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JOHN F.HAUGHT
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Hacia una teología de la naturaleza
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Prólogo, por PETER C.PHAN
Prefacio
1. La ciencia y la esperanza cristiana
La simplificación científica
Un nuevo día para el universo
Ciencia, libertad y futuro
La promesa de la naturaleza
El significado de los milagros
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
2. Ciencia y misterio
La persistencia del misterio
Misterio y problema
Experiencias límite
Preguntas límite
Misterio y revelación especial
Dios y el universo
El problema de la revelación especial
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
3. Ciencia y revelación
El don de una imagen
La imagen revelada del cristianismo
7
La humildad de Dios
La promesa divina
La tarea de la teología de la naturaleza
Resumen y conclusión
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
4. ¿Qué acontece en el universo?
Teología y pesimismo cósmico
Legalidad e indeterminación
¿Puede tener el universo una finalidad?
Conclusión
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
5. Teilhard de Chardin y la promesa de la naturaleza
La carrera de Teilhard
La visión de Teilhard
Teilhard como científico
El universo de Teilhard: ¿qué fue lo que «vio»?
Una nueva espiritualidad
El esfuerzo moral y la fugacidad del universo
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
6. Evolución y providencia divina
La tarea de la teología después de Darwin
¿Mera confianza?
La providencia, ¿una forma de pedagogía?
8
Hacia una teología de la evolución
La teología y el sufrimiento de la vida sensitiva
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
7. Cosmología y creación
La creación y la «gran explosión» (big bang)
El trasfondo científico
¿Implicaciones teológicas?
Conflación y creación
Conflicto
Contraste
Contacto
Confirmación
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
8. La vida y el Espíritu
Los orígenes del naturalismo
La extensión cósmica de la ausencia de vida
¿Espacio para la teología?
Relacionar ciencia y teología
Explicar la vida
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
9. Ciencia, muerte y resurrección
¿Cómo cabe entender la «resurrección»?
¿Puede cambiar Dios?
9
Encontrar sentido en un universo inacabado
La cuestión de la inmortalidad subjetiva
Teología e increencia en un universo inacabado
El realismo de la esperanza
Pero ¿sobreviviré «yo»?
Panvitalismo escatológico
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
10. Verdad científica y fe cristiana
¿Qué es la verdad?
La revelación, la ciencia y el deseo de saber
Liberar el deseo de saber
La verdad y el abajamiento de Dios
Implicaciones de la revelación
Liberarse del auto-engaño
La verdad y el Dios de la promesa
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
Bibliografía selecta sobre ciencia y cristianismo
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LA relación entre ciencia y cristianismo ha sido, por decirlo en una palabra, una relación
de amor y odio. Como una pareja divorciada que quiere reconciliarse, es posible que el
cristianismo y la ciencia - o, por lo menos, el cristianismo - deseen recordar la época de
romance en que la armonía reinaba soberana y la colaboración prometía ser una
maravillosa aventura en común. Pero numerosos obstáculos y malentendidos causaron la
ruptura. Quizá de este doloroso recuerdo y de la voluntad de cambio surjan nuevas
posibilidades para una relación más enriquecedora o, al menos, para superar el rencor y
el antagonismo.
La relación entre ciencia y cristianismo forma parte de la historia más abarcante de la
interacción entre razón y fe o entre filosofía y teología, aunque no pueda ser reducida a
ésta. Por lo demás, al igual que los esposos de nuestro ejemplo, ninguno de los dos
protagonistas ha permanecido inalterado, como tampoco lo ha hecho la dinámica de la
relación. Por un lado, el cristianismo no es monolítico; en realidad, desde un punto de
vista histórico es más correcto hablar, incluso sin abandonar Occidente, de cristianismos.
Además, las aproximaciones de los cristianos a la razón, la filosofía y el conocimiento
seculares han sido sumamente variadas, abarcando desde la admiración y la asimilación
creativa, como en el caso de Orígenes y Tomás de Aquino, hasta el rechazo y la
condena, tal como preconizaron Tertuliano y Lutero. Por otro lado, la propia ciencia no
es una rama homogénea del conocimiento con un objeto único y un método de
investigación uniforme. La «ciencia» incluye disciplinas tan ampliamente divergentes
como la biología, la física, la psicología y la sociología - por mencionar tan sólo unas
cuantas que han presentado serios retos al cristianismo-, y sus métodos han
experimentado enormes transformaciones. Muchos cultivadores de las llamadas ciencias
duras han abandonado en gran medida la visión positivista del mundo y la metodología
estrictamente empirista y han comenzado a explorar áreas que se encuentran más allá del
dominio de la verificación empírica. Lo cual no significa que los científicos y los
cristianos hayan entablado una relación amistosa. Antes bien, la relación ha conocido
muchos altibajos, como sabe cualquiera que posea un aceptable conocimiento de Galileo
Galilei, Karl Marx, Charles Darwin y Sigmund Freud.
El libro que tienes delante cuenta una parte de la larga historia de la relación entre
ciencia y cristianismo, dedicando especial atención a la cosmología contemporánea. John
Haught, cuyos escritos sobre este tema le han ganado prestigio internacional, nos invita a
repasar la teología cristiana manteniendo siempre en mente el descubrimiento científico
de que el universo es una historia (story) en evolución. Si la historia (history)' humana no
ocupa más que las líneas postreras del último de una colección de treinta volúmenes,
11
cada uno de ellos de cuatrocientas páginas, y si esta colección representa tan sólo una
parte de una inmensa biblioteca, entonces, se pregunta Haught, ¿cómo debemos
entendernos «a nosotros mismos y [cómo debemos entender] a Dios, la creación, la
Trinidad, Cristo, la redención, la encarnación, la fe, la esperanza y el amor» a la luz de
los tres «infinitos» del universo, a saber, lo infinitamente grande, lo infinitamente
pequeño y lo infinitamente complejo?
Para ayudarnos a encontrar respuesta, Haught sigue el ejemplo del jesuita francés
Pierre Teilhard de Chardin, quien vivió diversos conflictos con sus superiores
eclesiásticos a causa de sus ideas sobre la relación entre fe cristiana y evolución. En diez
lúcidos capítulos, Haught reformula las respuestas cristianas a las preguntas que plantea,
sin perder nunca de vista el hecho de que el universo - o, con más exactitud, el
«multiverso» - evoluciona. Es muy significativo que comience su expo sición con sendas
meditaciones sobre la esperanza y el misterio, ya que, al margen de éstos, ni la vida
cristiana ni la ciencia tendrían sentido.
Cuando entra a considerar creencias cristianas tales como la revelación, la creación,
la providencia divina, la encarnación, el Espíritu divino, la muerte y la resurrección,
Haught demuestra ser un guía seguro y fiable que nos ayuda a ver que «nada hay en la fe
cristiana que deba hacernos sentir miedo de la dilatación y profundización del
conocimiento que está llevando a cabo la ciencia... Cuanto más amplia y elaborada sea
nuestra percepción de la creación, tanta mayor capacidad tendremos para incrementar
nuestro reconocimiento del Creador del mundo, así como del alcance de su designio y
providencia. Así pues, la ciencia tal vez esté ofreciéndonos no menos, sino más razones
que nunca para la adoración y la gratitud».
Por consiguiente, el maridaje entre ciencia y cristianismo no es un enlace acordado,
ni tampoco un matrimonio de conveniencia. Si en el pasado esta unión se ha revelado
inestable, Haught muestra cómo podría ser reparada, siempre y cuando ambos cónyuges,
como decimos en vietnamita, nhan lo¡ (reconozcan sus errores), xin lo¡ (pidan perdón
por ellos) y sua lo¡ (los corrijan). La reparación de este matrimonio entre ciencia y
cristianismo merece los mejores esfuerzos tanto de los científicos como de los teólogos,
puesto que ni la ciencia ni la religión pueden alcanzar su pleno potencial al margen de la
otra.
PETER C.PHAN
12
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UNO de los descubrimientos científicos más sorprendentes del último siglo y medio
consiste en que el universo es una historia (story) aún en marcha'. La conciencia de que
el universo se halla todavía en proceso de llegar a ser comenzó a aflorar débilmente hace
varios cientos de años cuando Tycho Brahe y Galileo Galilei aportaron pruebas visuales
de que los cielos no son inmutables. Hoy, sin embargo, los desarrollos en geología,
biología evolutiva y cosmología no dejan lugar a dudas: la naturaleza toda, no sólo la
Tierra y la historia (history) humana, tienen un carácter esencialmente narrativo. Antes
de la época moderna, el universo abarcante parecería ser el contexto y recipiente general
de historias (stories) locales, terrestres, mas sin ser él mismo una historia (story). Ahora,
la ciencia ha mostrado que nuestro universo experimenta transformaciones que conviene
representar en forma de drama. Antaño, los cielos parecían suficientemente estables para
encuadrar todas las historias (stories) que se desarrollaban sobre la Tierra. El firmamento
era un lugar de cobijo en el que los habitantes del mundo podían refugiarse, al menos en
la contemplación, para huir del funesto flujo de los acontecimientos aquí abajo. Pero,
durante el último siglo, también a los cielos se los ha tragado una historia (story) que
ahora se antoja casi demasiado amplia para ser contada.
¿Cómo se las va a arreglar la teología cristiana con esta historia (story)? El
inconmensurable alcance de los sucesos cósmicos sobrepasa infinitamente en el tiempo y
en el espacio el breve intervalo de florecimiento humano y los aún más fugaces
momentos de la historia religiosa hebrea y judía. La ciencia ha descubierto un mundo
que se mueve en una escala inimaginable para profetas y evangelistas. ¿Es posible que el
universo haya dejado atrás al Dios bíblico del que se afirma que es su creador? En la
actualidad, muchas personas reflexivas llegan a la conclusión de que eso es justo lo que
ha ocurrido. La esencia misma de la fe cristiana parece estar irreversiblemente
entrelazada con el desfasado imaginario de un planeta inmóvil enclavado en un cosmos
inmutable. Ciertas imágenes de la naturaleza grabadas en las mentes y los sentimientos
de los pueblos durante siglos y siglos con anterioridad al surgimiento de la ciencia deben
ser rectificadas. Pero ¿cabe llevar esto a cabo sin una revisión radical de la fe y la
teología?
¿Podrán el cristianismo y sus interpretaciones teológicas encontrar un nuevo punto
de apoyo en el inmenso y móvil universo de la ciencia contemporánea? ¿O reemplazará
por completo la ciencia a las espiritualidades heredadas, como muchos consideran que
ya está ocurriendo? El geólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin se pregunta: «El Cristo
de los evangelios, imaginado y amado dentro de las dimensiones del mundo
mediterráneo, ¿es capaz todavía de envolver nuestro universo prodigiosamente
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expandido, de constituir su centro?»2. ¿No es cierto que la ciencia ha cambiado las cosas
con tanta celeridad que el cristianismo y las demás religiones tienen dificultades para
mantenerse al día? ¿No ha llegado el momento de que todo el mundo despierte de sus
sueños religiosos y suscriba el credo del naturalismo puro, más elegante? ¿No es ahora la
naturaleza misma suficientemente inmensa como para satisfacer el anhelo humano de
misterio infinito? ¿Y no es la ciencia una guía más fiable que la teología de cara a
aventurarnos en las recién descubiertas profundidades de la naturaleza3?
Antes de comenzar a ofrecer una respuesta a estas preguntas, recabemos primero una
gráfica impresión de las vastas dimensiones del universo, tal y como hoy lo describe la
ciencia. Imagina que tienes treinta grandes volúmenes en tu estantería. Cada uno de ellos
consta de cuatrocientas cincuenta páginas, y cada página simboliza un millón de años.
Supón que esta colección de libros representa la historia (story) científica del universo,
que tiene una antigüedad de trece mil setecientos millones de años. La narración
comienza con la «gran explosión» (big bang) en la primera página del primer volumen,
pero los primeros veintiún libros no manifiestan ningún signo patente de vida. La
historia (story) de la Tierra no comienza hasta el vigésimo primer volumen, esto es, hasta
hace cuatro mil quinientos millones de años, pero la vida no surge hasta el libro
siguiente, o sea, hasta hace unos tres mil ochocientos millones de años. Aun así, los
organismos no resultan especialmente interesantes, al menos desde un punto de vista
humano, hasta casi el final del vigésimo noveno volumen. Es entonces cuando acontece
la famosa explosión cámbrica, y los patrones de vida estallan de repente en un
despliegue de complejidad y diversidad inauditas. Los dinosaurios aparecen hacia la
mitad del trigésimo libro, pero se extinguen en la página trescientos ochenta y cinco.
Sólo durante las últimas sesenta y cinco páginas de dicho volumen comienza a florecer
la vida mamífera. Nuestros antepasados homínidos afloran varias páginas antes del final
de este postrer libro, pero los modernos seres humanos no entran en escena hasta la parte
inferior de la última página. La historia entera de la inteligencia, la ética, la aspiración
religiosa y los descubrimientos científicos de la especie humana apenas ocupan las
últimas líneas de la última página del último volumen.
Tras haber echado un vistazo a estos treinta volúmenes, intenta imaginar ahora toda
una biblioteca de colecciones análogas, con archivos que se extienden indefinidamente
en todas direcciones. En la actualidad, los científicos creen cada vez más verosímil que
este universo nuestro surgido de la «gran explosión» no es sino uno más de entre
innumerables mundos. Los treinta volúmenes de tu estantería son una mera avanzada en
un multiverso infinitamente grande. Buena parte de la investigación científica actual
transcurre en esa escala. ¿Está la teología en condiciones de seguir semejante ritmo?
A continuación, fija tu mirada en un único punto de una página cualquiera de este
libro y entra a través de ese pórtico en el mundo de lo inimaginablemente pequeño. A
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medida que vayas adentrándote en ese ámbito invisible, evoca la imagen inversa de
mundos dentro de otros mundos, unos mundos que ahora se han vuelto demasiado
pequeños y sutiles para ser representados gráficamente en tres míseras dimensiones. En
la dirección tanto de lo grande como de lo pequeño, la ciencia ha tornado obsoletos
nuestros antiguos mapas mentales. En la actualidad, hay al menos dos «infinitos», señala
Teilhard, que atraen nuestra atención: uno es el de lo inmenso; otro, el de lo
infinitesimal4. Pero existe también un tercer infinito, que no suscita tanta curiosidad
como los otros dos: el de la complejidad. En la esfera de los seres vivos y pensantes, por
ejemplo, las partículas de la física y los elementos de la química han sido asumidos en
células y organismos emergentes en los que se ordenan de forma tan intrincada que todos
los intentos de aislar y especificar los papeles individuales de las unidades componentes
se hallan abocados al fracaso. Este orden complejo podemos denominarlo también
infinito de la relacionalidad. En una célula u organismo, en especial en aquellos dotados
de sistema nervioso y cerebro, cada componente es hasta tal punto intrínseco a los demás
y constitutivo de ellos que, si descomponemos el organismo, no podremos entenderlo. Si
lo diseccionamos, lo matamos. Un organismo es un haz de conexiones que se entrelazan,
sobreponen y realimentan mutuamente en una incesante interacción dinámica. Aislar
cualquier parte de esta red equivale a desconocer del todo su sentido.
¿Qué pueden hacer la fe y la teología con un mundo insertado en los tres infinitos -
lo inmenso, lo infinitesimal y lo complejo - y con la imagen de la naturaleza que tales
infinitos implican? En términos de Pascal, ¿cómo debemos entendernos los cristianos a
nosotros mismos en medio de los tres infinitos que la ciencia ha abierto a nuestras
atemorizadas sensibilidades? Ahora que nos encontramos a nosotros mismos entretejidos
en un inimaginable tapiz cósmico, insertos en una profundidad temporal y una extensión
espacial insondables, ¿qué significa ello de cara a nuestra auto-comprensión y a la
comprensión de Dios, la creación, la Trinidad, Cristo, la redención, la encarnación, la fe,
la esperanza y el amor?
Creo que existen tres maneras generales de responder a esta pregunta. Primero, se
puede seguir pretendiendo que la ciencia nunca ha tenido lugar o que habla de cosas que
no guardan la más mínima relación con la fe y la teología. Según este punto de vista, no
hay necesidad de hacer ningún reajuste religioso o teológico a la luz de los nuevos
conocimientos sobre los tres infinitos. Tal vez convenga que los teólogos desmitologicen
sus libros sagrados para que la gente deje de confundir la cosmología antigua con el
contenido religioso latente en los textos. Pero debe evitarse a toda costa que la sustancia
de la fe adquiera nuevo significado a resultas de lo que acontece en las cambiantes
esferas del descubrimiento científico.
Una segunda respuesta consiste en desechar por completo la fe y la teología en
cuanto usuarios parásitos de cosmologías ahora obsoletas. Según quienes suscriben esta
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respuesta - de aquí en adelante les llamaré «naturalistas científicos»-, las creencias
religiosas clásicas dependen hasta tal punto de cosmologías desfasadas y jibarizadas que
los credos antiguos han comenzado a evaporarse ya bajo el sol meridiano de la
ilustración científica. La teología, junto con las cosmologías que comporta, sólo puede
sobrevivir en la medida en que la gente siga ignorando lo que la ciencia revela en la
actualidad.
En tercer lugar, uno puede abrazar los tres infinitos o, mejor, ser abrazado por ellos
de forma tal que los interprete como invitaciones a una dilatación sin precedentes de la
conciencia de Dios, la creación, Cristo y la redención. Propongo que ensayemos este
último enfoque. Nada hay en la fe cristiana que deba hacernos sentir miedo de la
dilatación y profundización del conocimiento que está llevando a cabo la ciencia. Por
muy inmensa que resulte ser la imagen del mundo natural, nunca podrá sobrepasar la
infinidad que siempre se ha atribuido a Dios. Cuanto más amplia y elaborada sea nuestra
percepción de la creación, tanta mayor capacidad tendremos para incrementar nuestro
reconocimiento del Creador del mundo, así como del alcance del designio y la
providencia divinos. Así pues, la ciencia tal vez esté ofreciéndonos no menos, sino más
razones que nunca para la adoración y la gratitud.
Método
Ésta es una obra de teología sistemática, una empresa animada por la fe, pero
estructurada por la razón. La razón, tal como yo la entiendo, es indefectiblemente
abstracta; no obstante, las abstracciones son necesa rias para dirigir nuestras mentes
finitas en formas tales que permitan que el mundo devenga inteligible. Los teólogos
sistemáticos, por supuesto, orientan cada cual a su manera el estudio del significado
religioso de los fenómenos; y esto significa que cada programa teológico no será más
que un atisbo de todo lo que es necesario decir. Cada sistema teológico requerirá crítica
y complementación por parte de aquellos programas que enfocan sus contenidos de otra
manera. En consecuencia, desde el principio mismo confieso que el esbozo de teología
de la naturaleza que se expone en las páginas siguientes tan sólo puede iluminar una
pequeña franja. No pretendo ser exhaustivo. Ni tampoco veo esta obra como un sustituto
de estudios históricos sobre la relación entre ciencia y teología. Lejos de ello, me
limitaré a examinar algunos de los descubrimientos de las ciencias naturales, en especial
de la física, la biología y la cosmología, y me preguntaré qué relevancia tienen para la fe
cristiana. Para dar coherencia a este esfuerzo e imponerle ciertas constricciones
estructurales, he optado por considerar la concepción científica - tanto moderna como
contemporánea - del mundo natural desde el punto de vista de dos motivos de la fe
cristiana relacionados entre sí: el abajamiento y lafuturidad de Dios. A medida que
avance la exposición, se irá desarrollando el significado de estos conceptos. Aquí sólo
quiero dejar muy claras las limitaciones de esta obra.
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El marco teológico de las reflexiones sobre la ciencia y la naturaleza que viene a
continuación comencé a elaborarlo hace algunos años en una obra dedicada a la teología
de la revelación=. En el presente libro retomo y amplío algunos de los temas que he
desarrollado allí y en otros lugares en el curso de las dos últimas décadas. Al escribir
este texto, he intentado mirar a la naturaleza desde la perspectiva de la fe cristiana de
forma más explícita que en la mayoría de mis anteriores obras sobre ciencia y religión.
Aquí, mi interés no se centra sólo en la relación entre ciencia y fe, sino también en la
relación entre ciencia y teología cristiana. Esto quiere decir que voy a preguntarme por el
significado de la naturaleza cuando es vista a la luz de una teología basada en la
experiencia cristiana de la persona y la misión de Jesucristo.
A este respecto, quiero dejar constancia desde el principio de cuán profunda es la
deuda que mis propias reflexiones sobre el significado de la fe cristiana en la era de la
ciencia guardan con la obra del paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1881-
1955). Aunque no dejo de ser crítico con el pensamiento de Teilhard, su excepcional
síntesis me ha ido impresionando más y más con los años. Teilhard no era un teólogo
profesional, pero estaba suficientemente familiarizado con la teología para darse cuenta
de cuánta necesidad de ser reformulada tenía ésta en una era científica'. Estoy
convencido de que, en aras de su propia supervivencia en el mundo más abarcante del
pensamiento, la reflexión cristiana responsable debe tomar ahora con más seriedad que
nunca el llamamiento del jesuita francés a una teología científicamente bien informada'.
En caso contrario, en la centuria recién iniciada el cristianismo resultará aún más
irrelevante desde el punto de vista intelectual de lo que con frecuencia ha sido en el
pasado reciente y de lo que muchos científicos lo consideran ya en la actualidad. El
proyecto teilhardiano de repensar la fe cristiana sobre todo a la luz de la evolución y los
tres «infinitos» apenas ha sido puesto en marcha todavía. Los capítulos que siguen
proponen algunas vías en que la teología cristiana podría empezar a participar de forma
más efectiva en dicho proyecto.
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
RAYMO, Chet, Skeptics and True Believers: The Exhilarating Connection between
Science and Religion, Walker, New York 1998.
FERRIS, Timothy, Coming of Age in the Milky Way, Doubleday, New York 1988.
PANNENBERG, Wolfhart, Toward a Theology of Nature: Essays on Science and Faith,
ed. de T.Peters, Westminster John Knox, Louisville 1993, pp. 86-98.
ROLSTON, Holmes, III, Science and Religion: A Critical Survey, Random House, New
York 1987.
18
19
«¡Haz que se manifieste, Dios mío, por la audacia de tu revelación, la
timidez de un pensamiento pueril que no osa concebir nada más vasto ni
más vivo en el mundo que la miserable perfección de nuestro organismo
humano!»
(PIERRE TEILHARD DE CHARDIN')
LA fe cristiana tiene que ver, en esencia, con el futuro - no sólo con un futuro
trascendente al mundo, sino con el futuro del mundo-. Por supuesto, también le preocupa
el sentido del presente y el pasado, pero ese sentido no puede revelarse con plenitud más
que en el futuro. La fe cristiana es, por encima de todo, una búsqueda de lo
Definitivamente Nuevo, una espera de la renovación radical del «conjunto de la
realidad», no sólo de la historia humana. Los cristianos estamos llamados a dilatar
nuestras expectativas religiosas más allá de las preocupaciones humanas para incluir el
universo entero y su futuro. La ciencia puede ayudarnos a conseguirlo.
