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TRES VIDAS
(1905-1906)
Gertrude Stein
Traducción:
Marta Pérez
Edición:
Julio Tamayo
2
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INTROITO
Lo reitero, a la crítica LGTBI, a la feminista en general, le importa una mierda
la literatura, los libros, solo les pone cachondos, cachondas, cachondes, los
personajes. Otra víctima más de este sensacionalismo literario es Gertrude Stein,
de la que todo el mundo sabe que era lesbiana, que su pareja se llamaba Alice B.
Toklas, que puso nombre a la “generación perdida”, que fue amiga y mecenas de
grandes artistas como Hemingway, Fitzgerald, Cézanne, Monet, Renoir o
Picasso, que se ponía a sí misma por las nubes, y que nadie la tomaba en serio
como artista, como escritora. Por supuesto el único libro que reivindican es
“Autobiografía de Alice B. Toklas”, por una razón aliteraria, narra su estancia en
París y su contacto con toda la bohemia. Por publicar se ha publicado hasta un
libro de recetas de Alice B. Toklas. De sus grandes libros, novelas, porque
Gertrude Stein era una gran escritora, ni tan vanguardista como la venden, ni tan
críptica, ni tan banal, solo ha habido algunas ediciones aisladas en pequeñas
editoriales, salvo “Ser americanos” en Bruguera, que como el “Ulises” de Joyce,
no ha leído nadie completo. Su escritura es circular, redonda, no porque sea
perfecta, sino porque cada párrafo da vueltas sobre sí mismo, un efecto
repetitivo, mántrico, que es muy adictivo, y que los estrechitos críticos han
ridiculizado, incapaces de valorar la humildad de su lenguaje, el equilibrio
estructural, arquitectónico, de todas sus frases. De hecho su frase más conocida:
“una rosa es una rosa es una rosa”, es calificada de infantil, de estúpida.
Mecano la adoptó para una de sus canciones más famosas.
4
Retrato de Madame Cézanne Retrato de Gertrude Stein por Picasso
Su obra maestra es su primer libro (lejanamente inspirado en “Un corazón
sencillo”, el primer cuento de “Tres cuentos” de Flaubert, y en uno de los
múltiples retratos, 29, de Cézanne a su mujer), autoeditado, quizás el menos
radical, aunque su peculiar, original, lacónico, rítmico, estilo ya esté ahí, también
sus entrañables, cabezones, ensimismados, personajes, que se definen por sus
actos y no por sus pensamientos, sentimientos. Ausencia de psicología, de
dogmatismo, que deja desnudos a los que buscan en la literatura una mera
identificación, una crítica social, una trama para pasar el rato. Gertrude Stein
prefigura toda la literatura formalista moderna, sin ella no hubiera existido
Marguerite Duras, el “nouveau roman”, la nueva novela, que llevó el cine a otra
dimensión, quizás más fría, pero también más profunda, pura.
“El retrato de Madame Cézanne es uno de los ejemplos monumentales de
método de artista, exigente, cada plano cuidadosamente negociado desde los
tintes suaves del sillón y los azules grises de la chaqueta de la modelo a la
imagen de fondo vagamente figurada por los antecedentes que tiene,
estructurado en existencia, al parecer para fijar el tema para toda la eternidad.
Así fue con frases repetitivas de Gertrude, cada uno de los edificios arriba, frase
por frase, la sustancia de sus personajes.” James R. Mellow
5
LA BUENA DE ANNA
PRIMERA PARTE
Los comerciantes de Bridgepoint aprendieron a temer el sonido de
"Miss Mathilda", ya que con ese nombre la buena de Anna siempre vencía.
El más inflexible de los almacenes de precio único descubrió que podía
vender un poco más barato cuando la buena de Anna dijo, sin morderse la lengua,
que "Miss Mathilda" no podía pagar tanto y que en Lindheims lo encontraba todo
a mejor precio.
Lindheims era el almacén favorito de Anna, porque en él había días de
descuento en los que vendían la harina y el azúcar a un cuarto de centavo menos
por libra: además, todos los jefes de sección eran amigos suyos y se las
ingeniaban para aplicarle descuentos en días normales.
Anna llevaba una vida ardua y llena de complicaciones.
Anna era la gobernanta de la casita de Miss Mathilda. Era un edificio pequeño
y cursilón, uno más en una larga hilera de construcciones gemelas en apretada
formación que recordaban a esas fichas de dominó que a los niños les divierte
derrumbar. Estaban dispuestas a ambos lados de una calle que a partir de aquel
punto hacía una cuesta muy pronunciada. Eran casitas cursilonas de dos pisos,
con fachada de ladrillo rojo y anchos escalones blancos.
Aquella casita estaba siempre llena. Vivían en ella Miss Mathilda, una criada,
perros y gatos callejeros y la voz de Anna, que se pasaba el día abroncando,
gobernando y refunfuñando.
—¡Sallie! Te dejo sola un minuto y ya tienes que salir corriendo a la puerta
para ver pasar al chico de la carnicería; y mientras Miss Mathilda buscando sus
zapatos como una desesperada. ¿Crees que tengo que hacerlo todo yo para que tú
puedas pasarte el día dando tumbos por ahí sin pensar siquiera? Si no te estoy
vigilando continuamente te olvidas de lo que has de hacer; yo me tomo todas las
molestias y tú en cambio te presentas desaliñada como un buitre y sucia como un
perro. ¡Ve a buscar los zapatos de Miss Mathilda donde los pusiste esta mañana!
»¡Peter! —el volumen de su voz aumentaba—, ¡Peter! (Peter era el perro más
joven y el favorito de la casa.) Peter, si no dejas en paz a Baby (Baby era una
terrier vieja y ciega a la que Anna llevaba queriendo muchos años)… Escúchame
bien, Peter; si no dejas en paz a Baby te voy a dar unos azotes, Perro malo.
6
La buena de Anna tenía grandes ideales sobre la castidad y la disciplina
caninas. Los tres perros fijos, es decir los tres que vivían siempre con Anna:
Peter, la vieja Baby y el peludo y diminuto Rags, que se pasaba el día dando
saltos verticales para demostrar lo feliz que era, así como los huéspedes
temporales, los numerosos animales callejeros que Anna recogía hasta
encontrarles hogar, tenían órdenes muy estrictas de no portarse mal con sus
compañeros.
En una ocasión ocurrió una lamentable desgracia en la familia. Una pequeña
huésped terrier a la que Anna encontró nuevos amos dio a luz inesperadamente a
varios cachorros. Sus nuevos propietarios estaban seguros de que Foxy no había
conocido a ningún perro desde que estaba a su cargo. La buena de Anna afirmó
con tanta firmeza que su Peter y su Rags eran inocentes, y puso tanto
acaloramiento en sus argumentos, que los amos de Foxy acabaron por
convencerse de que aquellos resultados se debían a su propio descuido.
—Eres un perro malo —le dijo Anna a Peter aquella noche—, eres un perro
malo.
—Peter es el padre de los cachorros —le explicó la buena de Anna a Miss
Mathilda—, son idénticos a él. Pobre Foxy, eran tan grandes que le ha costado
mucho traerlos al mundo. Pero Miss Mathilda, no podía permitir que esa gente
supiera lo malo que es Peter.
Peter y Rags pasaban, como los visitantes que se hospedaban en la casa, por
épocas regulares de malos pensamientos. En tales ocasiones Anna solía estar
especialmente atareada y furiosa, y siempre que tenía que salir se ocupaba con
sumo celo de encerrar por separado a los perros malos. A veces, sólo para
comprobar el bien que les había hecho, Anna abandonaba la estancia unos
momentos dejándoles a todos juntos y luego volvía a entrar inesperadamente.
Había que ver cómo los perros traviesos, al oír el ruido de su mano en el
picaporte, se escurrían y encogían desolados en un rincón cual un grupo de niños
desilusionados porque les han arrebatado el azúcar que acaban de robar.
Baby, ciega e ingenua, era la única que dejaba a salvo la dignidad perruna.
Ya ven que Anna llevaba una vida ardua y llena de complicaciones.
La buena de Anna era una alemana bajita y flaca, de unos cuarenta años por
entonces. Tenía el rostro enjuto, las mejillas chupadas, los labios contraídos y
firmes y unos ojos azules y de expresión muy viva que unas veces
relampagueaban y otras sonreían, pero que siempre lanzaban miradas directas y
cortantes.
Poseía una voz agradable siempre que contaba historias de Peter el travieso, o
de Baby, o del diminuto Rags. Pero su voz se tornaba aguda e hiriente cuando les
gritaba a los carreteros y otros hombres malos la suerte que les deseaba cuando
les veía fustigar a un caballo o darles patadas a los perros. No pertenecía a
ninguna sociedad que pudiera detenerles y se lo confesaba abiertamente, pero su
voz chillona y sus ojos destellantes, así como su curioso inglés, germánico y
cortante, primero les asustaba y luego les hacían sentirse avergonzados. Además,
todo el mundo sabía que los guardias que hacían la ronda por el barrio eran
amigos suyos, y respetaban y obedecían a Miss Annie, como ellos la llamaban, y
atendían prontamente a sus quejas.
7
Durante cinco años gobernó Anna la casita de Miss Mathilda. Durante esos
cinco años pasaron por allí cuatro criadas diferentes.
La primera fue una muchacha muy linda y alegre llamada Lizzie. Anna la
contrató con reticencia, pero como Lizzie era obediente y risueña. Anna empezó
a confiar en ella. Esto no duró mucho. La linda y alegre Lizzie desapareció un
buen día llevándose todas sus cosas y no volvió más.
La linda, alegre Lizzie fue sustituida por Molly, la melancólica.
Molly había nacido en América de padres alemanes. Su gente o había
muerto hacia tiempo o se había ido. Molly siempre había estado sola. Era alta,
morena, cetrina y de cabello ralo; tenía frecuentes accesos de tos y un malhumor
perpetuo y solía decir unos tacos espantosos.
AAnna le costaba mucho soportarla, pero se la quedó largo tiempo por
amabilidad. La cocina era un constante campo de batalla. Anna abroncaba y
Molly replicaba con juramentos extraños y groseros; Miss Mathilda daba un
portazo bien sonoro para darles a entender que se estaba enterando de todo.
Por fin Anna abandonaba y le decía a Miss Mathilda:
—Por favor, Miss Mathilda, hable usted con Molly, yo no puedo hacer nada.
La abronco, pero hace como que no me oye y se pone a jurar de de una forma
que acaba por asustarme. A usted la quiere, Miss Mathilda; abrónquela sólo una
vez, se lo ruego.
—Pero Anna —exclamaba la pobre Miss Mathilda—, no quiero hacerlo.
Aquella mujer oronda y vivaracha, pero de corazón débil, se sentía
aterrorizada con sólo pensarlo.
—Pero debe hacerlo, Miss Mathilda, por favor —decía Anna.
Miss Mathilda posponía la bronca para el día siguiente, con la esperanza de
que Anna aprendiese a gobernar mejor a Molly. Pero las cosas no mejoraban y
Miss Mathilda comprendió al fin que no le quedaba más remedio que abroncar a
la muchacha.
La buena de Anna y Miss Mathilda acordaron que Anna no estaría presente
durante la bronca. La tarde siguiente Anna libraba, así que Miss Mathilda le hizo
frente a su deber y bajó a la cocina.
Molly estaba sentada en la pequeña cocina con los codos apoyados en la
mesa. Era una muchacha de veintitrés años, alta, delgada, cetrina, desaliñada y
sucia por naturaleza, pero aleccionada por Anna para ofrecer una apariencia
pulcra y aseada. Su vestido a rayas de algodón gris pardusco y su delantal
marengo a cuadros aumentaban la tristeza y la longitud de su figura melancólica.
«Oh, señor» gimió Miss Mathilda para sí, al acercársele.
—Molly, quiero hablar contigo acerca de tu comportamiento con Anna.
Al oír aquello Molly hundió más aún la cabeza en sus brazos y rompió a
llorar.
—¡Oh, oh! —gimió Miss Mathilda.
—Es culpa de Miss Annie; sí, sí, toda la culpa es suya —dijo Molly por
fin, con voz trémula—. Yo hago lo que puedo.
8
—Sé que a veces Anna es difícil de contentar —reconoció Miss Mathilda con
insinuante picardía; pero pronto recordó su deber y añadió—: Aunque no debes
olvidar, Molly, que todo lo hace por tu bien. La verdad es que es muy amable
contigo.
—No me sirve para nada su amabilidad —gritó Molly—. Dígame usted lo que
tengo que hacer, Miss Mathilda, y todo irá bien. ¡Odio a Miss Annie!
—De eso nada, Molly —atajó Miss Mathilda con tono firme y grave—. Anna
es la jefa de la cocina, y la obedeces o tendrás que dejar esta casa.
—Yo no quiero dejarla a usted —dijo lloriqueando la melancólica Molly.
—En ese caso, Molly, intenta portarte mejor —respondió Miss Mathilda, con
la frente erguida y firme, saliendo al mismo tiempo de la cocina lo más deprisa
posible.
—¡Oh! ¡Oh! —gimió Miss Mathilda mientras se retiraba escaleras arriba.
El intento de Miss Mathilda de reconciliar a aquellas dos mujeres que se
pasaban el día guerreando en la cocina fue infructuoso. Pronto estuvieron tan
enemistadas como antes.
Al fin se decidió que Molly debía dejar la casa. La dejó para irse a trabajar a
una fábrica de la ciudad y a vivir con una mujer mayor en los barrios pobres; una
mala mujer, según Anna.
Anna nunca se sintió tranquila con respecto al destino de Molly. A veces la
veía u oía hablar de ella. Molly no se encontraba bien, su tos empeoraba y la
vieja era mala de verdad.
Tras un año de vida aperreada, Molly estaba totalmente destrozada. Anna la
tomó de nuevo bajo su responsabilidad. La arrancó de su trabajo en la fábrica y
de la casa de la vieja y la internó en un hospital hasta que estuvo recuperada. Le
encontró una colocación de niñera de una pequeña en una casa en el campo;
Molly estaba por fin satisfecha e instalada.
Molly no tuvo de momento sustituta fija. El verano llegaría dentro de pocos
meses, y entonces Miss Mathilda abandonaría la casa y la vieja Katie iría todos
los días a echarle una mano a Anna.
La vieja Katy era una alemana gruesa, bajita, fea y tosca, que hablaba un
inglés germánico extraño y distorsionado realmente peculiar. Anna estaba ya
harta de tratar de inculcarle a la joven generación cómo debía actuar; la vieja
Katy no era respondona ni quería hacerlo todo a su manera. Ninguna bronca ni
insulto dejarían huella en su pellejo tosco y arrugado de campesina: se limitaría a
decir «sí, Miss Annie» cuando se requiriese una respuesta y nunca diría ni una
palabra de más.
—La vieja Katy no es más que una vieja tosca, Miss Mathilda —le dijo
Anna—; pero creo que me la quedaré. Aún puede trabajar y no me causará
complicaciones como Molly.
9
AAnna siempre le habían divertido el retorcido inglés campesino de la vieja
Katy, la tosquedad de sus ceceos y las formas extrañas que adoptaba su humor
servil y primario. Anna no podía permitirle a la vieja Katy servir la mesa porque
la vieja Katy era un rústico fruto natural de la tierra. Así que a la gobernanta no le
quedaba más remedio que hacer esa tarea, aunque no le gustaba. En cualquier
caso, aquella vieja criatura sencilla y tosca le resultaba más agradable que las
jóvenes atolondradas.
Su vida fue transcurriendo en paz durante los meses que precedieron al
verano. Miss Mathilda se iba todos los años al otro lado del océano y se pasaba
varios meses fuera. Aquel año, cuando se fue, la vieja Katy se quedó triste; el día
de su marcha estuvo llorando amargamente durante horas. Que Katy era una
mujer inculta, rústica, servil y pueblerina era evidente. Allí se quedó, de pie en
los escalones blancos de piedra de la casita de ladrillo rojo con su cabeza
huesuda, cuadrada y gris cubierta por la piel delgada, curtida y endurecida y un
cabello canoso y rizado que ya clareaba; allí se quedó con su cuerpo orondo y
achaparrado cedido hacia la derecha y con su vestido a rayas de algodón azul,
siempre recién lavado pero tieso y áspero al tacto. No se movió de los escalones
hasta que Anna la llevó llorando a lágrima viva, cubriéndose el rostro con el
delantal y emitiendo extraños gemidos guturales y quebrados.
Cuando Miss Mathilda regresó a su hogar a principios de otoño, la vieja Katy
ya no estaba allí.
—Nunca pensé que Katy fuese capaz de actuar así, Miss Mathilda —dijo
Anna—. Se quedó muy triste cuando usted se fue y yo le di la paga entera todo el
verano. Pero todas son iguales, Miss Mathilda, no hay ninguna de la que pueda
una fiarse. Se acordará de lo mucho que decía quererla, Miss Mathilda; pues
bien, todo siguió igual cuando usted se marchó. Al principio continuó portándose
bien y haciendo su trabajo. Pero a medio verano me puse enferma y me dejó aquí
tirada para irse a otra casa en el campo donde le pagaban un poco más. No me
dijo ni una palabra, Miss Mathilda; se fue así, por las buenas, dejándome sola y
enferma a causa del calor, que este año ha sido espantoso. ¡Después de todo lo
que hicimos por ella cuando no tenía adónde ir y de que yo le daba siempre de
comer mejor que a mí misma! Miss Mathilda, ni una sola de ellas sabe cómo
debé actuar una chica decente, ni una.
Y de la vieja Katy nunca más se supo.
Durante varios meses no se decidieron por ninguna criada.Desfilaron unas
cuantas, pero todas salieron por dónde habían entrado. Por fin Anna oyó hablar
de Sallie.
Sallie era la mayor de once hermanos; sólo tenía dieciséis años y estaba a la
cabeza de una hilera descendiente de hermanos que se pasaban el día trabajando
fuera de casa, excepto los más pequeñitos.
10
Sallie era una muchacha alemana, linda, rubia y risueña, además de estúpida y
un poco tonta. En su familia, cuanto más joven, tanto más brillante se era. La más
brillante de todos era una chiquilla de diez años. Hacia jornada completa de
lavaplatos en una casa de comidas regentada por un matrimonio y se ganaba un
buen jornal. Había otra aún más pequeña que trabajaba medio día como criada de
un médico soltero. Hacía todas las faenas domésticas y cobraba una paga
semanal de ocho centavos. Anna se indignaba siempre que le contaban esta
historia.
—Creo, Miss Mathilda, que debería darle diez centavos. Ocho centavos es
una miseria, haciéndole como le hace todo el trabajo; además, es una chiquilla
muy lista, no es una estúpida como nuestra Sallie. Sallie no aprendería nunca a
hacer las cosas si no la estuviera abroncando a todas horas. Pero es una buena
chica; si le estoy encima va saliendo bien del paso.
Sallie era una criatura alemana bondadosa y obediente. Nunca le contestó mal
a Anna, ni tampoco Peter, la vieja Baby ni el diminuto Rags; así que aunque la
voz áspera de Anna se elevase a menudo para increpar con firmeza o regañar con
insistencia, los habitantes de la cocina formaban una familia feliz.
Anna fue como una madre para Sallie, como una buena madre alemana y
machacona que la controlaba y abroncaba con dureza para que no se apartase del
buen camino. Las tentaciones y transgresiones de Sallie eran muy similares a las
de Peter el travieso y Rags el saltarín; Anna utilizaba con los tres los mismos
métodos.
La peor fechoría de Sallie además de olvidarse de todo y no lavarse bien las
manos para servir la mesa era el chico de la carnicería.
El chico en cuestión era muy poco atractivo. Empezó a cernerse sobre Sallie
la sospecha de que pasaba las tardes, cuando Anna salía, en compañía de aquel
chico.
—Sallie es una cría linda, Miss Mathilda —decía Anna—, pero tan tonta y tan
torpe... Cuando se pone ese corpiño rojo y se riza el cabello con las tenacillas me
entra la risa; pero, eso sí, aprovecho para recordarle que lo que tendría que hacer
es lavarse las manos en vez de adornarse tanto. Con las jóvenes de hoy no hay
quién pueda, Miss Mathilda. Sallie es buena chica, pero tengo que estar siempre
controlándola.
Siguió cerniéndose sobre Sallie la sospecha de que pasaba las tardes libres de
Anna en la cocina con aquel chico. Una mañana la voz de Anna se elevó áspera.
—Sallie, este plátano no es el mismo que compré ayer para el desayuno de
Miss Mathilda, y tú has salido esta mañana temprano; ¿qué has estado haciendo?
—Nada, Miss Annie; sólo he salido a curiosear, eso es todo. Es el mismo
plátano, se lo prometo, Miss Annie.
—Sallie; ¿cómo te atreves a decir esto después de todo lo que estoy haciendo
por ti, y con lo buena que es contigo Miss Mathilda? Ayer yo no traje a casa
ningún plátano con la piel llena de manchas como éste. Sé muy bien que estuvo
aquí ese chico ayer tarde, cuando yo había salido, y se lo comió; así que tú has
ido esta mañana a por otro. No quiero mentiras, Sallie.
11
Sallie se mantuvo firme en su defensa pero al fin cedió y confesó que el chico
se lo había llevado en su huida al oír girar la llave de Anna en la cerradura de la
puerta principal.
—Pero no le dejaré volver a entrar, Miss Annie, se lo prometo.
Hubo paz varias semanas, hasta que Sallie empezó de nuevo, con insensata
simplicidad, a ajustarse algunas tardes el corpiño rojo brillante, a adornarse con
sus escasas joyas y a rizarse el cabello con las tenacillas.
Una agradable tarde de principios de primavera estaba Miss Mathilda en la
escalera junto a la puerta abierta gozando del apacible anochecer, cuando vio a
Anna acercarse calle abajo, de regreso de su tarde libre.
—No cierre la puerta, por favor, Miss Mathilda —suplicó Anna en voz baja—;
no quiero que Sallie sepa que estoy de vuelta.
Anna cruzó la casa sin hacer ruido y se detuvo ante la puerta de la cocina. Al
apoyar la mano en el picaporte oyó un revuelo confuso y un portazo y al entrar
vio a Sallie sentada sola en la estancia. Pero, ¡maldición! El chico de la carnicería
se había dejado el abrigo.
Ya ven que Anna llevaba una vida ardua y llena de complicaciones.
Anna tenía también ciertas complicaciones con Miss Mathilda.
—Yo haciendo lo imposible para ahorrar, y usted va y se lo gasta todo en
bagatelas —protestaba la buena de Anna siempre que su señorita, una mujer
oronda y descuidada, aparecía en casa con una porcelanita, un nuevo aguafuerte o
incluso una pintura al óleo bajo el brazo.
—Pero Anna —argumentaba Miss Mathilda—, si tú no hubieses ahorrado ese
dinero yo nunca habría podido comprar estos objetos.
Anna se apaciguaba y hasta parecía satisfecha, hasta que se enteraba del
precio; entonces exclamaba, retorciéndose las manos:
—¡Oh, Miss Mathilda! ¡Miss Mathilda! Y se lo ha ido a gastar en eso, cuando
lo que necesita urgentemente es un vestido para salir.
—Bueno, quizá me lo compre el año que viene, Anna —respondía Miss
Mathilda sonriendo condescendiente.
—Si vivimos para entonces, ya me encargaré yo de que lo haga —refunfuñaba
Anna.
Anna se enorgullecía de los conocimientos y las pertenencias de su querida
Miss Mathilda, pero no estaba conforme con su descuidada costumbre de ponerse
vestidos viejos.
—No puede salir a cenar con ese vestido, Miss Mathilda —solía decirle
plantándose delante de la puerta principal—, tiene que ir a ponerse ese nuevo que
le sienta tan bien.
—Pero Anna, no tengo tiempo.
—Sí que lo tiene. Yo subiré a ayudarla. Por favor, Miss Mathilda, hágame
caso; no puede presentarse en la cena con ese vestido. El año que viene, si es que
aún vivimos, la obligaré a comprarse también un sombrero nuevo. Es una
vergüenza que salga así, Miss Mathilda.
12
La pobre señorita suspiraba y cedía. Por su carácter perezoso y despreocupado
no era muy dada a los cuidados excesivos, pero eso se convertía con mucha
frecuencia en una carga, ya que se veía obligada a arreglarse de nuevo desde el
principio, a no ser que saliera rápida como el rayo sin darle a Anna tiempo de
verla.
La vida siempre le había sido fácil a la oronda y perezosa Miss Mathilda, con
Anna a su lado para controlarla y cuidarla tanto a ella como a su ropa y demás
pertenencias. Pero por desgracia este mundo nuestro es al fin y al cabo como
debería ser y la alegre Miss Mathilda tenía ciertas complicaciones con Anna.
Era muy agradable encontrárselo todo hecho, pero a menudo resultaba
molesto no obtener lo que uno más anhelaba en un momento determinado, si uno
había exigido atolondradamente lo que quería en vez de sugerirlo. A Miss
Mathilda le encantaba salir a dar alegres caminatas por el campo; pero cuando
estaba lejos del hogar gozando de su libertad con sus animados compañeros,
contemplando colinas ondulantes o campos de maíz esplendorosos a la luz del
sol poniente, o cerezos silvestres blancos y resplandecientes bajo la luna y una
bóveda de estrellas refulgentes, sintiendo la pureza del aire y el hormigueo de la
sangre renovada, resultaba de lo más desagradable tener que pensar en el enfado
de Anna por su tardanza, a pesar de haberle rogado que no preparase cena
caliente aquella noche. Y cuando la tropa formada por Miss Mathilda y sus
amigos, llenos todos ellos de esa plenitud que dan la salud, la huella del viento
cálido en el rostro y el brillo del sol en los ojos, regresaban a casa cansados y
maduros ya para regalarse con la satisfacción suave de una buena cena,
resultaba muy penoso para ellos, que adoraban los guisos de Anna, encontrarse
con la puerta cerrada y tener que preguntarse si Anna había librado aquella tarde
y que esperar en la entrada temblando de frío con los pies entumecidos mientras
Mathilda apaciguaba el corazón de la gobernanta o bien, si esta última había
salido de verdad, le ordenaba a la joven Sallie, haciendo acopio de valor, que
alimentase a la hambrienta tropa.
