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ROSTROS EN ELAGUA
(1961)
Janet Frame
Traducción:
Alfredo Percovich
Edición:
Julio Tamayo
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3
INTROITO
De la locura se ha hablado mucho, desde fuera, generalmente por personas
cuerdas, que imaginan al loco como a un ser especial, extrovertido, extravagante,
que se pasa el día haciendo y diciendo lo que le viene en gana, siempre con un
grado de intensidad, de originalidad, de genialidad, muy superior a la media.
Vamos que el loco, junto con los niños, es el único ser libre, inconsciente,
inocente, de la creación. De ahí que autoproclamarse loco, como hacen el 90% de
los adolescentes, no sea considerado una aberración, sino una virtud. Esta visión
literaria, poética, mítica, de la locura, hace que el loco verdadero, el enfermo
mental, sufra un doble estigma, el de su propia enfermedad, que le impide llevar
una vida normal, equilibrada, y el de la sociedad, que le juzga por no cumplir sus
expectativas de lo que debe de ser un loco canónico, alguien alegre y creativo, lo
que nunca es un loco, alguien continuamente atormentado, amargado, frustrado.
La realidad de la locura sola la puede contar, escribir, un loco porque transcurre
por completo en su cabeza, su cerebro es su propio universo, fosa, un universo
delirante, imaginario, pero universo a fin de cuentas. Después de leer los libros
de Anna Kavan o Janet Frame, dos locas reales, luego sufrientes, lo último que se
te ocurre decir es cómo mola ser loca, yo de mayor quiero ser loca. Lo que sí
puedes llegar a pensar es me gustaría escribir como ellas porque ambas poseen
un lenguaje alucinado lleno de imágenes poderosas, sobre todo Janet Frame, que
es un torrente, de aguas bravas, porque ambas describen sus estancias en
psiquiátricos con una crudeza escalofriante, sin el menor romanticismo, retórica
escapista. La literatura de Frame no es cómoda, ni fácil, no vas a salir del libro
con la sonrisa gilipollas de Amélie, ni con ganas de comerte el mundo.
Enfrentarse al propio espejo no es fácil, y más cuando el reflejo no es muy
agraciado. Supuestamente para lo que sirve la literatura, para fomentar la
empatía, ponerse en el lugar de personas diferentes a ti, para terminar
descubriendo que en definitiva tampoco son tantas las diferencias, que todos
somos igual de obsesivos, de inseguros, que todos estamos igual de aislados, de
solos. Todos somos enfermos mentales, lo único que cambia es la capacidad,
voluntad, racional, para disimularlo, trascenderlo, con diferentes máscaras.
Julio Tamayo
4
5
A
R. H. C.
A pesar de estar escrita en estilo
documental, ésta es una obra de ficción.
Ninguno de los personajes que en ella figuran,
incluyendo a Isdna Mavet, es representación
de persona viviente alguna.
JANET FRAME
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7
PRIMERA PARTE
CLIFFHAVEN
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1
Se ha dicho que la seguridad es el dios a quien debemos lealtad, la
Cruz Roja que nos ha de proveer de ungüentos y vendajes para
nuestras heridas, la que disipará las ideas extrañas, las pompas de
cristal de la fantasía y las combadas horquillas de la sinrazón
incrustadas en nuestras mentes. En todas las entadas y salidas del
mundo se han colocado notas de advertencia y listas con las medidas
de seguridad que se han de tomar en caso de inminencias extremas:
rayos, aislamiento en las nieves del Antártico, picadura de víbora,
motines, terremotos. No dormir nunca sobre la nieve. Esconder las
tijeras. Cuidarse de los desconocidos. Perdido en tierras extrañas,
averiguar la hora por medio del sol y la situación con respecto a los
riachuelos que corren hacia el mar. No luchar si se desea ser rescatado
de ahogarse. Sorber de la herida la picadura de serpiente. Cuando la
tierra se abre y las chimeneas se tambalean, corra a guarecerse bajo el
cielo... Pero, para el día de la destrucción final, cuando «aquellos que
miran a través de las ventanas serán oscurecidos», no han propuesto
divisa. Gente llena de pánico se apiña en las calles, mirando a diestra y
siniestra, escondiendo las tijeras, sorbiendo el veneno de una herida
que no pueden hallar, estimando la hora por la posición del sol en el
cielo, aun cuando el propio sol se ha derretido y gotea por entre grietas
de oscuridad sobre las oquedades de evaporados mares.
¿Cómo podremos, hasta ese día, durmientes y semiensoñados,
encontrar nuestro camino y preservarnos de la terrible realidad de
rayos, serpientes, tráfico, gérmenes, motines, cataclismos, desastres y
mugre, si los piojos se arrastran como acertijos por nuestras mentes?
Y, además, ¿dónde se encuentra el dios de la Cruz Roja, con su
ungüento y el yeso, la aguja y el hilo y los vendajes limpios para
momificar las úlceras de nuestros sueños? Seguridad ante todo.
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Yo escribiré sobre los tiempos del peligro. Fui internada en la
clínica porque se abrió una gran brecha en el témpano que habla entre
mí y los demás. Aquellos a quienes yo observaba mientras su mundo
flotaba a la deriva por un mar color violeta, en el que tiburones con
narices de martillo nadaban junto a focas y osos polares con
apacibilidad tropical. Estaba sola sobre el hielo. Un chubasco que
cayó me dejó aterida y con el solo deseo de acostarme y dormir; y
lo hubiera hecho, de no haber sido por los extraños que llegaron con
tijeras, bolsas de tela llenas de piojos, botellas de veneno con etiquetas
rojas y otros peligros en los que anteriormente no había reparado.
Espejos, embozos, corredores, muebles, centímetros cuadrados,
silencios extendidos y herméticos, quejidos y moldes, y voces en
muestra gratuita. Y los extraños levantaron, sin decir palabra, tiendas
circulares de percal y acamparon conmigo, rodeándome con su
mercancía y peligro.
Yo estaba triste y sólo quería comer chocolate acaramelado.
Compré doce almohadones por seis peniques y me senté en el
cementerio, entre crisantemos que se amontonaban en sus aguas
pardas dentro de enlodados frascos de dulce. Caminé de un lado a otro
por la ciudad oscura, siguiendo los relucientes rieles del tranvía que
prolongaban y sostenían las luces de la calle, Y al centellear
repentinamente los tranvías, con su arco iris formado por salpicaduras
de luz, experimentaba la sensación de que miraba entre lágrimas. Los
escaparates de las tiendas, empero, me hablaban; también la lluvia que
resbalaba por el interior de las vidrieras de la pescadería y los limpios
musgos y helechos dentro de las florerías y las anticuadas chaquetas,
parejamente sucias y mustias, colgadas de los maniquíes de yeso en
las tiendas baratas que no podían permitirse iluminación en sus
escaparates y apilaban la mercadería exponiéndola con enormes
anuncios pintados en rojo. Todos aquellos hablaban. Decían: Cuidado
con la venta. Cuidado con los precios de ganga. Cuidado con el tráfico
y los gérmenes. Si encuentra un pañuelo, cójalo entre la punta de un
dedo y el pulgar hasta que lo reclamen. Vaho con el Bálsamo de Friar
para un catarro bronquial. No se pose en el asiento de un lavabo
público. Peligro: líneas de alta tensión por lo alto.
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Aún no era civilizada; troqué mi seguridad por las pompas de
vidrio de la fantasía. Fui maestra. El director del colegio me siguió
hasta casa y dividió su cara y cuerpo en tres para amenazarme con
riesgo triple. Tres directores, pues, me perseguían, uno a cada lado y
otro a mis talones. En una o dos oportunidades me volví tímidamente
y le dije:
—¿Querría usted una estrella por buena conducta?
Permanecí sentada toda la noche en mi habitación, recortando
estrellas de papel dotado, pegándolas sobre la pared, en la puerta del
mejor armario ropero de la patrona y sobre la cabeza, cara y ojos del
diván con muelle interior. Seguí hasta dejar el cuarto empapelado con
estrellas, como una suerte de noche privada, como un talismán contra
los tres directores que me hacían tomar el té en sociedad cada mañana
en el salón de profesores y que caminaban de puntillas con zapatos de
arena a lo largo de la franja de caléndulas, emitiendo sarcásticos
consejos, presunciones y trivialidades. Imaginé que con mis sobornos
por buena conducta, con harina y agua, en una galaxia aprobadora de
papel les tenía seguros en mi poder; cuando, en realidad, era yo misma
quien me otorgaba las cien protecciones, garantías, fianzas o pólizas
de seguros, pues sólo yo era malvada, sólo yo había sido visto y oída,
había hablado antes de que me hablasen, comprado pasteles de
fantasía sin haber sido autorizada. Y todo lo había cargado a la cuenta.
El director batió sus alas; su nombre sonaba a cuervo y le otorgaba
poderes para roer los huesos de los muertos que yacen en el desierto.
Tragué un torrente de estrellas. Fue fácil; dormí un sueño de buena
labor y excelente conducta.
Podría, tal vez, haberme zambullido en el mar violeta y nadado a
través de él para alcanzar a la gente del mundo que va a la deriva. Sin
embargo, pensé: Seguridad ante todo. Mira a la derecha; mira a la
izquierda. Las muchedumbres que desaparecían agitaron sus pañuelos
sucios, melindrosamente, entre pulgar e índice. ¡Vaya unas
precauciones! Se cubrían bocas y manos al estornudar, pero sus pies
estaban desnudos y helados. Pensé que tal vez no podían costearse
zapatos o medias. Por ello permanecí en mi témpano de hielo sin osar
arriesgarme al peligro de la pobreza, mirando cuidadosamente a
derecha e izquierda, atenta al tremendo tráfico del solitario desierto
polar; hasta que un hombre de cabello dorado dijo:
12
—Necesita una tregua de crisantemos y cementerios y vías de
trenes paralelas que corren al mar. Necesita huir de los altramuces y la
arena, de las guardarropías y de las cercas. La señora Hogg [El significado
del apellido Hogg es «puerca». (Nota del traductor.)] la ayudará.
Una puerca de Berkshire con el bocio extirpado, la tal señora
Hogg. Deberían haber visto su chorro de crema fluyéndole del orificio
de la boca y escuchado el resoplido de su abundante respiración.
—Usted cometió un error —dijo la señora Hogg, irguiéndose en la
punta de los pies mientras su cabeza embestía el aire—. Puede que yo
tenga sotabarba, pero ningún chorro de crema fluye del agujero de mi
garganta. Además, contésteme: qué diferencia hay entre geografía,
electricidad, pies fríos, un recién nacido anormal y babeante, sentado
en un campo de hormigón dentro de una máquina roja de madera, y la
elegía de Guiderio y Arvago,
No temas ya al calor del sol.
Ni a la terrible furia invernal.
Ningún trasguero ha de hacerte mal
Ni hechizo alguno te turbará.
Fantasma, abstente de tu dolor,
Destuerce el curso de tu penar.
Yo temía a la señora Hogg y no podía decirle la diferencia. Le
espeté:
Tonta, tonta, sigue tu camino.
Tú, a tus asuntos y yo a los míos.
Pero ¿cuáles son los asuntos de un loco? De un loco de Cliffhaven,
donde termina la línea y el tren se detiene veinte minutos para
descargar y recoger las sacas del correo y para que los pasajeros
puedan echar un vistazo a los grupos de insanos absortos y
boqueantes. Decidme, ¿qué hora es en este momento? La frenética
campana del colegio golpea aturdida su cabeza contra su lengua.
13
¿Soy puntual a clase? Capullos de cerezos germinan entre las hojas
lustrosas; están en flor las matas de dragones de aterciopeladas
amígdalas; el viento esparce luz de sol sobre la senda de álamos
verdes y flexibles que crecen en la ribera, junto al camino. Todo
esto puedo verlo desde la ventana. ¿Por qué, entonces, esta muerte
invernal? ¿Por qué las ventanas se abren apenas catorce centímetros
hacia abajo y hacia arriba? ¿Y por qué cierra con llave las puertas
gente que viste uniformes rosados; gente que oculta las llaves en
hondos bolsillos de canguro y las asegura a sus cinturas con una
cuerda nudosa? ¿Ha pasado ya la hora del té? Luz violácea y camelias
del Japón amarillas; los niños juegan en la calle «a la pata coja», al
béisbol y a las canicas. Todo se ensombrecerá con la progresiva
oscuridad. ¿Aun el color de las camelias amarillas?
Abrigaré los pies de las gentes del otro mundo con calcetines de
lana; mas sueño sin poder despertar y soy arropada por el risco y
quedo allí, suspendida de dos dedos sobre los que baila y pisotea el
gigante de lo irreal.
Nada podía hacer, excepto llorar. Lloré para que la nieve se
derritiese y vinieran los consejeros poderosos y destrozasen los
anuncios amenazadores. Y nunca contesté a la señora Hogg para
explicarle la diferencia, porque yo sólo conocía lo similar que
subyacía en aquélla. ¡Marchita diferencia dispersa por el aire, que deja
caer el fruto de la similitud, como una espiga de aumento descubre la
presencia de la avellana!
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15
2
Sentía frío. Busqué uno de los pares de calcetines largos de la sala
del hospital; no quería morir a causa de la nueva terapia
electro-convulsiva, ni que sacasen mi cuerpo a hurtadillas, por la
puerta del fondo, hacia el depósito de cadáveres. Despertaba cada
mañana con terror, aguardando a que la enfermera de turno iniciase
sus rondas con una lista de nombres en la mano para anunciar quién
recibiría o no el tratamiento de shock. Era aquel un nuevo y elegante
método pata tranquilizar a la gente y hacerle comprender que las
órdenes deben ser obedecidas, los pisos lustrados sin que nadie
proteste, las caras deben forzarse a sonreír y el llorar es un crimen.
La espera cubierta de negrura, durante las heladas horas de la
madrugada, era como una expectativa antes de ser dictada una
sentencia de muerte. Yo procuraba recordar los acontecimientos del
día anterior. ¿Había llorado? ¿Me había negado a obedecer una orden
de alguna de las enfermeras? ¿Quizás había intentado escapar llena de
pánico, desconsolada por la visión de alguna paciente muy enferma?
¿O acaso fui amenazada con la frase habitual: «Si no se porta bien,
mañana le aplicaremos el tratamiento»?
Día tras día ocupaba mi tiempo escrutando los rostros del personal,
tan cuidadosamente como si fuesen pantallas de radar que podían
revelarme el destino inmediato que me había sido preparado. Me
mostraba artera:
—Déjenme fregar la oficina —suplicaba—. Déjenme fregarla por
las noches, ya que de noche la capa de gérmenes se ha asentado en los
muebles de su oficina y en los libros de informes; y, si no se elimina el
peligro, ustedes podrían ser presas de la enfermedad y eso significaría
inquietud y huellas digitales y una mortaja suturada con algodón
barato.
16
Como precaución, pues, fregaba la oficina y lograba escabullirme
hasta el despacho de la hermana y miraba rápidamente en el abierto
libro de informes la lista de quienes recibirían, a la mañana siguiente,
el tratamiento. Una vez leí: Istina Maver, mi nombre. ¿Qué había
hecho yo? No había gritado ni llorado; no había hablado fuera de
turno, ni rehusé colocar debajo el trapo de limpieza al usar el tazón.
Tampoco me negué a prestar ayuda para servir las mesas del té, ni a
llevar el orinal repleto a la puerta lateral. Evidentemente existía un
crimen desconocido que no había logrado rastrear hasta el oscuro
interior del inconsciente con mi reflector mental, olvidando incluirlo
en el recuento. Desde entonces comprendí que debía ser más
cuidadosa. Tendría que utilizar guantes para no dejar rastros al violar
la atiborrada morada de mis sentimientos; y era preciso conservar para
mi exclusivo coleto toda vehemencia, depresión, suspicacia o terror.
Mientras vigilábamos a la enfermera matinal trasladándose de un
paciente a otro con la lista en su mano, se intensificaba nuestro
enfermizo temor.
—Tratamiento para usted. No tomará el desayuno. Quédese con
camisón y batín y quítese los dientes.
Teníamos que actuar con cautela, serenidad y control.
Y si nuestros presentimientos resultaban injustificados,
experimentábamos una sensación de ligereza y auténtico alivio;
aunque corríamos el riesgo, si nos dejábamos llevar por la euforia, de
recibir el tratamiento de emergencia. Pero cuando nuestro nombre
figuraba en la lista fatídica debíamos procurar con todas nuestras
fuerzas, aunque en general infructuosamente, dominar el creciente
terror; no había escapatoria posible. Una vez dados a conocer los
nombres, todas las puertas eran escrupulosamente cerradas; debíamos
permanecer en el dormitorio de observación donde el tratamiento se
efectuaba.
Era aquella la hora de escuchar cómo las demás internadas
caminaban por el corredor a tomar el desayuno. Y luego el silencio,
durante el cual, la hermana Dulce, con su cabeza inclinada y los
vigilantes ojos bien abiertos, decía la jaculatoria:
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—«El Señor os haga verdaderamente agradecidas por lo que vais a
recibir.»
En seguida, oíamos el súbito y alegre repiqueteo de las cucharas
sobre los platos de potaje y la fricción de las sillas arrastradas. Y al
final de la comida, el murmullo de desconcierto, mientras se buscaba
el inevitable cuchillo perdido y la voz de la hermana que advertía
severamente:
—Que nadie abandone la mesa hasta que se encuentre ese cuchillo.
La orden impartida por la hermana: «Señoras, pónganse en pie»,
era seguida por nuevos crujidos.
Se desatrancaban los cerrojos de las puertas laterales y las
pacientes eran enviadas a sus respectivos lugares de trabajo.
—Señoras, lavandería. Señoras, al hogar de enfermeras. Señoras,
a la cocina.
Más tarde se aproximaba por el corredor el taconeo de la maciza
directora, la señora Lente, calzando de negro sus diminutos pies; abría
el dormitorio de observación y permanecía allí inspeccionándonos e
inquiriendo a la enfermera, como un ganadero que evaluase las
cabezas de vacunos en los corrales de venta antes de ser transportadas
en camión al matadero.
—¿Están todas, aquí? Asegúrese de que no coman nada.
Quedábamos aguardando en pequeños grupos, de pie o agachadas
formando semicírculo en torno a la gran chimenea cerrada, en la que
un aburrido montón de carbón humeaba sin alegría. Cogíamos con las
manos las ennegrecidas barras de la estufa para calentar nuestros
dedos congelados.
Porque siempre era invierno; a pesar de los dragones, de las
mariposas a lunares y los cerezos en flor. Y siempre, para nosotras,
eran tiempos de peligro. La electricidad: canta el viento su peligro
entre los alambres en un día gris. Meditaba de tiempo en tiempo:
¿A qué medida de seguridad debo recurrir para protegerme de la
electricidad? E hice una lista de las emergencias, rayos, motines,
terremotos, y de las medidas proporcionadas al mundo por nuestro
dios seguridad, a quien debemos ser leales o morir sobre el dividido
témpano de hielo en doble soledad. Pero nada se me ocurrió para el
caso de ser amenazada por la electricidad. Sólo recordaba los
18
zapatones de goma que mi padre usaba para pescar y que se guardaban
en el lavadero, junto con chaquetas comidas por la polilla colgadas
tras la puerta, al lado de la pila de viejas revistas para leer en el
excusado, «HUMOR, La Mejor Selección del Ingenio Mundial».
¿Dónde estaban el lavadero y las ropas viejas con telarañas y objetos
entre sus pliegues? «Perdido en tierra extraña, averigüe su situación
con respecto a los riachuelos que corran hacia el mar y la hora por
medio del sol.» Y yo era astuta. En una oportunidad recordé una
relación ente la electricidad y la humedad; y, con la excusa de ir al
aseo de admisión, llené la bañera y me introduje en ella vistiendo mi
camisón y mi batín.
«Ahora no me harán el tratamiento», pensé. «Tal vez yo logre
ejercer una influencia secreta sobre la tersa máquina color crema con
sus perillas y medidores y luces.»
¿Creen ustedes en influencias secretas? Bien es cierto que hubo
ocasiones de alivio incontenible, al sufrir desperfectos la máquina. El
doctor emergía frustrado del salón del tratamiento y la hermana Dulce
proclamaba la buena nueva:
—Todas pueden vestirse. Hoy no hay tratamiento.
Pero aquel día en que me sumergí dentro de la bañera la influencia
secreta estaba ausente y me aplicaron tratamiento. Fui precipitada
dentro de la sala como primera paciente, incluso antes que las ruidosas
internadas de la sala dos, la sala turbulenta, a quienes aplicaban
«múltiples», es decir, dos tratamientos y, a veces, tres consecutivos.
Esta gente excitada, vestida con los batines rojos de su repartición,
largos y grises calcetines y los abultados pantalones a rayas que varias
de ellas procuraban exhibirnos, eran llamadas por los nombres de pila
o apodos: Dizzy, Goldie, Dora. En ocasiones, se aproximaban a
nosotros y comenzaban a confiarse o tocaban nuestras mangas con
reverencia, como si fuesen realmente ellas lo que también nosotras nos
sentíamos: una raza aparte de las demás. ¿No éramos acaso nosotras
las enfermas «sensibles», las que aún no sustituíamos el
lenguaje por sonidos animalescos, ni proyectábamos nuestros
miembros en movimientos incontrolados, ni nos consumíamos en
callada y recóndita hilaridad? Sin embargo, cuando llegaba el instante
del tratamiento y ellas y nosotras éramos introducidas o arrastradas
hacia la sala, al final del dormitorio, todas, ya perteneciésemos a la
sala turbulenta o a la «buena» sala, proferíamos la misma clase de
grito ahogado de sofocación al ser conectada la electricidad e
inmediatamente antes de caer en un solitario sopor.
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Era temprano en mi sueño. Las huellas del tiempo emergían y se
entrecruzaban y, al chocar las horas frontalmente, estalló un incendio
ennegreciendo la vegetación que hacía brotar reminiscencias verdes al
margen de la senda. Intenté extinguir el fuego con una pizca de agua
destilada del mar. Agité una pequeña bandera verde en el rostro de las
horas en alud y ellas prosiguieron, a través de la cicatrizada campiña,
hacia su destino. Entretanto, ciertos rostros me atisbaban desde la
ventana y vi que pertenecían a las mujeres que esperaban para ser
sometidas al tratamiento. Ahí estaba la señorita Caddick, a la que
llamaban Caddie [Mensajera, correveidile. (Nota del traductor.)], camorrista y
desconfiada, ignorante de que pronto moriría y su cuerpo sería sacado
a hurtadillas por la parte de atrás. Y estaba mi propio rostro, mirando
fijamente desde el vagón repleto de gente con apodos, vistiendo sus
ropas de la repartición, sus camisas a rayas y sus chaquetas grises de
lana. ¿Qué significaba aquello?
Siento tal miedo... Cuando vine a Cliffhaven por primera vez y
penetré en el salón de estar, vi a las que permanecían sentadas
mirando fijamente. Pensé, como lo haría cualquier transeúnte callejero
que observase a alguien mirando al cielo:
«Yo también lo veré, si miro hacia arriba.»
Miré, pero nada vi. Y el mirar no era como en la calle una mera
coyuntura para compartir el espectáculo de las multitudes, sino una
coyuntura para la soledad y el aislamiento, para la visión en círculo
cerrado.
Y todavía es invierno. ¿Por qué es invierno estando el cerezo en
flor? Ya hace años que estoy en Cliffhaven; ¿cómo he de llegar al
colegio a las nueve si me encuentro atrapada en el dormitorio de
observación, esperando el T.E.C.? Es tan largo el camino para ir al
colegio. Hay que ir hacia abajo por la calle Eden, pasar las calles
Ribble y Dee, dejando atrás la casa del doctor y la casa de muñecas de
su hija pequeña, colocada sobre el césped. Querría tener una casa de
muñecas; desearía achicarme y vivir dentro de ella, acurrucada en una
caja de cerillas que tuviese doseles de satén y estrellas doradas de
buena conducta pintadas sobre la parte del raspador.
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No hay escapatoria. Pronto será el momento del T.E.C. A través de
las ventanas de la galería, veo a las enfermeras que regresan del
segundo turno del desayuno. Caminan en grupos de dos y tres a lo
largo del cerco de dragones, de flores de la abuela y cerezos en flor, y
su vista me provoca un morboso sentimiento de desesperación y
acabamiento. Me siento como una niña que ha sido forzada a comer
una comida extraña en una casa desconocida; que habrá de pasar allí
la noche, en una habitación extraña con extraño olor en la ropa de
cama y mantas con ribetes diferentes y, por la mañana, despertará para
contemplar por la ventana un paisaje raro y aterrador.
