2. En estos tres meses me ha pasado de todo: me han mordido,
amenazado, desobedecido, vacilado…pero también me han
agradecido, abrazado, besado…al fin y al cabo…”querido”.
Los niños son así, y más si se trata de niños especiales.
Recuerdo uno de los días más duros de mi vida. Estábamos en la
semana cultural y Yolanda (mi compañera PT de prácticas) y yo
fuimos a la clase de Infantil A (donde está Fernando).
Fernando es nuestro niño TGD o Asperger, según se vea. Es muy
particular y tiene unas necesidades muy especiales.
Su tutora es Mª Carmen (una maestra vocacional con un coraje y
una tenacidad increíbles). En su clase hay niños bastante
particulares. Fernando es uno de ellos. Él la quiere mucho pero no
puede evitar esos ataques de furia y violencia (a los que llamamos
rabietas) que le dan.
3. Ese día bajamos a ayudar a Mª Carmen con sus niños.
Fernando parecía tener el día tranquilo y hacía la tarea
como cualquier otro alumno.
En un momento en que se levantaron unos cuantos
compañeros se armó un revuelo y me dí la vuelta. Vi a
Fernando dándole una bofetada a uno de sus compañeros.
Como cualquier niño debe saber que eso está mal y debe
pedir perdón. Le cogí del brazo y le dije: “Fernando eso está
mal, pídele perdón a tu amigo”. Y él intentó echar a correr
gritando “Nooooo, no quiero…¡déjameeeee!” Por suerte le
pille a tiempo y le agarré (rodeándole con los brazos) para
que no se escapara. Empezó a pegarme patadas a arañarme
los antebrazos… Mi compañera Yolanda me echó una mano y
me ayudo a sujetarle.
4. Le empezamos a decir que tenía que pedir perdón y fue
peor. Su tutora nos aconsejó que parásemos. Le soltamos.
Tras darnos unos cuantos puñetazos procedió a ir al pasillo
y sentarse sólo (llorando y gritando). De repente empezó a
tirar al suelo todos los abrigos y las mochilas de sus
compañeros y Mª Carmen decidió ir a pararle. Fuimos con
ella. Sus palabras fueron:
Mª Carmen: “Bueno ya esta bien Fernando, que Mª Carmen
se ha enfadado, hombre, recoge los abrigos”.
Fernando: “No quiero, déjameeeeeee (llorando y
gritando)”.
A continuación nos escupió una por una.
5. Empezó a moverse intranquilo y se tiró en el suelo
arrastrándose por él y realizando movimientos
estereotipados. Estaba tumbado de lado en el suelo, en
posición fetal, agarrándose las rodillas con las manos y
girando al tiempo que lloraba como un descosido. No podía
parar de llorar y de gritar. Le empezamos a preguntar: ¿pero
qué quieres Fernando? ¿Qué te pasa? El niño no atendía a
nada. Sólo lloraba y gritaba sin dejar de moverse.
En ese momento me quedé mirándole fijamente, en su
agonía. Su llanto no era de pena o de rabia. Se trataba de un
llanto y de dolor, de un dolor increíble, semejante al dolor
de una tortura. Mi mente hizo que dejara de escuchar gritos
y llanto para concentrarme en encontrar una causa a
semejante actitud mientras me preguntaba ¿qué pasará por
su mente?
6. No entendía por qué sufría tantísimo y
me sentía rabiosamente impotente al
saber que no podía hacer nada para
aliviar su malestar.
7. De repente, cuando creía que no podía ser
peor, me asombré aún más. Empezó a
golpearse la cabeza contra el suelo
bruscamente. Mi compañera Yolanda le
agarró para pararle. El niño le mordió la
mano con toda la fuerza que pudo
y…¡SANGRE! ¡Había sangre! ¡Mucha
sangre!...
Me preguntaba de dónde venía cuando vi a
Fernando con toda la boca ensangrentada.
¡Se le había caído un diente!
8. Mi compañera y yo nos miramos temerosas de la
reacción que pudiera tener Fernando…nos
pusimos en guardia mientras el niño corrió al
espejo a mirarse. Seguíamos en posición
estratégica para agarrarle y evitar más incidentes
cuando su reacción fue gritar y llorar, pero esta
vez lloraba de forma distinta. Su llanto ya no
representaba un dolor extremo e indescriptible.
Ahora lloraba de miedo (como cualquier niño
normal al ver tantísima sangre salir de su boca).
9. Entonces cogí a Fernando del brazo y le llevé al
lavabo para enjuagarle desesperadamente la
boca. Le limpié los restos de sangre de la cara y
le hablaba para intentar calmarle. “Ya no tienes
sangre cielo”.
El niño fue a corroborarlo al espejo, se miró y
comprobó que no tenía sangre. Recogió su diente
y fue a su sitio a sentarse tan tranquilo.
10. Se acercaron sus compañeros a preguntarle por el
diente y él contaba la anécdota con toda
normalidad “Mira, se me ha caído el diente
cuando estaba mordiendo a esa (señalando hacia
Yolanda)”. Los niños estaban asombrados y
felices. Yolanda y yo seguíamos boquiabiertas por
lo sucedido.
“¿Ya?” me preguntaba. ¿Cómo es posible que ante
una situación tan dramática, grave, peligrosa y
sobre todo, surrealista, el clima general se
normalice en 20 segundos? Nadie se acordaba de
su rabieta. Los niños trabajaban con toda la
normalidad del mundo y Fernando el primero.
11. Cuando me fui a casa y recapitulé en lo que había
vivido ese día pensé en lo complicada que tiene que
ser la mente de Fernando.
Revivía la escena de verle sufrir en el suelo por
causas que sólo su cerebro conocía y pensaba: esto
podría hacer que le odiara pero, al contrario, me di
cuenta por primera vez de que le quería.
A fin de cuentas no es él quien nos da patadas o nos
escupe, es su cerebro. Él sabe que lo que hace está
mal, y eso le frustra. Quiere hacer las cosas bien. Por
eso intenta pararlo destrozando su cabeza (por que él
sabe que “sea lo que sea” lo que le hace actuar así,
en contra de su voluntad, está en su cabeza).
12. El hecho es que Fernando, con sus 5 años,
mantiene una lucha constante consigo
mismo o, mejor dicho, con su
subconsciente. La pregunta que tiene que
hacerse el profesor en este caso es ¿Debo
luchar contra él o unirme a su lucha?
Así que, tanto hoy como en un futuro,
cualquier maestro que trate con este niño
deberá hacerse esa pregunta y si se
decanta por la primera opción es que no
merece dar clase a esta maravillosa
persona ni llamarse “maestro”.