Ayuntamiento
de Alcorcón
Concejalía de Cultura
otoño-invierno18/19
revista de
creación
literaria
n23
lahoja
enblanc
azul
Asociación Literaria Verbo Azul
otoño-invierno18/19revistadecreaciónliteraria
n23
lahojaazulenblanco
EDITA:
Asociación Literaria Verbo Azul
Calle Parque Ordesa, 5, 28924 Alcorcón, (Madrid)
DIRECCIÓN:
Ana Garrido
Juan José Alcolea
EVALUACIÓN Y COORDINACIÓN:
José Tomás Romero Calle, José Bárcena, Ángel
Muñoz, Isabel Miguel, Ana Bella López Biedma, Marisa
González, Mary Santos Caballero, Fernando Fiestas,
Antonio del Arco, Alejandro Cernuda, Cristina Cocca y
Concha García de los Arcos.
PORTADA: Cristina F. Zambrano.
DIBUJOS: Fernando Fiestas, Irene Jiménez Ridruejo.
FOTOGRAFÍAS: Alicia Fiestas, Cristina F. Zambrano,
Gloria Nistal, Juan José Alcolea.
DISEÑO Y MAQUETACIÓN:
HabitacionDesdoblada.com
COLABORA:
Concejalía de Cultura
Ayuntamiento de Alcorcón
Depósito Legal: M-01703-03
Imprime: Kyrios Artes Gráficas
anagarpad@gmail.com
jjosealcolea@gmail.com
verboazul@gmail.com
La Hoja Azul en Blanco no se responsabiliza de las
ideas expresadas por los autores.
la hoja azul en blancoAsociación Literaria Verbo Azul
otoño-invierno18/19
revista de
creación
literaria
n23
3
ANA GARRIDO
Presidenta de Verbo Azul
Desde la pérdida
“Sólo el ave conoce/ los exactos, perfiles” – escribe Ada
Salas, poeta de la transparencia. Y es precisamente desde esa
transparencia, desde esa piel que se queda en los espejos al bor-
de de la piel, en su memoria, desde donde llega, una vez más, de
nuevo estremecida, esta Hoja Azul nuestra, este rumor de olas y
de luces al borde de los labios.
En esta ocasión, cuando nos encontrábamos en vísperas de
un nuevo número, recopilando imágenes y textos, nos llegó la
dolorosísima e inesperada noticia del fallecimiento de uno de
nuestros socios más queridos, Fermín Fernández Belloso,
grandísimo poeta y mejor persona. Desde el dolor, desde la in-
comprensión, desde la impotencia y aún sin recuperarnos del
todo, queremos dedicarle esta revista desde la luz, desde el abra-
zo.
La muerte es muy injusta, lo sabemos, y lo es más aún cuan-
do muerde un corazón joven, una vida llena de esperanza y de
futuro. Pero nadie muere del todo, nadie desaparece por entero.
Al menos los poetas, esos locos que desnudan el mundo en su
locura. Estás, Fermín, estarás siempre. “Las copas de los olmos
lo predicen”.
5
JUAN JOSÉ ALCOLEA
Verbo Azul
Debió de ser
al poco de iniciarse la mañana,
cuando los mirlos
entienden su razón de ser de luto
y desarropan
sus sábanas de horror las pesadillas.
Ayer volvió la muerte de visita.
Nunca sabremos
el verso que robó en su desconcierto
ni el tiempo que lo tuvo
entre los labios.
Sólo sabemos
que no pudo decir adiós siquiera.
No la esperaba.
Blancura de botón desabrochado,
mirada en miel-color,
siempre su boca
atenta a describir una sonrisa.
Tal vez la muerte
no le quiso dejar ser más poeta,
tal vez estaba
al filo en la navaja en el que mueren
aquellos que serán ya siempre historia.
Ayer volvió la muerte de visita.
Todos los hilos
rompieron por su espalda el infinito
y los racimos lloraron de dolor
todo su envero.
Yo sé que el vino
será de ámbar,
hogaño,
en tu recuerdo.
Ayer volvió la muerte de visita
6
Detrás del tiempo
JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS
1
Será mi cuerpo frente al mar del trigo
que crece en la llanura a campo abierto,
unas manos que cuando se desnudan
de sol son claridad. Será el más firme
mensaje de la tarde al desbrozarse
en el jardín. Y luego será un dócil
preludio de semillas que florecen.
Será mi cuerpo hundido en ese surco
una azada que va dejando lenta
el dominio del hombre en cada paso.
Será mi cuerpo en pie para la sombra
del alma que se enciende en voz cansada
en los silencios de la luz ausente
detrás del horizonte de la niebla.
2
Es la eterna pregunta, y no sabría
cómo daros respuesta. Me traspasa
la vida y nada es como entones, nada,
y otra vez estoy quieto frente al tiempo,
rozando su memoria, siendo parte
de ti. Y seguiría clavado en esa oscura
mirada si no fuera porque espero
volar también con esas alas nuevas,
porque en la plenitud de los paisajes
estoy sediento de otro azul más libre,
quiero habitar en otro paraíso
levantado en la cima donde alcanzo
el cálido pronóstico del humo,
la altura de la luz en este otoño.
7
ANA BARBADILLO
Rugen las ideas rugen
los incendios de la carne
ahora que aún es pronto.
Lame mi reflejo
toma de los flujos florecidos ahora
que aún es llama en los delirios de tu mano.
Toma, bebe, come de mi cuerpo
aún esqueje
verde aún
aún prendido.
Busca entre los frutos el dulzor de la frescura
escarba en los abrazos del ahora
antes de que mañana
sea aún más tarde todavía.
Ignición
8
SANTIAGO LÓPEZ NAVIA
Nana de piedra
Un cielo frío
se derrama en tormenta
roto en añicos.
Quiere el granizo
añadir con su manto
piedra a los riscos.
Por los caminos
corren escalabrados
los campesinos
y en el aprisco
bala un coro de ovejas
como un quejido.
Un fuego mínimo
ilumina la entraña
del portalito,
y un ángel tímido
al calor del pesebre
busca cobijo.
Adentro, al niño
ese sueño de cruces
lo tiene en vilo.
9
NIEVES ÁLVAREZ
(Tremor de polvo rojo, Amargord, 2018)
Verbo Azul
La mujer está sola,
con los ojos abiertos
y la luz apagada.
Solo el televisor ilumina la escena solitaria.
Cada ruido nace como un golpe
en el silencio oscuro del paisaje interior.
Sobre la mesa un plato, dos cubiertos
y vasos de cristal. Servilletas de lino.
De nylon el mantel y las cortinas.
Una rosa marchita preside el escenario.
Los muebles articulan
una vida de paso y un piso de alquiler.
Ella mira a la puerta y al reloj cada medio minuto.
La hija estudia ya en su dormitorio,
no sabe en qué momento
llegará a quien espera temblando en el sofá.
La cerradura grita, manifiesta
el dolor de la llave.
La puerta vence el tedio y deja paso
a un hombre que se yergue
mirando a la mujer que se levanta
y sale de la escena mientras dice:
¿Qué quieres de comer? Hice lentejas.
Escena 2: Interior tarde
11
TEO SERNA
Llegaste con poco equipaje:
el cielo de África en los ojos
y su arena en la boca.
La arena y el cielo solamente,
en la boca,
en los ojos.
Tus ojos abiertos siempre,
como el despertar del día,
como el horizonte sin fin de tu gente,
tan lejana
que apenas recuerdas ya sus manos
y sus palabras son de viento y de ceniza.
Ahora, todo quedó lejos,
cubierto por sábanas ajenas de dolor blanco,
de inmaculado dolor extranjero.
No cierres los ojos.
Te caben en ellos la vida aún
y el silencio largo de los hospitales.
No cierres los ojos.
Detrás de ellos está la luz,
toda la luz de África.
Y su cielo.
Y la arena, también, en tu boca.
Nana última para Federico
(Para Federico, que llegó de
África para dejarse aquí sus ojos)
12
ROCÍO ORDOÑEZ
Verbo Azul
Triaje de salida
Ordeno páginas de historias pasadas.
Las ordeno por origen,
por fechas y clases,
consultas y pruebas,
altas y defunciones.
Descubro que los viejos mueren despacio,
que los hombres que beben están muy solos,
que los chinos suman años ajenos,
que los de países del este nunca vuelven,
y que los apellidos compuestos no conjuran la muerte.
Compruebo que las abuelas nunca fumaron
y por eso mueren ancianas,
que los jóvenes y los imprudentes se recuperan antes,
que las mujeres sin familia no se quieren ir
y que los vagabundos ansían volver a la calle.
Pero lo que más me estremece
es lo vivos que parecen los muertos en su foto.
13
MANUEL CORTIJO RODRÍGUEZ
Verbo Azul
Alguna vez dejamos que la vida
no ocurra como es, pase de largo
llevándose a más noche
lo tan bello aún no visto como ofrece,
si sabemos, naciendo de la luz,
mirarlo en lo que pide y aprenderlo.
Por ejemplo, ahora mismo que anochece,
que escapa el día, ya como acabado,
que la noche se cita tan en mí,
se maneja en volver cerca de mí,
no alcanzo a imaginar por qué misterio
deja tanto la luz, en su camino,
de la aurora al ocaso.
Alguna vez también
la vida exige una escritura,
pasar por los lugares del lenguaje,
cerca de las palabras
que suenan al tocarse como el agua
que llega en torrentera hacia el oído.
Voy deprisa a escribirla sin moverme,
anclado en esta tarde
que ya es un apagado
color de sombras quietas.
Voy deprisa a escribirla
sin luz artificial,
sin ahogadas metáforas
ni un son equivocado
que abarata la música
o la niega por sí hasta acabarla,
por si logro entonar,
si llegara a aprender lo que me entrega
la canción de la vida
alguna vez.
Alguna vez
14
CELIA BAUTISTA
Verbo Azul
por los senderos
de aquella infancia roja
de mi tierra
y no había más perfume en el mercado
que el que exhalaban pinos y eucaliptos
o el romero y la albahaca
o la alhucema,
contábamos las horas
a golpes de badila en el brasero.
Y no había más película ni serie
que la que los abuelos
nos narraban.
Ni nadie más famoso que los padres
que siempre conseguían
multiplicar
los panes y los peces.
Fue allí donde aprendimos que el futuro
es ese paraíso en el que viven
los deseos con alas.
Si algún día llegara a descubrirlo,
lo sabréis por mi ausencia.
Tal vez no tenga tiempo de contarlo
Cuando el tiempo iba a pie
15
Tú no eres mi amigo.
No,
tú no eres mi amigo
si me vuelves la espalda
ahora
que el horizonte se hace noche,
tan ciegamente oscura y tan de lobos.
Ahora que me rondan pesadillas.
Ahora que me crujen
tan de hielo las rosas
y el tiempo me porfía y se detiene
allí donde el invierno.
Ahora que la sangre
va clausurando puertas
y el cansancio y la lluvia
apenas dan respiro.
No,
tú no eres mi amigo,
si de esta suerte
me ignoras y te alejas.
Mas hoy quiero decirte, amigo mío,
que te echa de menos mi tristeza,
y yo te necesito para seguir hablando
de la vida, del tiempo
o lo que sea.
Amigo
MARY-SANTOS CABALLERO MURILLO
Verbo Azul
16
CRISTINA COCCA
Verbo Azul
Creo que a veces tengo por lenguaje
el canto de tus pájaros.
(Los que quiebran sus alas en mis sílabas,
nos invaden la boca, nos despojan del grito
y viven para siempre en tu silencio.)
Espero que la noche
termine sus oficios de hechicera,
acabe con las sombras que te ocupan
el lugar de tu voz en mis oídos.
(Ya vuelven a latirte los rumores
que confunden mi aliento y tu garganta.)
Nuestros recuerdos llegan
al estallar los frutos más rojos de los árboles.
(Se te abrasan los labios,
pero aún huele a nieve por tus bosques.)
Calladamente escucho cuando dices
que amaste mis inviernos,
que el dolor se escribía
con la letra caliente de las rosas
y un oscuro pantano
lentamente enfriaba tus balcones
para que no pudieran crecerte los helechos.
(Y envejecían antes las higueras
allí donde la luna
era un trozo de mármol en tus patios.)
Ahora dejo a la noche
de repente ausentarse de tus ojos.
Yo creo que me nombras.
(Mas solamente escucho cantar a las cigarras)
Memoria en rojo
17
De una chistera
muy usada
sacó un conejo de peluche
del color del cinabrio.
Algunos aplaudieron,
dejaron escapar lágrimas de humo
sobre las mesas de columnas jónicas,
y los más exaltados,
siempre armando bullanga,
escribieron panfletos surrealistas
difamando a la corte de vencejos,
qué es así cómo llaman vulgarmente
camareros poco instruidos
de la rama hostelera.
Otros, en cambio,
se incineraron como una polilla
entre las luces y los viejos biombos
del reservado chino,
ocultaron su rostro de marfil
tras la carta de los postres helados,
y las botellas de vino francés,
condenadas a muerte, una a una,
fueron decapitadas
hasta llenar las mesas de cadáveres.