Entran las enfermeras al dormitorio. Efectúan la recolección de
dientes postizos de las pacientes que recibirán tratamiento, los cuales
sumergen en viejas tazas rajadas llenas de agua; anotan luego en ellas
los nombres, con bolígrafos de tinta azul-pálido. La tinta resbala por la
impenetrable superficie de porcelana y los bordes de las letras se
extienden y confunden, produciendo el efecto de un microfilm de
patas de mosca. Una enfermera trae dos recipientes esmaltados
conteniendo una mezcla de alcohol metílico, alcohol etílico y jabón de
éter para untar nuestras sienes con el fin de que las descargas
«prendan». Trato de encontrar un par de calcetines grises de lana,
porque sé que moriré si mis pies están fríos. Una paciente previsora se
enfunda los pantalones:
—Por si acaso levanto mis piernas frente al doctor.
Llegado el momento final, nos envuelve la atmósfera de las nueve
horas. Ya estamos sentadas en las duras sillas, las cabezas vueltas
hacia atrás, con el algodón en rama frotándonos las sienes hasta que
duele y la piel se abre y los residuos de la solución resbalan dentro de
nuestras orejas bloqueando, repentinamente, los sonidos. Se produce
una última explosión de gritos, pánico y tentativas por parte de
algunas de arrebatar la comida sobrante a las pacientes de las camas.
Cuando la enfermera anuncia: «Señoras, al servicio», la puerta del
dormitorio se abre para una breve visita vigilada a los retretes sin
puertas, con guardias apostadas en el pasillo para prevenir fugas.
21
Estallan nuevas peleas y puntapiés; varias intentan salir, aun cuando,
casi en seguida, comprenden que no hay por donde escapar: las
puertas hacia el mundo exterior están clausuradas. Sólo se logra ser
perseguida y traída de vuelta a rastras. Si la directora Lente está allí,
dirá irritada:
—Serénese, es por su propio bien. Su comportamiento ha sido ya lo
bastante malo.
La directora no se ofrece a recibir ella personalmente el tratamiento
de shock, como suelen hacer las personas sospechosas, quienes, para
probar su inocencia, están dispuestas a comer el primer bocado de la
torta susceptible de contener arsénico.
Se instalan biombos floreados para aislar el extremo del dormitorio
donde se han dispuesto las camas del tratamiento; camas con las
sábanas recogidas y las almohadas en ángulo, prontas a recibir a las
pacientes inertes. Una y otra vez, todas quieren volver al retrete
mientras el pánico crece y la enfermera pasa el cerrojo a la puerta por
última vez; el retrete es ya inaccesible. Todas anhelamos regresar a él,
para sentarnos en los fríos receptáculos de porcelana y aliviar así, por
el medio más directo, nuestras progresivas angustias mentales; como
si un proceso corporal bastase para trastocar la angustia descargándola
en candentes gotas de agua.
Se escucha ahora el sonido de una temprana tos catarral y el
chirrido elástico de zapatos con suela de goma sobre el encerado
corredor exterior, en síncopa con rápidos pasos de ping-pong de
zapatos de trabajo. Llegan el doctor Howell y la directora Lente. Ella
descorre el cerrojo de la puerta del dormitorio, abre y se queda a un
lado de pie mientras el doctor entra; luego ambos pasan, en verdadera
procesión, a reunirse con la hermana Dulce, quien está ya esperando
en el salón del tratamiento. A última hora, y al no haber suficiente
número de enfermeras, llega la asistente social dando brincos
(la llamamos La Pavlova). Ha sido contratada recientemente para
ayudar en el tratamiento.
—Enfermera, puede enviar la primera paciente.
Muchas veces me he ofrecido para ser la primera, porque me gusta
convencerme que el período de inconsciencia es tan breve que, para
cuando me despierte, casi todo el grupo permanecerá aún aguardando,
con esa mezcla de aturdimiento y ansiedad que a veces las confunde,
haciéndoles pensar que tal vez ya han recibido el tratamiento, que tal
vez se les ha aplicado sigilosamente sin que se hayan percatado de
ello.
22
La gente que está ya tras las mamparas comienza a gemir y gritar.
Nos van recibiendo por estricto orden de «voltios» y debemos esperar
a que acaben con las de la sala dos. Estamos al tanto de los rumores
relativos al T.E.C.: sirve como preparación para Sing-Sing [«Sing-Sing»,
célebre prisión en EE.UU. (Nota del traductor.)]; para cuando, finalmente, nos
condenen por asesinato y nos sentencien a muerte y nos sentemos
amarradas a la silla eléctrica, con los electrodos tocando nuestra piel a
través de las rajaduras practicadas en la ropa. El cabello se chamusca
mientras morimos y el último olor que perciben nuestras narices es el
de nuestra misma carne al quemarse. Y este miedo lleva a algunas
pacientes a una locura aún mayor. También se comenta que aquélla es
una sesión para obligarnos a hablar y que nuestros secretos están
guardados en un archivo, en la sala del tratamiento. He tenido pruebas
de ello porque, al pasar por la sala con una canasta de ropa sucia, vi mi
tarjeta. Reza: «Impulsiva y peligrosa.» ¿Por qué? ¿Y cómo? ¿Cómo?
¿Qué significa todo eso?
Ya casi es mi turno; me encamino hacia la puerta de la sala del
tratamiento y aguardo, pues como deben ser realizados muchos
tratamientos el doctor se impacienta ante cualquier dilación. Como si
se tratase de mera producción en una lavandería mecánica (una colada
limpia, una colada dentro, una colada en remojo) se incrementa el
rendimiento si una paciente aguarda en la puerta mientras otra está en
la mesa de las descargas y una tercera recibe un retoque final pronta a
ocupar su lugar ante la puerta.
Y de repente, al otro lado de las puertas cerradas, resuenan los
inevitables llantos y gritos. Transcurridos unos minutos se abre de par
en par la puerta de balancín y Molly, Goldie o la señora Gregg son
sacadas en camilla, convulsionadas y jadeantes. Cierro los ojos con
fuerza cuando la cama pasa ante mí, pero no puedo evitar el verla o
ver las otras camas en las que yace la gente profundamente dormida o
quejosamente despierta, con sus rostros inflamados y los ojos
inyectados en sangre. Puedo oír a alguien que llora y se queja. Es
alguna que ha despertado en momento y lugar inapropiados, porque
bien sé que el tratamiento nos priva de esas reacciones, nos deja solos
y ciegos, suspendidos en una vacuidad existencial en la que uno se
mueve a tientas, como un animal recién nacido al contacto de los
primeros consuelos. Luego, al despertar, pequeñas y asustadas,
nuestras lágrimas continúan resbalando con lenta e indescriptible
aflicción.
23
A mi lado, está la cama con sábanas abiertas y almohadas
dispuestas para ser extendida después del tratamiento. Me
levantarán, me colocarán dentro de ella y yo no me daré cuenta de
nada. Miro la cama como si debiera establecer contacto con ella. Poca
gente echa un vistazo a su ataúd con anterioridad; si lo hiciera, quizá
se mostrase impulsada a embrujarlo para conservar dentro del lienzo
de satén algunas chucherías de su propiedad. Mentalmente, deslizo
bajo la almohada de la cama que ocuparé un sumario indicando el
tiempo y la situación para cuando despierte, si lo hago; quiero evitar el
sentirme confusa por completo con el terror y la agitación del no saber
y no ser nada en medio de la oscuridad. Procuro, entonces, en el
cuarto. ¡Qué valiente soy! ¡Todos comentan mi valor! Subo a la mesa
del tratamiento. Procuro respirar hondo y con regularidad, como
conviene en momentos de miedo, según he oído decir. Quiero no dar
importancia a la directora, cuando, con voz ronca, como de asesino,
susurra a una de las enfermeras:
—¿Tiene usted la mordaza?
Y voy repitiendo, una y otra vez, para mis adentros, un poema que
aprendí en el colegio a los ocho años. Recito el poema, al igual que
hago uso de los calcetines grises de lana, para desviar la muerte. No
son estrofas apropiadas porque es muy habitual que en circunstancias
extremas se dé mayor relieve a lo fútil; el moribundo se pregunta qué
pensarán cuando corten las uñas de su pie; el que sufre apura sus
amarguras llevando la cuenta de nimiedades. Puedo ver la cara de la
señorita Swap, la que nos enseñó el poema. Veo su lunar, al costado de
la nariz, con dos montículos rematados por un incipiente brote de pelo.
Me veo a mí misma, de pie en el aula, recitando mientras palpo la
gastada superficie del escritorio barnizado que sobresale contra mi
cuerpo, contra mi ombligo, lleno de partículas de arena en el que
introduzco el dedo. Veo, también, por el rabillo del ojo izquierdo, la
caja de lápices de mi vecina, que yo codiciaba porque tenía tres
compartimientos, una rosa sobre la tapa corrediza y una
maravillosa hendidura del tamaño del pulgar para deslizar la tapa.
—«Manzanas iluminadas por la luna» —anuncio—. Por John
Drinkwater.
24
Una hilera de manzanas
Hay en lo alto de la casa.
Por una escotilla, filtra
La luz de la luna blanca
Y un mar profundo de verde
Se ilumina en las manzanas.
No logro recitar más de seis versos. El doctor, afanado en atender
las perillas y palancas de la máquina, a la que respeta por ser su aliada
en su lucha contra el exceso de trabajo, las dificultades, estados
depresivos, obsesiones y manías de un millón de mujeres, se concede
tiempo para musitar un fatigado: «Buenos días», antes de dar la señal
a la directora Lente.
—Cierre los ojos —dice ella.
Pero los mantengo abiertos, atisbando, en mi impotencia, la señal
secreta, mientras la directora, cuatro enfermeras y La Pavlova ciñen
mis hombros y mis rodillas y me siento caer, corno si un escotillón se
hubiese abierto hacia la oscuridad. Mientras caigo, imagino que mis
ojos se vuelven hacia adentro para confundirse entre sí y confrontarse
con una verdad aparte, que conocieran sin mi ayuda. Entonces me
levanto, ya liberada de la oscuridad, para aferrarme, como un parásito
sin hogar, a la esencia de mi identidad y a su posición en el espacio y
el tiempo. Inicialmente, no logro hallar mi camino, no puedo
reencontrarme donde me abandoné; alguien ha removido todo vestigio
de mí.
Lloro. Es vertida por mi garganta una taza de té dulce. Cojo
fuertemente el brazo de la enfermera:
—¿Lo he recibido? ¿Lo he recibido?
—Ya se le ha aplicado el tratamiento. Duérmase ahora —contesta—.
Es demasiado pronto para estar despierta.
Pero estoy totalmente despierta y de nuevo comienza a acumularse
la ansiedad.
—¿Me aplicarán tratamiento mañana?
25
3
Cada mañana, después de haber efectuado el último tratamiento
eléctrico, el doctor se dirigía casi siempre con la directora Lente y la
hermana Dulce a tomar el té en la oficina de la religiosa. Allí se
sentaba en la mejor silla, transportada desde la habitación contigua, a
la que se denominaba el «cuarto del desorden» y donde, a veces, se
recibía a las visitas. El doctor Howell bebía en una de las tazas
especiales, en cuyas asas se ataba un algodón rojo para distinguir entre
las del personal y las de las pacientes y, de ese modo, evitar el
intercambio de enfermedades tales como el aburrimiento, la soledad,
el autoritarismo.
El doctor Howell era joven, regordete y catarral; a causa de su
pálido rostro le llamábamos Bizcocho. Era, además, corto de vista y
compasivo; su dinamismo juvenil iba muriendo bajo el peso de una
tensión acumulada y el exceso de trabajo, como un avión nuevo al que
colocan en una cámara de pruebas que reproduce las condiciones
creadas por millones de kilómetros de vuelo y cuyo metal sufre, en
pocas horas, el desgaste de varios años.
A las once, y luego del té de la mañana, tenía lugar el ritual de las
rondas, durante el cual, acompañado por la ubicua directora Lente y la
hermana Dulce, actuantes como intermediarias, intérpretes y piquetes,
el doctor Howell entraba en el salón de estar, donde permanecían
sentadas las señoras de edad y las más jóvenes que no eran lo
suficientemente aptas como para trabajar en la lavandería, el cuarto de
costura o, a mayor nivel social, en el hogar de enfermeras. Allí
permanecían melancólicamente, hojeando un viejo ejemplar de
«Noticias Londinenses Ilustradas» o del «Semanario Femenino», o
tejiendo para los leprosos mantas de cuadros, o haciendo labores bajo
la supervisión de la terapeuta recientemente designada. Se rumoreaba
de ella que mantenía relaciones con el doctor Howell, con el
consiguiente desconsuelo de muchas entre los cientos de mujeres de la
sala cuatro.
26
—Buenos días. ¿Cómo se encuentra hoy? —solía detenerse a
preguntar el doctor, sonriendo de manera amistosa, pero al tiempo que
miraba brevemente su reloj, tal vez para preguntarse si podría, antes
de la hora de almorzar, completar sus rondas por todas las salas de
mujeres y regresar a su oficina a entenderse con la correspondencia y
las entrevistas con parientes quisquillosos, perplejos, alarmados o
avergonzados. La paciente elegida por el doctor para su conversación
se excitaba tanto ante ese raro privilegio que muchas veces no sabía
qué decir o, por el contrario, comenzaba un jadeante relato, cortado en
seco por la directora:
—Bueno, Marion, el doctor está demasiado ocupado para oír eso.
Prosigue con tu labor.
Luego, en un aparte con el doctor, la todopoderosa directora
susurraba:
—Colabora muy poco, últimamente. La hemos incluido en el
tratamiento de mañana,
El doctor asentía con aire ausente y agregaba un comentario fatuo.
Sin embargo, como era inteligente, se daba inmediata cuenta de su
fatuidad e, instintivamente, daba marcha atrás para salir de su
introspección, como un vendedor que desaprueba sus propias ofertas,
y con renovada vehemencia señalaba un tapiz o cualquier otro tejido
de descuidado punto que alguna orgullosa paciente sometía a su
consideración.
Finalmente, echaba una inquieta y culpable mirada por toda la sala
de estar y se retiraba hacia la puerta, mientras la directora Lente y la
hermana Dulce cuidaban la rutina de su salida: descorrer y correr de
nuevo el cerrojo de la puerta; así como también mantener a distancia a
las pacientes cuya necesidad de comunicación con algún oyente
comprensivo las hacía abalanzarse hacia el doctor en una postrera
tentativa de lucir sus tapices o gritarle injurias o saludarle y preguntar:
—Hola, doctor... ¿cuándo puedo volver a casa?
En ciertas ocasiones y como desafiando a la directora y a la
hermana, el doctor Howell prefería aislarse de ellas y abandonaba el
cuarto de estar por la puerta que daba al parque de la sala cuatro,
espacioso y lleno de árboles. Cuando ocurría, la directora y la hermana
quedaban mirándose entre sí con actitud aprensiva y acusadora,
mientras el doctor se alejaba. Sus miradas eran similares a las que
podrían arrojarse dos arañas si una mosca cuidadosamente enredada
en la telaraña escapara de ella con sólo un leve aleteo de sus alas.
27
Lo que nos atraía del doctor Howell era su juventud. Los otros
doctores, que no nos cuidaban pero estaban a cargo del hospital, tenían
cabellos grises y eran mayores y entraban y salían apresuradamente de
sus oficinas en la parte delantera del edificio, como ratas que entran y
salen de sus madrigueras. Además, se sentaban enfrascados en su
trabajo, con las mismas sempiternas y machacadas soluciones
esparcidas en derredor, como desperdicios de una madriguera. Fue el
doctor Howell quien intentó difundir la interesante novedad de que los
enfermos mentales son personas y por consiguiente aspiran, de tanto
en tanto, a intervenir en las actividades de las demás gentes. Así
nacieron «las veladas», durante las cuales jugábamos a los naipes,
al snap [juego de mesa inglés. (Nota del traductor.)], a la solterona y al burro; a las
bazas y al ludo, al culebreo y a las escaleras. Al final se repartían
premios y comida.
Pero, ¿dónde estaba el personal extra para supervisar estas
actividades? La Pavlova, la única asistente social para todo el hospital,
concurría valientemente a alguna de las «noches sociales» que se
organizaban para hombres y mujeres en el salón de estar de la
repartición cuatro. Contemplaba a la gente subir escaleras, deslizarse
haciendo las culebras o viajar, por las casillas rojas y azules del ludo,
hasta sus esquinas. También ella se alegraba cuando llegaba la
culminación de la noche y hacía su aparición del doctor Howell,
vistiendo deportiva americana, zapatos de suela de goma, con su
lustroso cabello color maíz y su risa estentórea y grave, tan poco
doctoral. Era como un dios. Participaba en los juegos y echaba los
dados con el aplomo de un coloso lanzando un rayo; adoptaba una
oportuna expresión consternada cuando le ordenaban deslizarse por
una de las culebras, pero nosotras nos dábamos perfecta cuenta de que
era capaz de encantar hasta a las culebras de cartón verde bilioso. Y
también a las personas. Era el dios personal de La Pavlova y nosotras
lo sabíamos. Pero por más saltos que ella realizase en torno a su
manchada chaqueta blanca, siempre con varios botones
desabrochados, nunca lograba robarle el doctor Howell a la terapeuta.
¡Pobre Pavlova! y pobre Noeline, que aguardaba que el doctor le
propusiese matrimonio, aunque las únicas palabras que él le dirigiera
fuesen:
28
—¿Cómo está usted? ¿Sabe dónde se encuentra? ¿Sabe por qué está
aquí?
Frases estas que difícilmente podrían ser interpretadas como una
muestra de afecto. Pero cuando una está enferma, vive en un campo de
percepción nuevo, en el cual se hace una cosecha de interpretaciones
que nos proporcionan nuestro pan de cada día, nuestro único alimento.
Así, pues, cuando el doctor Howell se casó finalmente con la
terapeuta, hubieron de llevar a Noeline a la sala de alteradas. No pudo
comprender por qué el doctor no la necesitaba más que a persona
alguna en el mundo, por qué la había traicionado para casarse con otra
cuya única virtud parecía consistir en la habilidad para enseñar a
pacientes, que casi nunca se interesaban por saberlo, cómo tejer
bufandas y hacer punto de sombra sobre la muselina.
29
4
Se dice que cuando un prisionero es condenado a morir se detienen
todos los relojes en los alrededores de la celda de la muerte, como si el
eliminar el reloj interrumpiese el flujo del tiempo y el prisionero
quedase abandonado en una ribera intemporal en la que los instantes
crecieran y se agitasen como rompientes, aunque sin llegar nunca a la
orilla.
Pero jamás la muerte de un oceanógrafo detuvo el movimiento del
mar y el encontrarse con la tierra está en la naturaleza del mismo. El
tiempo se escapa, pues, en la celda de la muerte, como si todos los
relojes de cuco, todos los de pared y los relojes despertadores sonaran
al unísono en los oídos del prisionero.
Una y otra vez, cuando pienso en Cliffhaven, juego la partida del
tiempo como si hubiese sido condenada a morir y las señales hubieran
sido suprimidas; las oigo, empero, resonar en mis oídos,
advirtiéndome de que las nueve, hora del tratamiento, se aproxima y
que debo hallar un par de calcetines de lana para no morir. O acaso me
anuncian que va son las once, que el tratamiento ha terminado y me
encuentro sumida en las primeras horas o años de mi sueño, en aquel
tiempo en el que aún no estaba sentada sobre charcos de arco iris en el
patio del pabellón dos o bien vagabundeaba por el raleado parque,
circundado por una alta cerca de puntiagudas estacas que culminaban
en ápices de clavos enmohecidos apuntando al cielo.
Las once. Recuerdo la agradable angustia que padecía en aquella
hora porque vendría la rolliza y pálida señora Pilling, con la canasta de
ropa, en cuyo interior se hallaba el mantel con olor a queso y me
preguntaría:
—¿Quiere venir conmigo a comprar el pan?
Y al mismo tiempo aparecería la señora Everett, retenida en el
hospital «por real designio», como vulgarmente se dice, con una
cántara de leche vacía, para requerirme:
30
—¿Quiere venir conmigo a recoger la nata para los especiales?
Era algo tan delicioso el tener que optar entre aquella simultánea
perspectiva de dos viajes más allá de las puertas con candados, que me
entretenía en saborear el placer de antemano, mientras sostenía un
debate interior respecto a las virtudes de la panadería y de la cabaña de
desnatar. ¿Pan o crema? En la panadería está Andy, que traspalea
dentro de la bostezante abertura del horno las bandejas con hogazas
de masa en fermentación y corta las rebanadas del pan destinado a
nuestras salas. Procurando imponerse a la sierra circular, Andy canta
un verdadero dúo para panadero y máquina de hacer pan, con
acompañamiento de incidentales mendrugos. A veces, me invita al
aposento del fondo para darme algún pastel que sobró de la fiesta del
superintendente o para anticiparme un trozo de la tarta dominical
«Borstal», rellena con grosella.
La otra posibilidad consistía en la caminata por la colina hasta la
granja, pasando por los cobertizos de las vacas, olorosos de estiércol y
desiertos, para llegar a la cabaña de desnatar, en la cual Ted habría
colocado las cántaras de la nata en orden de importancia, en igual
forma que nosotras arreglábamos los tazones cuando éramos niñas y
jugábamos al colegio (primera de la clase, segunda de la clase y así
sucesivamente). La cántara del superintendente, bien lustrada, sin
melladuras ni residuos de nata añeja en los soportes. En segundo lugar
la destinada a los doctores, también limpia. Luego las del jefe de
secretaría, del administrador de la granja y su familia, la del ingeniero
y la directora, la del capataz, la de los subalternos y las de las
enfermas. Por último las cántaras de los pacientes especiales, aquellos
demasiado delicados o que sufrían de tuberculosis y cuyos nombres
aparecían en una nómina fija a la pared del comedor. En un pabellón
de cien mujeres, sólo diez o quince podían ser lo bastante «especiales»
como para recibir nata. Recuerdo mi asombro y gratitud cuando mi
nombre apareció por unas semanas en la lista de «especiales». Me
sentaba a comer con presuntuosidad, mientras la enfermera derramaba
nata en mi tapioca o arroz o sémola o sobre el budín de pan los lunes.
Y, si estábamos en la época apropiada, los jueves la nata se vertía
sobre manzana asada.
31
Ustedes ya saben que he estado fingiendo. Saben que son las once
y que no me permitirán ir por el pan ni subir la cuesta dejando atrás
los álamos, los arbustos de retama y el zarzo en busca de la nata. No
ignoran tampoco que me he escondido en el departamento de la ropa
blanca y que ahora me encuentro sentada sobre una caja de manzanas
llena de leños, Y que lloro, temerosa de que me vean llorar y me
consignen para el T.E.C.
El departamento de ropa blanca es mi escondite favorito. Cada
mañana lo limpia la enfermera de Tuberculosis y el piso parece la
cubierta de un barco. Escucho desde aquí a Margarita, que padece tisis
y en su jadeante susurrar habla sin cesar sobre la Primera Guerra
Mundial. A quienquiera que pase por el comedor ella le suplica que la
ayude a expulsar de su habitación al enemigo. Hace largos años que
vive en esa habitación, vislumbrando el sol apenas unas pocas horas
en ciertas tardes de verano, cuando los dardos de luz recorren un
sinuoso camino a través del herrumbrado tejido de alambre de la
ventana y alcanzan la pared, tachonándola de titilantes puntos de luz.
En nuestros paseos de la tarde con la enfermera, solemos ver a
Margarita de pie en el rincón soleado de su cuarto; la luz solar parece
transparentarse a través de ella, como si la contextura de sus huesos
fuera de gasa sutilísima. De su rostro está ausente todo color, los
familiares arreboles de la fiebre no se ven en sus mejillas y su cuerpo
es como un esqueleto. Al contemplarla uno piensa: «Se está
extinguiendo». Pero año tras año continúa viviendo, mientras otras
tísicas de apariencia más robusta, Effie, Jane, mueren y sus cadáveres
son rápida y asépticamente despachados al depósito.
El depósito de cadáveres está situado en los fondos de la
lavandería, frente al invernadero, circundado por hileras de flores y
plantas; las resistentes en la parte externa y las delicadas begonias
adentro, en tiestos, los mismos usados para rodear el piano cuando el
ciego viene de la ciudad a tocar en él.