Como he señalado en el prefacio, la ciencia ha puesto de manifiesto tres infinitos: lo
inmenso, lo infinitesimal y lo complejo. Pero la fe cristiana ha abierto ya un cuarto, a
saber, el horizonte infinito del futuro. La esperanza cristiana busca el Futuro que
trasciende todo futuro. Es posible que los cielos nos embelesen; pero, por asombrosa que
sea su extensión, en ellos no podemos encontrar lo que anhelan nuestros corazones. La
búsqueda de liberación final en la que se embarca el espíritu humano conduce, más allá
de todos los tiempos presentes y de todo perecimiento pasado, más allá de este universo
y de cualquier otro, hacia lo Absolutamente Nuevo; en otras palabras, hacia Dios, hacia
Aquel cuyas promesas abren la totalidad de la vida y todos los universos posibles a un
futuro inagotable e inimaginable. «La esperanza cristiana - escribe el teólogo Jürgen
Moltmann - se dirige a... una nueva creación de todas las cosas por el Dios que resucitó a
Jesucristo»3. En el núcleo mismo del cristianismo se encuentra la confianza en que el
mundo permanece siempre abierto a un nuevo futuro. El nombre de este futuro es
«Dios». Sin embargo, Dios no es cualquier futuro que nosotros podamos soñar. Los
futuros que imaginamos y planificamos para nosotros mismos son, por fuerza,
inadecuados para lo que realmente necesitamos. Antes bien, Dios es, en palabras de Karl
Rahner, el Futuro Absoluto, más profundo y sorprendente que todo lo que podamos
anhelar para nosotros mismos. Deus semper maior («Dios es siempre más grande»)4.
Dios es el «poder del futuro»s que se alza para acoger de nuevo al universo justo en
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el lugar donde cada instante presente se esfuma. Aunque no somos capaces de apresar
este elusivo Futuro, sí que podemos dejarnos agarrar por él. «El orden futuro está
siempre en camino, conmoviendo el orden presente, luchando con él, conquistándolo y
siendo conquistado a su vez por él. El orden futuro está siempre a mano. Pero uno no
puede nunca decir: "¡Está aquí! ¡Está allí!". Uno nunca puede apresarlo. Pero puede ser
apresado por él»6.
Quizá «futuro» no es la primera idea que la gente de hoy, incluidos los cristianos,
asocia con la palabra «Dios». La esencial «futuridad» de Dios que configura la
experiencia bíblica ha permanecido oculta durante siglos tras un banco de niebla que
sólo ahora, muy despacio, comienza a disiparse. Es posible que, ahora que las neblinas
que cubrían como un velo el futuro comienzan a levantarse, sigamos prefiriendo no
exponernos a la amplia panorámica que se abre delante de nuestros ojos. Muchos de
nosotros preferiríamos mantener todavía a raya el futuro que Israel, Jesús y la primitiva
Iglesia sentían que comenzaba a alborear de forma tan intensa, la «venida de Dios» que
confirió a sus vidas una sensación de aventura y un entusiasmo sin parangón. La
inquietud que acompaña a la exposición al futuro se apacigua con facilidad, en especial
si nos sentimos cómodos con la forma en que actualmente son las cosas.
Y, sin embargo, aun en las mejores circunstancias, en algún nivel de nuestro ser
continuamos anhelando un nuevo futuro, incluso mientras nos aferramos a lo que es
pasado o presente. La conciencia de la venida (adventus) de Dios nos sacude, nos hace
desear una libertad más profunda, un espacio más anchuroso en el que vivir. Así y todo,
como haraganes que matan ociosos las horas en la plaza del mercado, seguimos atados a
lo que es o ha sido en vez de a lo que será. Son los desposeídos, los que no tienen nada a
lo que recurrir, quienes están más abiertos a la promesa de un mundo radicalmente
nuevo. En sus oídos es donde primero quema el fuego del evangelio con la inquietante
noticia de la venida de Dios.
Pero ¿de qué manera podemos relacionar el mundo pensado de las ciencias naturales
con la revelación cristiana de un Dios que se halla de camino y pretende renovar el
mundo? Si somos receptivos al Evangelio y nos tomamos en serio el reto de darle
sentido hoy a la fe cristiana, necesitamos vincular lo que la ciencia nos dice sobre el
universo con el contagioso entusiasmo que Jesús sentía por la venida del reinado de
Dios. El fervor de la expectativa suscitada por Jesús en sus seguidores y la noticia de su
resurrección deben ser el marco de toda verdadera reflexión cristiana actual sobre el
sentido del universo entero tal como es descrito por las ciencias de la naturaleza. Todo
cristianismo que eluda reflexionar sobre la comprensión científica de lo que ocurre en el
universo es menos que realista. La fe cristiana no sólo debe ser compatible con lo que
dicen las ciencias, sino que también ha de estar deseosa de hacer más inteligible que
nunca el mundo que la ciencia pone delante de nosotros. El propósito del presente libro
21
es sugerir formas en que la ciencia puede influir en - y cuestionar - la fe cristiana, pero
también formas en que la luz de la fe es capaz de iluminar lo que la ciencia nos enseña
sobre la naturaleza.
La simplificación científica
¿Se puede adorar al Dios cristiano en la era de la ciencia? A mucha gente no le resulta
fácil. Por una parte, los descubrimientos científicos han hecho que el universo se antoje
mayor y más complejo que nunca; a ojos de muchos, mayor incluso que Dios. Por otra,
el método científico, al menos a primera vista, parece hacer el mundo más pequeño de lo
que en realidad es. Puede inducir a pensar que el universo es demasiado simple para
suscitar sensación de misterio. La manera de investigar que tiene la ciencia consiste en
descomponer los fenómenos naturales en componentes más elementales o en cadenas
previas de causas físicas. Asimismo, el método científico se ciega deliberadamente a sí
mismo para lo que Pierre Teilhard de Chardin llama la «interioridad» de las cosas'. La
ciencia contempla el mundo desde un punto de vista exterior y objetivo. No dice nada
sobre valores o sentido y desconoce de medio a medio el mundo subjetivo que cada uno
de nosotros experimenta en su interior. Además, la ciencia estudia los acontecimientos
desde la perspectiva de lo que ha sido más que desde la perspectiva de lo que será. Por
supuesto, intenta hacer predecible el futuro; pues, si no formulara predicciones, no
podría ser tenida por ciencia. Mas sólo puede predecir lo que ocurrirá en el futuro sobre
la base de lo que ya ha acontecido. En sí mismo, el método científico deja poco espacio
para la novedad. A solas apenas es capaz de escuchar el son de cualquier incipiente
nueva creación. Como acentuaré una y otra vez en consonancia con uno de los más
importantes principios de Teilhard, el mundo sólo puede devenir plenamente inteligible
para nosotros si dirigimos la mirada hacia su futuro, pero no si miramos en exclusiva a
su pasado histórico o a las partículas que lo componen8.
Así pues, el método científico es incapaz de preparar por sí mismo la mente y el
corazón para aprehender lo que es en verdad nuevo. Pero la fe cristiana, en cuanto
diferente de la ciencia, es esencialmente expectativa de la nueva creación; de suerte que,
en ocasiones, la actitud de esperanza que recomienda puede parecer alejada del supuesto
«realismo» de la ciencia. Los credos, las doctrinas y las teologías cristianos no son
interpretados con propiedad a menos que comuniquen la conciencia expectante que
suscitó el más primitivo fervor de la fe en relación con la venida de Dios. «Esperamos
gozar eternamente de la visión de tu gloria», rezamos muchos de nosotros durante la
celebración de la eucaristía; pero ¿cómo podemos expresar tal esperanza y, al mismo
tiempo, aceptar lo que las ciencias nos dicen sobre el mundo? La esperanza cristiana
implica que el mundo no está, en último término, ligado a la repetición incesante; sin
embargo, en la ciencia, todo debe conformarse a la rutina atemporal y rígida. Entonces,
¿cómo podemos conciliar ciencia y fe sin contradicción? Ésta es, a mi juicio, una de las
22
preguntas fundamentales que ha de afrontar la teología en la actualidad; y simplemente
ignorándola, no se desvanecerá.
Por desgracia, también la instrucción cristiana puede anestesiar con facilidad las
mentes humanas frente a la irrupción del futuro. La teología ha representado a menudo la
idea de Dios con ayuda de conceptos que se ocupan mejor de lo que es o ha sido que de
lo que será. Dios suele ser concebido como el misterio eterno, inmutable y atemporal que
fundamenta, crea y ahora se cierne sobre el mundo o subyace a él. Muchos cristianos han
terminado sintiéndose cómodos con este tipo de localizaciones verticales de la deidad,
pero semejantes imágenes de Dios, que se sostienen en una metafísica teológica pre-
científica, no logran plasmar el clima de expectación que se respiraba en las primitivas
asambleas eclesiales.
Cabe dudar de que la teología pueda mantenerse fiel a su llamada mientras no logre
ponernos en contacto una vez más con el genio anti cipatorio de la fe cristiana. Pero es
precisamente la expectativa de la nueva creación lo que hace tan difícil para muchos
científicos y filósofos aceptar el cristianismo. Por supuesto, también hay razones menos
importantes -y de todo punto innecesarias - por las que las personas científicamente
ilustradas desdeñan el cristianismo y muchos cristianos rechazan la ciencia. Más
adelante, tendremos sobrada oportunidad de pasar revista a tales razones. Lo que quiero
resaltar aquí es que, para mucha gente con formación científica, el verdadero escollo
para aceptar la fe cristiana es la creencia de que un nuevo mundo se halla en camino y,
de hecho, ya en este preciso instante está asiendo, transformando y renovando la
totalidad de la creación.
El método científico sencillamente no está equipado para percibir semejante
acontecer. La ciencia contempla el presente centrándose en lo que le precede y es más
simple que él. Su conciencia del futuro está configurada por la preocupación por lo que
ya ha acontecido en estricta conformidad con las leyes de la física y la química, en la
práctica atemporales. En otras palabras, la ciencia no está diseñada para percibir lo
verdaderamente nuevo. Por otra parte, la genuina fe cristiana ve las cosas y los sucesos
sobre todo en función de lo que viene. La ciencia no se equivoca al mirar al pasado con
la intención de comprender el futuro, pero la suya es una forma limitada de ver el
mundo. Supuesto que en éste haya sitio para un futuro nuevo de raíz, el método
científico no es suficientemente perceptivo para captarlo. La fe cristiana, como acentuaré
a lo largo de todo el libro, tiene que ver fundamentalmente con lo que viene y con el
Dios cuya esencia misma es ser futuro, fuente inagotable de renovación9.
¿Significa esto que la ciencia y la fe son formas incompatibles de contemplar el
mundo? En absoluto. No sólo son conciliables, sino que el encuentro entre ambas
perspectivas puede enriquecer la vida de todos nosotros. Mirar junto con la ciencia hacia
23
lo que es anterior-y-mássimple (earlier-and-simpler) resulta fundamental para apreciar la
llegada de lo que es posterior-y-más (later-and-more). Y la conciencia del tenuemente
alboreador horizonte de algo que es posterior-y-más puede conferir un sentido más
profundo a lo que la ciencia ve en su escrutinio del pasado y el presente. Esta
reciprocidad se revelará especialmente significativa cuando intentemos entender los
fenómenos de la emergencia y la evolución.
La ciencia contempla el mundo observando un gran número de sucesos semejantes
que ya han tenido lugar y generalizando a partir de ellos. Por ejemplo, cada objeto que
cae recorre sin falta la inalterable trayectoria de aceleración que la newtoniana ley de la
gravedad especificó hace siglos. Cada nueva especie de vida puede ser explicada
reconstruyendo la manera en que el invariante mecanismo de la selección natural ha
eliminado en el pasado los rasgos no prometedores de los organismos. En este sentido, la
ciencia no tolera excepciones ni sorpresas. El método científico se centra en las
condiciones físicas iniciales y en las inmutables leyes deterministas que operan en la
naturaleza de edad en edad. Desde luego, de vez en cuando puede descubrir hábitos de la
naturaleza desconocidos hasta ese momento y formular hipótesis novedosas. Pero, al
menos en la forma en que ha sido entendida durante los últimos siglos, la ciencia
contempla las cosas atendiendo a lo que siempre ha sido. Para la ciencia, todo suceso
futuro, no importa cuán extraño, será una ejemplificación de leyes atemporales y
circunstancias físicas previas; de esta suerte, la ciencia sencillamente no puede percibir
con claridad la perpetua novedad de la creación. Aun cuando a lo largo de la prolongada
historia de la naturaleza en ocasiones han aparecido fases dramáticamente nuevas o
clases inéditas de actividad física, como, por ejemplo, los seres vivos y pensantes, la
ciencia intenta explicar - en la medida de lo posible - estos fenómenos «emergentes» en
función de hábitos naturales previos propios de procesos físicos inorgánicos y sin rastro
de mente.
Hay aquí una cierta ironía, pues algunos descubrimientos recientes de la ciencia -
tales como la «gran explosión» (big bang), la trayectoria evolutiva de la vida, el código
genético, el campo profundo del Hubble (Hubble Deep Field) y los aspectos químicos de
la mente - han hecho, de facto, el mundo nuevo para todos nosotros. En este sentido, la
ciencia no cesa de abrir un futuro nuevo a la conciencia humana. Los científicos, como
seres humanos semejantes al resto de los mortales, afrontan su futuro profesional con la
esperanza de alcanzar ideas inéditas. Esta anticipación les infunde vigor y confiere un
sentido a sus vidas. Pero, cuando se trata de explicar nuevos descubrimientos, la ciencia,
característicamente, no puede sino limitarse a encajarlos en lo que ya sabe sobre las
pautas pasadas de sucesos naturales.
También las nuevas teorías son forzadas a encajar - al menos hasta que nuevas
informaciones ponen en cuestión las antiguas - en la comprensión establecida de las
24
leyes de la física; pues, en caso contrario, no serían científicamente inteligibles. A menos
que los fenómenos y procesos naturales puedan ser simplificados de manera tal que
resulten matemáticamente inteligibles, nuestra comprensión de ellos no será juzgada
como científica. En palabras del matemático Gregory Chaitin, «para una serie dada de
observaciones, siempre hay varias teorías rivales, y el científico tiene que elegir entre
ellas. El modelo exige que sea seleccionado el algoritmo más pequeño, el que esté
formado por el menor número de bits. Dicho de otro modo, esta norma es la formulación
familiar de la navaja de Occam: dadas varias teorías aparentemente igual de meritorias,
hay que preferir la más simple»'°.
Una vez más, este enfoque reduccionista no es erróneo. Desde un punto de vista
metodológico, la ciencia tiene todo el derecho a observar el mundo de una manera que,
provisionalmente, ponga entre paréntesis la impresión de novedad. Mucho es lo que se
puede aprender sobre la naturaleza concentrándose con ayuda de términos matemáticos
en las regularidades que siempre obedece. Y la explicación científica debe ser parte
legítima de todo diferenciado esclarecimiento de qué es lo que acontece en la naturaleza,
incluida la actividad intelectual, moral y religiosa. El quid de la cuestión es, sin embargo,
si la ciencia puede ser toda la explicación.
En el mundo intelectual de hoy, a excepción de algunas dispersas islas de disenso
posmoderno, existe una creencia ampliamente compartida de que la ciencia basta para
explicar todo a fondo. El «naturalismo científico», tal y como la llamaré en adelante, es
la creencia académicamente refrendada de que la ciencia sola puede llevarnos a los
estratos más profundos y fundamentales del ser del mundo". Así, no es el método
científico mismo, sino la fe en el ilimitado alcance explicativo de la ciencia, lo que está
reñido con el cristianismo y las demás reli giones. Para la teología cristiana, las ciencias
son niveles importantes en una jerarquía profusamente estratificada de explicaciones
necesarias para dar razón de cualquier realidad. Pero la ciencia, puesto que deja fuera de
sus teorías, hipótesis y modelos mucho de lo que existe en el mundo, no está en
condiciones de ofrecer explicaciones últimas.
Por otro lado, la teología se precia de instruir a la gente sobre la explicación más
profunda de todas. Busca una explicación última, mientras que la ciencia se limita a
explicaciones primeras. Para la teología, la explicación última de la naturaleza y sus
leyes radica en la creatividad, el amor, el poder y la sabiduría de Dios, esto es, de Aquel
que sin receso abre al mundo un nuevo futuro. Por su parte, el naturalismo científico
asume que la ciencia, al menos en principio, puede explicar todo exhaustiva y
definitivamente en función de lo que ya ha sido. En su creencia de que la ciencia sola
puede ofrecer una explicación definitiva o final, el naturalismo científico transforma, de
hecho, la ciencia en una religión alternativa. Y así, ve a la teología como rival antes que
como amiga de la ciencia.
25
A su vez, la teología, si se mantiene fiel a la visión bíblica, quizá considere necesario
cultivar lo que podría llamarse una «metafísica del futuro»`. Desde un punto de vista
cristiano, el mundo se apoya en el futuro como en su verdadero fundamento13. Lo que
confiere consistencia al mundo - y felicidad al corazón humano - es la propensión
general de todas las cosas hacia lo que todavía está por venir. Si este empuje hacia
delante decayera, siquiera por un momento, la naturaleza sería aniquilada14. Por
consiguiente, una comprensión diferenciadamente estructurada del mundo no sólo debe
sacar a la luz el pasado de éste, sino también imaginar su futuro. Pero tal impulso hacia
delante requiere que nuestra conciencia adopte la actitud de la anticipación, la esperanza
y la apertura a lo sorprendente. La ciencia sola, a pesar de su facilidad para reconstruir el
itinerario del mundo remontándose hasta el más remoto pasado, no está equipada para
aportar esta clase de discernimiento. El cristianismo nos invita a mirar al mundo a través
de los ojos de la esperanza. «En su integridad, y no sólo en un apéndice - escribe Jürgen
Moltmann-, el cristianismo es... esperanza, mirada y orientación hacia delante y es
también, por ello mismo, apertura y transformación del presente». La esperanza es «el
centro de la fe cristiana, el tono con el que armoniza todo en ella, el color de aurora de
un nuevo día esperado, color en el que aquí abajo está bañado todo»'s.
Un nuevo día para el universo
Sin embargo, el nuevo día que espera el cristianismo no es exclusivamente un momento
de liberación personal, política y social. Es también un nuevo día para el universo entero,
para los cielos y la tierra, para lo visible e invisible. Y es justo esta expectativa cósmica
del cristianismo lo que voy a acentuar en las páginas que siguen. Para la teología
cristiana, continúa Moltmann, existe, en esencia, «un único problema: el problema del
futuro»16. Pero el futuro no sólo abarca aquellos episodios de la historia (story) humana
que aún deben desplegarse, sino también la historia (story) en curso de un universo
todavía inacabado. Si no logramos habituar nuestra mirada a discernir el lejano futuro
cósmico y, en vez de ello, nos centramos - cual miopes - únicamente en el destino de la
especie humana, difuminaremos incluso nuestras esperanzas hasta el punto de que
dejarán de vigorizar nuestras vidas y obras. En consecuencia, este libro debe dirigir su
atención a cómo la esperanza cristiana en una nueva creación del cosmos puede servir de
marco para la imagen del mundo que las ciencias naturales nos presentan en la
actualidad.
Las religiones que se precian de estar basadas en la experiencia bíblica afirman, en
efecto, que todo puede ser renovado. Sin embargo, en el periodo moderno ha surgido -
aunque no por primera vez en la historia humana - una imagen pesimista del universo
que niega la posibilidad de toda renovación real de su ser. Lo que a nosotros nos parece
nue vo, sostiene este sistema de creencias, es siempre, de hecho, viejo e inmutable. No
existe nada realmente nuevo bajo el sol. Por tanto, la conciencia lúcida de verdad,
26
escribe Albert Camus, debe ser purificada de toda esperanza". Bertrand Russell se hace
eco de este sentimiento: «En lo sucesivo, la morada del alma sólo podrá ser construida
de forma segura sobre el cimiento de una desesperanza sin paliativos»18. Y Steven
Weinberg, premio Nobel de física, afirma que «sería maravilloso encontrar en las leyes
de la naturaleza un plan trazado por un creador solícito en el que los seres humanos
desempeñaremos un papel especial. Siento dudar de que vaya a ocurrir así»19.
No cabe duda alguna de que el nacimiento de la ciencia moderna, por muy
apasionantes que hayan sido sus descubrimientos, ha supuesto al mismo tiempo el
preludio de una veta de exacerbado pesimismo en relación con el futuro. Una vez más,
ello se debe en parte a que la ciencia mira esencialmente al pasado o a las leyes
atemporales de la física en busca de una comprensión «fundamental» de cómo
transcurrirán al final las cosas. En el ámbito de las ciencias naturales, explicar significa
seguir la pista hacia atrás de una línea de causación que se remonta a una serie de
sucesos ya acontecidos. Si uno quiere entender, por ejemplo, cómo llegaron a ser blancos
los conejos de nieve, tiene que imaginar un proceso de selección natural por el cual, en el
pasado, ciertos depredadores devoraron a todos los conejos negros y moteados,
incapaces de camuflarse en el nevado paisaje de un clima septentrional. Y si quiere
entender la ratio de expansión del universo, no le queda más remedio que remontarse
catorce mil millones de años hasta la propia «gran explosión».
Habituada al método científico de mirar al pasado, la vida intelectual moderna ha
adoptado una imagen de la realidad que se encuentra en tensión con la esperanza
cristiana y su expectativa de una transformación futura. La práctica de mirar al pasado en
busca de una cadena inercial de causas con el fin de adquirir conocimientos presentes se
ha extendido por doquier. Ha encontrado un confortable hogar en el mundo académico y,
desde allí, ha penetrado en la cultura moderna y posmoderna. Ha configurado las
visiones dominantes de la economía, la política y la personalidad. Continúa influyendo
en el pensamiento social, así como en el ejercicio de la medicina. Se ha infiltrado incluso
en el mundo de la reflexión religiosa. Pero su principal lugar de residencia es el
impresionante edificio de las ciencias naturales.
Esta morada científica no sólo ha funcionado como un foro en el que festejar grandes
descubrimientos y logros intelectuales, sino también como una suerte de aduana donde
todos quienes deseen ingresar en el mundo del conocimiento «verdadero» deben
depositar en la puerta gran parte de su atavío cognitivo. A cambio de una entrada para
ver lo que la ciencia ha sacado a la luz, los visitantes se comprometen a no plantear
preguntas sobre el sentido o el valor de las cosas. Deben mirar a los objetos expuestos a
través de lentes que filtran cualquier sombra de relevancia o finalidad intrínsecas.
Además, han de prestar atención no tanto a los todos cuanto a las partes, procesos y
mecanismos componentes que hacen que las cosas funcionen de determinada manera.
27
Durante buena parte de la época moderna, la búsqueda de explicaciones en el ámbito
de lo que es anterior-y-más-simple (earlier-andsimpler) ha comportado adherirse al
punto de vista conocido como «materialismo científico»20. El materialismo es la
creencia de que, en último término, la realidad consiste en trozos de «materia»
inanimados y desprovistos de mente. Esta creencia todavía constituye el telón de fondo
de muchas investigaciones. En la actualidad, muchos filósofos la denominan
«fisicalismo» en vez de «materialismo» con el fin de hacer patente su conciencia de que,
durante el pasado siglo, la materia se ha revelado progresivamente mucho más sutil y
escurridiza de lo que solíamos pensar. Pero también el fisicalismo supone, en no menor
medida que el materialismo, que el mundo natural, tal y como nos lo hace accesible la
ciencia, es todo lo que hay. Así pues, la ciencia más básicamente explicativa no es otra
que la física. Según el filósofo materialista David Papineau,
«...a diferencia de otras ciencias especiales, la física es completa, en el sentido de
que todos los sucesos físicos están determinados - o bien tienen sus
probabilidades determinadas - por otros sucesos físicos previos conforme a las
leyes de la física. En otras palabras, nunca necesitamos mirar más allá del ámbito
de lo físico para identificar un conjunto de hechos antecedentes que fijen las
probabilidades del acontecer físico subsecuente. Siempre bastará una
especificación estrictamente física, amén de las leyes de la física, para
informarnos - en la medida en que ello pueda ser predicho - de qué es lo que va a
acontecer físicamente»'.