Todo aquello era difícil de soportar y a veces Miss Mathilda no podía por
menos que rebelarse internamente, como las vivarachas Lizzies, las melancólicas
Mollies, las rústicas Katies y las estúpidas Sallies.
Miss Mathilda tenía también otras complicaciones con la buena de Anna. Miss
Mathilda tenía que salvar a Anna de los muchos amigos que, con esa amabilidad
proverbial en los pobres, le sacaban sus ahorros y le devolvían promesas en vez
de dinero.
La buena de Anna tenía amigos muy curiosos, que había ido encontrado a lo
largo de los veinte años que llevaba viviendo en Bridgepoint; y Miss Mathilda
tenía a menudo que salvarla de ellos.
13
SEGUNDA PARTE
LA VIDA DE LA BUENA DE ANNA
Anna Federner, nuestra buena Anna, pertenecía a la robusta cepa de la clase
media del sur de Alemania.
A los diecisiete años entró al servicio de una familia burguesa en una gran
ciudad cercana a su pueblo natal, pero no duró mucho tiempo en la casa. Un día
la señora le ofreció su criada —es decir, Anna— a una amiga para que la
acompañase a casa. Anna se sentía una sirvienta de altura, no una vulgar criada, y
abandonó su puesto de inmediato.
Anna siempre había tenido muy acusado el sentido de cómo debía
comportarse una muchacha según las normas tradicionales.
Ningún argumento la induciría jamás a sentarse una tarde en la sala de estar
vacía, ni aunque le estuviesen dando una mano de pintura a la cocina y le
marease el olor. A pesar de su continuo cansancio, nunca se sentó ni por un
instante durante las largas conversaciones mantenidas con Miss Mathilda. Una
muchacha era una muchacha y debía comportarse como tal, tanto en el respeto
como en la comida.
Poco después de abandonar su primer empleo, Anna se fue con su madre a
América. Viajaron en segunda clase, pero aun así el viaje resultó largo y penoso.
Su madre estaba enferma de tuberculosis.
Desembarcaron en una alegre población del extremo sur, donde la madre fue
muriendo poco a poco.
Anna se quedó sola y se trasladó a Bridgepoint, donde estaba bien establecido
un hermanastro mayor que ella. Dicho hermanastro era un alemán rechoncho,
pesado de movimientos y agradable de trato, que estaba aquejado de la
enfermedad que siempre produce el exceso de grasa.
Era panadero, estaba casado y vivía holgadamente.
AAnna le caía muy bien su hermano, pero nunca dependió de él para nada.
Nada más llegar a Bridgepoint, entró al servicio de Miss Mary Wadsmith.
Miss Mary Wadsmith era una mujer oronda, rubia y desvalida; cargaba con el
cuidado de dos niños, hijos de su hermano y la mujer de éste, que se los habían
dejado al morir ambos con pocos meses de diferencia.
Anna pronto tuvo la casa a su entero cargo.
14
Anna descubrió que su puesto estaba con mujeres orondas y obesas, porque
todas ellas solían ser holgazanas y descuidadas, además de encontrarse
desvalidas y descargar por ello el peso de sus vidas sobre Anna, satisfaciéndola
así plenamente. Las señoritas de Anna debían ser siempre mujeres solteras,
orondas y desvalidas, o bien hombres, porque ninguna otra persona podía
permitirse tanta comodidad y libertad.
Anna no tenía con los niños el cálido instinto maternal que tenía con los
perros, los gatos y las señoritas orondas. Nunca llegó a encariñarse con Edgar y
Jane Wadsmith. Prefería al niño, naturalmente, porque los varones tienen más
tendencia a dejarse ganar por el estómago, la comodidad y el mimo. Con la niña,
en cambio, debía enfrentarse a esa oposición femenina y sutil que se hace sentir
tan tempranamente en el sexo débil.
Los Wadsmith tenían una agradable casa en el campo, donde pasaban el
verano; en los meses de invierno se hospedaban en los apartamentos de un hotel
de la ciudad.
Poco a poco Anna fue haciéndose dueña de todos sus movimientos, tomando
todas las decisiones relativas a sus desplazamientos y preparando el lugar donde
pasaban cada temporada.
Llevaba tres años con Miss Mary cuando la pequeña Jane empezó a mostrar
su fuerza de oposición. Jane era una niña agradable y ordenada, linda, dulce y
encantadora como sólo puede serlo una niña; le caían por la espalda dos trenzas
rubias muy bien hechas.
A Miss Mary, al igual que a su Anna, no le gustaban mucho los niños: pero
quería de veras a aquellos dos de su misma sangre y cedía dócilmente a la fuerza
superior de su encantadora sobrina. Anna siempre había preferido al niño por su
manejable brutalidad, pero Miss Mary se sentía más atraída por la fuerza afable y
el suave dominio de la chica.
Una primavera, cuando estaban concluidos ya los preparativos para la
mudanza, Miss Mary y Jane empezaron a pasar; Anna debía seguirlas, tan pronto
como hubiese arreglado los asuntos de la ciudad, acompañada de Edgar, que aún
no estaba de vacaciones.
Durante los preparativos para aquel verano Jane se había enfrentado en más
de una ocasión con resistencia tenaz a Anna, oponiéndose a que hiciera las cosas
a su manera. Para Jane era de lo más simple dar órdenes desagradables diciendo
que no eran suyas sino de Miss Mary; de la oronda, dócil y desvalida Miss Mary
Wadsmith, a quien nunca se le habría ocurrido darle una orden a Anna.
La mirada de Anna se fue volviendo dura y agresiva; sus dientes inferiores
fueron proyectándose hacia fuera y apretándose con fuerza creciente contra el
labio superior a medida que tuvieron que formar, cada vez con mayor lentitud, un
«sí, Miss Jane» tras otro en respuesta a los imperativos «¡Oh, Anna! ¡Miss Mary
dice que quiere que hagas esto así o asá!»
15
El día de su marcha, Miss Mary había sido ya acomodada en el carruaje
cuando la pequeña Jane entró de nuevo en la casa y exclamó:
—¡Oh, Anna! Miss Mary dice que te traigas los cortinajes azules de su
habitación y la mía.
Anna se puso rígida y respondió, reticente:
—Nunca los ponemos en verano, Miss Jane.
—Ya lo sé, Anna, pero Miss Mary cree que quedarían preciosos y me ha
pedido que te insista para que no te olvides. ¡Adiós! —Y diciendo esto la
pequeña bajó trotando las escaleras, se deslizó en el interior del coche y
partieron.
Anna se quedó en uno de los escalones con los ojos brillantes y expresión de
dureza; tenía el cuerpo y el rostro contraídos por el resentimiento. Volvió a entrar
en la casa dando un portazo seco.
Se hizo muy difícil convivir con Anna en los tres días siguientes. Incluso
Baby, la perra nueva, orgullo de Anna; incluso Baby, regalo de su amiga la viuda
Mrs. Lehntman, que era un lindo cachorro negro y canela, sintió el calor
abrasador de la llama de Anna. Y Edgar, que había esperado con ansia aquellos
días de libertad y guisos especiales, se encontró con que no tenía ni un momento
de respiro cuando estaba bajo la mirada de la amargada Anna.
Al tercer día Anna y Edgar fueron a la casa de campo de los Wadsmith. Los
cortinajes azules de los dos dormitorios se quedaron donde estaban.
Edgar hizo el viaje sentado en el pescante junto al cochero negro, llevando las
riendas. Hacía un día primaveral allí en el sur. Los campos y los bosques se
doblaban empapados por las recientes lluvias. Los caballos tiraban del coche
despacio por la larga calzada, accidentada a causa del fango amarronado y de las
masas de piedra que habían tirado aquí y allá para que las aplastaran y colocaran
en su lugar los coches en tránsito. Por encima y a través de la tierra empapada
asomaban lo débiles brotes, las flores tiernas, las hojas verdes y los helechos. Las
copas de los árboles estaban engalanadas de rojos y amarillos, de blancos
deslumbradores y verdes esplendorosos. A ras de suelo se elevaba una bruma
húmeda formada por el agua que saturaba la tierra, cuyo olor se mezclaba con
aquel otro cálido y agradable del humo azulado de las hogueras primaverales. Y
por encima de todo ello estaban la atmósfera limpia, los trinos de los pájaros y el
júbilo de la luz solar y los días cada vez más largos.
La languidez, el movimiento, la bonanza y la pesadez y el sentido de una
nueva vida en los centros profundos de la tierra que acompañan al despertar
empapado de la primavera siempre provocan, cuando no son recibidos con una
alegría activa y ferviente, malhumor, irritación y desasosiego.
AAnna, que viajaba sola en el interior del carruaje y se acercaba cada vez más
al enfrentamiento con su señorita, el aire tibio, la lentitud, el traqueteo sobre las
piedras, la espuma de los caballos y los gritos de los hombres, los animales y las
aves, así como la nueva vida que despertaba a su alrededor, le parecían
enloquecedores.
16
—¡Baby! ¡Si no te tumbas ahora mismo creo que voy a matarte! Ya no
aguanto más.
En aquella época Anna, que tenía unos veintisiete años, no era aún flaca y
enjuta. Los cantos huesudos y afilados de su rostro estaban todavía redondeados
por la carne; pero su temperamento malhumorado ya se mostraba con toda su
sequedad en sus límpidos ojos azules; el afilamiento se había iniciado ya en la
mandíbula inferior, que tan a menudo se contraía con la presión hacia arriba de la
determinación.
Aquel día, sola en el coche, Anna estaba tiesa y al mismo tiempo temblorosa
en un ácido esfuerzo de resolución y rebeldía.
Tan pronto como el carruaje cruzó la verja del jardín de los Wadsmith, la
pequeña Jane salió corriendo a su encuentro. Clavó su mirada en el rostro de
Anna, pero no dijo ni una sola palabra acerca de los cortinajes azules.
Anna se apeó del coche con la pequeña Baby en brazos. Bajó el equipaje y el
vehículo lo se alejó. Lo dejó todo en el porche y fue hasta Miss Mary Wadsmith,
que estaba sentada junto al fuego.
Miss Mary estaba sentada en un enorme sillón junto al fuego. Todos los
rincones y hendiduras del asiento quedaban cubiertos por su cuerpo redondo y
blando. Llevaba un vestido de satén negro, cuyas mangas monstruosamente
enormes parecían muy pesadas al envolver aquella masa de carne blanda.
Siempre se sentaba allí, oronda, afable y desvalida. Tenía el rostro risueño, dulce,
apacible y regular de rasgos; sus ojos grises, de expresión cordial y vacía, estaban
medio cerrados a causa de los párpados pesados y somnolientos.
Detrás de Miss Mary estaba la pequeña Jane, que se puso nerviosa y excitada
al ver entrar a Anna.
—Miss Mary —empezó a decir Anna.
Se había detenido en el umbral de la puerta, con el rostro y el cuerpo rígidos
por la contención, los dientes muy apretados y los límpidos ojos azules
despidiendo destellos pálidos y penetrantes. Todo su ser estaba impregnado de la
extraña coquetería de la ira, el miedo, la tensión, el movimiento contraído y
sugestivo bajo la rigidez del control impuesto, y en suma los elementos
inexplicables que hacen que todas las pasiones se muestren como una sola.
—Miss Mary —las palabras le salían despacio, con pastosidad y a sacudidas,
pero siempre firmes y contundentes—. Miss Mary, no puedo seguir así ni un
minutó más. Cuando usted me ordena que haga algo, lo hago; hago todo lo que
puedo y usted sabe que no me importa matarme a trabajar para complacerla. Pero
los cortinajes azules de su dormitorio dan demasiado trabajo para el verano. Miss
Jane ignora lo que es trabajar. Si quiere seguir haciendo así las cosas, yo me
marcho.
Anna se interrumpió. Sus palabras no habían revestido toda la fuerza de
significación deseada, pero la fuerza del estado anímico de Anna bastaba para
asustar y acobardar a Miss Mary.
17
Como los de todas las mujeres desvalidas y orondas, el corazón de Miss
Mary latía débilmente en la masa indefensa y blanda que tenía que gobernar. Los
accesos de excitación de Jane habían agotado sus fuerzas. Se puso pálida y se
desmayó.
—¡Miss Mary! —exclamó Anna, corriendo hacia su señorita y apoyando su
masa indefensa en el sillón. La joven Jane, muy trastornada, cumplió volando las
órdenes de Anna de traerle a la enferma sales olorosas, coñac, vinagre y agua, y
de frotarle las muñecas.
Miss Mary fue abriendo, poco a poco, sus ojos inexpresivos. Anna echó de la
estancia a la pequeña Jane, que no hacía más que llorar. Ella sola se bastaba para
reclinar a Miss Mary en el sofá y tranquilizarla.
No se dijo una palabra más acerca de los cortinajes azules.
Anna había vencido, y pocos días después la pequeña Jane le regaló un loro
verde para firmar la paz.
Jane y Anna vivieron juntas seis años más. Hasta el final se trataron con
respeto y cortesía.
AAnna le hizo mucha ilusión el loro. También era aficionada a los gatos y los
caballos, pero los animales que realmente adoraba eran los perros en general y en
particular la pequeña Baby, primer obsequio de su amiga la viuda Mrs.
Lehntman.
La viuda Mrs. Lehntman fue el elemento romántico en la vida de Anna.
Anna la conoció en casa de su hermanastro el panadero, que había sido amigo
del fallecido Mr. Lehntman, propietario de un pequeño colmado.
Mrs. Lehntman era comadrona desde hacía muchos años. Desde la muerte de
su esposo tenía que ocuparse de su sustento y el de sus dos hijos.
Mrs. Lehntman era una mujer atractiva. Tenía un cuerpo rechoncho pero bien
formado, la piel clara y olivácea, los ojos oscuros y brillantes y el cabello negro,
crespo y ondulado. Era agradable, magnética, eficiente y bondadosa. Era
encantadora, generosa y amable.
Tenía unos pocos años más que la buena de Anna, que pronto quedó
subyugada por su encanto magnético y compasivo.
De su trabajo lo que más le gustaba a Mrs. Lehntman era asistir a muchachas
con problemas. Solía llevárselas a su casa y cuidarlas secretamente hasta que
podían regresar a casa o al trabajo libres de toda culpa y pagarle sin prisa sus
cuidados. Gracias a su nueva amiga, Anna llevaba una vida menos encerrada y
más entretenida; incluso contribuía con sus ahorros a que Mrs. Lehntman saliera
adelante cuando daba mucho más de lo que recibía.
Fue a través de Mrs. Lehntman como Anna conoció al doctor Shonjen, que
contrató sus servicios cuando por fin a Anna no le quedó más remedio que
separarse de su señorita, Miss Mary Wadsmith.
Durante los últimos años con su Miss Mary Wadsmith, la salud de Anna fue
muy precaria, y siguió siéndolo hasta el final de sus fuertes días.
18
Anna era una mujer de estatura media, delgada, trabajadora y amante de las
preocupaciones.
Siempre había sufrido fuertes migrañas, que ahora aumentaban en frecuencia
e intensidad.
Su rostro se tornó más angulado, flaco y enjuto; le salieron en la piel manchas
amarillentas, como suele ocurrirles a las mujeres enfermizas que trabajan, y las
pupilas azul claro de sus ojos palidecieron.
Tenía también dolores de espalda. Siempre estaba cansada y su carácter se
tornó más difícil e irritable.
Miss Mary Wadsmith trató por todos los medios de convencer a Anna de que
se cuidase un poco más y consultara a un médico; la pequeña Jane, que empezaba
a florecer como una mujer bella y dulce, también le repetía a Anna que pensase
más en sí misma. Pero Anna siempre fue obstinada con Miss Jane, porque temía
que interfiriese en su manera de hacer las cosas; y en cuanto a los débiles
consejos de Miss Mary Wadsmith, podía desoírlos fácilmente.
Mrs. Lehntman era la única que ejercía cierta influencia sobre Anna. Fue ella
quien la indujo a ponerse en manos del doctor Shonjen.
Sólo un hombre como el doctor Shonjen podría haber conseguido que Anna,
bondadosa y alemana, interrumpiese su trabajo para someterse a una operación.
Él sabía muy bien cómo tratar a los alemanes y a los pobres. Era alegre, jovial,
animoso y bromista, de ésos que cuentan chascarrillos simples pero llenos de
sentido común y atrevido raciocinio, y el único capaz de persuadir incluso a una
Anna bondadosa de que hiciera algo por su propio bien.
Edgar llevaba ya varios años ausente, primero en la universidad y luego
trabajando para convertirse en ingeniero civil. Miss Mary y Jane prometieron
pasarse viajando todo el tiempo que Anna estuviese fuera de casa; así no sería
necesario su trabajo ni habría que contratar a una sustituta.
El ánimo de Anna se quedó pues un poco más tranquilo. Se entregó a
Mrs. Lehntman y al doctor y les permitió que hiciesen lo que les pareciera más
indicado para devolverle la salud y la fuerza.
Anna superó muy bien la operación y se mostró paciente, casi dócil, durante
su lenta recuperación de la fuerza para trabajar. Pero una vez de vuelta al servicio
de su Miss Mary Wadsmith, los efectos de los varios meses de descanso
desaparecieron con las preocupaciones y el trabajo.
Durante el resto de su fuerte vida de trabajo Anna nunca volvió a sentirse bien
del todo. Las migrañas persistían, así como su delgadez marchita.
De tanto trabajar perdió el apetito, la salud y la fuerza; y siempre por servir a
quienes más le rogaban que no se matase tanto. En el interior de su alma
testaruda, leal y alemana, estaba convencida de que así era como debía
comportarse una muchacha.
La convivencia de Anna con Miss Mary Wadsmith estaba tocando a su fin.
19
Miss Jane, que ya era toda una señorita, había sido presentada en sociedad.
Pronto se prometería y se casaría, y entonces quizá Miss Mary Wadsmith se iría a
vivir con ella.
En tal hogar no habría un lugar para Anna, de eso estaba segura. Miss
Jane siempre había sido cortés, respetuosa y buena con Anna, pero Anna nunca
podría servir en una casa donde las órdenes las diese Miss Jane. De eso estaba
plenamente convencida; así que los dos últimos años con su Miss Mary no fueron
tan felices como los anteriores.
Pronto tuvo lugar el cambio.
Miss Jane se prometió y a los pocos meses debía casarse con un hombre de
otra ciudad, Curden, que estaba a una hora de viaje en ferrocarril.
La pobre Miss Mary Wadsmith ignoraba la resolución irrevocable de Anna de
separarse de ella en el momento en que se crease el nuevo hogar. AAnna le fue
muy difícil hablarle a su Miss Mary del cambio.
Los preparativos de la boda avanzaban día y noche. Anna pasó largas horas
cosiendo y trabajando para que todo saliera bien.
Miss Mary estaba muy agitada, pero satisfecha y feliz de tener a Anna
para hacérselo todo fácil.
Anna trabajaba sin descanso para ahogar sus penas y su conciencia, porque no
estaba bien abandonar a Miss Mary. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? No podía
vivir como sirvienta de su Miss Mary en una casa en que las órdenes las diese su
hija Miss Jane.
El día de la boda se acercaba. Por fin llegó y pasó.
La joven pareja emprendió su luna de miel, y Anna y Miss Mary se quedaron
embalándolo todo.
La pobre Anna todavía no había hecho acopio de valor para comunicarle su
resolución a Miss Mary; pero no podía retrasarlo más.
Siempre que tenía un rato libre, Anna iba presta a ver a su amiga Mrs.
Lehntman en busca de alivio y consejo. Le pidió a su amiga que estuviese con
ella cuando le diese la noticia a Miss Mary.
Quizá si Mrs. Lehntman no hubiese vivido en Bridgepoint, Anna habría
tratado de adaptarse a la nueva casa. Mrs. Lehntman no la incitó a que no lo
hiciera; ni siquiera le dio ningún consejo. Pero al sentir tanto apego por Mrs.
Lehntman Anna, la leal de Anna, no dependía tanto de las necesidades de Miss
Mary como si sólo la hubiera tenido a ella.
Recuerden que Mrs. Lehntman fue el elemento romántico en la vida de Anna.
Todo estaba embalado y a los pocos días Miss Mary iría a instalarse en la
nueva casa, donde la joven pareja estaba ya a punto para recibirla.
Anna tenía que hablar con ella.
Mrs. Lehntman accedió a acompañarla para ayudarla a que le aclarase el
asunto a la pobre Miss Mary.
20
Las dos mujeres fueron juntas a la sala vacía donde Miss Mary Wadsmith
estaba plácidamente sentada junto al fuego. Miss Mary ya había visto a Mrs.
Lehntman muchas veces, así que el hecho de que entrase con Anna no despertó
sus sospechas.
Ninguna de las dos sabía por dónde empezar.
Tenia que hacerse con gran diplomacia, lo de comunicarle el cambio a
Miss Mary. No debía recibir el impacto de la sorpresa ni excitarse.
Anna estaba rígida, y en el fondo temblando de vergüenza, ansiedad y pesar.
Incluso la animosa Mrs. Lehntman, eficiente, impulsiva y complaciente, y a
quien el asunto no atañía directamente, se sentía muy intimidada, incómoda y
casi culpable en aquella presencia oronda, dócil y desvalida. Y a su lado, para
hacerle sentir la tensión del momento, estaba la intensa convicción dé la pobre
Anna, que luchaba por aparecer insensible, recta y controlada.
—Miss Mary —a Anna por fin le salían las palabras, lo hacían con brevedad y
acidez—, Miss Mary, Mrs. Lehntman ha venido conmigo para que pueda decirle
que no voy a quedarme a vivir con usted en Curden. La ayudaré a instalarse, pero
luego creo que volveré a Bridgepoint. Ya sabe que tengo aquí a mi hermano y a
su familia, y no estaría bien que me fuera lejos; además, Miss Mary, no me va a
necesitar tanto cuando estén todos juntos en Curden.
Miss Mary Wadsmith estaba confusa. No lograba comprender qué quería decir
Anna con aquellas palabras.
—Bueno, Anna, desde luego podrás venir a visitar a tu hermano siempre que
quieras; yo misma te pagaré el billete. Creí que eso ya lo dabas por sentado. Nos
sentiremos muy felices de invitar a tus sobrinas siempre que deseen venir a
visitarte. Siempre habrá espacio para ellas en una casa tan grande como la de
Mr. Goldthwaite.
Le había llegado el turno a Mrs. Lehntman.
—Miss Wadsmith, Anna se da cuenta de lo buena y amable que es usted;
siempre me está hablando de eso y de que hace por ella todo cuanto está a su
alcance. Le está muy agradecida y por nada del mundo desearía tener que dejarla;
pero cree que ahora que Mrs. Goldthwaite tiene una casa grande y nueva querrá
gobernarla a su manera, y que será mejor que se busque nueva servidumbre desde
el principio, en vez de quedarse con una muchacha como Anna que la conoce
desde que era niña. Eso es lo que Anna cree; me pidió consejo a mí y yo le dije
que a mí me parecía también que eso sería lo mejor para todos. Usted ya sabe que
ella la quiere mucho y se da cuenta de lo buena que es usted, así que estoy segura
de que se hará cargo de que ella cree que todo irá mejor en la nueva casa si ella
se queda aquí en Bridgepoint, por lo menos durante un tiempo, hasta que Mrs.
Goldthwaite se haya acostumbrado a su nuevo hogar. ¿No era eso lo que querías
comunicarle a Miss Wadsmith, Anna?
—¡Oh, Anna! —exclamó Miss Mary Wadsmith despacio y con un tono
mezclado de dolor y sorpresa que a Anna se le hacía difícil soportar—.
¡Oh, Anna! Nunca pensé que pudieras querer dejarme después de tantos años.
21
—¡Miss Mary! —estalló la gobernanta con una tensa sacudida—; Miss Mary,
lo único que me obliga a dejarla es tener que estar a las órdenes de Miss Jane. Sé
muy bien lo buena que es usted y no me importaría matarme a trabajar para
contentarla a usted, a Mr. Edgar y también a Miss Jane. Pero ahora Miss Jane
querrá que se hagan las cosas de una manera diferente a la que estoy
acostumbrada y, entiéndalo, por favor, Miss Mary, yo no podría soportar que
Miss Jane se pasara el día vigilándome y mandándome hacer la faena de una
forma que no es la mía. Miss Mary, sería peor para todos; además, Miss Jane no
quiere que vaya con usted a la casa nueva, lo sé desde el principio. Le suplico
que no se disguste demasiado y que no crea que yo me separaría de usted si
pudiese trabajar como es debido, como siempre lo he hecho.
Pobre Miss Mary. Luchar no era lo suyo. Probablemente Anna cedería si
luchaba, pero eso suponía demasiado trabajo y demasiadas preocupaciones para
una persona pacífica como ella. Si Anna estaba decidida a irse, debía hacerlo. La
pobre Miss Mary Wadsmith suspiró, miró a Anna con más ansia que esperanza y
abandonó.
—Haz lo que te parezca más apropiado, Anna —dijo por fin, hundiendo sus
blandas y abundantes carnes en el asiento—. Lo lamento mucho y estoy segura
de que Miss Jane lo sentirá también cuando se lo diga. Mrs. Lehntman ha sido
muy amable al acompañarte y estoy segura de que no piensa más que en tu
bienestar. Supongo que querrás salir un rato. Vuelve dentro de una hora, Anna,
para ayudarme a acostarme. —Miss Mary cerró los ojos y se quedó silenciosa y
plácida, descansando junto al fuego.