Olvidaron sus nombres
de policía, sus coches pintados
del color de las biblias carcelarias
junto a la cicatriz profunda
de cientos de tranvías amarillos,
en el lavado de luz tenue
Mientras hablaban las pistolas
18
de las farolas rotas a pedradas
por un grupo de niños sin escuela,
en la fachada de cortinas rojas
donde un viejo unicornio encabritado
presidía el umbral oscuro
del museo de ciencias naturales;
sus placas oxidadas
en la guantera del gabán incógnito,
y callaron, callaron para siempre,
mientras hablaban las pistolas.
ARMANDO GALLEGO
Verbo Azul
19
SANTIAGO ROMERO DE ÁVILA
Cuando tu beso pose su pureza
sobre el rosal marchito de mi frente,
se me hundirá, del todo, y de repente
el murallón de envidia y de vileza.
Para apagar el miedo y la tristeza
de este dolor mayúsculo y urgente,
me ha de alumbrar la llama más candente
y ha de mostrar mi sangre su fiereza.
En este erial de llanto y desatino,
¿qué vendaval feroz, qué torbellino
pondrá mi amor y mi esperanza a cero?
¿Por qué lanchar, estéril absoluto,
ha de marchar, de riguroso luto,
mi corazón de tigre o de jilguero?
El corazón de tigre o de jilguero
20
AMADOR PALACIOS
Sentado en el triste
granito grisáceo,
en tanto te pudres
me lío un cigarro.
Ya el hosco tablero
polvo es, milenario.
¡Pobre Félix Grande!
Antes rutilante
aire de la vida
grande, ¡ay, Félix Grande!
Hoy terrible, inane.
Tu corto apellido
es savia risueña
que aviva mi humo
y mi aliento expande
en la tumba fea.
Humo que despliega
la exánime cláusula
de la muerte emblema.
Ante la tumba de Félix Grande
A Dionisio Cañas
21
MARIA Gª. ROMERO
Verbo Azul
Lo supe en el ocaso enloquecido,
en tu presencia viva, pero ausente,
en el vacío inmenso entre la gente
y en el gesto del aire dolorido.
Estabas, pero ya te habías ido
entre los brazos fríos del poniente;
el corazón de hielo del relente
se fundió con el tuyo malherido.
Lloraban ruiseñores y palomas,
montes y cordilleras y este valle,
lloraban los almendros en las lomas.
Ojos tristes, ventanas de mi calle,
los campanarios blancos, los idiomas,
y hasta el cielo lloró frente a tu talle.
Soneto de la ausencia,
A Fermín Fernández Belloso
23
ANA GARRIDO
Verbo Azul
Después de todo ahora nos parece distinta.
Como el hombre asomado
a su propia distancia,
como el hombre que espera,
rueda sobre la imagen de la desolación,
sobre la anatomía del eclipse.
Delante de nosotros la mañana sucumbe
detrás de los pantanos. El frío roza el aire.
En el dorso del agua se estremecen
las hojas de los chopos, se esconde la ceniza
de los amaneceres,
el humo de las voces en los alrededores
de una llama culpable.
Más allá de sí misma,
donde crecen las nubes hacia dentro,
una sombra azulada nos conduce hasta el límite
de su perplejidad,
de su desesperanza.
Respiramos a tientas, compartimos
el perfil de la usura.
Quizá, después de todo, nos salve la belleza.
Quizá después de todo
“Ni la fácil palabra
que no encuentran tus labios”.
FERMÍN FERNÁNDEZ BELLOSO
24
Mi buen amigo,
sé que no oirás los versos para ti,
sé que ya no verás las cosas bellas
de la vida que tanto nos conmueven,
ya no sabrás lo mucho que celebrábamos
tu presencia en las ceremonias
que buscaban dar luz a la luz de la poesía.
Ya no te mecerá la costumbre
en su rutina fiel,
ya no despertarás
para comprar el pan como cada día,
ya no sorprenderás a las nubes
con tus versos amantes e instruidos,
ahora huérfanos de tu voz.
Los recuerdos entonan tus palabras
inmortales en ti,
por siempre durarán escritas,
en alianza común con la desazón
de saber que te fuiste
sin darte cuenta, como si la muerte,
de la que nunca hablabas, no existiera.
Ya no contemplaremos con sorpresa
los hermosos versículos
que nos dejaron quienes llamábamos maestros,
ni me guiará tu sol de consumado sabio
sobre la oscuridad de mis dudas.
Acaso tras la vida
A Fermín Fernández Belloso,
In Memoriam
25
FERNANDO FIESTAS
Verbo Azul
Ya no disfrutaremos de la esperanza
de unos nuevos encuentros;
el sino nos segó tu quehacer
de poeta hortelano,
y para siempre quedará
la sonrisa de tu luz,
del vuelo juvenil que mora en tus libros.
Un soplo de ternura me persigue desde entonces,
acaso convicción:
cuando un poeta muere,
un hontanar de versos golpea las ventanas
con la furia de los desamparados.
26
ANA BELLA LÓPEZ BIEDMA
Verbo Azul
La Habana a medianoche. El malecón
vestido de quietud en claroscuro.
El sonido del mar y allá a lo lejos
una nota que tiembla y luego calla.
A la orilla del mundo
acaricio sus piedras con la mano,
extrañamente tibias,
y dejo que me cuente de las casas
de luz y vista al cielo,
de los rayos que duermen en los charcos,
del mosaico arcoíris de las calles,
de sus manos tendidas como puentes.
Te llegó la ceniza de pronto y por la espalda.
Aún llevo el estupor sobre los hombros.
Y sé que nunca supe de tu piel bajo el agua,
del latido feroz de la colmena,
de tus silencios largos.
Pero estabas ahí
con tu mirada dulce
y el tacto de simiente y vino añejo
para llenar de acequias los eriales
como la Habana dulce,
como la Habana fiera.
Ahora sé que nunca podrás ser el silencio.
Nos quedará tu voz, hombre y poeta.
Adiós desde La Habana
Porque yo mismo
podré ser el silencio
FERMÍN FERNÁNDEZ BELLOSO
27
CRISTINA MIGALLÓN
Partir de cero
Poner un cero en la vida
es la mejor oportunidad del mundo
para deshacer, para desandarse.
Me pongo un cero con todas las consecuencias
y asumo que desde hoy
ya no hay pertenencias,
ni pesares,
ni permisos,
ni pensamientos pobres.
Y miraré a la cara a todos
desde dentro, desde la más recóndita
de mis cuevas.
Y les hablaré sin mover los labios
y me reiré a carcajadas,
como en una cama elástica.
Y pondré un cartel en mi ventana
que diga quién está aquí,
que venga el que quiera a conocerme,
porque solo hay una puerta hacia mi cocina.
Y tenderé la ropa, desnuda,
enloquecida por sentir el aire en mi piel
como Walt Whitman cantando
porque bailaré cuando llueva.
Y desayunaré con diamantes todos los días.
Mi pan de centeno tiene perlas,
mi sangre correrá inmensa
por mi cuerpo,
dejando que mis sentidos se alojen
en mi espalda cada minuto,
cada tic-tac.
Dibujaré el sol en tu cara.
Sí, claro que sí,
partiré de cero cada día.
Me ensoñaré que estoy
y que estoy viva.
29
JUAN PEDRO CARRASCO GARCÍA
La noche en el desierto de Sahel
es fría.
La ciudad con sus luces
es arena en el tiempo.
Escaleras
mecánicas
descienden.
Es tarde y abandono tu mirada
y tu hielo.
He estado en el desierto de tus ojos
y he visto el espejismo de un oasis
nocturno.
La noche en el desierto de Sahel
es fría,
el metro, mientras,
“va a efectuar su entrada
en la estación”.
El desierto de Sahel
30
MAYTE GONZÁLEZ GALLEGO
Verbo Azul
En la brisa, en el olor de la lluvia,
en la noche más oscura
o en el canto de los pájaros,
allí están junto a nosotros
aquellos a los que amamos.
Su existencia justifica nuestra existencia.
Por ellos la vida se convierte en un regalo
envuelto en la brevedad de los instantes
pero con la pureza de lo eterno como lazo.
¡Qué suerte la mía encontrarte
entre lo infinito del tiempo y el espacio!
No había sitio, ni lugar,
forma ni manera y la inventamos.
No hay distancia para el corazón y aunque no la veas,
mi mano está siempre sobre tu mano.
No hay distancia
31
MARIANA FERIDE MOISOIU
Verbo Azul
Ignorante me has dicho aquel día,
y yo te creí.
Tu palabra se hizo puño entre mis vientres
y cuchillo ardiente entre las neuronas.
Inútil
empujó con fuerza, otra palabra, la puerta de la desgracia,
y eco se hizo tu fuerte respiración en mis alvéolos;
Serpiente engañosa se colgó a mis oídos aquel día.
Idiota
La vibración de tu aliento, traía la muerte de los pulmones.
Imbécil
Tuya palabra pesaba sobre mis pestañas, llamando la muerte.
Insensible, ingrata, inconsecuente, indecente, impertinente
y otros “ente, ente, ente” confundieron mi yo con el tuyo.
Iridio de mi aire,
inmenso mar querido,
ícono de mi vida,
ilustre amor,
aquel día, tu palabra portadora de negras nubes,
ilustrativamente,
cerro a la fuerza mis pestañas,
el miedo, con miedo empujó el amor dentro de la maleta,
y yo cogí el camino fuera de ti, aquel día inmenso
del universo que fuiste.
La I
33
JOSÉ MANUEL FERNÁNDEZ FEBLES
Verbo Azul
Conocías el límite de todo lo imposible,
detrás de tus abrazos, hoy fuiste, sin amparo,
un sueño de impaciencia ante tu propia vida.
Si atrás vuelvo la vista para besar tus labios
mis ojos mirarán tu postrera mirada,
tu nombre traicionero abriga los recuerdos
que fueron latigazos a solas por la espalda.
Son muchas las palabras tan llenas de alfileres
que abriga la memoria con ponientes oscuros.
Tengo el convencimiento, doloroso,
en las noches sin ti que el olvido está lleno
de rencores de fuego, mentiras por nacer.
Algún día verás cómo quema en tus manos
la nieve del recuerdo. Buscarás el calor
de mi lejano cuerpo, pero ya no estaré.
Estoy cansado de soñar contigo.
Por
Ya no la quiero, es cierto, pero ¡cuánto la quise!
PABLO NERUDA
34
TERESA DE JESÚS RODRÍGUEZ LARA
Verbo Azul
Dos luceros infantiles
brillan en el firmamento,
nos miran desde lo alto…
¡yo a mirarlos no me atrevo!
Frente al centelleo frío
por las orillas sin tiempo,
deambulan vigilantes
sin una brizna de sueño.
El tiempo se ha detenido
de repente para ellos,
hay preguntas sin respuesta,
¡yo a mirarlos no me atrevo!
Dos luceros infantiles
con dilatado destello
preguntan quién les robó
los abrazos y los cuentos.
Cuánta nostalgia destila
sus fulgores andariegos;
es como un dolor con alas
que se posa alma adentro.
Hay terror condecorado
en la luz de estos luceros,
nos miran y nunca duermen…
¡yo a mirarlos no me atrevo!
Ruth y José
(Dos pequeños mártires. Desaparecidos en Córdoba,
8 de octubre de 2.011)
(IN MEMORIAM)
La conciencia es la eterna pesadilla del alma.
¡Maldito sin corazón
que con hachazo de fuego,
cercenó la corta vida
de dos ángeles del cielo!
35
PAQUITA NAVARRETE
Verbo Azul
Prendida en el abismo de tu ausencia,
la tarde es un dolor insoportable
en el que busco hallar
la aurora de tu nombre.
No te has ido. Nos quedan tus palabras,
tus dudas, tus silencios,
esa lucha, Fermín, que era tan tuya
y que a nadie dejaba indiferente.
Entregabas en todo cuerpo y alma.
No te quiero llorar,
sé que es otro tu existir en otra forma augural.
Estarás siempre en Verbo Azul,
siempre tu voz,
siempre alzado el calor de tu sonrisa.
36
VIII Premio Certamen Literario de Verbo Azul 2018
Parado frente a la orilla del río Potomac, Edward Keaton, con el motor en
marcha y la radio encendida, hunde los ojos en el paisaje que le vio crecer de niño
y deja que la música de Jerry Lee Lewis lo acompañe en sus recuerdos. Duda si la
espera habrá de ser larga y se arrellana en el asiento. Quiere evocar los días de la
infancia bañándose en el río, las incursiones hasta Lake Park para perseguir a las
ardillas y localizar los nidos de los arrendajos, pero pronto las culebras y las ratas
moteadas, las piruetas en el aire antes de zambullirse en el agua verde del río, de-
jan paso a los fantasmas que le acosan.
Hace ya tiempo que dejó las drogas, que apenas bebe, pero no consigue alcan-
zar la lucidez de los tiempos gloriosos, cuando el mundo era una incógnita cargado
de promesas y él se propuso explorarlo, sin otras armas que la pasión de su juven-
tud y su cámara virgen. “Busca la excelencia”, había propuesto el clásico, y él había
decidido encarnar el aforismo, llegar a lo más alto, coronar la cumbre del éxito a
base de tesón y arrojo. Era tan joven cuando viajó hasta Colombia.