Por muy sutiles distinciones que puedan hacerse, el materialismo o fisicalismo
implica un mundo sin Dios. Aquí sólo deseo indicar que, en el mundo intelectual, es la
creencia materialista, y no la ciencia en cuanto tal, la que todavía representa el principal
desafío a la religión y al cristianismo.
Cualquier visión del mundo que excluya lo divino también se conoce más
generalmente como «naturalismo»`. «Naturalismo» es una noción más abarcante que
«materialismo» o «fisicalismo» y se presenta en numerosas versiones. Entre sus
seguidores no sólo se cuentan los materialistas, más duros, y los fisicalistas, más
moderados, sino también quienes están impresionados por la aparentemente infinita
abundancia de recursos y capacidad expansiva de la naturaleza. Algunos naturalistas son
panteístas, otros «naturalistas extáticos» y unos terceros materialistas. Unos piensan que
el universo existe para nosotros; otros, que está en contra nuestra. Pero, al menos en el
sentido en que voy a usar este término, la mejor manera de definir el naturalismo es
como «la creencia de que la naturaleza es todo cuanto hay»23.
Históricamente, el naturalismo surgió - algo comprensible - como reacción contra un
sobrenaturalismo unilateral y desdeñador del mun do, la clase de religiosidad que apenas
28
encuentra en el efímero mundo natural algo que inspire esperanza y, por eso, busca la
salvación sólo en lo alto, en otro mundo separado de éste24. En sus formas extremas, el
sobre-naturalismo embota la conciencia de que existe un futuro para el mundo,
transformando de manera persistente la estimulante conciencia del «ahí delante» en un
paralizador «allí arriba», interpretación que, a su vez, lleva en ocasiones a un odio
religioso a la naturaleza. No hace falta decir que este punto de vista tiene poco que ver
con la perspectiva encarnacional y escatológica del cristianismo bíblico.
El naturalismo es una enérgica protesta contra el sobrenaturalismo extremo, y esta
protesta se expresa de diferentes formas. Así, por ejemplo, hay naturalistas risueños y
naturalistas sombríos. Los naturalistas risueños insisten en que la naturaleza basta para
satisfacer todas nuestras necesidades espirituales. Según ellos, no hay necesidad alguna
de los cultos tradicionales, puesto que el universo mismo es suficientemente grande para
satisfacer los más profundos anhelos del corazón humano. A juicio de los naturalistas
risueños, el cristianismo anda descaminado al centrarse en un Dios distinto de la
naturaleza. Conforme a esta clase de naturalismo, la idea de Dios no sólo es innecesaria
desde un punto de vista científico, sino religiosa y moralmente superflua: sobra con la
naturaleza. Por su parte, los naturalistas sombríos afirman que, como la naturaleza es
fuente de sufrimiento y muerte, y no sólo de vida y belleza, resultaría necio establecer
una alianza religiosa con ella. A los naturalistas sombríos les entristece que el mundo
parezca tan huérfano de Dios. Sería reconfortante, admiten, saber que una providencia
benefactora gobierna el mundo, pero la honestidad científica requiere que ahora
renunciemos a confianza tan ingenua. El mundo se encamina hacia el olvido final, así
que lo mejor que podemos hacer es sentirnos orgullosos de no haber negado el destino
trágico de la naturaleza25.
En el presente estudio emplearé el término «naturalismo» para designar la
ampliamente extendida convicción, ya sea risueña o sombría, de que la naturaleza, tal
como resulta accesible a la experiencia ordinaria y al descubrimiento científico, es, a la
letra, «todo cuanto hay». Y cuando en adelante use el término «religión», me estaré
refiriendo a la creencia de que la naturaleza no es todo cuanto hay. En este sentido, el
cristianismo es una religión; pero también se trata de una religión cuyas enseñanzas
centrales acentúan la bondad - así como lo que llamaré la promesa - de la naturaleza. A
despecho de las bien conocidas dificultades históricas asociadas con Galileo y Darwin, el
cristianismo no está reñido con la ciencia, como no hace mucho subrayó Juan Pablo Ih6.
Pero el cristianismo se opone inalterablemente al naturalismo. Este libro adoptará la
posición de que no es la ciencia la que está reñida con las creencias del cristianismo y
otras religiones, sino una suerte de naturalismo materialista que suele ser confundido con
la ciencia. Cuando la fe cristiana se confronta cara a cara con la ciencia, encuentra en
ella una amiga con la que, con independencia de los errores garrafales y malentendidos
que hayan podido darse en el pasado, es capaz de conversar. Con el naturalismo, sin
29
embargo, no cabe sellar ninguna fecunda coalición'.
Como reconoció Alfred North Whitehead a comienzos del siglo xx, la ciencia se ha
metamorfoseado con frecuencia - en considerable detrimento propio - en una defensa del
naturalismo materialista28. Al proceder así, ha renunciado implícitamente a la idea de
que en el universo pueda aparecer algo nuevo de verdad. Es este dogma, y no la ciencia
misma, el que se contrapone a la esencial fe bíblica en Dios. En una perspectiva
materialista, todo descubrimiento científico no es sino un monótono sacar una vez más a
la luz lo que ya se sabía sobre la esencia íntima de las cosas. La vida, por ejemplo, es, en
realidad, «mera química». La mente no es más que materia organizándose a sí misma
bajo peculiares condiciones orgánicas. Y, en el fondo, el mundo no es real mente otra
cosa que un conjunto de rutinas físicas atemporales que se hacen pasar por materia, vida,
mente y espíritu29
Por su parte, el cristianismo cree en la eterna frescura del ser. Su Dios es un Dios
«que hace nuevas todas las cosas» (Ap 23,5). Su expectativa es que ya está siendo
creado un nuevo mundo. Así, la fe cristiana, aunque no está reñida con la ciencia, es
incomponible con el moderno naturalismo materialista que, por lógica, excluye toda
novedad semejante. Así pues, la discrepancia verdaderamente importante se da entre el
fisicalismo naturalista, por una parte, y la creencia en que el mundo puede ser renovado,
por otra.
Ciencia, libertad y futuro
Ciencia no es lo mismo que cientifismo, la creencia de que la ciencia sola puede ofrecer,
en principio, una comprensión adecuada de todo. Y, como ya he intentado poner de
manifiesto, la ciencia difiere del naturalismo científico, la creencia de que la naturaleza
es todo cuanto existe. De hecho, en lo sucesivo la ciencia puede devenir incluso más
perspicaz si desecha el anticuado naturalismo materialista que le impide llevar a cabo
una investigación abierta de lo nuevo. Si abandonara el marco estrechamente fisicalista
que ha sido su hogar durante más de tres siglos, la exploración científica podría tornarse
compatible con una cosmovisión que permita que el mundo se manifieste como en
verdad inaudito. De esta suerte aseguraría además que ella, la investigación científica,
siempre tendrá futuro. El presente libro, por tanto, verá de elucidar qué significado
podrían tener algunos de los principales descubrimientos de la ciencia caso de ser
interpretados a la luz de las expectativas cristianas. Será una teología de la naturaleza
antes que una teología natural. La teología natural aspira a mostrar que la naturaleza, en
la forma en que es conocida por la ciencia, puede decirnos algo sobre la existencia de
Dios. Por el contrario, tal como yo la entiendo, la teología cristiana de la naturaleza
intenta explicar qué significa el mundo natural cuando lo suponemos fundado en la
realidad del Dios que, en Cristo y a través del Espíritu, hace nuevas todas las cosas.
30
En el encuentro con la ciencia, la fe cristiana no necesita presentarse como
terriblemente complicada. Es simple y profunda, pero no debe parecer enrevesada. Ni
siquiera la doctrina de la Trinidad tiene por qué ser presentada de forma
innecesariamente críptica, aunque es y siempre seguirá siendo un misterio. Para
empezar, podemos exponer el núcleo de la fe cristiana en sólo tres proposiciones.
Primero, los cristianos creemos en la realidad de un misterio trascendente: origen,
fundamento y destino del universo. A este gran misterio lo denominamos «Dios». En el
pensamiento cristiano el omnímodo origen, fundamento y destino del universo es
llamado el «Padre», a quien Jesús se dirigía íntimamente como Abbá. Al unísono con la
fe de Israel, los cristianos concebimos a este Dios como un Dios que hace y cumple
promesas, insufla existencia en todas las cosas, abre el futuro y hace nuevas todas las
cosas, incluso hasta el punto de derrotar a la muerte. Como veremos, de entrada podría
parecer que la ciencia pone en entredicho la realidad de un Dios que formula promesas,
pero la concepción cristiana de Dios brinda a las mentes humanas, incluidas las de los
científicos, ilimitado espacio para respirar. Dios es el fundamento de la libertad en virtud
de ser el futuro del mundo.
Segundo, el cristianismo nos enseña que no debemos pensar sobre Dios sin pensar
antes sobre el hombre Jesús de Nazaret, a quien se conoce como el Cristo, el Mesías, el
que había sido prometido y se ha convertido en fundamento de toda esperanza. La
imagen de Jesús que ofrece la tradición cristiana es la de una persona que cura
compasivamente y que, como Hijo de Dios, tras ser crucificado, resucitó de entre los
muertos. Jesús es la encarnación misma de Dios: el eterno Logos divino, la Palabra de
Dios hecha carne. Como Señor resucitado, continúa abriendo incluso ahora la totalidad
de la creación a un nuevo futuro. Sólo en el contexto de un futuro cósmico centrado en el
Cristo resucitado podemos esperar disfrutar de la plenitud de la redención y la libertad.
Tercero, el cristianismo trata de la obra del Espíritu. De acuerdo con san Juan, los
primitivos escritos cristianos y el credo niceno, entendemos al Espíritu como Dador de
Vida. La obra del Espíritu consiste en actualizar la emergencia en la naturaleza, liberar la
vida y la conciencia de la rutina física determinista y suscitar el impulso de libertad en
las personas humanas. La vida de Jesús está movida, incluso conducida, por el Espíritu
de vida y libertad. «Para ser libres Cristo nos ha librado», escribe san Pablo, «manteneos
pues firmes y no os dejéis atrapar de nuevo en el yugo de la esclavitud» (Ga 5,1).
Cada generación de cristianos tiene que entender de forma nueva el significado de
estas palabras de san Pablo. Hoy necesitamos discernir lo que podrían denotar en
términos de las imágenes científicas del mundo. La fe de los cristianos es una llamada a
la plenitud de la libertad en el Espíritu. Pero ¿qué implica la libertad en una era marcada
por la ciencia? Al fin y al cabo, la ciencia sugiere que somos un producto de procesos
causales deterministas y, por ende, no realmente libres. Pertenecemos al universo físico,
31
en el que todo suceso es efecto de causas físicas invariantes que surgen del pasado
causal. Si formamos parte de una naturaleza sujeta a leyes, ¿cómo puede haber espacio
incluso para el libre albedrío, por no hablar de la exaltada clase de libertad sobre la que
diserta san Pablo?
Éste es uno de los muchos rompecabezas que la ciencia le plantea hoy a la teología.
En épocas anteriores, las religiones y las filosofías solían asumir que, en realidad, los
humanos no formamos parte de la naturaleza; de este modo, era más sencillo pensarnos
como seres libres. Nos veíamos a nosotros mismos como almas lastradas sólo
temporalmente por los cuerpos. En la actualidad tal creencia resulta increíble. La ciencia
ha mostrado que entre nosotros y la naturaleza no hay solución alguna de continuidad,
aun cuando nuestra existencia se extiende a un tiempo hacia lo que todavía no es. El
universo físico dio a luz a la humanidad de forma no menos gradual que a otras formas
de vida en el curso de un prolongadísimo periodo de tiempo. Somos seres tan naturales
como las bacterias, los árboles y los roedores. Entonces, ¿cómo podemos afirmar
verosímilmente que somos libres sin negar nuestra simultánea condición de seres
naturales?
En la actualidad necesitamos afrontar de forma directa tales preguntas. Cuando hablo
de «nosotros», no sólo me refiero a los cristianos, sino también a los miembros de otras
tradiciones religiosas. En este libro hablaré desde una perspectiva cristiana procurando
tener en mente al mismo tiempo las implicaciones de la ciencia para otras tradiciones.
De manera aplicable asimismo a la más abarcante historia (story) de las religiones sobre
la Tierra argumentaré que la teología cristiana debe seguir creciendo en presencia de los
desafíos científicos, pero sin renunciar a la esperanza en una nueva creación. Hoy, la
teología debe adaptarse más y mejor a la evolución biológica y al universo en expansión,
realidades que, a juicio de muchas personas embarcadas en una búsqueda sincera, han
sobrepasado en magnitud y poder explicativo a nuestras ideas tradicionales sobre Dios.
Por consiguiente, la teología de la naturaleza debe hacer patente cómo la reflexión
teológica puede ofrecer un ambiente amplio y generoso para el trabajo de la ciencia. El
cristianismo, por supuesto, no puede introducir ninguna información científica nueva.
No está en condiciones de determinar si tal o cual idea científica es verdadera o falsa.
Pero un marco teológico cristiano puede liberar a la ciencia de sistemas de creencias -
tales como el naturalismo científico - que hacen el mundo demasiado pequeño para la
coexistencia de la teología y la indagación científica desprejuiciada30
La promesa de la naturaleza
En Cristo, el misterio último que engloba a todo ser creado se revela como amor de auto-
donación y como futuro salvífico. ¿Qué aspecto deberíamos esperar que tuviera entonces
el universo a la luz de la humildad y la promesa divinas que lo envuelven? Mi propuesta
32
es que una fe configurada por la conciencia cristiana del amor auto-limitador de Dios -
un amor que abre el futuro para la nueva creación - debería haber preparado ya nuestras
mentes y corazones para la clase de universo que la ciencia ahora está extendiendo ante
nuestros ojos.
Durante el último siglo y medio, la ciencia ha demostrado que el universo es un
proceso que todavía está desplegándose, inconmensurablemente más vasto y antiguo que
lo que hasta ahora habíamos imaginado. El cosmos surgió mucho antes del comienzo de
la historia humana, de Israel y de la Iglesia. Parece que la visión creadora de Dios para el
mundo se extiende mucho más allá de los límites terrestres y las preocupaciones
eclesiásticas. No obstante, la teología cristiana de la naturaleza emana de - y trata de
mantenerse fiel a- las enseñanzas de la comunidad de esperanza conocida como la
Iglesia. Inspirada por la «nube de testigos» (Heb 12,1) que ha mantenido viva la
esperanza desde tiempos de Abrahán, apuesta por la aplicabilidad de la perspectiva
promisoria de la fe bíblica a la realidad cósmica en toda su inmensa anchura y
profundidad: «Porque has exaltado hasta el cielo tu promesa», exclama el salmista (Sal
138,2). Así, al menos desde la atalaya de la fe bíblica, todos estos billones de años que
precedieron a la aparición de Israel y el cristianismo estaban ya sembrados de promesa.
Con los ojos de la esperanza todavía se puede percibir una veta de promesa en este
ambiguo cosmos. La esperanza genuina, lejos de conducir a ilusiones escapistas, abre un
espacio en el que la mente científica puede respirar con mayor libertad que en la
inmovilizada atmósfera del materialismo moderno. La esperanza nos permitirá ver que el
mundo que nos muestra la ciencia contemporánea siempre ha poseído carácter
anticipatorio. Ha estado invariablemente abierto a futuras sorpresas, aunque el
pesimismo naturalista no haya sabido percibirlo así. Desde el principio, el universo se ha
expandido hacia la actualización de posibilidades nuevas y sin precedentes. Y sigue
haciéndolo, en especial a través de su más reciente invención evolutiva: la conciencia
humana. A través de nuestras incursiones de esperanza, el universo sigue buscando ahora
su futuro, un futuro a cuya profundidad última podemos darle el nombre «Dios».
Una vez que el fenómeno de la mente irrumpió en la escena terrestre, la emergente
tensión del mundo hacia el futuro tomó por doquier la forma de la aspiración religiosa.
En Occidente afloró en la esperanza que asociamos con Abrahán, con los profetas y con
Jesús. Debido a su orientación hacia líneas de causación anteriores y más simples, la
ciencia no sabe nada de una promesa ínsita en la naturaleza, ni tampoco deberíamos
esperar tal cosa de ella. No obstante, que la ciencia no pueda predecir con exactitud la
forma concreta de la novedad real que emergerá en el futuro no es razón para asumir que
los futuros sucesos cósmicos violarán de uno u otro modo las leyes de la física, la
química y la biología. Aunque seguirán funcionando como antes, los hábitos predecibles
de la naturaleza adoptarán un espectro indefinido de configuraciones inéditas.
33
El significado de los milagros
Esta concepción de la naturaleza desde la óptica de la promesa brinda a la teología, a mi
juicio, la forma más apropiada de abordar los milagros. El mayor obstáculo que una
persona científicamente cultivada encuentra para aceptar la fe cristiana suele ser el hecho
de que ésta habla de signos y milagros que parecen vulnerar las inviolables leyes natura
les de las que depende la credibilidad de la propia ciencia. Más adelante señalaremos,
por ejemplo, que Albert Einstein rechazaba toda forma de teísmo bíblico porque éste
cree devotamente en un Dios personal y responsivo de quien se afirma que es capaz de
escuchar nuestras oraciones y obrar milagros. Para Einstein, la existencia de un actor
sobrenatural con poder para intervenir en un mundo sujeto a leyes suspendiendo sus
operaciones predecibles es incompatible con la ciencia. La cual debe asumir, insiste
Einstein, que la naturaleza no admite excepciones de ningún tipo. Después de todo, ¿qué
sentido tendría que los científicos formularan leyes inmutables de la física si la
naturaleza pudiera marchar en direcciones impredecibles en cualquier momento en que a
ella - o a Dios - así se le antojara?
Estoy convencido de que los teólogos tienen que ser sensibles al hecho de que, para
muchas personas científicamente cultivadas, la creencia en los milagros representa un
gran obstáculo en el camino hacia la fe. Debemos ser suficientemente honestos para
preguntarnos si las enseñanzas cristianas, al insistir en una comprensión simplista y
literal de los milagros, no han arrojado una falsa piedra de escándalo en el camino de
muchos que, desde otros puntos de vista, tal vez podrían sentirse profundamente atraídos
por el cristianismo. La misma preocupación vale para la cuestión de cómo interpretar la
resurrección de Jesús de los muertos. Creando a la gente la impresión de que la
resurrección y los relatos de milagros son literalmente «violaciones» de la naturaleza`,
¿no hemos perdido quizá de vista su sentido real, convirtiéndolos al mismo tiempo
innecesariamente en obstáculos para la fe auténtica?
En el intento de armar una respuesta a estas preguntas, un punto de partida apropiado
podría ser entender la resurrección de Jesús y, por analogía, su vida y sus obras
poderosas (llamadas en ocasiones «milagros») como violaciones no de la naturaleza o de
la ciencia, sino de toda visión del mundo que haga de la muerte el estado más
fundamental, el estado «normal», de ser. Como argumentaré por extenso más adelante, el
mundo moderno alberga, junto con muchas otras vetas de pensamiento, una «ontología
de la muerte». Tanto el teólogo Paul Tillich como el filósofo Hans Jonas aplican esta
impresionante denominación al supuesto naturalista moderno de que todo lo vivo
procede de, es ex plicable por y está destinado a regresar a un estado de absoluta
ausencia de vida32. La resurrección no sólo revoca la muerte de Jesús o de la totalidad
de los seres humanos; también se opone a toda concepción del universo que concede
ultimidad explicativa a lo que está muerto. Así pues, desde un punto de vista
34
epistemológico, nuestras mentes deben ser conmutadas a una clave anticipatoria con
objeto de que se ajusten a las implicaciones de la resurrección de Jesús, así como al
significado de los relatos de milagros incluidos en la Biblia.
La ontología de la muerte sostiene que el estado de ser más probable, natural e
inteligible es la muerte, no la vida. Consciente de que ni su prioridad cronológica en la
historia de la naturaleza ni su extensión en el espacio conceden a la materia inerte un
estatuto ontológicamente fundacional, la fe en la resurrección impugna semejante visión
de la realidad. Además, resistirse a las presuposiciones fundamentadoras del
materialismo en absoluto comporta oponerse a la ciencia. La fe cristiana contradice toda
visión del mundo que prohíba la irrupción de un novum ultimum («lo definitivamente
nuevo»), pero ello no implica que se oponga a la ciencia. Por muy específica que sea la
interpretación que demos de los relatos neotestamentarios de las acciones de Jesús y del
hecho de que fuera resucitado de entre los muertos, si no nos percatamos de que tales
acciones son escatológicas de todo en todo, se nos escapará su sentido. Lo que los
autores del Nuevo Testamento están intentando comunicar en sus narraciones de la vida
de Jesús, así como de sus palabras, sus obras poderosas (dynameis en griego) y su
resurrección de entre los muertos, es la irrupción de un futuro radicalmente nuevo en la
persona del Nazareno. Pero tal irrupción del futuro no significa el colapso de la
naturaleza, de suerte que la ciencia en cuanto tal no se ve perturbada.
Para escuchar apropiadamente el testimonio de los evangelistas o de san Pablo sobre
el Señor resucitado, tal vez necesitemos que nuestros pensamientos y nuestra
sensibilidad sean transformadas de arriba abajo por la cosmovisión anticipatoria de la
Biblia. Sin embargo, justo esta visión del mundo, una metafísica del futuro, es la
verdadera piedra de escándalo que acompaña a la fe cristiana en una era dominada por la
ciencia. Exigir a los científicos que acepten la resurrección sencillamente como un
acontecimiento pasado que violó la naturaleza y las leyes de la ciencia sólo supone un
innecesario obstáculo de cara a abrazar una vida de esperanza cristiana. Es innecesario y,
a la vez, engañoso hacer tragar a personas científicamente cultivadas la idea de que los
actos redentores de Dios son, en esencia, una interrupción de la cadena continua de
causas y efectos en la naturaleza o pedirles que crean que Dios ha de suspender las leyes
de la física para dar respuesta a nuestras oraciones.
Sin embargo, remover estos obstáculos no le bastará a la teología de la naturaleza
para hacer al cristianismo más fácil de aceptar. Esto requerirá un salto mayor que los
dados hasta ahora, pero al menos no será un salto que exija repudiar los bien establecidos
resultados de la ciencia empírica. Para abrazar la fe en la resurrección, será necesario un
paso drástico, algo perturbador del mundo y agitador del alma; pero la integridad
intelectual no tendrá por qué quedar comprometida por ello. Tras afrontar el reto real del
cristianismo, tal vez pueda parecer incluso más sencillo y tentador, aunque ciertamente
35
no tan aventurado y fascinante, retomar la comprensión de los milagros y la resurrección
como meras formas divinas de mostrar que las leyes de la naturaleza pueden ser
transgredidas. El cristianismo exige algo mucho más consecuente que semejante
credulidad. Si queremos alcanzar una comprensión adecuada de Dios, de la naturaleza y
de nosotros mismos, es necesario transformar nuestra entera concepción del universo.
Tal transformación puede producirse, creo, sin tener que rechazar o modificar nada de lo
que hemos aprendido de la ciencia. A la ciencia en cuanto tal no le afecta este proceso de
conversión. Lo que está en tela de juicio es la firmemente arraigada ontología de la
muerte que subyace a la visión naturalista del mundo. Lo que se verá amenazado es el
supuesto común de que en el estado de ausencia de vida y mente es posible hallar una
comprensión fundamental de la naturaleza.