El depósito carece de rostro.
Si se construyese con proporciones suficientes para alojar a los
muertos, devoraría con su tamaño al invernáculo, a la lavandería, al
cuarto de calderas y a la cocina grande. E incluso es probable que
devorase al hospital entero. Pero es pequeño y moderado y suplica a
los pacientes que respeten la regla de soledad muriendo uno por uno.
32
A pesar de la lustrosa apariencia del departamento de la ropa
blanca, en él prevalecen los olores de cera para pisos; betún para
zapatos, proveniente de los poco utilizados potes de negro y pardo que
hay dentro de un tarro de bizcochos, grande y abollado, con el
circunspecto perfil de Jorge VI en su tapa; el de maderos manchados
de humedad, olor que produce un regusto seco en la boca; el de ropa
blanca recién colgada; y, finalmente, el disimulado olor de la ropa
limpia y planchada que se guarda en los estantes rotulados.
Calzoncillos, camisas de mujer, camisones, túnicas, sábanas y colchas
adornadas con el monograma de patriótica exaltación: «¡Arriba,
Arriba! ¡Siempre adelante!» [«Ake Ake, Onward Onward» es la inscripción que figuraba
en la ropa de cama de los ejércitos aliados durante la Segunda Mundial. Gran parte de ella fue vendida
como sobrante de guerra a clínicas y hospitales del estado. (Nota del traductor.)] Se almacenan
aquí las máscaras y platos para las tuberculosas, así como las cajas de
cartón para esputar, las cuales se encuentran desplegadas tal como se
expenden en los comercios. Las tuberculosas pasan parte de su tiempo
armando las cajas como parte de su terapia ocupacional; pliegan hacia
adentro las solapas y las introducen rectamente, según las precisas
instrucciones marcadas en el costado; aquello resulta algo semejante a
una clase de párvulos construyendo ataúdes con un rompecabezas.
Aquí también se guardan los recipientes para el petróleo, seccionados
por la mitad, en los que se hierven los platos usados por las
tuberculosas, puesto que aún no se cuenta con un esterilizador en el
braserillo del comedor para ellas. Este proceso es supervisado por las
señoras Everett y Pilling, quienes comparten el control de los asuntos
de la cocina y son responsables del fuego.
De todo el pabellón, es la señora Pilling la paciente que goza de
mayor confianza. Ella se encarga también, todas las mañanas, de la
preparación de las tostadas en el braserillo, de la recolección del pan y
la nata y del acarreo, hasta la entrada lateral, del rebosante recipiente
para los cerdos. Una vez allí, el porquero rubio lo recoge en su camino
hacia la granja, conduciendo un viejo y espacioso carro de tiro;
después de haber cargado el cubo en la parte posterior, el mozalbete se
detiene a remover la comida, pasa por alto la fría y fangosa cazuela
con sobras de potaje y procura coger las más apetitosas golosinas,
33
o sea, las tostadas de desecho y los tumefactos restos de bollo
ordinario, todo lo cual embute con voracidad en su boca. Luego,
mascando alegremente, vuelve a montar en el carro y con un tirón a
las bridas y un «Arre» hace reiniciar la marcha al dócil aunque
malhumorado caballo. La señora Pilling, silenciosa y poco expansiva
por lo común, mantiene un entendimiento, a su manera, con el
porquero; y si bien ella rechaza los hábitos de aquél, guarda, sin
embargo, respeto y una estólida tolerancia hacia las peculiaridades de
los demás. Es decir, prefiere adoptar una actitud condescendiente con
tal de preservar la individualidad ajena.
A veces deja en el cubo de los cerdos una rebanada de la torta
destinada al personal. Según parece, no tiene marido, ni hijos ni
parientes. Nunca recibe visitas; nunca habla de sus asuntos privados.
Sólo por excepción se cae en la cuenta de que tiene alguno. Durante
muchos años, ha vivido en el hospital y su habitación es pequeña y se
encuentra al final del pasillo de Tuberculosis. Uno se queda
sorprendido, si acierta a pasar por allí, al comprobar que hay en ella un
ambiente hogareño, en la medida que eso es posible dentro de un
estrecho cuarto de un hospital para enfermos mentales. Le permiten
conservar su abrigo largo, que pende tras la puerta; se huele aroma
femenino, a polvos faciales y ropa. Alguien debió regalarle una planta
en un tiesto; ahora está sobre una silla, en un rincón. Un viejo
calendario de cinco años atrás, que ha guardado presumiblemente a
causa de la antigua escena campestre que ostenta, cuelga frente al
orificio de la cerradura en el centro de la puerta, para que las
enfermeras no la atisben por la noche. Le permiten mantener esa
intimidad.
La templanza de la señora Pilling, su aparente aceptación de un
modo de vida que ha de continuar hasta su muerte, son cosas todas
que me aterran. Es como una persona que acampase en un cementerio
y, a pesar de ello, continuase guisando cabrito, comiera y durmiese
profundamente y acaso ocupara su jornada en limpiar las tumbas o
desherbar los sepulcros. La observo tratando de entrever en ella alguna
agitación interior, como quien contempla un lago eternamente calmo
para descubrir algún indicio de esa criatura que, según se rumorea, se
encuentra dentro de él; pero quizás habite «en las profundidades a las
que jamás alcanzó sonda alguna». Para encontrar a la señora Pilling
es menester una máquina de tipo batiscafo. ¿Un batiscafo de miedo?
¿O de amor acaso?
34
El principio y el fin de su vida consisten en el pan, la nata,
encender el fuego del comedor, constatar, en unión de la señora
Everett (quien además sufre la pasión de bruñir), si la vasija de cobre
para el té ha recibido su pulimento diario y extraer la comida del
armario privado.
Toda comida traída por los visitantes, fruta, dulces, tortas,
bizcochos, que no ha sido consumida durante las horas de visita de los
sábados, se retira a las pacientes y es guardada bajo llave en el armario
privado. Según la cantidad de comida que se ha guardado para cada
una, encontramos eventualmente a la hora del té, al costado de nuestro
lugar, un plato con nuestro nombre, conteniendo dos o tres
chocolatines envueltos, una naranja o una manzana. Yo rara vez tengo
visitas y a veces me las ingenio para ayudar a la señora Pilling y a la
enfermera. Aguardo con avidez el ansiado momento en que la
enfermera dispone en un plato una resplandeciente naturaleza muerta
de chocolatines y dice de pronto:
—Tome, sírvase uno.
—¡Ah!, no... No me pertenecen —protesto.
La enfermera, siguiendo la fórmula, contesta:
—Esta paciente tiene bolsas y bolsas de comida. Se le va a
estropear.
Con un sentimiento de culpabilidad cojo el chocolate, lo
desenvuelvo lentamente, aliso las arrugas del papel plateado, doy un
mordisco pequeño para probar la dureza y entonces, en actitud de
ladrón, como la ratera que me siento, lo como.
Una vez que los visitantes se han ido, las pacientes, deprimidas y
agitadas, vagabundean hablando de sus maridos, hogares e hijos, y
aprietan contra ellas los menudos paquetes de bizcochos, dulces y
fruta, únicos remanentes visibles y materiales de la visita. Entonces
yo, con mis manos vacías y esforzándome por responder con calma a
la pregunta: «¿Quién vino a verte?», hago también mi aparición
«casual» en el rincón más concurrido del salón de estar, donde sé que
me será ofrecida una naranja, un caramelo de menta o un pastel.
—Deberías guardarlos para ti —objeto, al tiempo que extiendo mi
mano con voracidad.
No existen pasado, presente ni futuro. Usar tiempos verbales para
dividir el tiempo físico es como hacer marcas de tiza sobre el agua. No
sé si mis experiencias en Cliffhaven tuvieron lugar hace muchos años,
están ocurriendo o me aguardan en eso que denominan el futuro.
35
Sólo sé que el departamento de la ropa blanca era a menudo mi
santuario. Miraba, a través de su pequeña ventana polvorienta, la parte
baja del parque, los prados, los árboles y la distante franja azulada del
mar que semeja papel engomado adherido borde con borde al cielo.
Lloraba mis incertidumbres y soñaba el permanente sueño de la
mayoría de los enfermos mentales: el mundo exterior y la libertad. Allí
también viví por anticipado, mas con tremenda intensidad, los
momentos más temidos: el tratamiento eléctrico, el ser llevada por las
noches a una habitación pequeña, o ser transferida al pabellón dos, la
sala de las alteradas. Soñaba con el mundo porque parecía lo más a
propósito. No era capaz de afrontar la idea de que no todos los
prisioneros sueñan con la libertad. La perspectiva del mundo me
atemorizaba una ciénaga de desesperación, violencia, muerte, con una
delgada capa de vidrio recubriendo la superficie, sobre la cual el amor,
un diminuto cangrejo con pinzas y caparazón arco iris, caminaba
siempre de costado y delicadamente, pero sin llegar a ninguna parte,
mientras el sol, como aquellos pompones de lana que hacíamos en la
terapia ocupacional envolviendo un disco de cartón con lana
anaranjada, se elevaba cada vez a mayor altura en el cielo. Sus
volutas despedían llamas que amenazaban con derretir la precaria
calzada de vidrio. Y la gente, como gigantescos parches de colores,
carente de miembros y con parte de sus mentes amputada para
adaptarla a los lineamientos de moldes prefijados, no puede salir del
interior del sueño; carece de medios para escapar de él. Yo me veía
como un cirujano que en el momento de una delicada operación
comprueba que le han robado la bandeja del instrumental o, peor aún,
que éste ha sido retorcido y ha adoptado formas anormales, y que sólo
él se percata de ello, mientras el equipo en torno a la mesa, sin
sospechar nada, espera a que haga la primera incisión. ¿Cómo
explicarles lo que no pueden comprender, si aquello es visible
únicamente para él?
He meditado sobre el mundo con desvelo porque me encontraba
más allá de él. ¿Quién más soñaría con nostalgia a su respecto?
36
Y, de tanto en tanto, murmuraba la frase ritual, al doctor: «¿Cuándo
podré regresar a casa?», consciente de que en «casa» era donde menos
deseos tenía de encontrarme. Allí se quedarían observándome para
descubrir signos de anormalidad en mí, como hurones que, alrededor
de una conejera, aguardan la aparición del conejo.
Existía la posibilidad de que me enviasen a una habitación
individual. Si bien todos los cuartos pequeños eran individuales, el
usar la frase «habitación individual» hacía la amenaza más terrible.
Durante mi estancia en el pabellón cuatro, dormía primeramente en el
dormitorio de observación y después en el dormitorio que quedaba
«del otro lado, al final», en el cual había colchas floreadas y donde, a
causa de la falta de espacio, las camas desbordaban sobre el pasillo.
Me agradaba el dormitorio de observación durante las noches, con la
enfermera de guardia sentada en el sofá traído desde el cobertizo.
Mientras tejía un interminable número de jubones de punto estudiaba
escrupulosamente los suplementos de las revistas femeninas con
diseños para recortar y dormitaba rápidas siestas, con sus pies
encaramados sobre el guardafuego, dejando que las llamas le
calentasen con placidez sus asentaderas. Me agradaba el ritual de ir a
la cama, con la bandeja repleta de copas de leche caliente que enviaba
la fiel señora Pilling, y la posterior llegada de una de las pacientes, la
cual, como si fuese una camarera, balanceaba una alta pila de orinales
color parduzco. Y me placían también las camas, la una junto a la otra;
aquello me proporcionaba la seguridad de oír la suave respiración de
otra persona. Dicha seguridad se entremezclaba con cierta irritación a
causa de sus ronquidos, conversaciones secretas, los cuchicheos y el
cálido y untuoso olor, como de establo, cuando usaban sus orinales
durante la noche.
Temía que en algún momento la directora Lente se enterase que yo
habla estado poniéndome «difícil» o comportándome «con poca
colaboración» y se dirigiese a mí, bruscamente:
—Muy bien, señora mía, habitación individual para usted.
Me causaba temor el hecho de escuchar continuas amenazas
proferidas a otras internas y el ver que, cuando una de ellas era
trasladada a una habitación individual, se resistía y gritaba. Una
morbosa curiosidad se apoderaba de mí respecto a lo que contenían
aquellos aposentos para transformar, en una noche, a personas que
gritaban y desobedecían en gente que se sentaba apartada y obedecía
con insolencia al serles ordenado:
37
—Salón de estar. Comedor. Cama.
Sin embargo, no todas cambiaban. Y aquellas que no respondían a
la influencia cuadrangular del recinto cerrado, las que no aprendían lo
que, según decreto de la directora Lente y la hermana Dulce,
constituía «una lección», todas ellas eran trasladadas al pabellón dos.
Y el pabellón dos era mi gran temor. Allí nos enviaban si no
«cooperábamos» o si persistentes dosis de T.E.C. no producían en
nosotras una mejora; mejora que era estimada principalmente en
función de nuestra sumisión y pronta obediencia a las órdenes.
—Señoras, sala de estar.
—Señoras, a levantarse.
—Señoras, a la cama.
Uno aprendía a adaptarse con verdadero ahínco. Aprendíamos a no
llorar delante de la gente, a sonreír y a afirmar que estábamos
contentas, a preguntar de tanto en tanto si podíamos volver a casa,
para demostrar que mejorábamos y no hacer necesario que nos
introdujesen, clandestinamente y durante la noche, en el pabellón dos.
Aprendíamos a llevar a cabo las faenas domésticas, a hacernos las
camas colocando el emblema gubernamental del lado correcto y los
ángulos de la colcha prolijamente esquinados, a lustrar el dormitorio y
el pasillo con el pesado rodillo envuelto en un fragmento de manta
impregnada con cera amarilla y resbaladiza, que despedía un olor
picante, siempre el mismo desde el día que fue traída en la canasta con
provisiones semanales junto a potes de conserva, jarros de vinagre y
los grandes trozos de queso y manteca que la señora Pilling y la señora
Everett rebanan con un cuchillo extraído especialmente de la caja del
servicio de comedor, cerrada con candado. Aprendíamos, según la
rutina, que el baño estaba fijado para los miércoles por la noche, pero
que se permitía bañarse todas las noches, en la sala de baños grande, a
aquellas internas que estuviesen en condiciones de lavar sus brazos
más allá de las muñecas. El techo de aquel baño se elevaba como el de
una estación ferroviaria y sus tres hondas bañeras estaban alineadas,
con los grifos dentro de cajas cerradas. Adosada a la pared, se hallaba
la lista con las reglas del aseo, escritas en una letra tan menuda que se
la podía confundir con el horario de trenes. Era una vieja lista impresa
a principios de siglo y contenía 14 reglas que establecían, por ejemplo,
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que ninguna paciente podía bañarse a menos que una asistente
estuviera presente, que la bañera debía contener trece centímetros de
agua, vertiéndose en primer lugar la fría; que no debía ser empleado
cepillo de clase alguna al bañar a una paciente...
Nos bañábamos, pues, sin mamparas, una en cada bañera, mirando
con curiosidad los cuerpos de las demás: los colgantes vientres, los
fláccidos pechos, los descoloridos agrupamientos de vellosidades
sobre el cuerpo, en fin, todos los pesados o flexibles contornos que
confieren a la mujer una perpetua y apabullante identificación con su
carne.
39
5
—¿Se va adaptando?
Aquella pregunta solía ser formulada de tiempo en tiempo por el
doctor, como si fuese una brisa viajera que encuentra casualmente a un
animal dispuesto a invernar.
«Adaptarse» era algo que contaba con el general beneplácito.
—Cuanto antes se adapte usted, con tanta mayor rapidez se le
permitirá volver a casa —afirmaba la Lógica imperante.
En cambio:
—Si usted no consigue adaptarse a la vida en un hospital de
mentales, ¿cómo pretende estar en condiciones de vivir fuera, en el
mundo?
En verdad, ¿cómo? Durante los primeros días me sorprendía y
miraba con mezcla de compasión y ansiedad al pequeño número de
pacientes que había en la sala de observación y que permanecería allí
«para siempre»: la señora Pilling, la señora Everett, que, cuando era
una joven madre inexperta y sobreexcitada, había asesinado a su
pequeña hija; la señora Dennis, menuda, de lengua afilada y pelo gris
pulcramente recogido, que ocupaba sus días en arreglar la sala de las
encargadas, abrillantando la platería, los vasos de agua y los platos
para la fruta de las reverendas hermanas, tocadas de blanco. Las pocas
internadas permanentes que quedaban eran quienes conocían las reglas
y podían interpretarlas; es decir, si alguien estaba suficientemente
bien, le concedían libertad limitada bajo palabra y cuando se
encontraba muy bien y merecía confianza (como era el caso de la
mayoría de las pacientes) se les otorgaba completa libertad bajo
palabra y se les permitía ir adonde quisiesen, dentro del área del
hospital. Asimismo, cuando un paciente abandonaba el hospital, no se
le daba el alta inmediatamente, antes bien se le imponía un período de
prueba, como si hubiesen cometido un delito criminal, en forma tal
que uno podía encontrarse ya fuera del hospital y legalmente continuar
loco, sin derecho al voto, ni a firmar documentos o viajar por el
extranjero. No existía la admisión voluntaria por aquellos días. Todas
éramos «insanas según la Ley para los Mentales Defectuosos del año
1928».
40
Estas pacientes a largo plazo, que eran más bien empleadas del
hospital, podían poner en tela de juicio la jerarquía del cuerpo
profesional y la vida privada de la directora, quien vivía en un piso
enfrente del edificio. Minnie, de la repartición uno, era la sirvienta
personal de la directora y le estaba permitido usar una llave. Solía
venir a la sala durante el día, con los papeles y las últimas habladurías
de «allá enfrente», para contárselas a la señora Everett, a la señora
Pilling y, en particular, a la señorita Dennis. Esta gustaba de aumentar
su superioridad de modales sumándole la superioridad de estar bien
informada.
Nos enterábamos de la vida de los médicos. Carrie, de la sala uno,
trabajaba en el piso de los doctores y Molly lo hacía al otro lado del
camino, en casa del médico y su familia.
—Su mujer rezonga —decía triunfalmente y su comentario parecía
robustecer sus lazos de amistad con aquellas internas que se
mostraban a todas luces dispuestas a compadecer al facultativo.
De esa forma nos informábamos, las recién ingresadas, de eventos
importantes, como la Navidad:
—Juntarán todas las mesas para la cena de Nochebuena. Tendremos
cerdo y salsa de manzana. Todo el mundo recibe un regalo.
También nos enterábamos de las idas a la iglesia, de los bailes
(como parte de la «nueva actitud» hacia los pacientes mentales, ahora
se celebraban bailes), de los deportes en el hospital, de la inauguración
de la bolera, del encuentro de cricket entre el hospital y el pueblo, de
la visita del delegado de la Sociedad de Ayuda a Internados y
Prisioneros.
Las otras pacientes permanentes vivían en el Pabellón dos. Las
veíamos muy raras veces excepto durante los T.E.C. Oíamos sus
murmullos como trasfondo, procedentes de su parque y patio
especiales y, durante las noches, cuando sus dormitorios, en el llamado
«Edificio de Ladrillos», se convertían en una colmena de gimientes
abejas tras las herrumbrosas mallas metálicas de las ventanas; gritaban
como si la miel del día se hubiera perdido o nunca se hubiese
recogido. En ciertas ocasiones, por la noche, veíamos como las hacían
penetrar precipitadamente en el «Edificio de Ladrillos» y se tenía la
impresión de que ejecutaban una alocada danza salvaje antes de
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decidirse a entrar, como si señalasen en dirección de los campos sin
flores, allá donde habían dejado su tiempo y sus anhelos, perdiendo
una día más en su larga serie de años de búsqueda. A veces, veíamos
como estas mismas personas, con sus camisas azul oscuro a listas y su
piel manchada y curtida por el sol, eran llevadas entre enfermeras
desde el salón de estar de su pabellón hasta el parque en el que
pasarían el resto del día. Y, es triste consignarlo, en aquel momento,
parecían personas; su analogía con nosotras no podía negarse. Pero se
movían con las cabezas inclinadas, los cuerpos semi-encogidos, como
si enfrentasen una ventisca contraria, como si avanzaran abrumadas
por una tonelada de pesadumbre en el alma, sin esperanzas de llegar a
parte alguna. En otras oportunidades, cuando el capellán celebraba el
servicio religioso en el salón grande del hospital y asistíamos a él las
que deseábamos «rezar y cantar», a causa del aburrimiento o animadas
por un deseo similar al de Lear y Cordelia en prisión, llevaban allí a
un grupo de internadas del pabellón dos y las persuadían a permanecer
sentadas en los largos bancos de madera. Cantaban con un deleite que
parecía molestar al oficiante, erguido en actitud grave, de pie ante su
atril, con su Biblia abierta en la lección de Confortación, que leía con
un dejo de culpa y sentimentalismo. Las de la sala dos, con su curioso
surtido de sombreros, actuaban como niñas excitadas, moviéndose
intranquilas e interrumpiendo el sermón con comentarios al margen.
Sonreían plácidamente al ofrecer oraciones «por aquellos cuyas
mentes están enfermas». Y con fervor, cantaban:
Nos reuniremos junto al río,
El hermoso y bello río.
Nos reuniremos junto al río
Que va hacia nuestro Dios.
O también:
Brilla el sol de estío
Sabre tierra y mar.
Dulce luz de abrigo,
Paz y libertad.
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Los hombres se sentaban a un lado del salón, las mujeres al otro.
Bajo el pretexto de la ceremonia religiosa, se hacían circular notas,
se tramaban fugas, se intercambiaban amoríos. Las voces masculinas,
aunque desafinadas a menudo, eran prolongadas y potentes y solían
mostrar renuencia a abandonar las sonoras notas finales. Aquello
obligaba a la comprensiva organista, una señora del pabellón uno, que
era la viva imagen de Jorge III, a continuar la ejecución con soporífera
eternidad. Cuando esto ocurría, el capellán, cuyo aprecio por la
eternidad estaba condicionado a la fugacidad de la misma y se resistía
a aceptar su materialización bajo la forma de un «A-a-a-mén», punto
final del Nos reuniremos junto al río o de Jesús reinará donde quiera
que brille el sol, interrumpía a los hombres resueltamente levantando
su voz para pronunciar la bendición:
—Que la gracia de Nuestro Señor Jesucristo perdure en cada uno
de vosotros ahora y siempre, por los siglos de los siglos...
A las del pabellón dos les gustaba quedarse atrás para estrechar la
mano al capellán y hablarle de asuntos familiares; pero nosotras, las
del pabellón cuatro, experimentábamos gran alarma ante sus muestras
de amistad, como si ellas fueran el síntoma de una infección de
permanencia que podría propagarse velozmente entre nosotras, y nos
apresurábamos a salir del salón para cruzar nuestro parque, cubierto de
margaritas, y llegar a nuestro propio pabellón. Ni siquiera las
trivialidades más manidas: «Son felices a su manera...» «Están tan
enajenadas que no sufren realmente...» «Están acostumbradas y ya no
se dan cuenta...» «A estas alturas nada les importa», eran aplicables a
la gente del pabellón dos. Me obsesionaban. No aquel pequeño
número articulado que concurría al oficio, sino las que yo había
atisbado a veces a través de la cerca, en el parque o en el patio.
¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban internadas? ¿Por qué eran tan
distintas a la gente que camina y habla por las calles del mundo? Y,
sobre todo, ¿cuál era el significado de los regalos o más bien desechos
que arrojaban al parque o al patio por sobre la cerca: trozos de tela,
migas, inmundicias, zapatos, corno una barrera defensiva hecha con
amor y odio, destinada a los que se encontraban más allá?
43
6
El carnero asado dominical en trinchado por la directora Lente, así
como las demás comidas de la semana. Iba de sala en sala con ese
propósito, cogiendo por el camino algunos trozos seleccionados para
«probar» lo cocinado. La hermana Dulce colocaba la carne en los
platos, de pie tras la larga mesa de servir y utilizando para ello un
tenedor: Las verduras eran depositadas por la encargada que le seguía
en jerarquía, mientras que la señora Everett, siempre sonrojada y
ansiosa ante el temor de haber sido demasiado generosa con las
primeras porciones y verse obligada entonces a reducirse para las
restantes, vertía la salsa de menta elaborada con malas hierbas. Y el
plato quedaba preparado, por fin. Abandonábamos la fila para ocupar
nuestros puestos en la mesa y aguardar a que el último plato estuviese
listo y la jaculatoria de la hermana Dulce:
—El Señor os haga verdaderamente agradecidas por lo que vais a
recibir.
