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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Segunda Parte
Alonso Fernández de Avellaneda
PRÓLOGO
Como casi es comedia toda la historia de don Quijote de la Mancha, no puede ni debe ir sin prólogo; y así, sale al
principio desta segunda parte de sus hazañas éste, menos cacareado y agresor de sus lectores que el que a su
primera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra, y más humilde que el que segundó en sus Novelas, más satíricas
que ejemplares, si bien no poco ingeniosas. No le parecerán a él lo son las razones desta historia, que se prosigue con
la autoridad que él la comenzó y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron; y digo mano, pues confiesa
de sí que tiene sola una; y hablando tanto de todos, hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto
mozo en bríos, tiene más lengua que manos. Pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda
parte, pues no podrá, por lo menos, dejar de confesar tenemos ambos un fin, que es desterrar la perniciosa lición de
los vanos libros de caballerías, tan ordinaria en gente rústica y ociosa; si bien en los medios diferenciamos, pues él
tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras y la
nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con
estupendas e innumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un
ministro del Santo Oficio se debe esperar.
No sólo he tomado por medio entremesar la presente comedia con las simplicidades de Sancho Panza, huyendo de
ofender a nadie ni de hacer ostentación de sinónimos voluntarios, si bien supiera hacer lo segundo y mal lo primero.
Sólo digo que nadie se espante de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una
historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores de Angélica y de sus sucesos? Las Arcadias,
diferentes las han escrito; la Diana no es toda de una mano. Y, pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el
castillo de San Cervantes, y por los años tan mal contentadizo, que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de
amigos, que cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campanudos, había de ahijarlos como él dice al Preste
Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que
tomara su nombre en la boca, con permitir tantos vayan los suyos en los principios de los libros del autor de quien
murmura; ¡y plegue a Dios aun deje, ahora que se ha acogido a la iglesia y sagrado! Conténtese con su Galatea y
comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas: no nos canse.
Santo Tomás, en la 2, 2, q. 36, enseña que la envidia es tristeza del bien y aumento ajeno, doctrina que la tomó de san
Juan Damasceno. A este vicio da por hijos san Gregorio, en el libr. 31, capít. 31, de la exposición moral que hizo a la
historia del santo Job, al odio, susurración, detracción del prójimo, gozo de sus pesares y pesar de sus buenas dicha; y
bien se llama este pecado invidia a non videndo, quiainvidus non potestvidere bona aliorum; efectos todos tan
infernales como su causa, tan contrarios a los de la caridad cristiana, de quien dijo san Pablo, I Corintios, 13:
Charitaspatiensest, benigna est, non aemulatur, non agitperperam, non inflatur, non estambitiosa... congaudetveritati,
etc. Pero disculpan los hierros de su primera parte, en esta materia, el haberse escrito entre los de una cárcel; y así,
no pudo dejar de salir tiznada dellos, ni salir menos que quejosa, mormuradora, impaciente y colérica, cual lo están los
encarcelados. En algo diferencia esta parte de la primera suya, porque tengo opuesto humor también al suyo; y en
materia de opiniones en cosas de historia, y tan auténtica como ésta, cada cual puede echar por donde le pareciere; y
más dando para ello tan dilatado campo la cáfila de los papeles que para componerla he leído, que son tantos como
los que he dejado de leer.
No me murmure nadie de que se permitan impresiones de semejantes libros, pues éste no enseña a ser deshonesto,
sino a no ser loco; y, permitiéndose tantas Celestinas, que ya andan madre y hija por las plazas, bien se puede
permitir por los campos un don Quijote y un Sancho Panza, a quienes jamás se les conoció vicio, antes bien, buenos
deseos de desagraviar huérfanas y deshacer tuertos, etc.
De Pero Fernández
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Segunda Parte
Miguel de Cervantes Saavedra
PRÓLOGO AL LECTOR
¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre, o quier plebeyo, este
prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo de
aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad que no te he dar
este contento; que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha
de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no
me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya. Lo que no he
podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber
detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la
más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas
no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que
saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es
esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme
hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que
el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y
al de desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento,
el cual suele mejorarse con los años.
He sentido también que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me describa qué cosa sea la invidia;
que, en realidad de verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada;
y, siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura
ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo: que del
tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa. Pero, en efecto, le agradezco a
este señor autor el decir que mis novelas son más satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo
pudieran ser si no tuvieran de todo.
Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los términos de mi
modestia, sabiendo que no se ha añadir aflición al afligido, y que la que debe de tener este señor sin duda
es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su
patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si, por ventura, llegares a conocerle, dile de
mi parte que no me tengo por agraviado: que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las
mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro, con que
gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama; y, para confirmación desto, quiero que en tu
buen donaire y gracia le cuentes este cuento:
«Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y fue que
hizo un cañuto de caña puntiagudo en el fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra
parte, con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el
cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le
daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que siempre eran muchos:
''¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?''»
¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?
Y si este cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, éste, que también es de loco y de perro:
«Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de losa de
mármol, o un canto no muy liviano, y, en topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo
dejaba caer sobre él el peso. Amohinábase el perro, y, dando ladridos y aullidos, no paraba en tres calles.
Sucedió, pues, que, entre los perros que descargó la carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien
quería mucho su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y sintiólo su
amo, asió de una vara de medir, y salió al loco y no le dejó hueso sano; y cada palo que le daba decía:
''Perro ladrón, ¿a mi podenco? ¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?'' Y, repitiéndole el nombre de
podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco y retiróse, y en más de un
mes no salió a la plaza; al cabo del cual tiempo, volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde
estaba el perro, y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía:
''Este es podenco: ¡guarda!'' En efeto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques,
decía que eran podencos; y así, no soltó más el canto.»
Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador: que no se atreverá a soltar más la presa de su
ingenio en libros que, en siendo malos, son más duros que las peñas.
Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia con su libro, no se me da
un ardite, que, acomodándome al entremés famoso de La Perendenga, le respondo que me viva el Veinte
y cuatro, mi señor, y Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y liberalidad, bien
conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie, y vívame la suma caridad del
ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya emprentas en el mundo, y
siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de Mingo Revulgo. Estos dos
príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a
su cargo el hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la
fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La honra puédela tener el pobre, pero no
el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dé
alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de
los altos y nobles espíritus, y, por el consiguiente, favorecida.
Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que consideres que esta segunda parte de
Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella
te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle
nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta también que un hombre honrado haya dado noticia
destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas, aunque sean
buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo. Olvídaseme de decirte
que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea.
CAPÍTULO LIX
(Segunda parte, 1615)
Miguel de Cervantes Saavedra
Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede tener por aventura, que le sucedió a
don Quijote.
Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del descomedimiento de los toros, socorrió una
fuente clara y limpia que entre una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin
jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se sentaron. Acudió Sancho a la
repostería de su alforjas, y dellas sacó de lo que él solía llamar condumio; enjuagóse la boca, lavóse don
Quijote el rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados. No comía don Quijote,
de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los manjares que delante tenía, de puro comedido, y
esperaba a que su señor hiciese la salva; pero, viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se acordaba de
llevar el pan a la boca, no abrió la suya, y, atropellando por todo género de crianza, comenzó a embaular
en el estómago el pan y queso que se le ofrecía.
-Come, Sancho amigo -dijo don Quijote-, sustenta la vida, que más que a mí te importa, y déjame morir a
mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú
para morir comiendo; y, porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en historias,
famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al
cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me
he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta
consideración me embota los dientes, entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en
todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre: muerte la más cruel de las
muertes.
-Desa manera -dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa- no aprobará vuestra merced aquel refrán que
dicen: "muera Marta, y muera harta". Yo, a lo menos, no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer
como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere; yo tiraré mi
vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor
locura que la que toca en querer desesperarse como vuestra merced, y créame, y después de comido,
échese a dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando despierte se halla
algo más aliviado.
Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho más eran de filósofo que de mentecato, y
díjole:
-Si tú, ¡oh Sancho!, quisieses hacer por mí lo que yo ahora te diré, serían mis alivios más ciertos y mis
pesadumbres no tan grandes; y es que, mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, tú te desviases un
poco lejos de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te dieses trecientos o
cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y tantos que te has de dar por el desencanto de
Dulcinea; que es lástima no pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido y
negligencia.
