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enero 2016 nº 2 (invierno)
Destacamos en este
número:
*Viajeros ilustrados en
el Burgos del s. XVIII
*Carpeta artística de
Fernando Renes
*Cómic de Eloy Luna
El valor de cambio aparece en principio como una relación de cantidad, en la que
los valores de uso se intercambian los unos con los otros. En esta relación, representan
una misma cantidad de uso. Así, un volumen de Propercio y 8 onzas de tabaco pueden
tener el mismo valor de cambio, a pesar de la diferencia de valores de uso del tabaco y
de la elegía. Como valor de cambio, un valor de uso vale como otro si son cambiados en
proporciones exactas. El valor de cambio de un palacio puede expresarse en un cierto
número de cajas de betún. Los fabricantes de betún londinenses han expresado el valor
de cambio de sus múltiples cajas de betún en sus palacios. Así, pese a su carácter
particular, y sin atender a la naturaleza específica de la necesidad a la cual sirven de valor
de cambio, las mercancías, consideradas en ciertas cantidades, son iguales unas a otras,
se reemplazan mutuamente en el intercambio, aparecen como equivalentes y presentan,
pues, no obstante su aspecto abigarrado, una común unidad.
K. Marx
¡Más madera!
G. Marx
Agradecemos a Myriam de Miguel que nos haya proporcionado las imágenes de sus pinturas,
merced a lo cual hemos podido iluminar el presente número.
Catálogo de exposiciones y concursos en los que ha participado la pintora:
http://www.laventanadelarte.es/exposiciones/sala-de-exposiciones-del-arco-de-santa-
maria/burgos/myriam-de-miguel
Cul ura es un empeño de: Fernando Ortega, Fernando Arnaiz, José Mª Izarra, Alfonso Hernando, Jesús
Borro, Jesús Pérez, Luis Carlos Blanco y Félix J. Alonso, entre otros.
©de los textos (faltas de ortografía incluidas), ilustraciones y fotos, los respectivos autores.
©del logo, grafismo y maquetación: el maquetista.
Contacto: culdbura@gmail.com
Página3
Sumario
Viajeros ilustrados en el Burgos del siglo XVIII, Leonardo Romero Tobar................. Pág. 5
Diario de un hombre de barro, Carlos de la Sierra..................................................... 11
Nuestra ciudad / Hombrelobo, Montserrat Díaz Miguel............................................... 13
Historia increíble, pero…, Luis Carlos Blanco Izquierdo............................................... 17
El forastero que vino a casarse, Félix J. Alonso Camarero .......................................... 21
Isósceles, Jorge Saiz Mingo ................................................................................... 25
Viernes Santo, Sonia Martínez ............................................................................... 31
Historia de la fama imperecedera, Alfonso Hernando................................................. 37
¡Bulevar es robar!, Lino Varela Cervino ................................................................... 41
Carpeta de Fernando Renes, Esther Rojo Hernández ................................................. 45
Me han llamado a existir durante un rato, Antolín Iglesias Páramo .............................. 51
Seré tu sombra, Luis C. Montenegro ....................................................................... 53
Horizonte, Carmen Martínez Alonso ........................................................................ 55
Cuando se oculte el sol recogeré, Merche Rodrigo..................................................... 57
Meditación, Soledad Medina .................................................................................. 59
El Relojerico, Rocío de Juan Romero ....................................................................... 61
Cetmen C, Jesús Borro Fernández .......................................................................... 63
¡Que yo no me llamo Claustro!, José María Izarra ..................................................... 67
El regalo, Pedro Olaya .......................................................................................... 69
Teófilo, amigo de la infancia, Eloy Luna................................................................... 71
Página4
Página5
VIAJEROS ILUSTRADOS EN EL BURGOS
DEL SIGLO XVIII
La ciudad que, desde los orígenes de la imprenta, había sido uno de los focos de
producción impresa importante, tanto en cantidad como en calidad, experimentó un
retroceso llamativo en el siglo XVIII por la reducida actividad de muy pocos talleres
tipográficos que imprimieron un centenar de obras en el curso de la centuria. Los
escritores burgaleses notorios de este tiempo ejercieron su actividad fuera de la ciudad;
por ejemplo, el P. Enrique Flórez elaborando su España Sagrada en distintos lugares de
la Península y Gaspar Zavala y Zamora escribiendo para el teatro de la Corte.
Precisamente la vida teatral sufrió también una penosa detención al procederse en 1755
a la demolición del teatro público. De forma que lo que en el siglo XVIII estaba siendo el
tiempo de las iniciativas ilustradas sobre progreso y la actividad cultural, la de Burgos
había descendido llamativamente en relación a lo que había sido durante los siglos
anteriores y sólo se mantenía en pie el conjunto de monumentos religiosos y civiles que la
decadencia local no había demolido.
Las valoraciones estéticas de estos monumentos fueron los efectos más
percutientes en las consideraciones que distintos viajeros ilustrados registraron en sus
impresiones, además de, claro está, las páginas que redactaron los viajeros interesados
en la descripción técnica de edificios, documentos históricos o reconstrucciones del pasado
histórico. En contraposición con esta tendencia de atonía cultural, el siglo XIX volvería a
vivir el auge de las imprentas y la creatividad literaria como han mostrado Luisa Cuesta,
Justo García Morales, Martínez Añíbarro y Ortega Barriuso en sus respectivos trabajos
sintéticos de la historia editorial y literaria de Burgos.
Enrique Flórez resumió abundante información sobre iglesias, monumentos y
documentación de valor histórico en su obra monumental y Antonio Ponz en su Viaje de
España dedicó casi todas las cartas de un tomo de su obra a la descripción de muchos de
estos lugares, sin olvidar el lamento por el aire de decadencia que observa en el mal
estado en el que se conservaban cuando él los visitó:
El castillo no pudo dejar de ser de los más inaccesibles y
fuertes, y habiéndose conservado casi hasta nuestros días daba
a la ciudad una cierta majestad de que ya está privada; gran
Página6
desgracia que se experimenta en todas nuestras provincias,
cuyas eminencias se veían hermoseadas a cada paso de estos
suntuosos edificios, que no podían menos de dar al reino
notable majestad y mucho placer a los que transitaban por él.