Sólo entonces, cuando el asado ya estaba frío y las patatas y
legumbres languidecían en sus duros envoltorios de grasa, podíamos
empezar a comer. Y aunque no era obligatorio, frecuentemente se nos
amenazaba esgrimiendo la frase: «Otros hay que están peor, al otro
lado del mundo», con esa cómoda propensión que demuestra la gente
por hacer del hambre, la tristeza o cualquier aflicción, fenómenos
relativos a lugares remotos. A veces, y haciendo uso de una inesperada
caridad que ganaba nuestra gratitud y nos hacía comprender que era
«un ser humano a pesar de todo», la hermana Dulce nos permitía
comer antes de rezar la jaculatoria, quedando ésta para después del
almuerzo, cuando los cuchillos habían sido recolectados, contados y
encerrados en su caja y en tanto permanecíamos sentadas aguardando
el correo y los anuncios. Los anuncios consistían generalmente en
admoniciones sobre mal comportamiento y comenzaban...
—… Ahora bien, en el futuro, no quiero…
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O si no:
—Me han informado de que algunas de las pacientes...
Los escuchábamos con temerosa atención.
Sin embargo, la hermana no gobernaba sólo por el terror. Tenía
también brotes de jovialidad y éstos se manifestaban durante las
«reuniones», así llamadas por ella misma, en torno al piano del
pabellón, por la noche, cuando se despojaba de su chaqueta roja con
gesto liberal, la colgaba en el espaldar de una silla y se sentaba al
piano a interpretar para nosotras canciones que eran, casi siempre, de
otra generación. Con su aguda voz, nos pedía:
—Vamos... que canten todas.
Cuando brille un arco iris sobre el río,
Sentirás nacer la sensación
De que el amor desciende desde el cielo
Para llenarte de azul el corazón.
También se cantaba Cuando sonríen unos ojos irlandeses y
Camino de las Islas, finalizando con un himno:
Hay un monte muy verde y lejano,
Sin murallas en su derredor,
En el cual murió crucificado
Por salvarnos nuestro Redentor.
Al llegar a este punto, la hermana adquiría una expresión severa y
se volvía hacia nosotras, mirándonos significativamente, como
queriendo decir: «Recuerden que poseen algo por lo que estar
agradecidas. ¡Anímense, pues! ¡Salgan de ese estado! Todo esto se
está haciendo por vuestro propio bien y hay otras que lo pasan
muchísimo peor que vosotras, señoras mías».
Luego, bosquejando una sonrisa ligeramente amarga con sus labios
delgados e incoloros, interpretaba un aire de danza y nos invitaba a
bailar entre nosotras para finalizar la velada. Cuando abandonaba el
salón de estar, después de un tan franco despliegue de camaradería,
todas comentaban:
—Es simpática, a fin de cuentas.
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A la mañana siguiente nos miraba con el ceño fruncido y expresión
fría, mientras anunciaba:
—Para usted no habrá desayuno. Tiene tratamiento.
El domingo era un día agradable, en comparación con los demás de
la semana. No había tratamiento eléctrico. Por la mañana, tenía lugar
el servicio religioso y, por la tarde, una caminata por los terrenos.
Podía llegar hasta más allá de los álamos, subiendo por la colina y
dejando atrás también el edificio de madera en el que vivían algunos
de los hombres, los viejos decrépitos que sólo podían sentarse al sol y
los jóvenes mongólicos e imbéciles que prestaban ayuda en faenas
sencillas de la granja y del jardín. Frente a la puerta posterior de aquel
edificio, había una soga para secar la ropa, tendida entre dos estacas y
combada por el peso de los uniformes a franjas del pabellón. A veces,
veíamos una cara que nos atisbaba desde las ventanas sin cortinas, o
un pequeño grupo de ancianos sentados al sol, con las miradas
perdidas y moviendo sus labios en la forma peculiar de los viejos,
como si durante sus vidas no hubiesen podido decir nunca lo que
necesitaban expresar o no hubieran tenido jamás nadie a quien decirlo.
Ahora, ya viejos, balbucían sin cesar, sin tomar en cuenta las palabras,
con la única preocupación de decirlas a tiempo.
En tanto que nos mantenemos vitales y persistimos en el supremo
acto de vivir, nos sentimos rodeados por invisibles cortesanos de la
conciencia, que mantienen nuestro íntimo yo enhiesto y bien
alimentado, tal como las abejas sustentan a su reina. Pero cuando uno
se encuentra próximo a la muerte, los cortesanos le desatienden e
incluso suelen aunar sus fuerzas para matarle. Es entonces cuando
adquirimos el aspecto de los moribundos, recóndito y desaliñado. En
estos viejos, el desaliño se manifestaba en su interior, más allá del
andrajoso aspecto de sus pantalones, que pendían de cualquier manera
sostenidos por los tirantes, o de sus braguetas desabotonadas y de sus
camisas de franela, colgantes y deformadas.
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Cuando pasábamos ante su comedor y mirábamos las desnudas
mesas de madera, prontas para el té, con la tosca vajilla en cada lugar,
me sentía deprimida por la monotonía de una jornada en la que el té se
prepara inmediatamente después de la comida de mediodía. Sin duda
los ancianos eran acostados en seguida después del té, con luz diurna
todavía. Hubiera querido ir a ese comedor para tender un mantel
blanco y colocar unas flores sobre las largas mesas. Los periódicos
habían informado en primera plana que las autoridades de algunos
hospitales del mundo habían constatado que las flores en las salas
«ayudan». ¿Podrían haber ayudado, tal vez, en este pabellón de
hombres? Quizá no. Parecía un lugar en el que nadie habita. Me
recordaba los tiempos en que mi padre regresaba a casa del trabajo y
mi madre se encontraba en el jardín, o bien en el lavabo, o hablando
con alguna de las vecinas por encima de la verja. Una expresión de
pánico cruzaba por el rostro de mi padre mientras penetraba en la
cocina desierta.
—¿Dónde está mamá? —preguntaba.
También recordaba un poema que solíamos recitar en el colegio, un
poema misterioso que comenzaba así:
¿Hay alguien aquí?
Preguntó el viajero
Llamando a la puerta
Bañada de luna.
Un viajero podría llamar durante años a la puerta de ese lúgubre
pabellón. Podría, incluso, exclamar como el viajero del poema:
«Decid que he llegado...» Y no recibiría respuesta alguna. Aquellos
ancianos estaban muertos aunque sus bocas se moviesen y
consumieran su té y su torta de «Borstal», aunque se sentasen al
apacible sol, acompañados únicamente por las afiladas y largas
sombras de la tarde, inmóviles, mudas y yacentes junto a ellos.
En nuestra caminata visitábamos también la dehesa de los becerros,
donde los patizambos «Frisios» extendían sus cabezas hacia nuestras
manos, por entre la empalizada, para lamerlas con sus lenguas ásperas.
O cruzábamos por los chiqueros, frunciendo las narices al observar a
los lechones que semejaban salchichas rosadas, unas junto a otras,
mamando de sus indolentes y sucias madres, o a los cerdos de media
cría, que husmeaban con sus hocicos los desperdicios del pabellón y
resoplaban en la artesa, rebosante de leche desnatada.
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¿Sabían los cerdos, acaso, que en el comedor de nuestra repartición
había un aviso especialmente dedicado a ellos?
Por favor, no pongan espinas de pescado en la tina de los puercos.
Se han perdido cerdos muy valiosos a causa de este hábito.
Nos deteníamos cerca de las pocilgas, en lo alto de la colina, y
desde allí mirábamos el mar, muy distante por debajo de nosotros.
Sobre el horizonte se divisaba el humo de un barco cargado de trigo o
carbón, destinado a uno de los puertos de la costa este. En las
proximidades, y a nuestros pies, se velan los techos apizarrados del
principal edificio del hospital, con sus pequeñas ventanas enrejadas,
construidas para detener el paso a las flechas de luz, y la torre con su
antigua campana, y semejante a la de una cárcel, que todavía tañe
gravemente mañana y tarde.
En otras oportunidades, descendíamos caminando hacia el jardín
delantero y cruzábamos delante del recinto sagrado, que lucía una
advertencia: PROHIBIDO EL PASO. Allí vivía el superintendente.
Proseguíamos en una distraída marcha, con paso cansino de viandante,
hasta detenernos en la verja de la entrada principal, mas la cual está el
mundo, es decir, el pequeño villorrio campestre de Cliffhaven.
Cliffhaven tenía una escuela, dos almacenes y una iglesia. Y hacia
abajo, dejando atrás la casa del médico, se encontraba la estación de
ferrocarril, con su albergue de madera roja, como una cabaña de
juguete, que servía como sala de espera de la estación. Allí penetraban
volando las gaviotas y sembraban el suelo con salpicaduras negras y
grises; y en los rincones, se apilaban equipajes que parecían yacer
abandonados desde muchos años atrás. La puerta de goznes rotos daba
paso a un lavabo con chorreaduras orinientas en el lavabo y la letrina,
un charco de agua en el piso y trozos de papel higiénico que cubrían a
medias un cierto montoncillo oscuro que alguien dejara sin limpiar.
En la entrada principal, nos deteníamos a considerar cuán
maravilloso es el mundo en el cual, así es de engañosa la memoria, la
gente hace lo que le place. Poseían muebles, mesas de tocador con
pequeños paños de adorno, armarios con espejos y puertas que podían
abrir, cerrar y volver a abrir cuantas veces quisiesen. Vestían ropas sin
cintas con su nombre cosidas en el interior y poseían bolsos con limas
de uñas y maquillaje y nadie les vigilaba mientras comían, ni, después
de terminar, les quitaban los cuchillos para contarlos, amenazando con
temible voz:
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—Señoras, de pie.
Volvíamos sobre nuestros pasos y desandábamos el camino de
grava hasta el pabellón cuatro. La puerta estaría sin cerrojo
especialmente para nosotras y nos guiarían por el pasillo, ante los
cuartos de las tuberculosas y de las ancianas y el de la señora Pilling,
hasta el guardarropa, donde nos despojaríamos de nuestros abrigos y
bufandas. Y luego, algunas, entre las que a veces me contaba, eran lo
bastante ladinas para lograr persuadir a la enfermera con argumentos
tales como: «Siempre "ayudamos" a servir las mesas para el té». O tal
vez: «Nunca olvidamos la vigilancia de los huevos para el dormitorio
de observación, mientras éstos hervían sobre el fuego del comedor».
O bien: «Generalmente empujamos el carrito del té hasta el
dormitorio». Las demás éramos encerradas con llave en el salón de
estar, hasta la hora del té. Allí, las otras, las demasiado viejas o
demasiado enfermas para salir a caminar, nos observaban con miradas
desvaídas cuando entrábamos con las mejillas sonrosadas y excitadas
por lo que acabábamos de ver (los cerdos, los terneros, la ropa lavada
de los médicos tendida en la cuerda, el árbol de magnolia en flor,
orgullo del hospital) y por nuestra permanencia junto a la entrada
principal... Nos observaban con fijeza, aunque sin demostrar emoción.
Continuaban mirando insistentemente, algunas entre leves quejidos,
otras siguiendo la tediosa rutina de golpear la puerta del salón de estar
o pedir auxilio. Y otras aún mirando, por las anchas ventanas, los
árboles, la cobriza haya iluminada por el sol de la tarde y los abetos y
los mirlos que revoloteaban sin rumbo sobre el césped.
¿Qué importancia tenía el que hubiésemos llegado hasta la verja de
entrada? La gente del salón de estar nos miraba acusadoramente, como
si hubiéramos perdido el tiempo vagabundeando por los terrenos.
Ellas no tenían necesidad de dar paseos. Conocían la magnolia en flor
sin verla. Nos sentábamos en actitud sumisa y aguardábamos la hora
del té. El siguiente día sería lunes:
—Permanezcan con el camisón y el batín, el camisón y el batín, el
camisón y el batín, camisón, camisón…
49
7
Después de vivir tres años en el pabellón cuatro e ir
obedientemente al tratamiento durante casi todas las mañanas que me
correspondía y luego de ganarme, además, el respeto de la señora
Pilling por mis entusiastas sesiones de sacar brillo al corredor y de
obtener la buena voluntad de la señora Everett por la aparente
complacencia con que pelaba manzanas y bruñía la platería los viernes
y, al mismo tiempo, con la desaprobación cada día mayor de la
directora Lente y de la hermana Dulce por mi tendencia a
experimentar pánico durante las comidas, fui declarada lo bastante
apta como para volver a casa.
Cuando las demás se enteraban de que alguien volvía a casa, la
miraban con envidia y parecían sentirse compelidas a señalar a la que
se iba, ente ellas y a quienes las visitaban, al tiempo que decían:
—Ahí está Mona, o Dolly, o Nancy, que vuelve a casa.
Las visitas exclamaban: «¡Ah!, ¿sí?», como turistas en un país
extraño a quienes muestran como maravilla un edificio que ellos
consideran corriente.
Cuando se regresaba a casa era mejor no hablar al respecto, ni
siquiera anunciarlo. No se experimentaba culpabilidad y placer en
ello. Uno se sentía como un niño de orfanato a quien han aceptado
para la adopción y debe afrontar la ansiosa mirada de los excluidos al
llegar a buscarlo sus nuevos padres.
Mi madre vendría por mí. Ella, al igual que el resto de la familia, se
había sentido horrorizada y temerosa ante el hecho que una de sus
hijas hubiese acabado en Cliffhaven. El concepto doméstico respecto a
la gente que se encuentra en Cliffhaven o en cualquier hospital mental
provenía de los chistes usuales sobre locos. Historias de ese tipo que
narran la visita de dignatarios al lugar, donde son interpelados por
algún loco, que les preguntaba su nombre. Y al responder ellos con
título de excelencia o sir, el loco contesta:
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—Pronto se pondrá bien de eso. Yo estaba seguro de ser el rey de
Inglaterra cuando llegué aquí.
Mi familia no me había visitado con mucha frecuencia y me
parecían seres extraños y remotos. En ocasiones, al mirar rápidamente
a mi madre y a mi padre, descubría que sus cuerpos se agrietaban y
derrumbaban, desmenuzándose en células de piel, como granos de
trigo pulverizados hasta el punto de quedar reducidos a un polvo muy
fino. A veces, me burlaban y desaparecían para transformarse en
pájaros que batían el aire con alas poderosas y creaban una tormenta.
Mi madre vestía ropas nuevas en las que yo no confiaba. Durante
años, desde que se había casado, su principal vestimenta había
consistido en «un agradable vestido azul marino», según ella misma lo
llamaba. Pero últimamente había enviado sus desproporcionadas
medidas a una firma comercial del Norte que entregaba mercancías
por correo y había recibido un vestido oscuro con menudas listas
marrones. Nunca antes había usado el marrón, ni un solo vestido
marrón. Y cuando llegó a verme con su ropa nueva se veía incómoda,
como si ocultara algo deshonesto. La crema color marrón para el
calzado posee un brillo secreto que el césped deteriora fácilmente
cuando nos sentamos sobre él al celebrar un picnic bajo las hayas
cobrizas.
Y llegó mi madre para llevarme a casa. Hablaba al médico con voz
aguda y excitada, asegurándole con indignación que, sin duda, yo
nunca había oído voces ni había visto «cosas» y que nada malo me
ocurría. Mi madre se mostraba suspicaz respecto al doctor. En cierto
modo, consideraba que mi enfermedad era un baldón para ella, como
algo de que avergonzarse, algo para ocultar e incluso negar si fuese
necesario. Se sentía profundamente indignada, pero consintió ante la
sugerencia del médico de que yo no debía regresar a casa y convenía,
en cambio, que fuese al Norte, a vivir durante un tiempo con mi
hermana, quien había manifestado el deseo de «tenerme».
Dije adiós a la señora Everett, a la señora Pilling, al panadero, al
porquero y a las enfermeras; a las tímidas recién llegadas, que
llevaban los cubos del carbón, limpiaban las chimeneas e intentaban
transportar las bandejas con cenizas ardientes a través de la corriente
de aire que emana de la puerta lateral; durante sus doce horas diarias,
trabajan muy duramente, con aspecto agitado, desgreñado y cansado,
con manchas de hollín en la parte delantera de sus flamantes
uniformes rosados y marcas rojizas que rodean sus talones, allí donde
les rozan los duros zapatos de reglamento. Pero aprendían. Aprendían
a dar órdenes que serían obedecidas de inmediato y a hacer entrar en
vereda al rebaño errante.
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Adiós, dije, y prometí escribir, a sabiendas de que, después de las
primeras cartas, no quedaría nada por decir, a excepción de esas frases
a las que la gente recurre como naftalina cuando desea poner a prueba
y preservar un lapso de tiempo:
¿Concurre aún el doctor Howell a las reuniones de los lunes?
Supongo que La Pavlova sigue lo mismo que siempre... ¿Todavía les
sirven, los martes, picadillo y pastas hechas con maderos de cerca?
Aún me quedaba por mantener una entrevista con el
superintendente. Nunca se había dirigido a mí, pero yo le había visto
algunas veces al efectuar sus rondas de los viernes, al volante de su
potente coche castaño de anchas ancas, atravesando los estrechos y
arbolados caminos de pabellón en pabellón, acompañado por Molly, su
perdiguera rojiza, que miraba por la ventanilla. El doctor Portman
era un inglés regordete, moreno y de baja estatura, con un bigote
puntilloso y ojos pardos que brillaban bajo cejas enmarañadas como
arbustos. Era un hombre de actitudes y gestos decisivos, de simpatías
rápidas y un sentido de lo sublime que excedían su ostentosa
capacidad mental. Como un gallo resuelto y pendenciero que gastase
botines. El apodo conferido al doctor Portman era el de Mayor Loco.
Llamé a la puerta y penetré en su habitación. Con timidez me
detuve al llegar a la alfombra roja. Sobre su escritorio, había una
divisa enmarcada, escrita en italiano, que rezaba: Cada momento que
transcurre es precioso.
—Pase y siéntese —dijo amablemente.
Me senté. Se inclinó hacia mí.
—¿Ha sido violada alguna vez? —me preguntó.
Le contesté que no. Entonces se levantó de su escritorio, se
aproximó y me estrechó la mano deseándome buena suerte. Y
abandoné el hospital.
Estaba a prueba.
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53
8
Mi madre y yo aguardamos en la estación de ferrocarril la llegada
del «Limitado». Recuerdo con cuánta frecuencia, cuando iba de viaje
y el tren se detenía en Cliffhaven para descargar y recoger el correo y
echar agua en la máquina, yo miraba hacia afuera para ver a los
«locos» de pie en la plataforma. Ahora, mientras el ferrocarril se
detenía, observé las caras de la gente que observaba desde los vagones
y me pregunté si habría en mí alguna señal de locura que me
identificase. Y me pregunté asimismo si aquellas personas
comprendían o intentaban comprender lo que se encontraba más allá
de la estación, camino arriba, al otro lado de la verja y después de
subir el tortuoso sendero, tras las puertas cerradas del edificio gris de
piedra.
Mientras subía al coche, pensé: «Ahora la señora Pilling está
colocando el pan sobre la mesa para el té y la señora Everett hierve los
huevos sobre el braserillo del comedor. La señora Richtie está
hablando en la sala de estar, a una atenta pero escéptica audiencia,
sobre la operación en la que «parte de su cuerpo desapareció sin más
ni más».
—Fue un error en la operación. Parte de mi cuerpo, una parte
secreta que no puedo nombrar, voló sin más ni más —decía, mientras,
gesticulando y con las mejillas sonrojadas, subrayaba la deplorable
equivocación que había hecho de ella alguien diferente del resto de la
gente de todo el mundo y estigmatizaba a los doctores por sus
negativas a admitir el robo de parte de su organismo.
En ese mismo momento, Susana está sentada, quieta y silenciosa
en el rincón, con sus miembros azulados y fríos. Se ha quitado su
chaqueta y sus zapatos y no será posible persuadirla para que se los
ponga nuevamente.
54
Y las desconcertadas ancianas marchan de arriba para abajo, con
sus vestidos arrugados y el murmullo concertado de sus calcetines de
lino. Como se las vistió por la mañana temprano, es probable que
hayan perdido ya las ataduras de sus «fardos». Ahora golpean en la
cerrada puerta, tratando de salir, de «ver» las cosas o protegerse de
algo que ha irrumpido desde su pasado y exige su inmediata atención.
Les urge hablar con gente que no se encuentra ahí, les urge socorrer a
quienes han muerto tiempo ha, servir tazas de té para fatigados
maridos que están más allá de la sala de estar y de la tumba. Ciertas
voces les comunican mensajes urgentes y la ansiedad las mantiene
enajenadas. Nadie las oye ni las comprende.
Pienso en las novísimas enfermeras en sus primeros días de
limpieza. Hacen las camas, llenan los cubos del carbón, como si la
finalidad de su trabajo fuera la de establecer una relación con los
objetos de uso doméstico del pabellón: curar al cubo, a las mantas y al
pasillo. En cierto modo, ellas encuentran reconfortante el permanecer
en la sala de estar, peinando el cabello a las ancianas con el peine de
dientes ásperos del pabellón. Es un cabello blanco, que ralea en
mechones aislados sobre el cráneo transparente y surcado por azuladas
venas. Más adelante, las mismas enfermeras se impacientarán con las
pacientes a su cargo; pero al principio se muestran llenas de
comprensión. Es evidente que las ancianas sufren y las vestimentas
agudizan su errático aspecto: chaquetas largas en exceso y vestidos
casi sin forma que maridos o hijos les han traído el día de visita. En
esos casos las palabras son:
—Espero que sea apropiado. No pude recordar cuáles eran tus
medidas exactas.
Quizá se daban cuenta interiormente de que, para las ancianas, no
existen «medidas exactas», que la frustración de su mundo íntimo ha
alcanzado a sus cuerpos y en cierta forma las ha apartado de los
sistemas convencionales de medida.
Estas ancianas se sientan en la mesa especial, reciben nata para sus
budines y se las traslada temprano y con rapidez, a sus habitaciones.
Allí las desvisten, las acuestan y las encierran con llave. Una vez que
las enfermeras se retiran, se levantan de sus camas y alborotan el
dormitorio hurgando, buscando cosas y protegiéndose de objetos
desconocidos. Y así continúan, sin descanso, casi toda la noche.
55
Al llegar la mañana, luego de dormir un breve y espasmódico sueño y
con sus lechos casi siempre mojados y sucios, recomienzan su
cotidiano intento por resolver el enigma: por qué están y dónde están,
por qué no se les permite salir, por qué pierden sus ligas y pañuelos y
se ven sometidas a un complejo ir y venir o se las obliga a secarse
cuando van al lavabo y se las lleva de la sala de estar al comedor y
viceversa. Pasadas unas semanas, si no mejoran en su estado, las
enviarán en el gran coche negro del gobierno a Kaikohe, que se
encuentra a la orilla del mar y es el lugar al que van los ancianos. O
serán transferidas al pabellón uno, que es también el pabellón de niños
y que posee un patio interior en el cual crece un césped amarillo por
entre las hendiduras del asfalto, donde niños pálidos y babeantes
juegan durante el día, consolados por un pequeño número de juguetes
de madera. Por la noche, los pequeños duermen sobre catres, dentro de
estrechos y húmedos dormitorios con suelo de cemento. En este
pabellón, las ancianas serán acostadas, cuando les llegue su turno, por
última vez. Habrán de languidecer en habitaciones melancólicas,
carentes de luz solar y que apestan a orina. Las lavarán y mudarán y la
frustración postrera crecerá sobre sus ojos como una membrana. Y una
mañana, al transitar por el pasillo del pabellón uno, se podrá ver, en la
pequeña habitación que ocupaba una de las ancianas, el piso recién
lavado y con olor a desinfectante, la cama deshecha, el colchón
volteado para airearse: la muerte ha creado una vacante por la noche.
El tren partió lentamente de Cliffhaven, aumentando la velocidad
mientras pasaba ante las lomas, que aparecían descuidadas a causa de
los guisantes de olor silvestre, de las aulagas y los jardines de los
fondos de las casas, con sus cuerdas de ropa lavada que espolvoreaba
jabón al ser agitada por el viento, y de los gallineros, en los que
gallinas blancas como la nieve, gordas y con sus colas al aire,
picoteaban y hurgaban el suelo de tierra pedregosa.
