1. Santa Rosa de Lima
Santa Rosa de Lima nació el 30 de abril de 1586 en la
vecindad del hospital del Espíritu Santo de la ciudad de Lima,
entonces capital del virreinato del Perú. Su nombre original
fue Isabel Flores de Oliva. Era una de los trece hijos habidos
en el matrimonio de Gaspar Flores, arcabucero de la guardia
virreinal, natural de San Juan de Puerto Rico, con la limeña
María de Oliva. Recibió bautismo en la parroquia de San
Sebastián de Lima, siendo sus padrinos Hernando de Valdés
y María Orozco.
Santa Rosa de Lima (Óleo de Murillo)
En compañía de sus numerosos hermanos, la niña Rosa se
trasladó al pueblo serrano de Quives, en la cuenca del
Chillón, cuando su padre asumió el empleo de administrador
de un obraje donde se refinaba mineral de plata. Las
biografias de Santa Rosa de Lima han retenido fijamente el
hecho de que en ese pueblo, que era doctrina de frailes
mercedarios, la joven recibió en 1597 el sacramento de la
confirmación de manos del arzobispo de Lima, Santo Toribio
Alonso de Mogrovejo, quien efectuaba una visita pastoral en
la jurisdicción.
Ocupándose de la "etapa oscura" en la biografía de Santa
Rosa de Lima, que corresponde precisamente a sus años de
infancia y adolescencia en Quives, Luis Millones ha
procurado arrojar nueva luz mediante la interpretación de
algunos sueños que recogen los biógrafos de la santa. Opina
Millones que ésa pudo ser la etapa más importante para la
formación de su personalidad, no obstante el hecho de que
los autores han preferido hacer abstracción del entorno
económico y de las experiencias culturales que
condicionaron la vida de la familia Flores-Oliva en la sierra,
en un asiento minero vinculado al meollo de la producción colonial. Probablemente, esa vivencia (la visión cotidiana de
los sufrimientos que padecían los trabajadores indios) pudo ser la que dio a Rosa la preocupación por remediar las
enfermedades y miserias de quienes irían a creer en su virtud.
A Santa Rosa de Lima le tocó vivir en Lima un ambiente de efervescencia religiosa, una época en que abundaban las
atribuciones de milagros, curaciones y todo tipo de maravillas por parte de una población que ponía gran énfasis en las
virtudes y calidad de vida cristianas. Alrededor de sesenta personas fallecieron en "olor de santidad" en la capital
peruana entre finales del siglo XVI y mediados del XVIII. De aquí se originó por cierto una larga serie de biografías de
santos, beatos y siervos de Dios, obras muy parecidas en su contenido, regidas por las mismas estructuras formales y
por análogas categorías de pensamiento.
A Santa Rosa le atraía con singular fuerza el modelo de la dominica Catalina de Siena (santa toscana del siglo XIV), y
esto la decidió a cambiar el sayal franciscano por el hábito blanco de terciaria de la Orden de Predicadores,
aparentemente desde 1606. Se afirma que estaba bien dotada para las labores de costura, con las cuales ayudaba a
sostener el presupuesto familiar, pero fueron muy contadas las personas con quienes Rosa llegó a tener alguna
intimidad. En su círculo más estrecho se hallaban mujeres virtuosas como doña Luisa Melgarejo y su grupo de "beatas",
junto con amigos de la casa paterna y allegados al hogar del contador Gonzalo de la Maza.
Los confesores de Santa Rosa de Lima fueron mayormente sacerdotes de la congregación dominica. También tuvo trato
espiritual con religiosos de la Compañía de Jesús. Es asimismo importante el contacto que desarrolló con el doctor Juan
del Castillo, médico extremeño muy versado en asuntos de espiritualidad, con quien compartió las más secretas
minucias de su relación con Dios.
Dichos consejeros espirituales ejercieron profunda influencia sobre Rosa y resultaron cómplices de sus delirios, visiones
y tormentos. No sorprende desde luego que María de Oliva abominase de la cohorte de sacerdotes que rodeaban a su
piadosa hija, porque estaba segura de que los rigores que ella se imponía eran "por ser de este parecer, ignorante
credulidad y juicio algunos confesores", según recuerda un contemporáneo. La conducta estereotipada de Santa Rosa
de Lima se hace más evidente aún cuando se repara en que por orden de sus confesores anotó las diversas mercedes
que había recibido del Cielo, componiendo así el panel titulado Escala espiritual. No se conoce mucho acerca de las
lecturas de Santa Rosa, aunque es sabido que encontró inspiración en las obras teológicas de fray Luis de Granada.
