1. Camino a la Mamita de los Remedios
Licán es un lugar apacible, y diríamos que en días particulares, es un paraje
solitario sentado sobre una colina verde en la parte derecha del distrito de
Pulán.
¿Por qué ir a Licán?
Si hablamos de un viaje de excursión y con fines aventureros no tendría ningún
sentido, ni ese algo que atrae y llama la atención de cualquier paseante; pero si
se trata de besar el manto de la Virgen de los Remedios, el 21 de cada
noviembre, cualquier buen católico tiene que embarcarse en una travesía que
cuesta muchísimo esfuerzo y que sólo los piadosísimos se atreven.
“Si vas a ver a la Virgen de los Remedios tienes que ir a pie, si no que caso
tiene” nos dice una señora que tendrá unos 60 años, y que junto a sus dos
pequeños nietos, comienza su peregrinación desde nuestra ciudad a eso de las
cuatro de la mañana. Todavía es oscuro. Aquí todos los años, cuando apenas
llega el 21 de noviembre, las gentes comienzan a abandonar la ciudad; los
estudiantes, si el 21 es día de clases, no les importa las clases, ellos van a
Licán; los profesores también… todos van.
Desde nuestra ciudad, cuesta dos horas y media de caminata para ver el
manto azul con bordes de color plata de la Virgen de los Remedios, cuesta
andar el difícil camino que cruza los caseríos de Santa Lucía y Limac y cuesta
adelantar los despertadores, porque salimos a las cuatro y media.
La mañana está cerca, el grupo con el que pactamos visitar Licán, termina de
unirse en la segunda cuadra de la Av. Cajamarca. Salimos y lo que protagoniza
en esos momentos es el chillido de los zapatos que avanzan lentamente por la
carretera, también el ruido pesado de las moto-taxis que llevan hasta cierta
distancia a los peregrinos que decidieron ahorrar energías.
Por las conversaciones que se escucha, ya adelante, ya atrás, o cerca de
nosotros, nos enteramos de que esta fiesta en honor a la Virgen de los
Remedios viene desde tiempos remotos, de cuando las tierras de esta parte de
la región pertenecían a un hacendado, de apellido Burgos, eso es lo que
escuchamos entre la confusión de historias que se cuentan mientras la aurora
se anuncia.
“Cuando era pequeño, recuerdo que la gente llenaba los caminos hacia Licán.
Grupos de 30, 50 personas pasaban en sus briosas mulas. Desde el 20 se veía
pasar a las caravanas por los inmemoriales caminos de Chacay, mi madre
decía, van a rezarle a la Virgen de Licán, es muy milagrosa... y sí que lo era. A
mi me picó el mosquito de la uta aquí en la parte posterior de mi brazo,
empezaba a pudrirse mis carnes… y tuvimos que ir con mi madre a rezarle a la
virgen... prendimos diez velas y santo remedio” habla a unos metros más
adelante un señor que en lo oscuro se ve una sombra gorda; parece que lleva
sombrero. La voz suave y apagada se pierde entre los pasos atropellados de
un grupo grande de jóvenes que dando trancos largos nos cruzan gritando.
La luz auroral intenta ganar la penumbra. Nosotros hacemos un alto para
esperar a los del grupo que quedaron atrás. Somos ocho que llegaremos y
prenderemos una vela, veremos a la Virgen, escucharemos misa, pediremos
un milagro. “Y es que así somos los católicos, nos convertimos casi en
confidentes de algún Santo, le rogamos y parece que ellos nos escucharan,
saben de nuestros sufrimientos, por eso es que acudimos a ellos; no ves que
son nuestros Taititos o nuestras Mamitas que le lloran a Diosito para que nos
2. de la prosperidad. Cada católico tiene un Santo, yo por ejemplo a la Virgen de
Licán; le tengo mucha devoción y eso viene desde mis abuelos”.
El camino es angosto y pesado pero aún así pisando las duras piedras
avanzamos, y como el día ya está con nosotros, podemos ver las lejanas
casas, la mayoría con techos de teja, nos impresionamos con el verdor de las
chacras y los pequeños bosques de donde salen fuertes los silbidos de los
buenos pájaros. La mañana es totalmente dulce, hay un olor a tierra fértil que
se mezcla con la frescura del rocío, en nuestros rostros se pega un airecito
suave y nos olvidamos por hoy de la ciudad y sus calles rotas.
Hemos caminado más de una hora y media, el sol es totalmente nuestro.
Cruzamos el puente que está sobre el río Huayo que no tiene mucho caudal, el
murmullo de sus aguas limpias nos alienta para comenzar el ascenso de
aproximadamente una hora de esfuerzo; y al fin veamos Licán.
Son poco más de las seis, nosotros pasamos a formar parte de todo el grupo
humano que está escalando la enorme pendiente. El caminito que nos lleva a
la cima se pierde entre las mil vueltas, la gente y escarpado.
Los que nos ven desde el otro lado del río, se figurarán que los que avanzamos
aquí somos un tren, una oruga o un grupo de hormiguitas camino al cielo; igual
pensamos nosotros de los que estuvieron hace un rato aquí.
Hemos consumido innumerables vueltas, el principio de este sendero se ve
lejos y el fin está mucho más arriba de lo que alcanza a ver nuestros ojos. El
empinado atajo se hace cada vez interminable, el cansancio se apodera de
nosotros, paramos, recobramos las fuerzas y otra vez nos vemos vulnerados
por el furor de la cuesta, los rayos de sol empiezan a quemarnos. Luchamos
para no quedarnos rezagados, damos un paso y otro paso “¿y el faique?
¿estará cerca? ¿estará lejos?”; gran parte del grupo nos ha dejado.
Subimos con cautela, una señora nos dice que el faique ya está cerca; el faique
es el árbol que está al final de este camino.
Ya no vemos a ningún compañero; seguramente ellos ya están viendo a la
Virgen de los Remedios y a esa gran cantidad de gente que reza, están
prendiendo una vela y soltando su deseo, “como dijo mi madre”. Aquí, luego de
toda clase de esfuerzos, alguien de los tres que quedamos se detiene, y hasta
que por fin el faique, el cementerio, el campito de fútbol, las pocas casas, la
iglesia, la Virgen de los Remedios, las velas llorando; el milagro.