Por alguna razón, Jerry Lee le está sonando extraño, como si de repente su
música hubiera envejecido varias décadas. La bruma que sube del río crea en los
arbustos una atmósfera de sueño inacabado, un paisaje blando e impreciso que
termina conduciéndolo hasta el extenso lodazal en que se habían convertido los
llanos del Tolima tras la erupción volcánica del Nevado del Ruiz. “Es tu oportuni-
dad, Keaton”, le había dicho el jefe de la agencia fotográfica, y él tuvo claro desde
el principio que si hacía un buen reportaje dejaría de ser el chico de los recados y
el ayudante del cuarto oscuro.
El “León Dormido” –como se le conocía en la comarca- había hecho bien su
trabajo, anegando con la fuerza de su abrazo legamoso el pueblo de Armero hasta
hacerlo “desaparecer del mapa”, engullendo a 23.000 de sus 25.000 habitantes,
según las estimaciones oficiales que las radios y las televisiones de todo el mundo
comenzaron a difundir al día siguiente, cuando los supervivientes, percudidos de
barro, aparecieron como zombis vagando sin rumbo de un lado a otro, persiguien-
do un imposible, perdida la mirada en el vacío de quien ha visto la muerte.
¿Pero qué valor tenían las cifras de fallecidos, la estadística anodina y sin
alma de los que reposaban en la densa sima del olvido? Para él la muerte tenía un
rostro y un nombre: Marieta Rodríguez. La otra no contaba, la innombrable dor-
mitaba en la penumbra, sólo era una sombra sin rostro agazapada en el desván de
la memoria, el altillo donde habitaban los demonios. Era a Marieta a quien quería
recordar, Marieta con sus ojos negros de india asustada hundida en el barro hasta
el cuello.
-¿Tienes hambre?
-Tengo frío.
El Pulitzer
37
Él llegó al día siguiente del apocalipsis, cuando Armero era ya sólo un
topónimo en las cartografías, desaparecido bajo toneladas de barro y rocas, de
árboles y animales que habían sido arrastrados por la marabunta atronadora del
cráter Arenas, por la avalancha de nieve fundida que había acrecentado el caudal
del río Lagunilla hasta desbordarlo, y la suerte quiso que la niña de piel cobriza
y pelo ensortijado emergiera ante sus ojos como una revelación. Atrapada en un
pozo anegado de barro, ya agonizaba cuando él la vio y la apuntó con su cámara y
disparó sin cesar hasta agotar el primer carrete.
Comienza a dolerle la cabeza. El cristal del parabrisas se está empañando por
momentos y la música ha dejado de reconfortarlo. Quiere pensar en positivo, ex-
traer de aquella experiencia lo mejor de sí mismo, no admite reconocer la impos-
tura de la encrucijada que el azar había puesto en su camino, cuando la ambición
de sus veinticuatro años y el espejismo del Pulitzer le abocaron al olvido de la niña
de trece años que, en la antesala de la muerte, lo miraba sin comprender, le implo-
raba una ayuda imposible rodeada por aquel océano ralo que impedía acercársele;
a él sólo le cabía, desde el promontorio firme en que la oteaba, inmortalizarla en
una foto de seguro galardón y atenuar su agonía hablándole y consolándola.
Pobre Marieta, tan sensible, tan conocedora de Rubén y Martí, de Guillén y
Neruda; Marieta amante de la poesía y queriendo ser maestra de mayor; Marieta
con un hilo de voz apenas perceptible, enredadas sus piernas entre los cadáveres
de sus seres queridos; Marieta presa del destino y él sin saber qué hacer, sin poder
hacer nada por salvarla, impotente y angustiado, recitándole a duras penas: “pue-
do escribir los versos más tristes esta noche...”, cambiando el carrete distraído,
como un autómata, ganado por el recuerdo del miliciano herido de muerte que
había hecho famoso a Robert Capa; imposible ya detener la osadía de la imagina-
ción, ponerle freno a la infamia de las imágenes ilusorias que lo llevaban hasta el
enorme salón y las mesas atestadas de comensales admirados y resentidos, que le
aplaudían, tanto como le envidiaban en secreto, la porción de gloria que tan mere-
cidamente se había ganado gracias a Marieta y sus bucles embadurnados de arci-
lla, Marieta muriendo lentamente mientras “tiritan, azules, los astros a lo lejos.”
Pero la fortuna era esquiva y su imaginación desbordada, y el premio tan
esperado se había esfumado con la liviandad de una pavesa, y Marieta Rodríguez,
exhausta y aterida, había fallecido delante de sus narices sin que él pudiese hacer
nada por salvarla.
Al final todo había resultado un desastre: aquella pobre niña, muerta de mie-
do y desamparo, y el premio de fotografía que volaba de sus manos cuando tan
cerca lo tuvo y, ahora, otra vez, sin anunciarse, la confusión, y el dolor de cabeza
que vuelve con más intensidad, la bruma del río cada vez más densa y Jerry Lee
Lewis apenas sin brillo; el pulso que se le acelera y la imagen de la otra intentando
abrirse paso como una pesadilla entre los escombros de los recuerdos; la inno-
38
minada queriendo colarse de rondón en su cerebro a punto de estallar, su cuerpo
diminuto y afilado, con la exigencia sorda de un puñal envainado, adueñándose
ahora de la escena sin que él pueda arrojarla de la secuencia de su pensamiento.
De nada le vale subir el volumen de la música, la imagen está ahí clavada y su ca-
beza parece querer estallar, así que gira el botón hacia atrás hasta que los acordes
del country vuelven a su sorda estridencia; nota mareos y debilidad y la sensación
de que va a desmayarse de un momento a otro; ya no alcanza a ver con claridad la
difusa silueta de los fresnos de la orilla; los cristales se han empañado y, en medio
de las notas de un Lewis sin emoción que ahora ya le cansa, cree distinguir el can-
to del cárabo; y, de pronto, el bulto informe que se mueve y repta en el suelo con
enorme dificultad sin que él pueda reprimir su visión; ahora el buitre carroñero
ha hecho acto de presencia y ocupa la ventana de consciencia que aún le queda, la
tronera de luz por la que atraviesa como una avalancha la imagen de la niña suda-
nesa convertida en un ovillo de huesos que apenas consiguen mantener erguida su
cabeza, y detrás, vigilante y siniestra, la rapaz carnicera que disfruta, hierática y
anhelante, el festín presentido; y esta vez sí, esta vez no se le va a escapar; sabe que
está ante el reportaje de su vida, y aguantará lo que haga falta hasta que el buitre se
decida; con un poco de suerte, quizá despliegue sus alas y la foto magistral adqui-
rirá el rango de sublime, y habrá conseguido la excelencia que tanto ha anhelado;
esta vez no se quedará a las puertas como ocurrió con Marieta; esta vez narrará los
hechos sin intervenir en ellos, actuará como el profesional que es; esta vez será su
cámara la que hable por él; ha venido a retratar la cara de la hambruna y el azar ha
querido que se cruce en su camino esa niña pequeña que es incapaz de mantenerse
de pie, que agoniza desnutrida seguida por la atenta mirada del buitre carroñero;
él sólo tiene que mantenerse impávido, esperar sin hacer ruido, quieto como una
roca; sin otro movimiento que el compulsivo descenso de su índice sobre el pulsa-
dor; él no la conoce, no sabe su nombre ni su lengua, no puede comunicarse con
ella; morirá de todas formas, y la vida no te da una tercera oportunidad; otros más
inferiores han conseguido el premio; él sólo debe jugar su partida de ajedrez como
lo haría un maestro, sin precipitarse, estudiando la jugada, observando con dete-
nimiento cada paso del contrario: la escuálida figura de la niña arrastrándose en
el polvo, reptando a duras penas como un varano herido, la torva vigilancia de la
rapaz, su instinto predador haciendo hilo con la estela de muerte de la niña reptil;
vigilar y esperar, vigilar y procesar en silencio, hasta el postrer movimiento, el ja-
que mate que abra el obturador e inmortalice para la historia la lucha descarnada
por la supervivencia.
De repente, siente que se le acelera el pulso del corazón y un incipiente dolor
en el pecho; la visión se le ha tornado borrosa, pero aún tiene tiempo de verse
deslumbrado por los flashes mientras recibe el premio Pulitzer después de nueve
años de perseguirlo como a un fantasma; tiempo para corroborar que la miel del
éxito pronto se vuelve hiel, que los laureles de la victoria se marchitan en el ins-
tante mismo en que un comensal le pregunta por qué no ayudó a la niña, si creía
que podía haber hecho algo por ayudarla, y la eterna pregunta aparece una y otra
39
JUAN DE MOLINA
vez repetida en boca de sus amigos, en boca de su familia, y él se oye decir que está
arrepentido, se oye decir que debería haberla ayudado, que debería haber espan-
tado al buitre, que la gloria es pasajera y no compensa el oprobio y la vergüenza,
y siente que nadie comprende que la cámara actúa como un muro infranqueable
que lo separa de la realidad, hasta que su mente convulsa se muestra ya incapaz
de hilvanar el menor pensamiento.
Las arcadas y el paroxismo han dado paso a un dulce zozobrar, a un agradable
abandono que lo sumerge en las aguas virginales de la infancia, cuando los arren-
dajos volaban asustados ante la presencia semidesnuda de aquel niño que no le
temía a las culebras ni a las ratas moteadas y que se zambullía en el río saltando
desde las ramas altas de los fresnos; aquel niño que ahora dormita arrullado por
el ronquido sordo del motor en marcha, acunado por la ambrosía incolora, por
el néctar ponzoñoso que exhala el tubo de escape y los acordes tan distantes de
Cold, cold heart.
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— La sentencia es firme. No hay nada qué hacer.
— ¡De esto no me habló usted nunca! ¿Con qué clase de abogado he ido a
topar?
— Es la nueva legislación.
— ¡Una isla! ¡No me j…! Parece sacado de un cuento infantil, la isla de irás y
no volverás.
— En el cuento era un castillo. Esta isla se utilizó antaño como zona militar.
No hay fieras.
— ¡Me niego! ¡A ver quién y cómo me llevan allí!
— A eso puedo contestarle. Irá por vía aérea, custodiado por agentes del
cuerpo especial de policía que acaba de crearse. Los detalles se los
explicarán los celadores.
— ¡Una isla deshabitada!
— Deshabitada no, estarán ustedes y las fuerzas de seguridad. Que por
cierto, tienen orden de intervenir lo menos posible. Las instalaciones son
aceptables y el clima benigno, tómeselo como unas vacaciones.
— ¿Vacaciones sin retorno?
— ¿Y para qué quiere usted volver? De entre los primeros condenados ya
se están organizando cuadrillas de limpieza y de cocina, creo que hay
hasta dos médicos que van a velar por la salud y la salubridad de los…
digamos, inquilinos. Llegarán más profesionales cualificados, a ver si cree
usted que todos los maltratadores son patanes.
— ¡Lo que se ha cometido conmigo fue una injusticia! Si mi mujer no
hubiera resultado con tantas ínfulas no se habría llevado ni una ostia.
¡Vamos! ¡Al marido se le respeta!
— Y a la mujer también, según la ley. Y a la ley no sólo se la respeta, se la
obedece. Por eso hemos perdido el juicio, porque se empeñó en exhibir
esas ideas, que parecía usted un energúmeno del siglo veintiuno... o más
arcaico aún. Prepare lo que quiera llevarse y que no exceda de dos
maletas. Las normas.
— Dígame que esto es un mal sueño.
— No lo es. Y no sé de qué se queja: una enorme biblioteca, playa, todo el
tiempo del mundo para reflexionar y ni una sola mujer. Estoy tentado de
ir voluntario.
— ¡Para siempre!
— Eso es lo peor, que de todo se cansa uno, pero no me negará que es una
gran solución. Y pensar que no voté a este gobierno…
La isla
EVA BARRO
Verbo Azul
41
“No fueron sus lentos párpados
Tobogán necesario de sus lágrimas
No hubo sal ni hubo agua en su mirada
Perdida en las alas de los pájaros…
Ni fueron sus…”
- Espera, espera – Cortó Carmen en seco.
- ¿Qué?
- ¿Lentos párpados? ¿Tobogán necesario?
- Sí, eso he dicho, es como una representación de…
- ¿Pero qué mierda es esto?
- ¿Cómo?
- Es malísimo, joder, no entiendo por qué no sigues con tu línea de relatos
cortos y chascarrillos graciosos.
- Pues no sé, pensaba que… ¿no te gusta?
- A ver, Jose, me has recitado al menos diez poemas, déjame decirte algo: no
tienes ni idea de poesía. Se nota que no has leído a los grandes, ni siquiera a los
medianos. No sabes de rima ni de métrica. Seguro que no has escrito un soneto en
tu vida. No entiendes de qué va el verso libre, ni el verso blanco, ni el de colorines.