Todo esto se abandonó, se destruyó y se acabó, y si algo queda
se acabará presto sin ninguna esperanza de reedificación para
en adelante1
.
Isidro Bosarte compendiaba sus noticias en el tomo 1º (1804) de su Viaje
artístico a varios pueblos de España2
en una reiteración de las penosas impresiones
que habían registrado los viajeros que le habían precedido. Pero el tono cambiará con el
cambio de perspectiva estética que introdujo la sensibilidad emocional hacia los paisajes y
lugares “sublimes” que se extendería a finales del siglo XVIII y que, para la ciudad
burgalesa y sus proximidades geográficas, aplicarían los románticos del siglo XIX.
Habrían de ser los viajeros del siglo XIX los que innovarían en la descripción de los
espacios, bien en el dibujo de lugares impresionantes —como Richard Ford ayudado por
Mariano José de Larra en su visión del desfiladero de Pancorbo3—, bien en la emoción del
pasado histórico revivido en los viejos monumentos —Théophile Gautier, Richard Clifford
y otros— que proyectarían un romanticismo intenso al contemplar las tierras de la
provincia o los relieves arquitectónicos de la capital.
Pero volviendo al siglo XVIII, podemos recordar cómo en obras de ficción la ciudad
es presentada simplemente como un nudo más de las aventuras picarescas de Gil Blas
de Santillana cuando, después de salir de la cárcel, fue recibido en Burgos por doña
Mencía para vivir allí otra aventura en la que están ausentes los reflejos del paisaje y los
edificios (caps. XIII a XV de la traducción efectuada por “un español celoso”, es decir el P.
Isla, en 1715). Y con análoga indiferencia para los escenarios urbanos un ilustrado
español de primera fila —José Cadalso— reconstruirá en un avance pre-noventayochista,
lo que era el panorama humano y social de la vieja ciudad castellana. Es sabido que el
regimiento de José Cadalso pasó por Burgos en 1764 como él mismo lo anotó en la
“Noticia de las leguas que he andado por vía recta” de sus anotaciones autobiográficas.
Esta experiencia o las de algún otro viaje Cadalso las debió de tener muy presentes al
escribir sus Cartas Marruecas en las que caracteriza el modo de ser de los “castellanos”
que conservan el viejo carácter español de gentes orgullosas y honradas (carta 26), y así
lo refleja Nuño al hablar de la amiga de su hermana que vivía en Burgos (carta 35) o el
caso de sus abuelos, vinculados a Burgos porque se habían conocido en un sarao
celebrado en la ciudad (carta 11), y vuelve a subrayarlo al estimar que “las provincias del
1
.- Antonio Ponz, Viaje de España…, 1788, vol. 12, p.20.
2
.- “La situación de Burgos es tan amena que parece dictada por los poetas, devotos siempre de los conquistadores.
Porque los godos, a quienes no debía ser incómodo el rigor del clima de Burgos, hicieron en su eminente cerro una
fortaleza que debiese custodiar las llanuras de las vegas; y los hombres de imaginación, atraídos por la feracidad de la
tierra, de la prontitud con que en ella se crían los árboles y de la confluencia de las aguas, fueron haciendo Burgos bajo
la tutela de las montañas, como si buscasen la comunicación del estómago con la cabeza” (*Viaje artístico…*, 1804, p.
238).
3
.- Leonardo Romero Tobar, “Larra ante el paisaje sublime”, AA. VV., Letras de la España contemporánea-
Homenaje a José Luis Varela, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995, pp. 297-307.
Página7
interior de España, por su poco comercio, malos caminos y ninguna diversión (…)
producen hoy unos hombres compuestos por los mismos vicios y virtudes que sus quintos
abuelos” (carta 21).
Ahora bien, serían los viajeros poseídos por aquel deseo del vagabundeo
cosmopolita, como definió Friedrich Wolfzettel su interpretación de los viajeros franceses
decimonónicos, los que dejarían en sus anotaciones una percepción más aguda y personal
de su visión de la ciudad de Burgos. Leandro Fernández de Moratín, favorecido con una
prestamera sobre el arzobispado de Burgos, debió de atravesar la urbe en el curso de su
viaje a Francia de 1787 del que da cuenta en sus cuadernos de viaje y en cartas a
Jovellanos del mismo año aunque no disponemos de las impresiones que esta visita pudo
depararle. Por el contrario, un viajero procedente de las islas Canarias —José Viera y
Clavijo— escribía en su “Diario” cómo su grupo de viajeros encaminados a Francia había
salido de Lerma el día treinta de junio de 1777 para llegar a la ciudad, en la que
permanecieron un solo día, y de la que ofrece estas impresiones:
Llegamos a Burgos a las once y media no siendo muy
ventajosa la casa de nuestro alojamiento. Es ciudad grande, de
arquitectura gótica y anticuada con malas calles y algunas
buenas fuentes. Su catedral es de las más bellas de España.
Hay 14 parroquias y muchos conventos de frailes y monjas, con
algunos hospitales. Cuando los señores viajeros fueron a ver la
metropolitana, en el coche del arzobispo D. José Rodríguez de
Arellano (quien los había cumplimentado) se tocó el órgano y la
música de la capilla entonó un villancico. Después de haber
registrado todo lo más notable del Templo, sacristía, claustro,
aula capitular etc., fuimos unos al colegio llamado de Saldaña,
para educación de niñas, y otros en coche al real convento de
las Sras. Huelgas (sic).
El viajero ilustrado que integró la mejor información factual y sus impresiones fue,
sin lugar a dudas, Gaspar Melchor de Jovellanos que estuvo en Burgos en dos ocasiones
de las que deja constancia detallada en sus imprescindibles Diarios. Su primera
permanencia en Burgos se verificó entre el miércoles 22 y el jueves 25 de abril de 1795.