Procuré distinguir las torres del hospital a través de los claros que
dejaban las cada vez más lejanas colinas. Por fin desistí y adopté la
perezosa actitud sibarítica de cualquier viajero de ferrocarril.
Contemplé con somnolencia los árboles muertos y crispados y las
ovejas en su obsesivo pacer y las vacas que, anticipándose al ordeño,
se agrupan agitando los rabos. Cliffhaven se escurrió de mi cerebro
tan fácilmente como, en aquel instante, se deslizaba cielo abajo el sol
por un resquicio entre las nubes y el horizonte.
56
En un desierto de pastos y gomeros el tren detuvo su marcha para
ser transferido a una desviación y permitir el paso al expreso que se
dirigía al Sur. Allí permaneció, esperando y esperando, hasta producir
la impresión de que había sido abandonado y sería alcanzado por el
moho, la maleza y el silencio que amenaza a todos los hombres y
máquinas, ya inmóviles o en movimiento. Entonces recordé una vez
más a Cliffhaven y a la gente que quedaba allí. ¿Se encontraban en
una desviación aquellas vidas, para ceder paso a un tráfico más
urgente? ¿Cuál era, en ese caso, su destino?
Pero el tren se puso en movimiento y ya no me preocupé. Y dormí.
Cliffhaven estaba lejos, muy lejos, y yo nunca volvería a estar
enferma. ¿O sí?
57
SEGUNDA PARTE
TREECROFT
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ROSTROS EN EL AGUA (1961) Janet Frame

  • 1. ROSTROS EN ELAGUA (1961) Janet Frame Traducción: Alfredo Percovich Edición: Julio Tamayo
  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO De la locura se ha hablado mucho, desde fuera, generalmente por personas cuerdas, que imaginan al loco como a un ser especial, extrovertido, extravagante, que se pasa el día haciendo y diciendo lo que le viene en gana, siempre con un grado de intensidad, de originalidad, de genialidad, muy superior a la media. Vamos que el loco, junto con los niños, es el único ser libre, inconsciente, inocente, de la creación. De ahí que autoproclamarse loco, como hacen el 90% de los adolescentes, no sea considerado una aberración, sino una virtud. Esta visión literaria, poética, mítica, de la locura, hace que el loco verdadero, el enfermo mental, sufra un doble estigma, el de su propia enfermedad, que le impide llevar una vida normal, equilibrada, y el de la sociedad, que le juzga por no cumplir sus expectativas de lo que debe de ser un loco canónico, alguien alegre y creativo, lo que nunca es un loco, alguien continuamente atormentado, amargado, frustrado. La realidad de la locura sola la puede contar, escribir, un loco porque transcurre por completo en su cabeza, su cerebro es su propio universo, fosa, un universo delirante, imaginario, pero universo a fin de cuentas. Después de leer los libros de Anna Kavan o Janet Frame, dos locas reales, luego sufrientes, lo último que se te ocurre decir es cómo mola ser loca, yo de mayor quiero ser loca. Lo que sí puedes llegar a pensar es me gustaría escribir como ellas porque ambas poseen un lenguaje alucinado lleno de imágenes poderosas, sobre todo Janet Frame, que es un torrente, de aguas bravas, porque ambas describen sus estancias en psiquiátricos con una crudeza escalofriante, sin el menor romanticismo, retórica escapista. La literatura de Frame no es cómoda, ni fácil, no vas a salir del libro con la sonrisa gilipollas de Amélie, ni con ganas de comerte el mundo. Enfrentarse al propio espejo no es fácil, y más cuando el reflejo no es muy agraciado. Supuestamente para lo que sirve la literatura, para fomentar la empatía, ponerse en el lugar de personas diferentes a ti, para terminar descubriendo que en definitiva tampoco son tantas las diferencias, que todos somos igual de obsesivos, de inseguros, que todos estamos igual de aislados, de solos. Todos somos enfermos mentales, lo único que cambia es la capacidad, voluntad, racional, para disimularlo, trascenderlo, con diferentes máscaras. Julio Tamayo
  • 4. 4
  • 5. 5 A R. H. C. A pesar de estar escrita en estilo documental, ésta es una obra de ficción. Ninguno de los personajes que en ella figuran, incluyendo a Isdna Mavet, es representación de persona viviente alguna. JANET FRAME
  • 6. 6
  • 8. 8
  • 9. 9 1 Se ha dicho que la seguridad es el dios a quien debemos lealtad, la Cruz Roja que nos ha de proveer de ungüentos y vendajes para nuestras heridas, la que disipará las ideas extrañas, las pompas de cristal de la fantasía y las combadas horquillas de la sinrazón incrustadas en nuestras mentes. En todas las entadas y salidas del mundo se han colocado notas de advertencia y listas con las medidas de seguridad que se han de tomar en caso de inminencias extremas: rayos, aislamiento en las nieves del Antártico, picadura de víbora, motines, terremotos. No dormir nunca sobre la nieve. Esconder las tijeras. Cuidarse de los desconocidos. Perdido en tierras extrañas, averiguar la hora por medio del sol y la situación con respecto a los riachuelos que corren hacia el mar. No luchar si se desea ser rescatado de ahogarse. Sorber de la herida la picadura de serpiente. Cuando la tierra se abre y las chimeneas se tambalean, corra a guarecerse bajo el cielo... Pero, para el día de la destrucción final, cuando «aquellos que miran a través de las ventanas serán oscurecidos», no han propuesto divisa. Gente llena de pánico se apiña en las calles, mirando a diestra y siniestra, escondiendo las tijeras, sorbiendo el veneno de una herida que no pueden hallar, estimando la hora por la posición del sol en el cielo, aun cuando el propio sol se ha derretido y gotea por entre grietas de oscuridad sobre las oquedades de evaporados mares. ¿Cómo podremos, hasta ese día, durmientes y semiensoñados, encontrar nuestro camino y preservarnos de la terrible realidad de rayos, serpientes, tráfico, gérmenes, motines, cataclismos, desastres y mugre, si los piojos se arrastran como acertijos por nuestras mentes? Y, además, ¿dónde se encuentra el dios de la Cruz Roja, con su ungüento y el yeso, la aguja y el hilo y los vendajes limpios para momificar las úlceras de nuestros sueños? Seguridad ante todo.
  • 10. 10 Yo escribiré sobre los tiempos del peligro. Fui internada en la clínica porque se abrió una gran brecha en el témpano que habla entre mí y los demás. Aquellos a quienes yo observaba mientras su mundo flotaba a la deriva por un mar color violeta, en el que tiburones con narices de martillo nadaban junto a focas y osos polares con apacibilidad tropical. Estaba sola sobre el hielo. Un chubasco que cayó me dejó aterida y con el solo deseo de acostarme y dormir; y lo hubiera hecho, de no haber sido por los extraños que llegaron con tijeras, bolsas de tela llenas de piojos, botellas de veneno con etiquetas rojas y otros peligros en los que anteriormente no había reparado. Espejos, embozos, corredores, muebles, centímetros cuadrados, silencios extendidos y herméticos, quejidos y moldes, y voces en muestra gratuita. Y los extraños levantaron, sin decir palabra, tiendas circulares de percal y acamparon conmigo, rodeándome con su mercancía y peligro. Yo estaba triste y sólo quería comer chocolate acaramelado. Compré doce almohadones por seis peniques y me senté en el cementerio, entre crisantemos que se amontonaban en sus aguas pardas dentro de enlodados frascos de dulce. Caminé de un lado a otro por la ciudad oscura, siguiendo los relucientes rieles del tranvía que prolongaban y sostenían las luces de la calle, Y al centellear repentinamente los tranvías, con su arco iris formado por salpicaduras de luz, experimentaba la sensación de que miraba entre lágrimas. Los escaparates de las tiendas, empero, me hablaban; también la lluvia que resbalaba por el interior de las vidrieras de la pescadería y los limpios musgos y helechos dentro de las florerías y las anticuadas chaquetas, parejamente sucias y mustias, colgadas de los maniquíes de yeso en las tiendas baratas que no podían permitirse iluminación en sus escaparates y apilaban la mercadería exponiéndola con enormes anuncios pintados en rojo. Todos aquellos hablaban. Decían: Cuidado con la venta. Cuidado con los precios de ganga. Cuidado con el tráfico y los gérmenes. Si encuentra un pañuelo, cójalo entre la punta de un dedo y el pulgar hasta que lo reclamen. Vaho con el Bálsamo de Friar para un catarro bronquial. No se pose en el asiento de un lavabo público. Peligro: líneas de alta tensión por lo alto.
  • 11. 11 Aún no era civilizada; troqué mi seguridad por las pompas de vidrio de la fantasía. Fui maestra. El director del colegio me siguió hasta casa y dividió su cara y cuerpo en tres para amenazarme con riesgo triple. Tres directores, pues, me perseguían, uno a cada lado y otro a mis talones. En una o dos oportunidades me volví tímidamente y le dije: —¿Querría usted una estrella por buena conducta? Permanecí sentada toda la noche en mi habitación, recortando estrellas de papel dotado, pegándolas sobre la pared, en la puerta del mejor armario ropero de la patrona y sobre la cabeza, cara y ojos del diván con muelle interior. Seguí hasta dejar el cuarto empapelado con estrellas, como una suerte de noche privada, como un talismán contra los tres directores que me hacían tomar el té en sociedad cada mañana en el salón de profesores y que caminaban de puntillas con zapatos de arena a lo largo de la franja de caléndulas, emitiendo sarcásticos consejos, presunciones y trivialidades. Imaginé que con mis sobornos por buena conducta, con harina y agua, en una galaxia aprobadora de papel les tenía seguros en mi poder; cuando, en realidad, era yo misma quien me otorgaba las cien protecciones, garantías, fianzas o pólizas de seguros, pues sólo yo era malvada, sólo yo había sido visto y oída, había hablado antes de que me hablasen, comprado pasteles de fantasía sin haber sido autorizada. Y todo lo había cargado a la cuenta. El director batió sus alas; su nombre sonaba a cuervo y le otorgaba poderes para roer los huesos de los muertos que yacen en el desierto. Tragué un torrente de estrellas. Fue fácil; dormí un sueño de buena labor y excelente conducta. Podría, tal vez, haberme zambullido en el mar violeta y nadado a través de él para alcanzar a la gente del mundo que va a la deriva. Sin embargo, pensé: Seguridad ante todo. Mira a la derecha; mira a la izquierda. Las muchedumbres que desaparecían agitaron sus pañuelos sucios, melindrosamente, entre pulgar e índice. ¡Vaya unas precauciones! Se cubrían bocas y manos al estornudar, pero sus pies estaban desnudos y helados. Pensé que tal vez no podían costearse zapatos o medias. Por ello permanecí en mi témpano de hielo sin osar arriesgarme al peligro de la pobreza, mirando cuidadosamente a derecha e izquierda, atenta al tremendo tráfico del solitario desierto polar; hasta que un hombre de cabello dorado dijo:
  • 12. 12 —Necesita una tregua de crisantemos y cementerios y vías de trenes paralelas que corren al mar. Necesita huir de los altramuces y la arena, de las guardarropías y de las cercas. La señora Hogg [El significado del apellido Hogg es «puerca». (Nota del traductor.)] la ayudará. Una puerca de Berkshire con el bocio extirpado, la tal señora Hogg. Deberían haber visto su chorro de crema fluyéndole del orificio de la boca y escuchado el resoplido de su abundante respiración. —Usted cometió un error —dijo la señora Hogg, irguiéndose en la punta de los pies mientras su cabeza embestía el aire—. Puede que yo tenga sotabarba, pero ningún chorro de crema fluye del agujero de mi garganta. Además, contésteme: qué diferencia hay entre geografía, electricidad, pies fríos, un recién nacido anormal y babeante, sentado en un campo de hormigón dentro de una máquina roja de madera, y la elegía de Guiderio y Arvago, No temas ya al calor del sol. Ni a la terrible furia invernal. Ningún trasguero ha de hacerte mal Ni hechizo alguno te turbará. Fantasma, abstente de tu dolor, Destuerce el curso de tu penar. Yo temía a la señora Hogg y no podía decirle la diferencia. Le espeté: Tonta, tonta, sigue tu camino. Tú, a tus asuntos y yo a los míos. Pero ¿cuáles son los asuntos de un loco? De un loco de Cliffhaven, donde termina la línea y el tren se detiene veinte minutos para descargar y recoger las sacas del correo y para que los pasajeros puedan echar un vistazo a los grupos de insanos absortos y boqueantes. Decidme, ¿qué hora es en este momento? La frenética campana del colegio golpea aturdida su cabeza contra su lengua.
  • 13. 13 ¿Soy puntual a clase? Capullos de cerezos germinan entre las hojas lustrosas; están en flor las matas de dragones de aterciopeladas amígdalas; el viento esparce luz de sol sobre la senda de álamos verdes y flexibles que crecen en la ribera, junto al camino. Todo esto puedo verlo desde la ventana. ¿Por qué, entonces, esta muerte invernal? ¿Por qué las ventanas se abren apenas catorce centímetros hacia abajo y hacia arriba? ¿Y por qué cierra con llave las puertas gente que viste uniformes rosados; gente que oculta las llaves en hondos bolsillos de canguro y las asegura a sus cinturas con una cuerda nudosa? ¿Ha pasado ya la hora del té? Luz violácea y camelias del Japón amarillas; los niños juegan en la calle «a la pata coja», al béisbol y a las canicas. Todo se ensombrecerá con la progresiva oscuridad. ¿Aun el color de las camelias amarillas? Abrigaré los pies de las gentes del otro mundo con calcetines de lana; mas sueño sin poder despertar y soy arropada por el risco y quedo allí, suspendida de dos dedos sobre los que baila y pisotea el gigante de lo irreal. Nada podía hacer, excepto llorar. Lloré para que la nieve se derritiese y vinieran los consejeros poderosos y destrozasen los anuncios amenazadores. Y nunca contesté a la señora Hogg para explicarle la diferencia, porque yo sólo conocía lo similar que subyacía en aquélla. ¡Marchita diferencia dispersa por el aire, que deja caer el fruto de la similitud, como una espiga de aumento descubre la presencia de la avellana!
  • 14. 14
  • 15. 15 2 Sentía frío. Busqué uno de los pares de calcetines largos de la sala del hospital; no quería morir a causa de la nueva terapia electro-convulsiva, ni que sacasen mi cuerpo a hurtadillas, por la puerta del fondo, hacia el depósito de cadáveres. Despertaba cada mañana con terror, aguardando a que la enfermera de turno iniciase sus rondas con una lista de nombres en la mano para anunciar quién recibiría o no el tratamiento de shock. Era aquel un nuevo y elegante método pata tranquilizar a la gente y hacerle comprender que las órdenes deben ser obedecidas, los pisos lustrados sin que nadie proteste, las caras deben forzarse a sonreír y el llorar es un crimen. La espera cubierta de negrura, durante las heladas horas de la madrugada, era como una expectativa antes de ser dictada una sentencia de muerte. Yo procuraba recordar los acontecimientos del día anterior. ¿Había llorado? ¿Me había negado a obedecer una orden de alguna de las enfermeras? ¿Quizás había intentado escapar llena de pánico, desconsolada por la visión de alguna paciente muy enferma? ¿O acaso fui amenazada con la frase habitual: «Si no se porta bien, mañana le aplicaremos el tratamiento»? Día tras día ocupaba mi tiempo escrutando los rostros del personal, tan cuidadosamente como si fuesen pantallas de radar que podían revelarme el destino inmediato que me había sido preparado. Me mostraba artera: —Déjenme fregar la oficina —suplicaba—. Déjenme fregarla por las noches, ya que de noche la capa de gérmenes se ha asentado en los muebles de su oficina y en los libros de informes; y, si no se elimina el peligro, ustedes podrían ser presas de la enfermedad y eso significaría inquietud y huellas digitales y una mortaja suturada con algodón barato.
  • 16. 16 Como precaución, pues, fregaba la oficina y lograba escabullirme hasta el despacho de la hermana y miraba rápidamente en el abierto libro de informes la lista de quienes recibirían, a la mañana siguiente, el tratamiento. Una vez leí: Istina Maver, mi nombre. ¿Qué había hecho yo? No había gritado ni llorado; no había hablado fuera de turno, ni rehusé colocar debajo el trapo de limpieza al usar el tazón. Tampoco me negué a prestar ayuda para servir las mesas del té, ni a llevar el orinal repleto a la puerta lateral. Evidentemente existía un crimen desconocido que no había logrado rastrear hasta el oscuro interior del inconsciente con mi reflector mental, olvidando incluirlo en el recuento. Desde entonces comprendí que debía ser más cuidadosa. Tendría que utilizar guantes para no dejar rastros al violar la atiborrada morada de mis sentimientos; y era preciso conservar para mi exclusivo coleto toda vehemencia, depresión, suspicacia o terror. Mientras vigilábamos a la enfermera matinal trasladándose de un paciente a otro con la lista en su mano, se intensificaba nuestro enfermizo temor. —Tratamiento para usted. No tomará el desayuno. Quédese con camisón y batín y quítese los dientes. Teníamos que actuar con cautela, serenidad y control. Y si nuestros presentimientos resultaban injustificados, experimentábamos una sensación de ligereza y auténtico alivio; aunque corríamos el riesgo, si nos dejábamos llevar por la euforia, de recibir el tratamiento de emergencia. Pero cuando nuestro nombre figuraba en la lista fatídica debíamos procurar con todas nuestras fuerzas, aunque en general infructuosamente, dominar el creciente terror; no había escapatoria posible. Una vez dados a conocer los nombres, todas las puertas eran escrupulosamente cerradas; debíamos permanecer en el dormitorio de observación donde el tratamiento se efectuaba. Era aquella la hora de escuchar cómo las demás internadas caminaban por el corredor a tomar el desayuno. Y luego el silencio, durante el cual, la hermana Dulce, con su cabeza inclinada y los vigilantes ojos bien abiertos, decía la jaculatoria:
  • 17. 17 —«El Señor os haga verdaderamente agradecidas por lo que vais a recibir.» En seguida, oíamos el súbito y alegre repiqueteo de las cucharas sobre los platos de potaje y la fricción de las sillas arrastradas. Y al final de la comida, el murmullo de desconcierto, mientras se buscaba el inevitable cuchillo perdido y la voz de la hermana que advertía severamente: —Que nadie abandone la mesa hasta que se encuentre ese cuchillo. La orden impartida por la hermana: «Señoras, pónganse en pie», era seguida por nuevos crujidos. Se desatrancaban los cerrojos de las puertas laterales y las pacientes eran enviadas a sus respectivos lugares de trabajo. —Señoras, lavandería. Señoras, al hogar de enfermeras. Señoras, a la cocina. Más tarde se aproximaba por el corredor el taconeo de la maciza directora, la señora Lente, calzando de negro sus diminutos pies; abría el dormitorio de observación y permanecía allí inspeccionándonos e inquiriendo a la enfermera, como un ganadero que evaluase las cabezas de vacunos en los corrales de venta antes de ser transportadas en camión al matadero. —¿Están todas, aquí? Asegúrese de que no coman nada. Quedábamos aguardando en pequeños grupos, de pie o agachadas formando semicírculo en torno a la gran chimenea cerrada, en la que un aburrido montón de carbón humeaba sin alegría. Cogíamos con las manos las ennegrecidas barras de la estufa para calentar nuestros dedos congelados. Porque siempre era invierno; a pesar de los dragones, de las mariposas a lunares y los cerezos en flor. Y siempre, para nosotras, eran tiempos de peligro. La electricidad: canta el viento su peligro entre los alambres en un día gris. Meditaba de tiempo en tiempo: ¿A qué medida de seguridad debo recurrir para protegerme de la electricidad? E hice una lista de las emergencias, rayos, motines, terremotos, y de las medidas proporcionadas al mundo por nuestro dios seguridad, a quien debemos ser leales o morir sobre el dividido témpano de hielo en doble soledad. Pero nada se me ocurrió para el caso de ser amenazada por la electricidad. Sólo recordaba los
  • 18. 18 zapatones de goma que mi padre usaba para pescar y que se guardaban en el lavadero, junto con chaquetas comidas por la polilla colgadas tras la puerta, al lado de la pila de viejas revistas para leer en el excusado, «HUMOR, La Mejor Selección del Ingenio Mundial». ¿Dónde estaban el lavadero y las ropas viejas con telarañas y objetos entre sus pliegues? «Perdido en tierra extraña, averigüe su situación con respecto a los riachuelos que corran hacia el mar y la hora por medio del sol.» Y yo era astuta. En una oportunidad recordé una relación ente la electricidad y la humedad; y, con la excusa de ir al aseo de admisión, llené la bañera y me introduje en ella vistiendo mi camisón y mi batín. «Ahora no me harán el tratamiento», pensé. «Tal vez yo logre ejercer una influencia secreta sobre la tersa máquina color crema con sus perillas y medidores y luces.» ¿Creen ustedes en influencias secretas? Bien es cierto que hubo ocasiones de alivio incontenible, al sufrir desperfectos la máquina. El doctor emergía frustrado del salón del tratamiento y la hermana Dulce proclamaba la buena nueva: —Todas pueden vestirse. Hoy no hay tratamiento. Pero aquel día en que me sumergí dentro de la bañera la influencia secreta estaba ausente y me aplicaron tratamiento. Fui precipitada dentro de la sala como primera paciente, incluso antes que las ruidosas internadas de la sala dos, la sala turbulenta, a quienes aplicaban «múltiples», es decir, dos tratamientos y, a veces, tres consecutivos. Esta gente excitada, vestida con los batines rojos de su repartición, largos y grises calcetines y los abultados pantalones a rayas que varias de ellas procuraban exhibirnos, eran llamadas por los nombres de pila o apodos: Dizzy, Goldie, Dora. En ocasiones, se aproximaban a nosotros y comenzaban a confiarse o tocaban nuestras mangas con reverencia, como si fuesen realmente ellas lo que también nosotras nos sentíamos: una raza aparte de las demás. ¿No éramos acaso nosotras las enfermas «sensibles», las que aún no sustituíamos el lenguaje por sonidos animalescos, ni proyectábamos nuestros miembros en movimientos incontrolados, ni nos consumíamos en callada y recóndita hilaridad? Sin embargo, cuando llegaba el instante del tratamiento y ellas y nosotras éramos introducidas o arrastradas hacia la sala, al final del dormitorio, todas, ya perteneciésemos a la sala turbulenta o a la «buena» sala, proferíamos la misma clase de grito ahogado de sofocación al ser conectada la electricidad e inmediatamente antes de caer en un solitario sopor.
  • 19. 19 Era temprano en mi sueño. Las huellas del tiempo emergían y se entrecruzaban y, al chocar las horas frontalmente, estalló un incendio ennegreciendo la vegetación que hacía brotar reminiscencias verdes al margen de la senda. Intenté extinguir el fuego con una pizca de agua destilada del mar. Agité una pequeña bandera verde en el rostro de las horas en alud y ellas prosiguieron, a través de la cicatrizada campiña, hacia su destino. Entretanto, ciertos rostros me atisbaban desde la ventana y vi que pertenecían a las mujeres que esperaban para ser sometidas al tratamiento. Ahí estaba la señorita Caddick, a la que llamaban Caddie [Mensajera, correveidile. (Nota del traductor.)], camorrista y desconfiada, ignorante de que pronto moriría y su cuerpo sería sacado a hurtadillas por la parte de atrás. Y estaba mi propio rostro, mirando fijamente desde el vagón repleto de gente con apodos, vistiendo sus ropas de la repartición, sus camisas a rayas y sus chaquetas grises de lana. ¿Qué significaba aquello? Siento tal miedo... Cuando vine a Cliffhaven por primera vez y penetré en el salón de estar, vi a las que permanecían sentadas mirando fijamente. Pensé, como lo haría cualquier transeúnte callejero que observase a alguien mirando al cielo: «Yo también lo veré, si miro hacia arriba.» Miré, pero nada vi. Y el mirar no era como en la calle una mera coyuntura para compartir el espectáculo de las multitudes, sino una coyuntura para la soledad y el aislamiento, para la visión en círculo cerrado. Y todavía es invierno. ¿Por qué es invierno estando el cerezo en flor? Ya hace años que estoy en Cliffhaven; ¿cómo he de llegar al colegio a las nueve si me encuentro atrapada en el dormitorio de observación, esperando el T.E.C.? Es tan largo el camino para ir al colegio. Hay que ir hacia abajo por la calle Eden, pasar las calles Ribble y Dee, dejando atrás la casa del doctor y la casa de muñecas de su hija pequeña, colocada sobre el césped. Querría tener una casa de muñecas; desearía achicarme y vivir dentro de ella, acurrucada en una caja de cerillas que tuviese doseles de satén y estrellas doradas de buena conducta pintadas sobre la parte del raspador.
