. Ya podía desgañitarse su madre, no había
modo de obligarla. Hasta que la buena mujer
perdió la paciencia de tal forma, que la
emprendió a bofetadas, y la chica se puso a
llorar a voz en grito. Acertaba a pasar en aquel
momento la Reina, y, al oír los lamentos, hizo
parar la carroza, entró en la casa y preguntó a la madre por qué
pegaba a su hija de aquella manera, pues sus gritos se oían desde la
calle. Avergonzada la mujer de tener que pregonar la holgazanería de
su hija, respondió a la Reina:
- No puedo sacarla de la rueca; todo el tiempo se estaría hilando; pero
soy pobre y no puedo comprar tanto lino.
Dijo entonces la Reina:
- No hay nada que me guste tanto como oír hilar; me encanta el
zumbar de los tornos. Dejad venir a vuestra hija a palacio conmigo.
Tengo lino en abundancia y podrá hilar cuanto guste.
La madre asintió a ello muy contenta, y la Reina se llevó a la
muchacha. Llegadas a palacio, condújola a tres aposentos del piso alto,
que estaban llenos hasta el techo de magnífico lino.
- Vas a hilarme este lino -le dijo-, y cuando hayas terminado te daré
por esposo a mi hijo mayor. Nada me importa que seas pobre; una
joven hacendosa lleva consigo su propia dote.
La muchacha sintió en su interior una gran congoja, pues aquel lino
no había quien lo hilara, aunque viviera trescientos años y no hiciera
otra cosa desde la mañana a la noche.
Al quedarse sola, se echó a llorar y así se estuvo tres días sin mover
una mano. Al tercer día presentóse la Reina, y extrañóse al ver que
nada tenía hecho aún; pero la moza se excusó diciendo que no había
podido empezar todavía por la mucha pena que le daba el estar
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Literatura infantil(cuentos,poemas y fabulas)

  • 1. LITERATUTA INFANTIL EL LIBRO VIAJERO DE MI NIÑEZ Jenny Villabona Gema Martínez Tamara Lardies Isabel Montalbán
  • 3. CUENTOS DE ANIMALES O FÁBULAS LOS MÚSICOS DE BREMEN Cuando el burro se hizo viejo, su amo decidió deshacerse de él. Pero el burro descubrió sus planes y escapó de la granja. -¡Qué injusticia! He gastado toda mi vida y mis fuerzas al servicio del amo... ¡y mira cómo me lo agradece! -murmuraba el burro. Entonces, pensó ir a la ciudad de Bremen para hacerse músico de la banda municipal. Por el camino encontró a un perro de caza y le preguntó: -Amigo, ¿por qué corres con la lengua fuera? -Porque soy viejo y mi amo quiere matarme... El burro escuchó todas las desgracias del perro y dijo: -Compañero, vente conmigo a Bremen y nos haremos músicos de la banda municipal. Yo tocaré la guitarra y tú el tambor. Al cabo de un rato, el burro y el perro se encontraron con un gato. -Compañero, ¿por qué estás triste? -le preguntaron. -Como ya soy viejo, mi ama quería ahogarme. Por eso he escapado y ahora no sé cómo voy a ganarme la vida... -No te preocupes -le dijeron-; tu historia es igual que la nuestra. Ven con nosotros, nos haremos músicos. Un poco más adelante, el burro, el perro y el gato oyeron a un gallo que cantaba, parecía que se iba a romper la garganta. El gallo les dijo:
  • 4. -¡Qué injusticia! Toda la vida he trabajado de despertador y mañana piensan echarme a la sopa... Ahora, canto hasta desgañitarme mientras puedo. Entonces, el burro le dijo: -¿No tienes cerebro debajo de esa cresta? Vente con nosotros a Bremen. Vamos a ser músicos de la banda municipal. Pero la ciudad de Bremen estaba lejos y la noche se les echó encima a medio camino. Los cuatro músicos decidieron pasar la noche junto a un árbol grueso. El burro y el perro se quedaron bajo el árbol, el gato trepó a una rama y el gallo se encaramó a la rama más alta. Desde aquella altura, el gallo gritó: -¡Se ve una luz a lo lejos...! -Vamos allá, compañeros -dijo el burro-; seguro que es mejor posada que ésta. Cuando llegaron a la casa, el burro se asomó a una ventana y dijo: -Hay un grupo de bandidos sentados a la mesa. Tienen preparada una cena fastuosa. Los animales, después de alguna discusión, prepararon un plan para echar a los bandidos. El burro apoyó las patas delanteras en la ventana; el perro se puso encima del burro; el gato se encaramó sobre el perro y el gallo, sobre la cabeza del gato. A una señal, todos comenzaron su música: el burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba y el gallo cantaba. Y, a una señal, todos se echaron sobre la ventana. El cristal se rompió en mil pedazos y los bandidos gritaron asustados: -¡Fantasmas! ¡La casa está embrujada! Y todos huyeron aterrorizados al bosque. Entonces, los cuatro músicos de Bremen se sentaron a la mesa y dieron buena cuenta de todos los alimentos. Cuando terminaron de cenar, apagaron la luz y se acostaron.
  • 5. Cuando los bandidos se tranquilizaron, el capitán mandó a uno que fuera a la casa para espiar. El bandido entró sin hacer ruido; al fondo de la habitación brillaban los ojos del gato. El bandido pensó que era fuego y acercó una cerilla para encender una vela. Entonces, el gato se lanzó sobre él y le arañó la cara; en su huida tropezó con el perro y éste le mordió en una pierna; finalmente, el burro le atizó una coz tremenda. Cuando escapaba aterrorizado oyó cantar al gallo: -¡Quiquiriquí! El ladrón volvió junto a sus compañeros y les dijo: -En la casa hay una bruja horrible. Nada más entrar me arañó la cara. Luego, me agarró la pierna con unas tenazas y un monstruo negro y peludo me golpeó con una porra. Cuando escapaba, un fantasma gritó: «¡Traédmelo aquí!» A partir de aquel día, los bandidos no se atrevieron a volver a la casa y los cuatro músicos de Bremen se quedaron en ella para siempre.
  • 6. EL PATITO FEO En una hermosa mañana de verano, los huevos que habían empollado la mamá Pata empezaban a romperse, uno a uno. Los patitos fueron saliendo poquito a poco, llenando de felicidad a los papás y a sus amigos. Estaban tan contentos que casi no se dieron cuenta de que un huevo, el más grande de todos, aún permanecía intacto. Todos, incluso los patitos recién nacidos, concentraron su atención en el huevo, a ver cuando se rompería. Al cabo de algunos minutos, el huevo empezó a moverse, y luego se pudo ver el pico, luego el cuerpo, y las patas del sonriente pato. Era el más grande, y para sorpresa de todos, muy distinto de los demás. Y como era diferente, todos empezaron a llamarle el Patito Feo. La mamá Pata, avergonzada por haber tenido un patito tan feo, le apartó con el ala mientras daba atención a los otros patitos. El patito feo empezó a darse cuenta de que allí no le querían. Y a medida que crecía, se quedaba aún más feo, y tenía que soportar las burlas de todos. Entonces, en la mañana siguiente, muy temprano, el patito decidió irse de la granja. Triste y solo, el patito siguió un camino por el bosque hasta llegar a otra granja. Allí, una vieja granjera le recogió, le dio de comer y beber, y el patito creyó que había encontrado a alguien que le quería. Pero, al cabo de algunos días, él se dio cuenta de que la vieja era mala y sólo quería engordarle para transformarlo en un segundo plato. El patito salió corriendo como pudo de allí. El invierno había llegado, y con él, el frío, el hambre y la persecución de los cazadores para el patito feo. Lo pasó muy mal. Pero sobrevivió hasta la llegada de la primavera. Los días pasaron a ser más calurosos y llenos de colores. Y el patito empezó a animarse otra vez. Un día, al
  • 7. pasar por un estanque, vio las aves más hermosas que jamás había visto. Eran elegantes, delicadas, y se movían como verdaderas bailarinas, por el agua. El patito, aún acomplejado por la figura y la torpeza que tenía, se acercó a una de ellas y le preguntó si podía bañarse también en el estanque. Y uno de los cisnes le contestó: - Pues, ¡claro que sí! Eres uno de los nuestros. Y le dijo el patito: - ¿Cómo que soy uno de los vuestros? Yo soy feo y torpe, todo lo contrario de vosotros. Y ellos le dijeron: - Entonces, mira tú reflejo en el agua del estanque y verás cómo no te engañamos. El patito se miró y lo que vio le dejó sin habla. ¡Había crecido y se transformado en un precioso cisne! Y en este momento, él supo que jamás había sido feo. Él no era un pato sino un cisne. Y así, el nuevo cisne se unió a los demás y vivió feliz para siempre. FIN
  • 8. EL REY RANA Hace muchos años, cuando el desear aún le ayudaba a uno, vivía un rey cuyas hijas eran todas buenas doncellas, pero la más joven era tan bondadosa, que el mismo sol, que ha visto tanto, se detenía cada vez que iluminaba su camino. Cerca del castillo del rey, había una inmensa y oscura selva, y bajo un viejo árbol de lima había un pozo, y cuando el día está muy caliente, la hija menor del rey iba a la selva a sentarse junto a la fresca fuente, y cuando se aburría, tomaba una bola de oro y la tiraba alto para capturarla. Y esta bola era su juguete favorito. Pero sucedió que en una ocasión la bola no llegó a las manos que la esperaban, sino que cayó al suelo y rodó hasta caer en el pozo. La hija del rey la siguió con sus ojos, hasta que desapareció. Y el pozo era profundo, tan profundo que no se alcanzaba a ver el fondo. Ella empezó a llorar, y a llorar más alto y más alto sin llegar a sentir consuelo. Y mientras se lamentaba oyó que alguien le decía: -"¿Que te sucede, hija del rey?, te lamentas tanto que hasta las piedras te mostrarían piedad"Ella miró alrededor buscando hacia donde venía la voz, y vio a una rana sacando del agua su gran cabeza. -"¡Ah!, vieja corredora de aguas, ¿eres tú?"- preguntó.- "Estoy llorando por mi bola de oro, que cayó dentro del pozo"- concluyó diciendo. -"Quédate tranquila y no llores más"- contestó la rana. "Yo te puedo ayudar, pero ¿que me darás a cambio si te regreso ese juguete de nuevo?"-"Lo que tú quieras, querida rana"- dijo ella. -"Mis vestidos, mis perlas y joyas, y hasta la corona de oro que llevo puesta"La rana respondió: -"No me interesan tus vestidos, tus perlas o joyas, ni la corona de oro, pero si me amaras y me dejaras ser tu compañera
