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TU PRESENCIA
DE HECATOMBE




Vicente González Navarro




         Ediciones
Tu presencia de hecatombe, de Vicente González Navarro

De esta edición, reservados todos los derechos
© Vicente González Navarro
vvvgonzalez@hotmail.com

Partida registral Nº 00714-2008 Asiento 01
Oficina de Derechos de Autor — INDECOPI

© Alejo Ediciones (de Mammalia Comunicación  Cultura)
  Teléfono: 566-2017
  Correo eléctrónico: santiagoaugustorisso@yahoo.es

Edición al cuidado de Santiago Risso
Diagramación: Consuelo Manrique

Tiraje: 500 ejemplares

Hecho el Depósito Legal
en la Biblioteca Nacional del Perú: 2008-13297

Lima, Perú
Diciembre de 2008
Para esa gente fabulosa que predica con el ejemplo
«Todo esto ocurrió, hasta el último verso, en Lima,
durante los horrorosos años noventa, únicos dignos de cantarse,
             cuando aparece una raza de insurgentes delirantes
                               que felizmente ya se extinguió».

                                                El Comercio,
                                       edición especial de fin de año
LA VOZ CANTANTE
I



Después de la masacre, la policía revisó sus efectos personales. Solo
yo estuve para recibirlos, Laura prefirió que fuera así. Eran algunas
pocas cosas: un portadocumentos con su libreta electoral, una foto
carné de una muchacha con uniforme escolar que no era Laura y
nada más. La ropa manchada de sangre se quedó como evidencia.
¡Ah! dentro de la libreta de tres cuerpos descubrí un papel recorta-
do a tijera que limitaba exactamente con los bordes del poema que
contenía. Aún así, era un trozo de papel doblado una y otra vez. El
poema llevaba como título «De amanecida.» El último verso había
sido tachado, pero aún legible el verso original decía «… porque
hasta la noche alegre va muriendo, cuando tiendes su mesa de blan-
co». Sin embargo, por respeto a la minuciosidad del autor trans-
cribiré la versión final: «Siempre te persignas con el mismo rezo/
como si explicarse debiera el verso/ La penitencia: dos avemarías
y una riña/ serás madre tú casi una niña/ tú, el timbre del recreo,
la magia/ el más inocente de los misterios/ Así la poesía afirma su
procedi—miento:/ seducción, secuestro, duelo: es el viento/ como
un sueño que se zafa de otro/ es el sueño que se ha desprendido/
Otro sueño, mi amor ¿has comprendido?/ porque te abrazo y mil
niños pobres/ conmigo cierran filas, porque la Tierra/ te precisa
para amanecer más temprano».

Lo conocí durante una víspera de navidades, hace varios años cuan-
do, urgido de un lugar donde vivir, se posesionó de un descampado
al lado de mi casa, donde en apenas una noche improvisamos su
vivienda (pese a mi deplorable estado de salud era lo menos que
podía hacer por él). Quién diría que entonces conocí a mi mejor ami-
go. El mismo amigo que acabo de perder. Poeta, temible decidor de
verdades. También un repentista como yo, que, de pronto, se desata-
ba recitando canciones con esa voz cavernosa fruto del cigarrillo,
que, apretado en la mano derecha, le acompañaba durante el verso.
El gesto digno como la forma de mirar, medio animal, medio hé-
roe, completaba esa primera visión de Buenaventura, nombre que
lo identificaba, o más bien lo perseguía como un remordimiento, a
decir de él.

Ambos coincidimos luego por el jirón de La Unión disfrazados de
Papá Noel. Su elevada estatura se prestaba para cumplir ese pa-
pel. Era el Papá Noel más destacado del grupo, por su tamaño, por
su risa estentórea, por el afecto espontáneo que demostraba con los
niños. El disfraz era exacto para él. En tanto yo, con una estatu-
ra promedio, la almohadilla en la panza, gafas y una cojera que se
pronunciaba más cuanto más avanzaba, parecía la copia bizarra de
Buenaventura. Ambos, como todos entonces, animados por un ca-
chuelo en diciembre. Sin embargo, la tienda de regalos que nos con-
trató no solo no nos pagó lo ofrecido, sino que nos denunció ante las
autoridades por amenazar el orden público. Por último, nos dijeron
que nos cobráramos con los juguetes de plástico que cargábamos.
¡Ah no! Esto no se iba a quedar así, Buenaventura y yo encabezamos
una manifestación singular. Treinta y tres hombres vestidos de Papá
Noel tomando la avenida. Las barbas blancas desprendidas y los
falsos vientres también. Más que una marcha de protesta parecía un
carnaval al que se sumaron niños y sus madres que no nos tomaban
en serio, pese a nuestros esfuerzos. Exigíamos nuestra paga antes
de que dieran las doce. Luego, todo sucedió muy rápido. La estafa
no era tal, la marcha blanquirroja no era pacífica según la policía y
si era justa eso no era parte de la discusión. Que soliviantábamos a
la multitud, que tuviéramos cuidado porque eran tiempos de cuida-
do. Siete horas en el calabozo de Monserrate fue nuestro merecido
escarmiento. Hasta que llegó ella, Laura, la mujer de Buenaventura
(¡otra aparición!) «Es Navidad, hágalo por las niñas»; le dijo al ofi-
cial. ¡Cómo no aceptar sus razones! ¡Cómo resistirse a Laura! Nos
dejaron libres, conservamos los disfraces, pasamos la Nochebuena
en paz, convirtiendo el cerro en el lugar más alegre de la Tierra.
Aquel día recibí la primera clase de anarquismo. Que el Estado debe
desaparecer, que está cerca el advenimiento de una raza solidaria.
Que la anarquía no es el desorden gratuito sino la base para una
sociedad fraternal. Una comunidad feliz como aquella que alguna
vez pobló París. Una libertad sin ataduras a la propiedad ni a la he-
rencia. Que la única autoridad, fuera la que dicte nuestra conciencia.
Toda una canción de libertad en medio de la borrachera navideña.
Que el Estado es una creación de la Iglesia que aprovechan ahora
los comunistas, esos traficantes de ideas. Ese era el evangelio según
Buenaventura. Llegará el momento, decía, cuando la moral bastará
para respetar al prójimo, y las leyes con toda su carga de represión
y amenaza resultarán innecesarias. Un grito de la naturaleza nos re-
prochaba desde el fondo qué habíamos hecho reprimiendo nuestros
deseos. Por eso la desilusión, la infelicidad. ¿Conjura? ¿Revolución?
¡Nada de eso! solo unas ganas incontenibles de cantar. Versos perse-
guidos los suyos, revelados. El idealismo más furioso, más poético,
más indefenso, tanto que le costó la vida.

Decidí conservar la foto y el poema, catorce versos, el último con
dos alternativas. Sospecho que debe de ser uno de esos poemas que
se leen con voz entrecortada; ahí estaba, siempre a la mano del poe-
ta, en el bolsillo de la camisa. Listos los versos para conmover, para
sorprender con dos remates distintos. Si a él nunca lo abandona-
ron a mí tampoco. Acaso recitarlos como rezando en la Taberna de
los Escribanos me permita ganarme dos cervezas más a cuenta del
dueño del negocio. Sigamos bebiendo. Yo no escribo, ya no. Otros
escriben. Yo canto. Yo soy la voz cantante.
II



Ventana pequeñita y redonda cuya luz mortecina consiente la tarde.
Ese es el paisaje y también una inacabable escalera a la intemperie,
para alcanzarlo. Ahí vivo, desde hace tanto tiempo que no recuerdo
otro lugar. Cordeles y cordeles que sortear, llenos de ropa puesta a
secar. Luego, una fila para ocupar el baño de todos, en fin la patria,
vista mejor desde estas alturas. Empero, el crepúsculo se convier-
te, de manera excluyente, en la fijación de la ventana, deslumbrón
alarido, un cilindro de luz buscando mi cara, revisando los filos,
despidiéndose en mis ojos, va muriendo de a pocos, por grados
cada vez más tenues, hasta desmoronarse en las tinieblas de aquella
habitación que como otras tres, de otras tantas familias, tugurizan,
esta improvisada y enorme azotea de la ciudad. Repito, no recuerdo
cómo vine a dar aquí, pero tengo sospechas. Una es mi nombre,
otra, los acontecimientos que mi memoria privilegia, empecinada-
mente, cada tarde al morir.

A propósito, más digno hubiera sido morir arrollado por algún
auto, en tanto escribía algún poema inédito sobre el empolvado de
las lunas de los parabrisas. Un verso por cada auto estacionado en
paralelo formando fila. «Versos que nunca serán mercancía» rezaba
el título del poema estampado sobre el Ford plateado que presidía
la fila de vehículos, de modo que al avanzar por la avenida el peatón
recorría todo el poema hasta llegar al último verso antes de doblar
la esquina o comenzar la próxima cuadra (... en ese estado de gracia
andaba ¡gulp!).

Otro ensayo poético cuyo recuerdo a menudo me asalta, son aquellos
nueve poemas en círculo perdidos hace tiempo, cuando sostenía que
ni la hoja de papel cuadriculaba el arrebato, el desenfreno de esos
poemas sin comienzo ni final. Era como la vida, todo da vueltas.
Escribir poemas en círculo significaba pocos versos y muy cortos,
casi de una o dos palabras, comenzar desde la izquierda hacia abajo
y luego subir para voltear a la izquierda de nuevo y coincidir en el
mismo verso del inicio. Un remolino del cual solo recuerdo el nú-
mero de círculos: nueve.

Otro recuerdo, me espanta. Llego a un cruce donde acaba la ave-
nida, escapo de alguien con un limpiaparabrisas en la mano. Los
semáforos no funcionan. El tráfico es insoportable y la policía no
aparece para dirigir el tránsito. Llevo una vida esperando cruzar.
Decido voltear a la izquierda, avanzo pero no puedo seguir. Un edi-
ficio demolido lo impide. Una señal sobre la única pared en pie que
la obra conserva, me indica que debo regresar por una paralela a la
avenida a través de un pasaje estrecho que la corta, para voltear a la
izquierda de nuevo y, de repente, estoy en el mismo lugar, a unos
pasos de ese cruce infernal otra vez. Estoy sitiado. Debo caminar
¿pero adónde?

Subo rengo, pero subo, como quien no teme por su vida, apenas
una cojera para toda la vida, la gente aquí me respeta. De pronto,
la ventana… que ahora sintoniza otra escena, una persecución, la
policía municipal acometiendo contra vendedores ambulantes aco-
rralados como yo. Decomiso, saqueo, desalojo, rapiña, mercancías
pateadas, frutas pisoteadas, esparcidas por el pavimento. Mentadas
de madre. Alguien cruza por el fuego cruzado, transeúnte distraído,
ahora por entre la avalancha de carretillas y la turba en retirada, que
le pasan por encima. Por entre las ruedas del tropel, un gigante que
se arriesga, otro peatón que al caído salva, mientras las carretillas
siguen pasando: celestes, verdes, amarillas.




                                  10
III



Bajar a pie a la avenida para ahorrarse un pasaje. Tomar por asalto
el primer ómnibus que pase. Para no pagar, avisarle al cobrador
la suerte, la gracia que se ofrece, el poema. «Déjame trabajar her-
manito, no seas malo». Empujado, empujar. Solicitar entonces la
atención del pasajero y su paciencia, delirar delante de todos a
viva voz los propios versos. ¿Explicarlos? ¡No faltaba más! Por úl-
timo, invocar una colaboración a favor del arte, un reconocimiento,
«una voluntad». ¿Vender versos? ¡Nunca! Solo una colaboración a
favor del arte. Luego un largo cuchicheo y por fin algún sencillo
que cae en la gorra y una promesa que el público me arranca: que
no vuelva más. Hasta que entendí que esos versos, los míos, servían
para todo menos para recitarlos, eran y son irrecitables (¿versos o
reversos? —me espetaba el conductor). Es así que decidí recitar
versos ajenos. Yo no escribo, ya no. Otros escriben. Yo canto. Yo
soy la voz cantante.

Un buen día acabé en un contrapunto de tangos a capella con un ve-
nerable anciano, compañero del arte, que como tantos desemplea-
dos compiten por la «voluntad» de los pasajeros en los vehículos
de transporte público de la ciudad. Por unos centavos daba igual
vender caramelos, canciones.

El duelo fue espectacular. Sombrero de hongo, zapatos que ha-
blan, registro quebrado y acento argentino. Mi rival: un octo-
genario de do sostenido, que hinchaba el pecho en cada altura
como un gallo despertando al mundo, recreando el viaje o vol-
viéndolo más insoportable aún. ¡Basta de inútil poesía!, ¡llegó la
hora del tango y el lunfardo! —trataba de convencerme. Casi lo
consigue.


                                11
«Cantando yo le di mi corazón, mi amor… cantando la encontré,
cantando la perdí, porque no sé llorar, cantando he de morir…»,
predecía el viejo. A lo que repliqué enseguida «Canta y no llores,
porque cantando se alegra, cielito lindo, los corazones…». Aquel
día mi asombro coronó de imaginario laurel la testa del anciano.
Nadie miraba al cielo como ese viejo por la ventana ¿Quién era el
poeta? Yo no sé si ganó la poesía o el tango. Solo sé que entre dos
alucinados ganó uno por abandono. Perdí.

Luego de abrazar al ganador, apuradamente, me lancé del estribo.
Sí, salté, pese a que el vehículo se encontraba en marcha, porque
sino la multitud me iba a arrojar por la ventana a puntapiés como
al ganador dos minutos antes, cuando pasaba con el sombrero a re-
coger la colaboración del público. «Ladrón de mierda, hijo de puta,
viejo ratero! ¡más sabe el diablo por viejo que por diablo!» —alcancé
a escuchar entre gritos. ¡Bah! La gente de ese ómnibus no sabe apre-
ciar el arte (No saben lo que hacen, pensé, pero que no los perdone
nadie). Ya sobre el asfalto, presa de mi despiste, medio descalabra-
do todavía, iba remedando al viejo.

No debo resignarme, debo averiguarme, recuperar mis recuerdos,
me repetía a mí mismo como dándome ánimos luego de lo ocurrido.
De pronto una extraña organiza mi ruta, otra extraña de un tiempo
a esta parte. Me alejo de mi destino, de la programación del día asal-
tando otro ómnibus (la sesenta eme o la veintidós che) para repetir
la escena del recitado a capella y hartar al público que se aparta, que
mira a otro lado, que se desentiende.

La ruta se vuelve sinuosa a este paso rengo. Persigo a una mucha-
cha, sí persigo el peligro, más bien persigo un rostro, un rostro que-
rido. Entonces, la ruta cambia hacia una calle muy estrecha por el
centro de la ciudad, que a su vez me lanza hacia cinco esquinas que
emergen no sé cómo. En una esquina se refugia la muchacha que
sigo, junto a otras mujeres no tan jóvenes más curtidas, eso creía.


.   Tango Cantando de Mercedes Simone.
. Cielito lindo ranchera que cantaba Pedro Infante.

                                           12
La joven perseguida me increpa, no tengo qué explicación ensayar.
Su cara hasta entonces querida, que en la confusión creí reconocer,
ahora es un conjunto de gestos obscenos que delatan su oficio. ¡No
tengo plata!, le digo, es la verdad. ¡Tampoco tengo!, repito indigna-
do, cuando me pide un reloj u otro objeto robado y le muestro mis
bolsillos vacíos. Ella vocifera, amenaza, hago un último esfuerzo por
recordar ese rostro ahora iracundo, pero tampoco su ira me resulta
familiar. ¡Cojo de mierda!, ¡lárgate!, me grita, y las demás putas le
hacen coro, mientras me arrancha las gafas. ¡Para algo servirá!, dice
resignada, enseñando sus uñas negras como sus pestañas atroces.
No, no es ella, ¡qué alivio!




                                 13
IV



Cada tarde tiene su propia música. Hoy por ejemplo me dejo llevar
por un único sonido de flauta, que trato de imitar silbando, como
siempre voy camino hacia la noche. Me escondo otra vez. Queda-
mos en vernos precisamente antes de que anochezca, en la esquina
de Colón con Wilson. Laura y yo sincronizamos nuestros relojes,
nadie debe llegar antes, es una forma de demostrar nuestro amor.
No ama más el que más se impacienta, el amor no siempre es un
desespero, dice Laura (pero yo desde que la conocí siempre estoy
desesperado por verla). Otra coincidencia que nos imponemos es
la noche, debemos vernos en el instante preciso que anochece. Sabe-
mos que nos siguen, otra razón que justifica estas casi precauciones
y, sin embargo, el recuerdo perenne de Laura siempre es el mismo:
la misma esquina, pero Laura entonces esperando, fue un martes de
hace años. Me hicieron demorar al salir del trabajo, debía catalogar
nuevos libros en la biblioteca, entonces odié como nunca los libros.
El camino hacia ella distaba tres cuadras, cruzar una avenida de do-
ble vía. Corrí y resbalé, la caída destrozó el codo de la manga derecha
de mi camisa, me incorporé, la tarde se esfumaba y yo no alcanzaba
la avenida Wilson, empujé a un peatón desprevenido, me disculpé,
no aceptó mis disculpas, me escupió y me mentó la madre. Arremetí
por la pista en sentido contrario a los carros, traté de cortar camino.
Fue en vano, no coincidimos, ella había llegado mucho antes. No
temí que no estuviera, sabía que me esperaría, había un canon sin
promesas entre nosotros que ambos profesábamos. Éramos uno, ¿no
es cierto, Laura? Siempre seríamos uno. Emergió de pronto, ape-
nas a unos metros de mis pasos, presidía el encuentro de dos calles
como dos piernas. Anulaba el paisaje, ella era todo el paisaje. Hasta
el tráfico tupido se descongestionaba entonces como escarmentado
por una menta. Ya era de noche y su presencia sonaba como una
batería redoblando en mi cabeza, percutiendo en mi corazón, en mis

                                  14
entrañas. Alta esperándome, indefensa esperándome, sin repro-
ches, enternecida por el pequeño drama que yo acababa de vivir y
que sospechaba por mi facha, por esta avidez… y qué hago si en vez
de preguntar por mi tardanza, me come a besos. Descubrí así que
la ternura era la hermana menor de la compasión, que Laura sentía
compasión por mí y yo... yo la amaba como ama un gigante. Hoy
nos volveremos a ver, como siempre.			