En resumen, la auténtica invitación del cristianismo es un requerimiento a dejarnos
apresar y sacudir por el poder del futuro que alborea ahora y siempre. El reto de aceptar
la noticia de la resurrección de Jesús y sus obras maravillosas es inseparable de la
llamada a creer que el universo entero se halla inmerso en un proceso de transformación
creadora. El verdaderamente importante desafío de la fe consiste en resistir la siempre
intensa, pero simplista y debilitadora, inclinación a ver el mun do como basado en un
pasado físico muerto y en aprender, en vez de ello, a percatarnos de que el mundo, en
palabras de Teilhard de Chardin, descansa en el futuro como único fundamento. El
verdadero reto de la fe cristiana en la era de la ciencia radica en caer en la cuenta de la
primacía ontológica de la vida sobre la muerte, esa muerte que los materialistas
consideran el estado normal, natural y más inteligible de ser. Estas reflexiones las
elaboraré más por extenso en los capítulos 8 y 9.
Sugerencias para una ulterior lectura y estudio
KELLY, Anthony, Eschatology and Hope, Orbis Books, Maryknoll (New York) 2006.
KiNG, Thomas M., Teilhard's Mass: Approaches to «The Mass on the World», Paulist,
New York 2005.
MOLTMANN, Jürgen, Theology of Hope: On the Ground and Implications of a
Christian Eschatology, Harper & Row, New York 1967 [trad. esp. del orig. alemán:
Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1989=].
PETERS, Ted, God - The World's Future: Systematic Theology for a New Era, Fortress,
Minneapolis 2000.
36
LA fe cristiana brota de la escucha de la «palabra» de Dios. Pero esta escucha presupone
un trasfondo de silencio en el que la palabra siempre ha estado envuelta. La escucha de
la palabra de Dios no puede acontecer al margen de nuestra tácita percepción de un
ámbito oculto de misterio desde el que es pronunciada la palabra. Ni tampoco podría
suscitar la palabra de Dios veneración y sobrecogimiento en nosotros de no mediar, al
menos, una vaga percepción de la inagotable profundidad que permanece sin ser dicha.
Sin una cierta conciencia de misterio, la fe se queda insulsa.
Pero ¿no ha acabado la ciencia con el misterio? O, en el mejor de los casos, ¿no lo ha
hecho menos imponente? ¿No está la ciencia sacando ahora todo a la clara luz del día?
¿Acaso no tiene la ciencia como objetivo «eliminar» el misterio, como en su día dijo un
famoso científico de Harvard'? Es posible que «misterio» equivalga a lo que todavía no
ha sido plenamente clarificado por el método científico. Así, ¿no cabe pensar que, a
medida que avance el conocimiento humano, quizá se reduzca el ámbito del misterio e
incluso termine desapareciendo por completo?
La supresión de la conciencia de misterio es un acontecimiento relativamente
reciente. Durante el breve periodo humano de la larga historia de la Tierra, la mayoría de
las personas en la mayoría de los luga res han sentido que un incomprensible misterio
envolvía tanto sus vidas como el mundo natural. Lo han nombrado y domeñado de
diferentes maneras, pero una premonición del misterio ha impedido que su mundo
parezca plano. El pálpito de horizontes ilimitados más allá del mundo inmediato ha
llevado a chamanes, profetas, místicos y visionarios a emprender algunos de los viajes
más fascinantes de la historia de la exploración.
Pero ¿qué pasa si estos viajes no conducen a ninguna parte y el misterio no es más
que otro nombre para el vacío ilimitado? Tal es, de hecho, la creencia de quienes afirman
que la naturaleza es todo cuanto existe y que la ciencia es el único camino fiable para
llegar a conocerla. Por otra parte, nuestras tradiciones religiosas han dado por supuesta la
eternidad del misterio. En efecto, su discurso no tiene más referente significativo que la
elusiva permanencia del misterio. Así, antes de abordar las preguntas más específicas
que la ciencia plantea a la teología cristiana - temas relacionados con cosmología y
creación, evolución y providencia, química de la vida y creatividad de Dios, ley
científica y libertad humana-, uno tiene que decidir si el misterio es real o quizá nada
más que una pretenciosa etiqueta para una inefable vacuidad que nos rodea, a nosotros y
37
a nuestro mundo.
Si la fe cristiana quiere ser creíble en una era marcada por la ciencia, el misterio debe
significar más que mera vacuidad. A despecho de su escurridizo silencio, debe imprimir
en nosotros una plenitud de ser antes que un huero abismo. El misterio tiene que ser
inmune a todo proceso de erosión ocasionado por los avances de la ciencia. A medida
que la ciencia crece en perspicacia, es necesario permitir que la conciencia de lo
misterioso, lejos de decrecer, se intensifique. Si la ciencia menoscabara de un modo u
otro nuestra conciencia del alcance ilimitado del misterio, como proponen muchos
intelectuales modernos, entonces se opondría inevitablemente a la religión.
Además, la idea de revelación no puede llegar a ser teológicamente inteligible a
menos que sus receptores adquieran primero una apreciación «pre-revelacional» del
misterio. Al margen de semejante atención fundacional al misterio, cualquier palabra
divina que venga a nosotros no conseguirá asirnos ni vivificarnos. Sin una conciencia
previa de una dimensión trascendente en la que la palabra y la revelación de Dios han
estado «guardadas desde antiguo» (Ef 3,9), la autorrevelación real de Dios que los
cristianos creen que tuvo lugar en Cristo no podría ser comunicada con fuerza.
La persistencia del misterio
El misterio solía ser palpable para la mayoría de la gente. Era a la vez cercano y distante,
una profundidad oculta y una presencia íntima. Era el abismo del cual surgió el mundo
físico y en el cual estaban perennemente plegados todos los acontecimientos transitorios.
El misterio incomprensible trascendía el mundo, pero también envolvía e impregnaba
todo. Era el «origen» último del mundo, así como el «destino» último de todo lo que
atraviesa el tiempo. La fe cristiana siempre ha afirmado haber contemplado en esta
infinita dimensión de profundidad el rostro mismo de Dios saliendo al encuentro de la
creación para llevarla a su plenitud, un rostro que se ha revelado en el hombre Jesús'. Sin
el telón de fondo del misterio infinito, la fe cristiana en conjunto habría parecido vacua.
No habría existido espacio para recibir al mundo de la creación como don ilimitado y
promesa a la espera de cumplimiento.
Sin embargo, en especial desde el inicio de la revolución científica, el mundo ha
llegado a parecer menos misterioso que antes, al menos a ojos de muchas personas
cultas. Es difícil determinar hasta qué punto se ha secularizado la conciencia humana
precisamente en Occidente3, pero los naturalistas científicos afirman que el espacio de la
fe se ha reducido en proporción directa al avance del conocimiento científico. La fe es
imposible sin misterio, pero el misterio parece haberse desvanecido, al menos para
muchos. ¿Y a dónde ha ido? ¿Acaso está sencillamente oculto para no ser percibido? ¿O
es que quizá nunca estuvo ahí, para empezar? Tal vez el misterio sea un producto ficticio
38
de la ignorancia humana, destinado a menguar conforme crezca el conocimiento. Quizá
la naturaleza sea reducible a lo que la ciencia puede diseccionar y controlar. En tal caso,
toda atención que se le preste al misterio en la actualidad es mero devaneo que no hace
más que retrasar el avance de la ciencia.
A la vista de tales impresiones, el primer paso de nuestra indagación sobre la
relación de la ciencia con la fe cristiana debe ser, pues, preguntarnos si el misterio
todavía incide de algún modo en la conciencia humana, incluso después de que,
supuestamente, los físicos, geólogos, biólogos y astrónomos hayan desmitificado el
mundo. Si hoy no conseguimos mantener o recobrar una impresión fuerte de que el
mundo y nuestras vidas aún habitan en el misterio ilimitado, la fe cristiana -y con ella,
por supuesto, todas las demás tradiciones religiosas- se antojará vacía e ilusoria. La
conciencia del misterio sagrado que llamamos «Dios» quedaría entonces
desenmascarada como carente de sustancia interior y como referida tan sólo a un
constructo imaginario enraizado en el hastío del mundo y en el deseo humano de escapar
de la naturaleza. En tal caso, la afirmación cristiana de que en Cristo se ha «revelado»
algo de suma importancia sería un sueño vaporoso antes que una erupción volcánica. Si
no puede sobrevivir al desencantamiento naturalista del mundo que ha ensombrecido la
modernidad científica, la revelación apenas captará nuestra atención ni tendrá poder
iluminador.
Por consiguiente, voy a sostener que el misterio perdura y que los seres humanos
existimos todavía dentro de su alcance, incluso cuando intentamos huir de él. La
orientación hacia el misterio es un rasgo estructural de la existencia humana, no un
apéndice opcional propio de rezagados pre-científicos. Los seres humanos estamos
abiertos por naturaleza no sólo al mundo, sino también a una alteridad trascendente,
mucho antes de que alberguemos cualquier convicción real de estar siendo interpelados
por una palabra reveladora4. A todos se nos ofrece una revelación «general» del misterio
antes de ser encontrados en la historia por la revelación «especial» asociada a Cristo y a
las promesas divinas. Antes de oír la palabra de Dios, ya hemos sentido - todos nosotros
- la presencia del misterio, aunque intentemos negarla o suprimirla.
San Pablo (Rm 1,19) usa el verbo griego phaneróó («hacer manifiesto») cuando dice
de los seres humanos en general que «lo que se puede conocer de Dios les está
manifiesto, ya que Dios se les ha manifestado». Y luego, al hablar de la revelación
especial que acontece en Cristo, emplea el mismo verbo: «Pero ahora, prescindiendo de
la ley, se revela esa justicia de Dios que salva por la fe en Jesús como Mesías, válida sin
distinción para cuantos creen» (Rm 3,21-22). Pablo asume que, incluso
independientemente de la experiencia que los cristianos tienen de su Señor resucitado,
existe una revelación general de la pre sencia graciosa de Dios a todas las gentes y que
éstas ya deberían haber respondido a su realidad5. En consecuencia, san Lucas, en los
39
Hechos de los Apóstoles, presenta a Pablo diciendo a los atenienses: «Al que veneráis
sin conocerlo yo os lo anuncio» (Hch 17,23)6. Análogamente, en el prólogo del
evangelio de Juan, se afirma que la Palabra de Dios ilumina a todos (Jn 1,9). Y el
consenso de muchos autores cristianos desde los orígenes ha sido que, aun cuando nunca
hayamos oído hablar explícitamente de Cristo, nuestra existencia y nuestra conciencia ya
han sido tocadas por el misterio que él hace manifiesto. Aun al margen de la experiencia
de la revelación cristiana, ya hemos sido atraídos hacia la inefable profundidad de ser a
la que los cristianos se refieren con el nombre de «Dios».
Y, sin embargo, como he señalado más arriba, a un sinnúmero de sofisticados
pensadores le parece que la ciencia ha desterrado el misterio del mundo de la experiencia
humana'. Para muchos de nuestros contemporáneos, la intuición del misterio se ha
desvanecido, mayormente porque la ciencia nos ha dado a conocer mucho que antes
desconocíamos. La ciencia sobresale a la hora de mostrar que lo que a primera vista
parece extraordinario es, en realidad, bastante normal. Asume que cualquier fenómeno,
una vez que lo hemos comprendido especificando sus causas físicas y las invariables
leyes físicas a las que obedece, deja de ser un misterio. Así, la teología debe preguntarse
en qué punto de nuestras vidas podría incidir persistentemente ese misterio, aun en un
mundo desentrañado por la ciencia. Conforme la naturaleza es sometida más y más a
nuestro control cognitivo, ¿resta algún lugar en el que quepa esperar que el misterio siga
acechando en no disminuida plenitud? Incluso en la era de la ciencia, ¿podemos localizar
todavía una dimensión de infinita profundidad y, por tanto, una referencia elástica para
nuestras palabras sobre Dios?
Misterio y problema
Según el naturalista duro, nuestra conciencia del misterio terminará desapareciendo si la
ciencia continúa dilatando el conocimiento humano de causas eficientes y materiales.
Como lo formuló poco antes de su prematura muerte el sumamente respetado físico
Heinz Pagels, «ahora que los astrofísicos entienden la física del Sol y las estrellas y la
fuente de su poder, han dejado de ser los misterios que antes eran. Hubo un tiempo en
que la gente adoraba al Sol, sobrecogida ante su poder y su belleza. En la cultura actual,
a diferencia de nuestros antepasados, ya no adoramos al Sol, ni lo vemos como una
presencia divina». Pagels reconoce que muchas personas «todavía se involucran en la
profundidad de sus sentimientos con el universo como un todo y consideran misterioso
su origen». Pero a medida que progresa la física, confiesa, «la existencia del universo no
contendrá ya, para quienes opten por entenderla, más misterio que la existencia del Sol».
Así, «según madura el conocimiento de nuestro universo, ese antiguo atemorizado
sentimiento de admiración ante su tamaño y edad parece cada vez más inapropiado, una
sensibilidad residual de una época ya pasada»8.
40
Sin embargo, ¿habla Pagels de misterio o de problemas? Con Gabriel Marcel, creo
que aquí es necesaria una clara distinción9. Un «problema» es una laguna provisional en
nuestros esfuerzos por entender y conocer. En consecuencia, es legítimo esperar que un
problema se mitigue y termine desvaneciéndose conforme los científicos vayan
ocupándose de él. Por su parte, «misterio» es mucho más que una etiqueta para nuestra
actual ignorancia. Es infinitamente más que un espacio vacío que espera a ser llenado
por medio del trabajo científico u otros logros intelectuales y tecnológicos cualesquiera.
De hecho, el misterio es capaz de ocupar un lugar tanto más preponderante en nuestra
experiencia cuanto más clara devenga nuestro saber científico o cuanto más fácilmente
cedan al control tecnológico los patrones físicos inscritos en la naturaleza. El misterio se
asemeja a un horizonte que no cesa de alejarse de nosotros hacia lo inalcanzable según
nos ocupamos de - y eventualmente resolvemos - los problemas más manejables que
tenemos a mano.
A diferencia del misterio, un problema puede ser resuelto y ventilado definitivamente
haciendo uso de la creatividad humana. Por su parte, el misterio se resistirá siempre a
una solución semejante. En vez de menguar a medida que los científicos devengan más
agudos, la conciencia de misterio puede hacerse, de hecho, mayor y más profunda, al
menos para quienes se dejan llevar y transportar por él. A diferencia de un problema, el
misterio no puede ser encerrado dentro de claras fronteras intelectuales. Antes bien,
escapa a todos nuestros esfuerzos de someterlo a control intelectual. Los problemas
pueden ser eliminados. El misterio, por su parte, se resiste fieramente a todos los
esfuerzos por embotellarlo y ponerle tope.
Pero, una vez más, dentro de nuestra experiencia y comprensión, ¿dónde
encontramos, de hecho, tal tenaz persistencia del misterio? Más adelante abordaré esta
pregunta y ofreceré ejemplos al respecto, pero primero quiero dejar claro que existen al
menos algunos científicos prominentes que afirman estar bastante abiertos al misterio.
Quizá el ejemplo más distinguido sea Albert Einstein. Para este gran físico, el misterio
significa una dimensión del universo que de por vida permanecerá incomprensible para
la ciencia y no será mermada por ella. El misterio, insiste Einstein, siempre nos
acompañará, de suerte que los científicos nunca serán capaces de alcanzar el fin de su
emocionante viaje de descubrimiento. «La más hermosa experiencia que podemos tener
es la del misterio», escribe Einstein. Y «quien no la conoce ni puede ya admirarse, quien
no puede ya maravillarse, es como si estuviera muerto». Luego, concluye: «Este
conocimiento y esta emoción es lo que constituye la auténtica religiosidad»10.
Aun cuando rechaza la idea de un Dios personal y niega la posibilidad de toda
revelación especial, Einstein sigue considerándose religioso. Para él, la religión consiste
en el cultivo agradecido de la conciencia de que el mundo está englobado en un misterio
no eliminable. Y la mejor prueba de la existencia del misterio es que el universo sea
41
inteligible. La ciencia nunca puede captar o entender por qué esto es así: ha de aceptarlo
como un hecho dado. Según Einstein, es especialmente en la pregunta de por qué el
universo tiene sentido donde el pensamiento científico topa con una barrera insuperable.
El misterio permanece... incluso después de la ciencia.
Experiencias límite
Sin embargo, ¿dónde se manifiesta el misterio en las vidas de personas menos
extraordinarias que Einstein? Una posible respuesta es que el misterio lo
experimentamos de la manera más abrupta en las experiencia límite que, antes o
después, toda persona vive". En sentido amplio, una experiencia límite es cualquier
ocasión en la que perdemos la sensación de tener todo bajo control. Puede tratarse de un
momento de gran alegría, tragedia o incertidumbre espiritual. Una experiencia límite
puede ser un suceso en el que el destino, la muerte, la culpa o la duda sobre el sentido de
nuestras vidas nos amenaza o abruma. La mayoría de nosotros hemos sentido en algún
momento la contundente irrupción en nuestra existencia de algo inmanejable. Nos
rozamos con ello siempre que somos incapaces de encontrar respuestas claras e
inequívocas a preguntas como de dónde venimos, cuál es nuestro destino y qué
deberíamos estar haciendo con nuestras vidas. Los momentos de terror, culpa y duda,
pero también las ocasiones de gran alegría, nos exponen de forma excepcional a límites
que siempre están presentes, pero no siempre son perceptibles. Las experiencias límite
suscitan preguntas «últimas». Otras preguntas más mundanas nos ocupan durante la
mayor parte de nuestra vida, pero en ocasiones se desencadenan terremotos que parecen
abrir un abismo bajo nuestros pies. Tales terremotos acontecen, por ejemplo, cuando
experimentamos fracasos personales, enfermamos de gravedad o nos embarga la tristeza
a resultas de la muerte de algún ser querido. Tales perturbaciones nos exponen a un
abismo del que instintivamente huimos, pero que puede llevarnos asimismo a una
dimensión de profundidad donde la esperanza se impone al miedo y a la tristeza.
En la experiencia de nuestros límites, somos invitados a decidir: ¿debemos entender
el misterio como una plenitud infinita o como un vacío insondable? ¿Debemos acogerlo
como un vacío absoluto que hace que todo esfuerzo resulte, en último término, vano? ¿O
debemos confiar en él, dejándole que transforme nuestras vidas y haga más profunda
nues tra comprensión de nosotros mismos y del universo? ¿Podemos permitirnos el
atrevimiento de dejarnos asir por el misterio o debemos aferrarnos más bien a la banal
seguridad del mundo ya dominado?
Paul Tillich se refiere al misterio como profundidad y afirma que, en esa
profundidad, late la posibilidad de un gozo insuperable'. También las religiones enseñan,
por regla general, que, en las profundidades de un misterio demasiado abisal para ser
comprendido, la tragedia puede transformarse en triunfo. Los primeros cristianos, por
42
ejemplo, pasaron del desaliento que se apoderó de ellos inmediatamente después de la
crucifixión de Jesús a la profunda experiencia de la presencia resucitada del Maestro y la
efusión de su Espíritu. El misterio es un abismo y, a la vez, un fundamento. Repele, pero
también atrae, en ocasiones con una fuerza irresistible13.
Tal vez sea la percepción vaga y anticipatoria del ilimitadamente fascinador y
plenificante horizonte de misterio lo que nos permite darnos cuenta, por vía de contraste,
de la normalidad de nuestros mundos cotidianos. Sólo merced a la estructural apertura de
nuestro ser a lo que es «más» podemos los seres humanos experimentar la monotonía de
lo que es «menos». Otras especies de seres sensitivos nunca tienen, según parece, la
experiencia de un vacío intolerable. Para las personas, sin embargo, la capacidad de
sentir tedio en la vida es consecuencia de gozar ya de una vislumbre del mundo de
misterio abierto de par en par que ronda en los márgenes de lo mundano, amenazando - o
prometiendo- renovarnos y vivificarnos.
Es también nuestra connatural anticipación del misterio ilimitado lo que nos inspira a
imaginar mundos alternativos, ya sea en la forma de cuentos de hadas, utopías o
escatologías. Así, incluso en sus formas más crudas, nuestra expectativa de «más» no es
reducible por entero a mera ilusión. Tal vez las piruetas imaginativas que realizamos no
siempre son meros deseos pueriles, aun cuando probablemente hay un toque de
ingenuidad en la mayoría de nuestras visiones de mundos mejores. Pero, en el fondo, la
impetuosidad visionaria que nos caracteriza quizá deriva del hecho de que, en algunos
niveles de nuestro ser y nuestra conciencia, ya hemos sido asidos por un misterio
infinito. Tal es la razón de que nuestros corazones están tan inquietos, como observó san
Agustín. El misterio no es un vacío absoluto, aunque así pueda parecerlo al principio;
antes bien, se trata de una elusiva plenitud de ser que no podemos asir porque ella ya nos
ha asido. Lo que la teología cristiana llama «revelación» es el medio a través del cual
somos tocados por el misterio y reconciliados con él.
Buena parte del riesgo, la aventura y la seriedad de la vida humana radica en que
cada uno de nosotros ha de decidir si el misterio es un vacío sin fondo o una plenitud
demasiado grande, generosa y creativa para ser comprendida. ¿Es el misterio una
invitación a la desesperanza o más bien a la esperanza? Las religiones han intentado
ayudarnos a tomar una decisión sobre el carácter del misterio. Han buscado un rostro,
una personalidad - y, en ocasiones, numerosas personalidades - emanada de la
impenetrable bruma que nos rodea a nosotros y rodea al universo. A veces han luchado a
muerte entre sí para determinar qué rostro debía ser considerado fundamental o incluso
si era apropiado asignar un rostro cualquiera al misterio. Las religiones han tenido, por
regla general, sentimientos ambiguos en relación con sus imágenes de misterio,
aferrándose en ocasiones a ellas como ídolos, desechándolas otras veces con el fin de
liberarse de la esclavitud a ellas. Después de todo, ninguna imagen puede revelar
43
adecuadamente las silentes profundidades del misterio; no obstante, los símbolos son
esenciales si las religiones quieren decir algo sobre el misterio. En consecuencia, la vida
religiosa oscila, a veces de manera tumultuosa, entre los extremos de la idolatría y la
iconoclasia, entre la certeza y la duda.
Preguntas límite
El misterio se manifiesta asimismo en lo que el filósofo Stephen Toulmin denomina
«preguntas límite»14. Son preguntas que surgen, por ejemplo, en la frontera o en los
límites de la indagación científica. El misterio acecha detrás de tales límites. Cuando se
hallan inmersos en la búsqueda científica de la verdad, la mayor parte del tiempo los
investigadores no están reflexivamente pendientes del misterio. Estarlo supondría una
distracción de catastróficas consecuencias. No obstante, el misterio se asoma desde los
márgenes de sus investigaciones y se ma nifiesta de forma dramática, de repente, cuando
los científicos se plantean preguntas tales como por qué dedicarse a la ciencia. Mientras
trabajan activamente en problemas concretos, la sensibilidad para el misterio no forma
parte explícita de la conciencia de los científicos. Con todo, conduciendo a casa desde el
trabajo un día cualquiera, el científico reflexivo tal vez se pregunte de súbito: «¿Por qué
me tomo la molestia de hacer ciencia? ¿Cuál es el sentido de mi trabajo? ¿Merece
realmente la pena gastar mis días buscando la verdad? ¿Qué sentido tiene todo esto?».