  • 9. y socia de juegos, y sentarme contigo en tu mesa, y comer de tu plato de oro, y beber de tu vaso, y dormir en tu cama junto a tí. Si tú me prometes cumplir todo eso, yo bajaré y traeré acá de regreso tu bola de oro."-"Oh, claro" - dijo ella, -"yo te prometo cumplir tus deseos, si me regresas la bola"Ella sin embargo pensaba: -"¡Cómo habla esa tonta rana! ¡Ella vive en el agua junto a las otras ranas y sapos y no podría ser compañera de ningún ser humano!"Pero la rana, una vez recibida la promesa, metió su cabeza en el agua y se sumergió profundamente, y momentos después subía nadando trayendo en su boca la bola, y la tiró en el zacate. La hija del rey quedó encantada de ver una vez más de nuevo a su juguete, y recogiéndola corrió con ella. -"¡Espera, espera!"- gritaba la rana. -"¡Llévame contigo, que no puedo correr como lo haces tú!Pero ¿de qué le serviría gritar, aún con su croak, croak, tan fuerte como podía? Ella no la escuchaba, y corrió a su aposento y pronto olvidó a la pobre rana, que se vio obligada a regresar al pozo de nuevo. Al día siguiente, cuando se sentó a la mesa con el rey y los cortesanos, y había empezado a comer en su plato de oro, algo llegó brincando y sonando splash, splash, a las gradas de mármol, y cuando llegó arriba, tocó a la puerta y gritó: -"Princesa, la más joven de las princesas, ábreme la puerta a mí."Ella corrió a ver que había afuera, pero cuando abrió la puerta, encontró a la rana sentada al frente. Entonces ella tiró la puerta a toda prisa, y regresó a sentarse a la mesa y quedó muy asustada. El rey vio que estaba sumamente alterada y que su corazón latía fuertemente y le preguntó: -"Mi muchachita, ¿qué es lo que te asustó tanto?, ¿está por casualidad un gigante afuera que quiere raptarte y llevarte lejos?"-
  • 10. -"Oh, no"- replicó ella. -"No es un gigante, sino una horrible rana"-"¿Y qué hace una rana contigo?"-"Ah, mi querido padre, ayer yo estaba en la foresta, sentada junto al pozo, jugando con mi bola de oro, cuándo ésta cayó a lo profundo del pozo. Y como yo lloraba mucho, la rana me la regresó, y como ella insistía, yo le prometí que podía ser mi compañera, ¡pero nunca pensé que sería capaz de alejarse de sus aguas! Y ahora está ahí afuera, esperando que la ingrese conmigo."Mientras tanto la rana tocó a la puerta por segunda vez, y gritaba: -¡Princesa! ¡La más joven de las princesas! ¡Ábreme a mi la puerta! ¿Recuerdas lo que me dijiste ayer en las frescas aguas de la fuente? ¡Princesa ¡Ábreme a mí la puerta! Entonces dijo el rey: -"Lo que tú has prometido, debes cumplirlo. Ve y déjala entrar" Ella fue y abrió la puerta, y la rana saltó y la siguió a ella, paso a paso, hasta su silla. Entonces, cuando la princesa se sentó, la rana gritó: -"Levántame para estar a tu lado." Ella no actuaba, hasta que el rey le ordenó hacerlo. Cuando la rana ya estaba en la silla, le pidió estar en la mesa, y una vez en la mesa dijo: -"Ahora, empuja tu plato de oro más cerca de mí de modo que podamos comer juntos."Ella lo hizo, pero fue fácil ver que lo hacía sin su voluntad. La rana disfrutó de la comida, pero casi todos los bocados que la princesa tomaba, la estremecían. Al final dijo la rana: -"Ya he comido y estoy satisfecha; ahora estoy cansada, llévame a tu dormitorio, alista tu sedosa cama, y ambos iremos a dormir."La hija del rey empezó a llorar, porque tenía miedo de la fría rana que ella no quería tocar, y que iba ahora a dormir en su preciosa y limpia cama. Pero el rey se molestó y dijo: -"Aquel que te ayudó cuando estuviste en apuros, no debe ser decepcionado por ti."-
  • 11. Así que ella tomó a la rana con sólo dos dedos, la llevó arriba y la puso en una esquina. Pero cuando ella se metió a su cama, la rana sigilosamente se le acercó y le dijo: -"Estoy cansada, quiero dormir tan bien como tú, levántame o se lo diré a tu padre."Entonces ella se enojó terriblemente, la tomó en sus manos y la lanzó con todas sus fuerzas contra la pared. -"Ahora te estarás quieta, odiosa rana."- dijo ella. Pero cuando cayó al suelo ya no era una rana, sino un encantador príncipe de bellos modales. Ahora, él, por decisión de ella y de su padre, es su compañero y esposo. Entonces él le contó cómo había sido hechizado por un malvado brujo, y cómo nadie lo había sacado nunca del pozo, excepto ella, y que mañana podrían ir juntos a su reino. Ambos fueron a dormir, y a la mañana siguiente, al levantar el sol, llegó un carruaje con ocho caballos blancos, con plumas blancas de avestruz en sus cabezas, y con arreos con cadenas de oro, y atrás venía el fiel sirviente Henry. El fiel sirviente Henry había quedado tan infeliz cuando su patrón fue convertido en rana, que se había atado tres bandas de hierro alrededor de su corazón para que no reventara de pena y tristeza. El carruaje condujo al príncipe a su reino. El fiel Henry les ayudó a ambos, y se puso a sus órdenes de nuevo, y estaba lleno de dicha por su rescate. Y cuando iban de camino, el hijo del rey escuchó que algo se quebraba atrás de él. Se volvió y gritó: -"Hey, Henry, el carruaje se está quebrando."-"No, patrón, no es el carruaje. Es una banda que está sobre mi corazón, que me había puesto por mi gran dolor por su encantamiento como rana dentro del pozo. Otra y otra vez volvieron aquellos sonidos, y el hijo del rey pensaba que el carruaje se estaba quebrando, pero sólo eran las bandas que se reventaban de alrededor del corazón del fiel Henry porque su patrón era ahora libre y feliz. FIN
  • 12. LOS TRES CERDITOS En el corazón del bosque vivían tres cerditos. El lobo siempre andaba persiguiéndolos para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa. El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar. El mediano construyó una casita de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él. El mayor trabajaba en su casa de ladrillo. - Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban en grande. El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó. El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó. Los dos cerditos salieron volando de allí. Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor. Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó. Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerditos!
  • 13. LA LIEBRE Y LA TORTUGA En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa, porque ante todos decía que era la más veloz. Por eso, constantemente se reía de la lenta tortuga. -¡Miren la tortuga! ¡Eh, tortuga, no corras tanto que te vas a cansar de ir tan de prisa! -decía la liebre riéndose de la tortuga. Un día, conversando entre ellas, a la tortuga se le ocurrió de pronto hacerle una rara apuesta a la liebre. -Estoy segura de poder ganarte una carrera -le dijo. -¿A mí? -preguntó, asombrada, la liebre. -Pues sí, a ti. Pongamos nuestra apuesta en aquella piedra y veamos quién gana la carrera. La liebre, muy divertida, aceptó. Todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. Se señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Una vez estuvo listo, comenzó la carrera entre grandes aplausos. Confiada en su ligereza, la liebre dejó partir a la tortuga y se quedó remoloneando. ¡Vaya si le sobraba el tiempo para ganarle a tan lerda criatura! Luego, empezó a correr, corría veloz como el viento mientras la tortuga iba despacio, pero, eso sí, sin parar. Enseguida, la liebre se adelantó muchísimo. Se detuvo al lado del camino y se sentó a
  • 14. descansar. Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para burlarse de ella una vez más. Le dejó ventaja y nuevamente emprendió su veloz marcha. Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus risas, la tortuga siguió caminando sin detenerse. Confiada en su velocidad, la liebre se tumbó bajo un árbol y ahí se quedó dormida. Mientras tanto, pasito a pasito, y tan ligero como pudo, la tortuga siguió su camino hasta llegar a la meta. Cuando la liebre se despertó, corrió con todas sus fuerzas pero ya era demasiado tarde, la tortuga había ganado la carrera. Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría jamás: No hay que burlarse jamás de los demás. También de esto debemos aprender que la pereza y el exceso de confianza pueden hacernos no alcanzar nuestros objetivos.