Jovellanos anotaba cómo en el amanecer de su primer día en Burgos “aún duran las
nubes y el tiempo frío” para pasar inmediatamente a la visita a la catedral, de la que su
primer comentario está referido a la modificación neoclásica que había sufrido su portada
en años recientes: “A la catedral, grande, magnífica, renovada, una portada antigua con
otra muy bella moderna pero que, por lo mismo, desdice”. Desde su buen conocimiento de
los pintores y la arquitectura juzga negativamente la media naranja levantada en el
siglo XVI sobre el crucero al par que valora y discute autorías de algunas pinturas de
las capillas discutiendo las opiniones de Ponz, para pasar, sin transición alguna, a contar
sus visitas a personas 4
y conventos de la ciudad, visitas en las que no podían faltar, la
4
.- Acerca de las obligaciones de los obligados encuentros de sociedad escribe al final del jueves: “Semejantes
martirios de la razón y el gusto deberían desaparecer cuanto antes de la sociedad urbana. ¡Viva el retiro y la lisura
aldeana! A casa, cenar y a la cama”.
Página8
Cartuja, las Huelgas, el Hospital Real donde se conservaban algunos cartularios
medievales. Sobre su salida de Burgos el día 25 escribe que la “mañana (era) parda”.
Síntesis de las impresiones y valoración jovellanista de la ciudad son los versos
que leemos en su “Epístola a Poncio” (escrita también el año del viaje de 1795):
Llegué a Burgos ¡Oh Corte derrotada!1
Ya vuelve a ser ciudad. Planta, edifica,
limpia, proyecta, pero ¿instruye? Nada.
Aún la pereza allá se santifica
y la ignorancia se regala (…).
Su segunda estancia burgalesa fue mucho menos grata para él ya que corresponde
a su traslado como detenido político desde Gijón hasta Barcelona camino de Mallorca
donde sería recluido en la cartuja de Bellver. En este penoso recorrido llegó a Burgos el
día 31 de marzo de 1801 de donde partió al día siguiente. Al entrar en la ciudad por el
camino de Valladolid le llama la atención el feraz arbolado que la rodea y el nuevo paseo
extramuros que sería conocido como el Paseo del Espolón:
Al fin, los grandes plantíos de chopos de la vega de
Burgos que la cubren y cruzan en varios sentidos y son
muchos y magníficos. Muy plantado también el camino en las
cercanías de la ciudad. El castillo la domina majestuosamente
colocado sobre el cerro y parece bastante conservado.
Entramos por la noche a la posada de la Vega, que es
magnífica. (… Al día siguiente… se dirigieron) al puente, al
nuevo paseo, que es magnífico, adornado con cuatro bellas
estatuas de las de Palacio; asientos, respaldos de fierro,
ánditos para la gente de a pie; todo lo cual, con los bellos
edificios que hay a la parte de la ciudad, le hace agradable y
majestuosa. Niebla espesa, fría y húmeda5
.
Paseo del Espolón, acuarela de Telmo Hernández, 1802, Museo de Burgos
5
.- “Diarios”, en Obras vol. 86, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1956, pp. 41-46 y 255-258.
Página9
Jovellanos sintetizó las que fueron impresiones de los viajeros ilustrados en su
interés por los documentos conservados, en su atención técnica y artística a los edificios
históricos y a la abundante riqueza botánica de las cercanías de la ciudad, una información
a la que se solapa las poco agradables sensaciones térmicas del clima, el mal estado de
algunos monumentos y la decadencia cultural que también habían señalado otros
visitantes de la ciudad y que se podían fijar en la caída de la producción editorial o la
interrupción de las actividades teatrales. Tendrían que venir otros tiempos para que se
modificaran estas circunstancias y para que los nuevos viajeros percibieran otras
impresiones de la vieja cabeza de Castilla.
Leonardo Romero Tobar
Complacencia
Página10
Inconformismo. El triunfo de los matices absorbe cierto nivel de esperanza frente al negro más absoluto
Esperanza absurda. Descubrir la propia imagen ante el espejismo
Página11
Diario de un hombre de barro
Hemos logrado darnos una apariencia física bastante humana (puede ser un error),
utilizando el barro pegado a nuestros cuerpos. Ahora distingo con facilidad a mujeres y
hombres; todos hemos perdido los restos de ropa que portábamos y somos esculturas
desnudas que poseemos el don de caminar. Las articulaciones están húmedas y nos
movemos con perfecta libertad. Es curioso, pero hasta aquí nos han seguido las taras
físicas que padecimos en vida. Veo a cojos, mancos, cheposos, leporinos, encorvados,
deformes, demediados, retorcidos, incompletos, siameses, abortos… Por suerte (creo) no
distingo a los asesinos, dictadores, militares, ladinos, perros rabiosos, fascistas, nazis,
sacerdotes, monjas, frailes, jesuitas, fariseos, hipócritas, mercenarios, falsarios,
inquisidores, guardianes de la sabiduría, fanáticos, beatos bautizados, talibán, infalibles,
papas, cardenales, economistas liberales, globalizadores, artistas con plumas de colores,
creadores con plumas de carroñeros, generales, banqueros, políticos errantes, políticos
errabundos, políticos vagabundos, políticos ensoberbecidos, más fascistas (especie
bigotito, camisa vieja y corbata de diseño); puedo llenar un libro mencionado sólo su
maloliente catadura humana. Supongo que todos ellos estarán aquí, y dudo que sean
distintos a como fueron… ¡Pero no puedo evitarlos! Imagino que, además, estaré rodeado
de los mejores entre todos aquellos que fueron (mujeres y hombres) los hermosos
vencidos, los desarrapados, las víctimas, los vulgares, los comunes, las putas, los
ladrones, los ajusticiados, los pobres, los odiados, los olvidados; aquellos que siempre
quedaban aplastados por los terremotos, ahogados por las avalanchas de barro, asfixiados
bajo toneladas de basura, hundidos en los mares, abrasados en los desiertos, arrasados
por las necesidades de los países ricos, condenados al hambre, la enfermedad, las
guerras, la muerte, el fracaso, la miseria desde las salas enmoquetadas del Fondo
Monetario Internacional, desde las mesas de ébano del Banco Mundial. Ahora, ¿todos
juntos?)