-Hay mucho que decir en eso -dijo Sancho-. Durmamos, por ahora, entrambos, y después, Dios dijo lo
que será. Sepa vuestra merced que esto de azotarse un hombre a sangre fría es cosa recia, y más si caen los
azotes sobre un cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea, que, cuando
menos se cate, me verá hecho una criba, de azotes; y hasta la muerte, todo es vida; quiero decir que aún yo
la tengo, junto con el deseo de cumplir con lo que he prometido.
Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse a dormir entrambos, dejando a
su albedrío y sin orden alguna pacer del abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos
continuos compañeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron a subir y a seguir
su camino, dándose priesa para llegar a una venta que, al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que
era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos.
Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada. Fueles respondido que sí, con toda la
comodidad y regalo que pudiera hallar en Zaragoza. Apeáronse y recogió Sancho su repostería en un
aposento, de quien el huésped le dio la llave; llevó las bestias a la caballeriza, echóles sus piensos, salió a
ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo, le mandaba, dando particulares gracias al cielo
de que a su amo no le hubiese parecido castillo aquella venta.
Llegóse la hora del cenar; recogiéronse a su estancia; preguntó Sancho al huésped que qué tenía para
darles de cenar. A lo que el huésped respondió que su boca sería medida; y así, que pidiese lo que quisiese:
que de las pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar estaba proveída aquella
venta.
-No es menester tanto -respondió Sancho-, que con un par de pollos que nos asen tendremos lo
suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo no soy tragantón en demasía.
Respondióle el huésped que no tenía pollos, porque los milanos los tenían asolados.
-Pues mande el señor huésped -dijo Sancho- asar una polla que sea tierna.
-¿Polla? ¡Mi padre! -respondió el huésped-. En verdad en verdad que envié ayer a la ciudad a vender más
de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida vuestra merced lo que quisiere.
-Desa manera -dijo Sancho-, no faltará ternera o cabrito.
-En casa, por ahora -respondió el huésped-, no lo hay, porque se ha acabado; pero la semana que viene lo
habrá de sobra.
-¡Medrados estamos con eso! -respondió Sancho-. Yo pondré que se vienen a resumirse todas estas faltas
en las sobras que debe de haber de tocino y huevos.
-¡Por Dios -respondió el huésped-, que es gentil relente el que mi huésped tiene!, pues hele dicho que ni
tengo pollas ni gallinas, y ¿quiere que tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y déjese de
pedir gallinas.
-Resolvámonos, cuerpo de mí -dijo Sancho-, y dígame finalmente lo que tiene, y déjese de discurrimientos,
señor huésped.
Dijo el ventero:
-Lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos de ternera, o dos manos de
ternera que parecen uñas de vaca; están cocidas con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora
están diciendo: ''¡Coméme! ¡Coméme!''
-Por mías las marco desde aquí -dijo Sancho-; y nadie las toque, que yo las pagaré mejor que otro, porque
para mí ninguna otra cosa pudiera esperar de más gusto, y no se me daría nada que fuesen manos, como
fuesen uñas.
-Nadie las tocará -dijo el ventero-, porque otros huéspedes que tengo, de puro principales, traen consigo
cocinero, despensero y repostería.
-Si por principales va -dijo Sancho-, ninguno más que mi amo; pero el oficio que él trae no permite
despensas ni botillerías: ahí nos tendemos en mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos.
Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar adelante en responderle; que
ya le había preguntado qué oficio o qué ejercicio era el de su amo.
Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote, trujo el huésped la olla, así como
estaba, y sentóse a cenar muy de propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote
estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:
-Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que trae la cena leamos otro capítulo de la
segunda parte de Don Quijote de la Mancha.
Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto escuchó lo que dél trataban,
y oyó que el tal don Jerónimo referido respondió:
-¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates? Y el que hubiere leído la
primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta
segunda.
-Con todo eso -dijo el don Juan-, será bien leerla, pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa
buena. Lo que a mí en éste más desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del
Toboso.
Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:
-Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del
Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea
del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su
profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna.
-¿Quién es el que nos responde? -respondieron del otro aposento.
-¿Quién ha de ser -respondió Sancho- sino el mismo don Quijote de la Mancha, que hará bueno cuanto ha
dicho, y aun cuanto dijere?; que al buen pagador no le duelen prendas.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo
parecían, y uno dellos echando los brazos al cuello de don Quijote, le dijo:
-Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra
presencia: sin duda, vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante
caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas,
como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego.
