Guardar su palabra, estar en su amor
3r Domingo de Pascua - ciclo B
Las lecturas de hoy siguen explicándonos esos momentos sorprendentes
e inolvidables que cambiaron para siempre la vida de los apóstoles: los
encuentros con Jesús resucitado.
Sólo después de la resurrección los amigos de Jesús empezaron a
comprender muchas cosas. Lo primero que tuvieron claro es que Jesús no
sólo era el enviado de Dios, sino el mismo hijo de Dios, de naturaleza
divina. Pedro lo llama “el autor de la vida”. ¿Quién puede dar la vida, sino
Dios? Y, siendo la fuente de la vida misma, por amor a nosotros, Dios fue
capaz de dejarse matar. ¡Cuánta crueldad e ignorancia en los hombres!
Pero todo el mal del mundo no es capaz de ahogar el amor de Dios. La
resurrección es la prueba. No sólo vence la muerte y el mal, sino que nos
rescata de él. Es lo que san Juan explica en su carta, que seguimos leyendo
hoy. Intentemos saborear y penetrar en su sentido, frase por frase.
«Si alguno peca, tenemos a uno que aboga ante el Padre: Jesucristo, el
Justo.» En el tribunal de Dios, él mismo será nuestro abogado. ¿Podemos
tener mejor defensa? El Padre se rinde ante el amor del Hijo y no puede
hacer otra cosa que perdonar y amar. ¿Somos conscientes de cuánto nos
ama Dios? Humanamente hablando, sólo podemos comparar su amor
con el de una madre, incapaz de condenar a ninguno de sus hijos, por
muchos males que cometa. Una madre siempre perdona y acoge… Dios
también.
«Él es víctima por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino por los
del mundo entero.» Esta frase hay que entenderla bien. ¿Qué quiere
decir víctima? Que Jesús acepta pasar por todo el sufrimiento del mundo,
padecer todo lo que soportan las víctimas del mal, de la guerra, de la
injusticia, del odio… Pasó por ello, y lo ofreció al Padre. Y Dios siempre
transforma las ofrendas. Como fuego purificador, convierte lo malo en
camino de salvación, y transforma la muerte en vida. Sólo él puede
hacerlo, y lo hace, para que todos podamos iniciar una vida renovada. No
hay pecado que no pueda ser perdonado.
Es importante señalar que Jesús lo hace por todos, sin excepción. No hay
un grupo selecto ni un pueblo escogido: su deseo es llegar a todos. De ahí
que la misión de la Iglesia sea tan importante. Tenemos una tarea que
emprender: comunicar el amor de Dios y que el mensaje liberador de
Jesús llegue a todos los rincones del mundo. Los doce apóstoles así lo
entendieron, y dieron su vida por ella.
«En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus
mandamientos. Quien dice: Yo lo conozco, y no guarda sus
mandamientos, es un mentiroso…» Este aviso de Juan sirve para evitar
posturas muy piadosas y místicas, pero poco efectivas. No basta con creer
y rezar, ¡hay que demostrar ese amor con obras! La palabra de Dios no es
viento, está encarnada y se llena de sentido cuando se convierte en
experiencia y vida. Juan apela a nuestra coherencia: lo que creemos se ha
de traducir en nuestra vida diaria, en cada gesto, en nuestra forma de
hacer. Entonces será cuando «el amor de Dios ha llegado a su plenitud»
en nosotros.