El suelo que pisamos ya no es barro; una fina capa de arena cubre la soledad que
nos acoge.
Carlos de la Sierra
Página12
Forma corporal del viento
Página13
Nuestra ciudad / hombrelobo*
*(Para ser leído en luna llena)
No exagero ni miento cuando afirmo que en Burgos está enterrado un
HOMBRELOBO.
Según se entra en el cementerio, en la calle principal, a mano izquierda, caminando
apenas unos pasos, se puede leer una inscripción en lo alto de una pared vertical. Claro
que en ella no pone “aquí está enterrado un HOMBRELOBO”, allí está escrito el nombre del
que lo representó, su nombre propio, el que le pusieron al nacer para que formara parte
de la sociedad. Me refiero aquí a él con gran respeto, ya que fue su voluntad personal ser
enterrado en Burgos. Y algo tuvo que amar a la ciudad si quiso que así fuera, algo hubo
de importarle en ella. Dejemos, no obstante, descansar sus huesos en la tranquilidad de la
tierra.
Trascendió esta personalidad primeramente, hasta convertirse en un actor de cine
de fama universal. El cine es la escenificación del cuento, la narración de la historia, la
explicación del misterio… Por ello los actores se elevan por encima de la simple condición
humana, se hacen mundialmente famosos, traspasando las fronteras. Y este hombre
consiguió su puesto entre los grandes actores del cine clásico. Pero permitamos,
asimismo, que el actor moreno de grandes ojos negros siga mostrando su rostro serio y
sereno en las pantallas de todo el mundo.
Ambos nombres están escritos en esa pared vertical del cementerio.
Volvió a trascender su personalidad una tercera vez, ya que, en muchas ocasiones,
encarnó al mito del HOMBRELOBO. Y lo hizo tantas veces, que su mirada triste tuvo, por
fuerza, que rozar su alma.
Al contrario que los hombres, los mitos no mueren. Se renuevan, se hacen
perennes. Hechos de arena o espuma, permanecen vagando eternamente por la tierra,
alrededor nuestro.
No ha de haber sido difícil para ese lobo dar el salto desde el cementerio hasta el
cerro que se eleva en sus inmediaciones. Sólo un salto de animal para superar la
carretera, y ya encontrarse en la gran explanada semisalvaje que domina, por un lado, a
la ciudad; por el otro al cementerio y al campo abierto.
Página14
Si en esos montecillos no se hace extraña la figura solitaria de un hombre paseando
en soledad, tampoco habrá de serlo la silueta de un Lobo, ni tampoco la de su unión, el
HOMBRELOBO; si un hombre puede caminar embebido en sus pensamientos, también
podrá desarrollar los suyos el mito; si éste puede vagar con la carga de sus pesares, lo
podrá hacer de igual forma si se piensa un lobo.
En la noche, sorberá el aire por todos los costados del cerro abierto, o recorrerá
inquieto los infinitos vericuetos que se internan en los pinares sombríos, con su suelo
cubierto de agujas, aullando confusamente junto al viento, a la par, en un dúo
sobrecogedor.
Cuando llueve pueden verse unas huellas extrañas impresas en el barro de algún
camino. No quiere infundir miedo; sólo desea asombrar a los buscadores de fábulas.
Sueño o delirio, el HOMBRELOBO recorre la explanada las noches de luna llena; y, si no
hay luna, la recorre igualmente; tampoco le importa si es de día, o si, en el atardecer,
agazapado en un extremo de la planicie, desea contemplar quietamente la puesta de sol.
No tiene barreras, ni metas, ni cadenas. Es nuestra expresión libre y salvaje. Es como
nosotros. Somos nosotros, además de algo extraño que puede que nos haga mejores.
Tendido en la hierba silvestre de la llanura, dejará descansar la inmortal cabeza,
mostrará sus dientes agudos, cerrará los enrojecidos ojos. Se empapará con el agua del
rocío. Quizás se aleje alguna vez hacia las sierras; quizás baje a la ciudad, paseando su
esencia pura de animal, cauto y curioso, sin deseo de compañía, y cuya sombra
monstruosa puede sobrecoger a los insomnes. Quizás, de vez en cuando, se acerque al
tranquilo y solitario cementerio, salpicado de pequeños cipreses, para, cuando esté
bañada por la luz de la luna, lamer la tumba del hombre que lo amó.
Luego regresará al cerro. En él tiene su hogar ese HOMBRELOBO que llegó a
Burgos de la mano de un actor. Él lo trajo, él nos lo entregó, sencillamente porque,
cuando sintió próxima la muerte, quiso que lo enterraran en Burgos.
Tras intentar seguir las huellas por las arboledas del castillo de ese imaginario
HOMBRELOBO, debo expresar mi gratitud y admiración hacia Jacinto Molina, Paul Naschy,
nombre con el que se hizo actor. Sin él no hubieran sido posibles estas ensoñaciones.
Burgos Noviembre 2015
Montserrat Díaz Miguel
Página15
Alucinación verídica
Página16
Vínculos. Guarda el barro el calor del sol, y los ojos el calor humano
Opuestos inseparables
Página17
historia increible, pero…
...tan cierta para el hombre que la gozó o
padeció —según la interpretación de su
lectura— como veraz es que al
protagonista no le quedó resuello para
contarla. Su corazón dejó de latir.
El hombre murió sin hablar, así
que pondré fe en la ciencia y en mi propia
ingenuidad-ficticia, o al revés, según me
convenga en cada línea y párrafo, para
narrar lo ocurrido.
El hombre se dijo, después de
asombrarse por la luminosidad de artificio
que anunciaba el solsticio de invierno,
que era el momento idóneo para hacer un
chantaje emocional a la humanidad;
procurar, por así decirlo, alivio para sus
muchas hambres atrasadas y sentir,
mientras restaurase su cuerpo, un poco
de calor aunque éste fuese desprendido
por una estufa eléctrica, ya que ésta
concede la caloría más parecida al calor
humano, aunque la factura de aquella sea
feroz e inhumana.