                               15
V




Una noche, mientras hacíamos tiempo para hacer el amor, es decir
esperar a que se durmiera la última de las niñas, yo le servía un
café y le contaba lo que se decía de Dimas. Los días de la invasión
por los años sesenta, cuando se sospechaba que Cerro Colorado, un
denuncio minero de un antiguo ministro de Educación o hijo de un
antiguo ministro de Educación, da igual, se encontraba disponible
y sobretodo cerca de la zona industrial de la ciudad. Por entonces,
Dimas convocó a los maestros sindicalizados primero y no sindica-
lizados después, y por fin a quienes tuvieran agallas para invadir la
cuesta. La mayoría de los invasores fueron maestros de escuela pú-
blica, pero los más facciosos y violentos eran los obreros textiles. La
cuesta quedó dorada de un día para otro por las esteras y luego roja
por las calaminas que justificarían el nombre de Cerro Colorado, no
obstante eso vendría luego, antes solo esteras y paredes empapela-
das con La Prensa o El Comercio; cuando casi de inmediato a la toma
del cerro vino la represión más salvaje, buscaban escarmentar a los
cabecillas. Perdieron la vida dos maestros. El gobierno no reconoció
las muertes. Pero ahí estaban Dimas y los suyos a pie firme.

Sin embargo el proyecto era más ambicioso, iba más allá. Había na-
cido de la solidaridad y así debía mantenerse, no necesitarían títulos
de propiedad los vecinos de Cerro Colorado, ni nada que los separa-
ra. Por eso, luego de dos años sin represión, volvieron las amenazas,
cuando llegaron, ahora los agentes municipales, para registrarlos.
Cerro Colorado había nacido del rechazo total a la autoridad y de
la fraternidad de trescientas cuarenta y tres familias unidas por la


. Los medios informaron que intervinieron fuerzas combinadas de la Policía y el
Ejército.	

                                         16
epopeya. Hazaña que debía ser contada a las generaciones venide-
ras para que conocieran del pacto que las une. Por ocurrencia de
Dimas todo era de todos y nada era de nadie. Como un inmenso
local comunal.

En la distribución de los lotes, la mayoría prefería la parte de abajo,
colindante con la avenida, sin embargo ese privilegio fue para los
mutilados producto de la invasión y las madres solteras, que ha-
bían luchado sin un hombre al lado y creado las ollas comunes que
luego dieron paso a los comedores populares esparcidos por todo
el cerro. Hasta que intervino el gobierno que todo lo contamina.
¡Todo!

Quién iba a creerlo —interrumpió Laura—, así que las madres de
Cerro Colorado crearon los comedores populares y de seguro las
polladas.

La organización de la vida en el cerro la planificó Dimas —eso dicen
y así lo reconoce la gente—, por ejemplo no había lote de menos de
quinientos metros cuadrados, ¡sí, señor! No más hacinamiento. Si los
ricos establecen esas dimensiones como mínimo para sus mansiones
por qué no nosotros —me contaba ayer Demetrio lleno de emoción—.
Casas grandes con jardines, y como era un cerro, mejor de un piso con
huerta, una, dentro de su casa y otra, la gran chacra de todos, que era
el real origen de esa propiedad; nada de denuncio minero que era el
cuento del ministro aquel, para que no se tocara su feudo. Calles con
seis metros de ancho, trazadas para el tránsito liviano, es decir, los
triciclos, las bicicletas y hasta para los animales. ¡Nada de gasolina!
Cada casa con puerta a la calle y de preferencia abiertas siempre para
los amigos.

Se había decretado un servicio comunal de jardinería no solo por
el placer que le da al espíritu trabajar la tierra, sino por obligación.
Dos años de servicio rural obligatorio para jóvenes de quince a
diecisiete años, y a los ancianos que lo quisieran también; pero
todo por consenso, nada por ley. Pues ¿qué era de lo que se acusa-
ba a los pioneros de esa utopía?: Precisamente no respetar la ley.

                                  17
«¡Bah!: leyes en manos del gobierno: inmensas redes de pescar»,
sentenció Buenaventura y siguió contando.

Las grandes decisiones se tomaban en asambleas porque era ese el
otro servicio comunal: la participación organizada de los vecinos
en el gobierno del lugar, para evitar desalojos y rapiña. Era la li-
bertad pura, Laura, la libertad espontánea que se busca en el fondo
del individuo. Porque reside en la inconciencia, en ese mar que nos
recuerda cómo antes fuimos felices sin otra autoridad que no fuera
nuestra incondicional fraternidad. Bueno —dijo Laura—, pero ese
ya es un discurso tuyo, vamos a dormir. Además hoy en Cerro Co-
lorado no hay jardines, solo tierra y polvo por todos lados, la gente
se dedica al comercio de baratijas, a la reparación de autos viejos,
por último a la venta de artículos para rezos y brujería, como nues-
tra vecina de al lado. Le desbarataron el programa a Dimas, qué
bueno que de eso él no se acuerda.

No más calles de doce casas por cuadra, ni pavimento, ni asfalto en
las pistas, hoy todo es tierra de nuevo y restos de lo que alguna vez
fue. Si de nada vale lustrarse los zapatos como tú hacías hasta hace
poco, hasta que te convenciste que igual llegabas a la avenida con
los zapatos llenos de polvo… y luego dejaste de afeitarte a diario…
y cortarte el pelo de vez en cuando.

Como siempre, en algún momento llegaron los malos y organiza-
ron todo conforme a ley: la policía corrupta, los alcaldes repentinos,
el mercadeo político no el bien común… y la nueva generación, la
siguiente de Dimas, la que necesitaba dividir la casa de papá o de
la suegra, la que no reconoce héroes pero sí motivos para celebrar
y emborracharse y reproducirse a punta de polladas y chicha. ¡Y
cómo no! Sendero, ofreciendo rencor más armas (¡que los pobres
deben morirse para que no sufran!). Dimas no hablaba mucho de
política pero su influencia sobre la gente era suficiente, todos lo tra-
taban de don Dimas. Sin ideario, más bien cantando, conseguía mu-
cho más que otros dirigentes con millones de palabras, con miles de

.   Cita de Proudhon que siempre repetía.

                                             18
ideas. Por eso el escarmiento que no le propinó el gobierno se lo dio
Sendero, porque Dimas era la otra alternativa, la alternativa frater-
na. Sendero buscaba afianzar su espacio en Cerro Colorado y Dimas
era incómodo (como ocurre ahora contigo, mi amor, pensó Laura
sobrecogida…) Pero la utopía se quebró con él, a punta de patadas
le vaciaron la memoria y acabaron con sus planes; por último, le
achacaron su trayectoria sindical y lo entregaron a la policía y ¡qué
miedo! al Poder Judicial del Perú.

Miedo fue lo que nunca tuvo ni tendrá —volví a la carga yo. Si
bien el verso acudía a él vertiginosamente, el rugido era valiente,
cambiarlo todo, no tomar de ejemplo a ninguna otra invasión. Que
Cerro Colorado no fuera otra villa carbón, llena de ruido, fierros y
carros desarmados, otro desván más de Lima. Pero los profesores
de escuela no hacen revoluciones…

Solamente fundan ciudades —interrumpió Laura.

Es verdad, proseguí, ayer conversando con gente del barrio, de los
antiguos, me contaron que precisamente el día que Dimas salió a
escribir versos en las lunas de los carros, casi alucinado, luego de la
paliza horrorosa, quedó registrado en uno de los parabrisas: «¡Y a ti
qué mierda te importa!».

Y luego lo conocimos —dijo Laura—, y el destino lo convirtió en el
gran amigo que conocemos, mi amor; ya basta, vamos a dormir. Sí,
ya voy, Laura, repliqué entre mí, solo buscaba el origen de esa voz
cantante.




                                  19
VI




Decía Schopenhauer que el sufrimiento mental violento se vuelve
insoportable en la medida que reside en la memoria. Ahora bien,
si esa pena, ese pensamiento, son tan horrorosos, entonces la na-
turaleza alarmada se vale de la demencia como último medio para
salvar la vida. La vida hasta tales extremos atormentada destruye
los hilos de la memoria, rellena la brecha con ficciones y busca en la
demencia el refugio para el sufrimiento que excede su propia forta-
leza, como un miembro afectado por la gangrena que es amputado
y sustituido por otro de madera. En esas divagaciones me encon-
traba cuando un olor familiar me arrancó de ellas y me devolvió a
la realidad insustituible. Era un olor que no me desagradaba, era el
humor que despedía mi propio cuerpo cubierto no con la camisa
a cuadros manchada de sangre y la manga derecha destrozada de
Buenaventura, sino una blanca que se había puesto una noche an-
tes, durante la manifestación en la colina, descartada por él el día de
su muerte hacía veintitrés horas, cuando por fin decidió cambiarse
de camisa. Y hace veintitrés horas que veo la televisión sin ver, con
solo su camisa puesta. Las niñas están con la abuela.

El olfato ese último refugio que la naturaleza ha dejado en la na-
riz del hombre para que éste evoque, se esmeró en distinguir en el
olor que la camisa conservaba, no su olor solamente sino el olor de
ambos, de ambos haciendo el amor. Habré lavado cientos de veces
sus camisas, su ropa interior; sin embargo, hasta entonces recién me
percataba con impudicia y fruición de que las ropas así mezcladas y
sucias como estaban, nos conservaban todavía juntos.

Así que tú eres la que rayas los libros sin remordimiento —me
reprochó el día que cruzamos por fin unas palabras. Nos conocimos

                                  20
un día antes, el lunes, cuando llegó saltando en un pie (como llega la
alegría) debido a un accidente con la puerta cuando entró violento
a marcar su tarjeta de asistencia. En fin, siguió con la reprimenda,
porque eran libros catalogados, rematando con que no volvería a
prestarme libros. Me encogí de hombros con la contundencia de un
¡No jodas! ¡Tan grande y tan cojudo!, reprimido en los labios.

Éramos compañeros de trabajo en una biblioteca pública y él sin
reconocerlo con la moralina aquella de que hay que predicar con
el ejemplo y si trabajas aquí con más razón. Cuando yo, lejos de
hacerle caso, aprovechaba esa privilegiada condición de empleada
administrativa de una biblioteca, para leer lo que me diera la gana
sin llenar ficha alguna de préstamo ni tramitar nada que se le pa-
rezca. Que con él todo iba a cambiar y de qué modo cambió. Así la
discusión que terminó en pleito y el pleito que terminó en rencor, y
el rencor que terminó en las paces luego, para volvernos a pelear y
la pelea en reconciliación y el amor sin papeles y los hijos: nuestros
hijos. Mejor dicho, hijas, dos hijas. Todo inolvidable, incontrolable
como incontrolables estas ganas de morir mirando televisión, casi
desnuda esperando sus ojos.

Hasta los diarios hablaron de su muerte gota a gota. Cuestionaban
los métodos empleados, la ferocidad de los asesinos, pero dejaban
entrever que la víctima era un violento agitador profesional (ade-
más, el trozo de oreja hallado en su boca). El único expediente abier-
to, parece uno en su contra, como si no fuera él la víctima. Indicios
razonables de insurgencia habitan los treinta y un poemas encontra-
dos, dijo la policía (entonces críticos literarios), así obra en el Expe-
diente Buenaventura. Buscan cómplices, pero de la víctima.

No, no quiero volver a pensar en eso, no esta vez, pero ese olor, este
olor. Me estoy oliendo con su olor. Si algo persigo es oler siempre a
él, será posible que de tanto estar juntos… Pero, por qué no estuve
entonces, por qué no estaba él ahora, por qué estoy así. ¡Ah las pala-
bras! ¡Qué esconden, carajo! Si algo deseo es apestar siempre a él,
apestar a sus ganas… y también a las otras ganas, sus putas ganas
de morir.

                                   21
—Además, ¿para qué sirven los libros en un país donde nadie lee?—
le discutí antes de dejarlo con la palabra en la boca encogiéndome
de hombros—. ¿Para llevarlos bajo el sobaco o para guardar una flor
dentro? ¡No! ¡Solo sirven para cargar un condón entre las páginas
veintiséis y veintisiete! —agregué, y por fin me largué, segura de
haberlo sorprendido.

No obstante, el recién ascendido empleado de la Biblioteca de Le-
tras, aconsejaba cuidar los libros. Hombre ordenado como todo li-
brero, pero estudioso de los anarquistas (otra paradoja). ¡Bah!, todo
menos cuidarlos. Estos libros se han hecho para rayarlos, escribir al
margen o debajo, apasionadamente, en fin volver al lector un lector
macho como decía Cortázar; de modo que otro lector, cuando repa-
se sus páginas, lea la intensidad, la lisura, el trance padecidos. Pero
mi gran amor era un hombre de convicciones. Modelo «pobre pero
honrado», parecía dueño de esa frase, y de otras «cada cosa en su lu-
gar y un lugar para cada cosa» (bibliotecario tenía que ser) o aquella
«… entonces, entre godivas y gorriones ¡asaltamos la ciudad!» ¡Qué
ironía!, más frases como sentencias inapelables, ¿cuántas veces al
día las aclaraciones?… Y la patria explicada en una metáfora (de la
cual vivía orgulloso): «La patria se me figura un niño rubio en bra-
zos de su sirvienta chola». Y sus versos, deshaciéndose con él.

Una Navidad, Dimas, un vecino que vive al lado, el mismo que nos
avisó de este lugar donde vivimos apretados, le pasó la voz de un
cachuelito, un trabajo propio de la fecha, que al cabo le traería más
problemas que satisfacciones. Aprovechando su elevada estatura le
ofrecieron disfrazarse de Papá Noel y salir a las calles a tomarse fo-
tos con los niños, y divertirlos de paso con su carcajada estentórea.
Nunca le pagaron lo prometido, tampoco a Dimas. Entonces ambos
decidieron presidir la única marcha hasta entonces conocida de pa-
panoeles. Una turba roja queriendo reivindicar los derechos de los
clauns. Y así vestidos tomaron la avenida, se adueñaron del local
donde los contrataron, y a él, por supuesto, lo sindicaron como el
cabecilla, y fue a dar con su disfraz al calabozo de la comisaría de
Monserrate por pegarle al empresario que los defraudó. Bien valió
la pena, dijo desatando toda su mirada. Se quedó con el disfraz y

                                  22
aquella Navidad fue Papá Noel para nuestras hijas y todos los hijos
de los vecinos del cerro, y las fotos para el recuerdo conmigo a su
lado, con las niñas, con Dimas, con los hijos de los vecinos, los tres
solos, yo entre dos papanoeles; en fin, una promoción tratando de
salir adelante en plena época de la república corrupta.




                                 23
VII




Ladrillos amontonados con cierto orden bordeaban parte de la zan-
ja. Añicos de ladrillos, ocres y anaranjados la completaban; cerca,
un laguito de orines oscurecían los restos de calamina. Ya habría
dinero para hacer un cerco, un cerco de verdad. La casa del vecino
miraba, inevitablemente, al espontáneo patio formado de lo poco
sin construir que dejaban libre los vecinos. No podía ser de otra
manera, es un cerro, tanto más empinado que otros. La escalera de
Don Macho pasa por el techo de la Albina, y dos metros más arriba
ya no es la escalera de Don Macho sino Pancho el que sube y baja,
divisando el abismo, y de paso a la Albina. El paso se desarrolla
hasta el cielo, a quien quiera pasar se le permite el tránsito, basta
que diga que va de visita o viene de rezarle al santito, ubicado sobre
una ruma de piedras en la parte más alta del cerro. Aquí sí mi casa
es tu casa y la casa de todos; no obstante la otra noche nadie miraba
al patio, nadie correteaba por entre el barro, el lugar estaba solo.
De noche cortar camino por estos lados es peligroso; la familia: dos
mujercitas más lindas que la virgen María y de apenas cinco años
la mayor, tenían permiso para quedarse con mamá en la casa de la
abuela. Por cierto, esperábamos... ojalá un varoncito (sí, estaba em-
barazada de nuevo).