  • 15. LA CIGARRA Y LA HORMIGA Que feliz era la cigarra en verano! El sol brillaba, las flores desprendían su aroma embriagador y la cigarra cantaba y cantaba. El futuro no le preocupaba lo más mínimo: el cielo era tan azul sobre su cabeza y sus canciones tan alegres... Pero el verano no es eterno. Una triste mañana, la señora cigarra fue despertada por un frio intenso; las hojas de los árboles se habían puesto amarillas, una lluvia helada caía del cielo gris y la bruma le entumecía las patas. ¿Que va a ser de mí? Este invierno cruel durará mucho tiempo y moriré de hambre y frio, se decía. ¿Por qué no pedirle ayuda a mi vecina la hormiga? Y luego pensó: ¿Acaso tuve tiempo durante el verano de almacenar provisiones y construirme un refugio? Claro que no, tenía que cantar. Pero mi canto no me alimentará. Y con el corazón latiéndole a toda velocidad, llamó a la puerta de la hormiga. ¿Que quieres? preguntó ésta cuando vio a la cigarra ante su puerta. El Campo estaba cubierto por un espeso manto de nieve y la cigarra contemplaba con envidia el confortable hogar de su vecina; sacudiendo con dolor la nieve que helaba su pobre cuerpo, dijo lastimosamente: Tengo hambre y estoy aterida de frío. La hormiga respondió maliciosamente: ¿Que me cuentas? ¿Que hacías durante el verano cuando se encuentran alimentos por todas partes y es posible construir una casa? Cantaba y cantaba todo el día, respondió la cigarra.
  • 16. ¿Y qué? interrogó la hormiga. Pues... nada, murmuró la cigarra. ¿Cantabas? Pues, ¿por qué no bailas ahora? Y con esta dura respuesta, la hormiga cerró la puerta, negando a la desdichada cigarra su refugio de calor y bienestar.
  • 17. LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO Había una vez un granjero muy pobre llamado Eduardo, que se pasaba todo el día soñando con hacerse muy rico. Una mañana estaba en el establo -soñando que tenía un gran rebaño de vacas- cuando oyó que su mujer lo llamaba. -¡Eduardo, ven a ver lo que he encontrado! ¡Oh, éste es el día más maravilloso de nuestras vidas! Al volverse a mirar a su mujer, Eduardo se frotó los ojos, sin creer lo que veía. Allí estaba su esposa, con una gallina bajo el brazo y un huevo de oro perfecto en la otra mano. La buena mujer reía contenta mientras le decía: -No, no estás soñando. Es verdad que tenemos una gallina que pone huevos de oro. ¡Piensa en lo ricos que seremos si pone un huevo como éste todos los días! Debemos tratarla muy bien. Durante las semanas siguientes, cumplieron estos propósitos al pie de la letra. La llevaban todos los días hasta la hierba verde que crecía junto al estanque del pueblo, y todas las noches la acostaban en una cama de paja, en un rincón caliente de la cocina. No pasaba mañana sin que apareciera un huevo de oro. Eduardo compró más tierras y más vacas. Pero sabía que tenía que esperar mucho tiempo antes de llegar a ser muy rico. -Es demasiado tiempo -anunció una mañana-,Estoy cansado de esperar. Está claro que nuestra gallina tiene dentro muchos huevos de oro. ¡Creo que tendríamos que sacarlos ahora!
  • 18. Su mujer estuvo de acuerdo. Ya no se acordaba de lo contenta que se había puesto el día en que había descubierto el primer huevo de oro. Le dio un cuchillo y en pocos segundos Eduardo mató a la gallina y la abrió. Se frotó otra vez los ojos, sin creer lo que estaba viendo. Pero esta vez, su mujer no se rió, porque la gallina muerta no tenía ni un solo huevo.$ -¡Oh, Eduardo! -gimió- ¿Por qué habremos sido tan avariciosos? Ahora nunca llegaremos a ser ricos, por mucho que esperemos. Y desde aquel día, Eduardo ya no volvió a soñar con hacerse rico. FIN
  • 19. LOS SIETE CABRITILLOS Era una cabra que tenía siete cabritos. Un día llamó a sus hijos y les dijo: - Voy al bosque a buscar comida para vosotros. No abráis la puerta a nadie. Tened cuidado con el lobo; tiene la voz ronca y las patas negras. Es malo y querrá engañaros. Los cabritos prometieron no abrir a nadie y la cabra salió. Al poco rato llamaron: ¡Tan! ¡Tan! Abrid, hijos míos, que soy vuestra madre. - No. No queremos abrirte. Tienes la voz muy ronca. Tú no eres nuestra madre, eres el lobo. El lobo se marchó enfadado, pero no dijo nada. Fue a un corral y se comió una docena de huevos crudos para que se le afinara la voz. Volvió a casa de los cabritos y llamó. ¡Tan! ¡Tan! Abrid, hijos míos, que soy vuestra madre - dijo con una voz muy fina. - Enséñanos la pata. El lobo levantó la pata y los cabritos al verla dijeron: -No. No queremos abrirte. Tienes la pata negra. Nuestra madre la tiene blanca. Eres el lobo. El lobo se marchó furioso, pero tampoco dijo nada, fue al molino metió la pata en un saco de harina y volvió a casa de los cabritos. ¡Tan! ¡Tan¡ Abrid hijos míos, que soy vuestra madre.
  • 20. Los cabritos gritaron: - Enséñanos primero la pata. El lobo levantó la pata y cuando vieron que era blanca, como la de su madre, abrieron la puerta. Al ver al lobo corrieron a esconderse, muy asustados. Pero el lobo, que era más fuerte, se abalanzó sobre ellos y se los fue tragando a todos de un bocado. A todos, menos al más chiquitín que se metió en la caja del reloj y no lo encontró. Cuando la cabra llegó a casa vio la puerta abierta. Entró y todas las cosas estaban revueltas y tiradas por el suelo. Empezó a llamar a sus hijos y a buscarlos, pero no los encontró por ninguna parte. De pronto salió el chiquitín de su escondite y le contó a su madre que el lobo había engañado a sus hermanos y se los había comido. La cabra cogió unas tijeras, hilo y aguja, y salió de casa llorando. El cabrito chiquitín la seguía. Cuando llegaron al prado vieron al lobo tumbado a la orilla del río. Estaba dormido y roncaba. La cabra se acercó despacio y vio que tenía la barriga muy abultada. Sacó las tijeras y se la abrió de arriba abajo. Los cabritos salieron saltando. En seguida, la cabra cogió piedras y volvió a llenar la barriga del lobo. Después la cosió con la aguja y el hilo. Y cogiendo a sus hijos marchó a casa con ellos, muy de prisa, para llegar antes de que se despertase el lobo. Cuando el lobo se despertó tenía mucha sed y se levantó para beber agua. Pero las piedras le pesaban tanto que rodó y, cayéndose al río, se ahogó. FIN
  • 21. CUENTOS DE COSTUMBRES LA NIÑA DE LOS FOSFOROS ¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos. Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir. En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el
  • 22. tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano. Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared. Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se
  • 23. desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego. «Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: -Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios. Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa. -¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor. Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo. FIN
  • 24. EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”. La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida. -¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes. Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
  • 25. «Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz. «Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él». El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra. Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela». -¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores. -¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
  • 26. -Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo. Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver. -¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía. «Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo. -¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador. Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados. -¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela. «¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
  • 27. -¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada. Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡Oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella. El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales. Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo! Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron: -Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, más precisamente esto es lo bueno de la tela. -¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había. -¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo? Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si
  • 28. le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo. -¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso! -El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias. -Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido. Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía: -¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo! Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél. -¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño. -¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño. -¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada! -¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero. Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y las ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
  • 29. Los siete cuervos Un hombre tenía siete hijos, todos varones, y ninguna hija, a pesar de que lo deseaba mucho. Al fin, un día, su mujer volvió a darle buenas esperanzas y al cabo de unos meses nació una niña. La alegría de los padres fue muy grande, pero la criatura era pequeñita y muy débil, por lo que sus padres decidieron bautizarla enseguida por miedo a que se muriera. El padre envió a uno de sus hijos a la fuente, a buscar agua para el bautismo; los otros quisieron ir a acompañarle y, corriendo cada uno para llegar antes que los demás, se les cayó el jarro al fondo de la fuente. No sabían qué hacer, ni se atrevían a volver a casa. Al ver lo que tardaban, su padre se impacientó y dijo: -Seguro que estos diablejos estarán jugando sin acordarse del agua. Cada vez más angustiado por el temor de que la niña muriese sin bautismo, gritó por fin en un arrebato de cólera: -¡Ojalá se volviesen cuervos! Apenas habían salido estas palabras de sus labios cuando oyó un zumbido en el aire, y al levantar los ojos vio que siete cuervos negros como la noche revoloteaban en el cielo. Los padres no pudieron reparar ya los efectos de la maldición y quedaron muy tristes por la pérdida de sus siete hijos. Sólo logró consolarles la compañía de su hijita, que, pasado el peligro de sus primeros días, fue haciéndose cada vez más hermosa. Durante muchos años no supo que había tenido siete hermanos, pues los padres se guardaron bien de mencionarlos. Hasta que un día oyó por casualidad cómo unas personas decían de ella que era muy bonita, pero que tenía la culpa de las desgracias de sus hermanos. Muy disgustada, la niña fue a preguntar a sus padres si había tenido
  • 30. hermanos y qué había sido de ellos. Los padres no pudieron ya seguir guardando el secreto, pero le aseguraron que también ellos estaban muy afligidos desde entonces y que les gustaría volver a ver sus hijos. De todos modos la niña se sentía culpable y pensó que era su deber ir a buscarlos. No tuvo un momento de reposo ni de tranquilidad hasta que, un buen día, sin decir nada a nadie, se fue por el mundo en busca de sus hermanos, dispuesta a libertarlos costase lo que costase. Sólo se llevó una sortija de sus padres como recuerdo, una hogaza de pan para matar el hambre, una jarrita de agua para apagar la sed y una sillita para sentarse cuando estuviese cansada. Anduvo mucho, hasta muy lejos, casi hasta el fin del universo. Y llegó al sol. El sol era terrible y ardoroso, y se comía a los niños pequeños. Salió corriendo de allí y llegó a la luna, que era fría, cruel y malvada, y cuando descubrió a la niña, dijo: -¡Huele a carne humana! Escapó de allí a toda velocidad y se fue a las estrellas, que, muy cariñosas sentadas cada una en su sillita, la acogieron amablemente. El lucero del alba se levantó y dijo mientras le daba una patita de pollo: -Con esto podrás abrir la montaña de cristal. Como encontró la puerta cerrada, buscó en su pañuelo la patita; pero al desenvolverlo, vio que estaba vacío: ¡había perdido el regalo de la estrella! ¿Qué hacer ahora? Quería salvar a sus hermanos, pero no tenía la llave de la montaña. Entonces, se le ocurrió una idea: introdujo el dedo meñique en la cerradura y la puerta se abrió. Cuando estuvo dentro, un enanito le preguntó: -Hija mía, ¿qué vienes a buscar aquí? -Busco a mis hermanitos, los siete cuervos, respondió ella. El enano añadió: -Los señores cuervos no están en casa, pero si quieres aguardar a que regresen, entra. Sirvió entonces el enanito la comida de los cuervos en siete platos muy pequeños y la bebida en otras tantas copas del mismo tamaño. Y
  • 31. de cada plato la hermana probó un bocado y de cada copa bebió un sorbo. , y en la última dejó caer la sortija que se había llevado de su casa. De pronto sintió en el aire un rumor de aleteo y el enanito le explicó: -Ahí llegan los señores cuervos. Así fue; los cuervos entraron hambrientos y sedientos, buscando sus platos y sus vasos. Y exclamaron uno tras otro: -¿Quién ha comido de mi plato? ¿Quién ha bebido de mi vaso? Ha sido una boca humana. Cuando el séptimo vio el fondo de su copa, descubrió la sortija. La reconoció inmediatamente y dijo: -¡Ojalá haya sido nuestra hermanita quien ha venido pues quedaríamos desencantados! Cuando la niña, que escuchaba detrás de la puerta oyó este deseo, entró en la sala y en un instante todos recuperaron su figura humana. Y después de abrazarse unos a otros regresaron muy felices a su casa.