No pillas la diferencia entre la metáfora y el símil ni buscándola en la Wikipedia,
confundes sinestesia con anestesia, tus anáforas huelen a muerto. No hay una gra-
ciosa torpeza en tu escritura, si me permites el oxímoron borgiano, es torpe sin
más, y tus ripios merecen una amputación rápida y preventiva de males mayores
para el sufrido lector. En conclusión, se da la paradoja de Elvis en tu obra poética.
- ¿La paradoja de Elvis?
- Sí, querido, la diferencia entre tu poesía y Elvis Presley es que Elvis sigue
vivo.
- Entiendo – dijo muy bajito, agachando la cabeza y recogiendo los folios -
¿Quieres que te los deje para que los leas más tranquila en tu casa?
Bolita de papel
42
JOSÉ LUIS HINOJOSA
Verbo Azul
- No, gracias, ya tengo lexatines para dormir. En serio, Jose, ¿cuántas veces te
lo he dicho? yo te aprecio, dedícate a otra cosa. La narrativa no se te da mal, sigue
por ahí – y después de suspirar añadió - ¿Nos vemos el viernes en la Asociación?
- Sí, claro.
Se dieron dos besos. Le agradeció la sinceridad de su crítica, al fin y al cabo
Carmen era buena, muy buena, tenía varios premios de los importantes y más
de una vez había salido en periódicos de tirada nacional. A pesar de su dureza él
la admiraba. Esperó a que se fuera del bar, pagó, apuró la cerveza y se fue a casa
dando un paseo.
Dejó las llaves en la mesita de la entrada. Con la carpeta de poemas debajo
del brazo entró en su dormitorio, ese en el que ni Carmen ni nadie habían estado
nunca, su santuario íntimo y secreto. Las estanterías forraban las paredes de la
habitación, repletas de libros de poesía. Todos los clásicos, todos los contemporá-
neos, obras completas, primeras ediciones, libros dedicados, manuales de estilo y
volúmenes de crítica y análisis poético.
Se entristeció sintiéndose como el niño gusano, ese antiguo compañero de
pupitre del colegio de los Padres Carmelitas, en la época de la E.G.B., que por más
bocadillos de mortadela, bizcochos y pasteles que se zampaba no engordaba ni le
lucía lo que comía, siempre estaba canijo y enfermizo. Así se veía, como el niño
gusano. Tanta lectura caída en saco roto, perdida en la nada, sin dejar poso algu-
no, flaco de musas poéticas. Media vida dedicada a la poesía, primero como ávido
lector y después como tímido escritor, no había dejado rastro en su esencia lite-
raria. Era tierra estéril donde nunca crecería la semilla del verso, era una mancha
de sucio aceite en la que el agua fresca de la buena poesía nunca osaría mezclarse,
porque nunca se mezclan, porque no es posible. ¿Para qué seguir?
Monto en cólera, tiró al suelo las estanterías, destrozó los libros arrancándo-
les las hojas, las arrugó, las rompió, las lanzó al aire. Después cerró los ojos, gritó,
lloró. Inesperadamente, en el borde del abismo de su poética tragedia, el verso
más hermoso, ese que mataría de sed enamorada a los amantes, de fuego inmise-
ricorde a los envidiosos, que haría temblar de esperanza a la humanidad, ese que
había perseguido de por vida, le vino a los labios con toda la fuerza y el dolor del
hecho estético que cristaliza en pura poesía desgarrando las entrañas tras salir del
alma, intentando escapar de su boca a borbotones.
Y ya no le dio tiempo a más. Disfrutó de su triunfo, de su hoguera redentora,
un solo segundo. Antes de que fuera demasiado tarde lo escupió sobre la nota de
suicidio, hizo una bolita de papel y se lo tragó.
43
Otro yo
–No estoy seguro de que sea conmigo con quien quiere hablar.
Al escuchar esto, Hilario pensó que sería una lástima equivocarse de persona,
cada una de estas conversaciones le costaba invitar a un café a su interlocutor y
más le valía sacar partido de ellas.
–Usted estuvo ayer en comisaría prestando declaración, ¿verdad? –preguntó.
–Sí.
–Entonces es con usted con quien quiero hablar: Raúl González Frei.
Raúl esbozó una media sonrisa, como si le divirtiera oír su propio nombre.
Disfrutó el momento y tomó un largo sorbo de café sin apartar la vista de Hilario
y, al fin, habló.
–Raúl González Frei, para servirle. Bien, dispare lo que sea que tenga que
preguntar, me temo que solo puedo dedicarle cinco minutos más.
Hilario no se sorprendió. Había comprobado que la gente que llevaba corbata
solía tener más prisa que el resto. Raúl incluso lucía unos elegantes gemelos en
los puños.
–¿Por qué tuvo que prestar declaración en comisaría?
–Porque recibí una denuncia por exhibicionismo. Al parecer el martes pasa-
do estuve haciendo senderismo completamente desnudo por una ruta poco con-
currida. Alguien debió de verme y escandalizarse tanto como para interponer una
denuncia.
–¿Es eso cierto?
Raúl se encogió de hombros.
–Lo cierto –dijo– es que el martes a esa misma hora me encontraba en una
reunión de negocios, cerrando una operación millonaria, y que ha sido bastante
incómodo pedir a mis clientes que confirmaran mi coartada.
–Pero hay algo más –intervino Hilario–, ¿por qué si no habría aceptado esta
cita conmigo, un detective de asuntos estrafalarios?
Raúl apuró su café, mostró de nuevo su media sonrisa y miró a Hilario con
interés.
–Todos me admiran –dijo con voz relajada–, ¡soy un ejecutivo de éxito!, pero
lo cierto es que me siento como un esclavo. Le parecerá extraño, pero lo que de
verdad deseo es vivir en plena naturaleza, en armonía, sin dinero y sin lujos; dor-
mir a pierna suelta, sin preocupaciones. No me gusta esta ciudad, ni mi trabajo, ni
siquiera me gusta llevar corbata.
Hilario no pudo evitar alzar las cejas al escuchar aquella confesión, pero no
quiso interrumpir a su interlocutor. Raúl aflojó el nudo de su corbata y se se pasó
la mano por el pelo antes de continuar.
–Mi deseo de cambiar de vida es muy fuerte, más de lo que nadie se pueda
imaginar. De pequeño leí un libro en el que los deseos de un niño se hacían reali-
dad con solo quererlo de verdad. Le parecerá una locura, pero eso es lo que ha ocu-
rrido. Hace unas semanas, me desperté siendo dos personas. Sonó el despertador,
44
me incorporé en la cama y vi que, al otro lado del colchón, otro yo se desperezaba.
Idéntico a mí. Nos quedamos callados, en pijama, observándonos el uno al otro.
Comprendí al instante que el otro Raúl González Frei era el verdadero, el que res-
pondía a mis deseos más profundos, el que viviría en armonía con la naturaleza,
el que pasearía desnudo y sin preocupaciones. Nos vestimos, él con vaqueros y
camiseta, yo con mi ropa formal. Desayunamos juntos, sin hablar, y dejé que se
marchara. Se fue sin más, no cogió dinero ni documentación. Me alegré por él. Yo,
esta versión descafeinada de Raúl, volví a mi rutina de prisas, de éxito de papel y
de traje y corbata.
–No se sorprenda –contestó Hilario tras una pausa– si le digo que no es el
caso más extraño que he tenido entre manos. Le he citado para ofrecerle mis ser-
vicios.
Hilario alargó una tarjeta de visita. Raúl la tomó y la sostuvo antes su vista
unos segundos antes de guardarla en el bolsillo interior de su chaqueta.
–Bien, detective, quizá pueda ayudarme a encontrar mi verdadero yo.
JOSETO ROMERO
Madrid, 8 de julio de 2018
Verbo Azul
45
Hay cosas que parecen no ser importantes, que suceden sin querer, que solo
significaron un segundo en tu vida y a veces en una edad tan temprana, que no
parece lógico, que puedan modelar tu pensamiento futuro, y sin embargo…
Todos los años el Cadí nos invitaba a comer en su casa y, para nosotros, los
niños, era una gran diversión. Allí nos sentíamos iguales a los mayores: recibía-
mos el mismo trato, participábamos de los mismos rituales y estábamos colocados
en lugares preferentes.
La sala del banquete estaba cerca de la entrada, a la que se llegaba desde un
pequeño jardín donde dos pavos reales pregonaban la riqueza del amo.
Era un espacio rectangular: las dos paredes más largas amuebladas con un
asiento corrido forrado en terciopelo adamascado y como respaldo cojines en la
misma tela. En el centro unas mesas bajas con el tablero formando una estrella de
ocho puntas, el tamaño de las mesas permitía que los comensales, sentados a un
lado y al otro de la parte estrecha de la sala, pudieran acceder a la comida deposi-
tada en el centro de la mesa compartida con los vecinos de enfrente.
Nosotros, los europeos, comíamos solos en aquella habitación, la más lujosa,
seguramente de la casa.
Dejábamos nuestros zapatos en la puerta donde comenzaba la gran alfombra.
Y tomábamos asiento.
La ceremonia empezaba con el lavado de las manos y el perfumado con el
agua de azahar:
Una jarra de plata con agua y una gran palangana del mismo metal con de-
pósito para recoger los restos del lavado, coronada por una pequeña jabonera re-
pujada en su parte superior remataba el conjunto. La persona encargada, general-
mente una criada de confianza, llevaba colgada de su brazo una toalla blanca y otra
persona iba perfumando a los comensales con el agua de azahar de dos perfuma-
dores a juego con el resto de los objetos destinados a la purificación.
La corrección pedía comer con solo tres dedos de la mano derecha: pulgar,
índice, y medio. Con la pinza que formaban se arrancaba la carne del mechuir
(cordero asado al palo), se cogía la pastela de pechuga de paloma o el cuscús, y
los numerosos platos que componían el banquete. Cómo era una casa rica nos
ofrecieron tortas de pan de trigo, era un lujo, en aquellos campos solo se cultivaba
la cebada.
Al acabar la comida se volvía a lavar las manos.
Aquel día lo he recordado siempre.
La petite sénégalaise
La pequeña senegalesa
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CONCHA GARCÍA DE LOS ARCOS
Verbo Azul
La sorpresa empezó con el lavatorio: La portadora de la palangana era una
mujer joven, alta y fuerte, la conocía de otros años, La portadora de los perfuma-
dores era una niña, no mayor que yo, preciosa, vestida como una princesa, son-
riente, con una bellísima tez del color del ébano. No pude dejar de mirarla durante
todo el tiempo que permaneció en la sala.
Cuando volvíamos a casa le pregunté a mi padre quien era aquella niña y él
me contestó “Una esclava” . No dio ninguna explicación: pensaría que me sonaría
a chino o que era demasiado pequeña que comprender su significado…
Y no sé si lo entendí, pero nunca lo olvidé.
Pasados los años busqué información y supe que entonces, aunque estaba
abolida y perseguida en las zonas española y francesa del Protectorado de Ma-
rruecos, aún se vendían seres humanos los viernes en la parte trasera de algunas
mezquitas.
Siempre me ha parecido vergonzosa esa leyenda de Noé maldiciendo a su hijo
Canaán y condenándolo a él y sus descendiente a ser esclavos de sus hermanos.
Terrible forma de autorizar y santificar ante la humanidad era terrible felonía.
Uno de mis hijos, una noche al terminar de leerle un capítulo del Antiguo
Testamento me dijo “Mamá:¿ Por qué entonces todos eran malos?”.
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PHILLIP H. BRUBECK G.
Verbo Azul
¿A dónde van los versos cuando el poeta calla? Vuelan como si tuvieran mil
alas impulsados por el viento por todos los rincones del alma.
Letra a letra, las palabras se imprimen en la pantalla de la computadora, bri-
llan por la belleza de los pensamientos del autor, se entrelazan unas a otras en el
preciso instante de la inspiración, dictándole la profundidad de los sentimientos
de esa alma sensible a todo cuanto lo rodea; y así es como habla para hacerlas
resonar en el silencio del cerebro lector al momento en que los ojos las captan.
¿Podrá callar realmente el poeta? Me parece imposible, pues la palabra una
vez que ha sido escrita permanece por los siglos, pregúntenle a Homero, Cervantes
y Shakespeare; a pesar del tiempo sus mensajes resuenan en todo el orbe mientras
haya quien lo lea, quien lo lleve como guía en su interior.
Hay quienes dicen que regresan a su origen, a aquello que las hizo incubarse
en el alma del vate para impulsarla, por eso los montes, las estrellas, praderas y
ciudades están llenos de pensamientos hilvanados por el estro creador en collares
de perlas alrededor del cuello de la mujer amada.
A veces retumban con el fragor de los cañones, cuando la inconformidad fren-
te a la injusticia las hace estallar, pidiendo a los débiles levantarse en contra de
los tiranos; sacude las conciencias para hacerlas despertar, las mueve a la acción
ennoblecedora.