Hacia 1615, y con la ayuda de su hermano favorito, Hernando Flores de Herrera, labró una pequeña celda o ermita en el
jardín de la casa de sus padres. Allí, en un espacio de poco más de dos metros cuadrados (que todavía hoy es posible
apreciar), Santa Rosa de Lima se recogía con fruición a orar y a hacer penitencia. Posteriormente, en marzo de 1617,
celebró en la iglesia de Santo Domingo de Lima su místico desposorio con Cristo, siendo fray Alonso Velásquez (uno de
sus confesores) quien puso en sus dedos el anillo en señal de unión perpetua.
Con todo acierto, Rosa había predicho que su vida terminaría en la casa de su bienhechor y confidente Gonzalo de la
Maza (contador del tribunal de la Santa Cruzada), a la cual se trasladó a residir en los últimos cuatro o cinco años de su
2. vida. Por esto solicitó a doña María de Uzátegui, la madrileña
esposa del contador, que fuese ella quien la amortajase. En
torno a su lecho de agonía se situó el matrimonio de la Maza-
Uzátegui con sus dos hijas, doña Micaela y doña Andrea, y
una de sus discípulas más próximas, Luisa Daza, a quien
Santa Rosa de Lima pidió que entonase una canción con
acompañamiento de vihuela. Así entregó la virgen limeña su
alma a Dios, afectada por una aguda hemiplejía, el 24 de
agosto de 1617, en las primeras horas de la madrugada.
El mismo día de su muerte, por la tarde, se efectuó el traslado
del cadáver de Santa Rosa al convento grande de los
dominicos, llamado de Nuestra Señora del Rosario. Una
abigarrada muchedumbre colmó las calzadas, balcones y
azoteas en las nueve cuadras que separan la calle del Capón
(donde se encontraba la residencia de Gonzalo de la Maza)
de dicho templo. Al día siguiente, 25 de agosto, hubo una
misa de cuerpo presente oficiada por don Pedro de Valencia,
obispo electo de La Paz, y luego se procedió sigilosamente a
enterrar los restos de la santa en una sala del convento, sin
toque de campanas ni ceremonia alguna, para evitar la
aglomeración de fieles y curiosos.
El proceso que condujo a la beatificación y canonización de
Rosa empezó casi de inmediato, con la información de
testigos promovida en 1617-1618 por el arzobispo de Lima,
Bartolomé Lobo Guerrero. Tras un largo procedimiento,
Clemente X la canonizó en 1671. Desde un punto de vista
histórico, Santa Rosa de Lima sobresale por ser la primera
santa de América. Actualmente es patrona de Lima, América,
Filipinas e Indias Orientales.
De los escritos de santa Rosa de Lima.
El salvador levantó la voz y dijo, con incomparablemajestad:
"¡Conozcan todos que la gracia sigue a la tribulación.
Sepan que sin el peso de las aflicciones no se llega al
colmo de la gracia. Comprendan que, conforme al acre-
centamiento de los trabajos, se aumenta juntamente la
medida de los carismas. Que nadie se engañe: esta es
la única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz
no hay camino por donde se pueda subir al cielo!"
Oídas estas palabras, me sobrevino un impetu pode-
roso de ponerme en medio de la plaza para gritar con
grandes clamores, diciendo a todas las personas, de cual-
quier edad, sexo, estado y condición que fuesen:
"Oíd pueblos, oíd, todo género de gentes: de parte de
Cristo y con palabras tomadas de su misma boca, yo os
aviso: Que no se adquiere gracia sin padecer aflicciones;
hay necesidad de trabajos y más trabajos, para conse-
guir la participación íntima de la divina naturaleza, la
gloria de los hijos de Dios y la perfecta hermosura del
alma."
Este mismo estímulo me impulsaba impetuosamente
a predicar la hermosura de la divina gracia, me angus-
tiaba y me hacía sudar y anhelar. Me parecía que ya no
podía el alma detenerse en la cárcel del cuerpo, sino que
se había de romper la prisión y, libre y sola, con más
agilidad se había de ir por el mundo, dando voces:
"¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la
gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa, cuántas ri-
quezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y
delicias! Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes
y desvelos en buscar penas y aflicciones; andarían todos
por el mundo en busca de molestias, enfermedades y
tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro
último de la constancia en el sufrimiento. Nadie se que-
jaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en suerte,
si conocieran las balanzas donde se pesan para repartir-
los entre los hombres."