  • 32. LA OCA DE ORO Un buen hombre tenía tres hijos, al tercero de los cuales llamaban "El zoquete," que era menospreciado y blanco de las burlas de todos. Un día quiso el mayor ir al bosque a cortar leña; su madre le dio una torta de huevos muy buena y sabrosa y una botella de vino, para que no pasara hambre ni sed. Al llegar al bosque encontróse con un hombrecillo de pelo gris y muy viejo, que lo saludó cortésmente y le dijo: - Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino. Tengo hambre y sed. El listo mozo respondió - Si te doy de mi torta y de mi vino apenas me quedará para mí; sigue tu camino y déjame -y el viejo quedó plantado y siguió adelante. Se puso a cortar un árbol, y al poco rato pegó un hachazo en falso y el hacha se le clavó en el brazo, por lo que tuvo que regresar a su casa a que lo vendasen. Con esta herida pagó su conducta con el hombrecillo. Partió luego el segundo para el bosque, y, como al mayor, su madre lo proveyó de una torta y una botella de vino. También le salió al paso el viejecito gris, y le pidió un pedazo de torta y un trago de vino. Pero también el hijo segundo le replicó con displicencia: - Lo que te diese me lo quitaría a mí; ¡sigue tu mí; ¡sigue tu camino! y dejando plantado al anciano, se alejó. No se hizo esperar el castigo. Apenas había asestado un par de hachazos a un tronco cuando se hirió en una pierna, y hubo que conducirlo a su casa. Dijo entonces "El zoquete": Padre, déjame ir al bosque a buscar leña. - Tus hermanos se han lastimado -contestóle el padre-; no te metas tú
  • 33. en esto, pues no entiendes nada. Pero el chico insistió tanto, que, al fin, le dijo su padre: -Vete, pues, si te empeñas; a fuerza de golpes ganarás experiencia. Diole la madre una torta amasada con agua y cocida en las cenizas. y una botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque se encontró igualmente con el hombrecillo gris, el cual lo saludó y dijo: - Dame un poco de tu torta, y un trago de lo que llevas en la botella, pues tengo hambre y sed. - No llevo sino una torta cocida en la ceniza y cerveza agria -le respondió "El zoquete"-; si te conformas, sentémonos y comeremos. Y se sentaron. Y he aquí que cuando el mozo sacó la torta, resultó ser un magnífico pastel de huevos, y la cerveza agria se había convertido en un vino excelente. - Puesto que tienes buen corazón y eres generoso, te daré suerte. ¿Ves aquel viejo árbol de allí? Pues córtalo; encontrarás algo en la raíz -. Y con estas palabras, el hombrecillo se despidió. "El zoquete" se encaminó al árbol y lo árbol y lo derribó a hachazos, y al caer apareció en la raíz una oca de plumas de oro puro. Se la llevó consigo y entró en una posada para pasar la noche. El dueño tenía tres hijas, que, al ver la oca, sintieron por ella una gran curiosidad, y el deseo de poseer una de sus plumas de oro. La mayor pensó: "Será mucho que no encuentre una oportunidad para arrancarle una pluma," y, un momento en que el muchacho salió de su cuarto, sujetó la oca por un ala; pero los dedos y la mano se le quedaron pegados a ella. Pronto acudió la segunda, con la idea de llevarse también una pluma de oro; pero no bien tocó a su hermana quedó pegada a ella. Finalmente, fue la tercera con idéntico propósito, y las otras le gritaron: ¡Apártate, por Dios Santo, apártate! Pero ella, no comprendiendo por qué debía apartarse y pensando que si sus hermanas estaban allí, también ella podía estar, se acercó y, apenas hubo tocado a la segunda, quedó asimismo aprisionada sin
  • 34. poder soltarse. Y así tuvieron que pasarse la noche pegadas a la oca. A la mañana, "El zoquete," cogiendo el animal bajo el brazo, emprendió el camino de su casa, sin preocuparse de las tres muchachas, que lo seguían quieras o no, haciendo eses, según le llevaban a él las piernas. En medio del campo se encontraron con el señor cura, quien, al ver la al ver la comitiva, dijo: - ¿No os da vergüenza, descaradas, correr de este modo tras este joven en despoblado? ¿Os parece decente? Y sujetó a la menor por la mano con intención de separarla; pero no bien la tocó, quedó a su vez enganchado y hubo de participar también en la carrera. Al poco rato acertó a pasar el sacristán, y, al ver al señor cura que seguía a las muchachas, sorprendido dijo: - ¿Y pues, señor cura, adónde va tan de prisa? ¿Se ha olvidado de que hoy tenemos un bautizo? -y corriendo hacia él, lo cogió de la manga, quedando asimismo sujeto. Trotando así los cinco, topáronse con dos labradores que, con sus azadones al hombro, regresaban del campo. Llamólos el cura, pidiéndoles que lo desenganchasen, a él y al sacristán; pero no bien hubieron tocado los hombres a este último, ¡helos también aprisionados! Y ya eran siete los que corrían en pos de "El zoquete" y su oca. Poco después llegaron a una ciudad, cuyo rey era padre de una hija tan seria y adusta, que nadie, había logrado hacerla reír. Por eso el Rey había hecho pregonar que daría la mano de la princesa al hombre que fuese capaz de provocar su risa. Al enterarse de ello, "El zoquete," arrastrando todo su séquito, se presentó a la hija del Rey, y al ver ella aquella hilera de siete personas corriendo sin parar una tras otra, se echó a reír tan a reír tan fuerte y tan a gusto, que no podía cesar en sus carcajadas. Entonces "El zoquete" la pidió por esposa. Pero el Rey, al que no gustaba aquel yerno, opuso toda clase de objeciones, y, al fin, le dijo que antes debía traerle a un hombre capaz de beberse todo el vino que cabía en la bodega de palacio. Pensó el joven en su hombrecillo del bosque y fue a pedirle ayuda. Y he aquí que en el
  • 35. mismo lugar donde cortara el árbol vio sentado a un individuo en cuyo rostro se pintaba la aflicción. Preguntóle "El zoquete" el motivo de su pesar, y el otro le contestó: - Sufro de una sed terrible, que no puedo calmar de ningún modo. No puedo con el agua fría, y aunque me he bebido todo un tonel de vino, ¿qué es una gota sobre una piedra ardiente? - Yo puedo remediar esto -díjole el joven-. Vente conmigo y te prometo que beberás hasta reventar. Y así diciendo, lo condujo a la bodega real, donde el hombre la emprendió, bebe que te bebe, con las voluminosas cubas, hasta que ya le dolían las caderas, y antes de que se hubiese terminado el día, había vaciado toda la bodega. "El zoquete" acudió nuevamente a reclamar su novia; pero el Rey, irritado al pensar que un mozalbete que todo el mundo tenía por tonto se hubiese de llevar a su hija, púsole una nueva condición. Antes debía condición. Antes debía encontrar a un hombre capaz de comerse una montaña de pan. No se lo pensó mucho el mozo, sino que se dirigió inmediatamente al bosque, y en el mismo lugar que antes, encontró a un hombre ocupado en apretarse el cinturón y que, con cara compungida, le dijo: - Me he comido toda una hornada de pan. Pero, ¿qué es esto para un hambre como la que yo tengo? Mi estómago sigue vacío, y no me queda más recurso que apretarme el cinturón para no morirme de hambre. Díjole "El zoquete" muy contento: Vente conmigo y te vas a hartar. Y lo llevó a la corte del Rey, el cual había mandado reunir toda la harina del reino y cocer con ella una enorme montaña de pan. El hombre del bosque se situó enfrente de ella, empezó a comer, y, al ponerse el sol, aquella enorme mole había desaparecido. Por tercera vez reclamó "El zoquete" a la princesa; pero el Rey, buscando todavía dilaciones, le exigió que le trajera un barco capaz de ir por tierra y
  • 36. por agua. -En cuanto llegues navegando en él -díjole-, mi hija será tu esposa. Nuevamente se encaminó el muchacho al bosque, donde lo aguardaba el viejo hombrecillo gris con quien repartiera su torta, y que le dijo: - Para ti he comido y bebido, y ahora te daré el barco. Todo eso lo hago porque fuiste compasivo conmigo. Y le dio el barco que iba barco que iba por tierra y por agua; y cuando el Rey lo vio, ya no pudo seguir negándose a entregarle a su hija. Celebróse la boda; a la muerte del Rey, "El zoquete" heredó la corona, y durante largos años vivió feliz con su esposa.