Y, poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le tomó don Quijote, y, sin responder
palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco se le volvió, diciendo:
-En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es
algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin
artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más
principal de la historia; porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari
Gutiérrez, y no llama tal, sino Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer
que yerra en todas las demás de la historia.
A esto dijo Sancho:
-¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama
a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez! Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me
ha mudado el nombre.
-Por lo que he oído hablar, amigo -dijo don Jerónimo-, sin duda debéis de ser Sancho Panza, el escudero
del señor don Quijote.
-Sí soy -respondió Sancho-, y me precio dello.
-Pues a fe -dijo el caballero- que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se
muestra: píntaos comedor, y simple, y no nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de
la historia de vuestro amo se describe.
-Dios se lo perdone -dijo Sancho-. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de mí, porque quien las sabe las
tañe, y bien se está San Pedro en Roma.
Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar con ellos, que bien sabían que en
aquella venta no había cosas pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido,
condecenció con su demanda y cenó con ellos; quedóse Sancho con la olla con mero mixto imperio;
sentóse en cabecera de mesa, y con él el ventero, que no menos que Sancho estaba de sus manos y de sus
uñas aficionado.
En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía de la señora Dulcinea del
Toboso: si se había casado, si estaba parida o preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba -
guardando su honestidad y buen decoro- de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo que
él respondió:
-Dulcinea se está entera, y mis pensamientos, más firmes que nunca; las correspondencias, en su sequedad
antigua; su hermosura, en la de una soez labradora transformada.
Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea, y lo que le había sucedido en
la cueva de Montesinos, con la orden que el sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de
los azotes de Sancho.
Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a don Quijote los estraños sucesos
de su historia, y así quedaron admirados de sus disparates como del elegante modo con que los contaba.
Aquí le tenían por discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse qué grado le
darían entre la discreción y la locura.
Acabó de cenar Sancho, y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a la estancia de su amo; y, en entrando,
dijo:
-Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen quiere que no comamos
buenas migas juntos; yo querría que, ya que me llama comilón, como vuesas mercedes dicen, no me
llamase también borracho.
-Sí llama -dijo don Jerónimo-, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé que son malsonantes las
razones, y además, mentirosas, según yo echo de ver en la fisonomía del buen Sancho que está presente.
-Créanme vuesas mercedes -dijo Sancho- que el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros
que los que andan en aquella que compuso CideHameteBenengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente,
discreto y enamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.
-Yo así lo creo -dijo don Juan-; y si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de
las cosas del gran don Quijote, si no fuese CideHamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro
que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.
-Retráteme el que quisiere -dijo don Quijote-, pero no me maltrate; que muchas veces suele caerse la
paciencia cuando la cargan de injurias.
-Ninguna -dijo don Juan- se le puede hacer al señor don Quijote de quien él no se pueda vengar, si no la
repara en el escudo de su paciencia, que, a mi parecer, es fuerte y grande.
En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y, aunque don Juan quisiera que don Quijote
leyera más del libro, por ver lo que discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por
leído y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había
tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le había leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los
pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba determinado su
viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justas del arnés, que en aquella ciudad suelen hacerse
todos los años. Díjole don Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien se
quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención, pobre de letras, pobrísima de libreas,
aunque rica de simplicidades.
-Por el mismo caso -respondió don Quijote-, no pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a la plaza del
mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote
que él dice.
-Hará muy bien -dijo don Jerónimo-; y otras justas hay en Barcelona, donde podrá el señor don Quijote
mostrar su valor.
-Así lo pienso hacer -dijo don Quijote-; y vuesas mercedes me den licencia, pues ya es hora para irme al
lecho, y me tengan y pongan en el número de sus mayores amigos y servidores.
-Y a mí también -dijo Sancho-: quizá seré bueno para algo.
Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento, dejando a don Juan y a don
Jerónimo admirados de ver la mezcla que había hecho de su discreción y de su locura; y verdaderamente
creyeron que éstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés.
Madrugó don Quijote, y, dando golpes al tabique del otro aposento, se despidió de sus huéspedes. Pagó
Sancho al ventero magníficamente, y aconsejóle que alabase menos la provisión de su venta, o la tuviese
más proveída.