Cuando niña comencé a coleccionar miradas tristes en las revistas,
formas de mirar tristemente en fotos, ojos melancólicos, me intri-
gaban. Contra lo que se piensa no son frecuentes, pasa inadvertido
para quienes ven con ellos, taladran con ellos, acaso porque no son
solo de ellos sino de quienes los miramos; yo me calcaba en una mi-
rada de esas todos los días y cada vez más reaparecía de sus chapo-
teadas aguas, inocente, desnuda. Hay un niño que arrullo, que mira
así desahogándose parece. (¡Han pasado cuatro meses!).

                                 24
El andar desgarbado, pese a su estatura, el desaliño, mezclados
con la parada grave y la mirada… definitivamente no hacían juego,
pues resultaba como juntar la indiferencia y la protesta, lo trivial
y el arrebato; pero con urgencia era eso: el arrebato y yo la pacien-
cia. «Nada hay más nuestro que el cielo —es de todos— en cambio
la tierra es de algunos solamente, por eso soporta que le dibujen
mapas, límites, territorios, vamos a ver si alguien hace mapas del
cielo». Luego, alzaba la cara confiado, mirando al infinito, asentía
como administrando lo suyo, lo que veía era de él y mío también. El
recoveco nos protegía de la intemperie, podíamos mantenerlo con
nuestros sueldos de empleados públicos venidos a menos. Sin em-
bargo, cada vez más numerosos los habitantes del patio: vecinos,
hijos de vecinos… en fin, habría sitio hasta que se acabe (además
nosotros llegamos al último, gracias a la gestión de Dimas, pionero
de la invasión de Cerro Colorado). Hasta que ocurra lo que ocurrió
la otra noche, cuando él volvía del trabajo a casa y no había nadie,
cuando no estaba yo para resistir a su lado hasta el final; para que no
fuera lo que Dios quiera de nuevo; cuando sigilosamente llegaron
a matarlo, a acabar con el problema, con la prédica monótona en el
cerro, con los volantes iracundos en la plaza, con Tu Presencia de
Hecatombe, bajando y subiendo. ¡Malditos! ¡Hijos de puta! ¡Ellos y
los poderosos que pagan por matar! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas!
¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mier-
das! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas...!!

Dónde estuve que no pude evitar el ataque desigual, a traición,
de dos, tres, cuatro sicarios que lo enfrentaron. Armados ellos con
machetes, él solo con sus brazos, con sus pies, con sus dientes, con
su valor entre las piernas… hasta soportar el desglose violento y
animal del brazo derecho. Bastó para que se desangrara como se
desangran las fieras cuando luchan entre ellas. Como un duelo de
uno contra todos donde aquél pierde su espada y muestra el pecho,
así fue muriendo, en esa cumbre donde fuimos felices rugiendo,
mordiendo, jodiendo y jodiendo. De él la inacabable hemorragia,
de él, la furia, el alarido.



                                  25
VIII




El lugar de reunión con Laura, siempre es alguno de los bares ale-
daños a la berma de la avenida Grau, hoy convertida en una gran
biblioteca de Alejandría donde se venden y se compran libros viejos,
revistas antiguas y casetes anarquistas con trova mucha trova. Músi-
ca de protesta en el lenguaje antiguo, propaganda comunista según
la policía. Alrededor de Grau todo es pobreza y promiscuidad; en
la noche pueblan la avenida borrachos y toda suerte de putas, viejas
trajinadas, gordas inmundas, jóvenes avezadas y lo peor niñas que a
veces antes de caer la tarde por ganar la esquina ya transitan medio
desnudas, enanas con tetas. No obstante muy cerca queda el Pala-
cio de Justicia y más cerca todavía la vieja casona de dos pisos con
balcones abandonados, donde llevamos poemas de Buenaventura,
que no logramos vender ni en el micro ni en la plaza, y fumamos, fu-
mamos mucho, y hablamos de política, queremos cambiar el mundo
a punta de versos ¡Vivan los poetas! ¡Vivan los anarkos!, pero que
vivan bien lejos, como nosotros en Cerro Colorado.

Soy la persona en quien más confía Laura, además ella me recuerda
una parte de mi pasado, ella es la memoria que se empeña en recu-
perar para mí; la otra parte quedó por rescatar a punta de versos
que repito y repito, de paporreta, para no olvidarme de lo que fui y
porque Laura me los pide.

En esa niebla baja ando siempre, pero no estoy loco, aún no. Por
ejemplo sé que fui profesor de literatura de cuarto de secundaria de
un colegio en Cerro Colorado, el Nº 3939, me conocen y reconocen al-
gunos alumnos («... en este día de clases no puedo sorprenderte con


.   Así eran reconocidos los anarquistas por esa época.	

                                            26
ningún verso memorable, no hay lección que seguir, no tengo nada
más que decir; hoy, querido alumno, quiero ser el último de la fila
mirando desde ahí a tu compañera, alborotando el salón, armando
el caos para que repare en mí», Dimas, profesor de Literatura). No
tengo remedio, mi piel tiene los hoyos de los perdigones soportados
a pie firme —dicen— en una manifestación donde perseguían al sin-
dicato de maestros, buscaban a los maestros (¡maestro te buscan!).
También luzco algunas marcas de latigazos en las piernas, desnudo
soy un desastre dice Laura. Esos latigazos cuentan, son los recibidos
en la época de la invasión a Cerro Colorado cuando era la chacra de
un ministro. Ni los potentes chorros de agua helada aplicados luego
lograron disimularlos. Mi piel recuerda más que Laura.

Quiero saber de mi familia, por qué ando solo, ¿qué ocurrió?, todos
callan, Laura se desespera. Bueno, por ahora mejor andar solo, sé
que me buscan, sé que preguntan por mí y mis actividades. Dicen
que es el gobierno, yo creo que es Sendero. ¡En fin! Solo sé que me
buscan.

Resulta cómico ir descubriendo nuestra biografía, Buenaventura me
contaba una historia épica de marchas y protestas, de tomas de la
avenida y salvajes grescas, que según él ocurrieron entonces. Los
vecinos sin embargo me creen un alucinado, pero algo esconde la
gente, algo saben pero tienen miedo. Me da la impresión que perder
parte de mi pasado me ha devuelto a la horda, soy de nuevo el itine-
rante mono que anda desnudo buscando comida. Vamos de caza.
 				




                                 27
IX




La noche está hecha harapos. De pronto una tonada «… que te pasa
estás llorando tienes alma de papel». Ahora la noche se me figura
frágil, el día tierno, no sé quién me reprocha algo desde el fondo.
Es un niño y ya está enfrentándome con la mano extendida, supli-
cando una caridad. No tengo ni para el pasaje de vuelta, le dije ca-
tegórico. Súbitamente se cuelga de mi corbata, como quien baja la
palanca de un retrete. Gira. Me obliga a dar vueltas tirando de mi
corbata. No opongo resistencia. No contesto la agresión, es un niño;
por fin me zafo.

Otra vez la canción desde la cantina «… qué te pasa estás llorando,
tienes alma de papel». ¡Bah! (¿Tendrá que ver con lo que pasa? ¿Qué
pasa?). Me desentiendo. Como en un sueño que se deshace, así camino
hacia la luz del día por las calles de la ciudad, apenas antes del amane-
cer. Al pasar la siguiente cuadra será de día, lo tengo medido...

Es de día. Avanzo sin convicción como quien se aleja expulsado.
Llego al parque, yo entre desconocidos que atraviesan el parque.
Parece que son forasteros que recién arriban de alguna ciudad y
buscan hospedaje en horas tan tempranas. De pronto el fogonazo de
una cámara. Una foto para el recuerdo, yo que sin querer cruzo dis-
traído y formo parte contra mi voluntad del recuerdo de otra gente;
con mi cara de tonto, con mis lentes de tonto y una sonrisa furtiva
como de disculpa. Trashumante de parques que al pasar desplaza a
alguien en la toma (acaso al papá, ojalá al tío). Otro absurdo… como
vivir cada día, cada noche, cada minuto, con la foto de un gran amor
en el bolsillo.


.   Periódico de ayer salsa que cantaba Héctor Lavoe.

                                          28
Pese a que recién ha amanecido los habitantes del parque son los
mismos de cualquier ciudad: el inmigrante recién llegado a la capital,
los vagos que durmieron en sus bancas buscando un pucho por el
suelo y los árboles como siempre pintados de blanco hasta la cin-
tura. ¿Qué hora es? («Nuestro amor no es una amor convencional
—le dediqué— no se para en la vereda siquiera a conversar, nuestro
amor es un nudo en la garganta, el llamamiento telépata, fisiológico,
nervioso, animal; la respuesta sonámbula. Es aquel que se acuclilla
tras los matorrales…». —No le gustó, más bien le daba ganas de ir
al baño). El «catre, ropa, periódico, botellas…» me suena como a las
nueve de la mañana.

Abreviemos, salgo de una situación confusa que me ocupó la noche.
Estoy en la resaca de una borrachera inesperada. Solo recuerdo que
salí a caminar ya avanzada la noche, como quien busca algo distin-
to; a medida que me aproximaba al centro de la ciudad, un tumulto
me toma de sorpresa. El problema es en la calle. Me refugio en la
cantina más próxima donde bebo con los parroquianos para justifi-
carme. ¡Invito yo! Súbitamente… ¡otra redada! Ingresa la policía al
bar, revisión de papeles que no tengo. Pago por un escondrijo. Voy
a dar a un cuarto maloliente ¡Qué importa! Bebo con una extraña, a
quien le dedico unos versos y le pido que cambie de vida en tanto
pugno por un último trago, pago por un último beso en esa habita-
ción en tinieblas.




                                 29
X


	                            	 «A desmembrar la palabra paz.	
				                           A comenzar de nuevo: a …»
  	
				                           	         Laura



A partir del mediodía de hoy lunes veinte de octubre, soy un desem-
pleado más que no se desespera. Sucede que en mi país es muy fre-
cuente que eso ocurra. Lo raro es que me arrojarán de la manera que
lo hicieron. Tenía razón el dueño del negocio, no puedo concentrar-
me en el trabajo, soy un peligro, siempre presa de la ensoñación y
el delirio (… con estocadas fallidas, seguimientos infructuosos, aco-
rralamientos salvados, tiempo perdido matutinamente, ¡sin poder
matar una maldita mosca!, ¡hija de otra maldita mosca!).

El caso es que luego del accidente no pude volver a enseñar Litera-
tura. Diagnosticaron que parte del hemisferio occipital del cráneo
quedó dañado, entonces la cojera era irreversible. El nombre cien-
tífico es paramnesia. La memoria remota iba ir apareciendo pero
por ahora se encuentran desdibujados los recuerdos como un pa-
limpsesto donde los recientes sucesos borran el recuerdo anterior.
Es cuestión de tiempo, ya volveré al tiempo lineal, en tanto asumo
mi historia como quien recién comienza la vida. Laura forma parte
de este presente como Buenaventura hasta que murió. Pero olvi-
daba decir, estoy en una cantina, he pedido una cerveza y espero a
Laura, que ya se enteró de todo y tiene pena. ¡Llegó Laura!

Laura se preocupa por mí, yo me preocupó por ella. Insiste en escu-
char los versos de Buenaventura, que ya me aprendí. Por ejemplo
me pide la «Nueva versión de Romeo y Julieta». Me cuesta recordar,
pero el estribillo lo resuelve todo, la tonada, la rima, ¡qué sé yo!

                                 30
Había un tiempo, poco después del atropello, que solo la barba me
recordaba que otro día había comenzado, rozaba mis cachetes y si
raspaba, era que otro día había pasado (luego llegaba el enferme-
ro que nos rasuraba a todos como quien pelaba pollos, inclusive
la cabeza). La luz de los cuartos del Hospital Loayza con un solo
fluorescente apenas alumbraba, pero quedaba encendida siempre,
noche y día. Había un reloj, pegado en la pared, pero había olvi-
dado cómo interpretar la hora. A partir de entonces hasta ahora,
todo asunto relacionado con el tiempo se vuelve confuso y luego
se aclara, y vuelve a confundirse y aclararse gradualmente. Lau-
ra ha cambiado, antes hubiera rechazado la cantina y las cervezas,
ahora no; inclusive se junta con otra gente, gente peligrosa, gente
perseguida, no anarkos sino más bien gente vinculada a Socorro Po-
pular, el ala más extrema de Sendero. Fuma sin cesar con la misma
gravedad que lo hacía Buenaventura, sus dedos amarillos y la cara
demacrada, más su dulzura, cambian de pronto cuando se acuerda
de sus encargos con la humanidad, «conviene ahora la táctica sen-
derista de alcanzar el poder, después veremos». Laura es hermosa,
siempre lo supo, Buenaventura se lo dijo en todos los idiomas y la
gente también. Laura, víctima de su delirio, arremete ahora, está
en la parte más inflamada de su discurso, la gente le hace rueda, es
un espectáculo que una mujer hermosa hable de esa manera. Laura
percute y repercute los tambores de guerra, de venganza, de justi-
cia, de victoria. Laura dispara.

La verdad tengo miedo de decirle que sospecho de sus nuevas jun-
tas, esas juntas no me aceptan, se refieren a mí como el cojo, el loco.
¡Como si no lo supiera! Un loco que sospecha que los asesinos de
Buenaventura han sido precisamente ellos. Nadie sabe de dónde
vinieron las balas o, más bien, los machetazos. Nadie reivindicó su
muerte.




                                  31
XI

		

  					
Voy bajando las escaleras… veintidós, veintitrés, veinticuatro, lle-
gué (aun cuando debía ser una cuenta regresiva: cuatro, tres, dos,
uno). El cerro se presenta más plano que de costumbre. La cuesta
siempre empinada, hoy parece como si tuviera un cartoncito dobla-
do en una de las patas, de modo que la empareja, que vuelve amable
la ruta. Me dejo seducir por esa señal prometedora, yo también ca-
mino como tantos otros que no tienen cómo pagar un colectivo que
los lleve hacia otro colectivo que va —ese sí— hacia el centro de la
ciudad. (La inocencia es una mañana temprano, una mañana por la
mañana).

¡Vaya! Basta con bajar luego a la calle para sufrir lo que pasa. Y lo
que pasa es que todo el mundo vende en este lugar. Ya me habían
contado cómo había cambiado todo en Cerro Colorado, de un tiem-
po a esta parte. Ahora no hay reparo en vender la calle para que
ahí, a su vez, se venda. Todo es comercio. Comercio entre pobres.
Para pasar de una calle a la otra debo abrirme paso entre dos carre-
tillas color pastel y cajones de esos con listones de madera. Venden
y compran. Venden la carrocería de un auto abandonado o lo que
queda de él, en plena puerta de una casa. Mi vecino vende al otro
vecino que se resiste y regatea; una anciana humilde vende sobre
su falda de franela, caramelos y chicles, interrumpiendo el paso por
la vereda. Ya abrió Demetrio su ventana, desde ahí ofrece cerveza.
El policía vende a escondidas una rifa «Pro Navidad de los Hijos
de los Policías», pese a que aún es octubre. Y la mezcla de música
a todo volumen de los que venden en carretillas, discos y casetes.
Sin embargo, hoy no me desagrada este mercado persa que se im-
provisa todas las mañanas frente a mi casa. Hoy no. Inclusive yo
también participé de las compras. He adquirido una lámina insólita:

                                 32
un amanecer, sí, sin duda un amanecer delirante, y un hombre con
las manos en los bolsillos, saliendo a la calle. (Aquí percibo las li-
mitaciones de nuestro lenguaje lineal tratando de describir la rea-
lidad más abrumadora, intentando captar la simultánea ocurrencia
de eventos. Para muestra lo que ocurre ya: una perrita preñada que
desprevenida cruza la calle mientras un loco desnudo hace obsceni-
dades frente al escaparate. Y para completar la escena en la esquina,
colgado en un quiosco amarillo, el titular de un periódico: «Menor
embarazada sale a orinar y se cuelga de un árbol». Todo en un vis-
tazo, una misma secuencia. No acaba de pasar).

De toda la susodicha lámina hay una imagen que destaca de las
otras: Es el hombre que espera al fulano que baja con las manos en
los bolsillos. Fulano éste que se encuentra elementalmente desnudo.
Bien, hasta aquí la bendita lámina, la enrollo y al hombro, o para
golpear la rodilla de vez en cuando; aunque la verdad ya me estor-
ba, somete a la intemperie una parte más de mí.

Este día que no se parece a otros y en cuya parsimonia floto no oca-
siona problemas. ¿Terminará desmoronado también? Casi no me
preocupa, tampoco el frío que me va desvistiendo y que ingresa por
las manos. Decido no ir al trabajo. Más bien me impongo el deber de
averiguar lo de la embarazada suicida. Compro el diario, reconozco
su nombre, fue anoche y es verdad, no tienen baño ni agua, ni ganas
de ir al baño por estos lugares recónditos. Perderse entonces por ahí
para orinar era un buen pretexto para salir.

El matutino señala como causa del suicidio, el pánico de la mucha-
cha al castigo que le impondría su madre al enterarse de su preñez,
cada día más difícil de ocultar.