He aquí preguntas límite, bastante diferentes de los problemas resolubles que se dan
dentro de la ciencia. Surgen sólo en el borde de la investigación científica y, a diferencia
de los problemas, no admiten «solución» alguna. Las preguntas límite nunca
desaparecen, puesto que lo que invita a la persona a formularlas es la perdurable realidad
del misterio incomprensible. A tales preguntas dirigen propiamente su atención las
religiones`. Por consiguiente, siempre que la gente se refiere a textos sagrados como si el
propósito de éstos incluyera el tratamiento de lo que, de hecho, son preguntas científicas
- tales como si Plutón es un planeta o si la teoría de cuerdas puede añadir algo
significativo a nuestra comprensión del universo-, se genera confusión. La mejor manera
de entender la religión y la teología es como respuestas a preguntas límite, no como
soluciones a problemas particulares que la ciencia puede resolver por sí sola.
Lo anterior se parece a un principio que Galileo propuso en el siglo xvii y que san
Agustín había formulado ya algunos siglos antes. En su notable «Carta a la Gran
Duquesa Cristina», Galileo llama la atención sobre el hecho de que algunos de sus
adversarios eclesiásticos habían asumido erróneamente que los autores bíblicos
pretendían ofrecer, junto con un mensaje religioso, proposiciones precisas sobre el
mundo natural. El problema con este supuesto, señala, es que si se demostrara que las
impresiones bíblicas sobre la naturaleza a veces son falsas, como se deduce de las ideas
de Copérnico y de sus propios descubrimientos, no habrá nada que impida a la gente
44
1 cristianismo y_ciencia_hacia_una_teología_de_la_naturaleza
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  • 1.
  • 2. 2
  • 3. 3
  • 5. Hacia una teología de la naturaleza 5
  • 6. 6
  • 7. Prólogo, por PETER C.PHAN Prefacio 1. La ciencia y la esperanza cristiana La simplificación científica Un nuevo día para el universo Ciencia, libertad y futuro La promesa de la naturaleza El significado de los milagros Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 2. Ciencia y misterio La persistencia del misterio Misterio y problema Experiencias límite Preguntas límite Misterio y revelación especial Dios y el universo El problema de la revelación especial Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 3. Ciencia y revelación El don de una imagen La imagen revelada del cristianismo 7
  • 8. La humildad de Dios La promesa divina La tarea de la teología de la naturaleza Resumen y conclusión Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 4. ¿Qué acontece en el universo? Teología y pesimismo cósmico Legalidad e indeterminación ¿Puede tener el universo una finalidad? Conclusión Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 5. Teilhard de Chardin y la promesa de la naturaleza La carrera de Teilhard La visión de Teilhard Teilhard como científico El universo de Teilhard: ¿qué fue lo que «vio»? Una nueva espiritualidad El esfuerzo moral y la fugacidad del universo Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 6. Evolución y providencia divina La tarea de la teología después de Darwin ¿Mera confianza? La providencia, ¿una forma de pedagogía? 8
  • 9. Hacia una teología de la evolución La teología y el sufrimiento de la vida sensitiva Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 7. Cosmología y creación La creación y la «gran explosión» (big bang) El trasfondo científico ¿Implicaciones teológicas? Conflación y creación Conflicto Contraste Contacto Confirmación Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 8. La vida y el Espíritu Los orígenes del naturalismo La extensión cósmica de la ausencia de vida ¿Espacio para la teología? Relacionar ciencia y teología Explicar la vida Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 9. Ciencia, muerte y resurrección ¿Cómo cabe entender la «resurrección»? ¿Puede cambiar Dios? 9
  • 10. Encontrar sentido en un universo inacabado La cuestión de la inmortalidad subjetiva Teología e increencia en un universo inacabado El realismo de la esperanza Pero ¿sobreviviré «yo»? Panvitalismo escatológico Sugerencias para una ulterior lectura y estudio 10. Verdad científica y fe cristiana ¿Qué es la verdad? La revelación, la ciencia y el deseo de saber Liberar el deseo de saber La verdad y el abajamiento de Dios Implicaciones de la revelación Liberarse del auto-engaño La verdad y el Dios de la promesa Sugerencias para una ulterior lectura y estudio Bibliografía selecta sobre ciencia y cristianismo 10
  • 11. LA relación entre ciencia y cristianismo ha sido, por decirlo en una palabra, una relación de amor y odio. Como una pareja divorciada que quiere reconciliarse, es posible que el cristianismo y la ciencia - o, por lo menos, el cristianismo - deseen recordar la época de romance en que la armonía reinaba soberana y la colaboración prometía ser una maravillosa aventura en común. Pero numerosos obstáculos y malentendidos causaron la ruptura. Quizá de este doloroso recuerdo y de la voluntad de cambio surjan nuevas posibilidades para una relación más enriquecedora o, al menos, para superar el rencor y el antagonismo. La relación entre ciencia y cristianismo forma parte de la historia más abarcante de la interacción entre razón y fe o entre filosofía y teología, aunque no pueda ser reducida a ésta. Por lo demás, al igual que los esposos de nuestro ejemplo, ninguno de los dos protagonistas ha permanecido inalterado, como tampoco lo ha hecho la dinámica de la relación. Por un lado, el cristianismo no es monolítico; en realidad, desde un punto de vista histórico es más correcto hablar, incluso sin abandonar Occidente, de cristianismos. Además, las aproximaciones de los cristianos a la razón, la filosofía y el conocimiento seculares han sido sumamente variadas, abarcando desde la admiración y la asimilación creativa, como en el caso de Orígenes y Tomás de Aquino, hasta el rechazo y la condena, tal como preconizaron Tertuliano y Lutero. Por otro lado, la propia ciencia no es una rama homogénea del conocimiento con un objeto único y un método de investigación uniforme. La «ciencia» incluye disciplinas tan ampliamente divergentes como la biología, la física, la psicología y la sociología - por mencionar tan sólo unas cuantas que han presentado serios retos al cristianismo-, y sus métodos han experimentado enormes transformaciones. Muchos cultivadores de las llamadas ciencias duras han abandonado en gran medida la visión positivista del mundo y la metodología estrictamente empirista y han comenzado a explorar áreas que se encuentran más allá del dominio de la verificación empírica. Lo cual no significa que los científicos y los cristianos hayan entablado una relación amistosa. Antes bien, la relación ha conocido muchos altibajos, como sabe cualquiera que posea un aceptable conocimiento de Galileo Galilei, Karl Marx, Charles Darwin y Sigmund Freud. El libro que tienes delante cuenta una parte de la larga historia de la relación entre ciencia y cristianismo, dedicando especial atención a la cosmología contemporánea. John Haught, cuyos escritos sobre este tema le han ganado prestigio internacional, nos invita a repasar la teología cristiana manteniendo siempre en mente el descubrimiento científico de que el universo es una historia (story) en evolución. Si la historia (history)' humana no ocupa más que las líneas postreras del último de una colección de treinta volúmenes, 11
  • 12. cada uno de ellos de cuatrocientas páginas, y si esta colección representa tan sólo una parte de una inmensa biblioteca, entonces, se pregunta Haught, ¿cómo debemos entendernos «a nosotros mismos y [cómo debemos entender] a Dios, la creación, la Trinidad, Cristo, la redención, la encarnación, la fe, la esperanza y el amor» a la luz de los tres «infinitos» del universo, a saber, lo infinitamente grande, lo infinitamente pequeño y lo infinitamente complejo? Para ayudarnos a encontrar respuesta, Haught sigue el ejemplo del jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin, quien vivió diversos conflictos con sus superiores eclesiásticos a causa de sus ideas sobre la relación entre fe cristiana y evolución. En diez lúcidos capítulos, Haught reformula las respuestas cristianas a las preguntas que plantea, sin perder nunca de vista el hecho de que el universo - o, con más exactitud, el «multiverso» - evoluciona. Es muy significativo que comience su expo sición con sendas meditaciones sobre la esperanza y el misterio, ya que, al margen de éstos, ni la vida cristiana ni la ciencia tendrían sentido. Cuando entra a considerar creencias cristianas tales como la revelación, la creación, la providencia divina, la encarnación, el Espíritu divino, la muerte y la resurrección, Haught demuestra ser un guía seguro y fiable que nos ayuda a ver que «nada hay en la fe cristiana que deba hacernos sentir miedo de la dilatación y profundización del conocimiento que está llevando a cabo la ciencia... Cuanto más amplia y elaborada sea nuestra percepción de la creación, tanta mayor capacidad tendremos para incrementar nuestro reconocimiento del Creador del mundo, así como del alcance de su designio y providencia. Así pues, la ciencia tal vez esté ofreciéndonos no menos, sino más razones que nunca para la adoración y la gratitud». Por consiguiente, el maridaje entre ciencia y cristianismo no es un enlace acordado, ni tampoco un matrimonio de conveniencia. Si en el pasado esta unión se ha revelado inestable, Haught muestra cómo podría ser reparada, siempre y cuando ambos cónyuges, como decimos en vietnamita, nhan lo¡ (reconozcan sus errores), xin lo¡ (pidan perdón por ellos) y sua lo¡ (los corrijan). La reparación de este matrimonio entre ciencia y cristianismo merece los mejores esfuerzos tanto de los científicos como de los teólogos, puesto que ni la ciencia ni la religión pueden alcanzar su pleno potencial al margen de la otra. PETER C.PHAN 12
  • 13. 13
  • 14. UNO de los descubrimientos científicos más sorprendentes del último siglo y medio consiste en que el universo es una historia (story) aún en marcha'. La conciencia de que el universo se halla todavía en proceso de llegar a ser comenzó a aflorar débilmente hace varios cientos de años cuando Tycho Brahe y Galileo Galilei aportaron pruebas visuales de que los cielos no son inmutables. Hoy, sin embargo, los desarrollos en geología, biología evolutiva y cosmología no dejan lugar a dudas: la naturaleza toda, no sólo la Tierra y la historia (history) humana, tienen un carácter esencialmente narrativo. Antes de la época moderna, el universo abarcante parecería ser el contexto y recipiente general de historias (stories) locales, terrestres, mas sin ser él mismo una historia (story). Ahora, la ciencia ha mostrado que nuestro universo experimenta transformaciones que conviene representar en forma de drama. Antaño, los cielos parecían suficientemente estables para encuadrar todas las historias (stories) que se desarrollaban sobre la Tierra. El firmamento era un lugar de cobijo en el que los habitantes del mundo podían refugiarse, al menos en la contemplación, para huir del funesto flujo de los acontecimientos aquí abajo. Pero, durante el último siglo, también a los cielos se los ha tragado una historia (story) que ahora se antoja casi demasiado amplia para ser contada. ¿Cómo se las va a arreglar la teología cristiana con esta historia (story)? El inconmensurable alcance de los sucesos cósmicos sobrepasa infinitamente en el tiempo y en el espacio el breve intervalo de florecimiento humano y los aún más fugaces momentos de la historia religiosa hebrea y judía. La ciencia ha descubierto un mundo que se mueve en una escala inimaginable para profetas y evangelistas. ¿Es posible que el universo haya dejado atrás al Dios bíblico del que se afirma que es su creador? En la actualidad, muchas personas reflexivas llegan a la conclusión de que eso es justo lo que ha ocurrido. La esencia misma de la fe cristiana parece estar irreversiblemente entrelazada con el desfasado imaginario de un planeta inmóvil enclavado en un cosmos inmutable. Ciertas imágenes de la naturaleza grabadas en las mentes y los sentimientos de los pueblos durante siglos y siglos con anterioridad al surgimiento de la ciencia deben ser rectificadas. Pero ¿cabe llevar esto a cabo sin una revisión radical de la fe y la teología? ¿Podrán el cristianismo y sus interpretaciones teológicas encontrar un nuevo punto de apoyo en el inmenso y móvil universo de la ciencia contemporánea? ¿O reemplazará por completo la ciencia a las espiritualidades heredadas, como muchos consideran que ya está ocurriendo? El geólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin se pregunta: «El Cristo de los evangelios, imaginado y amado dentro de las dimensiones del mundo mediterráneo, ¿es capaz todavía de envolver nuestro universo prodigiosamente 14
  • 15. expandido, de constituir su centro?»2. ¿No es cierto que la ciencia ha cambiado las cosas con tanta celeridad que el cristianismo y las demás religiones tienen dificultades para mantenerse al día? ¿No ha llegado el momento de que todo el mundo despierte de sus sueños religiosos y suscriba el credo del naturalismo puro, más elegante? ¿No es ahora la naturaleza misma suficientemente inmensa como para satisfacer el anhelo humano de misterio infinito? ¿Y no es la ciencia una guía más fiable que la teología de cara a aventurarnos en las recién descubiertas profundidades de la naturaleza3? Antes de comenzar a ofrecer una respuesta a estas preguntas, recabemos primero una gráfica impresión de las vastas dimensiones del universo, tal y como hoy lo describe la ciencia. Imagina que tienes treinta grandes volúmenes en tu estantería. Cada uno de ellos consta de cuatrocientas cincuenta páginas, y cada página simboliza un millón de años. Supón que esta colección de libros representa la historia (story) científica del universo, que tiene una antigüedad de trece mil setecientos millones de años. La narración comienza con la «gran explosión» (big bang) en la primera página del primer volumen, pero los primeros veintiún libros no manifiestan ningún signo patente de vida. La historia (story) de la Tierra no comienza hasta el vigésimo primer volumen, esto es, hasta hace cuatro mil quinientos millones de años, pero la vida no surge hasta el libro siguiente, o sea, hasta hace unos tres mil ochocientos millones de años. Aun así, los organismos no resultan especialmente interesantes, al menos desde un punto de vista humano, hasta casi el final del vigésimo noveno volumen. Es entonces cuando acontece la famosa explosión cámbrica, y los patrones de vida estallan de repente en un despliegue de complejidad y diversidad inauditas. Los dinosaurios aparecen hacia la mitad del trigésimo libro, pero se extinguen en la página trescientos ochenta y cinco. Sólo durante las últimas sesenta y cinco páginas de dicho volumen comienza a florecer la vida mamífera. Nuestros antepasados homínidos afloran varias páginas antes del final de este postrer libro, pero los modernos seres humanos no entran en escena hasta la parte inferior de la última página. La historia entera de la inteligencia, la ética, la aspiración religiosa y los descubrimientos científicos de la especie humana apenas ocupan las últimas líneas de la última página del último volumen. Tras haber echado un vistazo a estos treinta volúmenes, intenta imaginar ahora toda una biblioteca de colecciones análogas, con archivos que se extienden indefinidamente en todas direcciones. En la actualidad, los científicos creen cada vez más verosímil que este universo nuestro surgido de la «gran explosión» no es sino uno más de entre innumerables mundos. Los treinta volúmenes de tu estantería son una mera avanzada en un multiverso infinitamente grande. Buena parte de la investigación científica actual transcurre en esa escala. ¿Está la teología en condiciones de seguir semejante ritmo? A continuación, fija tu mirada en un único punto de una página cualquiera de este libro y entra a través de ese pórtico en el mundo de lo inimaginablemente pequeño. A 15
  • 16. medida que vayas adentrándote en ese ámbito invisible, evoca la imagen inversa de mundos dentro de otros mundos, unos mundos que ahora se han vuelto demasiado pequeños y sutiles para ser representados gráficamente en tres míseras dimensiones. En la dirección tanto de lo grande como de lo pequeño, la ciencia ha tornado obsoletos nuestros antiguos mapas mentales. En la actualidad, hay al menos dos «infinitos», señala Teilhard, que atraen nuestra atención: uno es el de lo inmenso; otro, el de lo infinitesimal4. Pero existe también un tercer infinito, que no suscita tanta curiosidad como los otros dos: el de la complejidad. En la esfera de los seres vivos y pensantes, por ejemplo, las partículas de la física y los elementos de la química han sido asumidos en células y organismos emergentes en los que se ordenan de forma tan intrincada que todos los intentos de aislar y especificar los papeles individuales de las unidades componentes se hallan abocados al fracaso. Este orden complejo podemos denominarlo también infinito de la relacionalidad. En una célula u organismo, en especial en aquellos dotados de sistema nervioso y cerebro, cada componente es hasta tal punto intrínseco a los demás y constitutivo de ellos que, si descomponemos el organismo, no podremos entenderlo. Si lo diseccionamos, lo matamos. Un organismo es un haz de conexiones que se entrelazan, sobreponen y realimentan mutuamente en una incesante interacción dinámica. Aislar cualquier parte de esta red equivale a desconocer del todo su sentido. ¿Qué pueden hacer la fe y la teología con un mundo insertado en los tres infinitos - lo inmenso, lo infinitesimal y lo complejo - y con la imagen de la naturaleza que tales infinitos implican? En términos de Pascal, ¿cómo debemos entendernos los cristianos a nosotros mismos en medio de los tres infinitos que la ciencia ha abierto a nuestras atemorizadas sensibilidades? Ahora que nos encontramos a nosotros mismos entretejidos en un inimaginable tapiz cósmico, insertos en una profundidad temporal y una extensión espacial insondables, ¿qué significa ello de cara a nuestra auto-comprensión y a la comprensión de Dios, la creación, la Trinidad, Cristo, la redención, la encarnación, la fe, la esperanza y el amor? Creo que existen tres maneras generales de responder a esta pregunta. Primero, se puede seguir pretendiendo que la ciencia nunca ha tenido lugar o que habla de cosas que no guardan la más mínima relación con la fe y la teología. Según este punto de vista, no hay necesidad de hacer ningún reajuste religioso o teológico a la luz de los nuevos conocimientos sobre los tres infinitos. Tal vez convenga que los teólogos desmitologicen sus libros sagrados para que la gente deje de confundir la cosmología antigua con el contenido religioso latente en los textos. Pero debe evitarse a toda costa que la sustancia de la fe adquiera nuevo significado a resultas de lo que acontece en las cambiantes esferas del descubrimiento científico. Una segunda respuesta consiste en desechar por completo la fe y la teología en cuanto usuarios parásitos de cosmologías ahora obsoletas. Según quienes suscriben esta 16
  • 17. respuesta - de aquí en adelante les llamaré «naturalistas científicos»-, las creencias religiosas clásicas dependen hasta tal punto de cosmologías desfasadas y jibarizadas que los credos antiguos han comenzado a evaporarse ya bajo el sol meridiano de la ilustración científica. La teología, junto con las cosmologías que comporta, sólo puede sobrevivir en la medida en que la gente siga ignorando lo que la ciencia revela en la actualidad. En tercer lugar, uno puede abrazar los tres infinitos o, mejor, ser abrazado por ellos de forma tal que los interprete como invitaciones a una dilatación sin precedentes de la conciencia de Dios, la creación, Cristo y la redención. Propongo que ensayemos este último enfoque. Nada hay en la fe cristiana que deba hacernos sentir miedo de la dilatación y profundización del conocimiento que está llevando a cabo la ciencia. Por muy inmensa que resulte ser la imagen del mundo natural, nunca podrá sobrepasar la infinidad que siempre se ha atribuido a Dios. Cuanto más amplia y elaborada sea nuestra percepción de la creación, tanta mayor capacidad tendremos para incrementar nuestro reconocimiento del Creador del mundo, así como del alcance del designio y la providencia divinos. Así pues, la ciencia tal vez esté ofreciéndonos no menos, sino más razones que nunca para la adoración y la gratitud. Método Ésta es una obra de teología sistemática, una empresa animada por la fe, pero estructurada por la razón. La razón, tal como yo la entiendo, es indefectiblemente abstracta; no obstante, las abstracciones son necesa rias para dirigir nuestras mentes finitas en formas tales que permitan que el mundo devenga inteligible. Los teólogos sistemáticos, por supuesto, orientan cada cual a su manera el estudio del significado religioso de los fenómenos; y esto significa que cada programa teológico no será más que un atisbo de todo lo que es necesario decir. Cada sistema teológico requerirá crítica y complementación por parte de aquellos programas que enfocan sus contenidos de otra manera. En consecuencia, desde el principio mismo confieso que el esbozo de teología de la naturaleza que se expone en las páginas siguientes tan sólo puede iluminar una pequeña franja. No pretendo ser exhaustivo. Ni tampoco veo esta obra como un sustituto de estudios históricos sobre la relación entre ciencia y teología. Lejos de ello, me limitaré a examinar algunos de los descubrimientos de las ciencias naturales, en especial de la física, la biología y la cosmología, y me preguntaré qué relevancia tienen para la fe cristiana. Para dar coherencia a este esfuerzo e imponerle ciertas constricciones estructurales, he optado por considerar la concepción científica - tanto moderna como contemporánea - del mundo natural desde el punto de vista de dos motivos de la fe cristiana relacionados entre sí: el abajamiento y lafuturidad de Dios. A medida que avance la exposición, se irá desarrollando el significado de estos conceptos. Aquí sólo quiero dejar muy claras las limitaciones de esta obra. 17
  • 18. El marco teológico de las reflexiones sobre la ciencia y la naturaleza que viene a continuación comencé a elaborarlo hace algunos años en una obra dedicada a la teología de la revelación=. En el presente libro retomo y amplío algunos de los temas que he desarrollado allí y en otros lugares en el curso de las dos últimas décadas. Al escribir este texto, he intentado mirar a la naturaleza desde la perspectiva de la fe cristiana de forma más explícita que en la mayoría de mis anteriores obras sobre ciencia y religión. Aquí, mi interés no se centra sólo en la relación entre ciencia y fe, sino también en la relación entre ciencia y teología cristiana. Esto quiere decir que voy a preguntarme por el significado de la naturaleza cuando es vista a la luz de una teología basada en la experiencia cristiana de la persona y la misión de Jesucristo. A este respecto, quiero dejar constancia desde el principio de cuán profunda es la deuda que mis propias reflexiones sobre el significado de la fe cristiana en la era de la ciencia guardan con la obra del paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1881- 1955). Aunque no dejo de ser crítico con el pensamiento de Teilhard, su excepcional síntesis me ha ido impresionando más y más con los años. Teilhard no era un teólogo profesional, pero estaba suficientemente familiarizado con la teología para darse cuenta de cuánta necesidad de ser reformulada tenía ésta en una era científica'. Estoy convencido de que, en aras de su propia supervivencia en el mundo más abarcante del pensamiento, la reflexión cristiana responsable debe tomar ahora con más seriedad que nunca el llamamiento del jesuita francés a una teología científicamente bien informada'. En caso contrario, en la centuria recién iniciada el cristianismo resultará aún más irrelevante desde el punto de vista intelectual de lo que con frecuencia ha sido en el pasado reciente y de lo que muchos científicos lo consideran ya en la actualidad. El proyecto teilhardiano de repensar la fe cristiana sobre todo a la luz de la evolución y los tres «infinitos» apenas ha sido puesto en marcha todavía. Los capítulos que siguen proponen algunas vías en que la teología cristiana podría empezar a participar de forma más efectiva en dicho proyecto. Sugerencias para una ulterior lectura y estudio RAYMO, Chet, Skeptics and True Believers: The Exhilarating Connection between Science and Religion, Walker, New York 1998. FERRIS, Timothy, Coming of Age in the Milky Way, Doubleday, New York 1988. PANNENBERG, Wolfhart, Toward a Theology of Nature: Essays on Science and Faith, ed. de T.Peters, Westminster John Knox, Louisville 1993, pp. 86-98. ROLSTON, Holmes, III, Science and Religion: A Critical Survey, Random House, New York 1987. 18
  • 19. 19