  • 37. ¡MESA, CÚBRETE! Érase una vez un sastre que tenía tres hijos y una sola cabra. Como la cabra alimentaba con su leche a toda la familia, necesitaba buen pienso, y todos los días había que llevarla a pacer. De esto se encargaban los hijos, por turno. Un día, el mayor la condujo al cementerio, donde la hierba crecía muy lozana, y la dejó hartarse y saltar a sus anchas. Al anochecer, cuando fue la hora de volverse, le preguntó: "Cabra, ¿estás satisfecha?" a lo que respondió el animal: "Tan harta me encuentro, que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!" "Entonces vámonos a casita," dijo el muchacho, y, cogiéndola por la soga, la llevó al establo, donde la dejó bien amarrada. "¿Qué," preguntó el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!" respondió el chico. "Tan harta está, qué no le cabe ni una hoja más." Pero el padre, queriendo cerciorarse, bajó al establo y acariciando al animalito, le preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" A lo que replicó la cabra: "¿Cómo voy a estar ahíta? Sólo estuve en la zanjita sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!" "¡Qué me dices!" exclamó el sastre, y, volviendo arriba precipitadamente, puso a su hijo de vuelta y media: "¡Embustero! Me dijiste que la cabra estaba harta, cuando le has hecho pasar hambre." Y, encolerizado, midióle la espalda con la vara, y a palos lo echó de casa. Al día siguiente le tocó al hijo segundo, el cual buscó un buen lugarcito, en un rincón del huerto, lleno de jugosa hierba, donde la cabra se hinchó de comer, dejándolo todo pelado.
  • 38. Al anochecer, a la hora de regresar le preguntó: "Cabrita, ¿estás harta?" A lo que replicó la cabra: "Tan harta me encuentro, que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!" "¡Vámonos, pues!" dijo el muchacho, y, llegados a casa, la ató al establo. "¿Qué," dijo el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!"respondió el chico. Tan harta está, que no le cabe una hoja más." Pero el sastre, no fiándose de las palabras del mozo, bajó al establo y preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" Y contestó la cabra: "¿Cómo voy a estar ahíta? Sólo estuve en la zanjita sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!" "¡Truhán! ¡Desalmado!" exclamó el sastre. "¡Mira que hacer pasar hambre a un animal tan manso!" Y, subiendo las escaleras de dos en dos, echó a palos al segundo hijo. Tocóle luego el turno al tercero, el cual, queriendo hacer bien las cosas, buscó un sitio de maleza espesa y frondosa y dejó a la cabra pacer a sus anchas. Al atardecer, a la hora de volverse, preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" A lo que respondió la cabra: "Tan harta me encuentro, que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!" "¡Pues andando, a casa!" Dijo el mocito, y, conduciéndola al establo, la ató sólidamente. "¿Qué," dijo el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!" respondió el muchacho. "Tan harta está que no le cabe una hoja." Pero el hombre, desconfiado, bajó a preguntar: "Cabrita, ¿estás ahíta?" Y el bellaco animal respondió: "¿Cómo voy a estar ahíta? Sólo estuve en la zanjita sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
  • 39. "¡Pandilla de embusteros!" gritó el sastre. "¡Tan mala pieza y tan desagradecido es el uno como los otros! ¡Lo que es de mí, no volveréis a burlaros!" Y, fuera de sí por la ira, subió y le dio al pequeño una paliza tal, que el pobre chico escapó de casa como alma que lleva el diablo. Y el viejo sastre se quedó solo con su cabra. A la mañana siguiente bajó al establo y, acariciándola, le dijo: "Vamos, animalito mío, yo te llevaré a pacer." Y, cogiéndola de la cuerda, condújola a unos setos verdes donde abundaba el llantén y otras hierbas muy del gusto de las cabras-. Aquí podrás llenarte la tripa hasta reventar -le dijo, y la dejó pacer hasta la puesta del sol. Entonces le preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" Y ella respondió: "Tan harta me encuentro, que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!" "Pues vámonos a casa," dijo el sastre, y, llevándola al establo, la dejó bien sujeta. Pero, al marcharse, volvióse aún para preguntarle: "¿Has quedado ahíta esta vez?" La cabra, empero, repitió, incorregible: "¿Cómo voy a estar ahíta? Sólo estuve en la zanjita sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!" Al oír esto, el sastre quedóse turulato, dándose entonces cuenta de que había echado de casa a sus tres hijos sin motivo. "¡Aguarda un poco," vociferó, "ingrata criatura! Echarte es poco. ¡Voy a señalarte de modo que jamás puedas volver a presentarte en casa de un sastre honrado!" Y, subiendo al piso alto, cogió su navaja de afeitar y, después de enjabonar la cabeza a la cabra, se la afeitó hasta dejársela lisa como la palma de la mano. Y pensando que la vara de medir sería un instrumento demasiado honroso, acudió al látigo y le propinó tal vapuleo que, no bien pudo soltarse, la bestia echó a correr como alma que lleva el diablo.
  • 40. El sastre, ya completamente solo en su casa, sintió una gran tristeza. Echaba de menos a sus hijos; pero nadie sabía su paradero. El mayor había entrado de aprendiz en casa de un ebanista, y trabajó con tanta aplicación y diligencia que, al terminar el aprendizaje y sonar la hora de irse por el mundo, su maestro le regaló una mesita, de aspecto ordinario y de madera común, pero que poseía una propiedad muy singular y ventajosa. Cuando la ponían en el suelo y le decían: "¡Mesita, cúbrete!," inmediatamente quedaba cubierta con un mantel blanco y limpio, y, sobre él, un plato, cuchillo y tenedor; además, con tantas fuentes como en ella cabían, llenas de manjares cocidos y asados, y con un gran vaso, de vino tinto, que alegraba el corazón. El joven oficial pensó: "Con esto me basta para comer bien durante toda mi vida." Y emprendió su camino, muy animado y contento, sin inquietarse jamás por si las posadas estaban o no bien provistas. Si así se le antojaba, quedábase en un descampado, en un bosque o en un prado, donde mejor le parecía, descolgábase la mesita de la espalda y, colocándola delante de sí, decía: "¡Mesita, cúbrete!," y en un momento tenía a su alcance cuanto pudiera apetecer. Al fin, pensó en volver a casa de su padre; seguramente se le habría aplacado la cólera, y lo acogería de buen grado al presentarle él la prodigiosa mesita. Y he aquí que una noche, de camino hacia su pueblo, entró en una posada que estaba llena de huéspedes. Lo recibieron muy bien y lo invitaron a cenar con ellos, diciéndole que de otro modo sería difícil que el posadero le sirviese de comer. - No -respondió el ebanista-, no quiero privaros de vuestra escasa cena; antes, al contrario, soy yo quien os invita. Los demás se echaron a reír, pensando que quería gastarles una broma; pero él instaló su mesita de madera en el centro de la sala, y dijo: "¡Mesita, cúbrete!," e inmediatamente quedó llena de manjares, tan apetitosos, que jamás el fondista hubiera sido capaz de prepararlos, y despidiendo un olorcillo capaz de deleitar el olfato más reacio. - ¡A servirse, amigos! -exclamó el ebanista, y los invitados, al ver que la cosa iba en serio, sin hacérselo repetir, acercáronse y, armados de sus
  • 41. respectivos cuchillos, arremetieron a las viandas. Lo que más les admiraba era que, en cuanto se vaciaba una fuente, inmediatamente era sustituida por otra igual y repleta. El posadero lo contemplaba todo desde un rincón, sin saber qué decir, aunque para sus adentros pensaba: "¡Un cocinero así te haría buen servicio en la posada!" El carpintero y sus invitados prolongaron su jolgorio hasta muy avanzada la noche, hasta que, al fin se fueron a dormir, y el joven artesano se retiró también, dejando la mesa prodigiosa contra la pared. Pero el posadero seguía en sus cavilaciones, que no le dejaban un momento de reposo, hasta que recordó que tenía en el desván una mesita vieja muy parecida a la mágica, y así, bonitamente, fue callandito a buscarla y la trocó por la otra. A la mañana siguiente, el carpintero pagó el importe del hospedaje y, cargándose a cuestas la mesita sin reparar en que no era la auténtica, reemprendió su camino. A mediodía llegó a casa de su padre, quien lo recibió con los brazos abiertos. - Y bien, hijo, ¿qué has aprendido? -preguntóle. - Padre, me hice ebanista. Buen oficio -respondió el viejo-. ¿Y qué has traído de tus andanzas por el mundo? - Padre, lo mejor que traigo es esta mesita. El sastre la miró por todos lados, y luego dijo: - Pues no parece ninguna cosa del otro jueves; es una vulgar mesita, vieja y mala. - Pero es una mesita encantada -replicó el hijo-. Cuando la coloco en el suelo y le mando que se cubra, inmediatamente se llena de unos manjares tan sabrosos, con el correspondiente vino, que el corazón salta de gozo. Invitad a todos los parientes y amigos, que vengan a sacar el vientre de penas; veréis cuán satisfechos los dejará la mesa. Reunida que estuvo la concurrencia, el mozo instaló la mesa en la habitación y dijo: " ¡Mesita, cúbrete!." Pero la mesa no hizo caso y quedó tan vacía como una vulgar mesa de las que no atienden a razones. Entonces se dio cuenta el pobre muchacho de que le habían cambiado la mesa, y sintióse avergonzado de tener que pasar por embustero. Los parientes se rieron en su cara, regresando tan hambrientos y sedientos como habían venido. El padre acudió de nuevo a sus retazos y a sus agujas, y