El molino se ha parado, el viento ya no hace girar sus aspas; los granos de las
percepciones no pasan más por su muela para hacerse uno con las nuevas pala-
bras. El poeta ha guardado silencio, ya no podrá deleitarnos con nuevos versos,
pues el destino ha inmovilizado su pluma para siempre.
¿A dónde van los versos cuando el poeta calla? Van a la eternidad de la he-
rencia humana, en los corazones de la gente sensible donde anidan para alegrar-
los con su ritmo, con la armonía del fondo y la forma de la obra perenne, pues el
escritor vive para siempre en la belleza de las palabras por él entrelazadas. Es así
como el poeta nunca calla.
¿A dónde van los versos?
“Y mientras, cada otoño va pasando
y el sol sale y se esconde con tu rueda
y tú sigues girando por la noche
y mueles con La Luna el Universo.”
FERMÍN FERNÁNDEZ BELLOSO
49
ÁNGEL MUÑOZ
Verbo Azul
Yo antes era un huerto con un pozo, que ahora humillan, escondiéndolo por-
que ya no es necesario. Alimentaba la vida, crecían tomates, cebollas, acelgas y
toda clase de hortalizas según la época del año. También vivían en mí lombrices,
orugas, caracoles, pájaros y hasta gallinas a las que se había reservado un rincón;
yo era el sustento de todos, nacían y se morían para volver a nacer, la vida allí era
permanente y ninguno de mis inquilinos consideró nunca que fueran los dueños
de la tierra que habitaban.
Un día llego el abuelo Pablo y dijo “esto es mío”, mató todo lo que había y me
convirtió en lo que soy ahora, una casa, al principio fue muy duro, no había vida,
todo era muy triste. Pero sin darme cuenta la vida empezó a fluir aquí de otra
manera; en lo que llaman cuadra vivían unas mulas que me daban calor, había
un gato y un perro que jugaban a pelearse, hasta habilitaron un espacio para unas
gallinas. El matrimonio que me construyó gozaba y sufría, nacieron unos niños y
apareció la alegría, conocí el fuego que, sobre todo en invierno, reunía a toda la
familia en torno a él, y, cuando se murió el abuelo y después la abuela, me quedé
muy vacía.
Después vino su hijo y lo primero que dijo, como su padre y como los que
vinieron después fue, “esto es mío”. Pero yo no soy de nadie, como mucho podría
decir que soy de él en usufructo. Todos a los que yo sustentaba ahora nacían se re-
producían y morían como los que me habitaban cuando era huerto, todos eran mis
inquilinos. Pasaba generación tras generación y, de una u otra forma, yo siempre
estoy presente.
Ahora me han convertido en lo que llaman segunda residencia y ya no tengo
inquilinos, todo está repelentemente limpio, todo ha sido sustituido por máqui-
nas, no hay ni siquiera moscas ni ratones, solo hay vida cuando vienen con los
niños en vacaciones y disfrutan ellos tanto como yo, que los estoy esperando du-
rante todo el año.
La casa
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LUCERO MERCADO
Verbo Azul
El olor a tierra mojada fue el mejor amigo de aquella niña juguetona. Ella
dejaba tatuadas sus pequeñas huellas en el lodo al final de una tarde lluviosa. El
espejo de los charcos atrapaba su sonrisa. Amaba danzar con cada gota deshilada
de los nubarrones negros, vestidos con destellos azules y el canto de los truenos.
Las calles mojadas fueron el escape de sus tristezas. Ni los resbalones, ni las vesti-
mentas y sus zapatos enlodados, le arrebataron las ganas de vivir.
Por las noches, imaginaba una puerta hacia un lugar lleno de juguetes y de
golosinas. Las muñecas no estaban a su alcance y los dulces con los que deleitaba
su paladar, eran un terrón de azúcar que agarraba de la cocina de su casa sin per-
miso de su mamá. Los gritos de sus padres la desgarraban por dentro. Un nudo en
su garganta siempre la atormentaba al recordar que su familia se fragmentaba. Al
caminar rumbo a su escuela, solo llevaba sus libros y la esperanza de perderse en
los cuentos que leía en la clase de literatura. Aprendió a hablar con Dios cuando
el mundo se le desmoronaba y se reconfortaba al mirar sus ojos. Desterraba las
sombras espinosas de sus latidos, cada vez que veía llorar a su madre. Se enseñó
a vivir sin hambre. Era una tortura el tener antojo por comer algo más, que no
fueran tortillas y frijoles. Pensaba que solo le servía para no morir, e hizo a un lado
las banalidades. Sus confidentes: sus dibujos. Atesoró una libreta llena de ellos, y
en ellos escribió los cuentos que relataban los planes de su vida para cuando es-
tuviera grande: los sueños que no soñaba. La gente que veía pasar a su alrededor,
eran solo a las estatuas que no les importaba la tristeza que reflejaba su cara. El
entusiasmo por la vida jamás se vistió de noche sin lunas. Los malvivientes y las
agresiones que sufrió le enseñaron a defenderse sin piedad y el miedo, nunca en-
contró el camino de regreso.
La música fue otra gran amiga. Las piedras: sus inseparables juguetes. Sus
manos: su único abrigo. El techo de su casa: el universo que la llevaría a vivir más
allá del infinito… El tiempo siguió su camino y la niña dejó sus fantasías debajo de
su cama. El rojo de sus labios carnosos, las pestañas rizadas y una delgada silueta,
reflejaban en el espejo el dolor por querer marcharse a un mundo intangible, que
solo tenía vida cuando ella había sido.
El canto de los truenos
52
Qué fácil resulta mirar a la cara de quien nos está apuntando con una pistola
cuando somos nosotros los que nos consideramos anticipadamente muertos. Yo
he tenido un arma apuntándome a los ojos y sé de lo que estoy hablando. Nunca
imaginé que habría de vivir un momento tan aciago como ese, y menos aún que lo
viviría con la frialdad con que lo hice. Algunos dicen que es más fácil vivir cuando
se está convencido de que uno no es más que un cuerpo, un cuerpo que se mueve y
camina, pero al que le falta la capacidad de querer. También yo lo creía.
El hombre que me estaba apuntando me pidió por dos veces que me pusiera
de rodillas y, por dos veces, yo me negué. Mi negativa le sirvió para lanzarme un
comentario mezquino: «Morir de pie te parece más digno, ¿o es que quieres salpi-
carme con tu sangre?».
Le había conocido meses antes y desde entonces su aspecto físico había cam-
biado visiblemente. Había engordado y su peso creciente se advertía de manera
especial en su rostro y en el cuello, en el que, a menudo, daba la impresión de
brillar una ligera capa de sudor.
En cuanto al motivo de su amago de asesinato, debo confesar que nunca lo
supe con claridad. Había cierto odio en él, siempre lo hubo, aunque su odio estaba
más ligado a su propia forma de ser que a alguna razón concreta derivada de su re-
lación conmigo. Aun así, en cierta ocasión, nos acaloramos, y llegó a amenazarme,
pero no me lo tomé en serio. Conocía bien su soberbia y su frialdad en el trato con
las personas y también que, en su caso, por algún motivo, todos lo soportábamos
sin darle especial importancia. Creo que, en gran medida, fue eso lo que le hizo
creerse prácticamente impune.
Hoy me pregunto si yo no fui un experimento para él y aquel día su intención
no era descubrir cuál era su límite. En el pasado, alguna vez, me acusó de andar
ciego por la vida y de no saber gestionar mis negocios, y tendía a censurarme uti-
lizando mil excusas distintas. Yo me defendía, pero él solía insistir y encararse de
nuevo conmigo, y al final terminaba por dejarle hacer.
En cierta ocasión fue más lejos y, mirándome a los ojos fijamente, me dijo:
«Si sigues así sólo puedes esperar lo peor». No me molesté en preguntarle qué
quería decir con ello.
El día en que dio el paso de apuntarme en la cara con su revolver iba a ser,
en principio, un día especialmente tranquilo. Había decidido tomarme el día li-
bre y me iba a dedicar a pasear, hacer algunas compras y después irme a comer
a algún buen restaurante y en ningún momento se me pasó por la cabeza que me
encontraría con él, pero el azar quiso que nos cruzáramos accidentalmente en el
momento en el que yo salía de una tienda en la que él estaba a punto de entrar.
Al verme, me consideró, como tantas otras veces, con cierta condescenden-
cia y, tras intercambiar las primeras palabras, me dijo que me invitaba a comer
e insistió en que fuéramos a un restaurante a las afueras. Durante la comida se
mostró algo provocador y yo le lancé alguna ironía, cumpliendo con el guion de
nuestro trato habitual, pero eso no alteró ni un ápice su seguridad en sí mismo y
Un revolver ante los ojos
53
la arrogancia de su actitud hacia mí. Inesperadamente, cuando habíamos llegado
al postre, insistió en llevarme a ver el piso que había comprado. Fue a partir de ahí
cuando empezaron realmente los problemas.
El alcohol que había bebido durante la comida, su carácter, la dinámica de
aquel día extraño en tantos sentidos, mi actitud habitual, nuestra relación tal
como se había definido hasta entonces: todo se combinó para que se dejase llevar
y optase por ir más lejos, y aunque fuera en gran medida el mismo de siempre, en
esta ocasión, probablemente debido a su sentimiento de impunidad, quiso ir más
allá de todo lo peor que había cometido hasta entonces.
El piso estaba a medias amueblado y reconozco que me gustó mucho. Le fe-
licité por la compra y le dije que había hecho una excelente elección. Mientras yo
hablaba, él me escuchaba inmóvil mirando por la ventana del cuarto de estar. Una
vez que hube terminado, dejó pasar unos segundos y, de pronto, para mi sorpresa,
empezó a hablarme con un tono ofendido:
–No seas falso… Estás hablando por hablar. A lo mejor te crees que soy tonto
y me puedes insultar de cualquier manera.
–Yo no te estoy insultando –dije sin alterar la voz, sabiendo que era inútil
hacerle razonar sobre la acusación que me acababa de hacer.
Y después añadí:
–¿Para qué me has traído aquí si no puedo decirte nada?
–No me gusta que me tomen el pelo.
–Yo no te tomo el pelo.
–¡Por supuesto que sí!
Esta vez preferí callarme. En esos momentos mi único deseo era sólo termi-
nar aquella conversación y marcharme. Se lo dije y lo único que conseguí es que
su tono se alterase aún más y me dijera que había llegado el momento de que yo
pagara por todo lo que le había hecho. Estaba atónito. «¿Todo lo que le había
hecho?». Aquellas palabras me parecieron tan ridículas y fuera de lugar que la
única explicación que encontré es que se trataba de un pequeño rapto de locura.
Di algunos pasos en dirección a la puerta de la calle.
–¿A dónde vas? –me dijo alzando la voz.
–Déjame en paz –le dije–. Estás yendo demasiado lejos.
–No te atrevas a dar un paso más.
–Me voy, estás loco –insistí.
En esos momentos, a punto de salir del cuarto de estar, me encontraba de
espaldas a él, así que me sobrecogieron aún más las palabras que dijo a continua-
ción:
–Si te mueves, disparo.
En ningún momento dudé de que me estaba diciendo la verdad, así que me
di la vuelta y efectivamente allí estaba él con la pistola en la mano apuntándome.
Una inmensa tensión me recorrió todo el cuerpo y se apoderó de mí un miedo pro-
fundo que me impedía prácticamente articular palabra. Sin embargo, el instinto
de supervivencia me dio la fuerza necesaria.
–Cálmate, ¿qué estás haciendo? –reaccioné.
–A mí me parece evidente.
–¿No te das cuenta de que puedes arruinar tu vida?
54
RAMÓN DE LA VEGA ORDUÑA
Verbo Azul
–¿Por qué? Eres tú el que vas a morir, no yo.
–¿Y mi cadáver? Te descubrirán.
–No te apresures tanto. Vayamos poco a poco. Primero ponte de rodillas.
Me negué, insistió y volví a negarme, ante lo cual dio dos pasos hacia mí y
acercó su revolver a mi cara. Ni su mano ni su gesto temblaban.
Son muchas las ideas que se me pasaron por la cabeza en esos momentos y
entre ellas, una que reflejaba hasta qué punto me sentía desconcertado y su com-
portamiento despertaba mi propia visceralidad: el intenso deseo de escupirle. Tra-
taba de no tomarme en serio lo que me estaba sucediendo, pero aquel empeño
racional no llegaba a mis sentimientos, y me sentía realmente asustado.
En medio de la extraordinaria tensión de esos momentos, aún tuve ánimo
para observar que, poco a poco, estaba cayendo la tarde y la luz era cada vez más
escasa.
–Si lo que te propones es dispararme, ¿por qué tardas tanto en hacerlo? –le
dije, tratando de sorprenderle.
No me contestó a esas palabras. Eran demasiado directas y creo que no tenía
respuesta porque ni él mismo sabía lo que iba a hacer.
Ante sus dudas, me atreví a insistirle:
–A lo mejor te ayuda a decidirte saber que no me asusta la idea de morir. Du-
rante el tiempo que tardes en apretar el gatillo, será angustioso y estaré imaginan-
do y pensando en mil cosas, pero cuando dispares, se hará un blanco o un negro
perfecto, y ya nada importará. Será imposible que vuelva atrás. Y eso es liberador.