La aldaba de la puerta elegida le
pareció de mucho peso, de bronce
macizo, como si la hubiesen puesto,
intencionadamente, con el fin de romper
la voluntad de llamar.
El hombre pensó que siendo así
el aldabón, si la proporcionalidad se
ajustaba a la lógica, los dueños tendrían
una conciencia susceptible a la emoción y
lo admitirían para invitarlo a su mesa.
El hombre se embargó en la
aventura y el esfuerzo que le suponía
tañer un aldabonazo, único, pues las
escasas energías disponibles en su alma y
cuerpo le impidieron repetir la llamada.
La espera resultó corta: cinco
minutos de cierto anhelo incierto. La
puerta se abrió con lentitud y alguna
queja oxidada de sus goznes.
—¿Qué desea? —pregunto la voz
de una singular especie de mayordomo.
Y lo juzgo raro por la toba que
bruñía el atavío del sirviente, ya que por
la misma vestimenta era de suponer que
el caserón que gobernaba, tal personaje,
tenía podridas las entrañas estructurales,
como si éstas se hundieran poco a poco,
igual que se vislumbraba, en el cuello
negruzco de su camisa, el lodo económico
de sus dueños.
El albedrío caritativo está por
ver, debió pensar el hombre, ya que sus
dos únicas palabras, disminuidas por la
impresión de lo visto, se acogieron a lo
imprevisto:
—Tengo hambre.
El mayordomo franqueó el paso
al hombre y, abriendo una puerta
aledaña, le ofreció pasar a un amplio
recinto. Después cerró la puerta y se fue,
no sin antes decirle, con voz apática, que
esperase mientras anunciaba su
Página18
presencia y la necesidad de comer que
traía.
Aquel espacio, aposento de
todos los fríos y saturado de penumbra,
parecía ser el taller de un pintor, a juzgar
por las emanaciones que surgían de
aguarrás y pinturas.
El hombre logró adaptarse a la
luz, distribuida ésta por rayos celestes
que se introducían a través de pequeñas
ventanas, tupidas éstas, en parte, por
cuartillos atorados; esto debido a la
herrumbre de sus charnelas.
La escasa luminosidad parecía
dispuesta con el propósito de descollar
los lienzos. Éstos semejaban descolgarse,
agotados por el paso de los tiempos, tal
si pretendiesen huir de las gruesas
arañas que se intuían, ocultas, entre los
recovecos de sus simétricas y bellas
urdimbres.
No hay mayor estímulo para las
hambres que ponerles los alimentos al
alcance de la vista, tras vidrieras
impenetrables, sin posibilidad de tener
acceso a catarlos.
Y las hambres de aquel hombre,
además de muchos años tenían ojos. Una
mirada que, suspendida sobre aquellos
bodegones plasmados en las telas,
extraído el fulgor de los mismos por la
estrategia lumínica, puso en el cerebro
del hombre una certeza: la planitud de la
pintura tomaba relieve ante él. La carne
de aquella olla —ésta hirviendo sobre la
trébede que posaba sus patas entre la
viveza de las ascuas— era una carne que
bien admitiría una dentellada.
Los motivos de otros bodegones:
frutas, vinos..., y las palmatorias que
tenían sus velas encendidas para lucir los
lomos de las hogazas y relumbrar la hoja
del cuchillo, turbaron la mente del
hombre.
No obstante el hombre logró
contener sus impulsos; el poso de su
razón le hizo creer que el mayordomo no
tardaría mucho en traerle las sobras de
una mesa bien surtida; incluso, se dijo,
que también le traería una vasija con
agua potable.
El hombre sosegó su espera;
aunque su esperanza se difuminase por el
tiempo, y tomara, para guarecerse, los
telones que cubrían otros cuadros y
morrallas.
A falta de reloj y calendario, y
menos poder observar a la luna para
medir el tiempo, el hombre comprobó
que las noches dentro del estudio de
pintura eran muy largas, y que por la
estrechez de las celosías ya habían
transcurrido tres amaneceres.
El mayordomo seguía sin
aparecer, siquiera con un mendrugo. Y
los alimentos que se plasmaban en
aquellos lienzos parecían guisados con
esmero y sanas especias. El hombre
acercó sus manos al calor de las ascuas
que, de veraz aspecto en la pintura,
lograron poner calor en las yemas de
unos dedos que apenas se sentían entre
sí.
Ante tal sensación calórica el
hombre adquirió una nueva razón: los
sabañones de sus dedos se despertaron y
exigieron ser restregados mutuamente.
Tal estímulo despertó en el hombre otra
idea.
Se puso a buscar entre los útiles
de pintor y halló las espátulas que antaño
deslizaron los colores sobre las telas.
Tomó con decisión la que le pareció más
limpia y se dispuso a rascar sobre los
alimentos que se lucían en los cuadros.
Las arañas, atemorizadas ante el
improvisado cucharón que blandía el
hombre, huyeron por la lisura de sus
hilos.
Página19
La carne de aquella olla,
obtenida en gruesas virutas, puso calor y
sabrosura de guiso en el paladar del
hombre. El estómago humano comenzó
a reír con gratitud. Las frutas, los vinos y
el resto de alimentos, todos pintados con
pinturas al óleo, fueron desapareciendo
de los lienzos a medida que las luces del
día se apagaban. Las llamas de las velas,
pintadas en los cuadros, comenzaron a
lucir, con luz y calor propios, en la
oscuridad nocturna del recinto.
La mente del hombre así lo vio
mientras se apagaba su vida.
La puerta del salón de pintura
fue abierta el diez de enero.
El mayordomo abrió sin
dificultad, el cometido que portaba era el
de colgar un cuadro retirado de otra
pared. No recordaba que días antes había
dejado allí al hombre. El sirviente contuvo
su sorpresa..., o quizá no se asombró. La
indolencia es así.