  • 42. el hijo colocóse como oficial en casa de un maestro ebanista. El segundo hijo había ido a parar a un molino, donde aprendió la profesión de molinero. Terminado su aprendizaje, díjole su amo: Como te has portado bien, te regalo un asno muy especial, que ni tira de carros ni soporta cargas. - ¿Para qué sirve entonces? -preguntó el joven oficial. - Escupe oro -respondióle el maestro-. No tienes más que extender un lienzo en el suelo y decir: "¡Briclebrit!," y el animal empezará a echar piezas de oro por delante y por detrás. - ¡He aquí un animal maravilloso! -exclamó el joven, y, dando las gracias al molinero, se marchó a correr mundo. Cuando necesitaba dinero no tenía más que decir a su asno. "¡Briclebrit!," y enseguida llovían las monedas de oro, sin que él tuviese otra molestia que la de recogerlas del suelo. Dondequiera que fuese no se daba por satisfecho sino con lo mejor. ¡Qué importaba el precio, si tenía siempre el bolso lleno! Cuando ya estuvo cansado de ver mundo, pensó: "Debo volver a casa de mi padre; cuando me presente con el asno de oro, se le pasará el enfado y me recibirá bien." Sucedió que fue a parar a la misma hospedería donde su hermano había perdido la mesita encantada. Conducía él mismo el asno del cabestro; el posadero quiso cogerlo para ir a atarlo; pero no lo consintió el joven: - No os molestéis, yo mismo llevaré mi rucio al establo y lo ataré, pues quiero saber dónde lo tengo. Al posadero parecióle aquello algo raro, y pensó que un individuo que se cuidaba personalmente de su asno no sería un cliente muy rumboso; pero cuando vio que el forastero metía mano en el bolsillo y, sacando dos monedas de oro, le encargaba que le preparase lo mejor que hubiera, el hombre abrió unos ojos como naranjas y se apresuró a complacerlo. Después de comer, al preguntar el joven cuánto debía, creyó el hostelero que podía cargar la mano y pidióle dos monedas más de oro. El viajero rebuscó en el bolsillo, pero estaba vacío. - Aguardad un momento, señor fondista -dijo-, voy a buscar oro. Y salió, llevándose el mantel. El otro, intrigado y
  • 43. curioso, escurrióse tras él, y como el forastero se encerrara en el establo y echara el cerrojo, miró por un agujero. El forastero extendió el paño debajo del asno y exclamó: "¡Briclebrit!," e inmediatamente el animal se puso a soltar monedas de oro por delante y por detrás, que no parecía sino que lloviesen. - ¡Caramba! dijo el posadero-, ¡pronto se acuñan así los ducados! ¡No está mal un bolso como éste! El huésped pagó la cuenta y se retiró a dormir, mientras el posadero bajaba al establo sigilosamente y se llevaba el asno monedero, para sustituirlo por otro. A la madrugada siguiente partió el mozo con el jumento, creyendo que era el "del oro." Al llegar, a mediodía, a casa de su padre, recibiólo éste con gran alegría. ¿Qué ha sido de ti, hijo mío? - Pues que soy molinero, padre respondió el muchacho. - ¿Y qué traes de tus andanzas por el mundo? - Nada más que un asno. - Asnos no faltan aquí; mejor hubiera sido una cabra -replicó el padre. - Sí -observó el hijo-, pero es que mi asno no es como los demás, sino un "asno de oro," basta con decirle: "¡Brielebrit!," y enseguida os suelta todo un talego de monedas de oro. Llamad a los parientes, voy a hacerlos ricos a todos. - Esto ya me gusta más -dijo el sastre-; así no necesitaré seguir dándole a la aguja -y apresuróse a ir en busca de los parientes. En cuanto se hallaron todos reunidos, el molinero los dispuso en círculo y, extendiendo un lienzo en el suelo, fue a buscar el asno. - Ahora, atención -dijo primero, y luego: "¡Briclebrit!"-; pero lo que cayeron no eran precisamente ducados, con lo que quedó demostrado que el animal no sabía ni pizca en acuñar monedas, arte que no todos los asnos dominan. El pobre molinero puso una cara de tres palmos; comprendió que le habían engañado y pidió perdón a los parientes, los cuales hubieron de marcharse tan pobres como habían venido. Al viejo no le quedó otro remedio que seguir manejando la aguja, y el muchacho se colocó de mozo en un molino. El tercer hermano había entrado de aprendiz en el taller de un
  • 44. tornero, y, como es oficio difícil, el aprendizaje fue mucho más largo. Sus hermanos le dieron cuenta, en una carta, de lo que les había sucedido y de cómo el posadero les había robado sus mágicos tesoros la víspera de su llegada a casa. Cuando el muchacho hubo aprendido el oficio, el maestro, en recompensa por su buen comportamiento, le regaló un saco, diciéndole: - Ahí dentro hay una estaca. - El saco puedo colgármelo al hombro y me servirá -dijo el mozo-, pero, ¿qué voy a hacer con el bastón? No es sino un peso más. - Voy a explicártelo -respondióle el maestro-. Si alguien te maltrata o te busca camorra, no tienes más que decir: "¡Bastón, fuera del saco!," y enseguida lo verás saltar y brincar sobre las espaldas de la gente, con tanto vigor y entusiasmo, que en ocho días no podrán moverse. Y no cesará el vapuleo hasta que le grites: "¡Bastón, al saco!." Diole las gracias el joven y se marchó con el saco al hombro; y cada vez que alguien le buscaba el cuerpo, con decir él: "¡Bastón, fuera del saco!," ya estaba éste danzando y cascando las liendres al ofensor o a los ofensores, y no paraba hasta que no les quedaba casaca o jubón en la espalda, y con tal ligereza, que pasaba de uno a otro sin darles tiempo de apercibirse. Un anochecer, el joven tornero entró en la hospedería donde sus hermanos habían sido víctimas del consabido engaño. Dejando el saco sobre la mesa, el joven se puso a explicar todas las maravillas que había visto en sus correrías. - Sí -dijo-, ya sé que hay mesas encantadas, asnos de oro y otras cosas por el estilo, muy buenas todas ellas y que me guardaré muy bien de despreciar, pero nada son en comparación con el tesoro que yo me gané y que llevo en el saco. El hostelero aguzó el oído. "¿Qué diablos podrá ser?," pensó. "De seguro que el saco estará lleno de piedras preciosas. Tendré que pensar en la manera de hacerme con él, pues las cosas buenas van siempre de tres en tres." Cuando le vino el sueño, el forastero se tendió sobre el banco, poniéndose el saco por almohada. El mesonero, en cuanto lo creyó dormido, se le acercó con sigilo y se puso a tirar cauta y suavemente del saco, con la idea de sacarlo y sustituirlo por
  • 45. otro. Pero aquello era lo que estaba esperando el tornero, y cuando el fondista tiró un poco más fuerte, gritó: "¡Bastón, fuera del saco!." Inmediatamente salió la estaca y se puso a medir las costillas al posadero con tanto vigor que daba gusto verlo. El hombre pedía compasión, pero cuanto más gritaba, más recios y frecuentes caían los palos, hasta que, al fin, dieron con él en tierra, extenuado. Dijo entonces el tornero: - Si no me entregas ahora la mesita mágica y el asno de oro, empezaremos de nuevo la danza. - ¡Enseguida, enseguida! -exclamó el posadero con voz débil-; todo os lo daré, con tal que encerréis este duende. - Me portaré con clemencia -dijo el joven-; pero que te sirva de lección-. Y gritando: "¡Bastón, al saco!," lo dejó en paz. El tornero se marchó a la mañana siguiente, en posesión de la mesita encantada y del asno de oro, y tomó la ruta de la casa paterna. Alegróse el sastre al verlo, y le preguntó qué había aprendido por el mundo. - Padre -respondióle el muchacho-, he aprendido el oficio de tornero. - Un oficio de mucho ingenio -declaró el padre-. Pero, ¿qué traes de tus andanzas? - Algo de gran valor, padre -respondió el mozo-; una estaca en un saco. - ¡Qué! -exclamó el viejo-. ¡Una estaca! ¡Pues sí que valía la pena! Aquí puedes cortar una en cada árbol. Pero no como ésta, padre. Si le digo: "¡Bastón, fuera del saco!," salta de él y arma con el malintencionado una danza tal, que lo pone como nuevo, y no cesa hasta que el otro pide misericordia. Mirad, con esta estaca he recuperado la mesa encantada y el asno de oro que aquel ladrón de posadero robó a mis hermanos. Llamadlos a los dos e invitad a todos los parientes; les daré de comer y beber y les llenaré los bolsillos de ducados. El viejo sastre convocó a los parientes, aunque no sentía gran confianza. Entonces, el tornero tendió una tela en el suelo de la habitación y, trayendo el asno de oro, dijo a su hermano segundo: - Anda, hermano, entiéndete con él. Dijo el molinero:
  • 46. "¡Briclebrit!," e inmediatamente empezó a caer un verdadero chaparrón de ducados, y el asno no cesó de soltarlos hasta que todos hubieron recogido tantos que ya no podían con ellos. (¡Ah, pillín, lo que te habría gustado estar allí!). Después, el tornero instaló la mesa y dijo al carpintero: - Hermano, ahora es tu turno -. Y no bien dijo el otro hermano: "¡Mesita, cúbrete!," cuando ésta viose llena de fuentes y platos magníficos. Celebraron entonces un banquete tal como el buen sastre jamás viera en su casa, y toda la parentela permaneció reunida hasta la noche, en plena fiesta y regocijo. El sastre guardó en un armario agujas e hilos, varas y planchas, y vivió en adelante en compañía de sus hijos en paz y felicidad. Pero, a todo esto, ¿qué se había hecho de la cabra que tuvo la culpa de que el sastre expulsara de casa a sus tres hijos? Pues voy a contároslo. Avergonzada de su afeitada cabeza, fue a ocultarse en la madriguera de una zorra. Al regresar ésta a su casa vio que desde la oscuridad del cubil la miraban dos grandes ojos centelleantes, y huyó la mar de asustada. Se topó con ella el oso, que, al verla tan azorada, le preguntó: - ¿Qué te pasa, hermana zorra, que pones esta cara de susto? - ¡Ay! -respondió la zorra-, en mi madriguera se ha metido un monstruo y me ha asustado con sus ojos como ascuas. - ¡Bah!, pronto lo echaremos -dijo el oso, y acompañó a la zorra hasta su guarida; al llegar, miró al interior; pero al ver aquellos ojos de fuego, entróle a su vez el miedo y, no queriendo habérselas con el fiero animal, puso pies en polvorosa. Topóse con la abeja, la cual, observando que no las tenía todas consigo, dijo: - Oso, pareces cariacontecido. ¿Dónde has dejado tu buen humor? - Es muy fácil hablar -replicó el oso-. El caso es que en la cueva de la pelirroja hay un animal feroz, de ojos de fuego, y no sabemos cómo echarlo. Dijo la abeja: - Me das lástima, oso. Yo soy un pobre ser débil al que ni consideráis digno de vuestras miradas, y, sin embargo, creo que podré ayudaros. Y, volando a la madriguera de la zorra, posóse en la cabeza pelada de la cabra, y le
  • 47. clavó el aguijón con tanta furia, que ésta salió de un brinco, gritando: "¡beee, beee!," y echando a correr como loca. Y ésta es la hora en que nadie ha oído hablar más de ella.
  • 48. EL REY “PICO DE TORDO” Había una vez un rey que tenía una hija cuya belleza física excedía cualquier comparación, pero era tan horrible en su espíritu, tan orgullosa y tan arrogante, que ningún pretendiente lo consideraba adecuado para ella. Los rechazaba uno tras otro, y los ridiculizaba lo más que podía. En una ocasión el rey hizo una gran fiesta y repartió muchas invitaciones para los jóvenes que estuvieran en condición de casarse, ya fuera vecinos cercanos o visitantes de lejos. El día de la fiesta, los jóvenes fueron colocados en filas de acuerdo a su rango y posición. Primero iban los reyes, luego los grandes duques, después los príncipes, los condes, los barones y por último la clase alta pero no cortesana. Y la hija del rey fue llevada a través de las filas, y para cada joven ella tenía alguna objeción que hacer: que muy gordo y parece un cerdo, que muy flaco y parece una caña, que muy blanco y parece de cal, que muy alto y parece una varilla, que calvo y parece una bola, que muy... , que...y que...., y siempre inventaba algo para criticar y humillar. Así que siempre tenía algo que decir en contra de cada uno, pero a ella le simpatizó especialmente un buen rey que sobresalía alto en la fila, pero cuya mandíbula le había crecido un poco en demasía. -"¡Bien."- gritaba y reía, -"ese tiene una barbilla como la de un tordo!"Y desde entonces le dejaron el sobrenombre de Rey Pico de Tordo. Pero el viejo rey, al ver que su hija no hacía más que mofarse de la
  • 49. gente, y ofender a los pretendientes que allí se habían reunido, se puso furioso, y prometió que ella tendría por esposo al primer mendigo que llegara a sus puertas. Pocos días después, un músico llegó y cantó bajo las ventanas, tratando de ganar alguito. Cuando el rey lo oyó, ordenó a su criado: -"Déjalo entrar."Así el músico entró, con su sucio y roto vestido, y cantó delante del rey y de su hija, y cuando terminó pidió por algún pequeño regalo. El rey dijo: -"Tu canción me ha complacido muchísimo, y por lo tanto te daré a mi hija para que sea tu esposa." La hija del rey se estremeció, pero el rey dijo: -"Yo hice un juramento de darte en matrimonio al primer mendigo, y lo mantengo."Todo lo que ella dijo fue en vano. El obispo fue traído y ella tuvo que dejarse casar con el músico en el acto. Cuando todo terminó, el rey dijo: -"Ya no es correcto para ti, esposa de músico, permanecer de ahora en adelante dentro de mi palacio. Debes de irte junto con tu marido."El mendigo la tomó de la mano, y ella se vio obligada a caminar a pie con él. Cuando ya habían caminado un largo trecho llegaron a un bosque, y ella preguntó:
  • 50. -"¿De quién será tan lindo bosque?" -"Pertenece al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso sería tuyo."- respondió el músico mendigo. -"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey Pico de Tordo!" Más adelante llegaron a una pradera, y ella preguntó de nuevo: -"¿De quién serán estas hermosas y verdes praderas?"-"Pertenecen al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso sería tuyo."- respondió otra vez el músico mendigo. -"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey Pico de Tordo!" Y luego llegaron a un gran pueblo, y ella volvió a preguntar: -"¿A quién pertenecerá este lindo y gran pueblo?"-"Pertenece al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso sería tuyo."- respondió el músico mendigo. -"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey Pico de Tordo!" -"Eso no me agrada."- dijo el músico, oírte siempre deseando otro marido. ¿No soy suficiente para ti?" Al fin llegaron a una pequeña choza, y ella exclamó:
  • 51. -"¡Ay Dios!, que casita tan pequeña. ¿De quién será este miserable tugurio?" El músico contestó: -"Esta es mi casa y la tuya, donde viviremos juntos."Ella tuvo que agacharse para poder pasar por la pequeña puerta. -"¿Dónde están los sirvientes?"- dijo la hija del rey. -"¿Cuáles sirvientes?"- contestó el mendigo. -"Tú debes hacer por ti misma lo que quieras que se haga. Para empezar enciende el fuego ahora mismo y pon agua a hervir para hacer la cena. Estoy muy cansado." Pero la hija del rey no sabía nada de cómo encender fuegos o cocinar, y el mendigo tuvo que darle una mano para que medio pudiera hacer las cosas. Cuando terminaron su raquítica comida fueron a su cama, y él la obligó a que en la mañana debería levantarse temprano para poner en orden la pequeña casa. Por unos días ellos vivieron de esa manera lo mejor que podían, y gastaron todas sus provisiones. Entonces el hombre dijo: -"Esposa, no podemos seguir comiendo y viviendo aquí, sin ganar nada. Tienes que confeccionar canastas."Él salió, cortó algunas tiras de mimbre y las llevó adentro. Entonces ella comenzó a tejer, pero las fuertes tiras herían sus delicadas manos.
  • 52. -"Ya veo que esto no funciona."- dijo el hombre. -"Más bien ponte a hilar, tal vez lo hagas mejor."Ella se sentó y trató de hilar, pero el duro hilo pronto cortó sus suaves dedos que hasta sangraron. -"Ves"- dijo el hombre, -"no calzas con ningún trabajo. Veo que hice un mal negocio contigo. Ahora yo trataré de hacer comercio con ollas y utensilios de barro. Tú te sentarás en la plaza del mercado y venderás los artículos."-"¡Caray!"- pensó ella, -"si alguien del reino de mi padre viene a ese mercado y me ve sentada allí, vendiendo, cómo se burlará de mí."Pero no había alternativa. Ella tenía que estar allá, a menos que escogiera morir de hambre. La primera vez le fue muy bien, ya que la gente estaba complacida de comprar los utensilios de la mujer porque ella tenía bonita apariencia, y todos pagaban lo que ella pedía. Y algunos hasta le daban el dinero y le dejaban allí la mercancía. De modo que ellos vivieron de lo que ella ganaba mientras ese dinero durara. Entonces el esposo compró un montón de vajillas nuevas. Con todo eso, ella se sentó en la esquina de la plaza del mercado, y las colocó a su alrededor, listas para la venta. Pero repentinamente apareció galopando un jinete aparentemente borracho, y pasó sobre las vajillas de manera que todas se quebraron en mil pedazos. Ella comenzó a llorar y no sabía que hacer por miedo.