  • 20. 20 No hay escapatoria. Pronto será el momento del T.E.C. A través de las ventanas de la galería, veo a las enfermeras que regresan del segundo turno del desayuno. Caminan en grupos de dos y tres a lo largo del cerco de dragones, de flores de la abuela y cerezos en flor, y su vista me provoca un morboso sentimiento de desesperación y acabamiento. Me siento como una niña que ha sido forzada a comer una comida extraña en una casa desconocida; que habrá de pasar allí la noche, en una habitación extraña con extraño olor en la ropa de cama y mantas con ribetes diferentes y, por la mañana, despertará para contemplar por la ventana un paisaje raro y aterrador. Entran las enfermeras al dormitorio. Efectúan la recolección de dientes postizos de las pacientes que recibirán tratamiento, los cuales sumergen en viejas tazas rajadas llenas de agua; anotan luego en ellas los nombres, con bolígrafos de tinta azul-pálido. La tinta resbala por la impenetrable superficie de porcelana y los bordes de las letras se extienden y confunden, produciendo el efecto de un microfilm de patas de mosca. Una enfermera trae dos recipientes esmaltados conteniendo una mezcla de alcohol metílico, alcohol etílico y jabón de éter para untar nuestras sienes con el fin de que las descargas «prendan». Trato de encontrar un par de calcetines grises de lana, porque sé que moriré si mis pies están fríos. Una paciente previsora se enfunda los pantalones: —Por si acaso levanto mis piernas frente al doctor. Llegado el momento final, nos envuelve la atmósfera de las nueve horas. Ya estamos sentadas en las duras sillas, las cabezas vueltas hacia atrás, con el algodón en rama frotándonos las sienes hasta que duele y la piel se abre y los residuos de la solución resbalan dentro de nuestras orejas bloqueando, repentinamente, los sonidos. Se produce una última explosión de gritos, pánico y tentativas por parte de algunas de arrebatar la comida sobrante a las pacientes de las camas. Cuando la enfermera anuncia: «Señoras, al servicio», la puerta del dormitorio se abre para una breve visita vigilada a los retretes sin puertas, con guardias apostadas en el pasillo para prevenir fugas.
  • 21. 21 Estallan nuevas peleas y puntapiés; varias intentan salir, aun cuando, casi en seguida, comprenden que no hay por donde escapar: las puertas hacia el mundo exterior están clausuradas. Sólo se logra ser perseguida y traída de vuelta a rastras. Si la directora Lente está allí, dirá irritada: —Serénese, es por su propio bien. Su comportamiento ha sido ya lo bastante malo. La directora no se ofrece a recibir ella personalmente el tratamiento de shock, como suelen hacer las personas sospechosas, quienes, para probar su inocencia, están dispuestas a comer el primer bocado de la torta susceptible de contener arsénico. Se instalan biombos floreados para aislar el extremo del dormitorio donde se han dispuesto las camas del tratamiento; camas con las sábanas recogidas y las almohadas en ángulo, prontas a recibir a las pacientes inertes. Una y otra vez, todas quieren volver al retrete mientras el pánico crece y la enfermera pasa el cerrojo a la puerta por última vez; el retrete es ya inaccesible. Todas anhelamos regresar a él, para sentarnos en los fríos receptáculos de porcelana y aliviar así, por el medio más directo, nuestras progresivas angustias mentales; como si un proceso corporal bastase para trastocar la angustia descargándola en candentes gotas de agua. Se escucha ahora el sonido de una temprana tos catarral y el chirrido elástico de zapatos con suela de goma sobre el encerado corredor exterior, en síncopa con rápidos pasos de ping-pong de zapatos de trabajo. Llegan el doctor Howell y la directora Lente. Ella descorre el cerrojo de la puerta del dormitorio, abre y se queda a un lado de pie mientras el doctor entra; luego ambos pasan, en verdadera procesión, a reunirse con la hermana Dulce, quien está ya esperando en el salón del tratamiento. A última hora, y al no haber suficiente número de enfermeras, llega la asistente social dando brincos (la llamamos La Pavlova). Ha sido contratada recientemente para ayudar en el tratamiento. —Enfermera, puede enviar la primera paciente. Muchas veces me he ofrecido para ser la primera, porque me gusta convencerme que el período de inconsciencia es tan breve que, para cuando me despierte, casi todo el grupo permanecerá aún aguardando, con esa mezcla de aturdimiento y ansiedad que a veces las confunde, haciéndoles pensar que tal vez ya han recibido el tratamiento, que tal vez se les ha aplicado sigilosamente sin que se hayan percatado de ello.
  • 22. 22 La gente que está ya tras las mamparas comienza a gemir y gritar. Nos van recibiendo por estricto orden de «voltios» y debemos esperar a que acaben con las de la sala dos. Estamos al tanto de los rumores relativos al T.E.C.: sirve como preparación para Sing-Sing [«Sing-Sing», célebre prisión en EE.UU. (Nota del traductor.)]; para cuando, finalmente, nos condenen por asesinato y nos sentencien a muerte y nos sentemos amarradas a la silla eléctrica, con los electrodos tocando nuestra piel a través de las rajaduras practicadas en la ropa. El cabello se chamusca mientras morimos y el último olor que perciben nuestras narices es el de nuestra misma carne al quemarse. Y este miedo lleva a algunas pacientes a una locura aún mayor. También se comenta que aquélla es una sesión para obligarnos a hablar y que nuestros secretos están guardados en un archivo, en la sala del tratamiento. He tenido pruebas de ello porque, al pasar por la sala con una canasta de ropa sucia, vi mi tarjeta. Reza: «Impulsiva y peligrosa.» ¿Por qué? ¿Y cómo? ¿Cómo? ¿Qué significa todo eso? Ya casi es mi turno; me encamino hacia la puerta de la sala del tratamiento y aguardo, pues como deben ser realizados muchos tratamientos el doctor se impacienta ante cualquier dilación. Como si se tratase de mera producción en una lavandería mecánica (una colada limpia, una colada dentro, una colada en remojo) se incrementa el rendimiento si una paciente aguarda en la puerta mientras otra está en la mesa de las descargas y una tercera recibe un retoque final pronta a ocupar su lugar ante la puerta. Y de repente, al otro lado de las puertas cerradas, resuenan los inevitables llantos y gritos. Transcurridos unos minutos se abre de par en par la puerta de balancín y Molly, Goldie o la señora Gregg son sacadas en camilla, convulsionadas y jadeantes. Cierro los ojos con fuerza cuando la cama pasa ante mí, pero no puedo evitar el verla o ver las otras camas en las que yace la gente profundamente dormida o quejosamente despierta, con sus rostros inflamados y los ojos inyectados en sangre. Puedo oír a alguien que llora y se queja. Es alguna que ha despertado en momento y lugar inapropiados, porque bien sé que el tratamiento nos priva de esas reacciones, nos deja solos y ciegos, suspendidos en una vacuidad existencial en la que uno se mueve a tientas, como un animal recién nacido al contacto de los primeros consuelos. Luego, al despertar, pequeñas y asustadas, nuestras lágrimas continúan resbalando con lenta e indescriptible aflicción.
  • 23. 23 A mi lado, está la cama con sábanas abiertas y almohadas dispuestas para ser extendida después del tratamiento. Me levantarán, me colocarán dentro de ella y yo no me daré cuenta de nada. Miro la cama como si debiera establecer contacto con ella. Poca gente echa un vistazo a su ataúd con anterioridad; si lo hiciera, quizá se mostrase impulsada a embrujarlo para conservar dentro del lienzo de satén algunas chucherías de su propiedad. Mentalmente, deslizo bajo la almohada de la cama que ocuparé un sumario indicando el tiempo y la situación para cuando despierte, si lo hago; quiero evitar el sentirme confusa por completo con el terror y la agitación del no saber y no ser nada en medio de la oscuridad. Procuro, entonces, en el cuarto. ¡Qué valiente soy! ¡Todos comentan mi valor! Subo a la mesa del tratamiento. Procuro respirar hondo y con regularidad, como conviene en momentos de miedo, según he oído decir. Quiero no dar importancia a la directora, cuando, con voz ronca, como de asesino, susurra a una de las enfermeras: —¿Tiene usted la mordaza? Y voy repitiendo, una y otra vez, para mis adentros, un poema que aprendí en el colegio a los ocho años. Recito el poema, al igual que hago uso de los calcetines grises de lana, para desviar la muerte. No son estrofas apropiadas porque es muy habitual que en circunstancias extremas se dé mayor relieve a lo fútil; el moribundo se pregunta qué pensarán cuando corten las uñas de su pie; el que sufre apura sus amarguras llevando la cuenta de nimiedades. Puedo ver la cara de la señorita Swap, la que nos enseñó el poema. Veo su lunar, al costado de la nariz, con dos montículos rematados por un incipiente brote de pelo. Me veo a mí misma, de pie en el aula, recitando mientras palpo la gastada superficie del escritorio barnizado que sobresale contra mi cuerpo, contra mi ombligo, lleno de partículas de arena en el que introduzco el dedo. Veo, también, por el rabillo del ojo izquierdo, la caja de lápices de mi vecina, que yo codiciaba porque tenía tres compartimientos, una rosa sobre la tapa corrediza y una maravillosa hendidura del tamaño del pulgar para deslizar la tapa. —«Manzanas iluminadas por la luna» —anuncio—. Por John Drinkwater.
  • 24. 24 Una hilera de manzanas Hay en lo alto de la casa. Por una escotilla, filtra La luz de la luna blanca Y un mar profundo de verde Se ilumina en las manzanas. No logro recitar más de seis versos. El doctor, afanado en atender las perillas y palancas de la máquina, a la que respeta por ser su aliada en su lucha contra el exceso de trabajo, las dificultades, estados depresivos, obsesiones y manías de un millón de mujeres, se concede tiempo para musitar un fatigado: «Buenos días», antes de dar la señal a la directora Lente. —Cierre los ojos —dice ella. Pero los mantengo abiertos, atisbando, en mi impotencia, la señal secreta, mientras la directora, cuatro enfermeras y La Pavlova ciñen mis hombros y mis rodillas y me siento caer, corno si un escotillón se hubiese abierto hacia la oscuridad. Mientras caigo, imagino que mis ojos se vuelven hacia adentro para confundirse entre sí y confrontarse con una verdad aparte, que conocieran sin mi ayuda. Entonces me levanto, ya liberada de la oscuridad, para aferrarme, como un parásito sin hogar, a la esencia de mi identidad y a su posición en el espacio y el tiempo. Inicialmente, no logro hallar mi camino, no puedo reencontrarme donde me abandoné; alguien ha removido todo vestigio de mí. Lloro. Es vertida por mi garganta una taza de té dulce. Cojo fuertemente el brazo de la enfermera: —¿Lo he recibido? ¿Lo he recibido? —Ya se le ha aplicado el tratamiento. Duérmase ahora —contesta—. Es demasiado pronto para estar despierta. Pero estoy totalmente despierta y de nuevo comienza a acumularse la ansiedad. —¿Me aplicarán tratamiento mañana?
  • 25. 25 3 Cada mañana, después de haber efectuado el último tratamiento eléctrico, el doctor se dirigía casi siempre con la directora Lente y la hermana Dulce a tomar el té en la oficina de la religiosa. Allí se sentaba en la mejor silla, transportada desde la habitación contigua, a la que se denominaba el «cuarto del desorden» y donde, a veces, se recibía a las visitas. El doctor Howell bebía en una de las tazas especiales, en cuyas asas se ataba un algodón rojo para distinguir entre las del personal y las de las pacientes y, de ese modo, evitar el intercambio de enfermedades tales como el aburrimiento, la soledad, el autoritarismo. El doctor Howell era joven, regordete y catarral; a causa de su pálido rostro le llamábamos Bizcocho. Era, además, corto de vista y compasivo; su dinamismo juvenil iba muriendo bajo el peso de una tensión acumulada y el exceso de trabajo, como un avión nuevo al que colocan en una cámara de pruebas que reproduce las condiciones creadas por millones de kilómetros de vuelo y cuyo metal sufre, en pocas horas, el desgaste de varios años. A las once, y luego del té de la mañana, tenía lugar el ritual de las rondas, durante el cual, acompañado por la ubicua directora Lente y la hermana Dulce, actuantes como intermediarias, intérpretes y piquetes, el doctor Howell entraba en el salón de estar, donde permanecían sentadas las señoras de edad y las más jóvenes que no eran lo suficientemente aptas como para trabajar en la lavandería, el cuarto de costura o, a mayor nivel social, en el hogar de enfermeras. Allí permanecían melancólicamente, hojeando un viejo ejemplar de «Noticias Londinenses Ilustradas» o del «Semanario Femenino», o tejiendo para los leprosos mantas de cuadros, o haciendo labores bajo la supervisión de la terapeuta recientemente designada. Se rumoreaba de ella que mantenía relaciones con el doctor Howell, con el consiguiente desconsuelo de muchas entre los cientos de mujeres de la sala cuatro.
  • 26. 26 —Buenos días. ¿Cómo se encuentra hoy? —solía detenerse a preguntar el doctor, sonriendo de manera amistosa, pero al tiempo que miraba brevemente su reloj, tal vez para preguntarse si podría, antes de la hora de almorzar, completar sus rondas por todas las salas de mujeres y regresar a su oficina a entenderse con la correspondencia y las entrevistas con parientes quisquillosos, perplejos, alarmados o avergonzados. La paciente elegida por el doctor para su conversación se excitaba tanto ante ese raro privilegio que muchas veces no sabía qué decir o, por el contrario, comenzaba un jadeante relato, cortado en seco por la directora: —Bueno, Marion, el doctor está demasiado ocupado para oír eso. Prosigue con tu labor. Luego, en un aparte con el doctor, la todopoderosa directora susurraba: —Colabora muy poco, últimamente. La hemos incluido en el tratamiento de mañana, El doctor asentía con aire ausente y agregaba un comentario fatuo. Sin embargo, como era inteligente, se daba inmediata cuenta de su fatuidad e, instintivamente, daba marcha atrás para salir de su introspección, como un vendedor que desaprueba sus propias ofertas, y con renovada vehemencia señalaba un tapiz o cualquier otro tejido de descuidado punto que alguna orgullosa paciente sometía a su consideración. Finalmente, echaba una inquieta y culpable mirada por toda la sala de estar y se retiraba hacia la puerta, mientras la directora Lente y la hermana Dulce cuidaban la rutina de su salida: descorrer y correr de nuevo el cerrojo de la puerta; así como también mantener a distancia a las pacientes cuya necesidad de comunicación con algún oyente comprensivo las hacía abalanzarse hacia el doctor en una postrera tentativa de lucir sus tapices o gritarle injurias o saludarle y preguntar: —Hola, doctor... ¿cuándo puedo volver a casa? En ciertas ocasiones y como desafiando a la directora y a la hermana, el doctor Howell prefería aislarse de ellas y abandonaba el cuarto de estar por la puerta que daba al parque de la sala cuatro, espacioso y lleno de árboles. Cuando ocurría, la directora y la hermana quedaban mirándose entre sí con actitud aprensiva y acusadora, mientras el doctor se alejaba. Sus miradas eran similares a las que podrían arrojarse dos arañas si una mosca cuidadosamente enredada en la telaraña escapara de ella con sólo un leve aleteo de sus alas.
  • 27. 27 Lo que nos atraía del doctor Howell era su juventud. Los otros doctores, que no nos cuidaban pero estaban a cargo del hospital, tenían cabellos grises y eran mayores y entraban y salían apresuradamente de sus oficinas en la parte delantera del edificio, como ratas que entran y salen de sus madrigueras. Además, se sentaban enfrascados en su trabajo, con las mismas sempiternas y machacadas soluciones esparcidas en derredor, como desperdicios de una madriguera. Fue el doctor Howell quien intentó difundir la interesante novedad de que los enfermos mentales son personas y por consiguiente aspiran, de tanto en tanto, a intervenir en las actividades de las demás gentes. Así nacieron «las veladas», durante las cuales jugábamos a los naipes, al snap [juego de mesa inglés. (Nota del traductor.)], a la solterona y al burro; a las bazas y al ludo, al culebreo y a las escaleras. Al final se repartían premios y comida. Pero, ¿dónde estaba el personal extra para supervisar estas actividades? La Pavlova, la única asistente social para todo el hospital, concurría valientemente a alguna de las «noches sociales» que se organizaban para hombres y mujeres en el salón de estar de la repartición cuatro. Contemplaba a la gente subir escaleras, deslizarse haciendo las culebras o viajar, por las casillas rojas y azules del ludo, hasta sus esquinas. También ella se alegraba cuando llegaba la culminación de la noche y hacía su aparición del doctor Howell, vistiendo deportiva americana, zapatos de suela de goma, con su lustroso cabello color maíz y su risa estentórea y grave, tan poco doctoral. Era como un dios. Participaba en los juegos y echaba los dados con el aplomo de un coloso lanzando un rayo; adoptaba una oportuna expresión consternada cuando le ordenaban deslizarse por una de las culebras, pero nosotras nos dábamos perfecta cuenta de que era capaz de encantar hasta a las culebras de cartón verde bilioso. Y también a las personas. Era el dios personal de La Pavlova y nosotras lo sabíamos. Pero por más saltos que ella realizase en torno a su manchada chaqueta blanca, siempre con varios botones desabrochados, nunca lograba robarle el doctor Howell a la terapeuta. ¡Pobre Pavlova! y pobre Noeline, que aguardaba que el doctor le propusiese matrimonio, aunque las únicas palabras que él le dirigiera fuesen:
  • 28. 28 —¿Cómo está usted? ¿Sabe dónde se encuentra? ¿Sabe por qué está aquí? Frases estas que difícilmente podrían ser interpretadas como una muestra de afecto. Pero cuando una está enferma, vive en un campo de percepción nuevo, en el cual se hace una cosecha de interpretaciones que nos proporcionan nuestro pan de cada día, nuestro único alimento. Así, pues, cuando el doctor Howell se casó finalmente con la terapeuta, hubieron de llevar a Noeline a la sala de alteradas. No pudo comprender por qué el doctor no la necesitaba más que a persona alguna en el mundo, por qué la había traicionado para casarse con otra cuya única virtud parecía consistir en la habilidad para enseñar a pacientes, que casi nunca se interesaban por saberlo, cómo tejer bufandas y hacer punto de sombra sobre la muselina.
  • 29. 29 4 Se dice que cuando un prisionero es condenado a morir se detienen todos los relojes en los alrededores de la celda de la muerte, como si el eliminar el reloj interrumpiese el flujo del tiempo y el prisionero quedase abandonado en una ribera intemporal en la que los instantes crecieran y se agitasen como rompientes, aunque sin llegar nunca a la orilla. Pero jamás la muerte de un oceanógrafo detuvo el movimiento del mar y el encontrarse con la tierra está en la naturaleza del mismo. El tiempo se escapa, pues, en la celda de la muerte, como si todos los relojes de cuco, todos los de pared y los relojes despertadores sonaran al unísono en los oídos del prisionero. Una y otra vez, cuando pienso en Cliffhaven, juego la partida del tiempo como si hubiese sido condenada a morir y las señales hubieran sido suprimidas; las oigo, empero, resonar en mis oídos, advirtiéndome de que las nueve, hora del tratamiento, se aproxima y que debo hallar un par de calcetines de lana para no morir. O acaso me anuncian que va son las once, que el tratamiento ha terminado y me encuentro sumida en las primeras horas o años de mi sueño, en aquel tiempo en el que aún no estaba sentada sobre charcos de arco iris en el patio del pabellón dos o bien vagabundeaba por el raleado parque, circundado por una alta cerca de puntiagudas estacas que culminaban en ápices de clavos enmohecidos apuntando al cielo. Las once. Recuerdo la agradable angustia que padecía en aquella hora porque vendría la rolliza y pálida señora Pilling, con la canasta de ropa, en cuyo interior se hallaba el mantel con olor a queso y me preguntaría: —¿Quiere venir conmigo a comprar el pan? Y al mismo tiempo aparecería la señora Everett, retenida en el hospital «por real designio», como vulgarmente se dice, con una cántara de leche vacía, para requerirme:
  • 30. 30 —¿Quiere venir conmigo a recoger la nata para los especiales? Era algo tan delicioso el tener que optar entre aquella simultánea perspectiva de dos viajes más allá de las puertas con candados, que me entretenía en saborear el placer de antemano, mientras sostenía un debate interior respecto a las virtudes de la panadería y de la cabaña de desnatar. ¿Pan o crema? En la panadería está Andy, que traspalea dentro de la bostezante abertura del horno las bandejas con hogazas de masa en fermentación y corta las rebanadas del pan destinado a nuestras salas. Procurando imponerse a la sierra circular, Andy canta un verdadero dúo para panadero y máquina de hacer pan, con acompañamiento de incidentales mendrugos. A veces, me invita al aposento del fondo para darme algún pastel que sobró de la fiesta del superintendente o para anticiparme un trozo de la tarta dominical «Borstal», rellena con grosella. La otra posibilidad consistía en la caminata por la colina hasta la granja, pasando por los cobertizos de las vacas, olorosos de estiércol y desiertos, para llegar a la cabaña de desnatar, en la cual Ted habría colocado las cántaras de la nata en orden de importancia, en igual forma que nosotras arreglábamos los tazones cuando éramos niñas y jugábamos al colegio (primera de la clase, segunda de la clase y así sucesivamente). La cántara del superintendente, bien lustrada, sin melladuras ni residuos de nata añeja en los soportes. En segundo lugar la destinada a los doctores, también limpia. Luego las del jefe de secretaría, del administrador de la granja y su familia, la del ingeniero y la directora, la del capataz, la de los subalternos y las de las enfermas. Por último las cántaras de los pacientes especiales, aquellos demasiado delicados o que sufrían de tuberculosis y cuyos nombres aparecían en una nómina fija a la pared del comedor. En un pabellón de cien mujeres, sólo diez o quince podían ser lo bastante «especiales» como para recibir nata. Recuerdo mi asombro y gratitud cuando mi nombre apareció por unas semanas en la lista de «especiales». Me sentaba a comer con presuntuosidad, mientras la enfermera derramaba nata en mi tapioca o arroz o sémola o sobre el budín de pan los lunes. Y, si estábamos en la época apropiada, los jueves la nata se vertía sobre manzana asada.
  • 31. 31 Ustedes ya saben que he estado fingiendo. Saben que son las once y que no me permitirán ir por el pan ni subir la cuesta dejando atrás los álamos, los arbustos de retama y el zarzo en busca de la nata. No ignoran tampoco que me he escondido en el departamento de la ropa blanca y que ahora me encuentro sentada sobre una caja de manzanas llena de leños, Y que lloro, temerosa de que me vean llorar y me consignen para el T.E.C. El departamento de ropa blanca es mi escondite favorito. Cada mañana lo limpia la enfermera de Tuberculosis y el piso parece la cubierta de un barco. Escucho desde aquí a Margarita, que padece tisis y en su jadeante susurrar habla sin cesar sobre la Primera Guerra Mundial. A quienquiera que pase por el comedor ella le suplica que la ayude a expulsar de su habitación al enemigo. Hace largos años que vive en esa habitación, vislumbrando el sol apenas unas pocas horas en ciertas tardes de verano, cuando los dardos de luz recorren un sinuoso camino a través del herrumbrado tejido de alambre de la ventana y alcanzan la pared, tachonándola de titilantes puntos de luz. En nuestros paseos de la tarde con la enfermera, solemos ver a Margarita de pie en el rincón soleado de su cuarto; la luz solar parece transparentarse a través de ella, como si la contextura de sus huesos fuera de gasa sutilísima. De su rostro está ausente todo color, los familiares arreboles de la fiebre no se ven en sus mejillas y su cuerpo es como un esqueleto. Al contemplarla uno piensa: «Se está extinguiendo». Pero año tras año continúa viviendo, mientras otras tísicas de apariencia más robusta, Effie, Jane, mueren y sus cadáveres son rápida y asépticamente despachados al depósito. El depósito de cadáveres está situado en los fondos de la lavandería, frente al invernadero, circundado por hileras de flores y plantas; las resistentes en la parte externa y las delicadas begonias adentro, en tiestos, los mismos usados para rodear el piano cuando el ciego viene de la ciudad a tocar en él. El depósito carece de rostro. Si se construyese con proporciones suficientes para alojar a los muertos, devoraría con su tamaño al invernáculo, a la lavandería, al cuarto de calderas y a la cocina grande. E incluso es probable que devorase al hospital entero. Pero es pequeño y moderado y suplica a los pacientes que respeten la regla de soledad muriendo uno por uno.