Las dos mujeres abandonaron la estancia.
Así dejó Anna el servicio de Miss Mary Wadsmith; pronto empezó su nueva
vida al servicio del doctor Shonjen.
Gobernar la casa de un médico soltero y jovial abrió en la mente germánica y
cerrada de Anna nuevos elementos de comprensión. Sus costumbres seguían tan
inamovibles como siempre, pero a Anna solía ocurrirle aquello de que lo que se
ha aceptado una vez con agrado puede aceptarse de nuevo, como levantarse a
cualquier hora de la noche para prepararles costillas y pollo frito al doctor
Shonjen y sus amigos solteros.
AAnna le gustaba trabajar para los hombres, porque comían copiosamente y
con deleite. Cuando estaban ahítos y con la tripa caliente se sentían colmados y le
dejaban hacer lo que le viniera en gana. No es que la conciencia de Anna
estuviera nunca dormida, ya que ni con ni sin interferencias dejaba de obligarse a
si misma a ahorrar hasta el último centavo y trabajar todos los minutos del día;
pero prefería hacerlo cuando tenía oportunidad de abroncar. Ahora no era ya sólo
a las otras muchachas, al hombre de color, a los perros, los gatos, los caballos y
el loro, sino también a su vivaracho amo, el jovial doctor Shonjen, a quien podía
guiar y regañar constantemente por su propio bien.
Al doctor le gustaban sus broncas como a ella le gustaban sus travesuras y sus
bromas maliciosas y divertidas.
22
Aquella época fue muy feliz para Anna.
Su estrafalario sentido del humor, aquel sentido tan suyo de que lo gracioso
estaba en las extravagancias de los demás, salió entonces por vez primera a la
superficie y más tarde la hizo disfrutar con la animalidad servil de Katy, la
simpleza de Sallie y las fechorías de Peter y Rags. Adoraba bromear con los
esqueletos del doctor, haciendo que se movieran y emitieran ruidos extraños
hasta que al hombre de color le temblaban los zapatos y se le ponían los ojos en
blanco en una agonía de terror.
Luego Anna le contaba la historia a su doctor. En su rostro enjuto, reseco,
angulado y de expresión decidida se fueron formando nuevas grietas
humorísticas; sus ojos azul pálido brillaban de alegría y júbilo siempre que su
doctor prorrumpía en francas carcajadas. Y la buena de Anna, llena de la
coquetería que provoca el sentirse gracioso, calculaba todos los movimientos de
su cuerpo huesudo y flaco de solterona y exageraba sus historias y ademanes con
el único propósito de gustar.
Los primeros tiempos con el jovial doctor Shonjen fueron muy felices para la
buena de Anna.
Anna solía pasar al principio todas sus horas libres con su amiga la viuda Mrs.
Lehntman. Mrs. Lehntman vivía con sus dos hijos en una casita que estaba en el
mismo barrio que la del doctor Shonjen. La mayor era una muchacha llamada
Julia que por entonces debía tener unos trece años. Julia Lehntman era una
muchacha poco agraciada, de facciones duras, gris y obstinada como su patoso
padre alemán. Mrs. Lehntman no se ocupaba demasiado de ella; le daba sin
protestar todo cuanto quería, dentro de sus posibilidades, y le dejaba hacer lo que
le venía en gana. No es que a Mrs. Lehntman le fuese indiferente su hija o
sintiera aversión por ella, no; simplemente era así.
El pequeño era un chico dos años más joven que su hermana, listo, agradable
y divertido, que hacia también lo que quería con su dinero y su tiempo. Eso
ocurría porque Mrs. Lehntman tenía muchas cosas en la cabeza y en la casa que
reclamaban concentración y tiempo.
La inercia y la negligencia en el gobierno de la casa y la indiferencia de
aquella madre por la educación de sus hijos eran defectos que a la buena de Anna
le costaba mucho soportar. Desde luego no dejaba de abroncar a Mrs. Lehntman
siempre que podía, ni de ahorrar para ella, ni de colocar cada objeto en el lugar
más apropiado.
Incluso en los primeros tiempos, cuando Anna estaba deslumbrada por el
embrujo de la brillantez y el encanto de Mrs. Lehntman, se sentía incómoda en su
casa y tenia que poner orden. Ahora que los pequeños habían ido creciendo y
cobrando más importancia y que la relación continuada le había quitado a Anna
la venda de los ojos, la gobernanta empezó a luchar para conseguir que todo
funcionase como a ella le parecía correcto.
23
Controló y abroncó duramente a la joven Julia para que actuase como era
debido. No es que Anna le tuviese simpatía a Julia Lehntman, pero eso no
significaba que no hubiera de enseñarle, a una joven en pleno crecimiento como
ella, a hacer las cosas bien.
Al muchacho era más fácil abroncarle, porque con él nunca llegaba la sangre
al río; además, sentía predilección por las broncas, porque siempre culminaban
en una buena comida, un pique divertido y bromas graciosas.
Julia, la muchacha, se tomaba las reprimendas demasiado a pecho; además, se
salía con frecuencia con la suya, porque después de todo Miss Annie no era de la
familia y no tenía por qué venir a crearles complicaciones. No servía de nada
recurrir a la madre. Resultaba fantástico cómo Mrs. Lehntman podía oír sin
escuchar, responder sin decidir, o decir y hacer lo que se le pedía sin cambiar
nada.
Un día las cosas se pusieron demasiado mal hasta para una amiga como Anna.
—Bien, Julia, ¿ha salido tu madre? —preguntó Anna un domingo estival por
la tarde al entrar en casa de los Lehntman.
Anna tenía aquel día, como de costumbre, una apariencia perfecta. Siempre
había sido muy cuidadosa en el vestir y en el ahorro de prendas nuevas. Sabía
cómo satisfacer su ideal de la imagen que debía ofrecer una muchacha cuando
salía la tarde del domingo. Anna conocía muy bien el tipo de fealdad que
corresponde a cada estado social.
Era interesante comprobar que cuando compraba para Miss Wadsmith y más
adelante para su adorada Miss Mathilda, siempre a su gusto y desde luego
economizando como cuando compraba para sus amigas y para sí misma, por una
parte elegía aquello que tenía el estilo más apropiado para un miembro de la clase
superior y por otro, cuando se trataba de personas de su rango, aquello que poseía
la fealdad mesurada de lo cateto, eso que los ingleses llaman "Dutch". Sabía muy
bien qué encajaba mejor con cualquier categoría social y nunca en el curso de su
fuerte existencia puso en entredicho su propio sentido de lo que una muchacha
debía ponerse.
Aquella brillante y cálida tarde de domingo Anna se presentó en casa de los
Lehntman muy compuesta, con su nuevo corpiño de seda color teja adornado con
un ancho galón negro trenzado con cuentas, una falda oscura de paño y un
sombrero nuevo de paja negro, tieso y brillante, tocado con cintas de colores y un
pájaro. Estrenaba guantes y llevaba un boa de plumas alrededor del cuello.
Su cuerpo escueto, flaco y feo y su rostro enjuto y amarillento, a pesar de que
lo habían encendido un poco los acariciadores rayos solares, desentonaban de una
manera chocante con la brillantez de su vestuario.
Entró en casa de los Lehntman después de una ausencia de varios días y,
abriendo esa puerta que nunca cierran con pestillo las personas pertenecientes a
la clase media baja en las pacíficas ciudades del sur, encontró a Julia sentada sola
en la sala de estar.
24
—Y bien, Julia, ¿dónde está mamá? —preguntó Anna.
—Mamá ha salido; pero pase usted, Miss Annie, y conocerá a nuestro nuevo
hermanito.
—Julia, no digas tonterías —replicó Anna, tomando asiento.
—No digo ninguna tontería, Miss Annie. ¿No sabía que mamá acaba de
adoptar a un bebé lindísimo, precioso?
—¡Oh, Julia, qué boba eres! Deberías haber aprendido a no ser tan majadera.
—Muy bien, Miss Annie —replicó la muchacha, herida—, no tiene por qué
creerme. Pero el bebé está en la cocina y mamá no tardará en volver; ya se lo
contará ella.
Era totalmente absurdo, pero Julia parecía decir la verdad, y por otra parte
Mrs. Lehntman era capaz de hacer cosas aún más extrañas. Anna preguntó,
confusa:
—¿Qué quieres decir, Julia?
—Nada más que lo que he dicho, Miss Annie; si no cree que hay un bebé ahí
dentro, vaya a comprobarlo por sí misma.
Anna entró en la cocina. En efecto, allí estaba el bebé; parecía un pequeño
encantador. Dormía profundamente en un canasto que había en un rincón, junto a
la puerta abierta.
—Claro, lo que tú quieres decir es que mamá va a quedárselo unos días
—le dijo Anna a Julia, que la había seguido hasta la cocina para verla fuera de
sus casillas.
—No es eso, Miss Annie —respondió la muchacha—. La madre es una tal
Lily, que trabaja en no sé qué; no quería hijos, y a mamá le gustó tanto el
pequeño que decidió quedárselo para ella y adoptarlo.
Por una vez, Anna enmudeció de asombro e ira. Se oyó un portazo en la
entrada.
—Ahí tiene a mamá —exclamó Julia con un incómodo aire triunfal, ya que en
el fondo no sabía de qué lado estaba—; pregúntele si le he dicho la verdad,
vamos, hágalo.
Mrs. Lehntman entró en la cocina, donde estaban aún ellas. Tenía un aspecto
insípido, impersonal y agradable, como de costumbre. Pero aquel día, por debajo
de la absoluta imperturbabilidad que tantos éxitos le había proporcionado como
comadrona, brillaba una incómoda conciencia de culpabilidad; como todas las
personas que mantenían una relación con la buena de Anna, Mrs. Lehntman se
sentía atemorizada por su firmeza de carácter, el vigor de sus juicios y el amargo
apasionamiento de su lengua.
Era evidente que en los seis años que ambas mujeres llevaban tratándose,
Anna se había ido imponiendo. Nunca la había gobernado del todo, desde luego,
porque no había quien gobernase a Mrs. Lehntman a causa de lo tortuoso de sus
caminos; pero Anna había logrado que prevaleciese su opinión siempre que había
averiguado las intenciones de Mrs. Lehntman antes de que se convirtiesen en
hechos irremediables. Era difícil predecir quién iba a ganar la batalla. Mrs.
Lehntman tenía a su favor su mente dispersa y su forma agradable de prestar a
los demás una atención difusa; además, el mal ya estaba hecho.
25
Anna estaba, como de costumbre, resuelta a hacer que triunfase el bien. Estaba
rígida y pálida de ira y de miedo, y al mismo tiempo temblaba como una hoja,
debido a los nervios que siempre la dominaban cuando estaba a punto de estallar
la guerra.
Mrs. Lehntman entró en la estancia relajada y de buen humor, y encontró allí a
Anna contraída, callada y muy blanca.
—Hacía tiempo que no la veíamos por aquí, Anna —la saludó cordialmente
Mrs. Lehntman—. Estaba empezando a inquietarme por su salud. ¡Dios mío, qué
calor hace hoy! Vamos a la sala de estar, Anna, mientras Julia nos prepara un té
bien helado.
Anna siguió a Mrs. Lehntman a la estancia vecina en tenso silencio; una vez
allí, no tomó asiento, como la invitaban a hacer.
Como siempre ocurría con Anna, cuando tenía que decir algo lo hacia con
brevedad y acidez. Apenas podía respirar; las palabras le salían a sacudidas.
—Mrs. Lehntman, estoy segura de que no es cierto eso que me ha dicho Julia
de que se va a quedar con el hijo de esa tal Lily. Cuando me lo ha contado la he
regañado por majadera.
La excitación de Anna, totalmente auténtica, le impedía respirar y hacía que
sus palabras salieran cortantes y a sacudidas. Los sentimientos de Mrs. Lehntman
parecían ensancharle los pulmones; sus palabras salían con lentitud, pero con
más encanto y desenvoltura aún que de costumbre.
—Pero Anna —empezó—, ha de comprender que Lily no podía quedarse con
su hijo porque está trabajando en el obispado. ¡Es un bebé tan lindo y
encantador! ¡Ya sabe cuánto me gustan a mí los bebés! Además, he creído que
tanto para Julia como para Willie será estupendo tener un hermanito. A Julia le
encanta jugar con niños, y como yo estoy fuera todo el día y Willie está siempre
callejeando, he pensado que un recién nacido sería una compañía ideal para ella.
Anna, usted es la primera que se pasa la vida diciendo que Julia tendría que
callejear menos; el bebé la obligará a quedarse más en casa.
Anna iba palideciendo cada vez más de indignación y furia.
—Mrs. Lehntman, no entiendo cómo se atreve a adoptar a un nuevo hijo
cuando no puede educar decentemente a los dos que ya tiene. Fíjese en Julia;
como no sea yo, nadie le indica lo que debe o no debe hacer. ¿Quién va a
enseñarle a cuidar al bebé? No tiene el menor sentido de cómo hay que tratar a un
niño. Y en cuanto a usted, se pasa el día en la calle y no tiene tiempo ni para sus
propios hijos, así que, ¿para qué quiere responsabilizarse de los ajenos? Sabía
que es usted una descuidada, pero nunca la hubiese imaginado capaz de una cosa
así. No, Mrs. Lehntman, no tiene derecho a ocuparse de extraños cuanto tiene a
dos hijos que están creciendo como las flores silvestres y que por añadidura
tienen que arreglárselas con el poco dinero que gana usted, que como es una
descuidada se lo gasta todo en seguida. Julia y Willie se hacen mayores y no está
bien lo que ha hecho, Mrs. Lehntman, no, no lo está.
26
¡Qué situación tan terrible! Anna nunca había hablado antes a su amiga con
tanta sinceridad. Para Mrs. Lehntman todo aquello era más duro de lo que se
podía permitir a sí misma escuchar. Si comprendía el auténtico significado de
aquellas palabras tendría que pedirle a Anna que no volviera a poner los pies en
su casa; y como apreciaba de verdad a Anna, estaba acostumbrada a depender de
sus economías y su fuerza y además era incapaz de asimilar ninguna expresión de
dureza debido a su dispersión, que le impedía captar nada que pudiera resultar
cortante, se las arregló para comprender la reprimenda de un modo que le
facilitara la siguiente respuesta:
—Pero Anna, se toma demasiado en serio eso de que hay que estar todo el día
vigilando a los hijos, minuto a minuto. Julia y Willie son estupendos, y juegan
con los mejores niños del barrio. Si tuviera hijos propios, Anna, comprendería
que no hay nada de malo en dejarles hacer un poco su voluntad. Julia se ha
encariñado con este pequeñín tan precioso y dulce; sería una mala acción
enviarlo ahora a un orfelinato, y usted sabe que tengo razón, Anna, porque me
consta que le encantan los niños y que es usted demasiado buena con mi Willie.
No, Anna; para usted es muy fácil decir que tendría que encerrar a este bebé tan
lindo, cuando aquí puede crecer tanto más feliz. Estoy segura, Anna, de que usted
sería la primera en no predicar con el ejemplo; usted sabe que no lo haría, Anna,
aunque ahora hable con tanta dureza. ¡Dios mío, qué calor hace hoy! ¿Se puede
saber qué pasa con el té helado, Julia? ¡Miss Annie lleva no sé cuánto rato
esperando!
Julia sirvió el té helado. Estaba tan excitada con la conversación que había
oído desde la cocina que derramó una buena cantidad en la bandeja. Pero estuvo
de suerte, porque Anna se había tomado aquel asunto tan a pecho que ni siquiera
reparó en que en las huesudas, feísimas manos de la muchacha, aquellas manos
atolondradas y torpes que siempre lo hacían todo mal, relucía un anillo nuevo.
—Aquí tiene, Miss Annie —dijo Julia—. Tenga su vaso de té como a usted le
gusta, bueno y fuerte.
—No, Julia, no quiero tomar el té aquí. Tu madre no puede malgastar su
dinero invitando a tés helados a sus amistades. No estaría bien. Voy a ver a Mrs.
Drehten. Está haciendo todo lo que puede y matándose a trabajar para sacar
adelante a sus propios hijos. Voy a verla ahora mismo. Adiós, Mrs. Lehntman,
espero que la suerte no se le ponga en contra por hacer lo que no debe.
—¡Dios mío, Miss Annie se ha vuelto loca! —exclamó Julia, mientras toda la
casa se tambaleaba a consecuencia del colosal portazo que acababa de dar la
buena de Anna al salir.
Hacía ya varios meses que Anna se había convertido en íntima de Mrs.
Drehten.
27
Mrs. Drehten había tenido un tumor y había acudido al doctor Shonjen para
que se lo tratase. Durante sus visitas Anna y ella habían aprendido a tomarse
afecto mutuamente. En su amistad no había habido ningún apasionamiento; lo
suyo había sido un intercambio entre dos mujeres muy trabajadoras y amantes de
las preocupaciones, una de ellas oronda y maternal, con el rostro agradable,
suave, gastado, paciente y tolerante como corresponde a quien ha de obedecer a
un marido alemán y apoyar y empujar a siete hijos robustos de ambos sexos, y,
en cuanto a la otra, ya conocemos a la buena de Anna, con su cuerpo de soltera,
su mandíbula firme, sus ojos claros, limpios y destellantes de humor y su rostro
angulado, enjuto, reseco y amarillento.
Mrs. Drehten llevaba una existencia hogareña, pacífica y dura. Su esposo era
un cervecero decente y honrado donde los haya, pero con cierta tendencia a la
bebida, lo que a menudo lo convertía en un ser desabrido, maloliente y
desagradable.
El resto de la familia estaba compuesto por cuatro varones fornidos, alegres y
filiales y tres muchachas obedientes, trabajadoras y simplonas.
El tipo de vida de aquella familia era el que aprobaba la buena de Anna, que a
su vez era querida por todos ellos. Como tenía aquel sentido tan germánico de la
supremacía del hombre, era dócil con el desabrido padre y rara vez le llevaba la
contraria. Para la madre oronda, gastada, tolerante y enfermiza era una oyente
compasiva, una consejera sabia y una ayuda eficaz. Los jóvenes también la
querían. Los chicos siempre la estaban provocando y estallaban en carcajadas
rugientes y estrepitosas cada vez que ella les devolvía sus punzantes pullas. Las
chicas eran todas tan buenas que las broncas con ellas adoptaban la forma de
buenos consejos, endulzados con nuevos adornos para sus sombreros, cintas y a
veces, por sus cumpleaños, abalorios y bisutería.
Allí fue Anna en busca de alivio tras el lamentable incidente en casa de su
amiga, la viuda Mrs. Lehntman. No es que le contase la discusión a Mrs.
Diehten. Nunca habría podido dejar al descubierto la profunda llaga que se había
abierto en su idealizado afecto. Su asunto con Mrs. Lehntman era demasiado
sagrado y doloroso para contarlo. Pero con aquella familia numerosa, que vivían
en un movimiento atareado y diversidad de conflictos, podía silenciar la
incomodidad y sufrimientos causados por su propia herida.
Los Drehten vivían en el campo, en una de esas horrendas casas de madera
que se construyen siempre por grupos en las afueras de las grandes ciudades.
El padre y los hijos varones trabajaban en la cervecería y la madre y las
hijas fregaban, cosían y cocinaban.
Los domingos se lavaban a fondo y olían todos a jabón de cocina. Los hijos
haraganeaban, vestidos de fiesta, por la casa o el pueblo, y en días especiales
salían de picnic con sus chicas. Las hijas se pasaban la mayor parte del día en la
iglesia, hechas un brazo de mar con sus vestidos feos y abigarrados y luego iban
a pasear con sus amigas.
28
Todos regresaban a la hora de cenar; Anna era siempre bienvenida a las
alegres cenas dominicales que tanto gustan a los alemanes. Anna y los hijos
varones se dedicaban a lanzarse pullas unos a otros y a reír con carcajadas
espontáneas y estrepitosas, las hijas hacían la cena y servían la mesa, la madre
adoraba a todos sus hijos y el padre se unía a la fiesta diciendo esa palabra
inoportuna que provoca cierta amargura pero que uno aprende a desoír como si
no hubiera sido pronunciada.
Era el bienestar de aquella casa lo que Anna buscaba aquella tarde de domingo
estival, tras dejar a Mrs. Lehntman con su descuido.
Todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas. No había nadie,
excepto Mrs. Drehten, que estaba descansando en una mecedora en la perfumada
y refrescante brisa estival.
Anna se había acalorado en su caminata desde el coche de línea.
Entró en la cocina a buscarse algo refrescante y luego salió a sentarse en los
escalones de la entrada, cerca de Mrs. Drehten.
El enfurecimiento de Anna había cambiado. Se había convertido en tristeza.
Ahora, junto a Mrs. Drehten, tolerante, afable, dulce y maternal, la tristeza se
tornó resignación y alivio.
A medida que caía la tarde iban dejándose caer los jóvenes, uno a uno. Pronto
se inició la jubilosa cena del domingo.
No todo había sido alivio para nuestra Anna, en aquellos meses en que había
frecuentado a Mrs. Drehten. Había tenido ciertas complicaciones con la familia
de su hermanastro el panadero gordo.
Su hermanastro, el panadero gordo, era un tipo curioso. Aquella criatura
enorme, inflada, con las carnes a punto de reventar, apenas podía arrastrar el peso
de su ingente masa corpórea con sus piernas redondas y sus venas saltonas y
abultadas. Ni siquiera trataba ya de caminar. Solía ir de silla en silla, apoyándose
en su sólido bastón y vigilando a sus subordinados.
Los días de fiesta y algún que otro domingo salía con su furgón de reparto. Iba
a casa de sus clientes, uno por uno, a obsequiarles con un pan de pasas tierno y
dulce. En cada casa lograba, tras muchos gemidos y jadeos, apear del furgón su
ingente masa; su rostro redondo, aplastado y bonachón, coronado por el negro
cabello, aparecía brillante con la transpiración oleosa, el orgullo de la faena
cumplida y el placer de la amabilidad. Subía las cuestas renqueando con ayuda de
su sólido bastón, se desplomaba en la primera silla que encontraba en la cocina o
en el salón, según el rango de cada morada, y desde su asiento le ofrecía
resoplando a la dueña o a la cocinera el dulce pan de pasas alemán que le
entregaba su ayudante.
Anna nunca había sido clienta suya. Siempre habían vivido en barrios
distantes entre sí, pero él nunca la había olvidado en sus promociones; siempre
había acudido personalmente a darle su pan de pasas festivo.
29
Anna le tenía afecto a su hermanastro. Nunca llegó a conocerle demasiado
bien, porque él hablaba poco en general y nada con las mujeres, pero a ella le
parecía un hombre honrado, bueno y amable que nunca interfería en asuntos
ajenos. AAnna le venía muy bien el pan de pasas porque durante el verano ella y
la criada podían alimentarse con él y no tenían que estar siempre comprando el
pan con el dinero de la casa.
Pero a Anna no le iban las cosas tan bien con los demás miembros de la
familia de su hermanastro.
La familia de su hermanastro estaba compuesta, además de él, por su mujer y
sus dos hijas.
AAnna nunca le gustó la mujer de su hermanastro.
La mayor de las dos hijas se llamaba Anna, como su tía.
AAnna nunca le gustó la mujer de su hermanastro. Siempre se había portado
bien con Anna y nunca se había metido en sus asuntos. Siempre se había alegrado
de verla y le había hecho amenas sus visitas; pero no había conseguido ganarse el
favor de la buena de Anna.
Anna no les profesaba mucho afecto a sus sobrinas. Nunca las abroncó ni
intentó guiarlas por el buen camino. Nunca hizo críticas ni interfirió en el
gobierno de la casa de su hermanastro.
Mrs. Federner era una mujer atractiva y próspera. Quizá era un poco dura y
fría en el fondo, pero siempre se esforzaba por parecer agradable, buena y
amable. Sus hijas estaban bien educadas; eran calladas y obedientes e iban bien
vestidas. Pero a nuestra Anna no le gustaban ni ellas, ni su madre, ni la forma de
hacer de ninguna de ellas.
Los Federner nunca parecieron censurar la devoción de Anna por su amiga ni
sus desvelos por ella y sus hijos. Mrs. Lehntman, Anna y los sentimientos de
ambas estaban por así decirlo por encima del alcance de su ataque. Pero Mrs.
Federner poseía una de esas mentes y lenguas que todo lo enturbian. No es que
pusiera las cosas negras, no llegaba a tanto; sólo les sacaba punta y las tiznaba un
poco exteriormente. Tenía el don especial de hacer que hasta el rostro del
Todopoderoso pareciera granujiento y áspero. Algo similar era lo que hacía con
sus amistades, aunque no con intención de interferir.
Eso de que Mrs. Federner nunca trataba de inmiscuirse había sido
particularmente cierto en lo concerniente a Mrs. Lehntman. Pero la amistad
de Anna con los Drehten ya era harina de otro costal.
¿Por qué tenía Mrs. Drehten, una trabajadora pobre y vulgar, cuyo marido
trabajaba al servicio de otros fermentando cerveza, bebía más de la cuenta y no
era lo que se dice un alemán floreciente y honesto; por qué tenían Mrs. Drehten y
sus feísimas hijas que estar siempre recibiendo obsequios de la hermana de su
marido, cuando este último había sido tan bueno siempre con Anna y hasta le
había puesto su nombre a una de sus hijas? Los Drehten no eran más que unos
extraños que nunca harían nada de provecho. No, Anna no obraba bien.
30
Mrs. Federner era demasiado lista para decirle todo aquello a la hermanastra
de su marido, irascible y obstinada; pero no perdía ocasión de darle a entender a
Anna lo que opinaban ella y los suyos.