  • 20. «¡Haz que se manifieste, Dios mío, por la audacia de tu revelación, la timidez de un pensamiento pueril que no osa concebir nada más vasto ni más vivo en el mundo que la miserable perfección de nuestro organismo humano!» (PIERRE TEILHARD DE CHARDIN') LA fe cristiana tiene que ver, en esencia, con el futuro - no sólo con un futuro trascendente al mundo, sino con el futuro del mundo-. Por supuesto, también le preocupa el sentido del presente y el pasado, pero ese sentido no puede revelarse con plenitud más que en el futuro. La fe cristiana es, por encima de todo, una búsqueda de lo Definitivamente Nuevo, una espera de la renovación radical del «conjunto de la realidad», no sólo de la historia humana. Los cristianos estamos llamados a dilatar nuestras expectativas religiosas más allá de las preocupaciones humanas para incluir el universo entero y su futuro. La ciencia puede ayudarnos a conseguirlo. Como he señalado en el prefacio, la ciencia ha puesto de manifiesto tres infinitos: lo inmenso, lo infinitesimal y lo complejo. Pero la fe cristiana ha abierto ya un cuarto, a saber, el horizonte infinito del futuro. La esperanza cristiana busca el Futuro que trasciende todo futuro. Es posible que los cielos nos embelesen; pero, por asombrosa que sea su extensión, en ellos no podemos encontrar lo que anhelan nuestros corazones. La búsqueda de liberación final en la que se embarca el espíritu humano conduce, más allá de todos los tiempos presentes y de todo perecimiento pasado, más allá de este universo y de cualquier otro, hacia lo Absolutamente Nuevo; en otras palabras, hacia Dios, hacia Aquel cuyas promesas abren la totalidad de la vida y todos los universos posibles a un futuro inagotable e inimaginable. «La esperanza cristiana - escribe el teólogo Jürgen Moltmann - se dirige a... una nueva creación de todas las cosas por el Dios que resucitó a Jesucristo»3. En el núcleo mismo del cristianismo se encuentra la confianza en que el mundo permanece siempre abierto a un nuevo futuro. El nombre de este futuro es «Dios». Sin embargo, Dios no es cualquier futuro que nosotros podamos soñar. Los futuros que imaginamos y planificamos para nosotros mismos son, por fuerza, inadecuados para lo que realmente necesitamos. Antes bien, Dios es, en palabras de Karl Rahner, el Futuro Absoluto, más profundo y sorprendente que todo lo que podamos anhelar para nosotros mismos. Deus semper maior («Dios es siempre más grande»)4. Dios es el «poder del futuro»s que se alza para acoger de nuevo al universo justo en 20
  • 21. el lugar donde cada instante presente se esfuma. Aunque no somos capaces de apresar este elusivo Futuro, sí que podemos dejarnos agarrar por él. «El orden futuro está siempre en camino, conmoviendo el orden presente, luchando con él, conquistándolo y siendo conquistado a su vez por él. El orden futuro está siempre a mano. Pero uno no puede nunca decir: "¡Está aquí! ¡Está allí!". Uno nunca puede apresarlo. Pero puede ser apresado por él»6. Quizá «futuro» no es la primera idea que la gente de hoy, incluidos los cristianos, asocia con la palabra «Dios». La esencial «futuridad» de Dios que configura la experiencia bíblica ha permanecido oculta durante siglos tras un banco de niebla que sólo ahora, muy despacio, comienza a disiparse. Es posible que, ahora que las neblinas que cubrían como un velo el futuro comienzan a levantarse, sigamos prefiriendo no exponernos a la amplia panorámica que se abre delante de nuestros ojos. Muchos de nosotros preferiríamos mantener todavía a raya el futuro que Israel, Jesús y la primitiva Iglesia sentían que comenzaba a alborear de forma tan intensa, la «venida de Dios» que confirió a sus vidas una sensación de aventura y un entusiasmo sin parangón. La inquietud que acompaña a la exposición al futuro se apacigua con facilidad, en especial si nos sentimos cómodos con la forma en que actualmente son las cosas. Y, sin embargo, aun en las mejores circunstancias, en algún nivel de nuestro ser continuamos anhelando un nuevo futuro, incluso mientras nos aferramos a lo que es pasado o presente. La conciencia de la venida (adventus) de Dios nos sacude, nos hace desear una libertad más profunda, un espacio más anchuroso en el que vivir. Así y todo, como haraganes que matan ociosos las horas en la plaza del mercado, seguimos atados a lo que es o ha sido en vez de a lo que será. Son los desposeídos, los que no tienen nada a lo que recurrir, quienes están más abiertos a la promesa de un mundo radicalmente nuevo. En sus oídos es donde primero quema el fuego del evangelio con la inquietante noticia de la venida de Dios. Pero ¿de qué manera podemos relacionar el mundo pensado de las ciencias naturales con la revelación cristiana de un Dios que se halla de camino y pretende renovar el mundo? Si somos receptivos al Evangelio y nos tomamos en serio el reto de darle sentido hoy a la fe cristiana, necesitamos vincular lo que la ciencia nos dice sobre el universo con el contagioso entusiasmo que Jesús sentía por la venida del reinado de Dios. El fervor de la expectativa suscitada por Jesús en sus seguidores y la noticia de su resurrección deben ser el marco de toda verdadera reflexión cristiana actual sobre el sentido del universo entero tal como es descrito por las ciencias de la naturaleza. Todo cristianismo que eluda reflexionar sobre la comprensión científica de lo que ocurre en el universo es menos que realista. La fe cristiana no sólo debe ser compatible con lo que dicen las ciencias, sino que también ha de estar deseosa de hacer más inteligible que nunca el mundo que la ciencia pone delante de nosotros. El propósito del presente libro 21
  • 22. es sugerir formas en que la ciencia puede influir en - y cuestionar - la fe cristiana, pero también formas en que la luz de la fe es capaz de iluminar lo que la ciencia nos enseña sobre la naturaleza. La simplificación científica ¿Se puede adorar al Dios cristiano en la era de la ciencia? A mucha gente no le resulta fácil. Por una parte, los descubrimientos científicos han hecho que el universo se antoje mayor y más complejo que nunca; a ojos de muchos, mayor incluso que Dios. Por otra, el método científico, al menos a primera vista, parece hacer el mundo más pequeño de lo que en realidad es. Puede inducir a pensar que el universo es demasiado simple para suscitar sensación de misterio. La manera de investigar que tiene la ciencia consiste en descomponer los fenómenos naturales en componentes más elementales o en cadenas previas de causas físicas. Asimismo, el método científico se ciega deliberadamente a sí mismo para lo que Pierre Teilhard de Chardin llama la «interioridad» de las cosas'. La ciencia contempla el mundo desde un punto de vista exterior y objetivo. No dice nada sobre valores o sentido y desconoce de medio a medio el mundo subjetivo que cada uno de nosotros experimenta en su interior. Además, la ciencia estudia los acontecimientos desde la perspectiva de lo que ha sido más que desde la perspectiva de lo que será. Por supuesto, intenta hacer predecible el futuro; pues, si no formulara predicciones, no podría ser tenida por ciencia. Mas sólo puede predecir lo que ocurrirá en el futuro sobre la base de lo que ya ha acontecido. En sí mismo, el método científico deja poco espacio para la novedad. A solas apenas es capaz de escuchar el son de cualquier incipiente nueva creación. Como acentuaré una y otra vez en consonancia con uno de los más importantes principios de Teilhard, el mundo sólo puede devenir plenamente inteligible para nosotros si dirigimos la mirada hacia su futuro, pero no si miramos en exclusiva a su pasado histórico o a las partículas que lo componen8. Así pues, el método científico es incapaz de preparar por sí mismo la mente y el corazón para aprehender lo que es en verdad nuevo. Pero la fe cristiana, en cuanto diferente de la ciencia, es esencialmente expectativa de la nueva creación; de suerte que, en ocasiones, la actitud de esperanza que recomienda puede parecer alejada del supuesto «realismo» de la ciencia. Los credos, las doctrinas y las teologías cristianos no son interpretados con propiedad a menos que comuniquen la conciencia expectante que suscitó el más primitivo fervor de la fe en relación con la venida de Dios. «Esperamos gozar eternamente de la visión de tu gloria», rezamos muchos de nosotros durante la celebración de la eucaristía; pero ¿cómo podemos expresar tal esperanza y, al mismo tiempo, aceptar lo que las ciencias nos dicen sobre el mundo? La esperanza cristiana implica que el mundo no está, en último término, ligado a la repetición incesante; sin embargo, en la ciencia, todo debe conformarse a la rutina atemporal y rígida. Entonces, ¿cómo podemos conciliar ciencia y fe sin contradicción? Ésta es, a mi juicio, una de las 22
  • 23. preguntas fundamentales que ha de afrontar la teología en la actualidad; y simplemente ignorándola, no se desvanecerá. Por desgracia, también la instrucción cristiana puede anestesiar con facilidad las mentes humanas frente a la irrupción del futuro. La teología ha representado a menudo la idea de Dios con ayuda de conceptos que se ocupan mejor de lo que es o ha sido que de lo que será. Dios suele ser concebido como el misterio eterno, inmutable y atemporal que fundamenta, crea y ahora se cierne sobre el mundo o subyace a él. Muchos cristianos han terminado sintiéndose cómodos con este tipo de localizaciones verticales de la deidad, pero semejantes imágenes de Dios, que se sostienen en una metafísica teológica pre- científica, no logran plasmar el clima de expectación que se respiraba en las primitivas asambleas eclesiales. Cabe dudar de que la teología pueda mantenerse fiel a su llamada mientras no logre ponernos en contacto una vez más con el genio anti cipatorio de la fe cristiana. Pero es precisamente la expectativa de la nueva creación lo que hace tan difícil para muchos científicos y filósofos aceptar el cristianismo. Por supuesto, también hay razones menos importantes -y de todo punto innecesarias - por las que las personas científicamente ilustradas desdeñan el cristianismo y muchos cristianos rechazan la ciencia. Más adelante, tendremos sobrada oportunidad de pasar revista a tales razones. Lo que quiero resaltar aquí es que, para mucha gente con formación científica, el verdadero escollo para aceptar la fe cristiana es la creencia de que un nuevo mundo se halla en camino y, de hecho, ya en este preciso instante está asiendo, transformando y renovando la totalidad de la creación. El método científico sencillamente no está equipado para percibir semejante acontecer. La ciencia contempla el presente centrándose en lo que le precede y es más simple que él. Su conciencia del futuro está configurada por la preocupación por lo que ya ha acontecido en estricta conformidad con las leyes de la física y la química, en la práctica atemporales. En otras palabras, la ciencia no está diseñada para percibir lo verdaderamente nuevo. Por otra parte, la genuina fe cristiana ve las cosas y los sucesos sobre todo en función de lo que viene. La ciencia no se equivoca al mirar al pasado con la intención de comprender el futuro, pero la suya es una forma limitada de ver el mundo. Supuesto que en éste haya sitio para un futuro nuevo de raíz, el método científico no es suficientemente perceptivo para captarlo. La fe cristiana, como acentuaré a lo largo de todo el libro, tiene que ver fundamentalmente con lo que viene y con el Dios cuya esencia misma es ser futuro, fuente inagotable de renovación9. ¿Significa esto que la ciencia y la fe son formas incompatibles de contemplar el mundo? En absoluto. No sólo son conciliables, sino que el encuentro entre ambas perspectivas puede enriquecer la vida de todos nosotros. Mirar junto con la ciencia hacia 23
  • 24. lo que es anterior-y-mássimple (earlier-and-simpler) resulta fundamental para apreciar la llegada de lo que es posterior-y-más (later-and-more). Y la conciencia del tenuemente alboreador horizonte de algo que es posterior-y-más puede conferir un sentido más profundo a lo que la ciencia ve en su escrutinio del pasado y el presente. Esta reciprocidad se revelará especialmente significativa cuando intentemos entender los fenómenos de la emergencia y la evolución. La ciencia contempla el mundo observando un gran número de sucesos semejantes que ya han tenido lugar y generalizando a partir de ellos. Por ejemplo, cada objeto que cae recorre sin falta la inalterable trayectoria de aceleración que la newtoniana ley de la gravedad especificó hace siglos. Cada nueva especie de vida puede ser explicada reconstruyendo la manera en que el invariante mecanismo de la selección natural ha eliminado en el pasado los rasgos no prometedores de los organismos. En este sentido, la ciencia no tolera excepciones ni sorpresas. El método científico se centra en las condiciones físicas iniciales y en las inmutables leyes deterministas que operan en la naturaleza de edad en edad. Desde luego, de vez en cuando puede descubrir hábitos de la naturaleza desconocidos hasta ese momento y formular hipótesis novedosas. Pero, al menos en la forma en que ha sido entendida durante los últimos siglos, la ciencia contempla las cosas atendiendo a lo que siempre ha sido. Para la ciencia, todo suceso futuro, no importa cuán extraño, será una ejemplificación de leyes atemporales y circunstancias físicas previas; de esta suerte, la ciencia sencillamente no puede percibir con claridad la perpetua novedad de la creación. Aun cuando a lo largo de la prolongada historia de la naturaleza en ocasiones han aparecido fases dramáticamente nuevas o clases inéditas de actividad física, como, por ejemplo, los seres vivos y pensantes, la ciencia intenta explicar - en la medida de lo posible - estos fenómenos «emergentes» en función de hábitos naturales previos propios de procesos físicos inorgánicos y sin rastro de mente. Hay aquí una cierta ironía, pues algunos descubrimientos recientes de la ciencia - tales como la «gran explosión» (big bang), la trayectoria evolutiva de la vida, el código genético, el campo profundo del Hubble (Hubble Deep Field) y los aspectos químicos de la mente - han hecho, de facto, el mundo nuevo para todos nosotros. En este sentido, la ciencia no cesa de abrir un futuro nuevo a la conciencia humana. Los científicos, como seres humanos semejantes al resto de los mortales, afrontan su futuro profesional con la esperanza de alcanzar ideas inéditas. Esta anticipación les infunde vigor y confiere un sentido a sus vidas. Pero, cuando se trata de explicar nuevos descubrimientos, la ciencia, característicamente, no puede sino limitarse a encajarlos en lo que ya sabe sobre las pautas pasadas de sucesos naturales. También las nuevas teorías son forzadas a encajar - al menos hasta que nuevas informaciones ponen en cuestión las antiguas - en la comprensión establecida de las 24
  • 25. leyes de la física; pues, en caso contrario, no serían científicamente inteligibles. A menos que los fenómenos y procesos naturales puedan ser simplificados de manera tal que resulten matemáticamente inteligibles, nuestra comprensión de ellos no será juzgada como científica. En palabras del matemático Gregory Chaitin, «para una serie dada de observaciones, siempre hay varias teorías rivales, y el científico tiene que elegir entre ellas. El modelo exige que sea seleccionado el algoritmo más pequeño, el que esté formado por el menor número de bits. Dicho de otro modo, esta norma es la formulación familiar de la navaja de Occam: dadas varias teorías aparentemente igual de meritorias, hay que preferir la más simple»'°. Una vez más, este enfoque reduccionista no es erróneo. Desde un punto de vista metodológico, la ciencia tiene todo el derecho a observar el mundo de una manera que, provisionalmente, ponga entre paréntesis la impresión de novedad. Mucho es lo que se puede aprender sobre la naturaleza concentrándose con ayuda de términos matemáticos en las regularidades que siempre obedece. Y la explicación científica debe ser parte legítima de todo diferenciado esclarecimiento de qué es lo que acontece en la naturaleza, incluida la actividad intelectual, moral y religiosa. El quid de la cuestión es, sin embargo, si la ciencia puede ser toda la explicación. En el mundo intelectual de hoy, a excepción de algunas dispersas islas de disenso posmoderno, existe una creencia ampliamente compartida de que la ciencia basta para explicar todo a fondo. El «naturalismo científico», tal y como la llamaré en adelante, es la creencia académicamente refrendada de que la ciencia sola puede llevarnos a los estratos más profundos y fundamentales del ser del mundo". Así, no es el método científico mismo, sino la fe en el ilimitado alcance explicativo de la ciencia, lo que está reñido con el cristianismo y las demás reli giones. Para la teología cristiana, las ciencias son niveles importantes en una jerarquía profusamente estratificada de explicaciones necesarias para dar razón de cualquier realidad. Pero la ciencia, puesto que deja fuera de sus teorías, hipótesis y modelos mucho de lo que existe en el mundo, no está en condiciones de ofrecer explicaciones últimas. Por otro lado, la teología se precia de instruir a la gente sobre la explicación más profunda de todas. Busca una explicación última, mientras que la ciencia se limita a explicaciones primeras. Para la teología, la explicación última de la naturaleza y sus leyes radica en la creatividad, el amor, el poder y la sabiduría de Dios, esto es, de Aquel que sin receso abre al mundo un nuevo futuro. Por su parte, el naturalismo científico asume que la ciencia, al menos en principio, puede explicar todo exhaustiva y definitivamente en función de lo que ya ha sido. En su creencia de que la ciencia sola puede ofrecer una explicación definitiva o final, el naturalismo científico transforma, de hecho, la ciencia en una religión alternativa. Y así, ve a la teología como rival antes que como amiga de la ciencia. 25
  • 26. A su vez, la teología, si se mantiene fiel a la visión bíblica, quizá considere necesario cultivar lo que podría llamarse una «metafísica del futuro»`. Desde un punto de vista cristiano, el mundo se apoya en el futuro como en su verdadero fundamento13. Lo que confiere consistencia al mundo - y felicidad al corazón humano - es la propensión general de todas las cosas hacia lo que todavía está por venir. Si este empuje hacia delante decayera, siquiera por un momento, la naturaleza sería aniquilada14. Por consiguiente, una comprensión diferenciadamente estructurada del mundo no sólo debe sacar a la luz el pasado de éste, sino también imaginar su futuro. Pero tal impulso hacia delante requiere que nuestra conciencia adopte la actitud de la anticipación, la esperanza y la apertura a lo sorprendente. La ciencia sola, a pesar de su facilidad para reconstruir el itinerario del mundo remontándose hasta el más remoto pasado, no está equipada para aportar esta clase de discernimiento. El cristianismo nos invita a mirar al mundo a través de los ojos de la esperanza. «En su integridad, y no sólo en un apéndice - escribe Jürgen Moltmann-, el cristianismo es... esperanza, mirada y orientación hacia delante y es también, por ello mismo, apertura y transformación del presente». La esperanza es «el centro de la fe cristiana, el tono con el que armoniza todo en ella, el color de aurora de un nuevo día esperado, color en el que aquí abajo está bañado todo»'s. Un nuevo día para el universo Sin embargo, el nuevo día que espera el cristianismo no es exclusivamente un momento de liberación personal, política y social. Es también un nuevo día para el universo entero, para los cielos y la tierra, para lo visible e invisible. Y es justo esta expectativa cósmica del cristianismo lo que voy a acentuar en las páginas que siguen. Para la teología cristiana, continúa Moltmann, existe, en esencia, «un único problema: el problema del futuro»16. Pero el futuro no sólo abarca aquellos episodios de la historia (story) humana que aún deben desplegarse, sino también la historia (story) en curso de un universo todavía inacabado. Si no logramos habituar nuestra mirada a discernir el lejano futuro cósmico y, en vez de ello, nos centramos - cual miopes - únicamente en el destino de la especie humana, difuminaremos incluso nuestras esperanzas hasta el punto de que dejarán de vigorizar nuestras vidas y obras. En consecuencia, este libro debe dirigir su atención a cómo la esperanza cristiana en una nueva creación del cosmos puede servir de marco para la imagen del mundo que las ciencias naturales nos presentan en la actualidad. Las religiones que se precian de estar basadas en la experiencia bíblica afirman, en efecto, que todo puede ser renovado. Sin embargo, en el periodo moderno ha surgido - aunque no por primera vez en la historia humana - una imagen pesimista del universo que niega la posibilidad de toda renovación real de su ser. Lo que a nosotros nos parece nue vo, sostiene este sistema de creencias, es siempre, de hecho, viejo e inmutable. No existe nada realmente nuevo bajo el sol. Por tanto, la conciencia lúcida de verdad, 26
  • 27. escribe Albert Camus, debe ser purificada de toda esperanza". Bertrand Russell se hace eco de este sentimiento: «En lo sucesivo, la morada del alma sólo podrá ser construida de forma segura sobre el cimiento de una desesperanza sin paliativos»18. Y Steven Weinberg, premio Nobel de física, afirma que «sería maravilloso encontrar en las leyes de la naturaleza un plan trazado por un creador solícito en el que los seres humanos desempeñaremos un papel especial. Siento dudar de que vaya a ocurrir así»19. No cabe duda alguna de que el nacimiento de la ciencia moderna, por muy apasionantes que hayan sido sus descubrimientos, ha supuesto al mismo tiempo el preludio de una veta de exacerbado pesimismo en relación con el futuro. Una vez más, ello se debe en parte a que la ciencia mira esencialmente al pasado o a las leyes atemporales de la física en busca de una comprensión «fundamental» de cómo transcurrirán al final las cosas. En el ámbito de las ciencias naturales, explicar significa seguir la pista hacia atrás de una línea de causación que se remonta a una serie de sucesos ya acontecidos. Si uno quiere entender, por ejemplo, cómo llegaron a ser blancos los conejos de nieve, tiene que imaginar un proceso de selección natural por el cual, en el pasado, ciertos depredadores devoraron a todos los conejos negros y moteados, incapaces de camuflarse en el nevado paisaje de un clima septentrional. Y si quiere entender la ratio de expansión del universo, no le queda más remedio que remontarse catorce mil millones de años hasta la propia «gran explosión». Habituada al método científico de mirar al pasado, la vida intelectual moderna ha adoptado una imagen de la realidad que se encuentra en tensión con la esperanza cristiana y su expectativa de una transformación futura. La práctica de mirar al pasado en busca de una cadena inercial de causas con el fin de adquirir conocimientos presentes se ha extendido por doquier. Ha encontrado un confortable hogar en el mundo académico y, desde allí, ha penetrado en la cultura moderna y posmoderna. Ha configurado las visiones dominantes de la economía, la política y la personalidad. Continúa influyendo en el pensamiento social, así como en el ejercicio de la medicina. Se ha infiltrado incluso en el mundo de la reflexión religiosa. Pero su principal lugar de residencia es el impresionante edificio de las ciencias naturales. Esta morada científica no sólo ha funcionado como un foro en el que festejar grandes descubrimientos y logros intelectuales, sino también como una suerte de aduana donde todos quienes deseen ingresar en el mundo del conocimiento «verdadero» deben depositar en la puerta gran parte de su atavío cognitivo. A cambio de una entrada para ver lo que la ciencia ha sacado a la luz, los visitantes se comprometen a no plantear preguntas sobre el sentido o el valor de las cosas. Deben mirar a los objetos expuestos a través de lentes que filtran cualquier sombra de relevancia o finalidad intrínsecas. Además, han de prestar atención no tanto a los todos cuanto a las partes, procesos y mecanismos componentes que hacen que las cosas funcionen de determinada manera. 27