Pretendo olvidar que la conocí, esto no forma parte de este día, de
los presentes mil cuatrocientos cuarenta minutos que no terminan.
Recién ahora recuerdo no haber desayunado, tampoco haberme
afeitado, pero la barba está detenida y mi apetito también. Pareciera
que estoy en suspenso. Observo al loco y me devuelve a la lámina.
Ya la entiendo mejor, esa salida a la calle, por ejemplo, es un umbral

                                 33
como un aro encendido que… ¡No puede ser! Debo estar más con-
fundido que de costumbre… porque el de las manos en los bolsillos
ya no simula tener las manos en los bolsillos inexistentes, sino figu-
ra más bien con los brazos abiertos y en intención de impulso, como
si fuera a zambullirse. Al frente, cada vez más cerca uno del otro,
el desnudo lo imita al pie de la letra, aunque ya no sé quién imita
a quién. Alguien quiere echar a perder el día. Ahora sí, veintitrés,
veinticuatro, leo un aviso pegado en una puerta que debe ser la mía:
«Se venden marcianos». Casi no tengo cobija y subo de mentira,
caigo sobre mi propia cama, está por amanecer, debo apurarme. Soy
un cobarde, siempre lo fui, y éste es un legañoso día más que co-
mienza arrancado de mis sueños.




                                 34
XII




Yo tenía unos libros de versos y unas revistas en una caja de leche
«Gloria», dibujos a lápiz que amaba, tenía una mesa de madera,
tenía también una colección de discos de vinilo, en otra caja de leche
«Gloria» y más libros rojos sobre la pila de revistas al lado de mi
cama; y en el cajón de la cómoda, también de madera, guardaba
treinta y nueve poemas y otros versos muy breves en círculo que
corregía y corregía; tenía varias camisas blancas para el trabajo que
mi madre zurció hasta morir de pena, una corbata que conservo,
y otra camisa roja. Tenía una casa con una sola habitación grande,
todavía sin dividir, en la cumbre de Cerro Colorado. Una máquina
de escribir con la que dormía la siesta de la tarde, escribiendo
mientras miraba a la ventana hasta que se hacía de noche, y con las
luces de la ciudad alucinar como reaparecía el paisaje de la ventana,
convertidas las sombras de la máquina en un castillo con una torre
a cada lado, a su vez sombras de mis pies sobre la mesa, mitad
tinieblas mitad borrachera. Tenía la tarde, como ya dije, hasta que
moría. Tenía la noche alevosa y violenta. Tenía una familia que rogué
me abandonara porque era peligrosa mi compañía, de la familia
asesinaron a mi hermano al confundirlo conmigo en un jirón de
Barrios Altos. También tuve un amor adolescente que moría por mí,
y esperaba tiernamente mis versos al empezar la clase, tuve su foto.
Tenía una hoja de afeitar entre los tres cuerpos de mi libreta electoral
que, lo juro por mi hermano muerto como un héroe, yo nunca usé;
sin embargo, la libreta le sirvió a Buenaventura para cambiar de
identidad hasta su muerte cruel. Tenía unos versos borrosos que
volvieron a mí inesperadamente, tenía amigos feroces, tenía vestido,
piel, animales alrededor que ya no me hablan. Rosas que no me
devuelven el saludo, soy peligroso, dicen. Muy peligroso.


                                  35
EL EXPEDIENTE
    EL EXPEDIENTE BUENAVENTURA*
          BUENAVENTURA*




 * «Es posible que todos los versos no pertenezcan a un mismo puño caligráfico, por
ello, su autoría no resulta atribuible sólo a la víctima. Es más, al registrar su vivienda,
los poemas fueron hallados encima de un viejo televisor de antena de conejo, dentro de
un fólder rojo, que al caerse echó a perder el orden de los versos. En suma, el orden
en que aparecen a continuación no corresponde al deseo del autor o autores, sino más
bien a la voluntad del perito consultado por el juzgado quien para justificar su labor,
improvisó un orden según su real parecer y entender. Por tanto, la mujer de la víctima
y el hombre que recogió sus efectos personales, resultan sospechosos de sedición».
Extraído del dictamen fiscal a fojas 39.

                                           36
LOS HECHOS




    37
EL CHARCO IRIS


		 		               ¡Charc!
				                ¡Snif!
				                ¡Gulp!
				                ¡Puf!
				                Mala suerte
				                peatón
				                no fue mierda
				                lo que pisaste
				                Fue un charquito
		           dibujado
				                  como
			               una Ese
		           antes
		         del	
			             canto
			          de
			             la
			                vereda
				                  al fin
			              del
			                  jardín
		
   ¡Pobre charco!
			         El arco iris
			         aparecido
			         sobre sus aguas
			         descompuestas
			         (la fiestecita humilde)
			          acabó desbaratado
			          para siempre
			          ¡bajo la suela
			          de este mal paso!



                      38
1       PERSPECTIVA


La avenida tiene cien árboles
a cada lado; viéndola en perspectiva
sin embargo, se juntan en uno allá arriba
que no aparece ni a las finales

Pues no se sabe de ilusiones tales
que la realidad construya y pervivan
Se sabe de cien sueños y otros cien, la masiva
toma de la avenida, sin lados a las finales



INDICIOS RAZONABLES




                            39
BUSCANDO QUE NO VEN
              2    OJOS A RIMBAUD


No podía ver, en vano al cabo peregrino,
                      Poeta,
trataba de asirse a una mano un verano del siglo XIX
         Jean Arthur Rimbaud,
tomar del brazo a alguien
                        se marchó de París.
para cruzar latras sus pasos, mojones tenía el camino.
           Salí densa calle; quien
lo advertía, se apuraba, lo evadía. sumergí en el infierno
       Irrumpí en sus delirios, me Un enano
al cabo, que él había pasando, del tamaño
          otro peatón buscado: paisaje silvestre, bambú,
de un bastón, se percata, rescata
              insectos, alucinaciones, iluminaciones
descalabrado al extraño   tribus, tambores.
… a lo lejos parecen uno
                 Entre la maleza africana lo hallé:
¡Parecen un regaño!
      Adornado con una guirnalda, sin variar la posición,
             sin volver la mirada, ocupaba un trono.
               Alrededor le rendían culto, un mono
                     y hombres salvajes como
                  el sacrificio que le ofrendaban.
                    Reverentes y obscenos
                        como se adora
                           un talismán
	
                Rimbaud, lisiado y ciego, cantaba:
                  «… Yo soy el poeta de la alegría,
                       los árboles, un camino,
                        el sol entre los cerros,
                        una casita sin puertas,
                         la petrificada ironía»




                           40
3   INVENTARIO
                          ADLÁTERES


Ella tiende la ropa
Por una misma avenida
Se apura, sacude el polvo
al borde de una tarde
Lava los trastos ¡cómo
en dirección al parque se acumula la rutina!
Recoge la basura, busca algo en el tacho:
o a la noche
dos vehículos pasan por la vereda
Vamos a ver…
… Una envoltura de jabón
Una silla de ruedas conducida
un destreza, con cuidado,
concojín, vasos y botellas filialmente
descartables, transporta y
a una ancianauna etiqueta sus achaques	
con en paralelo, en inglés:
casi una palabra a mínima distancia
water closet compite, inadvertidamente,
un cochecitoque denomina
un adminículo que desocupa…
al final de una rutina
añicos, carambas, bordo
con una criatura atrizas,
una sandalia sin guía
y una madre quepareja
y con el mañana sueña
un permiso, perdón, gracias
un chisguete estrangulado
Al cruzar la calzada coinciden exactos
una chapa sin premio
Ya obedecen una seña
abracadabra: programaciones
de televisión, boletos
filas para comprar, para pagar,
¡para todo! Entonces ¡otra bolsa!:

Propaganda de dulces, de pólizas,
una hoja de almanaque marcada
con aspas en lunes, en martes,
puchos de cigarrillos, una taza
sin asa, un abrazo, otro, la familia
no acaba uno de conocerla…
Un billete de lotería,
un arete de fantasía
un frasco, dos frascos

                             41
una receta descartada GERENTE GENERAL
                4
una sonrisa perfecta
adorna la etiqueta
de tus últimas
Clip:
toallas higiénicas…
  si a tu nombre o broma
  le sumáramos un cero
  a la derecha, rimarías con hipo…
  pero se dice clip
  y usas slip
  y te embriagas ¡hip!
  con whisky
  y mientras no dejas de hipar,
  juntar, clasificar,
  discriminando
  lo útil
  de
  lo
  no
  tanto…

 Eficaz juntapapeles
 Eres una pieza
 a remover
 por una grapa,
 estimado clip o

 	                     Gerente General




			

                       42
5         SOCIEDAD DE CONSUMO


                                  ¡Ah, socio!
                                ¡No hay negocio
                                que se te escape!

                                ¡Compraste todo
                               y todo lo vendiste!

                              …Acabo de verte
                            doblado en la madera
                          atormentado por la canga1
                         consumido por la cianosis…
        LA MIRADAlasPERDIDA
              ¡Rifando manos !
                            ¡Subastando la cabeza !
                                ¡quién da más!




1. Canga: tortura china que consiste en dejar cabeza y manos aprisionadas en un
madero. (Diccionario Sopena)


                                      43
TU PRESENCIA DE HECATOMBE
	   	             7     ILUSIÓN ÓPTICA

                                                              «…Y el
                                                 paisaje que brota de
                     Planteo la siguiente hipótesis:
	                                               tu presencia cuando
                    Si encerramos la palabra hombre
                                                la ciudad no era no
               entre sucesivos y concéntricos paréntesis sino el
                                                   podía ser
            percibiremos una curiosa figura: (((hombre))) de tu
                                                  reflejo inútil
        semeja el símbolo acosado de la humana desesperación
                                                      presencia de
                                                     hecatombe!».
                  Propongo otra mirada, la refutación:César Moro
                      un sustantivo tirado al agua
                          Ahí me encontraba…
                         cual piedra, cual miga
                          reclamando un lugar
                  cual pubescente niña que con pudor
                               en el desván
                        se baña y va formando
                          junto a todo lo inútil
                    graciosas ondas a su alrededor
                         que amontonando van

                          fosa común de cosas
                                y más cosas
                          reprobadas con once
                          vanas, groseras cosas
                               y aparatosas
                             reservadas acaso
                           para la acumulación
                          el desorden, el olvido

                          en apariencia muertas
                           solo en apariencia…
                            porque, la verdad,
                            algo maquinan …

                    Cosas que brillan a mi paso
                    	                          torpe
                      caen alucinantes de los rincones
                                   vienen de las tinieblas

                                  44
se precipitan contra mí
         estallan empolvadas
 convertidas en cosas más pequeñas
     se desparraman por el suelo
         ora piezas, ora añicos
   cosas hace tiempo descartadas
             se estorban,
          sin molestar a nadie
              tras la puerta

     confinadas en esa habitación
         Nadie las recuerda
    Nadie las requiere ¡Salvo yo!
  Desde entonces ¡su compañero!
Desde entonces ¡a cargo de su rescate!
   … porque a más tardar mañana
      ¡Tomaremos la avenida!

¡Libres y felices sin remedio vamos!
      Remotos, sucios, delirantes,
  Ese caos que va desnudo adelante
  rapada la cabeza y luenga la barba
     soy yo, mírame por las calles
        gobernando la marcha
            ¡agitando alegre
             una campana!




               45
8        LA VÍSPERA Y ELTRAZA
                  HECHO UNA DÍA SIGUIENTE


                Sin querer las lunas del escaparate
                        Oh! ¡Todo esto, mi ensueño lo he perseguido ansioso
                  arrojaron una imagen al través de mil demoras vanas
                               sin descanso, a pasar
                 … hecho una traza, un disparatefurioso de semanas!
                                  impaciente de meses,
                   de carne y hueso; sin reparar              Paul Verlaine
                   siquiera, en el mayor asesino
                    de moscas, la más acabada
El que libra ¡sabemirada¡qué impaciencia!
                     Dios! al cielo ¡embrujada
tensa, sigilosamente… él la amami rostro!
                       casa atisbo
Él alista para ella porque la ama una bragueta
                   Entonces, como
una fiesta hecha toda se abre impúdicamente,
                   que de su ausencia
                           ¡mi carcajada!
		          Él se apura, para mañana es la urgencia
		
	           La fatalidad largamente esperada, la trama
		          en vano postergada, el último recurso, el drama
		          … empero el día pasa con violencia

¡Viva la fiesta! De pronto una cadencia…
alguien al fondo canta la verdad, se desmiente, clama
ella busca al anfitrión ¡él busca otra coartada!

		          Que a través de las cortinas, declara, la ama
		          Por los bordes la voz —atiéndela— te ama,
		          ¡devastada por otras voces, te ama!




			



                                 46
9     TRADICIÓN
                         LA ANARQUÍA


	      Acompáñamede piedra transpira conmigo
           Un poeta traviesa
		     persigue a las bestias, se asombra con el fuego
         a tocar timbres de madrugada,
	 bailemos sobre el asfalto la última pieza
                      recita sus sueños
	  y que vaya de corneta mi nariz resfriada…
                    me sopla la respuesta

			 ¡El dato! ¡La idea! ¡El no temas.
          Acompáñame, colmo esperado!
		 No maldigas más tu agazapado
            El mensaje naturaleza
		 delirante, es tan fiel que aparece
                 tras una forma
			       ¡Apenas pierdo la cabeza!
                   de nombre

                ¡Entrañable deseo de cantar!
                      Parto en tu busca
                     todas las noches…

                    Padre de todos los poetas
                        Desátate y cuenta:
                      ¿Cómo era el hombre
                       cuando era mono?
                       ¿Cómo las tortugas
                      cuando eran piedras?

              Anónima tribu, siempre en trance
                   Que camina y camina
                        incansable
                por el mapa de la memoria

         Siendo instinto, son rabia, ganas, cosquillas
                     corazonada, fantasía
                … Una costumbre degenerada,
       ¡Otra piedra! ¡Quién sabe, poeta, acabó tu vida!



                            47
YIN Y YANG
                 10 Y no hay compañero
                         del sacrificio
                           referencia
                          Tu ejercicio
                       Acabas de llegar
                otra veznuestrasorprendido
                       es quedo íntima
                     túcorrespondencia
                        entre la multitud
                 yo de nuevo una campana
               Pero ¡qué poca cosa soy! boca
                      estás, retorcida mi
            te reconoce, el alarido me impone
                de un brinco salvo el himno
                          El asombro
         que cantabas ¡unatus ojos ¡los tambores!
                          de piedra!
                    reflejada en resto
                         hace el el charco
                  la estrella de tus amores
                           ¡Allá voy!
           Es mía la mano que lanza la piedra
         Yo el manifestante que declara su alegría
                   rompiendo los vidrios
                       del segundo piso
                   del Palacio de Justicia

             Tú que gritas y brotas del gentío
                 Que marchas a mi lado
                  Que tomas mi mano
                Que compartes mi suerte

               …Un secreto les voy a confiar
            una mitad del universo busca la otra
          una saga es la ruta hasta lo más simple:
                                        la unidad
    ¡La razón lo mismo del tuétano que de la eternidad!

	




                         48
11        SIN CONTEMPLACIONES
				

Soy ese hilo atado al dedo y la brisa
fresca, cuyo ingrávido paso cuidas
Soy esa arruga que no disimulas
por temor a perder la sonrisa

			                A tu alrededor ¡Oh mujer!
			                el espacio se apaga se incendia
			                eres la decisiva, yo una cadencia,
			                un hilo, una brisa, un tiempo que perder…


    CADENA PERPETUA




                            49
QUÍMICA


             Lo ocurrido un instante
           condena inapelable la vida…
               y Dios no te convida
           de su eternidad, un instante

          Entonces, ¿por qué internarse,
              sin esperanza alguna,
           en la insondable intimidad
                 de los elementos
            a contemplar una laguna?

        Dogmas, filosofías copiaron redimida
a la criatura: imperfección por la Perfección creada
             humano por culpa humana
           ¡un buen polvo de madrugada!

       De la contradicción somos la prueba
          Heredando ganas y reproches
            en esta caminata silbando
                   que no acaba
                   que no acaba

            Pujando entre dos piernas
            del Paraíso nos expulsaron
               ¡Una vida, dos vidas!
             ¡Cuánto dura el castigo!
                 —¡Yo la llevo!—
          (¡Qué sueños traerá la agonía!
          La muerte no es el enemigo…

            … Luego seremos ceniza,
         polvo, una nada al cosmos luego

                      50
la especie reúne, puja, puja
      ¡Ay! otro quebranto, otro juego…)

    ¡Filósofo basta!... que no hay otra forma
         ¡Ya tienes del zapato, la horma!
¡Mira, la Verdad desnuda al borde de la laguna!

         ¡Oh no! Ahora soy un ciervo
              Ya me arrojan los perros
             Devoran ¡Ay! mi carne
      ¡Ay! el hocico escarbando la herida
             La tragedia reaparece
            esta mirada no la olvida




                   51
INCONSCIENTE COLECTIVO


¡Grrr! ¡Crash! ¡Zummmm! ¡Chistsss! ¡Mendam!
          ¡Cuántos nombres para mí!
            Acaso vuelva la cabeza
              si me llaman ¡Nadie!