Era fácil ennegrecer a los Drehten, dada su pobreza, la tendencia a la bebida
del marido, la holgazanería y falta de iniciativa de los hijos varones, la espantosa
fealdad de las muchachas, que se vestían con ayuda de Anna y pretendían parecer
elegantes, y la debilidad, pobreza y dedicación al trabajo de la enfermiza madre,
tan fácil de degradar con grandes dosis de piedad despectiva.
AAnna le resultaba difícil contraatacar, porque Mrs. Federner siempre
acababa diciendo:
—Y tú, Anna, una santa con ellos. No sé cómo se las arreglarían si tú no
estuvieses siempre ayudándoles. ¡Eres tan estupenda, Anna, y tienes tan buen
corazón! Igual que tu hermano; le das todo lo que tienes a cualquiera que venga a
pedírselo. Pero es vergonzoso que te lo acepten quienes ni siquiera son parientes
tuyos. Pobre Mrs. Drehten, es una buena mujer; para ella debe ser terrible tener
que vivir de prestado mientras su marido se lo gasta todo en bebidas. Ayer mismo
le comentaba a Mrs. Lehntman que nunca me había inspirado nadie tanta lástima
como Mrs. Drehten y que tú eres muy caritativa de estar siempre ayudándola.
Aquellas palabras se tradujeron en un reloj de oro con cadena para su ahijada
como regalo de cumpleaños, que era al mes siguiente, y una sombrilla de seda
para la hermana mayor. Pobre Anna, no las quería demasiado, a aquellas sobrinas
suyas que eran su única familia.
Mrs. Lehntman nunca tomaba parte en aquellos ataques. Mrs. Lehntman era
dispersa y descuidada, incapaz de hacerse venir el agua a su molino; además, se
sentía demasiado segura de los sentimientos de Anna para tener celos de sus otras
amistades.
Todo este tiempo Anna llevó una existencia feliz junto al doctor Shonjen. Se
pasaba el día muy atareada guisando, ahorrando, cosiendo, fregando y
abroncando. Era por la noche cuando más feliz se sentía, viendo que a su doctor
le gustaban las gangas que había comprado y los deliciosos platos que le tenía
preparados. A la hora de cenar, cuando le contaba los acontecimientos del día, él
la escuchaba y reía de buena gana.
El doctor, por su parte, parecía estar cada vez más encantado con Anna;
durante aquellos cinco años le aumentó la paga varias veces por iniciativa propia.
Anna se sentía satisfecha con 1o que tenía y agradecida con el doctor por todo
lo que hacía por ella.
Así que la vida de Anna, hecha de servicio y dádiva, transcurría entre penas y
alegrías.
La adopción del bebé no puso fin al sentimiento de amistad de Anna con la
viuda Mrs. Lehntman. Ni la buena de Anna ni la descuidada Mrs. Lehntman
habrían roto una con otra como no fuera por una causa de la máxima gravedad.
31
Mrs. Lehntman fue el único elemento romántico que conoció Anna en toda su
vida. Una cierta brillantez magnética tanto en su persona como en su forma de
actuar hacían de Mrs. Lehntman una de esas mujeres que caen bien a las otras.
Además, era generosa, buena y honesta, a pesar de su dejadez. Confiaba en Anna
y la quería más que a cualquier otra de sus amigas, y a Anna aquello le calaba
hondo.
No, Anna no podía romper con Mrs. Lehntman; pronto estuvo más atareada
que nunca dándole instrucciones a Julia para que cuidase como era debido a su
hermanito Johnny.
En aquella época se hjaron nuevos esquemas en la mente de Mrs. Lehntman, y
Anna tenía que escuchar sus planes y ayudarla a llevarlos a la práctica.
Lo que más le gustaba de su trabajo a Mrs. Lehntman era ayudar a dar a luz a
muchachas jóvenes con complicaciones. Solía quedárselas en su casa hasta que
podían volver al hogar o al trabajo y pagarle sus cuidados poco a poco.
Anna siempre había ayudado a su amiga, porque como a todas las mujeres
honestas de clase humilde le parecía muy cruel no echarle una mano a una
muchacha; no a las que eran realmente malas, a ésas las condenaban y odiaban
con el corazón y con palabras, sino a las jóvenes honradas, decentes, buenas y
trabajadoras que se metían en complicaciones por atolondramiento.
A aquellas muchachas a Anna le gustaba entregarles su dinero y su fuerza.
A Mrs. Lehntman se le ocurrió que valía la pena mudarse a una casa más
espaciosa donde poder albergar a las muchachas y trabajar con más desahogo.
AAnna no le gustaba el plan.
Anna nunca había sido arriesgada. “Ahorra y así tendrás el dinero que hayas
ido guardando”; eso era lo único que sabía.
No es que luego ella actuase de este modo. Se pasaba la vida ahorrando para
que al final fuese a parar a unos y otros, a los apurados y a los felices, al enfermo,
al moribundo y al desposado, o al joven con ilusión, el dinero ahorrado que tanto
le había costado ganarse.
Anna no acababa de ver claro cómo se las iba a arreglar Mrs. Lehntman para
mantener una casa grande. En la casita donde daba cobijo a las muchachas ya no
le iban las cosas demasiado bien, y en una de mayor tamaño iba a tener muchos
más gastos.
Todo eso Anna no alcanzaba a verlo claro. Un día que fue a visitar a Mrs.
Lehntman, esta última le dijo:
—Anna, se acordará de aquel caserón tan bonito que había por alquilar a una
manzana de aquí. Ayer lo tomé por un año. Pagué un anticipo, ya sabe, sólo para
tenerlo seguro, y ahora puede usted acabar de arreglarlo todo a su manera. La
autorizo para que haga lo que quiera.
Anna sabía que era ya demasiado tarde. Sin embargo, replicó:
—Pero Mrs. Lehntman, me prometió que no iba a mudarse hace sólo una
semana. ¡Oh, Mrs. Lehntman! ¡Nunca la habría imaginado capaz de una cosa así!
—Sabía muy bien que era ya demasiado tarde.
32
—Ya, ya; pero es una casa tan estupenda, Anna. Justo lo que necesito. Sabe,
es que fueron otras personas a verla y me dijeron que si no la alquilaba yo lo
harían ellos. Como usted había dicho que era muy apropiada... Yo habría querido
consultarla, claro, pero no hubo tiempo. Además sé que todo irá bien sin
necesidad de pedirle ayuda a nadie; bueno, sólo una pequeña ayuda al principio
para montarla. Eso es todo, Anna, una pequeña ayuda al principio y toda saldrá a
las mil maravillas, estoy segura. Ya verá como tengo razón. La autorizo a
arreglarla como mejor le parezca, porque en sus manos quedará preciosa. ¡Tiene
usted tan buen gusto para estas cosas! Quedará todo fantástico. Ya verá, Anna,
como tengo razón.
Desde luego Anna le dio el dinero, a pesar de no creer que aquello fuese
bueno. En realidad opinaba que la idea era desastrosa. Mrs. Lehntman nunca le
sacaría ningún provecho a la casa y le costaría un dineral mantenerla. ¿Pero qué
podía hacer la pobre Anna? Recuerden que Mrs. Lehntman era el único elemento
romántico que Anna había conocido en toda su vida.
La fuerza de Anna para controlar lo que se hacía en casa de Mrs. Lehntman no
era ya lo que había sido antes de la llegada del pequeño Johnny, el hijo de Lily.
Para Anna aquello había constituido una derrota. No había habido una pugna
abierta, pero era patente que Mrs. Lehntman había vencido.
Mrs. Lehntman necesitaba tanto a Anna como Anna a Mrs. Lehntman, pero
estaba más dispuesta a arriesgarse a perder a Anna; así que el poder de control de
la buena de Anna se fue debilitando.
En la amistad, el poder siempre tiene una curva descendente. La fuerza para
gobernar se va elevando hasta que llega un momento en el que se cesa de vencer
y, aunque no se pierda tampoco, desde el mismísimo instante en que la victoria
ya no es segura, el poder va perdiendo intensidad. Sólo cuando existen lazos muy
estrechos, como por ejemplo en el matrimonio, la influencia de una de las partes
puede aumentar ininterrumpidamente con los años sin que llegue nunca la caída.
Eso es algo que ocurre siempre que no hay escapatoria.
La amistad es una cuestión de favor. Siempre existe el peligro de una ruptura
o de la intromisión de un poder más fuerte. La influencia sólo puede convertirse
en una marcha imparable cuando la separación definitiva es imposible.
Anna dependía de Mrs. Lehntman, y esta última necesitaba a Anna, pero sabía
que siempre encontraría otras soluciones y además, si Anna se había rendido en
una ocasión volvería a hacerlo; así que, ¿qué tenía que temer Mrs. Lehntman?
Mientras no habían luchado abiertamente, Anna había sido la más uerte.
Ahora Mrs. Lehntman podía ofrecer más resistencia. Además, conocía los
sentimientos de Anna. Anna nunca abandonaría a una persona que necesitase su
ayuda. La pobre Anna no tenía un “no” para nadie.
Y, por otra parte, Mrs. Lehntman era el único elemento romántico que Anna
hubiera conocido jamás. El romanticismo es un gran ideal y uno se siente muy
solo cuando ha de seguir adelante sin él.
33
Así que la buena de Anna se gastó todos sus ahorros en la casa nueva, a pesar
de estar convencida de que su amiga no obraba bien.
Durante bastante tiempo estuvieron muy atareadas con la casa. La casa se
tragó todos los ahorros de Anna, porque, una vez hubo empezado a embellecerla,
no cejó hasta que quedó todo como a ella le pareció más de acuerdo con el
propósito para el que se había alquilado.
De alguna manera fue Anna quien realmente demostró más interés por la casa.
Mrs. Lehntman, ahora que el mal ya estaba hecho, parecía desanimada e
indiferente; su pensamiento se tornó más agitado, su actividad más incansable y
su atención más dispersa aún que antes. Siguió siendo buena y amable con los
suyos, dejándoles hacer lo que les viniera en gana.
AAnna no le pasó desapercibido que Mrs. Lehntman tenía algo nuevo en la
cabeza. ¿Qué era lo que tanto la inquietaba? Ella insistía en que eran
imaginaciones de Anna y en que no tenía ningún problema, ahora que todo el
mundo era tan bueno con ella y que la casa estaba quedando preciosa. Pero algo
le pasaba, algo malo.
Anna averiguó gran parte de lo que pasaba por la mujer de su hermanastro,
Mrs. Federner, que siempre hablaba y hablaba.
A través de la nube producida por el polvo, el trabajo y la colocación de los
muebles del caserón, y a través de la mente trastornada de Mrs. Lehntman y de
las oscuras insinuaciones de Mrs. Federner, ante los ojos de Anna se perfiló la
figura borrosa de un hombre, un médico conocido de Mrs. Lehntman.
Anna no conocía a aquel hombre, pero últimamente había oído hablar de él
con frecuencia, aunque no a su amiga la viuda Mrs. Lehntman. Anna sabía que
Mrs. Lehntman lo había convertido en un misterio, y en aquella época Anna no
tenía la bastante fuerza para desvelarlo con energía.
Era Mrs. Federner quien hacia insinuaciones desagradables y de lo más
oscuras. Incluso la buena de Mrs. Drehten hablaba de ello.
Mrs. Lehntman nunca habló del nuevo médico más de lo estrictamente
necesario. Todo aquello estaba resultando muy misterioso y desagradable, y a la
buena de Anna se le hacía difícil soportarlo.
AAnna las complicaciones le sobrevinieron todas a la vez.
En casa de Mrs. Lehntman flotaban el desaliento y la ocultación de un hombre
misterioso, acaso perverso. En casa del doctor Shonjen empezaban a
vislumbrarse los primeros síntomas del interés del médico por una mujer.
De esto último Mrs. Federner también le hablaba con frecuencia a la pobre
Anna. El doctor pronto se casaría, a juzgar por lo mucho que frecuentaba la casa
de Mr. Weingartner, cuya hija, como todo el mundo sabía, se había enamorado
del doctor.
Aquella temporada la sala de estar de casa de su hermanastro se convirtió para
Anna en una cámara de tortura. Y lo peor de todo era que su cuñada tenía buenas
razones para contar lo que contaba. El doctor tenía aspecto de boda y Mrs.
Lehntman actuaba de una forma muy extraña.
34
Pobre Anna. Eran tiempos difíciles, y era mucho lo que sufría.
El problema “doctor” fue el primero en evidenciarse. Era cierto que se
había prometido e iba a casarse pronto. El mismo se lo comunicó a Anna.
¿Qué iba a hacer ahora la buena de Anna? El doctor Shonjen quería desde
luego que se quedase. Anna se sentía muy triste con todas aquellas
complicaciones. Sabía que en aquella casa todo iría mal cuando se casase, pero
no tenía suficiente fuerza para ser firme y marcharse. Por fin prometió hacer lo
posible por quedarse.
El doctor no tardó en casarse. Anna embelleció la casa y la limpió con la
esperanza de poder quedarse. Pero la esperanza pronto se desvaneció.
Mrs. Shonjen era una mujer arrogante y desagradable. Exigía servicio y
atención constantes, pero nunca tuvo un simple “gracias” para un subordinado.
Los criados de toda la vida del doctor no tardaron en marcharse. Anna le explicó
a su patrón qué estaba ocurriendo y cuál era la opinión de la servidumbre acerca
de su esposa. Anna se despidió tristemente y se marchó.
Anna no sabía qué hacer. Tenía la posibilidad de ir a Curden junto a su Miss
Mary Wadsmith, que le escribía con frecuencia para decirle lo mucho que la
necesitaba. Pero seguía temiendo las intromisiones de Miss Jane. Además, no
podía irse de Bridgepoint y dejar tirada a Mrs. Lehntman, por desagradable que
le resultase ir a verla.
Anna oyó hablar de Miss Mathilda a un amigo del doctor. De momento
vacilaba ante la posibilidad de trabajar para la tal Miss Mathilda. No le parecía
aconsejable volver a trabajar para una mujer. Le había ido muy bien con Miss
Mary, pero no creía que pudiese encontrar otra igual.
La mayoría de las mujeres eran unas entrometidas.
Anna se enteró de que Miss Mathilda era una mujer rubicunda; no tanto como
su Miss Mary, pero rubicunda al fin y al cabo. Era así como le gustaban a ella.
No soportaba a las criaturas flacas, menudas y activas, que se pasaban el día
yendo y viniendo, husmeándolo todo.
Anna no acababa de decidirse, no sabía qué era 1o mejor para ella. Le
quedaba el recurso de dedicarse a coser para ganarse la vida, pero no era aquél el
tipo de trabajo que más le gustaba.
Mrs. Lehntman insistía en que aceptara el puesto en casa de Miss Mathilda,
porque estaba segura de que allí era donde se encontraría mejor; pero la buena de
Anna vacilaba.
—Bien, Anna —dijo un día Mrs. Lehntman—, le diré lo que vamos a hacer.
La acompañaré a consultar a una adivina; quizá ella nos revele el camino que
debe tomar.
Era pecado ir a consultar a una adivina. Anna había sido educada en su
Alemania natal en la religión católica, y sus sacerdotes solían decir en sus
sermones que era pecado hacer algo así. ¿Pero qué otra cosa podía hacer la buena
de Anna? Estaba confusa, preocupada y desilusionada por lo terrible que era la
vida a pesar de sus constantes esfuerzos por actuar lo mejor posible.
35
—Muy bien, Mrs. Lehntman —accedió por fin—, iré con usted a ver a esa
mujer.
La mujer en cuestión era médium. Su casa estaba en los barrios bajos de la
ciudad. Mrs. Lehntman y la buena de Anna fueron a consultarla.
Fue la médium en persona quien les abrió la puerta. Era una mujer
desgarbada, polvorienta y desaliñada, con mirada acariciadora, persuasiva y
penetrante y el cabello grasiento.
La adivina les franqueó la entrada de su casa.
La puerta de la calle daba directamente al salón, como ocurre siempre en
las casas pequeñas del sur. Cubría el suelo una gruesa alfombra floreada. Toda la
estancia estaba llena de objetos polvorientos hechos a mano. Algunos colgaban
abiertos de la pared, otros estaban tirados sobre los asientos, los respaldos de las
sillas, las mesas y esas estanterías baratas que tanto gustan a los pobres. Por todas
partes había chucherías de las que se rompen; muchas estaban rotas. El lugar
estaba sucio y resultaba sofocante.
Ninguna médium utiliza el salón para hacer su trabajo. Siempre es en el
comedor donde se sumen en sus trances.
En todas esas casas el comedor es la sala de estar en invierno. Tiene una mesa
redonda en el centro, cubierta por un tapete estampado de lana que poco a poco
ha ido embebiendo la grasa de tantos almuerzos, porque aunque siempre se
debería quitar para comer, resulta más cómodo extender el mantel sobre él que
sustituirlo por el hule que todo el mundo tiene. Las sillas tapizadas y descoloridas
son de madera oscura y carcomida. La alfombra se pega bajo los pies debido a
los restos de comida que han ido cayendo desde la mesa, el fango seco que se ha
ido desprendiendo de los zapatos y el polvo que se ha ido amontonando con el
tiempo. El papel de la pared, antes verde oscuro, se ha ido poniendo de un gris
ahumado, deprimente y sucio. En toda la estancia se respira el olor a potaje de
cebolla y carne grasienta.
La médium llevó a Mrs. Lehntman y a nuestra Anna al comedor, una vez hubo
averiguado el motivo de su visita. Se sentaron las tres alrededor de la mesa y la
médium se sumió en su trance.
Primero cerró los ojos y luego los abrió de par en par, carentes de vida.
Respiró profundamente varias veces, sofocándose y tragando saliva con
dificultad. Alzó y agitó la mano hacia atrás y por fin empezó a hablar
lentamente con tono monótono y muerto.
—Veo —veo —no os echéis encima mío— veo —veo— está pensando en
algo —no sabe siquiera hacerlo. Veo —veo —no os echéis encima mío— veo
—veo —no está segura —veo —veo —una casa rodeada de árboles —en la
oscuridad —por la tarde —veo —veo —entra en la casa —veo —ahora sale
—todo irá bien —vaya y hágalo —haga lo que no se decide a hacer— todo saldrá
bien —es lo mejor y debería hacerlo ahora mismo.
Calló, inhaló con dificultad, sus órbitas se centraron, tragó saliva y volvió en
sí, tan pegajosa y desaliñada como antes.
36
—¿Le ha dicho el espíritu lo que quería oír? —preguntó. Mrs. Lehntman
respondió que sí, que le había revelado a su amiga lo que ansiaba saber.
Anna se sentía incómoda en aquella casa por superstición, por miedo a su buen
sacerdote y por asco de la suciedad y la grasa; pero estaba satisfecha porque
ahora ya sabía qué hacer.
Anna le pagó a la adivina y las dos amigas abandonaron la casa.
—¿Ve Anna, como ya se lo decía yo? El espíritu se lo ha confirmado. Debe
aceptar el puesto en casa de Miss Mathilda, que es lo que le aconsejé yo que
hiciera, porque es lo mejor para usted. Esta misma noche iremos a hablar con
ella. ¿No está contenta de que la trajera hasta aquí, Anna, ahora que ya sabe qué
hacer?
Aquella misma tarde Mrs. Lehntman y Anna fueron a ver a Miss Mathilda.
Miss Mathilda vivía con una amiga en una torrecita rodeada de árboles. Había
salido, así que no podía hablar con Anna.
Si no hubiese sido porque era noche cerrada y la casa estaba rodeada de
árboles, y porque Anna se encontró a sí misma entrando y saliendo como había
anunciado la adivina aquel mismo día; si no hubiese ocurrido, en suma, lo que la
médium había predicho, la buena de Anna nunca se habría colocado en casa de
Miss Mathilda.
Anna no vio aquella tarde a Miss Mathilda. No le gustó la amiga que habló
con ella en su nombre.
Se trataba de una mujer morena, dulce, afable, menuda y maternal, que se
sentía fácilmente satisfecha de su trabajo y era muy buena con los criados; pero
como actuaba en nombre de su joven amiga, la descuidada Miss Mathilda, debía
cuidarse de examinar bien a Anna y asegurarse de que todo iba a salir bien y de
que la futura sirvienta cumpliría lo mejor posible. Le preguntó acerca de su
manera de hacer, sus intenciones, sus gastos, la frecuencia de sus salidas y sus
aptitudes como lavandera, cocinera y costurera.
La buena de Anna apretó los dientes para aguantar y apenas abrió la boca. Fue
Mrs. Lehntman quien salvó la situación.
La buena de Anna se fue corroída por el resentimiento y la amiga de Miss
Mathilda, por su parte, se quedó pensando que no era la persona más indicada.
Sin embargo, Miss Mathilda estaba ansiosa por empezar, y Anna sabía
que la médum le había dicho que tenía que ser así. Ademas estaba Mrs.
Lehntman, que insistía en que aquello era lo mejor que podía hacer. Así que por
fin Anna le envió una nota a Miss Mathilda diciéndole que si estaba de acuerdo
empezaría a prueba.
Así se inició para Anna una nueva vida al cuidado de Miss Mathilda.
Anna arregló la casita de ladrillo rojo donde iba a vivir Miss Mathilda y la
dejó limpia, reluciente y acogedora. Se instaló allí con su perra Baby y su loro.
Contrató a Lizzie como criada y pronto estuvieron todos felices y contentos.
Bueno, todos menos el loro, cuya voz chillona molestaba a Miss Mathilda. Baby
no era problema, pero el loro estaba de más. Como Anna tampoco le había
tomado nunca mucho aprecio, lo dejó al cargo de las chicas de Drehten.
37
Antes de poder quedarse en paz en casa de Miss Mathilda Anna tuvo que
confesarle a su sacerdote alemán lo que había hecho, lo mala que había sido y lo
decidida que estaba a no pecar nunca más.
Anna creía en Dios con todas sus fuerzas. El destino le había deparado vivir
siempre con personas no religiosas, pero eso nunca la preocupó. Rezaba siempre
por ellas, como debe ser, y estaba segura por otra parte de que eran buena gente.
Al médico, al igual que a Miss Mathilda, le divertía hacerla rabiar contándole sus
dudas pero Anna, impregnada del espíritu tolerante de su iglesia, nunca pensó
que aquello fuera malo.
AAnna le resultaba difícil saber siempre por qué las cosas iban mal. A veces
sus lentes se rompían y sabía que era porque no había cumplido con sus deberes
religiosos como era su obligación.
Había días que tenía tanto trabajo que ni siquiera le quedaba tiempo de ir a
misa. Cuando eso ocurría siempre pasaba algo malo. Se ponía de un humor
irascible y sus gestos se volvían torpes e inseguros. Todo el mundo sufría y los
lentes acababan por romperse. Era un fastidio, porque el arreglo era muy caro.
Pero de algún modo aquella desgracia ponía fin a su malestar, porque sabía que
había sido un castigo a su mal comportamiento. Mientras podía abroncar a unos y
otros eran los demás los que le parecían descuidados y atolondrados, pero al
rompérsele los lentes empezaba a ver con claridad que era ella quien se había
portado mal.
No, no valía la pena dejar de actuar como era debido, porque al final las cosas
siempre se complicaban y le costaba dinero repararlas, y eso era algo que la
buena de Anna no soportaba.
Anna cumplía casi siempre con sus deberes. Iba a misa y realizaba sus tareas
cristianas puntualmente. Desde luego nunca le confesó al sacerdote los embustes
que les contaba a los demás por su bien ni sus regateos para obtener lo que quería
más barato.
Cuando Anna le explicaba estas historias a su doctor y más tarde a su adorada
Miss Mathilda, en sus ojos se reflejaba siempre una expresión risueña, de pura
comicidad, al contar que había dicho esto y lo otro, y que ahora ya no tendría que
confesarse con el sacerdote, porque no había incurrido en ningún pecado.
Pero Anna sabía que había hecho mal yendo a consultar a una adivina. De
aquello tenía que confesarse, y estaba dispuesta a cumplir la penitencia.
Así lo hizo, y empezó su nueva vida de obligar a Miss Mathilda y a los demás
a actuar como era debido.
Sí, la época que pasó cuidando a Miss Mathilda fue la más feliz de la vida
fuerte y atareada de nuestra Anna.
Con Miss Mathilda Anna se ocupaba de todo; la ropa, la casa, los sombreros,
lo que debía ponerse, lo que debía hacer y cuándo debía hacerlo. No había nada
que Miss Mathilda no dejase en manos de Anna, sintiéndose satisfecha de que
fuera así.
38
¡Anna abroncaba, guisaba, cosía y ahorraba tan bien! Y por otra parte
Miss Mathilda gastaba tanto, que mantenía a Anna siempre ocupada
abroncándola por los objetos que compraba, que además le daban demasiado
trabajo, tanto a ella como a la criada. Pero gracias a todas aquellas broncas Anna
se sentía orgullosa, hasta extremos insospechados, de su adorada Miss Mathilda y
de todos sus conocimientos y pertenencias, y no dudaba en estar siempre
repitiéndoselo a sus amistades.
Sí, aquella época fue la más feliz de la vida de Anna, a pesar de los
enormes disgustos que se llevó con sus amigas. Pero esos disgustos no hirieron a
Anna como lo habrían hecho varios años atrás.
Miss Mathilda no fue un elemento romántico en la vida de la buena de
Anna, pero Anna le profesaba tanto afecto que casi llegó a sentirse colmada como
si lo fuera.
Suerte tuvo Anna de que su vida junto a Miss Mathilda fuera tan feliz, porque
en esa época se estropearon las cosas con Mrs. Lehntman. El médico que había
aprendido a conocer era desde luego un hombre perverso además de misterioso, y
dominaba a la viuda y comadrona Mrs. Lehntman.
Anna no veía ahora nunca a Mrs. Lehntman.
Mrs. Lehntman tomó prestado más dinero y le firmó a Anna un pagaré; a
partir de entonces Anna dejó de verla por completo. Nunca más fue a visitarla.