  • 28. Durante buena parte de la época moderna, la búsqueda de explicaciones en el ámbito de lo que es anterior-y-más-simple (earlier-andsimpler) ha comportado adherirse al punto de vista conocido como «materialismo científico»20. El materialismo es la creencia de que, en último término, la realidad consiste en trozos de «materia» inanimados y desprovistos de mente. Esta creencia todavía constituye el telón de fondo de muchas investigaciones. En la actualidad, muchos filósofos la denominan «fisicalismo» en vez de «materialismo» con el fin de hacer patente su conciencia de que, durante el pasado siglo, la materia se ha revelado progresivamente mucho más sutil y escurridiza de lo que solíamos pensar. Pero también el fisicalismo supone, en no menor medida que el materialismo, que el mundo natural, tal y como nos lo hace accesible la ciencia, es todo lo que hay. Así pues, la ciencia más básicamente explicativa no es otra que la física. Según el filósofo materialista David Papineau, «...a diferencia de otras ciencias especiales, la física es completa, en el sentido de que todos los sucesos físicos están determinados - o bien tienen sus probabilidades determinadas - por otros sucesos físicos previos conforme a las leyes de la física. En otras palabras, nunca necesitamos mirar más allá del ámbito de lo físico para identificar un conjunto de hechos antecedentes que fijen las probabilidades del acontecer físico subsecuente. Siempre bastará una especificación estrictamente física, amén de las leyes de la física, para informarnos - en la medida en que ello pueda ser predicho - de qué es lo que va a acontecer físicamente»'. Por muy sutiles distinciones que puedan hacerse, el materialismo o fisicalismo implica un mundo sin Dios. Aquí sólo deseo indicar que, en el mundo intelectual, es la creencia materialista, y no la ciencia en cuanto tal, la que todavía representa el principal desafío a la religión y al cristianismo. Cualquier visión del mundo que excluya lo divino también se conoce más generalmente como «naturalismo»`. «Naturalismo» es una noción más abarcante que «materialismo» o «fisicalismo» y se presenta en numerosas versiones. Entre sus seguidores no sólo se cuentan los materialistas, más duros, y los fisicalistas, más moderados, sino también quienes están impresionados por la aparentemente infinita abundancia de recursos y capacidad expansiva de la naturaleza. Algunos naturalistas son panteístas, otros «naturalistas extáticos» y unos terceros materialistas. Unos piensan que el universo existe para nosotros; otros, que está en contra nuestra. Pero, al menos en el sentido en que voy a usar este término, la mejor manera de definir el naturalismo es como «la creencia de que la naturaleza es todo cuanto hay»23. Históricamente, el naturalismo surgió - algo comprensible - como reacción contra un sobrenaturalismo unilateral y desdeñador del mun do, la clase de religiosidad que apenas 28
  • 29. encuentra en el efímero mundo natural algo que inspire esperanza y, por eso, busca la salvación sólo en lo alto, en otro mundo separado de éste24. En sus formas extremas, el sobre-naturalismo embota la conciencia de que existe un futuro para el mundo, transformando de manera persistente la estimulante conciencia del «ahí delante» en un paralizador «allí arriba», interpretación que, a su vez, lleva en ocasiones a un odio religioso a la naturaleza. No hace falta decir que este punto de vista tiene poco que ver con la perspectiva encarnacional y escatológica del cristianismo bíblico. El naturalismo es una enérgica protesta contra el sobrenaturalismo extremo, y esta protesta se expresa de diferentes formas. Así, por ejemplo, hay naturalistas risueños y naturalistas sombríos. Los naturalistas risueños insisten en que la naturaleza basta para satisfacer todas nuestras necesidades espirituales. Según ellos, no hay necesidad alguna de los cultos tradicionales, puesto que el universo mismo es suficientemente grande para satisfacer los más profundos anhelos del corazón humano. A juicio de los naturalistas risueños, el cristianismo anda descaminado al centrarse en un Dios distinto de la naturaleza. Conforme a esta clase de naturalismo, la idea de Dios no sólo es innecesaria desde un punto de vista científico, sino religiosa y moralmente superflua: sobra con la naturaleza. Por su parte, los naturalistas sombríos afirman que, como la naturaleza es fuente de sufrimiento y muerte, y no sólo de vida y belleza, resultaría necio establecer una alianza religiosa con ella. A los naturalistas sombríos les entristece que el mundo parezca tan huérfano de Dios. Sería reconfortante, admiten, saber que una providencia benefactora gobierna el mundo, pero la honestidad científica requiere que ahora renunciemos a confianza tan ingenua. El mundo se encamina hacia el olvido final, así que lo mejor que podemos hacer es sentirnos orgullosos de no haber negado el destino trágico de la naturaleza25. En el presente estudio emplearé el término «naturalismo» para designar la ampliamente extendida convicción, ya sea risueña o sombría, de que la naturaleza, tal como resulta accesible a la experiencia ordinaria y al descubrimiento científico, es, a la letra, «todo cuanto hay». Y cuando en adelante use el término «religión», me estaré refiriendo a la creencia de que la naturaleza no es todo cuanto hay. En este sentido, el cristianismo es una religión; pero también se trata de una religión cuyas enseñanzas centrales acentúan la bondad - así como lo que llamaré la promesa - de la naturaleza. A despecho de las bien conocidas dificultades históricas asociadas con Galileo y Darwin, el cristianismo no está reñido con la ciencia, como no hace mucho subrayó Juan Pablo Ih6. Pero el cristianismo se opone inalterablemente al naturalismo. Este libro adoptará la posición de que no es la ciencia la que está reñida con las creencias del cristianismo y otras religiones, sino una suerte de naturalismo materialista que suele ser confundido con la ciencia. Cuando la fe cristiana se confronta cara a cara con la ciencia, encuentra en ella una amiga con la que, con independencia de los errores garrafales y malentendidos que hayan podido darse en el pasado, es capaz de conversar. Con el naturalismo, sin 29
  • 30. embargo, no cabe sellar ninguna fecunda coalición'. Como reconoció Alfred North Whitehead a comienzos del siglo xx, la ciencia se ha metamorfoseado con frecuencia - en considerable detrimento propio - en una defensa del naturalismo materialista28. Al proceder así, ha renunciado implícitamente a la idea de que en el universo pueda aparecer algo nuevo de verdad. Es este dogma, y no la ciencia misma, el que se contrapone a la esencial fe bíblica en Dios. En una perspectiva materialista, todo descubrimiento científico no es sino un monótono sacar una vez más a la luz lo que ya se sabía sobre la esencia íntima de las cosas. La vida, por ejemplo, es, en realidad, «mera química». La mente no es más que materia organizándose a sí misma bajo peculiares condiciones orgánicas. Y, en el fondo, el mundo no es real mente otra cosa que un conjunto de rutinas físicas atemporales que se hacen pasar por materia, vida, mente y espíritu29 Por su parte, el cristianismo cree en la eterna frescura del ser. Su Dios es un Dios «que hace nuevas todas las cosas» (Ap 23,5). Su expectativa es que ya está siendo creado un nuevo mundo. Así, la fe cristiana, aunque no está reñida con la ciencia, es incomponible con el moderno naturalismo materialista que, por lógica, excluye toda novedad semejante. Así pues, la discrepancia verdaderamente importante se da entre el fisicalismo naturalista, por una parte, y la creencia en que el mundo puede ser renovado, por otra. Ciencia, libertad y futuro Ciencia no es lo mismo que cientifismo, la creencia de que la ciencia sola puede ofrecer, en principio, una comprensión adecuada de todo. Y, como ya he intentado poner de manifiesto, la ciencia difiere del naturalismo científico, la creencia de que la naturaleza es todo cuanto existe. De hecho, en lo sucesivo la ciencia puede devenir incluso más perspicaz si desecha el anticuado naturalismo materialista que le impide llevar a cabo una investigación abierta de lo nuevo. Si abandonara el marco estrechamente fisicalista que ha sido su hogar durante más de tres siglos, la exploración científica podría tornarse compatible con una cosmovisión que permita que el mundo se manifieste como en verdad inaudito. De esta suerte aseguraría además que ella, la investigación científica, siempre tendrá futuro. El presente libro, por tanto, verá de elucidar qué significado podrían tener algunos de los principales descubrimientos de la ciencia caso de ser interpretados a la luz de las expectativas cristianas. Será una teología de la naturaleza antes que una teología natural. La teología natural aspira a mostrar que la naturaleza, en la forma en que es conocida por la ciencia, puede decirnos algo sobre la existencia de Dios. Por el contrario, tal como yo la entiendo, la teología cristiana de la naturaleza intenta explicar qué significa el mundo natural cuando lo suponemos fundado en la realidad del Dios que, en Cristo y a través del Espíritu, hace nuevas todas las cosas. 30
  • 31. En el encuentro con la ciencia, la fe cristiana no necesita presentarse como terriblemente complicada. Es simple y profunda, pero no debe parecer enrevesada. Ni siquiera la doctrina de la Trinidad tiene por qué ser presentada de forma innecesariamente críptica, aunque es y siempre seguirá siendo un misterio. Para empezar, podemos exponer el núcleo de la fe cristiana en sólo tres proposiciones. Primero, los cristianos creemos en la realidad de un misterio trascendente: origen, fundamento y destino del universo. A este gran misterio lo denominamos «Dios». En el pensamiento cristiano el omnímodo origen, fundamento y destino del universo es llamado el «Padre», a quien Jesús se dirigía íntimamente como Abbá. Al unísono con la fe de Israel, los cristianos concebimos a este Dios como un Dios que hace y cumple promesas, insufla existencia en todas las cosas, abre el futuro y hace nuevas todas las cosas, incluso hasta el punto de derrotar a la muerte. Como veremos, de entrada podría parecer que la ciencia pone en entredicho la realidad de un Dios que formula promesas, pero la concepción cristiana de Dios brinda a las mentes humanas, incluidas las de los científicos, ilimitado espacio para respirar. Dios es el fundamento de la libertad en virtud de ser el futuro del mundo. Segundo, el cristianismo nos enseña que no debemos pensar sobre Dios sin pensar antes sobre el hombre Jesús de Nazaret, a quien se conoce como el Cristo, el Mesías, el que había sido prometido y se ha convertido en fundamento de toda esperanza. La imagen de Jesús que ofrece la tradición cristiana es la de una persona que cura compasivamente y que, como Hijo de Dios, tras ser crucificado, resucitó de entre los muertos. Jesús es la encarnación misma de Dios: el eterno Logos divino, la Palabra de Dios hecha carne. Como Señor resucitado, continúa abriendo incluso ahora la totalidad de la creación a un nuevo futuro. Sólo en el contexto de un futuro cósmico centrado en el Cristo resucitado podemos esperar disfrutar de la plenitud de la redención y la libertad. Tercero, el cristianismo trata de la obra del Espíritu. De acuerdo con san Juan, los primitivos escritos cristianos y el credo niceno, entendemos al Espíritu como Dador de Vida. La obra del Espíritu consiste en actualizar la emergencia en la naturaleza, liberar la vida y la conciencia de la rutina física determinista y suscitar el impulso de libertad en las personas humanas. La vida de Jesús está movida, incluso conducida, por el Espíritu de vida y libertad. «Para ser libres Cristo nos ha librado», escribe san Pablo, «manteneos pues firmes y no os dejéis atrapar de nuevo en el yugo de la esclavitud» (Ga 5,1). Cada generación de cristianos tiene que entender de forma nueva el significado de estas palabras de san Pablo. Hoy necesitamos discernir lo que podrían denotar en términos de las imágenes científicas del mundo. La fe de los cristianos es una llamada a la plenitud de la libertad en el Espíritu. Pero ¿qué implica la libertad en una era marcada por la ciencia? Al fin y al cabo, la ciencia sugiere que somos un producto de procesos causales deterministas y, por ende, no realmente libres. Pertenecemos al universo físico, 31
  • 32. en el que todo suceso es efecto de causas físicas invariantes que surgen del pasado causal. Si formamos parte de una naturaleza sujeta a leyes, ¿cómo puede haber espacio incluso para el libre albedrío, por no hablar de la exaltada clase de libertad sobre la que diserta san Pablo? Éste es uno de los muchos rompecabezas que la ciencia le plantea hoy a la teología. En épocas anteriores, las religiones y las filosofías solían asumir que, en realidad, los humanos no formamos parte de la naturaleza; de este modo, era más sencillo pensarnos como seres libres. Nos veíamos a nosotros mismos como almas lastradas sólo temporalmente por los cuerpos. En la actualidad tal creencia resulta increíble. La ciencia ha mostrado que entre nosotros y la naturaleza no hay solución alguna de continuidad, aun cuando nuestra existencia se extiende a un tiempo hacia lo que todavía no es. El universo físico dio a luz a la humanidad de forma no menos gradual que a otras formas de vida en el curso de un prolongadísimo periodo de tiempo. Somos seres tan naturales como las bacterias, los árboles y los roedores. Entonces, ¿cómo podemos afirmar verosímilmente que somos libres sin negar nuestra simultánea condición de seres naturales? En la actualidad necesitamos afrontar de forma directa tales preguntas. Cuando hablo de «nosotros», no sólo me refiero a los cristianos, sino también a los miembros de otras tradiciones religiosas. En este libro hablaré desde una perspectiva cristiana procurando tener en mente al mismo tiempo las implicaciones de la ciencia para otras tradiciones. De manera aplicable asimismo a la más abarcante historia (story) de las religiones sobre la Tierra argumentaré que la teología cristiana debe seguir creciendo en presencia de los desafíos científicos, pero sin renunciar a la esperanza en una nueva creación. Hoy, la teología debe adaptarse más y mejor a la evolución biológica y al universo en expansión, realidades que, a juicio de muchas personas embarcadas en una búsqueda sincera, han sobrepasado en magnitud y poder explicativo a nuestras ideas tradicionales sobre Dios. Por consiguiente, la teología de la naturaleza debe hacer patente cómo la reflexión teológica puede ofrecer un ambiente amplio y generoso para el trabajo de la ciencia. El cristianismo, por supuesto, no puede introducir ninguna información científica nueva. No está en condiciones de determinar si tal o cual idea científica es verdadera o falsa. Pero un marco teológico cristiano puede liberar a la ciencia de sistemas de creencias - tales como el naturalismo científico - que hacen el mundo demasiado pequeño para la coexistencia de la teología y la indagación científica desprejuiciada30 La promesa de la naturaleza En Cristo, el misterio último que engloba a todo ser creado se revela como amor de auto- donación y como futuro salvífico. ¿Qué aspecto deberíamos esperar que tuviera entonces el universo a la luz de la humildad y la promesa divinas que lo envuelven? Mi propuesta 32
  • 33. es que una fe configurada por la conciencia cristiana del amor auto-limitador de Dios - un amor que abre el futuro para la nueva creación - debería haber preparado ya nuestras mentes y corazones para la clase de universo que la ciencia ahora está extendiendo ante nuestros ojos. Durante el último siglo y medio, la ciencia ha demostrado que el universo es un proceso que todavía está desplegándose, inconmensurablemente más vasto y antiguo que lo que hasta ahora habíamos imaginado. El cosmos surgió mucho antes del comienzo de la historia humana, de Israel y de la Iglesia. Parece que la visión creadora de Dios para el mundo se extiende mucho más allá de los límites terrestres y las preocupaciones eclesiásticas. No obstante, la teología cristiana de la naturaleza emana de - y trata de mantenerse fiel a- las enseñanzas de la comunidad de esperanza conocida como la Iglesia. Inspirada por la «nube de testigos» (Heb 12,1) que ha mantenido viva la esperanza desde tiempos de Abrahán, apuesta por la aplicabilidad de la perspectiva promisoria de la fe bíblica a la realidad cósmica en toda su inmensa anchura y profundidad: «Porque has exaltado hasta el cielo tu promesa», exclama el salmista (Sal 138,2). Así, al menos desde la atalaya de la fe bíblica, todos estos billones de años que precedieron a la aparición de Israel y el cristianismo estaban ya sembrados de promesa. Con los ojos de la esperanza todavía se puede percibir una veta de promesa en este ambiguo cosmos. La esperanza genuina, lejos de conducir a ilusiones escapistas, abre un espacio en el que la mente científica puede respirar con mayor libertad que en la inmovilizada atmósfera del materialismo moderno. La esperanza nos permitirá ver que el mundo que nos muestra la ciencia contemporánea siempre ha poseído carácter anticipatorio. Ha estado invariablemente abierto a futuras sorpresas, aunque el pesimismo naturalista no haya sabido percibirlo así. Desde el principio, el universo se ha expandido hacia la actualización de posibilidades nuevas y sin precedentes. Y sigue haciéndolo, en especial a través de su más reciente invención evolutiva: la conciencia humana. A través de nuestras incursiones de esperanza, el universo sigue buscando ahora su futuro, un futuro a cuya profundidad última podemos darle el nombre «Dios». Una vez que el fenómeno de la mente irrumpió en la escena terrestre, la emergente tensión del mundo hacia el futuro tomó por doquier la forma de la aspiración religiosa. En Occidente afloró en la esperanza que asociamos con Abrahán, con los profetas y con Jesús. Debido a su orientación hacia líneas de causación anteriores y más simples, la ciencia no sabe nada de una promesa ínsita en la naturaleza, ni tampoco deberíamos esperar tal cosa de ella. No obstante, que la ciencia no pueda predecir con exactitud la forma concreta de la novedad real que emergerá en el futuro no es razón para asumir que los futuros sucesos cósmicos violarán de uno u otro modo las leyes de la física, la química y la biología. Aunque seguirán funcionando como antes, los hábitos predecibles de la naturaleza adoptarán un espectro indefinido de configuraciones inéditas. 33
  • 34. El significado de los milagros Esta concepción de la naturaleza desde la óptica de la promesa brinda a la teología, a mi juicio, la forma más apropiada de abordar los milagros. El mayor obstáculo que una persona científicamente cultivada encuentra para aceptar la fe cristiana suele ser el hecho de que ésta habla de signos y milagros que parecen vulnerar las inviolables leyes natura les de las que depende la credibilidad de la propia ciencia. Más adelante señalaremos, por ejemplo, que Albert Einstein rechazaba toda forma de teísmo bíblico porque éste cree devotamente en un Dios personal y responsivo de quien se afirma que es capaz de escuchar nuestras oraciones y obrar milagros. Para Einstein, la existencia de un actor sobrenatural con poder para intervenir en un mundo sujeto a leyes suspendiendo sus operaciones predecibles es incompatible con la ciencia. La cual debe asumir, insiste Einstein, que la naturaleza no admite excepciones de ningún tipo. Después de todo, ¿qué sentido tendría que los científicos formularan leyes inmutables de la física si la naturaleza pudiera marchar en direcciones impredecibles en cualquier momento en que a ella - o a Dios - así se le antojara? Estoy convencido de que los teólogos tienen que ser sensibles al hecho de que, para muchas personas científicamente cultivadas, la creencia en los milagros representa un gran obstáculo en el camino hacia la fe. Debemos ser suficientemente honestos para preguntarnos si las enseñanzas cristianas, al insistir en una comprensión simplista y literal de los milagros, no han arrojado una falsa piedra de escándalo en el camino de muchos que, desde otros puntos de vista, tal vez podrían sentirse profundamente atraídos por el cristianismo. La misma preocupación vale para la cuestión de cómo interpretar la resurrección de Jesús de los muertos. Creando a la gente la impresión de que la resurrección y los relatos de milagros son literalmente «violaciones» de la naturaleza`, ¿no hemos perdido quizá de vista su sentido real, convirtiéndolos al mismo tiempo innecesariamente en obstáculos para la fe auténtica? En el intento de armar una respuesta a estas preguntas, un punto de partida apropiado podría ser entender la resurrección de Jesús y, por analogía, su vida y sus obras poderosas (llamadas en ocasiones «milagros») como violaciones no de la naturaleza o de la ciencia, sino de toda visión del mundo que haga de la muerte el estado más fundamental, el estado «normal», de ser. Como argumentaré por extenso más adelante, el mundo moderno alberga, junto con muchas otras vetas de pensamiento, una «ontología de la muerte». Tanto el teólogo Paul Tillich como el filósofo Hans Jonas aplican esta impresionante denominación al supuesto naturalista moderno de que todo lo vivo procede de, es ex plicable por y está destinado a regresar a un estado de absoluta ausencia de vida32. La resurrección no sólo revoca la muerte de Jesús o de la totalidad de los seres humanos; también se opone a toda concepción del universo que concede ultimidad explicativa a lo que está muerto. Así pues, desde un punto de vista 34
  • 35. epistemológico, nuestras mentes deben ser conmutadas a una clave anticipatoria con objeto de que se ajusten a las implicaciones de la resurrección de Jesús, así como al significado de los relatos de milagros incluidos en la Biblia. La ontología de la muerte sostiene que el estado de ser más probable, natural e inteligible es la muerte, no la vida. Consciente de que ni su prioridad cronológica en la historia de la naturaleza ni su extensión en el espacio conceden a la materia inerte un estatuto ontológicamente fundacional, la fe en la resurrección impugna semejante visión de la realidad. Además, resistirse a las presuposiciones fundamentadoras del materialismo en absoluto comporta oponerse a la ciencia. La fe cristiana contradice toda visión del mundo que prohíba la irrupción de un novum ultimum («lo definitivamente nuevo»), pero ello no implica que se oponga a la ciencia. Por muy específica que sea la interpretación que demos de los relatos neotestamentarios de las acciones de Jesús y del hecho de que fuera resucitado de entre los muertos, si no nos percatamos de que tales acciones son escatológicas de todo en todo, se nos escapará su sentido. Lo que los autores del Nuevo Testamento están intentando comunicar en sus narraciones de la vida de Jesús, así como de sus palabras, sus obras poderosas (dynameis en griego) y su resurrección de entre los muertos, es la irrupción de un futuro radicalmente nuevo en la persona del Nazareno. Pero tal irrupción del futuro no significa el colapso de la naturaleza, de suerte que la ciencia en cuanto tal no se ve perturbada. Para escuchar apropiadamente el testimonio de los evangelistas o de san Pablo sobre el Señor resucitado, tal vez necesitemos que nuestros pensamientos y nuestra sensibilidad sean transformadas de arriba abajo por la cosmovisión anticipatoria de la Biblia. Sin embargo, justo esta visión del mundo, una metafísica del futuro, es la verdadera piedra de escándalo que acompaña a la fe cristiana en una era dominada por la ciencia. Exigir a los científicos que acepten la resurrección sencillamente como un acontecimiento pasado que violó la naturaleza y las leyes de la ciencia sólo supone un innecesario obstáculo de cara a abrazar una vida de esperanza cristiana. Es innecesario y, a la vez, engañoso hacer tragar a personas científicamente cultivadas la idea de que los actos redentores de Dios son, en esencia, una interrupción de la cadena continua de causas y efectos en la naturaleza o pedirles que crean que Dios ha de suspender las leyes de la física para dar respuesta a nuestras oraciones. Sin embargo, remover estos obstáculos no le bastará a la teología de la naturaleza para hacer al cristianismo más fácil de aceptar. Esto requerirá un salto mayor que los dados hasta ahora, pero al menos no será un salto que exija repudiar los bien establecidos resultados de la ciencia empírica. Para abrazar la fe en la resurrección, será necesario un paso drástico, algo perturbador del mundo y agitador del alma; pero la integridad intelectual no tendrá por qué quedar comprometida por ello. Tras afrontar el reto real del cristianismo, tal vez pueda parecer incluso más sencillo y tentador, aunque ciertamente 35
  • 36. no tan aventurado y fascinante, retomar la comprensión de los milagros y la resurrección como meras formas divinas de mostrar que las leyes de la naturaleza pueden ser transgredidas. El cristianismo exige algo mucho más consecuente que semejante credulidad. Si queremos alcanzar una comprensión adecuada de Dios, de la naturaleza y de nosotros mismos, es necesario transformar nuestra entera concepción del universo. Tal transformación puede producirse, creo, sin tener que rechazar o modificar nada de lo que hemos aprendido de la ciencia. A la ciencia en cuanto tal no le afecta este proceso de conversión. Lo que está en tela de juicio es la firmemente arraigada ontología de la muerte que subyace a la visión naturalista del mundo. Lo que se verá amenazado es el supuesto común de que en el estado de ausencia de vida y mente es posible hallar una comprensión fundamental de la naturaleza. En resumen, la auténtica invitación del cristianismo es un requerimiento a dejarnos apresar y sacudir por el poder del futuro que alborea ahora y siempre. El reto de aceptar la noticia de la resurrección de Jesús y sus obras maravillosas es inseparable de la llamada a creer que el universo entero se halla inmerso en un proceso de transformación creadora. El verdaderamente importante desafío de la fe consiste en resistir la siempre intensa, pero simplista y debilitadora, inclinación a ver el mun do como basado en un pasado físico muerto y en aprender, en vez de ello, a percatarnos de que el mundo, en palabras de Teilhard de Chardin, descansa en el futuro como único fundamento. El verdadero reto de la fe cristiana en la era de la ciencia radica en caer en la cuenta de la primacía ontológica de la vida sobre la muerte, esa muerte que los materialistas consideran el estado normal, natural y más inteligible de ser. Estas reflexiones las elaboraré más por extenso en los capítulos 8 y 9. Sugerencias para una ulterior lectura y estudio KELLY, Anthony, Eschatology and Hope, Orbis Books, Maryknoll (New York) 2006. KiNG, Thomas M., Teilhard's Mass: Approaches to «The Mass on the World», Paulist, New York 2005. MOLTMANN, Jürgen, Theology of Hope: On the Ground and Implications of a Christian Eschatology, Harper & Row, New York 1967 [trad. esp. del orig. alemán: Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1989=]. PETERS, Ted, God - The World's Future: Systematic Theology for a New Era, Fortress, Minneapolis 2000. 36