Aquellas palabras le descolocaron, no se las esperaba y sólo dijo:
–Eres un estúpido.
Por mi parte, me sentí tentado a repetirle que diera el paso de disparar y mi
insistencia consiguió por fin el efecto de hacerle bajar la pistola.
Permanecimos así aún unos minutos, rodeados por una oscuridad creciente
y un silencio cargado de sentido. En eso coincidíamos los dos: la escena que aca-
bábamos de vivir era tan absurda e insensata que no era fácil encontrar alguna
palabra.
Momentos más tarde, cuando empecé a bajar las escaleras después de haber
salido de su flamante piso sin ni siquiera molestarme en cerrar la puerta, un pen-
samiento me vino, casi como una visión, a la cabeza: si el mal existe, si el mal es
siempre reprobable y condenable, y lo que acababa de vivir era una expresión del
mal, ¿cómo era posible que se manifestara de una manera tan ridícula y que, por
ello, mereciera un desprecio aún mayor por ese ridículo que por la amenaza que
había supuesto para mi vida?
55
El baile habita allá donde el sol se da la vuelta. Por eso se vino Julia a este
lado, porque oyó decir que el crepúsculo arde en ron y el tambor crea ilusión de
eternidad. Porque más allá de allá la noche se torna aguardiente y guaguancó, y
la luna acude desnuda entre un rastro de plumas blancas. Luego alguien le co-
mentó que el baile deja la sangre dulce y caliente, y ella no pudo sino tomar unas
alas prestadas y dejarse llevar por el sol del lesnordeste, a eso de media mañana.
A media mañana, la Oasis Airlines anunciaba su vuelo AAN 908 con destino a
Varadero. Y varios videos después, otras cuerdas vocales recitaron todo aquello
que nadie atiende y la nave se estremeció en un suspiro metálico, muy fatigada
de cielo. Demasiado tiempo entre exterminadores de mulatas y esa lluvia de mi-
radas a cada urgencia de Julia por alcanzar el cartel verde. Tremenda humareda
acumulada en el pasillo. Julia se sacude las horas azotando el aire con su peinado
afro de cuentas rojas, como balizas ensartadas en largas trenzas a ambos lados
de la pista. El A•300, trepidante de cuadernas y flagrante de motores, no era sino
un esqueleto de plata desbocado, y, ella, una mujer sedienta de guarapo y rumba
brava, deseosa de tirarse del avión para instalarse en el Caribe. La habitación en
Varadero sólo le sirvió para guardar los matules y reponerse del viaje. Sedienta de
baile, le faltó tiempo para acomodarse frente a un vaso nada más abrir la disco. El
hielo mudó de reflejos al contacto con el ron y en las pupilas de Julia se ubicó esa
fiebre húmeda que acompaña al primer trago. Y al alzar la barbilla la vio. Sobre
una placa de luz, una jebita hacía estallar en sus caderas ese ritmo caliente que
nace de las rodillas. Con el cabello muy suelto, la saya al aire, un tirante bajo el
hombro, modos de jinetera, ella bailaba para sí, olvidada de todos en el centro de
la sala; negra de cintura a las rodillas, de la cintura al escote negra, y negra la cinta
negra que le cruzaba la frente. Alumbrada de arriba abajo por la cola de cometa de
cuatro halógenos insistentes, trenzaba a su ritmo pasitos cortos, con los pies des-
calzos y arropada de avidez, como esas muchachas que bailan sólo por mostrarse
en movimiento, a la espera de que les arranquen la ropa. Apostada a un extremo
de la barra, Julia la contempló añublada o diluida en sus pensamientos, como
habitualmente solía observar el mundo. Lo importante, empero, era que la vida
le entrara por la vista, igual que el cuerpo de esa criolla, teñido por el estrépito de
las luces giratorias. La acechó silenciosa entre el bullicio y ella la invitó a partici-
par con la mirada. Aunque después, arrepentida por haberse insinuado, la criolla
intentara controlar su euforia, frenar esa falda tan ceñida a las caderas, emplazar
la camiseta muy subida bajo el pecho, reprimir esa bemba suya tan dispuesta;
siempre tan disponible. Luego otra vuelta, arco iris blanco, luces rojas, y todo se-
guía igual, desdiciéndose con los ojos de sus anteriores promesas, cuando el baile
la empujaba hacia Julia.
Y quiso el baile que se detuviera junto a ese taburete cuando aún las venas le
latían hinchadas. Su piel, puro cendal empapado. No habla, solo espera con las
Guaguancó
56
manos apoyadas en el pecho de Julia. El tacto adquiere de pronto una importancia
vital. Son en esos instantes cuando los sentimientos respiran a través de las pal-
mas abiertas. Inspira con la izquierda, espira por la mano derecha. Atiende a que
el deseo de la recién llegada se apropie de sus labios. Completamente estática.
Nomás un ligero roce de rodillas, como si no se decidiera sobre cuál de ambas
piernas sostenerse. Dijo llamarse Cobre. La negrura del atuendo clareaba su tez de
rasgos casi europeos. Ensanchó una sonrisa. —...como la Virgen. La Virgen de la
Caridad del Cobre. Estaban predestinadas. Lo supieron nada más verse. Se reco-
nocieron como quien se descubre en una foto desenfocada o en un espejo empaña-
do. Una sonrisa y Julia descubre en Cobre el otro lado de sí misma, el lado lejano,
el que habita allí donde el sol se apaga. Otra sonrisa y Cobre adivina en Julia su
otra imagen, el otro yo de los sueños felices y de las fantasías pendientes. Y el tiem-
po descomponiéndose en pequeños instantes rojos ensartados en las trenzas de
Julia. Supieron que estaban predestinadas nada más encontrarse, aunque aún
guardaban algún secreto en sus pupilas de azúcar cruda. Pero al poco, la cara de
Julia se puso en movimiento y lanzó la propuesta de alquilar un carro. Quedaron
empatadas a las cinco de la madrugada en la carpeta del hotel. Ella no había vola-
do hasta acá para bobear en Varadero. Que Cobre le mostrara la isla y la sumergie-
ra en el baile. Cobre aceptó sin pestañear siquiera. Y a la mañana siguiente, allá iba
ella con un plano de la isla extendido en el regazo; y allá iba Julia, amazona en un
Jeep, una ardiente española dispuestas a reconquistar Cuba, ese lagarto verde,
con ojos de piedra y agua. Lo mero cierto es que Julia se sintió menos turista al
descubrir que la moneda autóctona existía. Se sintió más viajera cuando se topó
que por un dólar yuma, recibía en la calle treinta pesos o más, y que el ron que
costaba tres dólares en cualquier hotel valía en la misma calle sólo dos pesos cuba-
nos; pruébeme mamita este mi roncito casero. Se sintió feliz en la Plaza de Armas,
comprando libros de viejo, y en la Plaza de la Catedral, gastando suela entre el
bullicio. Pintores anónimos, tejedores de palma, tabacos liados a mano, una cha-
mita se le cuelga a Julia del brazo, lleva el aire de la isla escondido entre las faldas,
¿desea que le muestre San Cristóbal de la Habana? Probaron los mojitos de la
Bodeguilla del Medio, se perdieron en el Vedado, de donde el mar se asoma al
Malecón regresaron enjalbegadas de espuma, y acabaron la jornada alojadas en el
Comodoro. Hecha talco, Julia se descalza los guaraches arrepochada en la cama, y
Cobre, acotejando sus cosas, poniendo en juego ese hombro siempre desnudo, y
bien ¿qué tú piensas ahora de la salsa que se bailan en La Java?; pero Julia, soltan-
do una de las trencitas con cuyas cuentas se acariciaba los labios, la verdad es que
ella vino en busca de algo distinto, y arrodillada sobre la colcha, deseaba encon-
trarse con ese baile directo que echa sus raíces en la intimidad de la tierra. Inicia-
ron la noche con los dedos entrelazados, sujetando la promesa de irse del aire y
aparecer más luego en plena zafra, donde se respira el guaguancó cubano. Y antes
de que despuntara el sol sobre el Mar de las Antillas, ya estaba despierta Julia.
Tenían un todoterreno esperándolas a la puerta. Al poco rato, con un plano de
Cuba abierto sobre los muslos, Cobre le iba indicando el mejor camino a seguir.
Era un trazado en rojo que las conduciría a Guamá. Comida a la sombra de un
cañizo. Música criolla en vivo; la canción que más se les antoje. La carne de coco-
57
drilo tiene la textura de las aves y el sólido sabor del tocino. Un Pontiac del cin-
cuenta se cuadra en el aparcamiento. Del coche desciende un hombre de blanco y
gafas de sol oscuras. Lleva un sombrero de petate y una mestiza del brazo. El sol
se mece en la hamaca de las palmas. Se hospedaron en un ranchito próximo a
Trinidad. Hace calor en la isla. Tú deja que yo te revele un secreto, Julia: antes de
dar un solo paso, has de poner a bailar las corvas, los salientes de tus caderas, esos
tus huecos de las mejillas, cada una de tus trenzas. Pese al calor, Cobre bailó para
ella. Luego Julia ensayó hasta rendirse. Porque bailar refresca. Otros sudan; pero
en las islas, bailar refresca. Y a la mañana siguiente, sentada al timón del carro, le
cae muy bien la gorrita de visera y los pantaloncitos rojos, camino de Santa Clara,
la transparente luz de los llanos le va dorando la piel. El pueblo vilaclareño erige
este monumento a los combatientes de la Batalla de Santa Clara. ¡Clic!, una foto.
Logística S9, tren blindado a Santiago. El Che lo interceptó a sólo unos pasos de
aquí, cortándole al ejército regular su vía de suministros con las provincias del sur.
Fue el comienzo del triunfo revolucionario. Patria o muerte, reza la leyenda en las
piezas de tres pesos. Y en su reverso inconformista, la efigie rebelde, la añorada
presencia del valiente comandante. La Revolución vive, añade una pintada del
CDR. Hay una vieja locomotora de vapor, muerta en su vía muerta. Papagayos,
racimos de bananas, guantanamera cantada con voz aguardientosa. La brasa del
mediodía se ceba en el rostro de Julia. Barro amasado a mano, sin decoración al-
guna, horneado bajo una lluvia de luz. Imposible caminar. Es obligado refugiarse
en el hotel y dormir la siesta. O ensayar bailes con una toalla liada a la cabeza,
después de una confusa ducha. Que Julia le pusiera asunto: el baile surge con las
vibraciones interiores que invocan la presencia de Yemayá o Nuestra Señora de la
Regla, quien una vez instalada en tu cuerpo se hace cargo del resto. Más nada. Y
tres días después de haber dejado La Habana, posiblemente fuera en Ciego de
Ávila o llegando a Camagüey, doblaron hacia una trocha encarcelada entre cañas.
Un viejo mulato se asomó a la ceguera caliente bajo un sombrero amarillo de sol.
El calor no era para hablar; pero entre soplo y soplo de viento, se hablaron. La
zafra no comenzaba sino más allá de varias caballerías, les indicó gagueando, y
ellas continuaron por entre ese silencio vegetal que brota por todas partes, por
todos lados, hasta perderse en el horizonte verde de las plantaciones. De anoche-
cida llegaron a un improvisado campamento donde un par de guajiros holgaban
bajo alguna que otra estrella perdida en su ronda nocturna. Andaban dándole a la
muela y trasegando guaro de la botella a unas jícaras que llevaban permanente-
mente consigo, como anilladas al índice. Era día sábado y los más salieron rajando
a celebrar el culto a la Luna y a su mordida blanca; se adentraron tres o cuatro
millas en la plantación igual que antaño hicieran los esclavos, huyendo de las iras
del compañero mandador. Prendieron sus batanes y candelas para juntar fuego y
entregarse al guaguancó, ese rito bantú que despierta la fecundidad latente. Y de
pronto tuvo miedo. La curiosidad o la obsesión se pagan con miedo. A Julia le
asaltó el miedo cuando, recién llegadas, el babaloche le sopló un buche de aguar-
diente en pleno rostro. Camisa blanca, corbata azul celeste, pantalón de hilo sujeto
con amplios tirantes, lustroso el calzado, aquel santero negro había ofrecido el
58
primer guaro a los difuntos, rociando aguardiente de caña a los cuatro partes del
cielo antes de orillarse a la muchacha y ofrendarla a La Señora de la Regla. El ron
le irisó las fisuras de los labios como polvo de granates. Julia tremó de frío. El frío
se le posó en la boca y se le hizo salobre como arena de mar molida. Se le alojó en
el vientre cuando, rajando oraciones, las candomberas la compusieron de prome-
sa. Eso fue lo que hicieron. La rodearon y le enjaretaron una saya descosida mien-
tras se mecían entorno suyo a modo de péndulos con ojos. Luego, un revuelo de
plumas blancas flotó entre las olas de sus pechos cuando Yemayá la montó. Y entre
destello y destello de conciencia, el corro se le fue yendo de la vista y un manotear
de tambores se le acantonaron en el tímpano, incrementando progresivamente
sus latidos. El resplandor de las candelas regadas por el suelo le satinaba el sudor
de reflejos. Parecía como si sus pasos siguieran las indicaciones de Yemayá, arras-
trando la luz al compás del baile. Por ubicarse donde ella, Cobre cruzó entremedio
de parejas entregadas al guaguancó y hombres ganosos de templarse a cualquier
hembra por allá atrás. Atajó a través del grupo justo cuando Julia se santiguaba el
vientre con un gallo blanco y lo suspendía del cuello por encima de su peinado de
trenzas, entre el aleteo de los espíritus del viento, dibujando círculos como quien
voltea una honda. Cobre la vio trazar círculos y círculos en el aire hasta desnucar
al ave. Y vio un brillar filoso parado sobre las plumas y el gota a gota que llovía de
su cuello y la sangre bajándole como lodo caliente por las mejillas y al babaloche
sentado sobre un escabel, impecablemente vestido, sonriendo satisfecho, dándole
lindísimo juego a las maracas, su purita Yemayá tendrá hoy tremenda alegría, ase-
re, y escrutar con ojos de rey africano a su hermosura extranjera, la cabeza atrás,
el cuerpo ardiente, desgarrándose la saya de algodón a cachitos que revolotearon
hacia el fuego como mariposas nocturnas.