Al ver el deterioro de los
bodegones soltó un juramento; después
maldijo al hombre. Abrió una puerta
trasera, dispuso el cuerpo del difunto
sobre una carretilla y, después de
transportarlo hasta un recoveco de la
ribera norte del río, lo arrojó sin
miramientos ni disimulo.
El caserón se veía a lo lejos.
Las autoridades judiciales
cedieron a la ciencia el cuerpo del
hombre, éste sin documentación que lo
identificara.
La ciencia descubrió que el
hombre había muerto por un ataque
agudo de plúmbeo-estomacal: o sea,
todo el plomo con el que se habían
amalgamado los óleos habían apagado
sus hambres y su vida.
La ciencia también afirmó que
mejor así, porque, de haber pasado el
plomo a la sangre y de ésta a los huesos,
el hombre habría sufrido tanto como los
romanos borrachos antes de fenecer, ya
que, trasformada la enfermedad en
saturnismo, la soldadesca del lejano
imperio moría, brindando con vino
caliente en copas de plomo, ante el dios
Baco.
Mientras tanto, el mayordomo
trató de subsanar el deterioro de los
bodegones, por así decirlo, y esconder a
los dueños la realidad. Se le ocurrió pegar
recortes de periódico donde antes
estuvieron los alimentos, y el resultado
no le pareció mal.
Los bodegones pasaron a ser
obra de arte sin definir; no obstante los
expertos en pintura ascendieron su valor
monetario en un millar por ciento, y si
antes valían cero euros, pasaron a valer
mil veces nada. Los valores pictóricos
dependen de los marchantes.
Aun así, como las valías
increíbles tienen un precio oculto, los
ingresos monetarios por las renovadas
pinturas sirvieron para reconstruir la
casona de tan pesado y broncíneo
aldabón.
Está claro que el mérito se debe
al sacrificio del hombre; no obstante el
mayordomo y el mercader litigan por
apropiarse de la leyenda.
La autoría de ésta se ríe a pesar
de todo, porque con la risa se desarma a
todos los dioses y sus demonios.
El título es claro y conciso: esta
historia que he narrado es increíble.
Pero he de intentar que mi
fábula se llegue a creer sin lograr que se
use para la ofensa. Sólo deseo que sirva
para divertir y evitar que distraiga la
realidad de cada pensamiento.
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No deseo que mi cuento atore
los cerebros, igual que al espíritu libre lo
ciegan otras fábulas, escrituras
nombradas divinas que, en manos de
testaferros indeseables, hacen creer lo
increíble de sentirse como seres elegidos,
sobre otros, para masacrar a éstos.
Os aseguro que mi relato no
proviene de visiones sobrenaturales,
aquellas que nacieron para avalar tanta
violencia e intrigas sobre siglos de
humanidad, porque, de seguir así... Pobre
lobo.
Luis Carlos Blanco Izquierdo
Los fantasmas que te habitan
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EL FORASTERO QUE VINO A CASARSE
“El que a pueblo ajeno va a
casar o va engañado o va a engañar”, es
lo que viene diciendo el refrán desde hace
muchos años aunque yo no me atrevo a
aventurar que el lector llegue a sacar
esta conclusión de la historia que me
dispongo a contar.
Debió de llegar al pueblo por el
tiempo de la vendimia, dado que la
mayoría de vecinos no advertimos su
presencia sino tras aquellos días de
mucho ajetreo y mucha animación con
tanto foráneo como había acudido para la
recolección de la uva. Cuando el pueblo
recuperó su tranquilidad habitual la figura
del forastero se hizo patente y
empezamos a preguntarnos quién era, de
donde procedía y qué venía a hacer
entre nosotros. Supimos entonces que
paraba en casa de doña Juana Gaitán,
una señora muy puesta que no hacía
mucho se había establecido en el pueblo
con su segundo marido, procedente de
Madrid. El forastero venía también de la
Corte y había sido muy amigo del primer
marido de la señora y también poeta
como él, razón por la cual su persona
acicateó mucho más nuestra curiosidad.
La cosa es que de pronto
empezó a correr por los mentideros el
rumor de que cortejaba a la hija de doña
Catalina de Palacios, la hermana de don
Juan, el cura-párroco, rumor por cierto
bastante sorprendente que no era fácil de
creer dado que la muchacha no había
cumplido los veinte y este señor andaría
rondando los cuarenta. No hacía mucho
que había muerto el padre de familia
dejando a la viuda con tres hijos, dos
varones por debajo de los diez años y
una hija en edad casadera, con lo cual
quiero decir que aquella casa precisaba
de un hombre como Dios manda que
preservara el orden dentro de ella y la
hiciera prosperar adecuadamente a fin
de que todo el mundo la siguiera
respetando.
Pero a un sujeto como el
forastero, que no iba a tardar en peinar
canas, no le veíamos con las aptitudes
necesarias para tal cometido, pues al
hecho de ser capitalino y a la diferencia
de edad tan notable con la novia, como
he apuntado, había que añadir que tenía
casi inutilizado el brazo izquierdo. Con
tantos años y esa tara, poco tiempo le
quedaría ya para salir al campo y mal se
había de valer para manejar las
caballerías y aricar los majuelos y
podarlos y luego vendimiar y todo lo
demás que no es poco en el quehacer
permanente de todo labrador que quiera
llevar sus cosas como es debido. A no ser
que trajera posibles con los que pagar a
jornaleros que trabajaran en su lugar si
es que al fin se hacía cargo de aquella
casa.
Aunque todas estas
consideraciones de seguro que sobrarían
pues más probable fuere que, tras la
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boda, se llevara a la joven esposa al
lugar de donde procedía, a vivir otra clase
de vida menos fatigosa y aburrida y más
próspera a poco que la fortuna se pusiera
de su parte. En último término, sabios
tenía nuestra Santa Madre la Iglesia,
como siempre los tuvo, que podrían
explicar aquel misterio mejor que
nosotros, que no pasábamos de ser
aldeanos pobres e ignorantes. Quiero
decir que allí estaba el pariente sacerdote
que, por cercanía y autoridad, llevaba
toda la ventaja para conocer las
intenciones y propósitos del pretendiente,
amén de tener bajo su exclusivo
gobierno el confesionario, punto al que
todos los cristianos de bien acaban
acercándose y desvelando sus verdades
interiores, hasta las más ocultas y
extrañas, cosa que en algún momento
digo yo que haría el que aspiraba a
convertirse en su sobrino.