  • 53. -"¡Ay no!, ¿Qué será de mí?"-, gritaba, -"¿Qué dirá mi esposo de esto?"Ella corrió a la casa y le contó a él todo su infortunio. -"¿A quién se le ocurre sentarse en la esquina de la plaza del mercado con vajillas?"- dijo él. -"Deja de llorar, ya veo muy bien que no puedes hacer un trabajo ordinario, de modo que fui al palacio de nuestro rey y le pedí si no podría encontrar un campo de criada en la cocina, y me prometieron que te tomarían, y así tendrás la comida de gratis."La hija del rey era ahora criada de la cocina, y tenía que estar en el fregadero y hacer los mandados, y realizar los trabajos más sucios. En ambas bolsas de su ropa ella siempre llevaba una pequeña jarra, en las cuales echaba lo que le correspondía de su comida para llevarla a casa, y así se mantuvieron. Sucedió que anunciaron que se iba a celebrar la boda del hijo mayor del rey, así que la pobre mujer subió y se colocó cerca de la puerta del salón para poder ver. Cuando se encendieron todas las candelas, y la gente, cada una más elegante que la otra, entró, y todo se llenó de pompa y esplendor, ella pensó en su destino, con un corazón triste, y maldijo el orgullo y arrogancia que la dominaron y la llevaron a tanta pobreza. El olor de los deliciosos platos que se servían adentro y afuera llegaron a ella, y ahora y entonces, los sirvientes le daban a ella algunos de esos bocadillos que guardaba en sus jarras para llevar a casa. En un momento dado entró el hijo del rey, vestido en terciopelo y
  • 54. seda, con cadenas de oro en su garganta. Y cuando él vio a la bella criada parada por la puerta, la tomó de la mano y hubiera bailado con ella. Pero ella rehusó y se atemorizó mucho, ya que vio que era el rey Pico de Tordo, el pretendiente que ella había echado con burla. Su resistencia era indescriptible. Él la llevó al salón, pero los hilos que sostenían sus jarras se rompieron, las jarras cayeron, la sopa se regó, y los bocadillos se esparcieron por todo lado. Y cuando la gente vio aquello, se soltó una risa generalizada y burla por doquier, y ella se sentía tan avergonzada que desearía estar kilómetros bajo tierra en ese momento. Ella se soltó y corrió hacia la puerta y se hubiera ido, pero en las gradas un hombre la sostuvo y la llevó de regreso. Se fijó de nuevo en el rey y confirmó que era el rey Pico de Tordo. Entonces él le dijo cariñosamente: -"No tengas temor. Yo y el músico que ha estado viviendo contigo en aquel tugurio, somos la misma persona. Por amor a ti, yo me disfracé, y también yo fui el jinete loco que quebró tu vajilla. Todo eso lo hice para abatir al espíritu de orgullo que te poseía, y castigarte por la insolencia con que te burlaste de mí."Entonces ella lloró amargamente y dijo: -"He cometido un grave error, y no valgo nada para ser tu esposa."Pero él respondió: -"Confórtate, los días terribles ya pasaron, ahora celebremos nuestra boda."Entonces llegaron cortesanas y la vistieron con los más espléndidos vestidos, y su padre y la corte entera llegó, y le desearon a ella la mayor felicidad en su matrimonio con el rey Pico de Tordo.
  • 55. EL INTRÉPIDO SOLDADITO DE PLOMO Erase una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaños, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar aquí. En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como él. «He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones». Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la
  • 56. cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse. Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Éste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a "visitas", a "guerra", a "baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querían participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella. El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa. -Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires así! Pero el soldado se hizo el sordo. -¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende. Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, se abrió ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo. La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme. He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros.
  • 57. -¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro. De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja. -«¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!». De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente. -¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte! Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil. La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas: -¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte! La corriente se volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al más valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el caer por una alta catarata. Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era
  • 58. posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo, inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, se acordó de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar. Le pareció que le decían al oído: «¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!». Se desgarró entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragó un gran pez. ¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho! Pero el soldado seguía firme, tendido cuan largo era, sin soltar el fusil. El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz. Se hizo una gran claridad, y alguien exclamó: -¡El soldado de plomo! El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Lo pusieron de pie sobre la mesa y -¡qué cosas más raras ocurren a veces en el mundo!- se encontró en el mismo cuarto de antes, con los mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo. Pero habría sido poco digno de él. La miró sin decir palabra. En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende
  • 59. de la tabaquera. El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la pena que sentía; nadie habría podido decirlo. Miró de nuevo a la muchacha, se encontraron las miradas de los dos, y él sintió que se derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Se abrió la puerta, y una ráfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo en forma de corazón; de la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.
  • 60. LA HIJA DEL MOLINERO Había una vez un pobre molinero que tenía una bellísima hija. Y sucedió que en cierta ocasión se encontró con el rey, y, como le gustaba darse importancia sin medir las consecuencias de sus mentiras, le dijo: -Mi hija es tan hábil y sabe hilar tan bien, que convierte la hierba seca en oro. -Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si realmente tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a palacio y la pondremos a prueba. Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le entregó una rueca y un carrete y le dijo: -Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba seca no ha sido convertida en oro, morirás. Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola. Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello la vida, no se le ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en oro. Cuanto más tiempo pasaba, más miedo tenía, y por fin no pudo más y se echó a llorar. De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito. -¡Buenas tardes, señorita molinera! -le dijo-. ¿Por qué está llorando? -¡Ay de mí! -respondió la muchacha.- Tengo que hilar toda esta hierba seca de modo que se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo. -¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti? -Mi collar -dijo la muchacha. El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas, zas! , dio varias vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida tomó otro y... ¡zas, zas, zas! Con varias vueltas estuvo el segundo lleno.
  • 61. Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que toda la hierba seca quedó hilada y todos los carreteles llenos de oro. Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro. Sintió un gran asombro y se alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de codicia. Hizo que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que la primera y también atestada de hierba seca, y le ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La muchacha no sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar, cuando se abrió la puerta y apareció el hombrecito. -¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro? -Mi sortija -contestó la muchacha. El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y, al llegar la madrugada, toda la hierba seca estaba convertida en reluciente oro. Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía bastante; y mandó que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que las anteriores y también atestada de hierba seca. -Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás mi esposa. Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le dijo: -¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca en oro? -No me queda nada para darte -contestó la muchacha. -Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que, si llegas a ser reina, me entregarás tu primer hijo. La muchacha dudó un momento. « ¿Quién sabe si llegaré a tener un hijo algún día, y esta noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no sabiendo cómo salir del paso, prometió al hombrecito lo que quería y éste convirtió una vez más la hierba seca en oro. Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo había deseado, se casó enseguida con la muchacha, y así fue como se convirtió en reina la linda hija del molinero.
  • 62. Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera acordado más del hombrecito. Pero. De repente, lo vio entrar en su cámara: -Vine a buscar lo que me prometiste -dijo. La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en el reino con tal de que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo: -No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores tesoros de este mundo. Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal modo, que el hombrecito se compadeció de ella. -Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues adivinar mi nombre, te quedarás con el niño. La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que oyera en su vida, y como le parecieron pocos envió un mensajero a recoger, de un extremo a otro del país, los demás nombres que hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los nombres que sabía; pero el hombrecito repetía invariablemente: -¡No! Así no me llamo yo. Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas que vivían en los alrededores del palacio y repitió al hombrecito los más curiosos y poco comunes. -¿Te llamarás Arbilino, o Patizueco, o quizá Trinoboba? Pero él contestaba invariablemente: -¡No! Así no me llamo yo. Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo: -No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba: Hoy tomo vino y mañana cerveza, después al niño sin falta traerán.
  • 63. Nunca, se rompan o no la cabeza, el nombre Rumpelstikin adivinarán. ¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este nombre! Poco después entró el hombrecito y dijo: -Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo? -¿Te llamarás Conrado? -empezó ella. -¡No! Así no me llamo yo. -¿Y Enrique? -¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión triunfante. Sonrió la reina y le dijo: -Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin? -¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito, y, furioso, dio en el suelo una patada tan fuerte, que se hundió hasta la cintura. Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que pudo salir; y entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y saltando sobre una sola pierna, mientras en palacio todos se reían de él por haber pasado en vano tantos trabajos. FIN
  • 64. LAS TRES HILANDERAS Erase una niña muy holgazana que no quería hilar. Ya podía desgañitarse su madre, no había modo de obligarla. Hasta que la buena mujer perdió la paciencia de tal forma, que la emprendió a bofetadas, y la chica se puso a llorar a voz en grito. Acertaba a pasar en aquel momento la Reina, y, al oír los lamentos, hizo parar la carroza, entró en la casa y preguntó a la madre por qué pegaba a su hija de aquella manera, pues sus gritos se oían desde la calle. Avergonzada la mujer de tener que pregonar la holgazanería de su hija, respondió a la Reina: - No puedo sacarla de la rueca; todo el tiempo se estaría hilando; pero soy pobre y no puedo comprar tanto lino. Dijo entonces la Reina: - No hay nada que me guste tanto como oír hilar; me encanta el zumbar de los tornos. Dejad venir a vuestra hija a palacio conmigo. Tengo lino en abundancia y podrá hilar cuanto guste. La madre asintió a ello muy contenta, y la Reina se llevó a la muchacha. Llegadas a palacio, condújola a tres aposentos del piso alto, que estaban llenos hasta el techo de magnífico lino. - Vas a hilarme este lino -le dijo-, y cuando hayas terminado te daré por esposo a mi hijo mayor. Nada me importa que seas pobre; una joven hacendosa lleva consigo su propia dote. La muchacha sintió en su interior una gran congoja, pues aquel lino no había quien lo hilara, aunque viviera trescientos años y no hiciera otra cosa desde la mañana a la noche. Al quedarse sola, se echó a llorar y así se estuvo tres días sin mover una mano. Al tercer día presentóse la Reina, y extrañóse al ver que nada tenía hecho aún; pero la moza se excusó diciendo que no había podido empezar todavía por la mucha pena que le daba el estar