                 Empero…

        ¡Qué si al final de otra rutina,
          una tarde hostil como ésta
    me lleva a un cementerio desvanecido
          a descargar mi conciencia!

         ¡Qué si una lápida borrosa
               como todo ahí
         lanza mi nombre, la fecha!

     (Única es la genealogía que nos une
  a todos los hombres alrededor del fuego)
           ¡Qué más da un nombre!
      Cuesta aceptar que ese que llaman
       doloridos unos labios extenuados
    ¡sea yo! una inscripción, un registro…

   …de Ser o No Ser, el auténtico No Ser,
    una carga de impresiones remotas
           antes del individuo,
     ocupando su lugar dentro de mí

   Iracundo, ancestral, gobierna este sitio
            como gobernó la horda
    Se agazapa a esperar al otro, al bueno
          (Son enemigos, sospecho)

                   52
12     Placer, si no fueras tan breve
       ELLA LE VATICINÓ AL POETA
                 no serías placer
          Eres las ganas mi No Ser,
      Buscando un destino busca
            Ciego placer en apropiado
     entre la fe y aquel placer derribado
                 de más sueño
         El viaje nos quiero un
              ¡Libre teha dadover! hijo
             que desde hoy prolijo
       habitará tu sonrisa ael bueno,
         Pero, llega el otro, destiempo
      el necesario (¡uf! ¡ya era tiempo!)
     mas comoquecomo agua hirviendo
              el tú tiene nombre
          será reclama heredero
             se vapor que cantando
               de va deshaciendo
               se todos los pactos

         ¡Los frenos del caballo!
            ¡Cómo debe ser!
       Demasiado tarde ¡Rechazado!
        Mi No Ser ocupa su lugar
           Alegre, satisfecho,
                  fatal

          ¿Quién eres mi No Ser?
           ¿O de verdad no eres?
               ¡Qué importa!

          Solo sé que se desbarata
             la cadena de causas
           Trasciendo al despertar
              en nuevos sueños
       ¡Si estoy muerto me da igual!