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El ingenioso hidalgo don quijote de la mancha prólogos

  • 1. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Segunda Parte Alonso Fernández de Avellaneda PRÓLOGO Como casi es comedia toda la historia de don Quijote de la Mancha, no puede ni debe ir sin prólogo; y así, sale al principio desta segunda parte de sus hazañas éste, menos cacareado y agresor de sus lectores que el que a su primera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra, y más humilde que el que segundó en sus Novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas. No le parecerán a él lo son las razones desta historia, que se prosigue con la autoridad que él la comenzó y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron; y digo mano, pues confiesa de sí que tiene sola una; y hablando tanto de todos, hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos. Pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte, pues no podrá, por lo menos, dejar de confesar tenemos ambos un fin, que es desterrar la perniciosa lición de los vanos libros de caballerías, tan ordinaria en gente rústica y ociosa; si bien en los medios diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar. No sólo he tomado por medio entremesar la presente comedia con las simplicidades de Sancho Panza, huyendo de ofender a nadie ni de hacer ostentación de sinónimos voluntarios, si bien supiera hacer lo segundo y mal lo primero. Sólo digo que nadie se espante de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores de Angélica y de sus sucesos? Las Arcadias, diferentes las han escrito; la Diana no es toda de una mano. Y, pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes, y por los años tan mal contentadizo, que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos, que cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campanudos, había de ahijarlos como él dice al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos vayan los suyos en los principios de los libros del autor de quien murmura; ¡y plegue a Dios aun deje, ahora que se ha acogido a la iglesia y sagrado! Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas: no nos canse. Santo Tomás, en la 2, 2, q. 36, enseña que la envidia es tristeza del bien y aumento ajeno, doctrina que la tomó de san Juan Damasceno. A este vicio da por hijos san Gregorio, en el libr. 31, capít. 31, de la exposición moral que hizo a la historia del santo Job, al odio, susurración, detracción del prójimo, gozo de sus pesares y pesar de sus buenas dicha; y bien se llama este pecado invidia a non videndo, quiainvidus non potestvidere bona aliorum; efectos todos tan infernales como su causa, tan contrarios a los de la caridad cristiana, de quien dijo san Pablo, I Corintios, 13: Charitaspatiensest, benigna est, non aemulatur, non agitperperam, non inflatur, non estambitiosa... congaudetveritati, etc. Pero disculpan los hierros de su primera parte, en esta materia, el haberse escrito entre los de una cárcel; y así, no pudo dejar de salir tiznada dellos, ni salir menos que quejosa, mormuradora, impaciente y colérica, cual lo están los encarcelados. En algo diferencia esta parte de la primera suya, porque tengo opuesto humor también al suyo; y en materia de opiniones en cosas de historia, y tan auténtica como ésta, cada cual puede echar por donde le pareciere; y más dando para ello tan dilatado campo la cáfila de los papeles que para componerla he leído, que son tantos como los que he dejado de leer. No me murmure nadie de que se permitan impresiones de semejantes libros, pues éste no enseña a ser deshonesto, sino a no ser loco; y, permitiéndose tantas Celestinas, que ya andan madre y hija por las plazas, bien se puede
  • 2. permitir por los campos un don Quijote y un Sancho Panza, a quienes jamás se les conoció vicio, antes bien, buenos deseos de desagraviar huérfanas y deshacer tuertos, etc. De Pero Fernández El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Segunda Parte Miguel de Cervantes Saavedra PRÓLOGO AL LECTOR ¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre, o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad que no te he dar este contento; que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años. He sentido también que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me describa qué cosa sea la invidia; que, en realidad de verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada; y, siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo: que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa. Pero, en efecto, le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo. Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los términos de mi modestia, sabiendo que no se ha añadir aflición al afligido, y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si, por ventura, llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado: que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama; y, para confirmación desto, quiero que en tu buen donaire y gracia le cuentes este cuento: «Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el
  • 3. cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que siempre eran muchos: ''¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?''» ¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro? Y si este cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, éste, que también es de loco y de perro: «Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de losa de mármol, o un canto no muy liviano, y, en topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo dejaba caer sobre él el peso. Amohinábase el perro, y, dando ladridos y aullidos, no paraba en tres calles. Sucedió, pues, que, entre los perros que descargó la carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y sintiólo su amo, asió de una vara de medir, y salió al loco y no le dejó hueso sano; y cada palo que le daba decía: ''Perro ladrón, ¿a mi podenco? ¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?'' Y, repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco y retiróse, y en más de un mes no salió a la plaza; al cabo del cual tiempo, volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro, y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía: ''Este es podenco: ¡guarda!'' En efeto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran podencos; y así, no soltó más el canto.» Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador: que no se atreverá a soltar más la presa de su ingenio en libros que, en siendo malos, son más duros que las peñas. Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia con su libro, no se me da un ardite, que, acomodándome al entremés famoso de La Perendenga, le respondo que me viva el Veinte y cuatro, mi señor, y Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie, y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya emprentas en el mundo, y siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el consiguiente, favorecida. Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo. Olvídaseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea.