Lloraba y sudaba. Cobre la ubicó entre la luna y el reflejo de la luna en una
charca. Lloraba de fiebre arrodillada en el piso, urgida por alcanzar lo inalcanza-
ble, palpando a ciegas esa su estrella palpitante en medio del retumbo hondo del
tambor que arreciaba y arreciaba por momentos. Gemía, se incorporaba, bramaba
sin voz, se hincaba de nuevo en el barro con todo y sus aullidos de mujer ardiente.
Sudaba de placer y de sorpresa viéndose invocar al amor cuando en realidad se
quiere invocar a la muerte, olvidada de todo el ruiderío, sintiendo que su cuerpo
ya no es suyo, sino obediente instrumento de la diosa que lleva embrocada en su
interior. Concluye con el animal degollado arrimado a sus carnes como alma de
feto que jamás verá nacer el sol. Al finalizar el tambor, Julia deja caer hacia el
frente las manos y el busto, hundiendo los labios en la sangre derramada antes
de que se la trague la tierra y se disipe en su sed. Pasó en coma de sueño veinte
horas sobre unas pacas de güin. Cuando abrió los ojos, Cobre le lavó las comisuras
de los párpados y le dio a beber agua helada. Después de tomar un par de sorbos,
Julia se confesaba cogida por la isla y pedía que le acercara sus cosas. Que Cobre
se quedara de punta a punto con todas ellas. Lo dijo así, sin poder apartar los ojos
de la imagen redentora de Cobre, la mitad de la cara en penumbra, demudada bajo
la imagen de un Cristo negro. Cobre mujer de caña y milpa, Cobre muy confusa,
con ese olor suyo a brisa salada y a espuma de mar, su cabello suelto y su tiran-
59
ANDRÉS MORALES ROTGER
Segundo Premio AEFLA 1998
(Asociación Española de Farmacéuticos de Letras y Artes)
te bajo el hombro. Cobre rozando con los dedos la luz de los cometas, mientras
trenzaba pasitos cortos en el centro de una pista. Cobre con las palmas apoyadas
sobre los pechos de Julia, dispuesta a extraviarse en el apagón de un beso. Cobre,
ojos de muñeca criolla, bemba roja, enrojecida de deseo. Cobre alabeada sobre las
pacas de güin para recoger las palabras de Julia. Que se quedara con todo, le dijo.
Y todavía añadió: —...el dinero y el pasaporte también. En la mañana, un Airbus
de la Oasis Airlines se elevaba lleno a rebosar de exterminadores de mulatas ex-
haustos. Ella se sacude el nerviosismo azotando el aire con su nuevo peinado afro
de cuentas rojas. Unas cuerdas vocales somnolientas recitaron todo aquello que
nadie atiende y la nave se estremeció en suspiro metálico, sostenida por los dedos
del sol asomado al lesnordeste. Un tiempito después, Cobre recorría el pasillo en
dirección al cartel verde, ignorada por todos.
61
IRENE JIMÉNEZ RIDRUEJO
Verbo Azul
Imprime carácter el nombre del nacimiento, a ti te lo eligieron bien, nos re-
cuerdas a Ernest el escritor, enamorado de la tauromaquia, festejo, vino, cuadri-
llas, su bravura, su nobleza, su negra tragedia.
Como en el anfiteatro romano vemos impasibles el sufrimiento del otro como
obra de arte clásica, te recordé en Mérida, en el escenario con cada personaje aba-
tido, en la tierra amarga con puntilla y descabello, acunado por el riachuelo, la go-
londrina reconocía tus versos, repiqueteo danza, quejío, baile hondo, castañuelas,
faldas de hierba, alfombra roja de amapola que hierve la sangre.
Rojo pasión, chicuelinas de la vida.
La representación de la vida, todo teatro, la versión aflamencada de Electra se
inspiró en el campo, esa ha sido tu mortaja, la naturaleza, el tridente Dios el hom-
bre, naturaleza. Eso es tao, camino, Fermín en el camino, taoísta natural fuiste
sin quererlo ,queda tu obra creativa, ha sido tu breve existencia la que más me ha
acariciado, mi confianza en la métrica, a mí me marcó cuando te conocí un Vier-
nes, con un talante natural, gozoso, satisfecho y agotado, a la vez, hospitalario al
mirarme a los ojos me reconociste, recogiste mi página confiando, acogedora mi-
rada directa y franca. Me permitiste leer mi poema tímido, el tuyo seguro y firme.
Fuimos tres mujeres de Verbo Azul, a admirarte, de oídas, hoy confirmo tu
personaje...tu arte.
Tu sino,,, tu cárcel, mucha responsabilidad para un espíritu libre...que nace,
con corazón grande.
¡Estás ahí inimitable!
Nos acompañas a los poetas, los profetas, con esa sonrisa...angélica.
Gracias ayer fue el chupinazo, tu aniversario, cuarenta, Ali ba ba!!!
San Fermín, 7 de julio.
62
De niño creció entre tuareg y fornidos legio-
narios en el Sáhara, jugaba a la intemperie
resistiendo el viento del desierto, integrándose
al universo al contemplar el cielo estrellado. Al
canario Alberto Vázquez Figueroa el desierto
le hizo identificarse con la naturaleza, le marcó
la pauta para expresarse como escritor. Muy
joven escribió su primer libro, “Arena en los
ojos”. Ya en esa novela se vislumbra al jardi-
nero en la palabra, jardinero de los desiertos
y de las selvas de imaginación ardiente, de
fiebres literarias, pasionales, de pluma aventu-
rera. La aventura siempre se encuentra en su
obra. Su designio ha sido siempre la aventura.
Se costeó los estudios haciéndose profesor
de submarinismo, fue testigo de un crimen pa-
sional siendo periodista en Madrid, compró un
yate con unos amigos para ir a cazar tiburones
al mar Rojo, aunque no llegaron a hacerlo; en
su lugar en el yate dieron una vuelta al mun-
do invirtiendo 14 meses. Al volver a España,
vendieron el barco y con el dinero que sacó
se fue a África, en dónde trabajo de guía de
elefantes. Encontró acomodo para trabajar
en la revista Destino en dónde consiguió su
propósito ser contratado para viajar de repor-
tero por esos mundos de Dios. Posteriormente
en la Vanguardia fue corresponsal en África y
toda Sudamérica, con base en Río de Janei-
ro, llegando a convertirse en un especialista
en reportajes en frentes bélicos. Fue reportero
estrella en Televisión Española. Durante 20
años de periodista, a lo largo de ese tiempo,
piso nada más que una vez la redacción. Se
propuso, en su día, desalar el agua del mar
con un invento de filtros mágicos; hasta que no
lo logró no paró. Un día decidió levitar, como
los santos, para flotar en el aire y alejarse del
suelo, ese suelo Terrenal que todos pisamos,
con tantas manchas de sangre. Así lo hace
cuando escribe, levita flotando en el aire,
cómo lo hacían también Santa Teresa, José
Luis Sampedro o César González Ruano,
con la escritura. Alberto narra con precisión
todo aquello que calibra con la mirada, aque-
llo que le sensibiliza, las lucubraciones de su
imaginación, en novelas en las que derrocha
increíbles aventuras. Alberto Vázquez Figue-
Jardineros del lenguaje.
Alberto Vázquez Figueroa
Jardinero de los desiertos y de las selvas.
63
roa, león enjaulado en la literatura, ruge con la
pluma, y a los lectores que le leen les sorpren-
de por la fiereza de que hace gala al plasmar
con denotada precisión en las narraciones el
lado oscuro y satánico de los humanos. Sus
personajes malvados son más fieras que las
fieras, y calibra en su medida las aterradoras y
fantasmagóricas desventuras que puede pro-
piciar la naturaleza.
Alberto denota al escribir que sabe que el ser
humano es un misterio por la capacidad de
sorpresas que puede realizar con sus actos.
Leer a Alberto es adentrarse en la cara y la
cruz del hombre ante la vida en circunstancias
límites. A este trotamundos que, al estornudar
suelta tinta, en el Café Gijón, dónde le he co-
nocido, le he visto naufragar en una taza de
café, pescar ballenas en un vaso de agua y
atravesar el trayecto desde su mesa del salón
a los servicios del café con un paso de Qui-
jote, amenazado con su pluma en ristre a los
gigantes y endriagos de las tertulias. Le he
visto piropear a las inexistentes dulcineas que
su imaginación recrea, y emocionarse al aca-
riciar los lomos de un libro, reírse al confundir
la cafetera del café con la Nao san Sebastián
el Cano... Me ha sorprendido comprobar qué
lleva tatuado entre los pelos del pecho un texto
que reza: “Gracias que escribo vivo”... Se le
demuda la cara ante las mujeres bellas y se
le nublan los ojos emocionado cuando algún
lector le llama ángel de la escritura. En su día
me aconsejó: Siempre que te pidan dinero a
cambio de conocimiento, acéptalo. Es un gus-
to escucharle o leerle cuándo se sincera y se
pronuncia, cuándo desvela su opinión sobre la
historia y las historias, cuando se adentra en
los gestos y en las gestas de gente a la que
traté, y nos documenta sobre ellas. Es un gus-
to leerle documentando las matemáticas que
corren por las venas de los protagonistas de
sus novelas, la física moderna o antigua de los
lugares en los que se desarrollan los asuntos
que trata y se mueven sus personajes, es un
placer entrar la trama que nos invita a leer,
cómo es un gozo sintiéndonos participes de
las aventuras y desventuras de los protago-
nistas, que leyendo acaba uno identificándo-
se con ellos. Es uno de los logros fantásticos
que consigue Alberto escribiendo, que el lector
crea estar viviendo la historia que lee.
JOSÉ BÁRCENA
Verbo Azul
64
Libros recibidos
Fermín Fernández Belloso es un hombre que busca, un poe-
ta que indaga, que desnuda la propia naturaleza del alma para darse
así, sin máscaras, sin disfraces. Así este libro, “La piel del licán-
tropo” (Sial Pigmalión 2018), en el que nuestro poeta se desprende
de cualquier resto que pueda enturbiar esa comunión absoluta que
anhela, que necesita.
LA PIEL DEL LICÁNTROPO.
PIGMALIÓN Poesía
La palabra de Fermín brota limpia, sin condicionantes, desde una mirada introspectiva
que ilumina y desvela los rincones. “Todo sucumbe/ con cierta exactitud en el pronóstico” porque
el poeta no ha dejado nada al azar, a la intemperie. Dividido en cuatro partes, cada una de ellas
precedida por un poema prólogo, y una elegía final, La piel del licántropo se nos muestra como
corolario, como radiografía certera del hombre, de un hombre que se intuye paradigma de todos
los hombres, de todos los abrazos. Como escribe su prologuista, María Vilalta, “asombra este
lobo estepario que se mezcla con la urbe para irse de sí mismo. Se confunde entre los suyos
para ser el hombre universal”, para desvelar los sueños y el instante.
El libro nace de una búsqueda constante, de un viaje interior en el que lo verdadera-
mente importante no es la meta sino el camino, el equipaje, cada una de esas piezas de las que
el poeta se va desprendiendo para encontrar su verdadera esencia, su irrenunciable manera de
enfrentarse al mundo. “Ahora ya no temo descubrir/ que habito en una piel/ que no me perte-
nece” – escribe, y a partir de esta luz, de esta premisa, levanta todo su edificio poético, toda la
consumación de su mirada.
Es este un poemario eminentemente honesto, un libro que va más allá de todos los
olvidos. El poeta se mira cara a cara, se reconoce, se busca, se interroga; y sabe de la luz, de los
silencios, del peso de la piel y de las lágrimas. Consciente del valor de la palabra exacta, Fermín
Fernández es dueño de un vocabulario amplísimo que derrama con sabiduría medida y exquisi-
ta. La palabra que duele, que arrebata, la que cumple su oficio en el poema. Palabra sed, cobijo
y asidero. “Hay palabras hermosas” – escribe – que nunca significan”. (…) “No podré soportar un
nuevo eclipse”.