Hasta que inesperadamente un
domingo a primeros de noviembre, a
punto de concluir la misa mayor, el
celebrante se vuelve hacia los asistentes
y se pone a leer unas amonestaciones
con la noticia ya verdadera de que el
forastero y su sobrina se casaban. Todo
el mundo nos quedamos de piedra. ¡Pero
si el noviazgo había sido visto y no visto
dado que no hacía ni tres meses que el
novio había llegado al pueblo! Aquello fue
un bombazo. Por toda la iglesia surgieron
los cuchicheos e insistieron las miradas
de sorpresa sobre todo entre las mujeres
que eran las que con mayor interés
seguían esto de los casorios. Ni que las
dos familias se conocieran de siempre
cuando no se conocían de nada. ¿No sería
que los futuros contrayentes se habían
comido el pastel antes de tiempo?
Algunos aventuraron por lo bajo
que quien más prisa había tenido en
rematar el negocio había sido la madre,
que parecía que la que había de meterse
en la cama con el pretendiente era ella y
no su hija. Algo de verdad sí que debía
de haber en esta opinión pues no había
más que verla, según decían, cada vez
que su futuro yerno abría la boca, una
boca tan bien hablada, que parecía que
iba a derretirse como un helado. Claro
que reciente como tenía la muerte del
marido, que no llevaba ni un año de
viuda… De pronto doña Catalina de
Palacios habría comprendido que los años
se le echaban encima y habría acabado
obsesionándose con poner cuanto antes
un varón al frente de su hacienda…
Aunque quien sabe si con tanta prisa por
casar con el primero que se lo había
pedido no estaba metiendo la pata. Si así
sucedía, ella sería la responsable única. A
la hija, al fin y al cabo, no le quedaba
sino agachar la cabeza y obedecer.
Catalina, si bien era muy joven, no
propendía a la rebeldía, tan propia de la
juventud, porque era buena chica y para
mí que algo pánfila.
Una cosa más puedo añadir
sobre este punto. Los hidalgos no
debieron de ver con buenos ojos aquella
relación. Incluso se sentirían ofendidos. Y
es que yo creo que más de una familia
había puesto los ojos en Catalina para
emparejarla a no tardar con alguno de
sus vástagos, que sería a fin de cuentas
de edad más apropiada que la de aquel
desconocido que de la noche a la mañana
se había presentado en el pueblo con una
mano delante y otra detrás, como decían
no pocos. Lo digo porque al conocerse el
noviazgo entre aquella pareja tan
desparejada, a la familia, sus iguales de
abolengo comenzaron a hacerle el vacío,
como si se sintieran despreciadas al
preferir a un forastero, viejo y manco
por más, antes que a uno de sus hijos.
Con el aislamiento lo que pretendían
decirle era: “¿Ah sí? Pues con tu pan te lo
comas”.
El recién casado no tardó en
convertirse en un vecino más o sea en
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uno de los nuestros. Era simpático como
el solo y muy bien hablado, vamos, que
labia no le faltaba, como no tardamos en
comprobar también los asiduos de la
taberna en cuanto con el paso de los
días empezó a frecuentarla. Decía que no
era por alabarnos pero que no había
probado vinos como los nuestros. Con el
segundo trago se ponía a contar de sus
andanzas y no paraba. Mira que había
recorrido mundo que hasta en Nápoles y
en Florencia y en Génova había estado, y
en Portugal donde a punto estuvo de que
el Rey le recibiera. No sé si esto último
no sería tirarse el moco para dárselas de
muy importante. Una noche en que ya
andábamos un poco cargados le
propusimos la apuesta de a ver si era
capaz de distinguir a ciegas tres vinos
diferentes, que si acertaba no
tendríamos inconveniente en nombrarle
mojón principal del pueblo. Pues acertó
sin vacilar. Qué nariz y qué paladar los
suyos.
Otra noche vino a contarnos en
medio de un silencio expectante que lo
del brazo se lo habían hecho los turcos
luchando en la batalla de Lepanto. Pero
en lugar de decirlo como con pesar —al
fin y al cabo se trataba de una mutilación
para toda la vida—, los ojos le brillaban
de entusiasmo y al final se emocionó
tanto que le brotaron las lágrimas, hecho
que arrancó también las de muchos de
los presentes. Creo que fue en el pueblo,
a raíz de contar esta última historia, tan
proclives como somos los aldeanos a
estas cosas, donde le colgaron el apodo
con que se haría famoso en el mundo
entero.
Y para remate, otra noche contó
que, regresando a España por mar desde
Italia, los piratas le habían hecho
prisionero y había estado cautivo nada
menos que cinco años en Argel. ¡Cinco
años, se dice pronto, bajo la bota del
turco! Había que ser un tipo entero y con
aguante para haber sufrido todo aquello y
haber sobrevivido.
Madre mía, que vida tan
extraordinaria la del forastero,
pensábamos sobre todo los que como yo
no habíamos salido nunca del pueblo que
se nos quedaba la boca abierta
escuchándole. No era extraño que
hubiera encandilado a la madre antes que
a la hija. Si en un principio pudimos
sospechar que todo cuanto nos contaba
sobre su vida, buena parte de ello podía
ser pura invención, con el trato y la
confianza, acabó convenciéndonos de que
era un tío cabal. Es que además entendía
de todo como no fuera de lo que más
debía entender de allí en adelante que
era de la tierra y de laborar las viñas. Ahí
veíamos otro inconveniente para despejar
el último recelo sobre su persona porque
no sé yo si sabría siquiera que el vino que
bebíamos procedía de los majuelos que
florecían cada primavera a tan poca
distancia de la taberna.