Julia, aquella muchacha desmañada, alta, buena, rubia y estúpida, venía a verla a
menudo, pero poco podía contarle de su madre.
Desde luego daba la impresión de que Miss Lehntman había tomado el
camino. A la buena de Anna le dolía mucho pensarlo, pero aún le habría dolido
más si Miss Mathilda no hubiese significado tanto para ella en aquellos
momentos.
Miss Lehntman fue de mal en peor. El doctor, aquel hombre misterioso y
perverso, tuvo serias complicaciones por hacer cosas que no estaban bien.
Mrs. Lehntman estaba involucrada en el feo asunto.
Fue de lo más terrible pero al fin consiguieron, el doctor y Mrs. Lehntman,
salir bien parados.
Todo el mundo lamentaba lo de Mrs. Lehntman. Había sido una persona
excelente antes de conocer a aquel doctor, e incluso ahora no era mala del todo.
Durante varios años Anna no volvió a ver a su amiga.
Pero Anna no tardó en encontrar a otras personas con las que entablar
amistad; personas que, con esa bondad proverbial en los pobres, se gastaban sus
ahorros y devolvían promesas en vez de dinero. No es que Anna llegase nunca a
pensar que se volverían honestos, pero cuando ni actuaban bien, ni le pagaban
sus deudas, ni mejoraban con sus atenciones, Anna se ponía amargada con el
mundo entero.
No, ninguno de ellos tenía el menor sentido de lo que estaba bien. Así que
Anna se desesperaba una y otra vez.
TRES VIDAS (1905-1906) Gertrude Stein
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TRES VIDAS (1905-1906) Gertrude Stein

  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO Lo reitero, a la crítica LGTBI, a la feminista en general, le importa una mierda la literatura, los libros, solo les pone cachondos, cachondas, cachondes, los personajes. Otra víctima más de este sensacionalismo literario es Gertrude Stein, de la que todo el mundo sabe que era lesbiana, que su pareja se llamaba Alice B. Toklas, que puso nombre a la “generación perdida”, que fue amiga y mecenas de grandes artistas como Hemingway, Fitzgerald, Cézanne, Monet, Renoir o Picasso, que se ponía a sí misma por las nubes, y que nadie la tomaba en serio como artista, como escritora. Por supuesto el único libro que reivindican es “Autobiografía de Alice B. Toklas”, por una razón aliteraria, narra su estancia en París y su contacto con toda la bohemia. Por publicar se ha publicado hasta un libro de recetas de Alice B. Toklas. De sus grandes libros, novelas, porque Gertrude Stein era una gran escritora, ni tan vanguardista como la venden, ni tan críptica, ni tan banal, solo ha habido algunas ediciones aisladas en pequeñas editoriales, salvo “Ser americanos” en Bruguera, que como el “Ulises” de Joyce, no ha leído nadie completo. Su escritura es circular, redonda, no porque sea perfecta, sino porque cada párrafo da vueltas sobre sí mismo, un efecto repetitivo, mántrico, que es muy adictivo, y que los estrechitos críticos han ridiculizado, incapaces de valorar la humildad de su lenguaje, el equilibrio estructural, arquitectónico, de todas sus frases. De hecho su frase más conocida: “una rosa es una rosa es una rosa”, es calificada de infantil, de estúpida. Mecano la adoptó para una de sus canciones más famosas.
  • 4. 4 Retrato de Madame Cézanne Retrato de Gertrude Stein por Picasso Su obra maestra es su primer libro (lejanamente inspirado en “Un corazón sencillo”, el primer cuento de “Tres cuentos” de Flaubert, y en uno de los múltiples retratos, 29, de Cézanne a su mujer), autoeditado, quizás el menos radical, aunque su peculiar, original, lacónico, rítmico, estilo ya esté ahí, también sus entrañables, cabezones, ensimismados, personajes, que se definen por sus actos y no por sus pensamientos, sentimientos. Ausencia de psicología, de dogmatismo, que deja desnudos a los que buscan en la literatura una mera identificación, una crítica social, una trama para pasar el rato. Gertrude Stein prefigura toda la literatura formalista moderna, sin ella no hubiera existido Marguerite Duras, el “nouveau roman”, la nueva novela, que llevó el cine a otra dimensión, quizás más fría, pero también más profunda, pura. “El retrato de Madame Cézanne es uno de los ejemplos monumentales de método de artista, exigente, cada plano cuidadosamente negociado desde los tintes suaves del sillón y los azules grises de la chaqueta de la modelo a la imagen de fondo vagamente figurada por los antecedentes que tiene, estructurado en existencia, al parecer para fijar el tema para toda la eternidad. Así fue con frases repetitivas de Gertrude, cada uno de los edificios arriba, frase por frase, la sustancia de sus personajes.” James R. Mellow
  • 5. 5 LA BUENA DE ANNA PRIMERA PARTE Los comerciantes de Bridgepoint aprendieron a temer el sonido de "Miss Mathilda", ya que con ese nombre la buena de Anna siempre vencía. El más inflexible de los almacenes de precio único descubrió que podía vender un poco más barato cuando la buena de Anna dijo, sin morderse la lengua, que "Miss Mathilda" no podía pagar tanto y que en Lindheims lo encontraba todo a mejor precio. Lindheims era el almacén favorito de Anna, porque en él había días de descuento en los que vendían la harina y el azúcar a un cuarto de centavo menos por libra: además, todos los jefes de sección eran amigos suyos y se las ingeniaban para aplicarle descuentos en días normales. Anna llevaba una vida ardua y llena de complicaciones. Anna era la gobernanta de la casita de Miss Mathilda. Era un edificio pequeño y cursilón, uno más en una larga hilera de construcciones gemelas en apretada formación que recordaban a esas fichas de dominó que a los niños les divierte derrumbar. Estaban dispuestas a ambos lados de una calle que a partir de aquel punto hacía una cuesta muy pronunciada. Eran casitas cursilonas de dos pisos, con fachada de ladrillo rojo y anchos escalones blancos. Aquella casita estaba siempre llena. Vivían en ella Miss Mathilda, una criada, perros y gatos callejeros y la voz de Anna, que se pasaba el día abroncando, gobernando y refunfuñando. —¡Sallie! Te dejo sola un minuto y ya tienes que salir corriendo a la puerta para ver pasar al chico de la carnicería; y mientras Miss Mathilda buscando sus zapatos como una desesperada. ¿Crees que tengo que hacerlo todo yo para que tú puedas pasarte el día dando tumbos por ahí sin pensar siquiera? Si no te estoy vigilando continuamente te olvidas de lo que has de hacer; yo me tomo todas las molestias y tú en cambio te presentas desaliñada como un buitre y sucia como un perro. ¡Ve a buscar los zapatos de Miss Mathilda donde los pusiste esta mañana! »¡Peter! —el volumen de su voz aumentaba—, ¡Peter! (Peter era el perro más joven y el favorito de la casa.) Peter, si no dejas en paz a Baby (Baby era una terrier vieja y ciega a la que Anna llevaba queriendo muchos años)… Escúchame bien, Peter; si no dejas en paz a Baby te voy a dar unos azotes, Perro malo.
  • 6. 6 La buena de Anna tenía grandes ideales sobre la castidad y la disciplina caninas. Los tres perros fijos, es decir los tres que vivían siempre con Anna: Peter, la vieja Baby y el peludo y diminuto Rags, que se pasaba el día dando saltos verticales para demostrar lo feliz que era, así como los huéspedes temporales, los numerosos animales callejeros que Anna recogía hasta encontrarles hogar, tenían órdenes muy estrictas de no portarse mal con sus compañeros. En una ocasión ocurrió una lamentable desgracia en la familia. Una pequeña huésped terrier a la que Anna encontró nuevos amos dio a luz inesperadamente a varios cachorros. Sus nuevos propietarios estaban seguros de que Foxy no había conocido a ningún perro desde que estaba a su cargo. La buena de Anna afirmó con tanta firmeza que su Peter y su Rags eran inocentes, y puso tanto acaloramiento en sus argumentos, que los amos de Foxy acabaron por convencerse de que aquellos resultados se debían a su propio descuido. —Eres un perro malo —le dijo Anna a Peter aquella noche—, eres un perro malo. —Peter es el padre de los cachorros —le explicó la buena de Anna a Miss Mathilda—, son idénticos a él. Pobre Foxy, eran tan grandes que le ha costado mucho traerlos al mundo. Pero Miss Mathilda, no podía permitir que esa gente supiera lo malo que es Peter. Peter y Rags pasaban, como los visitantes que se hospedaban en la casa, por épocas regulares de malos pensamientos. En tales ocasiones Anna solía estar especialmente atareada y furiosa, y siempre que tenía que salir se ocupaba con sumo celo de encerrar por separado a los perros malos. A veces, sólo para comprobar el bien que les había hecho, Anna abandonaba la estancia unos momentos dejándoles a todos juntos y luego volvía a entrar inesperadamente. Había que ver cómo los perros traviesos, al oír el ruido de su mano en el picaporte, se escurrían y encogían desolados en un rincón cual un grupo de niños desilusionados porque les han arrebatado el azúcar que acaban de robar. Baby, ciega e ingenua, era la única que dejaba a salvo la dignidad perruna. Ya ven que Anna llevaba una vida ardua y llena de complicaciones. La buena de Anna era una alemana bajita y flaca, de unos cuarenta años por entonces. Tenía el rostro enjuto, las mejillas chupadas, los labios contraídos y firmes y unos ojos azules y de expresión muy viva que unas veces relampagueaban y otras sonreían, pero que siempre lanzaban miradas directas y cortantes. Poseía una voz agradable siempre que contaba historias de Peter el travieso, o de Baby, o del diminuto Rags. Pero su voz se tornaba aguda e hiriente cuando les gritaba a los carreteros y otros hombres malos la suerte que les deseaba cuando les veía fustigar a un caballo o darles patadas a los perros. No pertenecía a ninguna sociedad que pudiera detenerles y se lo confesaba abiertamente, pero su voz chillona y sus ojos destellantes, así como su curioso inglés, germánico y cortante, primero les asustaba y luego les hacían sentirse avergonzados. Además, todo el mundo sabía que los guardias que hacían la ronda por el barrio eran amigos suyos, y respetaban y obedecían a Miss Annie, como ellos la llamaban, y atendían prontamente a sus quejas.
  • 7. 7 Durante cinco años gobernó Anna la casita de Miss Mathilda. Durante esos cinco años pasaron por allí cuatro criadas diferentes. La primera fue una muchacha muy linda y alegre llamada Lizzie. Anna la contrató con reticencia, pero como Lizzie era obediente y risueña. Anna empezó a confiar en ella. Esto no duró mucho. La linda y alegre Lizzie desapareció un buen día llevándose todas sus cosas y no volvió más. La linda, alegre Lizzie fue sustituida por Molly, la melancólica. Molly había nacido en América de padres alemanes. Su gente o había muerto hacia tiempo o se había ido. Molly siempre había estado sola. Era alta, morena, cetrina y de cabello ralo; tenía frecuentes accesos de tos y un malhumor perpetuo y solía decir unos tacos espantosos. AAnna le costaba mucho soportarla, pero se la quedó largo tiempo por amabilidad. La cocina era un constante campo de batalla. Anna abroncaba y Molly replicaba con juramentos extraños y groseros; Miss Mathilda daba un portazo bien sonoro para darles a entender que se estaba enterando de todo. Por fin Anna abandonaba y le decía a Miss Mathilda: —Por favor, Miss Mathilda, hable usted con Molly, yo no puedo hacer nada. La abronco, pero hace como que no me oye y se pone a jurar de de una forma que acaba por asustarme. A usted la quiere, Miss Mathilda; abrónquela sólo una vez, se lo ruego. —Pero Anna —exclamaba la pobre Miss Mathilda—, no quiero hacerlo. Aquella mujer oronda y vivaracha, pero de corazón débil, se sentía aterrorizada con sólo pensarlo. —Pero debe hacerlo, Miss Mathilda, por favor —decía Anna. Miss Mathilda posponía la bronca para el día siguiente, con la esperanza de que Anna aprendiese a gobernar mejor a Molly. Pero las cosas no mejoraban y Miss Mathilda comprendió al fin que no le quedaba más remedio que abroncar a la muchacha. La buena de Anna y Miss Mathilda acordaron que Anna no estaría presente durante la bronca. La tarde siguiente Anna libraba, así que Miss Mathilda le hizo frente a su deber y bajó a la cocina. Molly estaba sentada en la pequeña cocina con los codos apoyados en la mesa. Era una muchacha de veintitrés años, alta, delgada, cetrina, desaliñada y sucia por naturaleza, pero aleccionada por Anna para ofrecer una apariencia pulcra y aseada. Su vestido a rayas de algodón gris pardusco y su delantal marengo a cuadros aumentaban la tristeza y la longitud de su figura melancólica. «Oh, señor» gimió Miss Mathilda para sí, al acercársele. —Molly, quiero hablar contigo acerca de tu comportamiento con Anna. Al oír aquello Molly hundió más aún la cabeza en sus brazos y rompió a llorar. —¡Oh, oh! —gimió Miss Mathilda. —Es culpa de Miss Annie; sí, sí, toda la culpa es suya —dijo Molly por fin, con voz trémula—. Yo hago lo que puedo.
  • 8. 8 —Sé que a veces Anna es difícil de contentar —reconoció Miss Mathilda con insinuante picardía; pero pronto recordó su deber y añadió—: Aunque no debes olvidar, Molly, que todo lo hace por tu bien. La verdad es que es muy amable contigo. —No me sirve para nada su amabilidad —gritó Molly—. Dígame usted lo que tengo que hacer, Miss Mathilda, y todo irá bien. ¡Odio a Miss Annie! —De eso nada, Molly —atajó Miss Mathilda con tono firme y grave—. Anna es la jefa de la cocina, y la obedeces o tendrás que dejar esta casa. —Yo no quiero dejarla a usted —dijo lloriqueando la melancólica Molly. —En ese caso, Molly, intenta portarte mejor —respondió Miss Mathilda, con la frente erguida y firme, saliendo al mismo tiempo de la cocina lo más deprisa posible. —¡Oh! ¡Oh! —gimió Miss Mathilda mientras se retiraba escaleras arriba. El intento de Miss Mathilda de reconciliar a aquellas dos mujeres que se pasaban el día guerreando en la cocina fue infructuoso. Pronto estuvieron tan enemistadas como antes. Al fin se decidió que Molly debía dejar la casa. La dejó para irse a trabajar a una fábrica de la ciudad y a vivir con una mujer mayor en los barrios pobres; una mala mujer, según Anna. Anna nunca se sintió tranquila con respecto al destino de Molly. A veces la veía u oía hablar de ella. Molly no se encontraba bien, su tos empeoraba y la vieja era mala de verdad. Tras un año de vida aperreada, Molly estaba totalmente destrozada. Anna la tomó de nuevo bajo su responsabilidad. La arrancó de su trabajo en la fábrica y de la casa de la vieja y la internó en un hospital hasta que estuvo recuperada. Le encontró una colocación de niñera de una pequeña en una casa en el campo; Molly estaba por fin satisfecha e instalada. Molly no tuvo de momento sustituta fija. El verano llegaría dentro de pocos meses, y entonces Miss Mathilda abandonaría la casa y la vieja Katie iría todos los días a echarle una mano a Anna. La vieja Katy era una alemana gruesa, bajita, fea y tosca, que hablaba un inglés germánico extraño y distorsionado realmente peculiar. Anna estaba ya harta de tratar de inculcarle a la joven generación cómo debía actuar; la vieja Katy no era respondona ni quería hacerlo todo a su manera. Ninguna bronca ni insulto dejarían huella en su pellejo tosco y arrugado de campesina: se limitaría a decir «sí, Miss Annie» cuando se requiriese una respuesta y nunca diría ni una palabra de más. —La vieja Katy no es más que una vieja tosca, Miss Mathilda —le dijo Anna—; pero creo que me la quedaré. Aún puede trabajar y no me causará complicaciones como Molly.
  • 9. 9 AAnna siempre le habían divertido el retorcido inglés campesino de la vieja Katy, la tosquedad de sus ceceos y las formas extrañas que adoptaba su humor servil y primario. Anna no podía permitirle a la vieja Katy servir la mesa porque la vieja Katy era un rústico fruto natural de la tierra. Así que a la gobernanta no le quedaba más remedio que hacer esa tarea, aunque no le gustaba. En cualquier caso, aquella vieja criatura sencilla y tosca le resultaba más agradable que las jóvenes atolondradas. Su vida fue transcurriendo en paz durante los meses que precedieron al verano. Miss Mathilda se iba todos los años al otro lado del océano y se pasaba varios meses fuera. Aquel año, cuando se fue, la vieja Katy se quedó triste; el día de su marcha estuvo llorando amargamente durante horas. Que Katy era una mujer inculta, rústica, servil y pueblerina era evidente. Allí se quedó, de pie en los escalones blancos de piedra de la casita de ladrillo rojo con su cabeza huesuda, cuadrada y gris cubierta por la piel delgada, curtida y endurecida y un cabello canoso y rizado que ya clareaba; allí se quedó con su cuerpo orondo y achaparrado cedido hacia la derecha y con su vestido a rayas de algodón azul, siempre recién lavado pero tieso y áspero al tacto. No se movió de los escalones hasta que Anna la llevó llorando a lágrima viva, cubriéndose el rostro con el delantal y emitiendo extraños gemidos guturales y quebrados. Cuando Miss Mathilda regresó a su hogar a principios de otoño, la vieja Katy ya no estaba allí. —Nunca pensé que Katy fuese capaz de actuar así, Miss Mathilda —dijo Anna—. Se quedó muy triste cuando usted se fue y yo le di la paga entera todo el verano. Pero todas son iguales, Miss Mathilda, no hay ninguna de la que pueda una fiarse. Se acordará de lo mucho que decía quererla, Miss Mathilda; pues bien, todo siguió igual cuando usted se marchó. Al principio continuó portándose bien y haciendo su trabajo. Pero a medio verano me puse enferma y me dejó aquí tirada para irse a otra casa en el campo donde le pagaban un poco más. No me dijo ni una palabra, Miss Mathilda; se fue así, por las buenas, dejándome sola y enferma a causa del calor, que este año ha sido espantoso. ¡Después de todo lo que hicimos por ella cuando no tenía adónde ir y de que yo le daba siempre de comer mejor que a mí misma! Miss Mathilda, ni una sola de ellas sabe cómo debé actuar una chica decente, ni una. Y de la vieja Katy nunca más se supo. Durante varios meses no se decidieron por ninguna criada.Desfilaron unas cuantas, pero todas salieron por dónde habían entrado. Por fin Anna oyó hablar de Sallie. Sallie era la mayor de once hermanos; sólo tenía dieciséis años y estaba a la cabeza de una hilera descendiente de hermanos que se pasaban el día trabajando fuera de casa, excepto los más pequeñitos.
  • 10. 10 Sallie era una muchacha alemana, linda, rubia y risueña, además de estúpida y un poco tonta. En su familia, cuanto más joven, tanto más brillante se era. La más brillante de todos era una chiquilla de diez años. Hacia jornada completa de lavaplatos en una casa de comidas regentada por un matrimonio y se ganaba un buen jornal. Había otra aún más pequeña que trabajaba medio día como criada de un médico soltero. Hacía todas las faenas domésticas y cobraba una paga semanal de ocho centavos. Anna se indignaba siempre que le contaban esta historia. —Creo, Miss Mathilda, que debería darle diez centavos. Ocho centavos es una miseria, haciéndole como le hace todo el trabajo; además, es una chiquilla muy lista, no es una estúpida como nuestra Sallie. Sallie no aprendería nunca a hacer las cosas si no la estuviera abroncando a todas horas. Pero es una buena chica; si le estoy encima va saliendo bien del paso. Sallie era una criatura alemana bondadosa y obediente. Nunca le contestó mal a Anna, ni tampoco Peter, la vieja Baby ni el diminuto Rags; así que aunque la voz áspera de Anna se elevase a menudo para increpar con firmeza o regañar con insistencia, los habitantes de la cocina formaban una familia feliz. Anna fue como una madre para Sallie, como una buena madre alemana y machacona que la controlaba y abroncaba con dureza para que no se apartase del buen camino. Las tentaciones y transgresiones de Sallie eran muy similares a las de Peter el travieso y Rags el saltarín; Anna utilizaba con los tres los mismos métodos. La peor fechoría de Sallie además de olvidarse de todo y no lavarse bien las manos para servir la mesa era el chico de la carnicería. El chico en cuestión era muy poco atractivo. Empezó a cernerse sobre Sallie la sospecha de que pasaba las tardes, cuando Anna salía, en compañía de aquel chico. —Sallie es una cría linda, Miss Mathilda —decía Anna—, pero tan tonta y tan torpe... Cuando se pone ese corpiño rojo y se riza el cabello con las tenacillas me entra la risa; pero, eso sí, aprovecho para recordarle que lo que tendría que hacer es lavarse las manos en vez de adornarse tanto. Con las jóvenes de hoy no hay quién pueda, Miss Mathilda. Sallie es buena chica, pero tengo que estar siempre controlándola. Siguió cerniéndose sobre Sallie la sospecha de que pasaba las tardes libres de Anna en la cocina con aquel chico. Una mañana la voz de Anna se elevó áspera. —Sallie, este plátano no es el mismo que compré ayer para el desayuno de Miss Mathilda, y tú has salido esta mañana temprano; ¿qué has estado haciendo? —Nada, Miss Annie; sólo he salido a curiosear, eso es todo. Es el mismo plátano, se lo prometo, Miss Annie. —Sallie; ¿cómo te atreves a decir esto después de todo lo que estoy haciendo por ti, y con lo buena que es contigo Miss Mathilda? Ayer yo no traje a casa ningún plátano con la piel llena de manchas como éste. Sé muy bien que estuvo aquí ese chico ayer tarde, cuando yo había salido, y se lo comió; así que tú has ido esta mañana a por otro. No quiero mentiras, Sallie.
  • 11. 11 Sallie se mantuvo firme en su defensa pero al fin cedió y confesó que el chico se lo había llevado en su huida al oír girar la llave de Anna en la cerradura de la puerta principal. —Pero no le dejaré volver a entrar, Miss Annie, se lo prometo. Hubo paz varias semanas, hasta que Sallie empezó de nuevo, con insensata simplicidad, a ajustarse algunas tardes el corpiño rojo brillante, a adornarse con sus escasas joyas y a rizarse el cabello con las tenacillas. Una agradable tarde de principios de primavera estaba Miss Mathilda en la escalera junto a la puerta abierta gozando del apacible anochecer, cuando vio a Anna acercarse calle abajo, de regreso de su tarde libre. —No cierre la puerta, por favor, Miss Mathilda —suplicó Anna en voz baja—; no quiero que Sallie sepa que estoy de vuelta. Anna cruzó la casa sin hacer ruido y se detuvo ante la puerta de la cocina. Al apoyar la mano en el picaporte oyó un revuelo confuso y un portazo y al entrar vio a Sallie sentada sola en la estancia. Pero, ¡maldición! El chico de la carnicería se había dejado el abrigo. Ya ven que Anna llevaba una vida ardua y llena de complicaciones. Anna tenía también ciertas complicaciones con Miss Mathilda. —Yo haciendo lo imposible para ahorrar, y usted va y se lo gasta todo en bagatelas —protestaba la buena de Anna siempre que su señorita, una mujer oronda y descuidada, aparecía en casa con una porcelanita, un nuevo aguafuerte o incluso una pintura al óleo bajo el brazo. —Pero Anna —argumentaba Miss Mathilda—, si tú no hubieses ahorrado ese dinero yo nunca habría podido comprar estos objetos. Anna se apaciguaba y hasta parecía satisfecha, hasta que se enteraba del precio; entonces exclamaba, retorciéndose las manos: —¡Oh, Miss Mathilda! ¡Miss Mathilda! Y se lo ha ido a gastar en eso, cuando lo que necesita urgentemente es un vestido para salir. —Bueno, quizá me lo compre el año que viene, Anna —respondía Miss Mathilda sonriendo condescendiente. —Si vivimos para entonces, ya me encargaré yo de que lo haga —refunfuñaba Anna. Anna se enorgullecía de los conocimientos y las pertenencias de su querida Miss Mathilda, pero no estaba conforme con su descuidada costumbre de ponerse vestidos viejos. —No puede salir a cenar con ese vestido, Miss Mathilda —solía decirle plantándose delante de la puerta principal—, tiene que ir a ponerse ese nuevo que le sienta tan bien. —Pero Anna, no tengo tiempo. —Sí que lo tiene. Yo subiré a ayudarla. Por favor, Miss Mathilda, hágame caso; no puede presentarse en la cena con ese vestido. El año que viene, si es que aún vivimos, la obligaré a comprarse también un sombrero nuevo. Es una vergüenza que salga así, Miss Mathilda.