  • 32. 32 A pesar de la lustrosa apariencia del departamento de la ropa blanca, en él prevalecen los olores de cera para pisos; betún para zapatos, proveniente de los poco utilizados potes de negro y pardo que hay dentro de un tarro de bizcochos, grande y abollado, con el circunspecto perfil de Jorge VI en su tapa; el de maderos manchados de humedad, olor que produce un regusto seco en la boca; el de ropa blanca recién colgada; y, finalmente, el disimulado olor de la ropa limpia y planchada que se guarda en los estantes rotulados. Calzoncillos, camisas de mujer, camisones, túnicas, sábanas y colchas adornadas con el monograma de patriótica exaltación: «¡Arriba, Arriba! ¡Siempre adelante!» [«Ake Ake, Onward Onward» es la inscripción que figuraba en la ropa de cama de los ejércitos aliados durante la Segunda Mundial. Gran parte de ella fue vendida como sobrante de guerra a clínicas y hospitales del estado. (Nota del traductor.)] Se almacenan aquí las máscaras y platos para las tuberculosas, así como las cajas de cartón para esputar, las cuales se encuentran desplegadas tal como se expenden en los comercios. Las tuberculosas pasan parte de su tiempo armando las cajas como parte de su terapia ocupacional; pliegan hacia adentro las solapas y las introducen rectamente, según las precisas instrucciones marcadas en el costado; aquello resulta algo semejante a una clase de párvulos construyendo ataúdes con un rompecabezas. Aquí también se guardan los recipientes para el petróleo, seccionados por la mitad, en los que se hierven los platos usados por las tuberculosas, puesto que aún no se cuenta con un esterilizador en el braserillo del comedor para ellas. Este proceso es supervisado por las señoras Everett y Pilling, quienes comparten el control de los asuntos de la cocina y son responsables del fuego. De todo el pabellón, es la señora Pilling la paciente que goza de mayor confianza. Ella se encarga también, todas las mañanas, de la preparación de las tostadas en el braserillo, de la recolección del pan y la nata y del acarreo, hasta la entrada lateral, del rebosante recipiente para los cerdos. Una vez allí, el porquero rubio lo recoge en su camino hacia la granja, conduciendo un viejo y espacioso carro de tiro; después de haber cargado el cubo en la parte posterior, el mozalbete se detiene a remover la comida, pasa por alto la fría y fangosa cazuela con sobras de potaje y procura coger las más apetitosas golosinas,
  • 33. 33 o sea, las tostadas de desecho y los tumefactos restos de bollo ordinario, todo lo cual embute con voracidad en su boca. Luego, mascando alegremente, vuelve a montar en el carro y con un tirón a las bridas y un «Arre» hace reiniciar la marcha al dócil aunque malhumorado caballo. La señora Pilling, silenciosa y poco expansiva por lo común, mantiene un entendimiento, a su manera, con el porquero; y si bien ella rechaza los hábitos de aquél, guarda, sin embargo, respeto y una estólida tolerancia hacia las peculiaridades de los demás. Es decir, prefiere adoptar una actitud condescendiente con tal de preservar la individualidad ajena. A veces deja en el cubo de los cerdos una rebanada de la torta destinada al personal. Según parece, no tiene marido, ni hijos ni parientes. Nunca recibe visitas; nunca habla de sus asuntos privados. Sólo por excepción se cae en la cuenta de que tiene alguno. Durante muchos años, ha vivido en el hospital y su habitación es pequeña y se encuentra al final del pasillo de Tuberculosis. Uno se queda sorprendido, si acierta a pasar por allí, al comprobar que hay en ella un ambiente hogareño, en la medida que eso es posible dentro de un estrecho cuarto de un hospital para enfermos mentales. Le permiten conservar su abrigo largo, que pende tras la puerta; se huele aroma femenino, a polvos faciales y ropa. Alguien debió regalarle una planta en un tiesto; ahora está sobre una silla, en un rincón. Un viejo calendario de cinco años atrás, que ha guardado presumiblemente a causa de la antigua escena campestre que ostenta, cuelga frente al orificio de la cerradura en el centro de la puerta, para que las enfermeras no la atisben por la noche. Le permiten mantener esa intimidad. La templanza de la señora Pilling, su aparente aceptación de un modo de vida que ha de continuar hasta su muerte, son cosas todas que me aterran. Es como una persona que acampase en un cementerio y, a pesar de ello, continuase guisando cabrito, comiera y durmiese profundamente y acaso ocupara su jornada en limpiar las tumbas o desherbar los sepulcros. La observo tratando de entrever en ella alguna agitación interior, como quien contempla un lago eternamente calmo para descubrir algún indicio de esa criatura que, según se rumorea, se encuentra dentro de él; pero quizás habite «en las profundidades a las que jamás alcanzó sonda alguna». Para encontrar a la señora Pilling es menester una máquina de tipo batiscafo. ¿Un batiscafo de miedo? ¿O de amor acaso?
  • 34. 34 El principio y el fin de su vida consisten en el pan, la nata, encender el fuego del comedor, constatar, en unión de la señora Everett (quien además sufre la pasión de bruñir), si la vasija de cobre para el té ha recibido su pulimento diario y extraer la comida del armario privado. Toda comida traída por los visitantes, fruta, dulces, tortas, bizcochos, que no ha sido consumida durante las horas de visita de los sábados, se retira a las pacientes y es guardada bajo llave en el armario privado. Según la cantidad de comida que se ha guardado para cada una, encontramos eventualmente a la hora del té, al costado de nuestro lugar, un plato con nuestro nombre, conteniendo dos o tres chocolatines envueltos, una naranja o una manzana. Yo rara vez tengo visitas y a veces me las ingenio para ayudar a la señora Pilling y a la enfermera. Aguardo con avidez el ansiado momento en que la enfermera dispone en un plato una resplandeciente naturaleza muerta de chocolatines y dice de pronto: —Tome, sírvase uno. —¡Ah!, no... No me pertenecen —protesto. La enfermera, siguiendo la fórmula, contesta: —Esta paciente tiene bolsas y bolsas de comida. Se le va a estropear. Con un sentimiento de culpabilidad cojo el chocolate, lo desenvuelvo lentamente, aliso las arrugas del papel plateado, doy un mordisco pequeño para probar la dureza y entonces, en actitud de ladrón, como la ratera que me siento, lo como. Una vez que los visitantes se han ido, las pacientes, deprimidas y agitadas, vagabundean hablando de sus maridos, hogares e hijos, y aprietan contra ellas los menudos paquetes de bizcochos, dulces y fruta, únicos remanentes visibles y materiales de la visita. Entonces yo, con mis manos vacías y esforzándome por responder con calma a la pregunta: «¿Quién vino a verte?», hago también mi aparición «casual» en el rincón más concurrido del salón de estar, donde sé que me será ofrecida una naranja, un caramelo de menta o un pastel. —Deberías guardarlos para ti —objeto, al tiempo que extiendo mi mano con voracidad. No existen pasado, presente ni futuro. Usar tiempos verbales para dividir el tiempo físico es como hacer marcas de tiza sobre el agua. No sé si mis experiencias en Cliffhaven tuvieron lugar hace muchos años, están ocurriendo o me aguardan en eso que denominan el futuro.
  • 35. 35 Sólo sé que el departamento de la ropa blanca era a menudo mi santuario. Miraba, a través de su pequeña ventana polvorienta, la parte baja del parque, los prados, los árboles y la distante franja azulada del mar que semeja papel engomado adherido borde con borde al cielo. Lloraba mis incertidumbres y soñaba el permanente sueño de la mayoría de los enfermos mentales: el mundo exterior y la libertad. Allí también viví por anticipado, mas con tremenda intensidad, los momentos más temidos: el tratamiento eléctrico, el ser llevada por las noches a una habitación pequeña, o ser transferida al pabellón dos, la sala de las alteradas. Soñaba con el mundo porque parecía lo más a propósito. No era capaz de afrontar la idea de que no todos los prisioneros sueñan con la libertad. La perspectiva del mundo me atemorizaba una ciénaga de desesperación, violencia, muerte, con una delgada capa de vidrio recubriendo la superficie, sobre la cual el amor, un diminuto cangrejo con pinzas y caparazón arco iris, caminaba siempre de costado y delicadamente, pero sin llegar a ninguna parte, mientras el sol, como aquellos pompones de lana que hacíamos en la terapia ocupacional envolviendo un disco de cartón con lana anaranjada, se elevaba cada vez a mayor altura en el cielo. Sus volutas despedían llamas que amenazaban con derretir la precaria calzada de vidrio. Y la gente, como gigantescos parches de colores, carente de miembros y con parte de sus mentes amputada para adaptarla a los lineamientos de moldes prefijados, no puede salir del interior del sueño; carece de medios para escapar de él. Yo me veía como un cirujano que en el momento de una delicada operación comprueba que le han robado la bandeja del instrumental o, peor aún, que éste ha sido retorcido y ha adoptado formas anormales, y que sólo él se percata de ello, mientras el equipo en torno a la mesa, sin sospechar nada, espera a que haga la primera incisión. ¿Cómo explicarles lo que no pueden comprender, si aquello es visible únicamente para él? He meditado sobre el mundo con desvelo porque me encontraba más allá de él. ¿Quién más soñaría con nostalgia a su respecto?
  • 36. 36 Y, de tanto en tanto, murmuraba la frase ritual, al doctor: «¿Cuándo podré regresar a casa?», consciente de que en «casa» era donde menos deseos tenía de encontrarme. Allí se quedarían observándome para descubrir signos de anormalidad en mí, como hurones que, alrededor de una conejera, aguardan la aparición del conejo. Existía la posibilidad de que me enviasen a una habitación individual. Si bien todos los cuartos pequeños eran individuales, el usar la frase «habitación individual» hacía la amenaza más terrible. Durante mi estancia en el pabellón cuatro, dormía primeramente en el dormitorio de observación y después en el dormitorio que quedaba «del otro lado, al final», en el cual había colchas floreadas y donde, a causa de la falta de espacio, las camas desbordaban sobre el pasillo. Me agradaba el dormitorio de observación durante las noches, con la enfermera de guardia sentada en el sofá traído desde el cobertizo. Mientras tejía un interminable número de jubones de punto estudiaba escrupulosamente los suplementos de las revistas femeninas con diseños para recortar y dormitaba rápidas siestas, con sus pies encaramados sobre el guardafuego, dejando que las llamas le calentasen con placidez sus asentaderas. Me agradaba el ritual de ir a la cama, con la bandeja repleta de copas de leche caliente que enviaba la fiel señora Pilling, y la posterior llegada de una de las pacientes, la cual, como si fuese una camarera, balanceaba una alta pila de orinales color parduzco. Y me placían también las camas, la una junto a la otra; aquello me proporcionaba la seguridad de oír la suave respiración de otra persona. Dicha seguridad se entremezclaba con cierta irritación a causa de sus ronquidos, conversaciones secretas, los cuchicheos y el cálido y untuoso olor, como de establo, cuando usaban sus orinales durante la noche. Temía que en algún momento la directora Lente se enterase que yo habla estado poniéndome «difícil» o comportándome «con poca colaboración» y se dirigiese a mí, bruscamente: —Muy bien, señora mía, habitación individual para usted. Me causaba temor el hecho de escuchar continuas amenazas proferidas a otras internas y el ver que, cuando una de ellas era trasladada a una habitación individual, se resistía y gritaba. Una morbosa curiosidad se apoderaba de mí respecto a lo que contenían aquellos aposentos para transformar, en una noche, a personas que gritaban y desobedecían en gente que se sentaba apartada y obedecía con insolencia al serles ordenado:
  • 37. 37 —Salón de estar. Comedor. Cama. Sin embargo, no todas cambiaban. Y aquellas que no respondían a la influencia cuadrangular del recinto cerrado, las que no aprendían lo que, según decreto de la directora Lente y la hermana Dulce, constituía «una lección», todas ellas eran trasladadas al pabellón dos. Y el pabellón dos era mi gran temor. Allí nos enviaban si no «cooperábamos» o si persistentes dosis de T.E.C. no producían en nosotras una mejora; mejora que era estimada principalmente en función de nuestra sumisión y pronta obediencia a las órdenes. —Señoras, sala de estar. —Señoras, a levantarse. —Señoras, a la cama. Uno aprendía a adaptarse con verdadero ahínco. Aprendíamos a no llorar delante de la gente, a sonreír y a afirmar que estábamos contentas, a preguntar de tanto en tanto si podíamos volver a casa, para demostrar que mejorábamos y no hacer necesario que nos introdujesen, clandestinamente y durante la noche, en el pabellón dos. Aprendíamos a llevar a cabo las faenas domésticas, a hacernos las camas colocando el emblema gubernamental del lado correcto y los ángulos de la colcha prolijamente esquinados, a lustrar el dormitorio y el pasillo con el pesado rodillo envuelto en un fragmento de manta impregnada con cera amarilla y resbaladiza, que despedía un olor picante, siempre el mismo desde el día que fue traída en la canasta con provisiones semanales junto a potes de conserva, jarros de vinagre y los grandes trozos de queso y manteca que la señora Pilling y la señora Everett rebanan con un cuchillo extraído especialmente de la caja del servicio de comedor, cerrada con candado. Aprendíamos, según la rutina, que el baño estaba fijado para los miércoles por la noche, pero que se permitía bañarse todas las noches, en la sala de baños grande, a aquellas internas que estuviesen en condiciones de lavar sus brazos más allá de las muñecas. El techo de aquel baño se elevaba como el de una estación ferroviaria y sus tres hondas bañeras estaban alineadas, con los grifos dentro de cajas cerradas. Adosada a la pared, se hallaba la lista con las reglas del aseo, escritas en una letra tan menuda que se la podía confundir con el horario de trenes. Era una vieja lista impresa a principios de siglo y contenía 14 reglas que establecían, por ejemplo,
  • 38. 38 que ninguna paciente podía bañarse a menos que una asistente estuviera presente, que la bañera debía contener trece centímetros de agua, vertiéndose en primer lugar la fría; que no debía ser empleado cepillo de clase alguna al bañar a una paciente... Nos bañábamos, pues, sin mamparas, una en cada bañera, mirando con curiosidad los cuerpos de las demás: los colgantes vientres, los fláccidos pechos, los descoloridos agrupamientos de vellosidades sobre el cuerpo, en fin, todos los pesados o flexibles contornos que confieren a la mujer una perpetua y apabullante identificación con su carne.
  • 39. 39 5 —¿Se va adaptando? Aquella pregunta solía ser formulada de tiempo en tiempo por el doctor, como si fuese una brisa viajera que encuentra casualmente a un animal dispuesto a invernar. «Adaptarse» era algo que contaba con el general beneplácito. —Cuanto antes se adapte usted, con tanta mayor rapidez se le permitirá volver a casa —afirmaba la Lógica imperante. En cambio: —Si usted no consigue adaptarse a la vida en un hospital de mentales, ¿cómo pretende estar en condiciones de vivir fuera, en el mundo? En verdad, ¿cómo? Durante los primeros días me sorprendía y miraba con mezcla de compasión y ansiedad al pequeño número de pacientes que había en la sala de observación y que permanecería allí «para siempre»: la señora Pilling, la señora Everett, que, cuando era una joven madre inexperta y sobreexcitada, había asesinado a su pequeña hija; la señora Dennis, menuda, de lengua afilada y pelo gris pulcramente recogido, que ocupaba sus días en arreglar la sala de las encargadas, abrillantando la platería, los vasos de agua y los platos para la fruta de las reverendas hermanas, tocadas de blanco. Las pocas internadas permanentes que quedaban eran quienes conocían las reglas y podían interpretarlas; es decir, si alguien estaba suficientemente bien, le concedían libertad limitada bajo palabra y cuando se encontraba muy bien y merecía confianza (como era el caso de la mayoría de las pacientes) se les otorgaba completa libertad bajo palabra y se les permitía ir adonde quisiesen, dentro del área del hospital. Asimismo, cuando un paciente abandonaba el hospital, no se le daba el alta inmediatamente, antes bien se le imponía un período de prueba, como si hubiesen cometido un delito criminal, en forma tal que uno podía encontrarse ya fuera del hospital y legalmente continuar loco, sin derecho al voto, ni a firmar documentos o viajar por el extranjero. No existía la admisión voluntaria por aquellos días. Todas éramos «insanas según la Ley para los Mentales Defectuosos del año 1928».
  • 40. 40 Estas pacientes a largo plazo, que eran más bien empleadas del hospital, podían poner en tela de juicio la jerarquía del cuerpo profesional y la vida privada de la directora, quien vivía en un piso enfrente del edificio. Minnie, de la repartición uno, era la sirvienta personal de la directora y le estaba permitido usar una llave. Solía venir a la sala durante el día, con los papeles y las últimas habladurías de «allá enfrente», para contárselas a la señora Everett, a la señora Pilling y, en particular, a la señorita Dennis. Esta gustaba de aumentar su superioridad de modales sumándole la superioridad de estar bien informada. Nos enterábamos de la vida de los médicos. Carrie, de la sala uno, trabajaba en el piso de los doctores y Molly lo hacía al otro lado del camino, en casa del médico y su familia. —Su mujer rezonga —decía triunfalmente y su comentario parecía robustecer sus lazos de amistad con aquellas internas que se mostraban a todas luces dispuestas a compadecer al facultativo. De esa forma nos informábamos, las recién ingresadas, de eventos importantes, como la Navidad: —Juntarán todas las mesas para la cena de Nochebuena. Tendremos cerdo y salsa de manzana. Todo el mundo recibe un regalo. También nos enterábamos de las idas a la iglesia, de los bailes (como parte de la «nueva actitud» hacia los pacientes mentales, ahora se celebraban bailes), de los deportes en el hospital, de la inauguración de la bolera, del encuentro de cricket entre el hospital y el pueblo, de la visita del delegado de la Sociedad de Ayuda a Internados y Prisioneros. Las otras pacientes permanentes vivían en el Pabellón dos. Las veíamos muy raras veces excepto durante los T.E.C. Oíamos sus murmullos como trasfondo, procedentes de su parque y patio especiales y, durante las noches, cuando sus dormitorios, en el llamado «Edificio de Ladrillos», se convertían en una colmena de gimientes abejas tras las herrumbrosas mallas metálicas de las ventanas; gritaban como si la miel del día se hubiera perdido o nunca se hubiese recogido. En ciertas ocasiones, por la noche, veíamos como las hacían penetrar precipitadamente en el «Edificio de Ladrillos» y se tenía la impresión de que ejecutaban una alocada danza salvaje antes de
  • 41. 41 decidirse a entrar, como si señalasen en dirección de los campos sin flores, allá donde habían dejado su tiempo y sus anhelos, perdiendo una día más en su larga serie de años de búsqueda. A veces, veíamos como estas mismas personas, con sus camisas azul oscuro a listas y su piel manchada y curtida por el sol, eran llevadas entre enfermeras desde el salón de estar de su pabellón hasta el parque en el que pasarían el resto del día. Y, es triste consignarlo, en aquel momento, parecían personas; su analogía con nosotras no podía negarse. Pero se movían con las cabezas inclinadas, los cuerpos semi-encogidos, como si enfrentasen una ventisca contraria, como si avanzaran abrumadas por una tonelada de pesadumbre en el alma, sin esperanzas de llegar a parte alguna. En otras oportunidades, cuando el capellán celebraba el servicio religioso en el salón grande del hospital y asistíamos a él las que deseábamos «rezar y cantar», a causa del aburrimiento o animadas por un deseo similar al de Lear y Cordelia en prisión, llevaban allí a un grupo de internadas del pabellón dos y las persuadían a permanecer sentadas en los largos bancos de madera. Cantaban con un deleite que parecía molestar al oficiante, erguido en actitud grave, de pie ante su atril, con su Biblia abierta en la lección de Confortación, que leía con un dejo de culpa y sentimentalismo. Las de la sala dos, con su curioso surtido de sombreros, actuaban como niñas excitadas, moviéndose intranquilas e interrumpiendo el sermón con comentarios al margen. Sonreían plácidamente al ofrecer oraciones «por aquellos cuyas mentes están enfermas». Y con fervor, cantaban: Nos reuniremos junto al río, El hermoso y bello río. Nos reuniremos junto al río Que va hacia nuestro Dios. O también: Brilla el sol de estío Sabre tierra y mar. Dulce luz de abrigo, Paz y libertad.
  • 42. 42 Los hombres se sentaban a un lado del salón, las mujeres al otro. Bajo el pretexto de la ceremonia religiosa, se hacían circular notas, se tramaban fugas, se intercambiaban amoríos. Las voces masculinas, aunque desafinadas a menudo, eran prolongadas y potentes y solían mostrar renuencia a abandonar las sonoras notas finales. Aquello obligaba a la comprensiva organista, una señora del pabellón uno, que era la viva imagen de Jorge III, a continuar la ejecución con soporífera eternidad. Cuando esto ocurría, el capellán, cuyo aprecio por la eternidad estaba condicionado a la fugacidad de la misma y se resistía a aceptar su materialización bajo la forma de un «A-a-a-mén», punto final del Nos reuniremos junto al río o de Jesús reinará donde quiera que brille el sol, interrumpía a los hombres resueltamente levantando su voz para pronunciar la bendición: —Que la gracia de Nuestro Señor Jesucristo perdure en cada uno de vosotros ahora y siempre, por los siglos de los siglos... A las del pabellón dos les gustaba quedarse atrás para estrechar la mano al capellán y hablarle de asuntos familiares; pero nosotras, las del pabellón cuatro, experimentábamos gran alarma ante sus muestras de amistad, como si ellas fueran el síntoma de una infección de permanencia que podría propagarse velozmente entre nosotras, y nos apresurábamos a salir del salón para cruzar nuestro parque, cubierto de margaritas, y llegar a nuestro propio pabellón. Ni siquiera las trivialidades más manidas: «Son felices a su manera...» «Están tan enajenadas que no sufren realmente...» «Están acostumbradas y ya no se dan cuenta...» «A estas alturas nada les importa», eran aplicables a la gente del pabellón dos. Me obsesionaban. No aquel pequeño número articulado que concurría al oficio, sino las que yo había atisbado a veces a través de la cerca, en el parque o en el patio. ¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban internadas? ¿Por qué eran tan distintas a la gente que camina y habla por las calles del mundo? Y, sobre todo, ¿cuál era el significado de los regalos o más bien desechos que arrojaban al parque o al patio por sobre la cerca: trozos de tela, migas, inmundicias, zapatos, corno una barrera defensiva hecha con amor y odio, destinada a los que se encontraban más allá?