  • 37. LA fe cristiana brota de la escucha de la «palabra» de Dios. Pero esta escucha presupone un trasfondo de silencio en el que la palabra siempre ha estado envuelta. La escucha de la palabra de Dios no puede acontecer al margen de nuestra tácita percepción de un ámbito oculto de misterio desde el que es pronunciada la palabra. Ni tampoco podría suscitar la palabra de Dios veneración y sobrecogimiento en nosotros de no mediar, al menos, una vaga percepción de la inagotable profundidad que permanece sin ser dicha. Sin una cierta conciencia de misterio, la fe se queda insulsa. Pero ¿no ha acabado la ciencia con el misterio? O, en el mejor de los casos, ¿no lo ha hecho menos imponente? ¿No está la ciencia sacando ahora todo a la clara luz del día? ¿Acaso no tiene la ciencia como objetivo «eliminar» el misterio, como en su día dijo un famoso científico de Harvard'? Es posible que «misterio» equivalga a lo que todavía no ha sido plenamente clarificado por el método científico. Así, ¿no cabe pensar que, a medida que avance el conocimiento humano, quizá se reduzca el ámbito del misterio e incluso termine desapareciendo por completo? La supresión de la conciencia de misterio es un acontecimiento relativamente reciente. Durante el breve periodo humano de la larga historia de la Tierra, la mayoría de las personas en la mayoría de los luga res han sentido que un incomprensible misterio envolvía tanto sus vidas como el mundo natural. Lo han nombrado y domeñado de diferentes maneras, pero una premonición del misterio ha impedido que su mundo parezca plano. El pálpito de horizontes ilimitados más allá del mundo inmediato ha llevado a chamanes, profetas, místicos y visionarios a emprender algunos de los viajes más fascinantes de la historia de la exploración. Pero ¿qué pasa si estos viajes no conducen a ninguna parte y el misterio no es más que otro nombre para el vacío ilimitado? Tal es, de hecho, la creencia de quienes afirman que la naturaleza es todo cuanto existe y que la ciencia es el único camino fiable para llegar a conocerla. Por otra parte, nuestras tradiciones religiosas han dado por supuesta la eternidad del misterio. En efecto, su discurso no tiene más referente significativo que la elusiva permanencia del misterio. Así, antes de abordar las preguntas más específicas que la ciencia plantea a la teología cristiana - temas relacionados con cosmología y creación, evolución y providencia, química de la vida y creatividad de Dios, ley científica y libertad humana-, uno tiene que decidir si el misterio es real o quizá nada más que una pretenciosa etiqueta para una inefable vacuidad que nos rodea, a nosotros y 37
  • 38. a nuestro mundo. Si la fe cristiana quiere ser creíble en una era marcada por la ciencia, el misterio debe significar más que mera vacuidad. A despecho de su escurridizo silencio, debe imprimir en nosotros una plenitud de ser antes que un huero abismo. El misterio tiene que ser inmune a todo proceso de erosión ocasionado por los avances de la ciencia. A medida que la ciencia crece en perspicacia, es necesario permitir que la conciencia de lo misterioso, lejos de decrecer, se intensifique. Si la ciencia menoscabara de un modo u otro nuestra conciencia del alcance ilimitado del misterio, como proponen muchos intelectuales modernos, entonces se opondría inevitablemente a la religión. Además, la idea de revelación no puede llegar a ser teológicamente inteligible a menos que sus receptores adquieran primero una apreciación «pre-revelacional» del misterio. Al margen de semejante atención fundacional al misterio, cualquier palabra divina que venga a nosotros no conseguirá asirnos ni vivificarnos. Sin una conciencia previa de una dimensión trascendente en la que la palabra y la revelación de Dios han estado «guardadas desde antiguo» (Ef 3,9), la autorrevelación real de Dios que los cristianos creen que tuvo lugar en Cristo no podría ser comunicada con fuerza. La persistencia del misterio El misterio solía ser palpable para la mayoría de la gente. Era a la vez cercano y distante, una profundidad oculta y una presencia íntima. Era el abismo del cual surgió el mundo físico y en el cual estaban perennemente plegados todos los acontecimientos transitorios. El misterio incomprensible trascendía el mundo, pero también envolvía e impregnaba todo. Era el «origen» último del mundo, así como el «destino» último de todo lo que atraviesa el tiempo. La fe cristiana siempre ha afirmado haber contemplado en esta infinita dimensión de profundidad el rostro mismo de Dios saliendo al encuentro de la creación para llevarla a su plenitud, un rostro que se ha revelado en el hombre Jesús'. Sin el telón de fondo del misterio infinito, la fe cristiana en conjunto habría parecido vacua. No habría existido espacio para recibir al mundo de la creación como don ilimitado y promesa a la espera de cumplimiento. Sin embargo, en especial desde el inicio de la revolución científica, el mundo ha llegado a parecer menos misterioso que antes, al menos a ojos de muchas personas cultas. Es difícil determinar hasta qué punto se ha secularizado la conciencia humana precisamente en Occidente3, pero los naturalistas científicos afirman que el espacio de la fe se ha reducido en proporción directa al avance del conocimiento científico. La fe es imposible sin misterio, pero el misterio parece haberse desvanecido, al menos para muchos. ¿Y a dónde ha ido? ¿Acaso está sencillamente oculto para no ser percibido? ¿O es que quizá nunca estuvo ahí, para empezar? Tal vez el misterio sea un producto ficticio 38
  • 39. de la ignorancia humana, destinado a menguar conforme crezca el conocimiento. Quizá la naturaleza sea reducible a lo que la ciencia puede diseccionar y controlar. En tal caso, toda atención que se le preste al misterio en la actualidad es mero devaneo que no hace más que retrasar el avance de la ciencia. A la vista de tales impresiones, el primer paso de nuestra indagación sobre la relación de la ciencia con la fe cristiana debe ser, pues, preguntarnos si el misterio todavía incide de algún modo en la conciencia humana, incluso después de que, supuestamente, los físicos, geólogos, biólogos y astrónomos hayan desmitificado el mundo. Si hoy no conseguimos mantener o recobrar una impresión fuerte de que el mundo y nuestras vidas aún habitan en el misterio ilimitado, la fe cristiana -y con ella, por supuesto, todas las demás tradiciones religiosas- se antojará vacía e ilusoria. La conciencia del misterio sagrado que llamamos «Dios» quedaría entonces desenmascarada como carente de sustancia interior y como referida tan sólo a un constructo imaginario enraizado en el hastío del mundo y en el deseo humano de escapar de la naturaleza. En tal caso, la afirmación cristiana de que en Cristo se ha «revelado» algo de suma importancia sería un sueño vaporoso antes que una erupción volcánica. Si no puede sobrevivir al desencantamiento naturalista del mundo que ha ensombrecido la modernidad científica, la revelación apenas captará nuestra atención ni tendrá poder iluminador. Por consiguiente, voy a sostener que el misterio perdura y que los seres humanos existimos todavía dentro de su alcance, incluso cuando intentamos huir de él. La orientación hacia el misterio es un rasgo estructural de la existencia humana, no un apéndice opcional propio de rezagados pre-científicos. Los seres humanos estamos abiertos por naturaleza no sólo al mundo, sino también a una alteridad trascendente, mucho antes de que alberguemos cualquier convicción real de estar siendo interpelados por una palabra reveladora4. A todos se nos ofrece una revelación «general» del misterio antes de ser encontrados en la historia por la revelación «especial» asociada a Cristo y a las promesas divinas. Antes de oír la palabra de Dios, ya hemos sentido - todos nosotros - la presencia del misterio, aunque intentemos negarla o suprimirla. San Pablo (Rm 1,19) usa el verbo griego phaneróó («hacer manifiesto») cuando dice de los seres humanos en general que «lo que se puede conocer de Dios les está manifiesto, ya que Dios se les ha manifestado». Y luego, al hablar de la revelación especial que acontece en Cristo, emplea el mismo verbo: «Pero ahora, prescindiendo de la ley, se revela esa justicia de Dios que salva por la fe en Jesús como Mesías, válida sin distinción para cuantos creen» (Rm 3,21-22). Pablo asume que, incluso independientemente de la experiencia que los cristianos tienen de su Señor resucitado, existe una revelación general de la pre sencia graciosa de Dios a todas las gentes y que éstas ya deberían haber respondido a su realidad5. En consecuencia, san Lucas, en los 39
  • 40. Hechos de los Apóstoles, presenta a Pablo diciendo a los atenienses: «Al que veneráis sin conocerlo yo os lo anuncio» (Hch 17,23)6. Análogamente, en el prólogo del evangelio de Juan, se afirma que la Palabra de Dios ilumina a todos (Jn 1,9). Y el consenso de muchos autores cristianos desde los orígenes ha sido que, aun cuando nunca hayamos oído hablar explícitamente de Cristo, nuestra existencia y nuestra conciencia ya han sido tocadas por el misterio que él hace manifiesto. Aun al margen de la experiencia de la revelación cristiana, ya hemos sido atraídos hacia la inefable profundidad de ser a la que los cristianos se refieren con el nombre de «Dios». Y, sin embargo, como he señalado más arriba, a un sinnúmero de sofisticados pensadores le parece que la ciencia ha desterrado el misterio del mundo de la experiencia humana'. Para muchos de nuestros contemporáneos, la intuición del misterio se ha desvanecido, mayormente porque la ciencia nos ha dado a conocer mucho que antes desconocíamos. La ciencia sobresale a la hora de mostrar que lo que a primera vista parece extraordinario es, en realidad, bastante normal. Asume que cualquier fenómeno, una vez que lo hemos comprendido especificando sus causas físicas y las invariables leyes físicas a las que obedece, deja de ser un misterio. Así, la teología debe preguntarse en qué punto de nuestras vidas podría incidir persistentemente ese misterio, aun en un mundo desentrañado por la ciencia. Conforme la naturaleza es sometida más y más a nuestro control cognitivo, ¿resta algún lugar en el que quepa esperar que el misterio siga acechando en no disminuida plenitud? Incluso en la era de la ciencia, ¿podemos localizar todavía una dimensión de infinita profundidad y, por tanto, una referencia elástica para nuestras palabras sobre Dios? Misterio y problema Según el naturalista duro, nuestra conciencia del misterio terminará desapareciendo si la ciencia continúa dilatando el conocimiento humano de causas eficientes y materiales. Como lo formuló poco antes de su prematura muerte el sumamente respetado físico Heinz Pagels, «ahora que los astrofísicos entienden la física del Sol y las estrellas y la fuente de su poder, han dejado de ser los misterios que antes eran. Hubo un tiempo en que la gente adoraba al Sol, sobrecogida ante su poder y su belleza. En la cultura actual, a diferencia de nuestros antepasados, ya no adoramos al Sol, ni lo vemos como una presencia divina». Pagels reconoce que muchas personas «todavía se involucran en la profundidad de sus sentimientos con el universo como un todo y consideran misterioso su origen». Pero a medida que progresa la física, confiesa, «la existencia del universo no contendrá ya, para quienes opten por entenderla, más misterio que la existencia del Sol». Así, «según madura el conocimiento de nuestro universo, ese antiguo atemorizado sentimiento de admiración ante su tamaño y edad parece cada vez más inapropiado, una sensibilidad residual de una época ya pasada»8. 40
  • 41. Sin embargo, ¿habla Pagels de misterio o de problemas? Con Gabriel Marcel, creo que aquí es necesaria una clara distinción9. Un «problema» es una laguna provisional en nuestros esfuerzos por entender y conocer. En consecuencia, es legítimo esperar que un problema se mitigue y termine desvaneciéndose conforme los científicos vayan ocupándose de él. Por su parte, «misterio» es mucho más que una etiqueta para nuestra actual ignorancia. Es infinitamente más que un espacio vacío que espera a ser llenado por medio del trabajo científico u otros logros intelectuales y tecnológicos cualesquiera. De hecho, el misterio es capaz de ocupar un lugar tanto más preponderante en nuestra experiencia cuanto más clara devenga nuestro saber científico o cuanto más fácilmente cedan al control tecnológico los patrones físicos inscritos en la naturaleza. El misterio se asemeja a un horizonte que no cesa de alejarse de nosotros hacia lo inalcanzable según nos ocupamos de - y eventualmente resolvemos - los problemas más manejables que tenemos a mano. A diferencia del misterio, un problema puede ser resuelto y ventilado definitivamente haciendo uso de la creatividad humana. Por su parte, el misterio se resistirá siempre a una solución semejante. En vez de menguar a medida que los científicos devengan más agudos, la conciencia de misterio puede hacerse, de hecho, mayor y más profunda, al menos para quienes se dejan llevar y transportar por él. A diferencia de un problema, el misterio no puede ser encerrado dentro de claras fronteras intelectuales. Antes bien, escapa a todos nuestros esfuerzos de someterlo a control intelectual. Los problemas pueden ser eliminados. El misterio, por su parte, se resiste fieramente a todos los esfuerzos por embotellarlo y ponerle tope. Pero, una vez más, dentro de nuestra experiencia y comprensión, ¿dónde encontramos, de hecho, tal tenaz persistencia del misterio? Más adelante abordaré esta pregunta y ofreceré ejemplos al respecto, pero primero quiero dejar claro que existen al menos algunos científicos prominentes que afirman estar bastante abiertos al misterio. Quizá el ejemplo más distinguido sea Albert Einstein. Para este gran físico, el misterio significa una dimensión del universo que de por vida permanecerá incomprensible para la ciencia y no será mermada por ella. El misterio, insiste Einstein, siempre nos acompañará, de suerte que los científicos nunca serán capaces de alcanzar el fin de su emocionante viaje de descubrimiento. «La más hermosa experiencia que podemos tener es la del misterio», escribe Einstein. Y «quien no la conoce ni puede ya admirarse, quien no puede ya maravillarse, es como si estuviera muerto». Luego, concluye: «Este conocimiento y esta emoción es lo que constituye la auténtica religiosidad»10. Aun cuando rechaza la idea de un Dios personal y niega la posibilidad de toda revelación especial, Einstein sigue considerándose religioso. Para él, la religión consiste en el cultivo agradecido de la conciencia de que el mundo está englobado en un misterio no eliminable. Y la mejor prueba de la existencia del misterio es que el universo sea 41
  • 42. inteligible. La ciencia nunca puede captar o entender por qué esto es así: ha de aceptarlo como un hecho dado. Según Einstein, es especialmente en la pregunta de por qué el universo tiene sentido donde el pensamiento científico topa con una barrera insuperable. El misterio permanece... incluso después de la ciencia. Experiencias límite Sin embargo, ¿dónde se manifiesta el misterio en las vidas de personas menos extraordinarias que Einstein? Una posible respuesta es que el misterio lo experimentamos de la manera más abrupta en las experiencia límite que, antes o después, toda persona vive". En sentido amplio, una experiencia límite es cualquier ocasión en la que perdemos la sensación de tener todo bajo control. Puede tratarse de un momento de gran alegría, tragedia o incertidumbre espiritual. Una experiencia límite puede ser un suceso en el que el destino, la muerte, la culpa o la duda sobre el sentido de nuestras vidas nos amenaza o abruma. La mayoría de nosotros hemos sentido en algún momento la contundente irrupción en nuestra existencia de algo inmanejable. Nos rozamos con ello siempre que somos incapaces de encontrar respuestas claras e inequívocas a preguntas como de dónde venimos, cuál es nuestro destino y qué deberíamos estar haciendo con nuestras vidas. Los momentos de terror, culpa y duda, pero también las ocasiones de gran alegría, nos exponen de forma excepcional a límites que siempre están presentes, pero no siempre son perceptibles. Las experiencias límite suscitan preguntas «últimas». Otras preguntas más mundanas nos ocupan durante la mayor parte de nuestra vida, pero en ocasiones se desencadenan terremotos que parecen abrir un abismo bajo nuestros pies. Tales terremotos acontecen, por ejemplo, cuando experimentamos fracasos personales, enfermamos de gravedad o nos embarga la tristeza a resultas de la muerte de algún ser querido. Tales perturbaciones nos exponen a un abismo del que instintivamente huimos, pero que puede llevarnos asimismo a una dimensión de profundidad donde la esperanza se impone al miedo y a la tristeza. En la experiencia de nuestros límites, somos invitados a decidir: ¿debemos entender el misterio como una plenitud infinita o como un vacío insondable? ¿Debemos acogerlo como un vacío absoluto que hace que todo esfuerzo resulte, en último término, vano? ¿O debemos confiar en él, dejándole que transforme nuestras vidas y haga más profunda nues tra comprensión de nosotros mismos y del universo? ¿Podemos permitirnos el atrevimiento de dejarnos asir por el misterio o debemos aferrarnos más bien a la banal seguridad del mundo ya dominado? Paul Tillich se refiere al misterio como profundidad y afirma que, en esa profundidad, late la posibilidad de un gozo insuperable'. También las religiones enseñan, por regla general, que, en las profundidades de un misterio demasiado abisal para ser comprendido, la tragedia puede transformarse en triunfo. Los primeros cristianos, por 42
  • 43. ejemplo, pasaron del desaliento que se apoderó de ellos inmediatamente después de la crucifixión de Jesús a la profunda experiencia de la presencia resucitada del Maestro y la efusión de su Espíritu. El misterio es un abismo y, a la vez, un fundamento. Repele, pero también atrae, en ocasiones con una fuerza irresistible13. Tal vez sea la percepción vaga y anticipatoria del ilimitadamente fascinador y plenificante horizonte de misterio lo que nos permite darnos cuenta, por vía de contraste, de la normalidad de nuestros mundos cotidianos. Sólo merced a la estructural apertura de nuestro ser a lo que es «más» podemos los seres humanos experimentar la monotonía de lo que es «menos». Otras especies de seres sensitivos nunca tienen, según parece, la experiencia de un vacío intolerable. Para las personas, sin embargo, la capacidad de sentir tedio en la vida es consecuencia de gozar ya de una vislumbre del mundo de misterio abierto de par en par que ronda en los márgenes de lo mundano, amenazando - o prometiendo- renovarnos y vivificarnos. Es también nuestra connatural anticipación del misterio ilimitado lo que nos inspira a imaginar mundos alternativos, ya sea en la forma de cuentos de hadas, utopías o escatologías. Así, incluso en sus formas más crudas, nuestra expectativa de «más» no es reducible por entero a mera ilusión. Tal vez las piruetas imaginativas que realizamos no siempre son meros deseos pueriles, aun cuando probablemente hay un toque de ingenuidad en la mayoría de nuestras visiones de mundos mejores. Pero, en el fondo, la impetuosidad visionaria que nos caracteriza quizá deriva del hecho de que, en algunos niveles de nuestro ser y nuestra conciencia, ya hemos sido asidos por un misterio infinito. Tal es la razón de que nuestros corazones están tan inquietos, como observó san Agustín. El misterio no es un vacío absoluto, aunque así pueda parecerlo al principio; antes bien, se trata de una elusiva plenitud de ser que no podemos asir porque ella ya nos ha asido. Lo que la teología cristiana llama «revelación» es el medio a través del cual somos tocados por el misterio y reconciliados con él. Buena parte del riesgo, la aventura y la seriedad de la vida humana radica en que cada uno de nosotros ha de decidir si el misterio es un vacío sin fondo o una plenitud demasiado grande, generosa y creativa para ser comprendida. ¿Es el misterio una invitación a la desesperanza o más bien a la esperanza? Las religiones han intentado ayudarnos a tomar una decisión sobre el carácter del misterio. Han buscado un rostro, una personalidad - y, en ocasiones, numerosas personalidades - emanada de la impenetrable bruma que nos rodea a nosotros y rodea al universo. A veces han luchado a muerte entre sí para determinar qué rostro debía ser considerado fundamental o incluso si era apropiado asignar un rostro cualquiera al misterio. Las religiones han tenido, por regla general, sentimientos ambiguos en relación con sus imágenes de misterio, aferrándose en ocasiones a ellas como ídolos, desechándolas otras veces con el fin de liberarse de la esclavitud a ellas. Después de todo, ninguna imagen puede revelar 43
  • 44. adecuadamente las silentes profundidades del misterio; no obstante, los símbolos son esenciales si las religiones quieren decir algo sobre el misterio. En consecuencia, la vida religiosa oscila, a veces de manera tumultuosa, entre los extremos de la idolatría y la iconoclasia, entre la certeza y la duda. Preguntas límite El misterio se manifiesta asimismo en lo que el filósofo Stephen Toulmin denomina «preguntas límite»14. Son preguntas que surgen, por ejemplo, en la frontera o en los límites de la indagación científica. El misterio acecha detrás de tales límites. Cuando se hallan inmersos en la búsqueda científica de la verdad, la mayor parte del tiempo los investigadores no están reflexivamente pendientes del misterio. Estarlo supondría una distracción de catastróficas consecuencias. No obstante, el misterio se asoma desde los márgenes de sus investigaciones y se ma nifiesta de forma dramática, de repente, cuando los científicos se plantean preguntas tales como por qué dedicarse a la ciencia. Mientras trabajan activamente en problemas concretos, la sensibilidad para el misterio no forma parte explícita de la conciencia de los científicos. Con todo, conduciendo a casa desde el trabajo un día cualquiera, el científico reflexivo tal vez se pregunte de súbito: «¿Por qué me tomo la molestia de hacer ciencia? ¿Cuál es el sentido de mi trabajo? ¿Merece realmente la pena gastar mis días buscando la verdad? ¿Qué sentido tiene todo esto?». He aquí preguntas límite, bastante diferentes de los problemas resolubles que se dan dentro de la ciencia. Surgen sólo en el borde de la investigación científica y, a diferencia de los problemas, no admiten «solución» alguna. Las preguntas límite nunca desaparecen, puesto que lo que invita a la persona a formularlas es la perdurable realidad del misterio incomprensible. A tales preguntas dirigen propiamente su atención las religiones`. Por consiguiente, siempre que la gente se refiere a textos sagrados como si el propósito de éstos incluyera el tratamiento de lo que, de hecho, son preguntas científicas - tales como si Plutón es un planeta o si la teoría de cuerdas puede añadir algo significativo a nuestra comprensión del universo-, se genera confusión. La mejor manera de entender la religión y la teología es como respuestas a preguntas límite, no como soluciones a problemas particulares que la ciencia puede resolver por sí sola. Lo anterior se parece a un principio que Galileo propuso en el siglo xvii y que san Agustín había formulado ya algunos siglos antes. En su notable «Carta a la Gran Duquesa Cristina», Galileo llama la atención sobre el hecho de que algunos de sus adversarios eclesiásticos habían asumido erróneamente que los autores bíblicos pretendían ofrecer, junto con un mensaje religioso, proposiciones precisas sobre el mundo natural. El problema con este supuesto, señala, es que si se demostrara que las impresiones bíblicas sobre la naturaleza a veces son falsas, como se deduce de las ideas de Copérnico y de sus propios descubrimientos, no habrá nada que impida a la gente 44