  • 12. 12 La pobre señorita suspiraba y cedía. Por su carácter perezoso y despreocupado no era muy dada a los cuidados excesivos, pero eso se convertía con mucha frecuencia en una carga, ya que se veía obligada a arreglarse de nuevo desde el principio, a no ser que saliera rápida como el rayo sin darle a Anna tiempo de verla. La vida siempre le había sido fácil a la oronda y perezosa Miss Mathilda, con Anna a su lado para controlarla y cuidarla tanto a ella como a su ropa y demás pertenencias. Pero por desgracia este mundo nuestro es al fin y al cabo como debería ser y la alegre Miss Mathilda tenía ciertas complicaciones con Anna. Era muy agradable encontrárselo todo hecho, pero a menudo resultaba molesto no obtener lo que uno más anhelaba en un momento determinado, si uno había exigido atolondradamente lo que quería en vez de sugerirlo. A Miss Mathilda le encantaba salir a dar alegres caminatas por el campo; pero cuando estaba lejos del hogar gozando de su libertad con sus animados compañeros, contemplando colinas ondulantes o campos de maíz esplendorosos a la luz del sol poniente, o cerezos silvestres blancos y resplandecientes bajo la luna y una bóveda de estrellas refulgentes, sintiendo la pureza del aire y el hormigueo de la sangre renovada, resultaba de lo más desagradable tener que pensar en el enfado de Anna por su tardanza, a pesar de haberle rogado que no preparase cena caliente aquella noche. Y cuando la tropa formada por Miss Mathilda y sus amigos, llenos todos ellos de esa plenitud que dan la salud, la huella del viento cálido en el rostro y el brillo del sol en los ojos, regresaban a casa cansados y maduros ya para regalarse con la satisfacción suave de una buena cena, resultaba muy penoso para ellos, que adoraban los guisos de Anna, encontrarse con la puerta cerrada y tener que preguntarse si Anna había librado aquella tarde y que esperar en la entrada temblando de frío con los pies entumecidos mientras Mathilda apaciguaba el corazón de la gobernanta o bien, si esta última había salido de verdad, le ordenaba a la joven Sallie, haciendo acopio de valor, que alimentase a la hambrienta tropa. Todo aquello era difícil de soportar y a veces Miss Mathilda no podía por menos que rebelarse internamente, como las vivarachas Lizzies, las melancólicas Mollies, las rústicas Katies y las estúpidas Sallies. Miss Mathilda tenía también otras complicaciones con la buena de Anna. Miss Mathilda tenía que salvar a Anna de los muchos amigos que, con esa amabilidad proverbial en los pobres, le sacaban sus ahorros y le devolvían promesas en vez de dinero. La buena de Anna tenía amigos muy curiosos, que había ido encontrado a lo largo de los veinte años que llevaba viviendo en Bridgepoint; y Miss Mathilda tenía a menudo que salvarla de ellos.
  • 13. 13 SEGUNDA PARTE LA VIDA DE LA BUENA DE ANNA Anna Federner, nuestra buena Anna, pertenecía a la robusta cepa de la clase media del sur de Alemania. A los diecisiete años entró al servicio de una familia burguesa en una gran ciudad cercana a su pueblo natal, pero no duró mucho tiempo en la casa. Un día la señora le ofreció su criada —es decir, Anna— a una amiga para que la acompañase a casa. Anna se sentía una sirvienta de altura, no una vulgar criada, y abandonó su puesto de inmediato. Anna siempre había tenido muy acusado el sentido de cómo debía comportarse una muchacha según las normas tradicionales. Ningún argumento la induciría jamás a sentarse una tarde en la sala de estar vacía, ni aunque le estuviesen dando una mano de pintura a la cocina y le marease el olor. A pesar de su continuo cansancio, nunca se sentó ni por un instante durante las largas conversaciones mantenidas con Miss Mathilda. Una muchacha era una muchacha y debía comportarse como tal, tanto en el respeto como en la comida. Poco después de abandonar su primer empleo, Anna se fue con su madre a América. Viajaron en segunda clase, pero aun así el viaje resultó largo y penoso. Su madre estaba enferma de tuberculosis. Desembarcaron en una alegre población del extremo sur, donde la madre fue muriendo poco a poco. Anna se quedó sola y se trasladó a Bridgepoint, donde estaba bien establecido un hermanastro mayor que ella. Dicho hermanastro era un alemán rechoncho, pesado de movimientos y agradable de trato, que estaba aquejado de la enfermedad que siempre produce el exceso de grasa. Era panadero, estaba casado y vivía holgadamente. AAnna le caía muy bien su hermano, pero nunca dependió de él para nada. Nada más llegar a Bridgepoint, entró al servicio de Miss Mary Wadsmith. Miss Mary Wadsmith era una mujer oronda, rubia y desvalida; cargaba con el cuidado de dos niños, hijos de su hermano y la mujer de éste, que se los habían dejado al morir ambos con pocos meses de diferencia. Anna pronto tuvo la casa a su entero cargo.
  • 14. 14 Anna descubrió que su puesto estaba con mujeres orondas y obesas, porque todas ellas solían ser holgazanas y descuidadas, además de encontrarse desvalidas y descargar por ello el peso de sus vidas sobre Anna, satisfaciéndola así plenamente. Las señoritas de Anna debían ser siempre mujeres solteras, orondas y desvalidas, o bien hombres, porque ninguna otra persona podía permitirse tanta comodidad y libertad. Anna no tenía con los niños el cálido instinto maternal que tenía con los perros, los gatos y las señoritas orondas. Nunca llegó a encariñarse con Edgar y Jane Wadsmith. Prefería al niño, naturalmente, porque los varones tienen más tendencia a dejarse ganar por el estómago, la comodidad y el mimo. Con la niña, en cambio, debía enfrentarse a esa oposición femenina y sutil que se hace sentir tan tempranamente en el sexo débil. Los Wadsmith tenían una agradable casa en el campo, donde pasaban el verano; en los meses de invierno se hospedaban en los apartamentos de un hotel de la ciudad. Poco a poco Anna fue haciéndose dueña de todos sus movimientos, tomando todas las decisiones relativas a sus desplazamientos y preparando el lugar donde pasaban cada temporada. Llevaba tres años con Miss Mary cuando la pequeña Jane empezó a mostrar su fuerza de oposición. Jane era una niña agradable y ordenada, linda, dulce y encantadora como sólo puede serlo una niña; le caían por la espalda dos trenzas rubias muy bien hechas. A Miss Mary, al igual que a su Anna, no le gustaban mucho los niños: pero quería de veras a aquellos dos de su misma sangre y cedía dócilmente a la fuerza superior de su encantadora sobrina. Anna siempre había preferido al niño por su manejable brutalidad, pero Miss Mary se sentía más atraída por la fuerza afable y el suave dominio de la chica. Una primavera, cuando estaban concluidos ya los preparativos para la mudanza, Miss Mary y Jane empezaron a pasar; Anna debía seguirlas, tan pronto como hubiese arreglado los asuntos de la ciudad, acompañada de Edgar, que aún no estaba de vacaciones. Durante los preparativos para aquel verano Jane se había enfrentado en más de una ocasión con resistencia tenaz a Anna, oponiéndose a que hiciera las cosas a su manera. Para Jane era de lo más simple dar órdenes desagradables diciendo que no eran suyas sino de Miss Mary; de la oronda, dócil y desvalida Miss Mary Wadsmith, a quien nunca se le habría ocurrido darle una orden a Anna. La mirada de Anna se fue volviendo dura y agresiva; sus dientes inferiores fueron proyectándose hacia fuera y apretándose con fuerza creciente contra el labio superior a medida que tuvieron que formar, cada vez con mayor lentitud, un «sí, Miss Jane» tras otro en respuesta a los imperativos «¡Oh, Anna! ¡Miss Mary dice que quiere que hagas esto así o asá!»
  • 15. 15 El día de su marcha, Miss Mary había sido ya acomodada en el carruaje cuando la pequeña Jane entró de nuevo en la casa y exclamó: —¡Oh, Anna! Miss Mary dice que te traigas los cortinajes azules de su habitación y la mía. Anna se puso rígida y respondió, reticente: —Nunca los ponemos en verano, Miss Jane. —Ya lo sé, Anna, pero Miss Mary cree que quedarían preciosos y me ha pedido que te insista para que no te olvides. ¡Adiós! —Y diciendo esto la pequeña bajó trotando las escaleras, se deslizó en el interior del coche y partieron. Anna se quedó en uno de los escalones con los ojos brillantes y expresión de dureza; tenía el cuerpo y el rostro contraídos por el resentimiento. Volvió a entrar en la casa dando un portazo seco. Se hizo muy difícil convivir con Anna en los tres días siguientes. Incluso Baby, la perra nueva, orgullo de Anna; incluso Baby, regalo de su amiga la viuda Mrs. Lehntman, que era un lindo cachorro negro y canela, sintió el calor abrasador de la llama de Anna. Y Edgar, que había esperado con ansia aquellos días de libertad y guisos especiales, se encontró con que no tenía ni un momento de respiro cuando estaba bajo la mirada de la amargada Anna. Al tercer día Anna y Edgar fueron a la casa de campo de los Wadsmith. Los cortinajes azules de los dos dormitorios se quedaron donde estaban. Edgar hizo el viaje sentado en el pescante junto al cochero negro, llevando las riendas. Hacía un día primaveral allí en el sur. Los campos y los bosques se doblaban empapados por las recientes lluvias. Los caballos tiraban del coche despacio por la larga calzada, accidentada a causa del fango amarronado y de las masas de piedra que habían tirado aquí y allá para que las aplastaran y colocaran en su lugar los coches en tránsito. Por encima y a través de la tierra empapada asomaban lo débiles brotes, las flores tiernas, las hojas verdes y los helechos. Las copas de los árboles estaban engalanadas de rojos y amarillos, de blancos deslumbradores y verdes esplendorosos. A ras de suelo se elevaba una bruma húmeda formada por el agua que saturaba la tierra, cuyo olor se mezclaba con aquel otro cálido y agradable del humo azulado de las hogueras primaverales. Y por encima de todo ello estaban la atmósfera limpia, los trinos de los pájaros y el júbilo de la luz solar y los días cada vez más largos. La languidez, el movimiento, la bonanza y la pesadez y el sentido de una nueva vida en los centros profundos de la tierra que acompañan al despertar empapado de la primavera siempre provocan, cuando no son recibidos con una alegría activa y ferviente, malhumor, irritación y desasosiego. AAnna, que viajaba sola en el interior del carruaje y se acercaba cada vez más al enfrentamiento con su señorita, el aire tibio, la lentitud, el traqueteo sobre las piedras, la espuma de los caballos y los gritos de los hombres, los animales y las aves, así como la nueva vida que despertaba a su alrededor, le parecían enloquecedores.
  • 16. 16 —¡Baby! ¡Si no te tumbas ahora mismo creo que voy a matarte! Ya no aguanto más. En aquella época Anna, que tenía unos veintisiete años, no era aún flaca y enjuta. Los cantos huesudos y afilados de su rostro estaban todavía redondeados por la carne; pero su temperamento malhumorado ya se mostraba con toda su sequedad en sus límpidos ojos azules; el afilamiento se había iniciado ya en la mandíbula inferior, que tan a menudo se contraía con la presión hacia arriba de la determinación. Aquel día, sola en el coche, Anna estaba tiesa y al mismo tiempo temblorosa en un ácido esfuerzo de resolución y rebeldía. Tan pronto como el carruaje cruzó la verja del jardín de los Wadsmith, la pequeña Jane salió corriendo a su encuentro. Clavó su mirada en el rostro de Anna, pero no dijo ni una sola palabra acerca de los cortinajes azules. Anna se apeó del coche con la pequeña Baby en brazos. Bajó el equipaje y el vehículo lo se alejó. Lo dejó todo en el porche y fue hasta Miss Mary Wadsmith, que estaba sentada junto al fuego. Miss Mary estaba sentada en un enorme sillón junto al fuego. Todos los rincones y hendiduras del asiento quedaban cubiertos por su cuerpo redondo y blando. Llevaba un vestido de satén negro, cuyas mangas monstruosamente enormes parecían muy pesadas al envolver aquella masa de carne blanda. Siempre se sentaba allí, oronda, afable y desvalida. Tenía el rostro risueño, dulce, apacible y regular de rasgos; sus ojos grises, de expresión cordial y vacía, estaban medio cerrados a causa de los párpados pesados y somnolientos. Detrás de Miss Mary estaba la pequeña Jane, que se puso nerviosa y excitada al ver entrar a Anna. —Miss Mary —empezó a decir Anna. Se había detenido en el umbral de la puerta, con el rostro y el cuerpo rígidos por la contención, los dientes muy apretados y los límpidos ojos azules despidiendo destellos pálidos y penetrantes. Todo su ser estaba impregnado de la extraña coquetería de la ira, el miedo, la tensión, el movimiento contraído y sugestivo bajo la rigidez del control impuesto, y en suma los elementos inexplicables que hacen que todas las pasiones se muestren como una sola. —Miss Mary —las palabras le salían despacio, con pastosidad y a sacudidas, pero siempre firmes y contundentes—. Miss Mary, no puedo seguir así ni un minutó más. Cuando usted me ordena que haga algo, lo hago; hago todo lo que puedo y usted sabe que no me importa matarme a trabajar para complacerla. Pero los cortinajes azules de su dormitorio dan demasiado trabajo para el verano. Miss Jane ignora lo que es trabajar. Si quiere seguir haciendo así las cosas, yo me marcho. Anna se interrumpió. Sus palabras no habían revestido toda la fuerza de significación deseada, pero la fuerza del estado anímico de Anna bastaba para asustar y acobardar a Miss Mary.
  • 17. 17 Como los de todas las mujeres desvalidas y orondas, el corazón de Miss Mary latía débilmente en la masa indefensa y blanda que tenía que gobernar. Los accesos de excitación de Jane habían agotado sus fuerzas. Se puso pálida y se desmayó. —¡Miss Mary! —exclamó Anna, corriendo hacia su señorita y apoyando su masa indefensa en el sillón. La joven Jane, muy trastornada, cumplió volando las órdenes de Anna de traerle a la enferma sales olorosas, coñac, vinagre y agua, y de frotarle las muñecas. Miss Mary fue abriendo, poco a poco, sus ojos inexpresivos. Anna echó de la estancia a la pequeña Jane, que no hacía más que llorar. Ella sola se bastaba para reclinar a Miss Mary en el sofá y tranquilizarla. No se dijo una palabra más acerca de los cortinajes azules. Anna había vencido, y pocos días después la pequeña Jane le regaló un loro verde para firmar la paz. Jane y Anna vivieron juntas seis años más. Hasta el final se trataron con respeto y cortesía. AAnna le hizo mucha ilusión el loro. También era aficionada a los gatos y los caballos, pero los animales que realmente adoraba eran los perros en general y en particular la pequeña Baby, primer obsequio de su amiga la viuda Mrs. Lehntman. La viuda Mrs. Lehntman fue el elemento romántico en la vida de Anna. Anna la conoció en casa de su hermanastro el panadero, que había sido amigo del fallecido Mr. Lehntman, propietario de un pequeño colmado. Mrs. Lehntman era comadrona desde hacía muchos años. Desde la muerte de su esposo tenía que ocuparse de su sustento y el de sus dos hijos. Mrs. Lehntman era una mujer atractiva. Tenía un cuerpo rechoncho pero bien formado, la piel clara y olivácea, los ojos oscuros y brillantes y el cabello negro, crespo y ondulado. Era agradable, magnética, eficiente y bondadosa. Era encantadora, generosa y amable. Tenía unos pocos años más que la buena de Anna, que pronto quedó subyugada por su encanto magnético y compasivo. De su trabajo lo que más le gustaba a Mrs. Lehntman era asistir a muchachas con problemas. Solía llevárselas a su casa y cuidarlas secretamente hasta que podían regresar a casa o al trabajo libres de toda culpa y pagarle sin prisa sus cuidados. Gracias a su nueva amiga, Anna llevaba una vida menos encerrada y más entretenida; incluso contribuía con sus ahorros a que Mrs. Lehntman saliera adelante cuando daba mucho más de lo que recibía. Fue a través de Mrs. Lehntman como Anna conoció al doctor Shonjen, que contrató sus servicios cuando por fin a Anna no le quedó más remedio que separarse de su señorita, Miss Mary Wadsmith. Durante los últimos años con su Miss Mary Wadsmith, la salud de Anna fue muy precaria, y siguió siéndolo hasta el final de sus fuertes días.
  • 18. 18 Anna era una mujer de estatura media, delgada, trabajadora y amante de las preocupaciones. Siempre había sufrido fuertes migrañas, que ahora aumentaban en frecuencia e intensidad. Su rostro se tornó más angulado, flaco y enjuto; le salieron en la piel manchas amarillentas, como suele ocurrirles a las mujeres enfermizas que trabajan, y las pupilas azul claro de sus ojos palidecieron. Tenía también dolores de espalda. Siempre estaba cansada y su carácter se tornó más difícil e irritable. Miss Mary Wadsmith trató por todos los medios de convencer a Anna de que se cuidase un poco más y consultara a un médico; la pequeña Jane, que empezaba a florecer como una mujer bella y dulce, también le repetía a Anna que pensase más en sí misma. Pero Anna siempre fue obstinada con Miss Jane, porque temía que interfiriese en su manera de hacer las cosas; y en cuanto a los débiles consejos de Miss Mary Wadsmith, podía desoírlos fácilmente. Mrs. Lehntman era la única que ejercía cierta influencia sobre Anna. Fue ella quien la indujo a ponerse en manos del doctor Shonjen. Sólo un hombre como el doctor Shonjen podría haber conseguido que Anna, bondadosa y alemana, interrumpiese su trabajo para someterse a una operación. Él sabía muy bien cómo tratar a los alemanes y a los pobres. Era alegre, jovial, animoso y bromista, de ésos que cuentan chascarrillos simples pero llenos de sentido común y atrevido raciocinio, y el único capaz de persuadir incluso a una Anna bondadosa de que hiciera algo por su propio bien. Edgar llevaba ya varios años ausente, primero en la universidad y luego trabajando para convertirse en ingeniero civil. Miss Mary y Jane prometieron pasarse viajando todo el tiempo que Anna estuviese fuera de casa; así no sería necesario su trabajo ni habría que contratar a una sustituta. El ánimo de Anna se quedó pues un poco más tranquilo. Se entregó a Mrs. Lehntman y al doctor y les permitió que hiciesen lo que les pareciera más indicado para devolverle la salud y la fuerza. Anna superó muy bien la operación y se mostró paciente, casi dócil, durante su lenta recuperación de la fuerza para trabajar. Pero una vez de vuelta al servicio de su Miss Mary Wadsmith, los efectos de los varios meses de descanso desaparecieron con las preocupaciones y el trabajo. Durante el resto de su fuerte vida de trabajo Anna nunca volvió a sentirse bien del todo. Las migrañas persistían, así como su delgadez marchita. De tanto trabajar perdió el apetito, la salud y la fuerza; y siempre por servir a quienes más le rogaban que no se matase tanto. En el interior de su alma testaruda, leal y alemana, estaba convencida de que así era como debía comportarse una muchacha. La convivencia de Anna con Miss Mary Wadsmith estaba tocando a su fin.
  • 19. 19 Miss Jane, que ya era toda una señorita, había sido presentada en sociedad. Pronto se prometería y se casaría, y entonces quizá Miss Mary Wadsmith se iría a vivir con ella. En tal hogar no habría un lugar para Anna, de eso estaba segura. Miss Jane siempre había sido cortés, respetuosa y buena con Anna, pero Anna nunca podría servir en una casa donde las órdenes las diese Miss Jane. De eso estaba plenamente convencida; así que los dos últimos años con su Miss Mary no fueron tan felices como los anteriores. Pronto tuvo lugar el cambio. Miss Jane se prometió y a los pocos meses debía casarse con un hombre de otra ciudad, Curden, que estaba a una hora de viaje en ferrocarril. La pobre Miss Mary Wadsmith ignoraba la resolución irrevocable de Anna de separarse de ella en el momento en que se crease el nuevo hogar. AAnna le fue muy difícil hablarle a su Miss Mary del cambio. Los preparativos de la boda avanzaban día y noche. Anna pasó largas horas cosiendo y trabajando para que todo saliera bien. Miss Mary estaba muy agitada, pero satisfecha y feliz de tener a Anna para hacérselo todo fácil. Anna trabajaba sin descanso para ahogar sus penas y su conciencia, porque no estaba bien abandonar a Miss Mary. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? No podía vivir como sirvienta de su Miss Mary en una casa en que las órdenes las diese su hija Miss Jane. El día de la boda se acercaba. Por fin llegó y pasó. La joven pareja emprendió su luna de miel, y Anna y Miss Mary se quedaron embalándolo todo. La pobre Anna todavía no había hecho acopio de valor para comunicarle su resolución a Miss Mary; pero no podía retrasarlo más. Siempre que tenía un rato libre, Anna iba presta a ver a su amiga Mrs. Lehntman en busca de alivio y consejo. Le pidió a su amiga que estuviese con ella cuando le diese la noticia a Miss Mary. Quizá si Mrs. Lehntman no hubiese vivido en Bridgepoint, Anna habría tratado de adaptarse a la nueva casa. Mrs. Lehntman no la incitó a que no lo hiciera; ni siquiera le dio ningún consejo. Pero al sentir tanto apego por Mrs. Lehntman Anna, la leal de Anna, no dependía tanto de las necesidades de Miss Mary como si sólo la hubiera tenido a ella. Recuerden que Mrs. Lehntman fue el elemento romántico en la vida de Anna. Todo estaba embalado y a los pocos días Miss Mary iría a instalarse en la nueva casa, donde la joven pareja estaba ya a punto para recibirla. Anna tenía que hablar con ella. Mrs. Lehntman accedió a acompañarla para ayudarla a que le aclarase el asunto a la pobre Miss Mary.
  • 20. 20 Las dos mujeres fueron juntas a la sala vacía donde Miss Mary Wadsmith estaba plácidamente sentada junto al fuego. Miss Mary ya había visto a Mrs. Lehntman muchas veces, así que el hecho de que entrase con Anna no despertó sus sospechas. Ninguna de las dos sabía por dónde empezar. Tenia que hacerse con gran diplomacia, lo de comunicarle el cambio a Miss Mary. No debía recibir el impacto de la sorpresa ni excitarse. Anna estaba rígida, y en el fondo temblando de vergüenza, ansiedad y pesar. Incluso la animosa Mrs. Lehntman, eficiente, impulsiva y complaciente, y a quien el asunto no atañía directamente, se sentía muy intimidada, incómoda y casi culpable en aquella presencia oronda, dócil y desvalida. Y a su lado, para hacerle sentir la tensión del momento, estaba la intensa convicción dé la pobre Anna, que luchaba por aparecer insensible, recta y controlada. —Miss Mary —a Anna por fin le salían las palabras, lo hacían con brevedad y acidez—, Miss Mary, Mrs. Lehntman ha venido conmigo para que pueda decirle que no voy a quedarme a vivir con usted en Curden. La ayudaré a instalarse, pero luego creo que volveré a Bridgepoint. Ya sabe que tengo aquí a mi hermano y a su familia, y no estaría bien que me fuera lejos; además, Miss Mary, no me va a necesitar tanto cuando estén todos juntos en Curden. Miss Mary Wadsmith estaba confusa. No lograba comprender qué quería decir Anna con aquellas palabras. —Bueno, Anna, desde luego podrás venir a visitar a tu hermano siempre que quieras; yo misma te pagaré el billete. Creí que eso ya lo dabas por sentado. Nos sentiremos muy felices de invitar a tus sobrinas siempre que deseen venir a visitarte. Siempre habrá espacio para ellas en una casa tan grande como la de Mr. Goldthwaite. Le había llegado el turno a Mrs. Lehntman. —Miss Wadsmith, Anna se da cuenta de lo buena y amable que es usted; siempre me está hablando de eso y de que hace por ella todo cuanto está a su alcance. Le está muy agradecida y por nada del mundo desearía tener que dejarla; pero cree que ahora que Mrs. Goldthwaite tiene una casa grande y nueva querrá gobernarla a su manera, y que será mejor que se busque nueva servidumbre desde el principio, en vez de quedarse con una muchacha como Anna que la conoce desde que era niña. Eso es lo que Anna cree; me pidió consejo a mí y yo le dije que a mí me parecía también que eso sería lo mejor para todos. Usted ya sabe que ella la quiere mucho y se da cuenta de lo buena que es usted, así que estoy segura de que se hará cargo de que ella cree que todo irá mejor en la nueva casa si ella se queda aquí en Bridgepoint, por lo menos durante un tiempo, hasta que Mrs. Goldthwaite se haya acostumbrado a su nuevo hogar. ¿No era eso lo que querías comunicarle a Miss Wadsmith, Anna? —¡Oh, Anna! —exclamó Miss Mary Wadsmith despacio y con un tono mezclado de dolor y sorpresa que a Anna se le hacía difícil soportar—. ¡Oh, Anna! Nunca pensé que pudieras querer dejarme después de tantos años.
  • 21. 21 —¡Miss Mary! —estalló la gobernanta con una tensa sacudida—; Miss Mary, lo único que me obliga a dejarla es tener que estar a las órdenes de Miss Jane. Sé muy bien lo buena que es usted y no me importaría matarme a trabajar para contentarla a usted, a Mr. Edgar y también a Miss Jane. Pero ahora Miss Jane querrá que se hagan las cosas de una manera diferente a la que estoy acostumbrada y, entiéndalo, por favor, Miss Mary, yo no podría soportar que Miss Jane se pasara el día vigilándome y mandándome hacer la faena de una forma que no es la mía. Miss Mary, sería peor para todos; además, Miss Jane no quiere que vaya con usted a la casa nueva, lo sé desde el principio. Le suplico que no se disguste demasiado y que no crea que yo me separaría de usted si pudiese trabajar como es debido, como siempre lo he hecho. Pobre Miss Mary. Luchar no era lo suyo. Probablemente Anna cedería si luchaba, pero eso suponía demasiado trabajo y demasiadas preocupaciones para una persona pacífica como ella. Si Anna estaba decidida a irse, debía hacerlo. La pobre Miss Mary Wadsmith suspiró, miró a Anna con más ansia que esperanza y abandonó. —Haz lo que te parezca más apropiado, Anna —dijo por fin, hundiendo sus blandas y abundantes carnes en el asiento—. Lo lamento mucho y estoy segura de que Miss Jane lo sentirá también cuando se lo diga. Mrs. Lehntman ha sido muy amable al acompañarte y estoy segura de que no piensa más que en tu bienestar. Supongo que querrás salir un rato. Vuelve dentro de una hora, Anna, para ayudarme a acostarme. —Miss Mary cerró los ojos y se quedó silenciosa y plácida, descansando junto al fuego. Las dos mujeres abandonaron la estancia. Así dejó Anna el servicio de Miss Mary Wadsmith; pronto empezó su nueva vida al servicio del doctor Shonjen. Gobernar la casa de un médico soltero y jovial abrió en la mente germánica y cerrada de Anna nuevos elementos de comprensión. Sus costumbres seguían tan inamovibles como siempre, pero a Anna solía ocurrirle aquello de que lo que se ha aceptado una vez con agrado puede aceptarse de nuevo, como levantarse a cualquier hora de la noche para prepararles costillas y pollo frito al doctor Shonjen y sus amigos solteros. AAnna le gustaba trabajar para los hombres, porque comían copiosamente y con deleite. Cuando estaban ahítos y con la tripa caliente se sentían colmados y le dejaban hacer lo que le viniera en gana. No es que la conciencia de Anna estuviera nunca dormida, ya que ni con ni sin interferencias dejaba de obligarse a si misma a ahorrar hasta el último centavo y trabajar todos los minutos del día; pero prefería hacerlo cuando tenía oportunidad de abroncar. Ahora no era ya sólo a las otras muchachas, al hombre de color, a los perros, los gatos, los caballos y el loro, sino también a su vivaracho amo, el jovial doctor Shonjen, a quien podía guiar y regañar constantemente por su propio bien. Al doctor le gustaban sus broncas como a ella le gustaban sus travesuras y sus bromas maliciosas y divertidas.