  • 4. CAPÍTULO LIX (Segunda parte, 1615) Miguel de Cervantes Saavedra Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede tener por aventura, que le sucedió a don Quijote. Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del descomedimiento de los toros, socorrió una fuente clara y limpia que entre una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se sentaron. Acudió Sancho a la repostería de su alforjas, y dellas sacó de lo que él solía llamar condumio; enjuagóse la boca, lavóse don Quijote el rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados. No comía don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor hiciese la salva; pero, viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya, y, atropellando por todo género de crianza, comenzó a embaular en el estómago el pan y queso que se le ofrecía. -Come, Sancho amigo -dijo don Quijote-, sustenta la vida, que más que a mí te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir comiendo; y, porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre: muerte la más cruel de las muertes. -Desa manera -dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa- no aprobará vuestra merced aquel refrán que dicen: "muera Marta, y muera harta". Yo, a lo menos, no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere; yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer desesperarse como vuestra merced, y créame, y después de comido, échese a dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando despierte se halla algo más aliviado. Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho más eran de filósofo que de mentecato, y díjole: -Si tú, ¡oh Sancho!, quisieses hacer por mí lo que yo ahora te diré, serían mis alivios más ciertos y mis pesadumbres no tan grandes; y es que, mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, tú te desviases un poco lejos de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te dieses trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea; que es lástima no pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido y negligencia. -Hay mucho que decir en eso -dijo Sancho-. Durmamos, por ahora, entrambos, y después, Dios dijo lo
  • 5. que será. Sepa vuestra merced que esto de azotarse un hombre a sangre fría es cosa recia, y más si caen los azotes sobre un cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea, que, cuando menos se cate, me verá hecho una criba, de azotes; y hasta la muerte, todo es vida; quiero decir que aún yo la tengo, junto con el deseo de cumplir con lo que he prometido. Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse a dormir entrambos, dejando a su albedrío y sin orden alguna pacer del abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos compañeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron a subir y a seguir su camino, dándose priesa para llegar a una venta que, al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos. Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada. Fueles respondido que sí, con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en Zaragoza. Apeáronse y recogió Sancho su repostería en un aposento, de quien el huésped le dio la llave; llevó las bestias a la caballeriza, echóles sus piensos, salió a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo, le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le hubiese parecido castillo aquella venta. Llegóse la hora del cenar; recogiéronse a su estancia; preguntó Sancho al huésped que qué tenía para darles de cenar. A lo que el huésped respondió que su boca sería medida; y así, que pidiese lo que quisiese: que de las pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar estaba proveída aquella venta. -No es menester tanto -respondió Sancho-, que con un par de pollos que nos asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo no soy tragantón en demasía. Respondióle el huésped que no tenía pollos, porque los milanos los tenían asolados. -Pues mande el señor huésped -dijo Sancho- asar una polla que sea tierna. -¿Polla? ¡Mi padre! -respondió el huésped-. En verdad en verdad que envié ayer a la ciudad a vender más de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida vuestra merced lo que quisiere. -Desa manera -dijo Sancho-, no faltará ternera o cabrito. -En casa, por ahora -respondió el huésped-, no lo hay, porque se ha acabado; pero la semana que viene lo habrá de sobra. -¡Medrados estamos con eso! -respondió Sancho-. Yo pondré que se vienen a resumirse todas estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino y huevos. -¡Por Dios -respondió el huésped-, que es gentil relente el que mi huésped tiene!, pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, y ¿quiere que tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y déjese de pedir gallinas. -Resolvámonos, cuerpo de mí -dijo Sancho-, y dígame finalmente lo que tiene, y déjese de discurrimientos, señor huésped.