  • 43. 43 6 El carnero asado dominical en trinchado por la directora Lente, así como las demás comidas de la semana. Iba de sala en sala con ese propósito, cogiendo por el camino algunos trozos seleccionados para «probar» lo cocinado. La hermana Dulce colocaba la carne en los platos, de pie tras la larga mesa de servir y utilizando para ello un tenedor: Las verduras eran depositadas por la encargada que le seguía en jerarquía, mientras que la señora Everett, siempre sonrojada y ansiosa ante el temor de haber sido demasiado generosa con las primeras porciones y verse obligada entonces a reducirse para las restantes, vertía la salsa de menta elaborada con malas hierbas. Y el plato quedaba preparado, por fin. Abandonábamos la fila para ocupar nuestros puestos en la mesa y aguardar a que el último plato estuviese listo y la jaculatoria de la hermana Dulce: —El Señor os haga verdaderamente agradecidas por lo que vais a recibir. Sólo entonces, cuando el asado ya estaba frío y las patatas y legumbres languidecían en sus duros envoltorios de grasa, podíamos empezar a comer. Y aunque no era obligatorio, frecuentemente se nos amenazaba esgrimiendo la frase: «Otros hay que están peor, al otro lado del mundo», con esa cómoda propensión que demuestra la gente por hacer del hambre, la tristeza o cualquier aflicción, fenómenos relativos a lugares remotos. A veces, y haciendo uso de una inesperada caridad que ganaba nuestra gratitud y nos hacía comprender que era «un ser humano a pesar de todo», la hermana Dulce nos permitía comer antes de rezar la jaculatoria, quedando ésta para después del almuerzo, cuando los cuchillos habían sido recolectados, contados y encerrados en su caja y en tanto permanecíamos sentadas aguardando el correo y los anuncios. Los anuncios consistían generalmente en admoniciones sobre mal comportamiento y comenzaban... —… Ahora bien, en el futuro, no quiero…
  • 44. 44 O si no: —Me han informado de que algunas de las pacientes... Los escuchábamos con temerosa atención. Sin embargo, la hermana no gobernaba sólo por el terror. Tenía también brotes de jovialidad y éstos se manifestaban durante las «reuniones», así llamadas por ella misma, en torno al piano del pabellón, por la noche, cuando se despojaba de su chaqueta roja con gesto liberal, la colgaba en el espaldar de una silla y se sentaba al piano a interpretar para nosotras canciones que eran, casi siempre, de otra generación. Con su aguda voz, nos pedía: —Vamos... que canten todas. Cuando brille un arco iris sobre el río, Sentirás nacer la sensación De que el amor desciende desde el cielo Para llenarte de azul el corazón. También se cantaba Cuando sonríen unos ojos irlandeses y Camino de las Islas, finalizando con un himno: Hay un monte muy verde y lejano, Sin murallas en su derredor, En el cual murió crucificado Por salvarnos nuestro Redentor. Al llegar a este punto, la hermana adquiría una expresión severa y se volvía hacia nosotras, mirándonos significativamente, como queriendo decir: «Recuerden que poseen algo por lo que estar agradecidas. ¡Anímense, pues! ¡Salgan de ese estado! Todo esto se está haciendo por vuestro propio bien y hay otras que lo pasan muchísimo peor que vosotras, señoras mías». Luego, bosquejando una sonrisa ligeramente amarga con sus labios delgados e incoloros, interpretaba un aire de danza y nos invitaba a bailar entre nosotras para finalizar la velada. Cuando abandonaba el salón de estar, después de un tan franco despliegue de camaradería, todas comentaban: —Es simpática, a fin de cuentas.
  • 45. 45 A la mañana siguiente nos miraba con el ceño fruncido y expresión fría, mientras anunciaba: —Para usted no habrá desayuno. Tiene tratamiento. El domingo era un día agradable, en comparación con los demás de la semana. No había tratamiento eléctrico. Por la mañana, tenía lugar el servicio religioso y, por la tarde, una caminata por los terrenos. Podía llegar hasta más allá de los álamos, subiendo por la colina y dejando atrás también el edificio de madera en el que vivían algunos de los hombres, los viejos decrépitos que sólo podían sentarse al sol y los jóvenes mongólicos e imbéciles que prestaban ayuda en faenas sencillas de la granja y del jardín. Frente a la puerta posterior de aquel edificio, había una soga para secar la ropa, tendida entre dos estacas y combada por el peso de los uniformes a franjas del pabellón. A veces, veíamos una cara que nos atisbaba desde las ventanas sin cortinas, o un pequeño grupo de ancianos sentados al sol, con las miradas perdidas y moviendo sus labios en la forma peculiar de los viejos, como si durante sus vidas no hubiesen podido decir nunca lo que necesitaban expresar o no hubieran tenido jamás nadie a quien decirlo. Ahora, ya viejos, balbucían sin cesar, sin tomar en cuenta las palabras, con la única preocupación de decirlas a tiempo. En tanto que nos mantenemos vitales y persistimos en el supremo acto de vivir, nos sentimos rodeados por invisibles cortesanos de la conciencia, que mantienen nuestro íntimo yo enhiesto y bien alimentado, tal como las abejas sustentan a su reina. Pero cuando uno se encuentra próximo a la muerte, los cortesanos le desatienden e incluso suelen aunar sus fuerzas para matarle. Es entonces cuando adquirimos el aspecto de los moribundos, recóndito y desaliñado. En estos viejos, el desaliño se manifestaba en su interior, más allá del andrajoso aspecto de sus pantalones, que pendían de cualquier manera sostenidos por los tirantes, o de sus braguetas desabotonadas y de sus camisas de franela, colgantes y deformadas.
  • 46. 46 Cuando pasábamos ante su comedor y mirábamos las desnudas mesas de madera, prontas para el té, con la tosca vajilla en cada lugar, me sentía deprimida por la monotonía de una jornada en la que el té se prepara inmediatamente después de la comida de mediodía. Sin duda los ancianos eran acostados en seguida después del té, con luz diurna todavía. Hubiera querido ir a ese comedor para tender un mantel blanco y colocar unas flores sobre las largas mesas. Los periódicos habían informado en primera plana que las autoridades de algunos hospitales del mundo habían constatado que las flores en las salas «ayudan». ¿Podrían haber ayudado, tal vez, en este pabellón de hombres? Quizá no. Parecía un lugar en el que nadie habita. Me recordaba los tiempos en que mi padre regresaba a casa del trabajo y mi madre se encontraba en el jardín, o bien en el lavabo, o hablando con alguna de las vecinas por encima de la verja. Una expresión de pánico cruzaba por el rostro de mi padre mientras penetraba en la cocina desierta. —¿Dónde está mamá? —preguntaba. También recordaba un poema que solíamos recitar en el colegio, un poema misterioso que comenzaba así: ¿Hay alguien aquí? Preguntó el viajero Llamando a la puerta Bañada de luna. Un viajero podría llamar durante años a la puerta de ese lúgubre pabellón. Podría, incluso, exclamar como el viajero del poema: «Decid que he llegado...» Y no recibiría respuesta alguna. Aquellos ancianos estaban muertos aunque sus bocas se moviesen y consumieran su té y su torta de «Borstal», aunque se sentasen al apacible sol, acompañados únicamente por las afiladas y largas sombras de la tarde, inmóviles, mudas y yacentes junto a ellos. En nuestra caminata visitábamos también la dehesa de los becerros, donde los patizambos «Frisios» extendían sus cabezas hacia nuestras manos, por entre la empalizada, para lamerlas con sus lenguas ásperas. O cruzábamos por los chiqueros, frunciendo las narices al observar a los lechones que semejaban salchichas rosadas, unas junto a otras, mamando de sus indolentes y sucias madres, o a los cerdos de media cría, que husmeaban con sus hocicos los desperdicios del pabellón y resoplaban en la artesa, rebosante de leche desnatada.
  • 47. 47 ¿Sabían los cerdos, acaso, que en el comedor de nuestra repartición había un aviso especialmente dedicado a ellos? Por favor, no pongan espinas de pescado en la tina de los puercos. Se han perdido cerdos muy valiosos a causa de este hábito. Nos deteníamos cerca de las pocilgas, en lo alto de la colina, y desde allí mirábamos el mar, muy distante por debajo de nosotros. Sobre el horizonte se divisaba el humo de un barco cargado de trigo o carbón, destinado a uno de los puertos de la costa este. En las proximidades, y a nuestros pies, se velan los techos apizarrados del principal edificio del hospital, con sus pequeñas ventanas enrejadas, construidas para detener el paso a las flechas de luz, y la torre con su antigua campana, y semejante a la de una cárcel, que todavía tañe gravemente mañana y tarde. En otras oportunidades, descendíamos caminando hacia el jardín delantero y cruzábamos delante del recinto sagrado, que lucía una advertencia: PROHIBIDO EL PASO. Allí vivía el superintendente. Proseguíamos en una distraída marcha, con paso cansino de viandante, hasta detenernos en la verja de la entrada principal, mas la cual está el mundo, es decir, el pequeño villorrio campestre de Cliffhaven. Cliffhaven tenía una escuela, dos almacenes y una iglesia. Y hacia abajo, dejando atrás la casa del médico, se encontraba la estación de ferrocarril, con su albergue de madera roja, como una cabaña de juguete, que servía como sala de espera de la estación. Allí penetraban volando las gaviotas y sembraban el suelo con salpicaduras negras y grises; y en los rincones, se apilaban equipajes que parecían yacer abandonados desde muchos años atrás. La puerta de goznes rotos daba paso a un lavabo con chorreaduras orinientas en el lavabo y la letrina, un charco de agua en el piso y trozos de papel higiénico que cubrían a medias un cierto montoncillo oscuro que alguien dejara sin limpiar. En la entrada principal, nos deteníamos a considerar cuán maravilloso es el mundo en el cual, así es de engañosa la memoria, la gente hace lo que le place. Poseían muebles, mesas de tocador con pequeños paños de adorno, armarios con espejos y puertas que podían abrir, cerrar y volver a abrir cuantas veces quisiesen. Vestían ropas sin cintas con su nombre cosidas en el interior y poseían bolsos con limas de uñas y maquillaje y nadie les vigilaba mientras comían, ni, después de terminar, les quitaban los cuchillos para contarlos, amenazando con temible voz:
  • 48. 48 —Señoras, de pie. Volvíamos sobre nuestros pasos y desandábamos el camino de grava hasta el pabellón cuatro. La puerta estaría sin cerrojo especialmente para nosotras y nos guiarían por el pasillo, ante los cuartos de las tuberculosas y de las ancianas y el de la señora Pilling, hasta el guardarropa, donde nos despojaríamos de nuestros abrigos y bufandas. Y luego, algunas, entre las que a veces me contaba, eran lo bastante ladinas para lograr persuadir a la enfermera con argumentos tales como: «Siempre "ayudamos" a servir las mesas para el té». O tal vez: «Nunca olvidamos la vigilancia de los huevos para el dormitorio de observación, mientras éstos hervían sobre el fuego del comedor». O bien: «Generalmente empujamos el carrito del té hasta el dormitorio». Las demás éramos encerradas con llave en el salón de estar, hasta la hora del té. Allí, las otras, las demasiado viejas o demasiado enfermas para salir a caminar, nos observaban con miradas desvaídas cuando entrábamos con las mejillas sonrosadas y excitadas por lo que acabábamos de ver (los cerdos, los terneros, la ropa lavada de los médicos tendida en la cuerda, el árbol de magnolia en flor, orgullo del hospital) y por nuestra permanencia junto a la entrada principal... Nos observaban con fijeza, aunque sin demostrar emoción. Continuaban mirando insistentemente, algunas entre leves quejidos, otras siguiendo la tediosa rutina de golpear la puerta del salón de estar o pedir auxilio. Y otras aún mirando, por las anchas ventanas, los árboles, la cobriza haya iluminada por el sol de la tarde y los abetos y los mirlos que revoloteaban sin rumbo sobre el césped. ¿Qué importancia tenía el que hubiésemos llegado hasta la verja de entrada? La gente del salón de estar nos miraba acusadoramente, como si hubiéramos perdido el tiempo vagabundeando por los terrenos. Ellas no tenían necesidad de dar paseos. Conocían la magnolia en flor sin verla. Nos sentábamos en actitud sumisa y aguardábamos la hora del té. El siguiente día sería lunes: —Permanezcan con el camisón y el batín, el camisón y el batín, el camisón y el batín, camisón, camisón…
  • 49. 49 7 Después de vivir tres años en el pabellón cuatro e ir obedientemente al tratamiento durante casi todas las mañanas que me correspondía y luego de ganarme, además, el respeto de la señora Pilling por mis entusiastas sesiones de sacar brillo al corredor y de obtener la buena voluntad de la señora Everett por la aparente complacencia con que pelaba manzanas y bruñía la platería los viernes y, al mismo tiempo, con la desaprobación cada día mayor de la directora Lente y de la hermana Dulce por mi tendencia a experimentar pánico durante las comidas, fui declarada lo bastante apta como para volver a casa. Cuando las demás se enteraban de que alguien volvía a casa, la miraban con envidia y parecían sentirse compelidas a señalar a la que se iba, ente ellas y a quienes las visitaban, al tiempo que decían: —Ahí está Mona, o Dolly, o Nancy, que vuelve a casa. Las visitas exclamaban: «¡Ah!, ¿sí?», como turistas en un país extraño a quienes muestran como maravilla un edificio que ellos consideran corriente. Cuando se regresaba a casa era mejor no hablar al respecto, ni siquiera anunciarlo. No se experimentaba culpabilidad y placer en ello. Uno se sentía como un niño de orfanato a quien han aceptado para la adopción y debe afrontar la ansiosa mirada de los excluidos al llegar a buscarlo sus nuevos padres. Mi madre vendría por mí. Ella, al igual que el resto de la familia, se había sentido horrorizada y temerosa ante el hecho que una de sus hijas hubiese acabado en Cliffhaven. El concepto doméstico respecto a la gente que se encuentra en Cliffhaven o en cualquier hospital mental provenía de los chistes usuales sobre locos. Historias de ese tipo que narran la visita de dignatarios al lugar, donde son interpelados por algún loco, que les preguntaba su nombre. Y al responder ellos con título de excelencia o sir, el loco contesta:
  • 50. 50 —Pronto se pondrá bien de eso. Yo estaba seguro de ser el rey de Inglaterra cuando llegué aquí. Mi familia no me había visitado con mucha frecuencia y me parecían seres extraños y remotos. En ocasiones, al mirar rápidamente a mi madre y a mi padre, descubría que sus cuerpos se agrietaban y derrumbaban, desmenuzándose en células de piel, como granos de trigo pulverizados hasta el punto de quedar reducidos a un polvo muy fino. A veces, me burlaban y desaparecían para transformarse en pájaros que batían el aire con alas poderosas y creaban una tormenta. Mi madre vestía ropas nuevas en las que yo no confiaba. Durante años, desde que se había casado, su principal vestimenta había consistido en «un agradable vestido azul marino», según ella misma lo llamaba. Pero últimamente había enviado sus desproporcionadas medidas a una firma comercial del Norte que entregaba mercancías por correo y había recibido un vestido oscuro con menudas listas marrones. Nunca antes había usado el marrón, ni un solo vestido marrón. Y cuando llegó a verme con su ropa nueva se veía incómoda, como si ocultara algo deshonesto. La crema color marrón para el calzado posee un brillo secreto que el césped deteriora fácilmente cuando nos sentamos sobre él al celebrar un picnic bajo las hayas cobrizas. Y llegó mi madre para llevarme a casa. Hablaba al médico con voz aguda y excitada, asegurándole con indignación que, sin duda, yo nunca había oído voces ni había visto «cosas» y que nada malo me ocurría. Mi madre se mostraba suspicaz respecto al doctor. En cierto modo, consideraba que mi enfermedad era un baldón para ella, como algo de que avergonzarse, algo para ocultar e incluso negar si fuese necesario. Se sentía profundamente indignada, pero consintió ante la sugerencia del médico de que yo no debía regresar a casa y convenía, en cambio, que fuese al Norte, a vivir durante un tiempo con mi hermana, quien había manifestado el deseo de «tenerme». Dije adiós a la señora Everett, a la señora Pilling, al panadero, al porquero y a las enfermeras; a las tímidas recién llegadas, que llevaban los cubos del carbón, limpiaban las chimeneas e intentaban transportar las bandejas con cenizas ardientes a través de la corriente de aire que emana de la puerta lateral; durante sus doce horas diarias, trabajan muy duramente, con aspecto agitado, desgreñado y cansado, con manchas de hollín en la parte delantera de sus flamantes uniformes rosados y marcas rojizas que rodean sus talones, allí donde les rozan los duros zapatos de reglamento. Pero aprendían. Aprendían a dar órdenes que serían obedecidas de inmediato y a hacer entrar en vereda al rebaño errante.
  • 51. 51 Adiós, dije, y prometí escribir, a sabiendas de que, después de las primeras cartas, no quedaría nada por decir, a excepción de esas frases a las que la gente recurre como naftalina cuando desea poner a prueba y preservar un lapso de tiempo: ¿Concurre aún el doctor Howell a las reuniones de los lunes? Supongo que La Pavlova sigue lo mismo que siempre... ¿Todavía les sirven, los martes, picadillo y pastas hechas con maderos de cerca? Aún me quedaba por mantener una entrevista con el superintendente. Nunca se había dirigido a mí, pero yo le había visto algunas veces al efectuar sus rondas de los viernes, al volante de su potente coche castaño de anchas ancas, atravesando los estrechos y arbolados caminos de pabellón en pabellón, acompañado por Molly, su perdiguera rojiza, que miraba por la ventanilla. El doctor Portman era un inglés regordete, moreno y de baja estatura, con un bigote puntilloso y ojos pardos que brillaban bajo cejas enmarañadas como arbustos. Era un hombre de actitudes y gestos decisivos, de simpatías rápidas y un sentido de lo sublime que excedían su ostentosa capacidad mental. Como un gallo resuelto y pendenciero que gastase botines. El apodo conferido al doctor Portman era el de Mayor Loco. Llamé a la puerta y penetré en su habitación. Con timidez me detuve al llegar a la alfombra roja. Sobre su escritorio, había una divisa enmarcada, escrita en italiano, que rezaba: Cada momento que transcurre es precioso. —Pase y siéntese —dijo amablemente. Me senté. Se inclinó hacia mí. —¿Ha sido violada alguna vez? —me preguntó. Le contesté que no. Entonces se levantó de su escritorio, se aproximó y me estrechó la mano deseándome buena suerte. Y abandoné el hospital. Estaba a prueba.
  • 52. 52
  • 53. 53 8 Mi madre y yo aguardamos en la estación de ferrocarril la llegada del «Limitado». Recuerdo con cuánta frecuencia, cuando iba de viaje y el tren se detenía en Cliffhaven para descargar y recoger el correo y echar agua en la máquina, yo miraba hacia afuera para ver a los «locos» de pie en la plataforma. Ahora, mientras el ferrocarril se detenía, observé las caras de la gente que observaba desde los vagones y me pregunté si habría en mí alguna señal de locura que me identificase. Y me pregunté asimismo si aquellas personas comprendían o intentaban comprender lo que se encontraba más allá de la estación, camino arriba, al otro lado de la verja y después de subir el tortuoso sendero, tras las puertas cerradas del edificio gris de piedra. Mientras subía al coche, pensé: «Ahora la señora Pilling está colocando el pan sobre la mesa para el té y la señora Everett hierve los huevos sobre el braserillo del comedor. La señora Richtie está hablando en la sala de estar, a una atenta pero escéptica audiencia, sobre la operación en la que «parte de su cuerpo desapareció sin más ni más». —Fue un error en la operación. Parte de mi cuerpo, una parte secreta que no puedo nombrar, voló sin más ni más —decía, mientras, gesticulando y con las mejillas sonrojadas, subrayaba la deplorable equivocación que había hecho de ella alguien diferente del resto de la gente de todo el mundo y estigmatizaba a los doctores por sus negativas a admitir el robo de parte de su organismo. En ese mismo momento, Susana está sentada, quieta y silenciosa en el rincón, con sus miembros azulados y fríos. Se ha quitado su chaqueta y sus zapatos y no será posible persuadirla para que se los ponga nuevamente.
  • 54. 54 Y las desconcertadas ancianas marchan de arriba para abajo, con sus vestidos arrugados y el murmullo concertado de sus calcetines de lino. Como se las vistió por la mañana temprano, es probable que hayan perdido ya las ataduras de sus «fardos». Ahora golpean en la cerrada puerta, tratando de salir, de «ver» las cosas o protegerse de algo que ha irrumpido desde su pasado y exige su inmediata atención. Les urge hablar con gente que no se encuentra ahí, les urge socorrer a quienes han muerto tiempo ha, servir tazas de té para fatigados maridos que están más allá de la sala de estar y de la tumba. Ciertas voces les comunican mensajes urgentes y la ansiedad las mantiene enajenadas. Nadie las oye ni las comprende. Pienso en las novísimas enfermeras en sus primeros días de limpieza. Hacen las camas, llenan los cubos del carbón, como si la finalidad de su trabajo fuera la de establecer una relación con los objetos de uso doméstico del pabellón: curar al cubo, a las mantas y al pasillo. En cierto modo, ellas encuentran reconfortante el permanecer en la sala de estar, peinando el cabello a las ancianas con el peine de dientes ásperos del pabellón. Es un cabello blanco, que ralea en mechones aislados sobre el cráneo transparente y surcado por azuladas venas. Más adelante, las mismas enfermeras se impacientarán con las pacientes a su cargo; pero al principio se muestran llenas de comprensión. Es evidente que las ancianas sufren y las vestimentas agudizan su errático aspecto: chaquetas largas en exceso y vestidos casi sin forma que maridos o hijos les han traído el día de visita. En esos casos las palabras son: —Espero que sea apropiado. No pude recordar cuáles eran tus medidas exactas. Quizá se daban cuenta interiormente de que, para las ancianas, no existen «medidas exactas», que la frustración de su mundo íntimo ha alcanzado a sus cuerpos y en cierta forma las ha apartado de los sistemas convencionales de medida. Estas ancianas se sientan en la mesa especial, reciben nata para sus budines y se las traslada temprano y con rapidez, a sus habitaciones. Allí las desvisten, las acuestan y las encierran con llave. Una vez que las enfermeras se retiran, se levantan de sus camas y alborotan el dormitorio hurgando, buscando cosas y protegiéndose de objetos desconocidos. Y así continúan, sin descanso, casi toda la noche.
  • 55. 55 Al llegar la mañana, luego de dormir un breve y espasmódico sueño y con sus lechos casi siempre mojados y sucios, recomienzan su cotidiano intento por resolver el enigma: por qué están y dónde están, por qué no se les permite salir, por qué pierden sus ligas y pañuelos y se ven sometidas a un complejo ir y venir o se las obliga a secarse cuando van al lavabo y se las lleva de la sala de estar al comedor y viceversa. Pasadas unas semanas, si no mejoran en su estado, las enviarán en el gran coche negro del gobierno a Kaikohe, que se encuentra a la orilla del mar y es el lugar al que van los ancianos. O serán transferidas al pabellón uno, que es también el pabellón de niños y que posee un patio interior en el cual crece un césped amarillo por entre las hendiduras del asfalto, donde niños pálidos y babeantes juegan durante el día, consolados por un pequeño número de juguetes de madera. Por la noche, los pequeños duermen sobre catres, dentro de estrechos y húmedos dormitorios con suelo de cemento. En este pabellón, las ancianas serán acostadas, cuando les llegue su turno, por última vez. Habrán de languidecer en habitaciones melancólicas, carentes de luz solar y que apestan a orina. Las lavarán y mudarán y la frustración postrera crecerá sobre sus ojos como una membrana. Y una mañana, al transitar por el pasillo del pabellón uno, se podrá ver, en la pequeña habitación que ocupaba una de las ancianas, el piso recién lavado y con olor a desinfectante, la cama deshecha, el colchón volteado para airearse: la muerte ha creado una vacante por la noche. El tren partió lentamente de Cliffhaven, aumentando la velocidad mientras pasaba ante las lomas, que aparecían descuidadas a causa de los guisantes de olor silvestre, de las aulagas y los jardines de los fondos de las casas, con sus cuerdas de ropa lavada que espolvoreaba jabón al ser agitada por el viento, y de los gallineros, en los que gallinas blancas como la nieve, gordas y con sus colas al aire, picoteaban y hurgaban el suelo de tierra pedregosa. Procuré distinguir las torres del hospital a través de los claros que dejaban las cada vez más lejanas colinas. Por fin desistí y adopté la perezosa actitud sibarítica de cualquier viajero de ferrocarril. Contemplé con somnolencia los árboles muertos y crispados y las ovejas en su obsesivo pacer y las vacas que, anticipándose al ordeño, se agrupan agitando los rabos. Cliffhaven se escurrió de mi cerebro tan fácilmente como, en aquel instante, se deslizaba cielo abajo el sol por un resquicio entre las nubes y el horizonte.
  • 56. 56 En un desierto de pastos y gomeros el tren detuvo su marcha para ser transferido a una desviación y permitir el paso al expreso que se dirigía al Sur. Allí permaneció, esperando y esperando, hasta producir la impresión de que había sido abandonado y sería alcanzado por el moho, la maleza y el silencio que amenaza a todos los hombres y máquinas, ya inmóviles o en movimiento. Entonces recordé una vez más a Cliffhaven y a la gente que quedaba allí. ¿Se encontraban en una desviación aquellas vidas, para ceder paso a un tráfico más urgente? ¿Cuál era, en ese caso, su destino? Pero el tren se puso en movimiento y ya no me preocupé. Y dormí. Cliffhaven estaba lejos, muy lejos, y yo nunca volvería a estar enferma. ¿O sí?
  • 58. 58