  • 22. 22 Aquella época fue muy feliz para Anna. Su estrafalario sentido del humor, aquel sentido tan suyo de que lo gracioso estaba en las extravagancias de los demás, salió entonces por vez primera a la superficie y más tarde la hizo disfrutar con la animalidad servil de Katy, la simpleza de Sallie y las fechorías de Peter y Rags. Adoraba bromear con los esqueletos del doctor, haciendo que se movieran y emitieran ruidos extraños hasta que al hombre de color le temblaban los zapatos y se le ponían los ojos en blanco en una agonía de terror. Luego Anna le contaba la historia a su doctor. En su rostro enjuto, reseco, angulado y de expresión decidida se fueron formando nuevas grietas humorísticas; sus ojos azul pálido brillaban de alegría y júbilo siempre que su doctor prorrumpía en francas carcajadas. Y la buena de Anna, llena de la coquetería que provoca el sentirse gracioso, calculaba todos los movimientos de su cuerpo huesudo y flaco de solterona y exageraba sus historias y ademanes con el único propósito de gustar. Los primeros tiempos con el jovial doctor Shonjen fueron muy felices para la buena de Anna. Anna solía pasar al principio todas sus horas libres con su amiga la viuda Mrs. Lehntman. Mrs. Lehntman vivía con sus dos hijos en una casita que estaba en el mismo barrio que la del doctor Shonjen. La mayor era una muchacha llamada Julia que por entonces debía tener unos trece años. Julia Lehntman era una muchacha poco agraciada, de facciones duras, gris y obstinada como su patoso padre alemán. Mrs. Lehntman no se ocupaba demasiado de ella; le daba sin protestar todo cuanto quería, dentro de sus posibilidades, y le dejaba hacer lo que le venía en gana. No es que a Mrs. Lehntman le fuese indiferente su hija o sintiera aversión por ella, no; simplemente era así. El pequeño era un chico dos años más joven que su hermana, listo, agradable y divertido, que hacia también lo que quería con su dinero y su tiempo. Eso ocurría porque Mrs. Lehntman tenía muchas cosas en la cabeza y en la casa que reclamaban concentración y tiempo. La inercia y la negligencia en el gobierno de la casa y la indiferencia de aquella madre por la educación de sus hijos eran defectos que a la buena de Anna le costaba mucho soportar. Desde luego no dejaba de abroncar a Mrs. Lehntman siempre que podía, ni de ahorrar para ella, ni de colocar cada objeto en el lugar más apropiado. Incluso en los primeros tiempos, cuando Anna estaba deslumbrada por el embrujo de la brillantez y el encanto de Mrs. Lehntman, se sentía incómoda en su casa y tenia que poner orden. Ahora que los pequeños habían ido creciendo y cobrando más importancia y que la relación continuada le había quitado a Anna la venda de los ojos, la gobernanta empezó a luchar para conseguir que todo funcionase como a ella le parecía correcto.
  • 23. 23 Controló y abroncó duramente a la joven Julia para que actuase como era debido. No es que Anna le tuviese simpatía a Julia Lehntman, pero eso no significaba que no hubiera de enseñarle, a una joven en pleno crecimiento como ella, a hacer las cosas bien. Al muchacho era más fácil abroncarle, porque con él nunca llegaba la sangre al río; además, sentía predilección por las broncas, porque siempre culminaban en una buena comida, un pique divertido y bromas graciosas. Julia, la muchacha, se tomaba las reprimendas demasiado a pecho; además, se salía con frecuencia con la suya, porque después de todo Miss Annie no era de la familia y no tenía por qué venir a crearles complicaciones. No servía de nada recurrir a la madre. Resultaba fantástico cómo Mrs. Lehntman podía oír sin escuchar, responder sin decidir, o decir y hacer lo que se le pedía sin cambiar nada. Un día las cosas se pusieron demasiado mal hasta para una amiga como Anna. —Bien, Julia, ¿ha salido tu madre? —preguntó Anna un domingo estival por la tarde al entrar en casa de los Lehntman. Anna tenía aquel día, como de costumbre, una apariencia perfecta. Siempre había sido muy cuidadosa en el vestir y en el ahorro de prendas nuevas. Sabía cómo satisfacer su ideal de la imagen que debía ofrecer una muchacha cuando salía la tarde del domingo. Anna conocía muy bien el tipo de fealdad que corresponde a cada estado social. Era interesante comprobar que cuando compraba para Miss Wadsmith y más adelante para su adorada Miss Mathilda, siempre a su gusto y desde luego economizando como cuando compraba para sus amigas y para sí misma, por una parte elegía aquello que tenía el estilo más apropiado para un miembro de la clase superior y por otro, cuando se trataba de personas de su rango, aquello que poseía la fealdad mesurada de lo cateto, eso que los ingleses llaman "Dutch". Sabía muy bien qué encajaba mejor con cualquier categoría social y nunca en el curso de su fuerte existencia puso en entredicho su propio sentido de lo que una muchacha debía ponerse. Aquella brillante y cálida tarde de domingo Anna se presentó en casa de los Lehntman muy compuesta, con su nuevo corpiño de seda color teja adornado con un ancho galón negro trenzado con cuentas, una falda oscura de paño y un sombrero nuevo de paja negro, tieso y brillante, tocado con cintas de colores y un pájaro. Estrenaba guantes y llevaba un boa de plumas alrededor del cuello. Su cuerpo escueto, flaco y feo y su rostro enjuto y amarillento, a pesar de que lo habían encendido un poco los acariciadores rayos solares, desentonaban de una manera chocante con la brillantez de su vestuario. Entró en casa de los Lehntman después de una ausencia de varios días y, abriendo esa puerta que nunca cierran con pestillo las personas pertenecientes a la clase media baja en las pacíficas ciudades del sur, encontró a Julia sentada sola en la sala de estar.
  • 24. 24 —Y bien, Julia, ¿dónde está mamá? —preguntó Anna. —Mamá ha salido; pero pase usted, Miss Annie, y conocerá a nuestro nuevo hermanito. —Julia, no digas tonterías —replicó Anna, tomando asiento. —No digo ninguna tontería, Miss Annie. ¿No sabía que mamá acaba de adoptar a un bebé lindísimo, precioso? —¡Oh, Julia, qué boba eres! Deberías haber aprendido a no ser tan majadera. —Muy bien, Miss Annie —replicó la muchacha, herida—, no tiene por qué creerme. Pero el bebé está en la cocina y mamá no tardará en volver; ya se lo contará ella. Era totalmente absurdo, pero Julia parecía decir la verdad, y por otra parte Mrs. Lehntman era capaz de hacer cosas aún más extrañas. Anna preguntó, confusa: —¿Qué quieres decir, Julia? —Nada más que lo que he dicho, Miss Annie; si no cree que hay un bebé ahí dentro, vaya a comprobarlo por sí misma. Anna entró en la cocina. En efecto, allí estaba el bebé; parecía un pequeño encantador. Dormía profundamente en un canasto que había en un rincón, junto a la puerta abierta. —Claro, lo que tú quieres decir es que mamá va a quedárselo unos días —le dijo Anna a Julia, que la había seguido hasta la cocina para verla fuera de sus casillas. —No es eso, Miss Annie —respondió la muchacha—. La madre es una tal Lily, que trabaja en no sé qué; no quería hijos, y a mamá le gustó tanto el pequeño que decidió quedárselo para ella y adoptarlo. Por una vez, Anna enmudeció de asombro e ira. Se oyó un portazo en la entrada. —Ahí tiene a mamá —exclamó Julia con un incómodo aire triunfal, ya que en el fondo no sabía de qué lado estaba—; pregúntele si le he dicho la verdad, vamos, hágalo. Mrs. Lehntman entró en la cocina, donde estaban aún ellas. Tenía un aspecto insípido, impersonal y agradable, como de costumbre. Pero aquel día, por debajo de la absoluta imperturbabilidad que tantos éxitos le había proporcionado como comadrona, brillaba una incómoda conciencia de culpabilidad; como todas las personas que mantenían una relación con la buena de Anna, Mrs. Lehntman se sentía atemorizada por su firmeza de carácter, el vigor de sus juicios y el amargo apasionamiento de su lengua. Era evidente que en los seis años que ambas mujeres llevaban tratándose, Anna se había ido imponiendo. Nunca la había gobernado del todo, desde luego, porque no había quien gobernase a Mrs. Lehntman a causa de lo tortuoso de sus caminos; pero Anna había logrado que prevaleciese su opinión siempre que había averiguado las intenciones de Mrs. Lehntman antes de que se convirtiesen en hechos irremediables. Era difícil predecir quién iba a ganar la batalla. Mrs. Lehntman tenía a su favor su mente dispersa y su forma agradable de prestar a los demás una atención difusa; además, el mal ya estaba hecho.
  • 25. 25 Anna estaba, como de costumbre, resuelta a hacer que triunfase el bien. Estaba rígida y pálida de ira y de miedo, y al mismo tiempo temblaba como una hoja, debido a los nervios que siempre la dominaban cuando estaba a punto de estallar la guerra. Mrs. Lehntman entró en la estancia relajada y de buen humor, y encontró allí a Anna contraída, callada y muy blanca. —Hacía tiempo que no la veíamos por aquí, Anna —la saludó cordialmente Mrs. Lehntman—. Estaba empezando a inquietarme por su salud. ¡Dios mío, qué calor hace hoy! Vamos a la sala de estar, Anna, mientras Julia nos prepara un té bien helado. Anna siguió a Mrs. Lehntman a la estancia vecina en tenso silencio; una vez allí, no tomó asiento, como la invitaban a hacer. Como siempre ocurría con Anna, cuando tenía que decir algo lo hacia con brevedad y acidez. Apenas podía respirar; las palabras le salían a sacudidas. —Mrs. Lehntman, estoy segura de que no es cierto eso que me ha dicho Julia de que se va a quedar con el hijo de esa tal Lily. Cuando me lo ha contado la he regañado por majadera. La excitación de Anna, totalmente auténtica, le impedía respirar y hacía que sus palabras salieran cortantes y a sacudidas. Los sentimientos de Mrs. Lehntman parecían ensancharle los pulmones; sus palabras salían con lentitud, pero con más encanto y desenvoltura aún que de costumbre. —Pero Anna —empezó—, ha de comprender que Lily no podía quedarse con su hijo porque está trabajando en el obispado. ¡Es un bebé tan lindo y encantador! ¡Ya sabe cuánto me gustan a mí los bebés! Además, he creído que tanto para Julia como para Willie será estupendo tener un hermanito. A Julia le encanta jugar con niños, y como yo estoy fuera todo el día y Willie está siempre callejeando, he pensado que un recién nacido sería una compañía ideal para ella. Anna, usted es la primera que se pasa la vida diciendo que Julia tendría que callejear menos; el bebé la obligará a quedarse más en casa. Anna iba palideciendo cada vez más de indignación y furia. —Mrs. Lehntman, no entiendo cómo se atreve a adoptar a un nuevo hijo cuando no puede educar decentemente a los dos que ya tiene. Fíjese en Julia; como no sea yo, nadie le indica lo que debe o no debe hacer. ¿Quién va a enseñarle a cuidar al bebé? No tiene el menor sentido de cómo hay que tratar a un niño. Y en cuanto a usted, se pasa el día en la calle y no tiene tiempo ni para sus propios hijos, así que, ¿para qué quiere responsabilizarse de los ajenos? Sabía que es usted una descuidada, pero nunca la hubiese imaginado capaz de una cosa así. No, Mrs. Lehntman, no tiene derecho a ocuparse de extraños cuanto tiene a dos hijos que están creciendo como las flores silvestres y que por añadidura tienen que arreglárselas con el poco dinero que gana usted, que como es una descuidada se lo gasta todo en seguida. Julia y Willie se hacen mayores y no está bien lo que ha hecho, Mrs. Lehntman, no, no lo está.
  • 26. 26 ¡Qué situación tan terrible! Anna nunca había hablado antes a su amiga con tanta sinceridad. Para Mrs. Lehntman todo aquello era más duro de lo que se podía permitir a sí misma escuchar. Si comprendía el auténtico significado de aquellas palabras tendría que pedirle a Anna que no volviera a poner los pies en su casa; y como apreciaba de verdad a Anna, estaba acostumbrada a depender de sus economías y su fuerza y además era incapaz de asimilar ninguna expresión de dureza debido a su dispersión, que le impedía captar nada que pudiera resultar cortante, se las arregló para comprender la reprimenda de un modo que le facilitara la siguiente respuesta: —Pero Anna, se toma demasiado en serio eso de que hay que estar todo el día vigilando a los hijos, minuto a minuto. Julia y Willie son estupendos, y juegan con los mejores niños del barrio. Si tuviera hijos propios, Anna, comprendería que no hay nada de malo en dejarles hacer un poco su voluntad. Julia se ha encariñado con este pequeñín tan precioso y dulce; sería una mala acción enviarlo ahora a un orfelinato, y usted sabe que tengo razón, Anna, porque me consta que le encantan los niños y que es usted demasiado buena con mi Willie. No, Anna; para usted es muy fácil decir que tendría que encerrar a este bebé tan lindo, cuando aquí puede crecer tanto más feliz. Estoy segura, Anna, de que usted sería la primera en no predicar con el ejemplo; usted sabe que no lo haría, Anna, aunque ahora hable con tanta dureza. ¡Dios mío, qué calor hace hoy! ¿Se puede saber qué pasa con el té helado, Julia? ¡Miss Annie lleva no sé cuánto rato esperando! Julia sirvió el té helado. Estaba tan excitada con la conversación que había oído desde la cocina que derramó una buena cantidad en la bandeja. Pero estuvo de suerte, porque Anna se había tomado aquel asunto tan a pecho que ni siquiera reparó en que en las huesudas, feísimas manos de la muchacha, aquellas manos atolondradas y torpes que siempre lo hacían todo mal, relucía un anillo nuevo. —Aquí tiene, Miss Annie —dijo Julia—. Tenga su vaso de té como a usted le gusta, bueno y fuerte. —No, Julia, no quiero tomar el té aquí. Tu madre no puede malgastar su dinero invitando a tés helados a sus amistades. No estaría bien. Voy a ver a Mrs. Drehten. Está haciendo todo lo que puede y matándose a trabajar para sacar adelante a sus propios hijos. Voy a verla ahora mismo. Adiós, Mrs. Lehntman, espero que la suerte no se le ponga en contra por hacer lo que no debe. —¡Dios mío, Miss Annie se ha vuelto loca! —exclamó Julia, mientras toda la casa se tambaleaba a consecuencia del colosal portazo que acababa de dar la buena de Anna al salir. Hacía ya varios meses que Anna se había convertido en íntima de Mrs. Drehten.
  • 27. 27 Mrs. Drehten había tenido un tumor y había acudido al doctor Shonjen para que se lo tratase. Durante sus visitas Anna y ella habían aprendido a tomarse afecto mutuamente. En su amistad no había habido ningún apasionamiento; lo suyo había sido un intercambio entre dos mujeres muy trabajadoras y amantes de las preocupaciones, una de ellas oronda y maternal, con el rostro agradable, suave, gastado, paciente y tolerante como corresponde a quien ha de obedecer a un marido alemán y apoyar y empujar a siete hijos robustos de ambos sexos, y, en cuanto a la otra, ya conocemos a la buena de Anna, con su cuerpo de soltera, su mandíbula firme, sus ojos claros, limpios y destellantes de humor y su rostro angulado, enjuto, reseco y amarillento. Mrs. Drehten llevaba una existencia hogareña, pacífica y dura. Su esposo era un cervecero decente y honrado donde los haya, pero con cierta tendencia a la bebida, lo que a menudo lo convertía en un ser desabrido, maloliente y desagradable. El resto de la familia estaba compuesto por cuatro varones fornidos, alegres y filiales y tres muchachas obedientes, trabajadoras y simplonas. El tipo de vida de aquella familia era el que aprobaba la buena de Anna, que a su vez era querida por todos ellos. Como tenía aquel sentido tan germánico de la supremacía del hombre, era dócil con el desabrido padre y rara vez le llevaba la contraria. Para la madre oronda, gastada, tolerante y enfermiza era una oyente compasiva, una consejera sabia y una ayuda eficaz. Los jóvenes también la querían. Los chicos siempre la estaban provocando y estallaban en carcajadas rugientes y estrepitosas cada vez que ella les devolvía sus punzantes pullas. Las chicas eran todas tan buenas que las broncas con ellas adoptaban la forma de buenos consejos, endulzados con nuevos adornos para sus sombreros, cintas y a veces, por sus cumpleaños, abalorios y bisutería. Allí fue Anna en busca de alivio tras el lamentable incidente en casa de su amiga, la viuda Mrs. Lehntman. No es que le contase la discusión a Mrs. Diehten. Nunca habría podido dejar al descubierto la profunda llaga que se había abierto en su idealizado afecto. Su asunto con Mrs. Lehntman era demasiado sagrado y doloroso para contarlo. Pero con aquella familia numerosa, que vivían en un movimiento atareado y diversidad de conflictos, podía silenciar la incomodidad y sufrimientos causados por su propia herida. Los Drehten vivían en el campo, en una de esas horrendas casas de madera que se construyen siempre por grupos en las afueras de las grandes ciudades. El padre y los hijos varones trabajaban en la cervecería y la madre y las hijas fregaban, cosían y cocinaban. Los domingos se lavaban a fondo y olían todos a jabón de cocina. Los hijos haraganeaban, vestidos de fiesta, por la casa o el pueblo, y en días especiales salían de picnic con sus chicas. Las hijas se pasaban la mayor parte del día en la iglesia, hechas un brazo de mar con sus vestidos feos y abigarrados y luego iban a pasear con sus amigas.
  • 28. 28 Todos regresaban a la hora de cenar; Anna era siempre bienvenida a las alegres cenas dominicales que tanto gustan a los alemanes. Anna y los hijos varones se dedicaban a lanzarse pullas unos a otros y a reír con carcajadas espontáneas y estrepitosas, las hijas hacían la cena y servían la mesa, la madre adoraba a todos sus hijos y el padre se unía a la fiesta diciendo esa palabra inoportuna que provoca cierta amargura pero que uno aprende a desoír como si no hubiera sido pronunciada. Era el bienestar de aquella casa lo que Anna buscaba aquella tarde de domingo estival, tras dejar a Mrs. Lehntman con su descuido. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas. No había nadie, excepto Mrs. Drehten, que estaba descansando en una mecedora en la perfumada y refrescante brisa estival. Anna se había acalorado en su caminata desde el coche de línea. Entró en la cocina a buscarse algo refrescante y luego salió a sentarse en los escalones de la entrada, cerca de Mrs. Drehten. El enfurecimiento de Anna había cambiado. Se había convertido en tristeza. Ahora, junto a Mrs. Drehten, tolerante, afable, dulce y maternal, la tristeza se tornó resignación y alivio. A medida que caía la tarde iban dejándose caer los jóvenes, uno a uno. Pronto se inició la jubilosa cena del domingo. No todo había sido alivio para nuestra Anna, en aquellos meses en que había frecuentado a Mrs. Drehten. Había tenido ciertas complicaciones con la familia de su hermanastro el panadero gordo. Su hermanastro, el panadero gordo, era un tipo curioso. Aquella criatura enorme, inflada, con las carnes a punto de reventar, apenas podía arrastrar el peso de su ingente masa corpórea con sus piernas redondas y sus venas saltonas y abultadas. Ni siquiera trataba ya de caminar. Solía ir de silla en silla, apoyándose en su sólido bastón y vigilando a sus subordinados. Los días de fiesta y algún que otro domingo salía con su furgón de reparto. Iba a casa de sus clientes, uno por uno, a obsequiarles con un pan de pasas tierno y dulce. En cada casa lograba, tras muchos gemidos y jadeos, apear del furgón su ingente masa; su rostro redondo, aplastado y bonachón, coronado por el negro cabello, aparecía brillante con la transpiración oleosa, el orgullo de la faena cumplida y el placer de la amabilidad. Subía las cuestas renqueando con ayuda de su sólido bastón, se desplomaba en la primera silla que encontraba en la cocina o en el salón, según el rango de cada morada, y desde su asiento le ofrecía resoplando a la dueña o a la cocinera el dulce pan de pasas alemán que le entregaba su ayudante. Anna nunca había sido clienta suya. Siempre habían vivido en barrios distantes entre sí, pero él nunca la había olvidado en sus promociones; siempre había acudido personalmente a darle su pan de pasas festivo.
  • 29. 29 Anna le tenía afecto a su hermanastro. Nunca llegó a conocerle demasiado bien, porque él hablaba poco en general y nada con las mujeres, pero a ella le parecía un hombre honrado, bueno y amable que nunca interfería en asuntos ajenos. AAnna le venía muy bien el pan de pasas porque durante el verano ella y la criada podían alimentarse con él y no tenían que estar siempre comprando el pan con el dinero de la casa. Pero a Anna no le iban las cosas tan bien con los demás miembros de la familia de su hermanastro. La familia de su hermanastro estaba compuesta, además de él, por su mujer y sus dos hijas. AAnna nunca le gustó la mujer de su hermanastro. La mayor de las dos hijas se llamaba Anna, como su tía. AAnna nunca le gustó la mujer de su hermanastro. Siempre se había portado bien con Anna y nunca se había metido en sus asuntos. Siempre se había alegrado de verla y le había hecho amenas sus visitas; pero no había conseguido ganarse el favor de la buena de Anna. Anna no les profesaba mucho afecto a sus sobrinas. Nunca las abroncó ni intentó guiarlas por el buen camino. Nunca hizo críticas ni interfirió en el gobierno de la casa de su hermanastro. Mrs. Federner era una mujer atractiva y próspera. Quizá era un poco dura y fría en el fondo, pero siempre se esforzaba por parecer agradable, buena y amable. Sus hijas estaban bien educadas; eran calladas y obedientes e iban bien vestidas. Pero a nuestra Anna no le gustaban ni ellas, ni su madre, ni la forma de hacer de ninguna de ellas. Los Federner nunca parecieron censurar la devoción de Anna por su amiga ni sus desvelos por ella y sus hijos. Mrs. Lehntman, Anna y los sentimientos de ambas estaban por así decirlo por encima del alcance de su ataque. Pero Mrs. Federner poseía una de esas mentes y lenguas que todo lo enturbian. No es que pusiera las cosas negras, no llegaba a tanto; sólo les sacaba punta y las tiznaba un poco exteriormente. Tenía el don especial de hacer que hasta el rostro del Todopoderoso pareciera granujiento y áspero. Algo similar era lo que hacía con sus amistades, aunque no con intención de interferir. Eso de que Mrs. Federner nunca trataba de inmiscuirse había sido particularmente cierto en lo concerniente a Mrs. Lehntman. Pero la amistad de Anna con los Drehten ya era harina de otro costal. ¿Por qué tenía Mrs. Drehten, una trabajadora pobre y vulgar, cuyo marido trabajaba al servicio de otros fermentando cerveza, bebía más de la cuenta y no era lo que se dice un alemán floreciente y honesto; por qué tenían Mrs. Drehten y sus feísimas hijas que estar siempre recibiendo obsequios de la hermana de su marido, cuando este último había sido tan bueno siempre con Anna y hasta le había puesto su nombre a una de sus hijas? Los Drehten no eran más que unos extraños que nunca harían nada de provecho. No, Anna no obraba bien.