  • 6. Dijo el ventero: -Lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos de ternera, o dos manos de ternera que parecen uñas de vaca; están cocidas con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora están diciendo: ''¡Coméme! ¡Coméme!'' -Por mías las marco desde aquí -dijo Sancho-; y nadie las toque, que yo las pagaré mejor que otro, porque para mí ninguna otra cosa pudiera esperar de más gusto, y no se me daría nada que fuesen manos, como fuesen uñas. -Nadie las tocará -dijo el ventero-, porque otros huéspedes que tengo, de puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería. -Si por principales va -dijo Sancho-, ninguno más que mi amo; pero el oficio que él trae no permite despensas ni botillerías: ahí nos tendemos en mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos. Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar adelante en responderle; que ya le había preguntado qué oficio o qué ejercicio era el de su amo. Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote, trujo el huésped la olla, así como estaba, y sentóse a cenar muy de propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote: -Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que trae la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha. Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido respondió: -¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates? Y el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda. -Con todo eso -dijo el don Juan-, será bien leerla, pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso. Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo: -Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna. -¿Quién es el que nos responde? -respondieron del otro aposento.
  • 7. -¿Quién ha de ser -respondió Sancho- sino el mismo don Quijote de la Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere?; que al buen pagador no le duelen prendas. Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos echando los brazos al cuello de don Quijote, le dijo: -Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego. Y, poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le tomó don Quijote, y, sin responder palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco se le volvió, diciendo: -En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia. A esto dijo Sancho: -¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez! Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado el nombre. -Por lo que he oído hablar, amigo -dijo don Jerónimo-, sin duda debéis de ser Sancho Panza, el escudero del señor don Quijote. -Sí soy -respondió Sancho-, y me precio dello. -Pues a fe -dijo el caballero- que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor, y simple, y no nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia de vuestro amo se describe. -Dios se lo perdone -dijo Sancho-. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma. Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar con ellos, que bien sabían que en aquella venta no había cosas pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido, condecenció con su demanda y cenó con ellos; quedóse Sancho con la olla con mero mixto imperio; sentóse en cabecera de mesa, y con él el ventero, que no menos que Sancho estaba de sus manos y de sus uñas aficionado.
  • 8. En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía de la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si estaba parida o preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba - guardando su honestidad y buen decoro- de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo que él respondió: -Dulcinea se está entera, y mis pensamientos, más firmes que nunca; las correspondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soez labradora transformada. Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea, y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que el sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes de Sancho. Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a don Quijote los estraños sucesos de su historia, y así quedaron admirados de sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían por discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse qué grado le darían entre la discreción y la locura. Acabó de cenar Sancho, y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a la estancia de su amo; y, en entrando, dijo: -Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen quiere que no comamos buenas migas juntos; yo querría que, ya que me llama comilón, como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho. -Sí llama -dijo don Jerónimo-, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé que son malsonantes las razones, y además, mentirosas, según yo echo de ver en la fisonomía del buen Sancho que está presente. -Créanme vuesas mercedes -dijo Sancho- que el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso CideHameteBenengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho. -Yo así lo creo -dijo don Juan-; y si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese CideHamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles. -Retráteme el que quisiere -dijo don Quijote-, pero no me maltrate; que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias. -Ninguna -dijo don Juan- se le puede hacer al señor don Quijote de quien él no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que, a mi parecer, es fuerte y grande. En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y, aunque don Juan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo que discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le había leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba determinado su
  • 9. viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justas del arnés, que en aquella ciudad suelen hacerse todos los años. Díjole don Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien se quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención, pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades. -Por el mismo caso -respondió don Quijote-, no pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice. -Hará muy bien -dijo don Jerónimo-; y otras justas hay en Barcelona, donde podrá el señor don Quijote mostrar su valor. -Así lo pienso hacer -dijo don Quijote-; y vuesas mercedes me den licencia, pues ya es hora para irme al lecho, y me tengan y pongan en el número de sus mayores amigos y servidores. -Y a mí también -dijo Sancho-: quizá seré bueno para algo. Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento, dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que había hecho de su discreción y de su locura; y verdaderamente creyeron que éstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés. Madrugó don Quijote, y, dando golpes al tabique del otro aposento, se despidió de sus huéspedes. Pagó Sancho al ventero magníficamente, y aconsejóle que alabase menos la provisión de su venta, o la tuviese más proveída.