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  • 1. TU PRESENCIA DE HECATOMBE Vicente González Navarro Ediciones
  • 2. Tu presencia de hecatombe, de Vicente González Navarro De esta edición, reservados todos los derechos © Vicente González Navarro vvvgonzalez@hotmail.com Partida registral Nº 00714-2008 Asiento 01 Oficina de Derechos de Autor — INDECOPI © Alejo Ediciones (de Mammalia Comunicación Cultura) Teléfono: 566-2017 Correo eléctrónico: santiagoaugustorisso@yahoo.es Edición al cuidado de Santiago Risso Diagramación: Consuelo Manrique Tiraje: 500 ejemplares Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2008-13297 Lima, Perú Diciembre de 2008
  • 3. Para esa gente fabulosa que predica con el ejemplo
  • 4. «Todo esto ocurrió, hasta el último verso, en Lima, durante los horrorosos años noventa, únicos dignos de cantarse, cuando aparece una raza de insurgentes delirantes que felizmente ya se extinguió». El Comercio, edición especial de fin de año
  • 6. I Después de la masacre, la policía revisó sus efectos personales. Solo yo estuve para recibirlos, Laura prefirió que fuera así. Eran algunas pocas cosas: un portadocumentos con su libreta electoral, una foto carné de una muchacha con uniforme escolar que no era Laura y nada más. La ropa manchada de sangre se quedó como evidencia. ¡Ah! dentro de la libreta de tres cuerpos descubrí un papel recorta- do a tijera que limitaba exactamente con los bordes del poema que contenía. Aún así, era un trozo de papel doblado una y otra vez. El poema llevaba como título «De amanecida.» El último verso había sido tachado, pero aún legible el verso original decía «… porque hasta la noche alegre va muriendo, cuando tiendes su mesa de blan- co». Sin embargo, por respeto a la minuciosidad del autor trans- cribiré la versión final: «Siempre te persignas con el mismo rezo/ como si explicarse debiera el verso/ La penitencia: dos avemarías y una riña/ serás madre tú casi una niña/ tú, el timbre del recreo, la magia/ el más inocente de los misterios/ Así la poesía afirma su procedi—miento:/ seducción, secuestro, duelo: es el viento/ como un sueño que se zafa de otro/ es el sueño que se ha desprendido/ Otro sueño, mi amor ¿has comprendido?/ porque te abrazo y mil niños pobres/ conmigo cierran filas, porque la Tierra/ te precisa para amanecer más temprano». Lo conocí durante una víspera de navidades, hace varios años cuan- do, urgido de un lugar donde vivir, se posesionó de un descampado al lado de mi casa, donde en apenas una noche improvisamos su vivienda (pese a mi deplorable estado de salud era lo menos que podía hacer por él). Quién diría que entonces conocí a mi mejor ami- go. El mismo amigo que acabo de perder. Poeta, temible decidor de verdades. También un repentista como yo, que, de pronto, se desata- ba recitando canciones con esa voz cavernosa fruto del cigarrillo,
  • 7. que, apretado en la mano derecha, le acompañaba durante el verso. El gesto digno como la forma de mirar, medio animal, medio hé- roe, completaba esa primera visión de Buenaventura, nombre que lo identificaba, o más bien lo perseguía como un remordimiento, a decir de él. Ambos coincidimos luego por el jirón de La Unión disfrazados de Papá Noel. Su elevada estatura se prestaba para cumplir ese pa- pel. Era el Papá Noel más destacado del grupo, por su tamaño, por su risa estentórea, por el afecto espontáneo que demostraba con los niños. El disfraz era exacto para él. En tanto yo, con una estatu- ra promedio, la almohadilla en la panza, gafas y una cojera que se pronunciaba más cuanto más avanzaba, parecía la copia bizarra de Buenaventura. Ambos, como todos entonces, animados por un ca- chuelo en diciembre. Sin embargo, la tienda de regalos que nos con- trató no solo no nos pagó lo ofrecido, sino que nos denunció ante las autoridades por amenazar el orden público. Por último, nos dijeron que nos cobráramos con los juguetes de plástico que cargábamos. ¡Ah no! Esto no se iba a quedar así, Buenaventura y yo encabezamos una manifestación singular. Treinta y tres hombres vestidos de Papá Noel tomando la avenida. Las barbas blancas desprendidas y los falsos vientres también. Más que una marcha de protesta parecía un carnaval al que se sumaron niños y sus madres que no nos tomaban en serio, pese a nuestros esfuerzos. Exigíamos nuestra paga antes de que dieran las doce. Luego, todo sucedió muy rápido. La estafa no era tal, la marcha blanquirroja no era pacífica según la policía y si era justa eso no era parte de la discusión. Que soliviantábamos a la multitud, que tuviéramos cuidado porque eran tiempos de cuida- do. Siete horas en el calabozo de Monserrate fue nuestro merecido escarmiento. Hasta que llegó ella, Laura, la mujer de Buenaventura (¡otra aparición!) «Es Navidad, hágalo por las niñas»; le dijo al ofi- cial. ¡Cómo no aceptar sus razones! ¡Cómo resistirse a Laura! Nos dejaron libres, conservamos los disfraces, pasamos la Nochebuena en paz, convirtiendo el cerro en el lugar más alegre de la Tierra. Aquel día recibí la primera clase de anarquismo. Que el Estado debe desaparecer, que está cerca el advenimiento de una raza solidaria. Que la anarquía no es el desorden gratuito sino la base para una
  • 8. sociedad fraternal. Una comunidad feliz como aquella que alguna vez pobló París. Una libertad sin ataduras a la propiedad ni a la he- rencia. Que la única autoridad, fuera la que dicte nuestra conciencia. Toda una canción de libertad en medio de la borrachera navideña. Que el Estado es una creación de la Iglesia que aprovechan ahora los comunistas, esos traficantes de ideas. Ese era el evangelio según Buenaventura. Llegará el momento, decía, cuando la moral bastará para respetar al prójimo, y las leyes con toda su carga de represión y amenaza resultarán innecesarias. Un grito de la naturaleza nos re- prochaba desde el fondo qué habíamos hecho reprimiendo nuestros deseos. Por eso la desilusión, la infelicidad. ¿Conjura? ¿Revolución? ¡Nada de eso! solo unas ganas incontenibles de cantar. Versos perse- guidos los suyos, revelados. El idealismo más furioso, más poético, más indefenso, tanto que le costó la vida. Decidí conservar la foto y el poema, catorce versos, el último con dos alternativas. Sospecho que debe de ser uno de esos poemas que se leen con voz entrecortada; ahí estaba, siempre a la mano del poe- ta, en el bolsillo de la camisa. Listos los versos para conmover, para sorprender con dos remates distintos. Si a él nunca lo abandona- ron a mí tampoco. Acaso recitarlos como rezando en la Taberna de los Escribanos me permita ganarme dos cervezas más a cuenta del dueño del negocio. Sigamos bebiendo. Yo no escribo, ya no. Otros escriben. Yo canto. Yo soy la voz cantante.
  • 9. II Ventana pequeñita y redonda cuya luz mortecina consiente la tarde. Ese es el paisaje y también una inacabable escalera a la intemperie, para alcanzarlo. Ahí vivo, desde hace tanto tiempo que no recuerdo otro lugar. Cordeles y cordeles que sortear, llenos de ropa puesta a secar. Luego, una fila para ocupar el baño de todos, en fin la patria, vista mejor desde estas alturas. Empero, el crepúsculo se convier- te, de manera excluyente, en la fijación de la ventana, deslumbrón alarido, un cilindro de luz buscando mi cara, revisando los filos, despidiéndose en mis ojos, va muriendo de a pocos, por grados cada vez más tenues, hasta desmoronarse en las tinieblas de aquella habitación que como otras tres, de otras tantas familias, tugurizan, esta improvisada y enorme azotea de la ciudad. Repito, no recuerdo cómo vine a dar aquí, pero tengo sospechas. Una es mi nombre, otra, los acontecimientos que mi memoria privilegia, empecinada- mente, cada tarde al morir. A propósito, más digno hubiera sido morir arrollado por algún auto, en tanto escribía algún poema inédito sobre el empolvado de las lunas de los parabrisas. Un verso por cada auto estacionado en paralelo formando fila. «Versos que nunca serán mercancía» rezaba el título del poema estampado sobre el Ford plateado que presidía la fila de vehículos, de modo que al avanzar por la avenida el peatón recorría todo el poema hasta llegar al último verso antes de doblar la esquina o comenzar la próxima cuadra (... en ese estado de gracia andaba ¡gulp!). Otro ensayo poético cuyo recuerdo a menudo me asalta, son aquellos nueve poemas en círculo perdidos hace tiempo, cuando sostenía que ni la hoja de papel cuadriculaba el arrebato, el desenfreno de esos poemas sin comienzo ni final. Era como la vida, todo da vueltas.
  • 10. Escribir poemas en círculo significaba pocos versos y muy cortos, casi de una o dos palabras, comenzar desde la izquierda hacia abajo y luego subir para voltear a la izquierda de nuevo y coincidir en el mismo verso del inicio. Un remolino del cual solo recuerdo el nú- mero de círculos: nueve. Otro recuerdo, me espanta. Llego a un cruce donde acaba la ave- nida, escapo de alguien con un limpiaparabrisas en la mano. Los semáforos no funcionan. El tráfico es insoportable y la policía no aparece para dirigir el tránsito. Llevo una vida esperando cruzar. Decido voltear a la izquierda, avanzo pero no puedo seguir. Un edi- ficio demolido lo impide. Una señal sobre la única pared en pie que la obra conserva, me indica que debo regresar por una paralela a la avenida a través de un pasaje estrecho que la corta, para voltear a la izquierda de nuevo y, de repente, estoy en el mismo lugar, a unos pasos de ese cruce infernal otra vez. Estoy sitiado. Debo caminar ¿pero adónde? Subo rengo, pero subo, como quien no teme por su vida, apenas una cojera para toda la vida, la gente aquí me respeta. De pronto, la ventana… que ahora sintoniza otra escena, una persecución, la policía municipal acometiendo contra vendedores ambulantes aco- rralados como yo. Decomiso, saqueo, desalojo, rapiña, mercancías pateadas, frutas pisoteadas, esparcidas por el pavimento. Mentadas de madre. Alguien cruza por el fuego cruzado, transeúnte distraído, ahora por entre la avalancha de carretillas y la turba en retirada, que le pasan por encima. Por entre las ruedas del tropel, un gigante que se arriesga, otro peatón que al caído salva, mientras las carretillas siguen pasando: celestes, verdes, amarillas. 10
  • 11. III Bajar a pie a la avenida para ahorrarse un pasaje. Tomar por asalto el primer ómnibus que pase. Para no pagar, avisarle al cobrador la suerte, la gracia que se ofrece, el poema. «Déjame trabajar her- manito, no seas malo». Empujado, empujar. Solicitar entonces la atención del pasajero y su paciencia, delirar delante de todos a viva voz los propios versos. ¿Explicarlos? ¡No faltaba más! Por úl- timo, invocar una colaboración a favor del arte, un reconocimiento, «una voluntad». ¿Vender versos? ¡Nunca! Solo una colaboración a favor del arte. Luego un largo cuchicheo y por fin algún sencillo que cae en la gorra y una promesa que el público me arranca: que no vuelva más. Hasta que entendí que esos versos, los míos, servían para todo menos para recitarlos, eran y son irrecitables (¿versos o reversos? —me espetaba el conductor). Es así que decidí recitar versos ajenos. Yo no escribo, ya no. Otros escriben. Yo canto. Yo soy la voz cantante. Un buen día acabé en un contrapunto de tangos a capella con un ve- nerable anciano, compañero del arte, que como tantos desemplea- dos compiten por la «voluntad» de los pasajeros en los vehículos de transporte público de la ciudad. Por unos centavos daba igual vender caramelos, canciones. El duelo fue espectacular. Sombrero de hongo, zapatos que ha- blan, registro quebrado y acento argentino. Mi rival: un octo- genario de do sostenido, que hinchaba el pecho en cada altura como un gallo despertando al mundo, recreando el viaje o vol- viéndolo más insoportable aún. ¡Basta de inútil poesía!, ¡llegó la hora del tango y el lunfardo! —trataba de convencerme. Casi lo consigue. 11
  • 12. «Cantando yo le di mi corazón, mi amor… cantando la encontré, cantando la perdí, porque no sé llorar, cantando he de morir…», predecía el viejo. A lo que repliqué enseguida «Canta y no llores, porque cantando se alegra, cielito lindo, los corazones…». Aquel día mi asombro coronó de imaginario laurel la testa del anciano. Nadie miraba al cielo como ese viejo por la ventana ¿Quién era el poeta? Yo no sé si ganó la poesía o el tango. Solo sé que entre dos alucinados ganó uno por abandono. Perdí. Luego de abrazar al ganador, apuradamente, me lancé del estribo. Sí, salté, pese a que el vehículo se encontraba en marcha, porque sino la multitud me iba a arrojar por la ventana a puntapiés como al ganador dos minutos antes, cuando pasaba con el sombrero a re- coger la colaboración del público. «Ladrón de mierda, hijo de puta, viejo ratero! ¡más sabe el diablo por viejo que por diablo!» —alcancé a escuchar entre gritos. ¡Bah! La gente de ese ómnibus no sabe apre- ciar el arte (No saben lo que hacen, pensé, pero que no los perdone nadie). Ya sobre el asfalto, presa de mi despiste, medio descalabra- do todavía, iba remedando al viejo. No debo resignarme, debo averiguarme, recuperar mis recuerdos, me repetía a mí mismo como dándome ánimos luego de lo ocurrido. De pronto una extraña organiza mi ruta, otra extraña de un tiempo a esta parte. Me alejo de mi destino, de la programación del día asal- tando otro ómnibus (la sesenta eme o la veintidós che) para repetir la escena del recitado a capella y hartar al público que se aparta, que mira a otro lado, que se desentiende. La ruta se vuelve sinuosa a este paso rengo. Persigo a una mucha- cha, sí persigo el peligro, más bien persigo un rostro, un rostro que- rido. Entonces, la ruta cambia hacia una calle muy estrecha por el centro de la ciudad, que a su vez me lanza hacia cinco esquinas que emergen no sé cómo. En una esquina se refugia la muchacha que sigo, junto a otras mujeres no tan jóvenes más curtidas, eso creía. . Tango Cantando de Mercedes Simone. . Cielito lindo ranchera que cantaba Pedro Infante. 12
  • 13. La joven perseguida me increpa, no tengo qué explicación ensayar. Su cara hasta entonces querida, que en la confusión creí reconocer, ahora es un conjunto de gestos obscenos que delatan su oficio. ¡No tengo plata!, le digo, es la verdad. ¡Tampoco tengo!, repito indigna- do, cuando me pide un reloj u otro objeto robado y le muestro mis bolsillos vacíos. Ella vocifera, amenaza, hago un último esfuerzo por recordar ese rostro ahora iracundo, pero tampoco su ira me resulta familiar. ¡Cojo de mierda!, ¡lárgate!, me grita, y las demás putas le hacen coro, mientras me arrancha las gafas. ¡Para algo servirá!, dice resignada, enseñando sus uñas negras como sus pestañas atroces. No, no es ella, ¡qué alivio! 13
  • 14. IV Cada tarde tiene su propia música. Hoy por ejemplo me dejo llevar por un único sonido de flauta, que trato de imitar silbando, como siempre voy camino hacia la noche. Me escondo otra vez. Queda- mos en vernos precisamente antes de que anochezca, en la esquina de Colón con Wilson. Laura y yo sincronizamos nuestros relojes, nadie debe llegar antes, es una forma de demostrar nuestro amor. No ama más el que más se impacienta, el amor no siempre es un desespero, dice Laura (pero yo desde que la conocí siempre estoy desesperado por verla). Otra coincidencia que nos imponemos es la noche, debemos vernos en el instante preciso que anochece. Sabe- mos que nos siguen, otra razón que justifica estas casi precauciones y, sin embargo, el recuerdo perenne de Laura siempre es el mismo: la misma esquina, pero Laura entonces esperando, fue un martes de hace años. Me hicieron demorar al salir del trabajo, debía catalogar nuevos libros en la biblioteca, entonces odié como nunca los libros. El camino hacia ella distaba tres cuadras, cruzar una avenida de do- ble vía. Corrí y resbalé, la caída destrozó el codo de la manga derecha de mi camisa, me incorporé, la tarde se esfumaba y yo no alcanzaba la avenida Wilson, empujé a un peatón desprevenido, me disculpé, no aceptó mis disculpas, me escupió y me mentó la madre. Arremetí por la pista en sentido contrario a los carros, traté de cortar camino. Fue en vano, no coincidimos, ella había llegado mucho antes. No temí que no estuviera, sabía que me esperaría, había un canon sin promesas entre nosotros que ambos profesábamos. Éramos uno, ¿no es cierto, Laura? Siempre seríamos uno. Emergió de pronto, ape- nas a unos metros de mis pasos, presidía el encuentro de dos calles como dos piernas. Anulaba el paisaje, ella era todo el paisaje. Hasta el tráfico tupido se descongestionaba entonces como escarmentado por una menta. Ya era de noche y su presencia sonaba como una batería redoblando en mi cabeza, percutiendo en mi corazón, en mis 14
  • 15. entrañas. Alta esperándome, indefensa esperándome, sin repro- ches, enternecida por el pequeño drama que yo acababa de vivir y que sospechaba por mi facha, por esta avidez… y qué hago si en vez de preguntar por mi tardanza, me come a besos. Descubrí así que la ternura era la hermana menor de la compasión, que Laura sentía compasión por mí y yo... yo la amaba como ama un gigante. Hoy nos volveremos a ver, como siempre. 15
  • 16. V Una noche, mientras hacíamos tiempo para hacer el amor, es decir esperar a que se durmiera la última de las niñas, yo le servía un café y le contaba lo que se decía de Dimas. Los días de la invasión por los años sesenta, cuando se sospechaba que Cerro Colorado, un denuncio minero de un antiguo ministro de Educación o hijo de un antiguo ministro de Educación, da igual, se encontraba disponible y sobretodo cerca de la zona industrial de la ciudad. Por entonces, Dimas convocó a los maestros sindicalizados primero y no sindica- lizados después, y por fin a quienes tuvieran agallas para invadir la cuesta. La mayoría de los invasores fueron maestros de escuela pú- blica, pero los más facciosos y violentos eran los obreros textiles. La cuesta quedó dorada de un día para otro por las esteras y luego roja por las calaminas que justificarían el nombre de Cerro Colorado, no obstante eso vendría luego, antes solo esteras y paredes empapela- das con La Prensa o El Comercio; cuando casi de inmediato a la toma del cerro vino la represión más salvaje, buscaban escarmentar a los cabecillas. Perdieron la vida dos maestros. El gobierno no reconoció las muertes. Pero ahí estaban Dimas y los suyos a pie firme. Sin embargo el proyecto era más ambicioso, iba más allá. Había na- cido de la solidaridad y así debía mantenerse, no necesitarían títulos de propiedad los vecinos de Cerro Colorado, ni nada que los separa- ra. Por eso, luego de dos años sin represión, volvieron las amenazas, cuando llegaron, ahora los agentes municipales, para registrarlos. Cerro Colorado había nacido del rechazo total a la autoridad y de la fraternidad de trescientas cuarenta y tres familias unidas por la . Los medios informaron que intervinieron fuerzas combinadas de la Policía y el Ejército. 16
  • 17. epopeya. Hazaña que debía ser contada a las generaciones venide- ras para que conocieran del pacto que las une. Por ocurrencia de Dimas todo era de todos y nada era de nadie. Como un inmenso local comunal. En la distribución de los lotes, la mayoría prefería la parte de abajo, colindante con la avenida, sin embargo ese privilegio fue para los mutilados producto de la invasión y las madres solteras, que ha- bían luchado sin un hombre al lado y creado las ollas comunes que luego dieron paso a los comedores populares esparcidos por todo el cerro. Hasta que intervino el gobierno que todo lo contamina. ¡Todo! Quién iba a creerlo —interrumpió Laura—, así que las madres de Cerro Colorado crearon los comedores populares y de seguro las polladas. La organización de la vida en el cerro la planificó Dimas —eso dicen y así lo reconoce la gente—, por ejemplo no había lote de menos de quinientos metros cuadrados, ¡sí, señor! No más hacinamiento. Si los ricos establecen esas dimensiones como mínimo para sus mansiones por qué no nosotros —me contaba ayer Demetrio lleno de emoción—. Casas grandes con jardines, y como era un cerro, mejor de un piso con huerta, una, dentro de su casa y otra, la gran chacra de todos, que era el real origen de esa propiedad; nada de denuncio minero que era el cuento del ministro aquel, para que no se tocara su feudo. Calles con seis metros de ancho, trazadas para el tránsito liviano, es decir, los triciclos, las bicicletas y hasta para los animales. ¡Nada de gasolina! Cada casa con puerta a la calle y de preferencia abiertas siempre para los amigos. Se había decretado un servicio comunal de jardinería no solo por el placer que le da al espíritu trabajar la tierra, sino por obligación. Dos años de servicio rural obligatorio para jóvenes de quince a diecisiete años, y a los ancianos que lo quisieran también; pero todo por consenso, nada por ley. Pues ¿qué era de lo que se acusa- ba a los pioneros de esa utopía?: Precisamente no respetar la ley. 17