  • 30. 30 Mrs. Federner era demasiado lista para decirle todo aquello a la hermanastra de su marido, irascible y obstinada; pero no perdía ocasión de darle a entender a Anna lo que opinaban ella y los suyos. Era fácil ennegrecer a los Drehten, dada su pobreza, la tendencia a la bebida del marido, la holgazanería y falta de iniciativa de los hijos varones, la espantosa fealdad de las muchachas, que se vestían con ayuda de Anna y pretendían parecer elegantes, y la debilidad, pobreza y dedicación al trabajo de la enfermiza madre, tan fácil de degradar con grandes dosis de piedad despectiva. AAnna le resultaba difícil contraatacar, porque Mrs. Federner siempre acababa diciendo: —Y tú, Anna, una santa con ellos. No sé cómo se las arreglarían si tú no estuvieses siempre ayudándoles. ¡Eres tan estupenda, Anna, y tienes tan buen corazón! Igual que tu hermano; le das todo lo que tienes a cualquiera que venga a pedírselo. Pero es vergonzoso que te lo acepten quienes ni siquiera son parientes tuyos. Pobre Mrs. Drehten, es una buena mujer; para ella debe ser terrible tener que vivir de prestado mientras su marido se lo gasta todo en bebidas. Ayer mismo le comentaba a Mrs. Lehntman que nunca me había inspirado nadie tanta lástima como Mrs. Drehten y que tú eres muy caritativa de estar siempre ayudándola. Aquellas palabras se tradujeron en un reloj de oro con cadena para su ahijada como regalo de cumpleaños, que era al mes siguiente, y una sombrilla de seda para la hermana mayor. Pobre Anna, no las quería demasiado, a aquellas sobrinas suyas que eran su única familia. Mrs. Lehntman nunca tomaba parte en aquellos ataques. Mrs. Lehntman era dispersa y descuidada, incapaz de hacerse venir el agua a su molino; además, se sentía demasiado segura de los sentimientos de Anna para tener celos de sus otras amistades. Todo este tiempo Anna llevó una existencia feliz junto al doctor Shonjen. Se pasaba el día muy atareada guisando, ahorrando, cosiendo, fregando y abroncando. Era por la noche cuando más feliz se sentía, viendo que a su doctor le gustaban las gangas que había comprado y los deliciosos platos que le tenía preparados. A la hora de cenar, cuando le contaba los acontecimientos del día, él la escuchaba y reía de buena gana. El doctor, por su parte, parecía estar cada vez más encantado con Anna; durante aquellos cinco años le aumentó la paga varias veces por iniciativa propia. Anna se sentía satisfecha con 1o que tenía y agradecida con el doctor por todo lo que hacía por ella. Así que la vida de Anna, hecha de servicio y dádiva, transcurría entre penas y alegrías. La adopción del bebé no puso fin al sentimiento de amistad de Anna con la viuda Mrs. Lehntman. Ni la buena de Anna ni la descuidada Mrs. Lehntman habrían roto una con otra como no fuera por una causa de la máxima gravedad.
  • 31. 31 Mrs. Lehntman fue el único elemento romántico que conoció Anna en toda su vida. Una cierta brillantez magnética tanto en su persona como en su forma de actuar hacían de Mrs. Lehntman una de esas mujeres que caen bien a las otras. Además, era generosa, buena y honesta, a pesar de su dejadez. Confiaba en Anna y la quería más que a cualquier otra de sus amigas, y a Anna aquello le calaba hondo. No, Anna no podía romper con Mrs. Lehntman; pronto estuvo más atareada que nunca dándole instrucciones a Julia para que cuidase como era debido a su hermanito Johnny. En aquella época se hjaron nuevos esquemas en la mente de Mrs. Lehntman, y Anna tenía que escuchar sus planes y ayudarla a llevarlos a la práctica. Lo que más le gustaba de su trabajo a Mrs. Lehntman era ayudar a dar a luz a muchachas jóvenes con complicaciones. Solía quedárselas en su casa hasta que podían volver al hogar o al trabajo y pagarle sus cuidados poco a poco. Anna siempre había ayudado a su amiga, porque como a todas las mujeres honestas de clase humilde le parecía muy cruel no echarle una mano a una muchacha; no a las que eran realmente malas, a ésas las condenaban y odiaban con el corazón y con palabras, sino a las jóvenes honradas, decentes, buenas y trabajadoras que se metían en complicaciones por atolondramiento. A aquellas muchachas a Anna le gustaba entregarles su dinero y su fuerza. A Mrs. Lehntman se le ocurrió que valía la pena mudarse a una casa más espaciosa donde poder albergar a las muchachas y trabajar con más desahogo. AAnna no le gustaba el plan. Anna nunca había sido arriesgada. “Ahorra y así tendrás el dinero que hayas ido guardando”; eso era lo único que sabía. No es que luego ella actuase de este modo. Se pasaba la vida ahorrando para que al final fuese a parar a unos y otros, a los apurados y a los felices, al enfermo, al moribundo y al desposado, o al joven con ilusión, el dinero ahorrado que tanto le había costado ganarse. Anna no acababa de ver claro cómo se las iba a arreglar Mrs. Lehntman para mantener una casa grande. En la casita donde daba cobijo a las muchachas ya no le iban las cosas demasiado bien, y en una de mayor tamaño iba a tener muchos más gastos. Todo eso Anna no alcanzaba a verlo claro. Un día que fue a visitar a Mrs. Lehntman, esta última le dijo: —Anna, se acordará de aquel caserón tan bonito que había por alquilar a una manzana de aquí. Ayer lo tomé por un año. Pagué un anticipo, ya sabe, sólo para tenerlo seguro, y ahora puede usted acabar de arreglarlo todo a su manera. La autorizo para que haga lo que quiera. Anna sabía que era ya demasiado tarde. Sin embargo, replicó: —Pero Mrs. Lehntman, me prometió que no iba a mudarse hace sólo una semana. ¡Oh, Mrs. Lehntman! ¡Nunca la habría imaginado capaz de una cosa así! —Sabía muy bien que era ya demasiado tarde.
  • 32. 32 —Ya, ya; pero es una casa tan estupenda, Anna. Justo lo que necesito. Sabe, es que fueron otras personas a verla y me dijeron que si no la alquilaba yo lo harían ellos. Como usted había dicho que era muy apropiada... Yo habría querido consultarla, claro, pero no hubo tiempo. Además sé que todo irá bien sin necesidad de pedirle ayuda a nadie; bueno, sólo una pequeña ayuda al principio para montarla. Eso es todo, Anna, una pequeña ayuda al principio y toda saldrá a las mil maravillas, estoy segura. Ya verá como tengo razón. La autorizo a arreglarla como mejor le parezca, porque en sus manos quedará preciosa. ¡Tiene usted tan buen gusto para estas cosas! Quedará todo fantástico. Ya verá, Anna, como tengo razón. Desde luego Anna le dio el dinero, a pesar de no creer que aquello fuese bueno. En realidad opinaba que la idea era desastrosa. Mrs. Lehntman nunca le sacaría ningún provecho a la casa y le costaría un dineral mantenerla. ¿Pero qué podía hacer la pobre Anna? Recuerden que Mrs. Lehntman era el único elemento romántico que Anna había conocido en toda su vida. La fuerza de Anna para controlar lo que se hacía en casa de Mrs. Lehntman no era ya lo que había sido antes de la llegada del pequeño Johnny, el hijo de Lily. Para Anna aquello había constituido una derrota. No había habido una pugna abierta, pero era patente que Mrs. Lehntman había vencido. Mrs. Lehntman necesitaba tanto a Anna como Anna a Mrs. Lehntman, pero estaba más dispuesta a arriesgarse a perder a Anna; así que el poder de control de la buena de Anna se fue debilitando. En la amistad, el poder siempre tiene una curva descendente. La fuerza para gobernar se va elevando hasta que llega un momento en el que se cesa de vencer y, aunque no se pierda tampoco, desde el mismísimo instante en que la victoria ya no es segura, el poder va perdiendo intensidad. Sólo cuando existen lazos muy estrechos, como por ejemplo en el matrimonio, la influencia de una de las partes puede aumentar ininterrumpidamente con los años sin que llegue nunca la caída. Eso es algo que ocurre siempre que no hay escapatoria. La amistad es una cuestión de favor. Siempre existe el peligro de una ruptura o de la intromisión de un poder más fuerte. La influencia sólo puede convertirse en una marcha imparable cuando la separación definitiva es imposible. Anna dependía de Mrs. Lehntman, y esta última necesitaba a Anna, pero sabía que siempre encontraría otras soluciones y además, si Anna se había rendido en una ocasión volvería a hacerlo; así que, ¿qué tenía que temer Mrs. Lehntman? Mientras no habían luchado abiertamente, Anna había sido la más uerte. Ahora Mrs. Lehntman podía ofrecer más resistencia. Además, conocía los sentimientos de Anna. Anna nunca abandonaría a una persona que necesitase su ayuda. La pobre Anna no tenía un “no” para nadie. Y, por otra parte, Mrs. Lehntman era el único elemento romántico que Anna hubiera conocido jamás. El romanticismo es un gran ideal y uno se siente muy solo cuando ha de seguir adelante sin él.
  • 33. 33 Así que la buena de Anna se gastó todos sus ahorros en la casa nueva, a pesar de estar convencida de que su amiga no obraba bien. Durante bastante tiempo estuvieron muy atareadas con la casa. La casa se tragó todos los ahorros de Anna, porque, una vez hubo empezado a embellecerla, no cejó hasta que quedó todo como a ella le pareció más de acuerdo con el propósito para el que se había alquilado. De alguna manera fue Anna quien realmente demostró más interés por la casa. Mrs. Lehntman, ahora que el mal ya estaba hecho, parecía desanimada e indiferente; su pensamiento se tornó más agitado, su actividad más incansable y su atención más dispersa aún que antes. Siguió siendo buena y amable con los suyos, dejándoles hacer lo que les viniera en gana. AAnna no le pasó desapercibido que Mrs. Lehntman tenía algo nuevo en la cabeza. ¿Qué era lo que tanto la inquietaba? Ella insistía en que eran imaginaciones de Anna y en que no tenía ningún problema, ahora que todo el mundo era tan bueno con ella y que la casa estaba quedando preciosa. Pero algo le pasaba, algo malo. Anna averiguó gran parte de lo que pasaba por la mujer de su hermanastro, Mrs. Federner, que siempre hablaba y hablaba. A través de la nube producida por el polvo, el trabajo y la colocación de los muebles del caserón, y a través de la mente trastornada de Mrs. Lehntman y de las oscuras insinuaciones de Mrs. Federner, ante los ojos de Anna se perfiló la figura borrosa de un hombre, un médico conocido de Mrs. Lehntman. Anna no conocía a aquel hombre, pero últimamente había oído hablar de él con frecuencia, aunque no a su amiga la viuda Mrs. Lehntman. Anna sabía que Mrs. Lehntman lo había convertido en un misterio, y en aquella época Anna no tenía la bastante fuerza para desvelarlo con energía. Era Mrs. Federner quien hacia insinuaciones desagradables y de lo más oscuras. Incluso la buena de Mrs. Drehten hablaba de ello. Mrs. Lehntman nunca habló del nuevo médico más de lo estrictamente necesario. Todo aquello estaba resultando muy misterioso y desagradable, y a la buena de Anna se le hacía difícil soportarlo. AAnna las complicaciones le sobrevinieron todas a la vez. En casa de Mrs. Lehntman flotaban el desaliento y la ocultación de un hombre misterioso, acaso perverso. En casa del doctor Shonjen empezaban a vislumbrarse los primeros síntomas del interés del médico por una mujer. De esto último Mrs. Federner también le hablaba con frecuencia a la pobre Anna. El doctor pronto se casaría, a juzgar por lo mucho que frecuentaba la casa de Mr. Weingartner, cuya hija, como todo el mundo sabía, se había enamorado del doctor. Aquella temporada la sala de estar de casa de su hermanastro se convirtió para Anna en una cámara de tortura. Y lo peor de todo era que su cuñada tenía buenas razones para contar lo que contaba. El doctor tenía aspecto de boda y Mrs. Lehntman actuaba de una forma muy extraña.
  • 34. 34 Pobre Anna. Eran tiempos difíciles, y era mucho lo que sufría. El problema “doctor” fue el primero en evidenciarse. Era cierto que se había prometido e iba a casarse pronto. El mismo se lo comunicó a Anna. ¿Qué iba a hacer ahora la buena de Anna? El doctor Shonjen quería desde luego que se quedase. Anna se sentía muy triste con todas aquellas complicaciones. Sabía que en aquella casa todo iría mal cuando se casase, pero no tenía suficiente fuerza para ser firme y marcharse. Por fin prometió hacer lo posible por quedarse. El doctor no tardó en casarse. Anna embelleció la casa y la limpió con la esperanza de poder quedarse. Pero la esperanza pronto se desvaneció. Mrs. Shonjen era una mujer arrogante y desagradable. Exigía servicio y atención constantes, pero nunca tuvo un simple “gracias” para un subordinado. Los criados de toda la vida del doctor no tardaron en marcharse. Anna le explicó a su patrón qué estaba ocurriendo y cuál era la opinión de la servidumbre acerca de su esposa. Anna se despidió tristemente y se marchó. Anna no sabía qué hacer. Tenía la posibilidad de ir a Curden junto a su Miss Mary Wadsmith, que le escribía con frecuencia para decirle lo mucho que la necesitaba. Pero seguía temiendo las intromisiones de Miss Jane. Además, no podía irse de Bridgepoint y dejar tirada a Mrs. Lehntman, por desagradable que le resultase ir a verla. Anna oyó hablar de Miss Mathilda a un amigo del doctor. De momento vacilaba ante la posibilidad de trabajar para la tal Miss Mathilda. No le parecía aconsejable volver a trabajar para una mujer. Le había ido muy bien con Miss Mary, pero no creía que pudiese encontrar otra igual. La mayoría de las mujeres eran unas entrometidas. Anna se enteró de que Miss Mathilda era una mujer rubicunda; no tanto como su Miss Mary, pero rubicunda al fin y al cabo. Era así como le gustaban a ella. No soportaba a las criaturas flacas, menudas y activas, que se pasaban el día yendo y viniendo, husmeándolo todo. Anna no acababa de decidirse, no sabía qué era 1o mejor para ella. Le quedaba el recurso de dedicarse a coser para ganarse la vida, pero no era aquél el tipo de trabajo que más le gustaba. Mrs. Lehntman insistía en que aceptara el puesto en casa de Miss Mathilda, porque estaba segura de que allí era donde se encontraría mejor; pero la buena de Anna vacilaba. —Bien, Anna —dijo un día Mrs. Lehntman—, le diré lo que vamos a hacer. La acompañaré a consultar a una adivina; quizá ella nos revele el camino que debe tomar. Era pecado ir a consultar a una adivina. Anna había sido educada en su Alemania natal en la religión católica, y sus sacerdotes solían decir en sus sermones que era pecado hacer algo así. ¿Pero qué otra cosa podía hacer la buena de Anna? Estaba confusa, preocupada y desilusionada por lo terrible que era la vida a pesar de sus constantes esfuerzos por actuar lo mejor posible.
  • 35. 35 —Muy bien, Mrs. Lehntman —accedió por fin—, iré con usted a ver a esa mujer. La mujer en cuestión era médium. Su casa estaba en los barrios bajos de la ciudad. Mrs. Lehntman y la buena de Anna fueron a consultarla. Fue la médium en persona quien les abrió la puerta. Era una mujer desgarbada, polvorienta y desaliñada, con mirada acariciadora, persuasiva y penetrante y el cabello grasiento. La adivina les franqueó la entrada de su casa. La puerta de la calle daba directamente al salón, como ocurre siempre en las casas pequeñas del sur. Cubría el suelo una gruesa alfombra floreada. Toda la estancia estaba llena de objetos polvorientos hechos a mano. Algunos colgaban abiertos de la pared, otros estaban tirados sobre los asientos, los respaldos de las sillas, las mesas y esas estanterías baratas que tanto gustan a los pobres. Por todas partes había chucherías de las que se rompen; muchas estaban rotas. El lugar estaba sucio y resultaba sofocante. Ninguna médium utiliza el salón para hacer su trabajo. Siempre es en el comedor donde se sumen en sus trances. En todas esas casas el comedor es la sala de estar en invierno. Tiene una mesa redonda en el centro, cubierta por un tapete estampado de lana que poco a poco ha ido embebiendo la grasa de tantos almuerzos, porque aunque siempre se debería quitar para comer, resulta más cómodo extender el mantel sobre él que sustituirlo por el hule que todo el mundo tiene. Las sillas tapizadas y descoloridas son de madera oscura y carcomida. La alfombra se pega bajo los pies debido a los restos de comida que han ido cayendo desde la mesa, el fango seco que se ha ido desprendiendo de los zapatos y el polvo que se ha ido amontonando con el tiempo. El papel de la pared, antes verde oscuro, se ha ido poniendo de un gris ahumado, deprimente y sucio. En toda la estancia se respira el olor a potaje de cebolla y carne grasienta. La médium llevó a Mrs. Lehntman y a nuestra Anna al comedor, una vez hubo averiguado el motivo de su visita. Se sentaron las tres alrededor de la mesa y la médium se sumió en su trance. Primero cerró los ojos y luego los abrió de par en par, carentes de vida. Respiró profundamente varias veces, sofocándose y tragando saliva con dificultad. Alzó y agitó la mano hacia atrás y por fin empezó a hablar lentamente con tono monótono y muerto. —Veo —veo —no os echéis encima mío— veo —veo— está pensando en algo —no sabe siquiera hacerlo. Veo —veo —no os echéis encima mío— veo —veo —no está segura —veo —veo —una casa rodeada de árboles —en la oscuridad —por la tarde —veo —veo —entra en la casa —veo —ahora sale —todo irá bien —vaya y hágalo —haga lo que no se decide a hacer— todo saldrá bien —es lo mejor y debería hacerlo ahora mismo. Calló, inhaló con dificultad, sus órbitas se centraron, tragó saliva y volvió en sí, tan pegajosa y desaliñada como antes.
  • 36. 36 —¿Le ha dicho el espíritu lo que quería oír? —preguntó. Mrs. Lehntman respondió que sí, que le había revelado a su amiga lo que ansiaba saber. Anna se sentía incómoda en aquella casa por superstición, por miedo a su buen sacerdote y por asco de la suciedad y la grasa; pero estaba satisfecha porque ahora ya sabía qué hacer. Anna le pagó a la adivina y las dos amigas abandonaron la casa. —¿Ve Anna, como ya se lo decía yo? El espíritu se lo ha confirmado. Debe aceptar el puesto en casa de Miss Mathilda, que es lo que le aconsejé yo que hiciera, porque es lo mejor para usted. Esta misma noche iremos a hablar con ella. ¿No está contenta de que la trajera hasta aquí, Anna, ahora que ya sabe qué hacer? Aquella misma tarde Mrs. Lehntman y Anna fueron a ver a Miss Mathilda. Miss Mathilda vivía con una amiga en una torrecita rodeada de árboles. Había salido, así que no podía hablar con Anna. Si no hubiese sido porque era noche cerrada y la casa estaba rodeada de árboles, y porque Anna se encontró a sí misma entrando y saliendo como había anunciado la adivina aquel mismo día; si no hubiese ocurrido, en suma, lo que la médium había predicho, la buena de Anna nunca se habría colocado en casa de Miss Mathilda. Anna no vio aquella tarde a Miss Mathilda. No le gustó la amiga que habló con ella en su nombre. Se trataba de una mujer morena, dulce, afable, menuda y maternal, que se sentía fácilmente satisfecha de su trabajo y era muy buena con los criados; pero como actuaba en nombre de su joven amiga, la descuidada Miss Mathilda, debía cuidarse de examinar bien a Anna y asegurarse de que todo iba a salir bien y de que la futura sirvienta cumpliría lo mejor posible. Le preguntó acerca de su manera de hacer, sus intenciones, sus gastos, la frecuencia de sus salidas y sus aptitudes como lavandera, cocinera y costurera. La buena de Anna apretó los dientes para aguantar y apenas abrió la boca. Fue Mrs. Lehntman quien salvó la situación. La buena de Anna se fue corroída por el resentimiento y la amiga de Miss Mathilda, por su parte, se quedó pensando que no era la persona más indicada. Sin embargo, Miss Mathilda estaba ansiosa por empezar, y Anna sabía que la médum le había dicho que tenía que ser así. Ademas estaba Mrs. Lehntman, que insistía en que aquello era lo mejor que podía hacer. Así que por fin Anna le envió una nota a Miss Mathilda diciéndole que si estaba de acuerdo empezaría a prueba. Así se inició para Anna una nueva vida al cuidado de Miss Mathilda. Anna arregló la casita de ladrillo rojo donde iba a vivir Miss Mathilda y la dejó limpia, reluciente y acogedora. Se instaló allí con su perra Baby y su loro. Contrató a Lizzie como criada y pronto estuvieron todos felices y contentos. Bueno, todos menos el loro, cuya voz chillona molestaba a Miss Mathilda. Baby no era problema, pero el loro estaba de más. Como Anna tampoco le había tomado nunca mucho aprecio, lo dejó al cargo de las chicas de Drehten.
  • 37. 37 Antes de poder quedarse en paz en casa de Miss Mathilda Anna tuvo que confesarle a su sacerdote alemán lo que había hecho, lo mala que había sido y lo decidida que estaba a no pecar nunca más. Anna creía en Dios con todas sus fuerzas. El destino le había deparado vivir siempre con personas no religiosas, pero eso nunca la preocupó. Rezaba siempre por ellas, como debe ser, y estaba segura por otra parte de que eran buena gente. Al médico, al igual que a Miss Mathilda, le divertía hacerla rabiar contándole sus dudas pero Anna, impregnada del espíritu tolerante de su iglesia, nunca pensó que aquello fuera malo. AAnna le resultaba difícil saber siempre por qué las cosas iban mal. A veces sus lentes se rompían y sabía que era porque no había cumplido con sus deberes religiosos como era su obligación. Había días que tenía tanto trabajo que ni siquiera le quedaba tiempo de ir a misa. Cuando eso ocurría siempre pasaba algo malo. Se ponía de un humor irascible y sus gestos se volvían torpes e inseguros. Todo el mundo sufría y los lentes acababan por romperse. Era un fastidio, porque el arreglo era muy caro. Pero de algún modo aquella desgracia ponía fin a su malestar, porque sabía que había sido un castigo a su mal comportamiento. Mientras podía abroncar a unos y otros eran los demás los que le parecían descuidados y atolondrados, pero al rompérsele los lentes empezaba a ver con claridad que era ella quien se había portado mal. No, no valía la pena dejar de actuar como era debido, porque al final las cosas siempre se complicaban y le costaba dinero repararlas, y eso era algo que la buena de Anna no soportaba. Anna cumplía casi siempre con sus deberes. Iba a misa y realizaba sus tareas cristianas puntualmente. Desde luego nunca le confesó al sacerdote los embustes que les contaba a los demás por su bien ni sus regateos para obtener lo que quería más barato. Cuando Anna le explicaba estas historias a su doctor y más tarde a su adorada Miss Mathilda, en sus ojos se reflejaba siempre una expresión risueña, de pura comicidad, al contar que había dicho esto y lo otro, y que ahora ya no tendría que confesarse con el sacerdote, porque no había incurrido en ningún pecado. Pero Anna sabía que había hecho mal yendo a consultar a una adivina. De aquello tenía que confesarse, y estaba dispuesta a cumplir la penitencia. Así lo hizo, y empezó su nueva vida de obligar a Miss Mathilda y a los demás a actuar como era debido. Sí, la época que pasó cuidando a Miss Mathilda fue la más feliz de la vida fuerte y atareada de nuestra Anna. Con Miss Mathilda Anna se ocupaba de todo; la ropa, la casa, los sombreros, lo que debía ponerse, lo que debía hacer y cuándo debía hacerlo. No había nada que Miss Mathilda no dejase en manos de Anna, sintiéndose satisfecha de que fuera así.
  • 38. 38 ¡Anna abroncaba, guisaba, cosía y ahorraba tan bien! Y por otra parte Miss Mathilda gastaba tanto, que mantenía a Anna siempre ocupada abroncándola por los objetos que compraba, que además le daban demasiado trabajo, tanto a ella como a la criada. Pero gracias a todas aquellas broncas Anna se sentía orgullosa, hasta extremos insospechados, de su adorada Miss Mathilda y de todos sus conocimientos y pertenencias, y no dudaba en estar siempre repitiéndoselo a sus amistades. Sí, aquella época fue la más feliz de la vida de Anna, a pesar de los enormes disgustos que se llevó con sus amigas. Pero esos disgustos no hirieron a Anna como lo habrían hecho varios años atrás. Miss Mathilda no fue un elemento romántico en la vida de la buena de Anna, pero Anna le profesaba tanto afecto que casi llegó a sentirse colmada como si lo fuera. Suerte tuvo Anna de que su vida junto a Miss Mathilda fuera tan feliz, porque en esa época se estropearon las cosas con Mrs. Lehntman. El médico que había aprendido a conocer era desde luego un hombre perverso además de misterioso, y dominaba a la viuda y comadrona Mrs. Lehntman. Anna no veía ahora nunca a Mrs. Lehntman. Mrs. Lehntman tomó prestado más dinero y le firmó a Anna un pagaré; a partir de entonces Anna dejó de verla por completo. Nunca más fue a visitarla. Julia, aquella muchacha desmañada, alta, buena, rubia y estúpida, venía a verla a menudo, pero poco podía contarle de su madre. Desde luego daba la impresión de que Miss Lehntman había tomado el camino. A la buena de Anna le dolía mucho pensarlo, pero aún le habría dolido más si Miss Mathilda no hubiese significado tanto para ella en aquellos momentos. Miss Lehntman fue de mal en peor. El doctor, aquel hombre misterioso y perverso, tuvo serias complicaciones por hacer cosas que no estaban bien. Mrs. Lehntman estaba involucrada en el feo asunto. Fue de lo más terrible pero al fin consiguieron, el doctor y Mrs. Lehntman, salir bien parados. Todo el mundo lamentaba lo de Mrs. Lehntman. Había sido una persona excelente antes de conocer a aquel doctor, e incluso ahora no era mala del todo. Durante varios años Anna no volvió a ver a su amiga. Pero Anna no tardó en encontrar a otras personas con las que entablar amistad; personas que, con esa bondad proverbial en los pobres, se gastaban sus ahorros y devolvían promesas en vez de dinero. No es que Anna llegase nunca a pensar que se volverían honestos, pero cuando ni actuaban bien, ni le pagaban sus deudas, ni mejoraban con sus atenciones, Anna se ponía amargada con el mundo entero. No, ninguno de ellos tenía el menor sentido de lo que estaba bien. Así que Anna se desesperaba una y otra vez.