Escrito en un cuidadísimo verso blanco, La piel del Licántropo muestra un catálogo de
emociones, un caleidoscopio íntimo que nace de la introspección y a ella regresa. A través de
sus páginas asistimos a la confirmación de un poeta que sorprende por la hondura de su voz, por
lo absolutamente vital de su palabra. Si toda su anterior producción poética no lo demostrara con
creces, bastaría este título para situar a Fermín Fernández Belloso en un lugar preeminente en
el panorama literario nacional.
ANA GARRIDO
Verbo Azul
65
Vida y creación incluidas
Una luz encendida al fondo de una caverna. ¿Es eso la poe-
sía? Ana Garrido contestaría un sí de fulgor, un sí de abrazo. Digo
esto porque este 2018 ha aparecido Acaso el espejismo, la entrega
que mereció el prestigioso Flor de Jara de 2017, un libro que hace de
la palabra luz para lo oscuro, proclama salvadora, rastro de sanación.
También ligadura y frontera de lo íntimo con el espeso desafío de lo
ACASO EL ESPEJISMO.
Ana Garrido Padilla. Poesía, Colección de la Diputación
de Cáceres. Premio Flor de Jara 2017.
necesario. Sabíamos de su gusto por la pureza versal, del cristal de su vocabulario, pero en esta
ocasión añade la configuración de un mundo alzado con precisión, de un discurso que ampara
la dualidad, de una concepción dialéctica del existir. El individuo frente a los otros, El oficio de la
luz –léase la palabra–, enfrentado a las sombras que lo circundan. Bien para el ahogo, bien para
la exigencia y el destello.
El yo poético, fortísimo de nuestra autora, viene parapetado, disimulado, tras el escudo
gramatical de un nosotros, de una voz plural, que salvo breves ilustraciones, domina el libro. Por-
que la voz del poeta, la voz auténtica del poeta concierne a todos. La de Ana Garrido es la voz
de una poeta que, a lo Emily Dickinson, se siente transformada, salvada y libre, por el momento
exacto de escribir, por el instante preciso en que una emoción adquiere forma. Ella, que mira el
mundo a través del ojo de una cerradura, sabe que los auténticos poetas no pueden sentir nada
distinto a lo que ella siente. (El tiempo es imperfecto… la escritura es el ascua… el temblor y la
idea…) Sabe nuestra autora que la poesía es el hueco con alas salvador frente al magma de
lo cotidiano. Y que es en esa desazón de lo posible ante lo dado donde el poeta encuentra su
motivo.
Acaso el espejismo es un libro bello desde su arranque, por la ambición con que ha sido
concebido. Jakobson decía que los poetas, escriban del tema que escriban solamente escriben
de poesía. Y es el caso. Ana Garrido cierra el libro con un excelente poema llave, que explica
todo el discurso, toda la potencia que la poesía almacena. Tras la contemplación asombrada
del mundo, tras la aceptación o negación de sus ofertas, tras los hallazgos y las pérdidas, los
llantos y las celebraciones, la poeta descubre –mejor constata– que el viaje ha sido alrededor de
sí misma. Y que en ella se ha producido el órfico anhelo de las transformaciones. Ella es el can-
sancio de Münchhaussen, ella la mujer del desierto de Yangshun, ella la elegida por el desvali-
miento. Poeta, como es, enamorada del verso que subyuga, levanta en esta ocasión un universo
comprensible, el del reto de la palabra como herramienta –y la poesía como solución– frente al
desaliento de las cosas, frente a la desesperanza de los actos. La palabra es el nuevo fuego que
los dioses han entregado a los hombres. Bastaría leer este libro de Ana Garrido para entenderlo.
Su lectura es recorrer el temblor ante lo ineludible (Elegimos la sangre para volver al
sueño,/ la máscara del barro para la trasparencia.) Detenerse en sus poemas es reconocerse
una iconografía del desconcierto, de la fragilidad, de la memoria inútil, sensaciones que la poeta
reelabora con la sutil maestría que caracteriza su decir. Y todo teñido por un sentimiento de sole-
dad compartida con la Naturaleza, a la que se invoca e implica. Y todo trenzado por la urdimbre
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de la melancolía. (Para encender la noche/ basta un poco de nieve/ una calle mojada.) El lector
avisado se deja llevar por el ambiente de confidencialidad que recorre los 41 poemas intitulados
que conforman el libro. No es Ana Garrido, bien lo sabemos sus habituales, poeta de discurso
explícito, sino de sugerencia que araña. Conviene dejarse llevar.
El libro viene dividido en dos secciones – “De la luz y sus mascaras” y “La piedad de la
nieve”, precedidas por un poema prólogo (La escritura es el riesgo, dice en él), y uno epilogal
que abrocha todo el relato (Demorarse en la nieve/ a solas con la luz.// Llegar a las palabras y ser
otra,/ la otra, la que escribe, cierra con rotundidad). Es libro culmen en la historia editorial de la
poeta Ana Garrido, que sin negar su hacer anterior, lo trasciende, lo cohesiona. Porque todo se
articula, con enorme potencia, alrededor un soterrado diálogo entre la poesía y el mundo, entre
la poeta y el hecho de vivir, dicho de otro modo, entre la inconsistencia de la mirada y la emoción
por un lado y la rotundidad de lo impuesto por el otro. Fragilidades y muros, territorios de parado-
jas y contradicciones donde solo la palabra puede subsistir y hacernos subsistir. ¿Son otros los
campos del poeta? Porque acaso todo sea un espejismo –vida y creación incluidas– o una luz
débil entre sombras, nos son imprescindibles los testigos, los poetas: Ana Garrido.
FRANCISCO CARO
Verbo Azul
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El buen amor cantado a boca entera
Desde el florecimiento de los primeros frutos iluminadores de
la literatura erótica, y más concretamente los de la poesía, hasta aquí,
mucha luz ha cantado y mucha sombra en la producción lírica de to-
das las edades. Muchos son los poemas escritos, con distinta fortuna,
muy distinto nivel, desde Aristófanes hasta Davina Pazos. Pero no
tantos con parecida autenticidad, tanta vibración poética, persecución
TEMPESTADES.
Davina Pazos
Lastura (Colección Alcalima de Poesía, 2018)
de la belleza, inundación de lumbre desatada, sensualidad sin tasa, tanto atrevimiento oferente,
ardor tan sin espera, atrevimiento que seduce y conmueve, como en estos cuarenta y dos poe-
mas agrupados que nuestra poeta nos regala en su último libro, Tempestades.
Estos poemas son la manifestación de la mismísima belleza que, a través de la pala-
bra, consiguen engendrar un sentimiento como planteamiento estético, unas palpitaciones muy
profundas que invitan al placer figurado y no tanto al amor físico en exclusividad. Y todo ello,
salvando cualquier asomo pornográfico ya tan pregonado. En todo este despliegue de la actitud
poética que aquí se tematiza, Davina construye una propuesta iluminadora, ciertamente elegante
que obedece y define algunos sentimientos que se adelantan a cualquier actividad sexual. La
poeta ha izado estos poemas muy cuidadosamente, en un sentido ascendente de la iluminación,
con una voluntad enorme de exquisitez y de elegancia, proponiendo en casi todos ellos un esta-
do de excitación que brota del impulso idílico de la incitación, pero sobre todo de la insinuación,
dejando ver todo lo que sucede o va a suceder en manos de la imaginación del lector:
A la furia insufrible de la vida
en el ansia astillada de la carne
oliendo a atroces
deseos de beber y de verterse
como el vino más blanco. (pág. 12)
Pocas veces se verá crecer, como se observa aquí, la siembra seminal que va en tumulto
de dos cuerpos gozándose, vitales y atrevidos como dioses, sin culpa de la carne, bebiéndose
hasta el punto de «entregarse a morir/ a tragos cortos». Lo imaginario poético, los hallazgos más
fértiles cobrados a la imaginación poética de Davina Pazos, actúan y se muestran en estos poe-
mas con toda suerte de palpitaciones emotivas, como si el lenguaje, al cumplirse, fuera herida
sangrante que doliera:
Más que la muerte, más
que la vida, el dolor
y más que la locura,
más arriba del canto. (pág. 14)
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De todo este encendimiento pasional, de este gozo poético crujiente de huesos y ape-
tencia, de esta mordedura de bocas que se encuentran en el umbral de un beso que no quiere
acabar, surge un acoplamiento de los contendientes hacia los albos esplendores del deseo, pero
cortado a «tajos», a exigencias urgidas de un balance arrollador que se iguala a cualquier ren-
dición del impulso amoroso más arrebatado: «y saltas a mi cuello como un muerto,/ con hambre
de la vida que me queda». Todo es un don aquí de la función poética, porque quizá este sea,
pudiera ser el último temblor, el impulso final que acerque a los amantes, en una visión grandiosa
e infinita de la eternidad, a esta consoladora invitación: «que te yergas de orgullo de morirte/ si
te causo la muerte con mis besos».
Es aquí en este libro demasiado profunda y conmovedora la hendidura y la sed de habi-
tar tan encima o debajo, en común compañía, tan esencia del otro, tan parte de la herida de vivir
como uno en lo uno:
Así, salvajemente,
con sal en grano sobre herida abierta,
lacrimosa, telúrica
quiero vivir. (pág. 22)
En este itinerario de astillada avaricia sin sutura, de exploración entera, eufórica del ham-
bre y el bocado insistente más gustoso, el personaje (ella) del que tira Davina hacia una luz que
se depura única y virginal frente al poema, vemos inocultables escenas derivadas de un esque-
matismo retórico metafórico de elevación altísima, como sucede en el poema «Pájaro negro»,
que sustancian sin ambigüedades, sin disimulos ni caparazones, momentos de excelsa plenitud,
de vivencias corpóreas que rebasan cualquier límite de lo racional. Así, como si nada, como si
sólo fuese un flechamiento más, enloquecido: «Ata al pájaro/y desplúmalo,/ róele las patas,/
sumérgelo en el pozo de tu boca,/ que pida auxilio,/ pájaro negro,/ (…) arrástralo al tifón,/ límale
el pico/ con el haz de muelas/ y cuando esté afilado,/ cuando esté como pico que se llora,/ para
que ya no sufra,/ para que tenga un canto que comer,/ ofrécele tus ojos y que grazne/ el cuervo».
La madurez poética de Davina Pazos, ya más que descubierta y constatada en sus dos
anteriores entregas, Voces y Cadáver para un libro, redobla aquí una marcha oíble en las alturas
que reclama y merece una voz de colosal pureza, pujante y poderosa como pocas, tan hija de
sí misma, iluminada de esplendores poéticos personalísimos que ya nadie discute. Antes bien al
contrario, pone de acuerdo a todos sus lectores. En ella, cuando escribe, no atardece, aunque
la noche cierre sus estancias, venga ya en chaparrón como sonante oscuridad, «mojada de tor-
menta». Disfruta así la luz, como cuerpos en ansia, «al sol, de dos amantes…», la plenísima luz
de un mediodía sin sombras ni declinantes rayos, que mermen el quehacer si se detienen «tus
ojos en los míos,/ desmayados mis labios en la forma/ que creces de quererme».
Davina vive en poeta, se viste de poeta cada mañana y no hay avance crepuscular
posible e imposible que pueda ensombrecerla: toda ella es como un resplandor inmutable de
altas luces diurnas, que no van de camino hacia el ocaso. Y así, como incorrupta, apretándose
al brillo, al sol de las palabras de sus versos acabadísimos, entregada a la mitificación poética
que produce, ya por sí misma, un clímax bien acomodado de sutiles ajustes expresivos de estos
dos cuerpos de exquisito celo, tan disueltos en uno, va la poeta poniéndonos la carne de gallina
con su canto auroral, como de alondra que viniese a cantar rabiosa -y tan hermosamente- como
si el suyo fuese el último reclamo plenario y virginal que se debía al amor, al buen amor cantado
a boca entera.
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Es preciso avanzar hasta acabar la lectura de este deleitoso libro, pero yendo con Davi-
na Pazos como arrebatados, seducidos de llamas deslumbrantes, de emotividad sobrada, bien
armados de ritmos que dan al verso aire y elevación, saltando con las ganas más altas de ir
bañándose de sorpresa en sorpresa discursiva. Llegar así a la estable y codiciada bocanada de
fascinación, a la magia final de esta argumentación poética, debida a la ponderación intelectual
de nuestra poeta, al último jadeo compartido de estas Tempestades, donde culminan, cesan
en redondeo dichoso, los seísmos carnales de los cuerpos, ya apegada la vida de los amantes
a «las líquidas orgías de los cuerpos», ya como despidiéndose: «amansada en ti/ me duerma
como un pájaro», tal vez así queriendo hasta vivir, hasta seguir viviendo por querer, y querer
para siempre:
En ti como un puñado
de tierra sobre un muerto. (pág. 61)
MANUEL CORTIJO
Verbo Azul