  • 18. «¡Bah!: leyes en manos del gobierno: inmensas redes de pescar», sentenció Buenaventura y siguió contando. Las grandes decisiones se tomaban en asambleas porque era ese el otro servicio comunal: la participación organizada de los vecinos en el gobierno del lugar, para evitar desalojos y rapiña. Era la li- bertad pura, Laura, la libertad espontánea que se busca en el fondo del individuo. Porque reside en la inconciencia, en ese mar que nos recuerda cómo antes fuimos felices sin otra autoridad que no fuera nuestra incondicional fraternidad. Bueno —dijo Laura—, pero ese ya es un discurso tuyo, vamos a dormir. Además hoy en Cerro Co- lorado no hay jardines, solo tierra y polvo por todos lados, la gente se dedica al comercio de baratijas, a la reparación de autos viejos, por último a la venta de artículos para rezos y brujería, como nues- tra vecina de al lado. Le desbarataron el programa a Dimas, qué bueno que de eso él no se acuerda. No más calles de doce casas por cuadra, ni pavimento, ni asfalto en las pistas, hoy todo es tierra de nuevo y restos de lo que alguna vez fue. Si de nada vale lustrarse los zapatos como tú hacías hasta hace poco, hasta que te convenciste que igual llegabas a la avenida con los zapatos llenos de polvo… y luego dejaste de afeitarte a diario… y cortarte el pelo de vez en cuando. Como siempre, en algún momento llegaron los malos y organiza- ron todo conforme a ley: la policía corrupta, los alcaldes repentinos, el mercadeo político no el bien común… y la nueva generación, la siguiente de Dimas, la que necesitaba dividir la casa de papá o de la suegra, la que no reconoce héroes pero sí motivos para celebrar y emborracharse y reproducirse a punta de polladas y chicha. ¡Y cómo no! Sendero, ofreciendo rencor más armas (¡que los pobres deben morirse para que no sufran!). Dimas no hablaba mucho de política pero su influencia sobre la gente era suficiente, todos lo tra- taban de don Dimas. Sin ideario, más bien cantando, conseguía mu- cho más que otros dirigentes con millones de palabras, con miles de . Cita de Proudhon que siempre repetía. 18
  • 19. ideas. Por eso el escarmiento que no le propinó el gobierno se lo dio Sendero, porque Dimas era la otra alternativa, la alternativa frater- na. Sendero buscaba afianzar su espacio en Cerro Colorado y Dimas era incómodo (como ocurre ahora contigo, mi amor, pensó Laura sobrecogida…) Pero la utopía se quebró con él, a punta de patadas le vaciaron la memoria y acabaron con sus planes; por último, le achacaron su trayectoria sindical y lo entregaron a la policía y ¡qué miedo! al Poder Judicial del Perú. Miedo fue lo que nunca tuvo ni tendrá —volví a la carga yo. Si bien el verso acudía a él vertiginosamente, el rugido era valiente, cambiarlo todo, no tomar de ejemplo a ninguna otra invasión. Que Cerro Colorado no fuera otra villa carbón, llena de ruido, fierros y carros desarmados, otro desván más de Lima. Pero los profesores de escuela no hacen revoluciones… Solamente fundan ciudades —interrumpió Laura. Es verdad, proseguí, ayer conversando con gente del barrio, de los antiguos, me contaron que precisamente el día que Dimas salió a escribir versos en las lunas de los carros, casi alucinado, luego de la paliza horrorosa, quedó registrado en uno de los parabrisas: «¡Y a ti qué mierda te importa!». Y luego lo conocimos —dijo Laura—, y el destino lo convirtió en el gran amigo que conocemos, mi amor; ya basta, vamos a dormir. Sí, ya voy, Laura, repliqué entre mí, solo buscaba el origen de esa voz cantante. 19
  • 20. VI Decía Schopenhauer que el sufrimiento mental violento se vuelve insoportable en la medida que reside en la memoria. Ahora bien, si esa pena, ese pensamiento, son tan horrorosos, entonces la na- turaleza alarmada se vale de la demencia como último medio para salvar la vida. La vida hasta tales extremos atormentada destruye los hilos de la memoria, rellena la brecha con ficciones y busca en la demencia el refugio para el sufrimiento que excede su propia forta- leza, como un miembro afectado por la gangrena que es amputado y sustituido por otro de madera. En esas divagaciones me encon- traba cuando un olor familiar me arrancó de ellas y me devolvió a la realidad insustituible. Era un olor que no me desagradaba, era el humor que despedía mi propio cuerpo cubierto no con la camisa a cuadros manchada de sangre y la manga derecha destrozada de Buenaventura, sino una blanca que se había puesto una noche an- tes, durante la manifestación en la colina, descartada por él el día de su muerte hacía veintitrés horas, cuando por fin decidió cambiarse de camisa. Y hace veintitrés horas que veo la televisión sin ver, con solo su camisa puesta. Las niñas están con la abuela. El olfato ese último refugio que la naturaleza ha dejado en la na- riz del hombre para que éste evoque, se esmeró en distinguir en el olor que la camisa conservaba, no su olor solamente sino el olor de ambos, de ambos haciendo el amor. Habré lavado cientos de veces sus camisas, su ropa interior; sin embargo, hasta entonces recién me percataba con impudicia y fruición de que las ropas así mezcladas y sucias como estaban, nos conservaban todavía juntos. Así que tú eres la que rayas los libros sin remordimiento —me reprochó el día que cruzamos por fin unas palabras. Nos conocimos 20
  • 21. un día antes, el lunes, cuando llegó saltando en un pie (como llega la alegría) debido a un accidente con la puerta cuando entró violento a marcar su tarjeta de asistencia. En fin, siguió con la reprimenda, porque eran libros catalogados, rematando con que no volvería a prestarme libros. Me encogí de hombros con la contundencia de un ¡No jodas! ¡Tan grande y tan cojudo!, reprimido en los labios. Éramos compañeros de trabajo en una biblioteca pública y él sin reconocerlo con la moralina aquella de que hay que predicar con el ejemplo y si trabajas aquí con más razón. Cuando yo, lejos de hacerle caso, aprovechaba esa privilegiada condición de empleada administrativa de una biblioteca, para leer lo que me diera la gana sin llenar ficha alguna de préstamo ni tramitar nada que se le pa- rezca. Que con él todo iba a cambiar y de qué modo cambió. Así la discusión que terminó en pleito y el pleito que terminó en rencor, y el rencor que terminó en las paces luego, para volvernos a pelear y la pelea en reconciliación y el amor sin papeles y los hijos: nuestros hijos. Mejor dicho, hijas, dos hijas. Todo inolvidable, incontrolable como incontrolables estas ganas de morir mirando televisión, casi desnuda esperando sus ojos. Hasta los diarios hablaron de su muerte gota a gota. Cuestionaban los métodos empleados, la ferocidad de los asesinos, pero dejaban entrever que la víctima era un violento agitador profesional (ade- más, el trozo de oreja hallado en su boca). El único expediente abier- to, parece uno en su contra, como si no fuera él la víctima. Indicios razonables de insurgencia habitan los treinta y un poemas encontra- dos, dijo la policía (entonces críticos literarios), así obra en el Expe- diente Buenaventura. Buscan cómplices, pero de la víctima. No, no quiero volver a pensar en eso, no esta vez, pero ese olor, este olor. Me estoy oliendo con su olor. Si algo persigo es oler siempre a él, será posible que de tanto estar juntos… Pero, por qué no estuve entonces, por qué no estaba él ahora, por qué estoy así. ¡Ah las pala- bras! ¡Qué esconden, carajo! Si algo deseo es apestar siempre a él, apestar a sus ganas… y también a las otras ganas, sus putas ganas de morir. 21
  • 22. —Además, ¿para qué sirven los libros en un país donde nadie lee?— le discutí antes de dejarlo con la palabra en la boca encogiéndome de hombros—. ¿Para llevarlos bajo el sobaco o para guardar una flor dentro? ¡No! ¡Solo sirven para cargar un condón entre las páginas veintiséis y veintisiete! —agregué, y por fin me largué, segura de haberlo sorprendido. No obstante, el recién ascendido empleado de la Biblioteca de Le- tras, aconsejaba cuidar los libros. Hombre ordenado como todo li- brero, pero estudioso de los anarquistas (otra paradoja). ¡Bah!, todo menos cuidarlos. Estos libros se han hecho para rayarlos, escribir al margen o debajo, apasionadamente, en fin volver al lector un lector macho como decía Cortázar; de modo que otro lector, cuando repa- se sus páginas, lea la intensidad, la lisura, el trance padecidos. Pero mi gran amor era un hombre de convicciones. Modelo «pobre pero honrado», parecía dueño de esa frase, y de otras «cada cosa en su lu- gar y un lugar para cada cosa» (bibliotecario tenía que ser) o aquella «… entonces, entre godivas y gorriones ¡asaltamos la ciudad!» ¡Qué ironía!, más frases como sentencias inapelables, ¿cuántas veces al día las aclaraciones?… Y la patria explicada en una metáfora (de la cual vivía orgulloso): «La patria se me figura un niño rubio en bra- zos de su sirvienta chola». Y sus versos, deshaciéndose con él. Una Navidad, Dimas, un vecino que vive al lado, el mismo que nos avisó de este lugar donde vivimos apretados, le pasó la voz de un cachuelito, un trabajo propio de la fecha, que al cabo le traería más problemas que satisfacciones. Aprovechando su elevada estatura le ofrecieron disfrazarse de Papá Noel y salir a las calles a tomarse fo- tos con los niños, y divertirlos de paso con su carcajada estentórea. Nunca le pagaron lo prometido, tampoco a Dimas. Entonces ambos decidieron presidir la única marcha hasta entonces conocida de pa- panoeles. Una turba roja queriendo reivindicar los derechos de los clauns. Y así vestidos tomaron la avenida, se adueñaron del local donde los contrataron, y a él, por supuesto, lo sindicaron como el cabecilla, y fue a dar con su disfraz al calabozo de la comisaría de Monserrate por pegarle al empresario que los defraudó. Bien valió la pena, dijo desatando toda su mirada. Se quedó con el disfraz y 22
  • 23. aquella Navidad fue Papá Noel para nuestras hijas y todos los hijos de los vecinos del cerro, y las fotos para el recuerdo conmigo a su lado, con las niñas, con Dimas, con los hijos de los vecinos, los tres solos, yo entre dos papanoeles; en fin, una promoción tratando de salir adelante en plena época de la república corrupta. 23
  • 24. VII Ladrillos amontonados con cierto orden bordeaban parte de la zan- ja. Añicos de ladrillos, ocres y anaranjados la completaban; cerca, un laguito de orines oscurecían los restos de calamina. Ya habría dinero para hacer un cerco, un cerco de verdad. La casa del vecino miraba, inevitablemente, al espontáneo patio formado de lo poco sin construir que dejaban libre los vecinos. No podía ser de otra manera, es un cerro, tanto más empinado que otros. La escalera de Don Macho pasa por el techo de la Albina, y dos metros más arriba ya no es la escalera de Don Macho sino Pancho el que sube y baja, divisando el abismo, y de paso a la Albina. El paso se desarrolla hasta el cielo, a quien quiera pasar se le permite el tránsito, basta que diga que va de visita o viene de rezarle al santito, ubicado sobre una ruma de piedras en la parte más alta del cerro. Aquí sí mi casa es tu casa y la casa de todos; no obstante la otra noche nadie miraba al patio, nadie correteaba por entre el barro, el lugar estaba solo. De noche cortar camino por estos lados es peligroso; la familia: dos mujercitas más lindas que la virgen María y de apenas cinco años la mayor, tenían permiso para quedarse con mamá en la casa de la abuela. Por cierto, esperábamos... ojalá un varoncito (sí, estaba em- barazada de nuevo). Cuando niña comencé a coleccionar miradas tristes en las revistas, formas de mirar tristemente en fotos, ojos melancólicos, me intri- gaban. Contra lo que se piensa no son frecuentes, pasa inadvertido para quienes ven con ellos, taladran con ellos, acaso porque no son solo de ellos sino de quienes los miramos; yo me calcaba en una mi- rada de esas todos los días y cada vez más reaparecía de sus chapo- teadas aguas, inocente, desnuda. Hay un niño que arrullo, que mira así desahogándose parece. (¡Han pasado cuatro meses!). 24
  • 25. El andar desgarbado, pese a su estatura, el desaliño, mezclados con la parada grave y la mirada… definitivamente no hacían juego, pues resultaba como juntar la indiferencia y la protesta, lo trivial y el arrebato; pero con urgencia era eso: el arrebato y yo la pacien- cia. «Nada hay más nuestro que el cielo —es de todos— en cambio la tierra es de algunos solamente, por eso soporta que le dibujen mapas, límites, territorios, vamos a ver si alguien hace mapas del cielo». Luego, alzaba la cara confiado, mirando al infinito, asentía como administrando lo suyo, lo que veía era de él y mío también. El recoveco nos protegía de la intemperie, podíamos mantenerlo con nuestros sueldos de empleados públicos venidos a menos. Sin em- bargo, cada vez más numerosos los habitantes del patio: vecinos, hijos de vecinos… en fin, habría sitio hasta que se acabe (además nosotros llegamos al último, gracias a la gestión de Dimas, pionero de la invasión de Cerro Colorado). Hasta que ocurra lo que ocurrió la otra noche, cuando él volvía del trabajo a casa y no había nadie, cuando no estaba yo para resistir a su lado hasta el final; para que no fuera lo que Dios quiera de nuevo; cuando sigilosamente llegaron a matarlo, a acabar con el problema, con la prédica monótona en el cerro, con los volantes iracundos en la plaza, con Tu Presencia de Hecatombe, bajando y subiendo. ¡Malditos! ¡Hijos de puta! ¡Ellos y los poderosos que pagan por matar! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mier- das! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas...!! Dónde estuve que no pude evitar el ataque desigual, a traición, de dos, tres, cuatro sicarios que lo enfrentaron. Armados ellos con machetes, él solo con sus brazos, con sus pies, con sus dientes, con su valor entre las piernas… hasta soportar el desglose violento y animal del brazo derecho. Bastó para que se desangrara como se desangran las fieras cuando luchan entre ellas. Como un duelo de uno contra todos donde aquél pierde su espada y muestra el pecho, así fue muriendo, en esa cumbre donde fuimos felices rugiendo, mordiendo, jodiendo y jodiendo. De él la inacabable hemorragia, de él, la furia, el alarido. 25
  • 26. VIII El lugar de reunión con Laura, siempre es alguno de los bares ale- daños a la berma de la avenida Grau, hoy convertida en una gran biblioteca de Alejandría donde se venden y se compran libros viejos, revistas antiguas y casetes anarquistas con trova mucha trova. Músi- ca de protesta en el lenguaje antiguo, propaganda comunista según la policía. Alrededor de Grau todo es pobreza y promiscuidad; en la noche pueblan la avenida borrachos y toda suerte de putas, viejas trajinadas, gordas inmundas, jóvenes avezadas y lo peor niñas que a veces antes de caer la tarde por ganar la esquina ya transitan medio desnudas, enanas con tetas. No obstante muy cerca queda el Pala- cio de Justicia y más cerca todavía la vieja casona de dos pisos con balcones abandonados, donde llevamos poemas de Buenaventura, que no logramos vender ni en el micro ni en la plaza, y fumamos, fu- mamos mucho, y hablamos de política, queremos cambiar el mundo a punta de versos ¡Vivan los poetas! ¡Vivan los anarkos!, pero que vivan bien lejos, como nosotros en Cerro Colorado. Soy la persona en quien más confía Laura, además ella me recuerda una parte de mi pasado, ella es la memoria que se empeña en recu- perar para mí; la otra parte quedó por rescatar a punta de versos que repito y repito, de paporreta, para no olvidarme de lo que fui y porque Laura me los pide. En esa niebla baja ando siempre, pero no estoy loco, aún no. Por ejemplo sé que fui profesor de literatura de cuarto de secundaria de un colegio en Cerro Colorado, el Nº 3939, me conocen y reconocen al- gunos alumnos («... en este día de clases no puedo sorprenderte con . Así eran reconocidos los anarquistas por esa época. 26
  • 27. ningún verso memorable, no hay lección que seguir, no tengo nada más que decir; hoy, querido alumno, quiero ser el último de la fila mirando desde ahí a tu compañera, alborotando el salón, armando el caos para que repare en mí», Dimas, profesor de Literatura). No tengo remedio, mi piel tiene los hoyos de los perdigones soportados a pie firme —dicen— en una manifestación donde perseguían al sin- dicato de maestros, buscaban a los maestros (¡maestro te buscan!). También luzco algunas marcas de latigazos en las piernas, desnudo soy un desastre dice Laura. Esos latigazos cuentan, son los recibidos en la época de la invasión a Cerro Colorado cuando era la chacra de un ministro. Ni los potentes chorros de agua helada aplicados luego lograron disimularlos. Mi piel recuerda más que Laura. Quiero saber de mi familia, por qué ando solo, ¿qué ocurrió?, todos callan, Laura se desespera. Bueno, por ahora mejor andar solo, sé que me buscan, sé que preguntan por mí y mis actividades. Dicen que es el gobierno, yo creo que es Sendero. ¡En fin! Solo sé que me buscan. Resulta cómico ir descubriendo nuestra biografía, Buenaventura me contaba una historia épica de marchas y protestas, de tomas de la avenida y salvajes grescas, que según él ocurrieron entonces. Los vecinos sin embargo me creen un alucinado, pero algo esconde la gente, algo saben pero tienen miedo. Me da la impresión que perder parte de mi pasado me ha devuelto a la horda, soy de nuevo el itine- rante mono que anda desnudo buscando comida. Vamos de caza. 27
  • 28. IX La noche está hecha harapos. De pronto una tonada «… que te pasa estás llorando tienes alma de papel». Ahora la noche se me figura frágil, el día tierno, no sé quién me reprocha algo desde el fondo. Es un niño y ya está enfrentándome con la mano extendida, supli- cando una caridad. No tengo ni para el pasaje de vuelta, le dije ca- tegórico. Súbitamente se cuelga de mi corbata, como quien baja la palanca de un retrete. Gira. Me obliga a dar vueltas tirando de mi corbata. No opongo resistencia. No contesto la agresión, es un niño; por fin me zafo. Otra vez la canción desde la cantina «… qué te pasa estás llorando, tienes alma de papel». ¡Bah! (¿Tendrá que ver con lo que pasa? ¿Qué pasa?). Me desentiendo. Como en un sueño que se deshace, así camino hacia la luz del día por las calles de la ciudad, apenas antes del amane- cer. Al pasar la siguiente cuadra será de día, lo tengo medido... Es de día. Avanzo sin convicción como quien se aleja expulsado. Llego al parque, yo entre desconocidos que atraviesan el parque. Parece que son forasteros que recién arriban de alguna ciudad y buscan hospedaje en horas tan tempranas. De pronto el fogonazo de una cámara. Una foto para el recuerdo, yo que sin querer cruzo dis- traído y formo parte contra mi voluntad del recuerdo de otra gente; con mi cara de tonto, con mis lentes de tonto y una sonrisa furtiva como de disculpa. Trashumante de parques que al pasar desplaza a alguien en la toma (acaso al papá, ojalá al tío). Otro absurdo… como vivir cada día, cada noche, cada minuto, con la foto de un gran amor en el bolsillo. . Periódico de ayer salsa que cantaba Héctor Lavoe. 28
  • 29. Pese a que recién ha amanecido los habitantes del parque son los mismos de cualquier ciudad: el inmigrante recién llegado a la capital, los vagos que durmieron en sus bancas buscando un pucho por el suelo y los árboles como siempre pintados de blanco hasta la cin- tura. ¿Qué hora es? («Nuestro amor no es una amor convencional —le dediqué— no se para en la vereda siquiera a conversar, nuestro amor es un nudo en la garganta, el llamamiento telépata, fisiológico, nervioso, animal; la respuesta sonámbula. Es aquel que se acuclilla tras los matorrales…». —No le gustó, más bien le daba ganas de ir al baño). El «catre, ropa, periódico, botellas…» me suena como a las nueve de la mañana. Abreviemos, salgo de una situación confusa que me ocupó la noche. Estoy en la resaca de una borrachera inesperada. Solo recuerdo que salí a caminar ya avanzada la noche, como quien busca algo distin- to; a medida que me aproximaba al centro de la ciudad, un tumulto me toma de sorpresa. El problema es en la calle. Me refugio en la cantina más próxima donde bebo con los parroquianos para justifi- carme. ¡Invito yo! Súbitamente… ¡otra redada! Ingresa la policía al bar, revisión de papeles que no tengo. Pago por un escondrijo. Voy a dar a un cuarto maloliente ¡Qué importa! Bebo con una extraña, a quien le dedico unos versos y le pido que cambie de vida en tanto pugno por un último trago, pago por un último beso en esa habita- ción en tinieblas. 29
  • 30. X «A desmembrar la palabra paz. A comenzar de nuevo: a …» Laura A partir del mediodía de hoy lunes veinte de octubre, soy un desem- pleado más que no se desespera. Sucede que en mi país es muy fre- cuente que eso ocurra. Lo raro es que me arrojarán de la manera que lo hicieron. Tenía razón el dueño del negocio, no puedo concentrar- me en el trabajo, soy un peligro, siempre presa de la ensoñación y el delirio (… con estocadas fallidas, seguimientos infructuosos, aco- rralamientos salvados, tiempo perdido matutinamente, ¡sin poder matar una maldita mosca!, ¡hija de otra maldita mosca!). El caso es que luego del accidente no pude volver a enseñar Litera- tura. Diagnosticaron que parte del hemisferio occipital del cráneo quedó dañado, entonces la cojera era irreversible. El nombre cien- tífico es paramnesia. La memoria remota iba ir apareciendo pero por ahora se encuentran desdibujados los recuerdos como un pa- limpsesto donde los recientes sucesos borran el recuerdo anterior. Es cuestión de tiempo, ya volveré al tiempo lineal, en tanto asumo mi historia como quien recién comienza la vida. Laura forma parte de este presente como Buenaventura hasta que murió. Pero olvi- daba decir, estoy en una cantina, he pedido una cerveza y espero a Laura, que ya se enteró de todo y tiene pena. ¡Llegó Laura! Laura se preocupa por mí, yo me preocupó por ella. Insiste en escu- char los versos de Buenaventura, que ya me aprendí. Por ejemplo me pide la «Nueva versión de Romeo y Julieta». Me cuesta recordar, pero el estribillo lo resuelve todo, la tonada, la rima, ¡qué sé yo! 30
  • 31. Había un tiempo, poco después del atropello, que solo la barba me recordaba que otro día había comenzado, rozaba mis cachetes y si raspaba, era que otro día había pasado (luego llegaba el enferme- ro que nos rasuraba a todos como quien pelaba pollos, inclusive la cabeza). La luz de los cuartos del Hospital Loayza con un solo fluorescente apenas alumbraba, pero quedaba encendida siempre, noche y día. Había un reloj, pegado en la pared, pero había olvi- dado cómo interpretar la hora. A partir de entonces hasta ahora, todo asunto relacionado con el tiempo se vuelve confuso y luego se aclara, y vuelve a confundirse y aclararse gradualmente. Lau- ra ha cambiado, antes hubiera rechazado la cantina y las cervezas, ahora no; inclusive se junta con otra gente, gente peligrosa, gente perseguida, no anarkos sino más bien gente vinculada a Socorro Po- pular, el ala más extrema de Sendero. Fuma sin cesar con la misma gravedad que lo hacía Buenaventura, sus dedos amarillos y la cara demacrada, más su dulzura, cambian de pronto cuando se acuerda de sus encargos con la humanidad, «conviene ahora la táctica sen- derista de alcanzar el poder, después veremos». Laura es hermosa, siempre lo supo, Buenaventura se lo dijo en todos los idiomas y la gente también. Laura, víctima de su delirio, arremete ahora, está en la parte más inflamada de su discurso, la gente le hace rueda, es un espectáculo que una mujer hermosa hable de esa manera. Laura percute y repercute los tambores de guerra, de venganza, de justi- cia, de victoria. Laura dispara. La verdad tengo miedo de decirle que sospecho de sus nuevas jun- tas, esas juntas no me aceptan, se refieren a mí como el cojo, el loco. ¡Como si no lo supiera! Un loco que sospecha que los asesinos de Buenaventura han sido precisamente ellos. Nadie sabe de dónde vinieron las balas o, más bien, los machetazos. Nadie reivindicó su muerte. 31
  • 32. XI Voy bajando las escaleras… veintidós, veintitrés, veinticuatro, lle- gué (aun cuando debía ser una cuenta regresiva: cuatro, tres, dos, uno). El cerro se presenta más plano que de costumbre. La cuesta siempre empinada, hoy parece como si tuviera un cartoncito dobla- do en una de las patas, de modo que la empareja, que vuelve amable la ruta. Me dejo seducir por esa señal prometedora, yo también ca- mino como tantos otros que no tienen cómo pagar un colectivo que los lleve hacia otro colectivo que va —ese sí— hacia el centro de la ciudad. (La inocencia es una mañana temprano, una mañana por la mañana). ¡Vaya! Basta con bajar luego a la calle para sufrir lo que pasa. Y lo que pasa es que todo el mundo vende en este lugar. Ya me habían contado cómo había cambiado todo en Cerro Colorado, de un tiem- po a esta parte. Ahora no hay reparo en vender la calle para que ahí, a su vez, se venda. Todo es comercio. Comercio entre pobres. Para pasar de una calle a la otra debo abrirme paso entre dos carre- tillas color pastel y cajones de esos con listones de madera. Venden y compran. Venden la carrocería de un auto abandonado o lo que queda de él, en plena puerta de una casa. Mi vecino vende al otro vecino que se resiste y regatea; una anciana humilde vende sobre su falda de franela, caramelos y chicles, interrumpiendo el paso por la vereda. Ya abrió Demetrio su ventana, desde ahí ofrece cerveza. El policía vende a escondidas una rifa «Pro Navidad de los Hijos de los Policías», pese a que aún es octubre. Y la mezcla de música a todo volumen de los que venden en carretillas, discos y casetes. Sin embargo, hoy no me desagrada este mercado persa que se im- provisa todas las mañanas frente a mi casa. Hoy no. Inclusive yo también participé de las compras. He adquirido una lámina insólita: 32
  • 33. un amanecer, sí, sin duda un amanecer delirante, y un hombre con las manos en los bolsillos, saliendo a la calle. (Aquí percibo las li- mitaciones de nuestro lenguaje lineal tratando de describir la rea- lidad más abrumadora, intentando captar la simultánea ocurrencia de eventos. Para muestra lo que ocurre ya: una perrita preñada que desprevenida cruza la calle mientras un loco desnudo hace obsceni- dades frente al escaparate. Y para completar la escena en la esquina, colgado en un quiosco amarillo, el titular de un periódico: «Menor embarazada sale a orinar y se cuelga de un árbol». Todo en un vis- tazo, una misma secuencia. No acaba de pasar). De toda la susodicha lámina hay una imagen que destaca de las otras: Es el hombre que espera al fulano que baja con las manos en los bolsillos. Fulano éste que se encuentra elementalmente desnudo. Bien, hasta aquí la bendita lámina, la enrollo y al hombro, o para golpear la rodilla de vez en cuando; aunque la verdad ya me estor- ba, somete a la intemperie una parte más de mí. Este día que no se parece a otros y en cuya parsimonia floto no oca- siona problemas. ¿Terminará desmoronado también? Casi no me preocupa, tampoco el frío que me va desvistiendo y que ingresa por las manos. Decido no ir al trabajo. Más bien me impongo el deber de averiguar lo de la embarazada suicida. Compro el diario, reconozco su nombre, fue anoche y es verdad, no tienen baño ni agua, ni ganas de ir al baño por estos lugares recónditos. Perderse entonces por ahí para orinar era un buen pretexto para salir. El matutino señala como causa del suicidio, el pánico de la mucha- cha al castigo que le impondría su madre al enterarse de su preñez, cada día más difícil de ocultar. Pretendo olvidar que la conocí, esto no forma parte de este día, de los presentes mil cuatrocientos cuarenta minutos que no terminan. Recién ahora recuerdo no haber desayunado, tampoco haberme afeitado, pero la barba está detenida y mi apetito también. Pareciera que estoy en suspenso. Observo al loco y me devuelve a la lámina. Ya la entiendo mejor, esa salida a la calle, por ejemplo, es un umbral 33
  • 34. como un aro encendido que… ¡No puede ser! Debo estar más con- fundido que de costumbre… porque el de las manos en los bolsillos ya no simula tener las manos en los bolsillos inexistentes, sino figu- ra más bien con los brazos abiertos y en intención de impulso, como si fuera a zambullirse. Al frente, cada vez más cerca uno del otro, el desnudo lo imita al pie de la letra, aunque ya no sé quién imita a quién. Alguien quiere echar a perder el día. Ahora sí, veintitrés, veinticuatro, leo un aviso pegado en una puerta que debe ser la mía: «Se venden marcianos». Casi no tengo cobija y subo de mentira, caigo sobre mi propia cama, está por amanecer, debo apurarme. Soy un cobarde, siempre lo fui, y éste es un legañoso día más que co- mienza arrancado de mis sueños. 34
  • 35. XII Yo tenía unos libros de versos y unas revistas en una caja de leche «Gloria», dibujos a lápiz que amaba, tenía una mesa de madera, tenía también una colección de discos de vinilo, en otra caja de leche «Gloria» y más libros rojos sobre la pila de revistas al lado de mi cama; y en el cajón de la cómoda, también de madera, guardaba treinta y nueve poemas y otros versos muy breves en círculo que corregía y corregía; tenía varias camisas blancas para el trabajo que mi madre zurció hasta morir de pena, una corbata que conservo, y otra camisa roja. Tenía una casa con una sola habitación grande, todavía sin dividir, en la cumbre de Cerro Colorado. Una máquina de escribir con la que dormía la siesta de la tarde, escribiendo mientras miraba a la ventana hasta que se hacía de noche, y con las luces de la ciudad alucinar como reaparecía el paisaje de la ventana, convertidas las sombras de la máquina en un castillo con una torre a cada lado, a su vez sombras de mis pies sobre la mesa, mitad tinieblas mitad borrachera. Tenía la tarde, como ya dije, hasta que moría. Tenía la noche alevosa y violenta. Tenía una familia que rogué me abandonara porque era peligrosa mi compañía, de la familia asesinaron a mi hermano al confundirlo conmigo en un jirón de Barrios Altos. También tuve un amor adolescente que moría por mí, y esperaba tiernamente mis versos al empezar la clase, tuve su foto. Tenía una hoja de afeitar entre los tres cuerpos de mi libreta electoral que, lo juro por mi hermano muerto como un héroe, yo nunca usé; sin embargo, la libreta le sirvió a Buenaventura para cambiar de identidad hasta su muerte cruel. Tenía unos versos borrosos que volvieron a mí inesperadamente, tenía amigos feroces, tenía vestido, piel, animales alrededor que ya no me hablan. Rosas que no me devuelven el saludo, soy peligroso, dicen. Muy peligroso. 35
  • 36. EL EXPEDIENTE EL EXPEDIENTE BUENAVENTURA* BUENAVENTURA* * «Es posible que todos los versos no pertenezcan a un mismo puño caligráfico, por ello, su autoría no resulta atribuible sólo a la víctima. Es más, al registrar su vivienda, los poemas fueron hallados encima de un viejo televisor de antena de conejo, dentro de un fólder rojo, que al caerse echó a perder el orden de los versos. En suma, el orden en que aparecen a continuación no corresponde al deseo del autor o autores, sino más bien a la voluntad del perito consultado por el juzgado quien para justificar su labor, improvisó un orden según su real parecer y entender. Por tanto, la mujer de la víctima y el hombre que recogió sus efectos personales, resultan sospechosos de sedición». Extraído del dictamen fiscal a fojas 39. 36
  • 38. EL CHARCO IRIS ¡Charc! ¡Snif! ¡Gulp! ¡Puf! Mala suerte peatón no fue mierda lo que pisaste Fue un charquito dibujado como una Ese antes del canto de la vereda al fin del jardín ¡Pobre charco! El arco iris aparecido sobre sus aguas descompuestas (la fiestecita humilde) acabó desbaratado para siempre ¡bajo la suela de este mal paso! 38
  • 39. 1 PERSPECTIVA La avenida tiene cien árboles a cada lado; viéndola en perspectiva sin embargo, se juntan en uno allá arriba que no aparece ni a las finales Pues no se sabe de ilusiones tales que la realidad construya y pervivan Se sabe de cien sueños y otros cien, la masiva toma de la avenida, sin lados a las finales INDICIOS RAZONABLES 39
  • 40. BUSCANDO QUE NO VEN 2 OJOS A RIMBAUD No podía ver, en vano al cabo peregrino, Poeta, trataba de asirse a una mano un verano del siglo XIX Jean Arthur Rimbaud, tomar del brazo a alguien se marchó de París. para cruzar latras sus pasos, mojones tenía el camino. Salí densa calle; quien lo advertía, se apuraba, lo evadía. sumergí en el infierno Irrumpí en sus delirios, me Un enano al cabo, que él había pasando, del tamaño otro peatón buscado: paisaje silvestre, bambú, de un bastón, se percata, rescata insectos, alucinaciones, iluminaciones descalabrado al extraño tribus, tambores. … a lo lejos parecen uno Entre la maleza africana lo hallé: ¡Parecen un regaño! Adornado con una guirnalda, sin variar la posición, sin volver la mirada, ocupaba un trono. Alrededor le rendían culto, un mono y hombres salvajes como el sacrificio que le ofrendaban. Reverentes y obscenos como se adora un talismán Rimbaud, lisiado y ciego, cantaba: «… Yo soy el poeta de la alegría, los árboles, un camino, el sol entre los cerros, una casita sin puertas, la petrificada ironía» 40
  • 41. 3 INVENTARIO ADLÁTERES Ella tiende la ropa Por una misma avenida Se apura, sacude el polvo al borde de una tarde Lava los trastos ¡cómo en dirección al parque se acumula la rutina! Recoge la basura, busca algo en el tacho: o a la noche dos vehículos pasan por la vereda Vamos a ver… … Una envoltura de jabón Una silla de ruedas conducida un destreza, con cuidado, concojín, vasos y botellas filialmente descartables, transporta y a una ancianauna etiqueta sus achaques con en paralelo, en inglés: casi una palabra a mínima distancia water closet compite, inadvertidamente, un cochecitoque denomina un adminículo que desocupa… al final de una rutina añicos, carambas, bordo con una criatura atrizas, una sandalia sin guía y una madre quepareja y con el mañana sueña un permiso, perdón, gracias un chisguete estrangulado Al cruzar la calzada coinciden exactos una chapa sin premio Ya obedecen una seña abracadabra: programaciones de televisión, boletos filas para comprar, para pagar, ¡para todo! Entonces ¡otra bolsa!: Propaganda de dulces, de pólizas, una hoja de almanaque marcada con aspas en lunes, en martes, puchos de cigarrillos, una taza sin asa, un abrazo, otro, la familia no acaba uno de conocerla… Un billete de lotería, un arete de fantasía un frasco, dos frascos 41
  • 42. una receta descartada GERENTE GENERAL 4 una sonrisa perfecta adorna la etiqueta de tus últimas Clip: toallas higiénicas… si a tu nombre o broma le sumáramos un cero a la derecha, rimarías con hipo… pero se dice clip y usas slip y te embriagas ¡hip! con whisky y mientras no dejas de hipar, juntar, clasificar, discriminando lo útil de lo no tanto… Eficaz juntapapeles Eres una pieza a remover por una grapa, estimado clip o Gerente General 42
  • 43. 5 SOCIEDAD DE CONSUMO ¡Ah, socio! ¡No hay negocio que se te escape! ¡Compraste todo y todo lo vendiste! …Acabo de verte doblado en la madera atormentado por la canga1 consumido por la cianosis… LA MIRADAlasPERDIDA ¡Rifando manos ! ¡Subastando la cabeza ! ¡quién da más! 1. Canga: tortura china que consiste en dejar cabeza y manos aprisionadas en un madero. (Diccionario Sopena) 43
  • 44. TU PRESENCIA DE HECATOMBE 7 ILUSIÓN ÓPTICA «…Y el paisaje que brota de Planteo la siguiente hipótesis: tu presencia cuando Si encerramos la palabra hombre la ciudad no era no entre sucesivos y concéntricos paréntesis sino el podía ser percibiremos una curiosa figura: (((hombre))) de tu reflejo inútil semeja el símbolo acosado de la humana desesperación presencia de hecatombe!». Propongo otra mirada, la refutación:César Moro un sustantivo tirado al agua Ahí me encontraba… cual piedra, cual miga reclamando un lugar cual pubescente niña que con pudor en el desván se baña y va formando junto a todo lo inútil graciosas ondas a su alrededor que amontonando van fosa común de cosas y más cosas reprobadas con once vanas, groseras cosas y aparatosas reservadas acaso para la acumulación el desorden, el olvido en apariencia muertas solo en apariencia… porque, la verdad, algo maquinan … Cosas que brillan a mi paso torpe caen alucinantes de los rincones vienen de las tinieblas 44
  • 45. se precipitan contra mí estallan empolvadas convertidas en cosas más pequeñas se desparraman por el suelo ora piezas, ora añicos cosas hace tiempo descartadas se estorban, sin molestar a nadie tras la puerta confinadas en esa habitación Nadie las recuerda Nadie las requiere ¡Salvo yo! Desde entonces ¡su compañero! Desde entonces ¡a cargo de su rescate! … porque a más tardar mañana ¡Tomaremos la avenida! ¡Libres y felices sin remedio vamos! Remotos, sucios, delirantes, Ese caos que va desnudo adelante rapada la cabeza y luenga la barba soy yo, mírame por las calles gobernando la marcha ¡agitando alegre una campana! 45
  • 46. 8 LA VÍSPERA Y ELTRAZA HECHO UNA DÍA SIGUIENTE Sin querer las lunas del escaparate Oh! ¡Todo esto, mi ensueño lo he perseguido ansioso arrojaron una imagen al través de mil demoras vanas sin descanso, a pasar … hecho una traza, un disparatefurioso de semanas! impaciente de meses, de carne y hueso; sin reparar Paul Verlaine siquiera, en el mayor asesino de moscas, la más acabada El que libra ¡sabemirada¡qué impaciencia! Dios! al cielo ¡embrujada tensa, sigilosamente… él la amami rostro! casa atisbo Él alista para ella porque la ama una bragueta Entonces, como una fiesta hecha toda se abre impúdicamente, que de su ausencia ¡mi carcajada! Él se apura, para mañana es la urgencia La fatalidad largamente esperada, la trama en vano postergada, el último recurso, el drama … empero el día pasa con violencia ¡Viva la fiesta! De pronto una cadencia… alguien al fondo canta la verdad, se desmiente, clama ella busca al anfitrión ¡él busca otra coartada! Que a través de las cortinas, declara, la ama Por los bordes la voz —atiéndela— te ama, ¡devastada por otras voces, te ama! 46
  • 47. 9 TRADICIÓN LA ANARQUÍA Acompáñamede piedra transpira conmigo Un poeta traviesa persigue a las bestias, se asombra con el fuego a tocar timbres de madrugada, bailemos sobre el asfalto la última pieza recita sus sueños y que vaya de corneta mi nariz resfriada… me sopla la respuesta ¡El dato! ¡La idea! ¡El no temas. Acompáñame, colmo esperado! No maldigas más tu agazapado El mensaje naturaleza delirante, es tan fiel que aparece tras una forma ¡Apenas pierdo la cabeza! de nombre ¡Entrañable deseo de cantar! Parto en tu busca todas las noches… Padre de todos los poetas Desátate y cuenta: ¿Cómo era el hombre cuando era mono? ¿Cómo las tortugas cuando eran piedras? Anónima tribu, siempre en trance Que camina y camina incansable por el mapa de la memoria Siendo instinto, son rabia, ganas, cosquillas corazonada, fantasía … Una costumbre degenerada, ¡Otra piedra! ¡Quién sabe, poeta, acabó tu vida! 47
  • 48. YIN Y YANG 10 Y no hay compañero del sacrificio referencia Tu ejercicio Acabas de llegar otra veznuestrasorprendido es quedo íntima túcorrespondencia entre la multitud yo de nuevo una campana Pero ¡qué poca cosa soy! boca estás, retorcida mi te reconoce, el alarido me impone de un brinco salvo el himno El asombro que cantabas ¡unatus ojos ¡los tambores! de piedra! reflejada en resto hace el el charco la estrella de tus amores ¡Allá voy! Es mía la mano que lanza la piedra Yo el manifestante que declara su alegría rompiendo los vidrios del segundo piso del Palacio de Justicia Tú que gritas y brotas del gentío Que marchas a mi lado Que tomas mi mano Que compartes mi suerte …Un secreto les voy a confiar una mitad del universo busca la otra una saga es la ruta hasta lo más simple: la unidad ¡La razón lo mismo del tuétano que de la eternidad! 48
  • 49. 11 SIN CONTEMPLACIONES Soy ese hilo atado al dedo y la brisa fresca, cuyo ingrávido paso cuidas Soy esa arruga que no disimulas por temor a perder la sonrisa A tu alrededor ¡Oh mujer! el espacio se apaga se incendia eres la decisiva, yo una cadencia, un hilo, una brisa, un tiempo que perder… CADENA PERPETUA 49
  • 50. QUÍMICA Lo ocurrido un instante condena inapelable la vida… y Dios no te convida de su eternidad, un instante Entonces, ¿por qué internarse, sin esperanza alguna, en la insondable intimidad de los elementos a contemplar una laguna? Dogmas, filosofías copiaron redimida a la criatura: imperfección por la Perfección creada humano por culpa humana ¡un buen polvo de madrugada! De la contradicción somos la prueba Heredando ganas y reproches en esta caminata silbando que no acaba que no acaba Pujando entre dos piernas del Paraíso nos expulsaron ¡Una vida, dos vidas! ¡Cuánto dura el castigo! —¡Yo la llevo!— (¡Qué sueños traerá la agonía! La muerte no es el enemigo… … Luego seremos ceniza, polvo, una nada al cosmos luego 50
  • 51. la especie reúne, puja, puja ¡Ay! otro quebranto, otro juego…) ¡Filósofo basta!... que no hay otra forma ¡Ya tienes del zapato, la horma! ¡Mira, la Verdad desnuda al borde de la laguna! ¡Oh no! Ahora soy un ciervo Ya me arrojan los perros Devoran ¡Ay! mi carne ¡Ay! el hocico escarbando la herida La tragedia reaparece esta mirada no la olvida 51
  • 52. INCONSCIENTE COLECTIVO ¡Grrr! ¡Crash! ¡Zummmm! ¡Chistsss! ¡Mendam! ¡Cuántos nombres para mí! Acaso vuelva la cabeza si me llaman ¡Nadie! Empero… ¡Qué si al final de otra rutina, una tarde hostil como ésta me lleva a un cementerio desvanecido a descargar mi conciencia! ¡Qué si una lápida borrosa como todo ahí lanza mi nombre, la fecha! (Única es la genealogía que nos une a todos los hombres alrededor del fuego) ¡Qué más da un nombre! Cuesta aceptar que ese que llaman doloridos unos labios extenuados ¡sea yo! una inscripción, un registro… …de Ser o No Ser, el auténtico No Ser, una carga de impresiones remotas antes del individuo, ocupando su lugar dentro de mí Iracundo, ancestral, gobierna este sitio como gobernó la horda Se agazapa a esperar al otro, al bueno (Son enemigos, sospecho) 52
  • 53. 12 Placer, si no fueras tan breve ELLA LE VATICINÓ AL POETA no serías placer Eres las ganas mi No Ser, Buscando un destino busca Ciego placer en apropiado entre la fe y aquel placer derribado de más sueño El viaje nos quiero un ¡Libre teha dadover! hijo que desde hoy prolijo habitará tu sonrisa ael bueno, Pero, llega el otro, destiempo el necesario (¡uf! ¡ya era tiempo!) mas comoquecomo agua hirviendo el tú tiene nombre será reclama heredero se vapor que cantando de va deshaciendo se todos los pactos ¡Los frenos del caballo! ¡Cómo debe ser! Demasiado tarde ¡Rechazado! Mi No Ser ocupa su lugar Alegre, satisfecho, fatal ¿Quién eres mi No Ser? ¿O de verdad no eres? ¡Qué importa! Solo sé que se desbarata la cadena de causas Trasciendo al despertar en nuevos sueños ¡Si estoy muerto me da igual! 53