Se nos hacía muy cuesta arriba
pensar que un hombre así que había
conocido tantas cosas de las Españas y
del mundo viniera a encerrarse para
siempre en un poblacho como el nuestro.
Aunque ni por asomo cuadraba su
aspecto con el de un malhechor o un
calavera, ¿no vendría huyendo de algo o
escondiéndose de alguien? De manera
que el misterio que nos ofreció a su
llegada se fue espesando hasta
convertirse en un verdadero enigma. No
creo que estuviera tan enamorado de la
muchacha como para condenarse el resto
de su vida a vivir de la agricultura. Era
poeta, sí, que bien se veía que de letras
entendía, por las cosas que decía y por
como las decía, y que los poetas buscan
la soledad y el vino para inspirarse, y el
pueblo tenía las dos cosas. Pero no solo
de hacer poesía vivían los poetas y
menos este, tan comunicativo y con tanta
letra pequeña.
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Dos años duró el misterio. Dos
años apenas mandando como cabeza de
familia en la casa de doña Catalina de
Palacios, y de la noche a la mañana el
manco desaparece sin dar explicaciones
ni dejar rastro. Al pájaro viejo no le sacas
las plumas, que dice otro refrán. En algún
momento la vida tranquila y rutinaria se
le había trocado en cautiverio, palabra
que tan malos recuerdos despertaba en
su conciencia, o fuera, quien sabe, que
en su corazón se había enfriado
prematuramente la calentura del amor
tras el flechazo y el rápido noviazgo, y
por tanto, “acabados los higos, pájaros
idos”. Pobre Catalina, tan joven y ya sin
marido. Cuando acudían a la iglesia los
domingos podía verse a la madre y a la
hija, enlutadas y cogidas del brazo, como
si el marido de la última también hubiese
muerto, la madre con el rostro medio
oculto entre los pliegues de la mantilla y
la hija cabizbaja. Con qué caprichosa
ligereza el destino juega a veces con la
felicidad de las personas.
Luego siempre estaban los duros
de corazón, los tocados de insana malicia,
que trataban de sonsacar a los más
inocentes de la familia:
—Eh, Paquillo, ¿y tu cuñado
cuándo vuelve? —le preguntaban con
sorna al mayor de los hermanos de
Catalina, que apenas contaba diez años,
mientras jugaba en la calle con sus
amigos. Y el muchacho se quedaba
mirando al preguntón con cara de alelado
sin saber qué responder.
Alguien dijo entonces que en la
Corte el manco había estado liado con
una casada, tabernera por más, de cuya
relación había nacido una criatura. No
sé…
Félix J. Alonso Camarero
El jardín de Eolo
Realidad o ficción. Todas las imágenes son
mentira; la ausencia de imágenes también
Página25
ISÓSCELES
Encontramos a Dueñas en medio
de un charco de sangre detrás de la tapia
de la fuente, la cabeza machacada con
aspecto de balón de rugby, los brazos en
cruz como si hubiera querido emular al
cristo que presidía el aburrimiento de las
clases. Aunque el cadáver, en posición de
decúbito supino, estaba vestido de calle,
las perneras del pijama sobresalían por
debajo del dobladillo del pantalón
arrugado. Comenzamos a buscarle muy
temprano, intrépidos, con la mosca
detrás de la oreja por su ausencia.
Burgos, el hijo del mayor terrateniente de
la región, comentó que el caso saldría en
la prensa. Todos nos asustamos con la
imprevisión de las consecuencias,
conmovidos por la suerte funesta del
finado. Pasaron más de cinco minutos
hasta que el hocico de hurón del hermano
Dalmacio apareció. Se le escapó una
blasfemia voluminosa y todos nos reímos
por lo bajines. El cielo, encapotado de
repente en la mañana de mayo, disecó
dos cuervos en el celaje agrisado de las
nubes y un chirimiri de pacotilla se
obcecó en cubrir el lugar de los hechos.
Poco después se aproximó el resto de los
hermanos con el resabio de la merienda
todavía en el paladar, pero ninguno se
quejó ni expelió injurias hacia la bóveda
del universo. Se dedicaron simplemente a
acariciarse el mentón en pos de una
explicación, de una coartada de cara a las
indagaciones de la policía o de una
solución a la endemoniada adversidad
que se cernía sobre la institución. La
ambulancia derrapó en una esquina de
los jardines que decoraban la parte
izquierda del edificio. Un par de hombres
bajaron con prisa de trolebús y solo
pudieron refrendar la notoriedad del
óbito. La camilla, manchada con
lamparones granas, acogió el rostro de
Dueñas que mostraba un rictus de rabia
en el despropósito de la boca. También
surgió una patrulla de la policía dentro de
un coche sin distintivos. Un hombre con
tripa de peonza charló a solas con el
padre Silvano, que ese año era el
director, y se fue por donde había venido
sin dirigirnos la palabra. Al poco fuimos a
la capilla y rezamos una oración por el
alma de nuestro compañero. La
penumbra del altar se evaporaba con la
luz vespertina que penetraba por la
estrechez de los ventanucos y el
murmullo de las voces, atónito, amarraba
un embrollo de recelos agrios a la toba de
las bancadas.
Ha sido Espinosa, y una catarata
de suposiciones gratuitas se despeñó por
la garganta de Burgos, el rabillo del ojo
posado sobre el aludido, las ratas de la
cocina contentas con la recompensa de
los desperdicios.
La cena transcurrió sumergida
en un océano de silencio sepulcral. Solo
se oía el anhelo de la sopa sorbida a
lengüetadas, los flequillos amorrados
sobre los platos de peltre, las cejas de los
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comensales preñadas de inquietud. Los
ochenta y siete internos conformamos las
filas de siempre y fuimos a la zona de los
dormitorios con el orden pretoriano
habitual. Allí los revoltosos se ensañaron
con la funda áspera de las almohadas y
las ganas de cotillear se ensamblaron con
la rebeldía de la adolescencia. Esa noche
el reloj carillón que marcaba con sus
nueve toques el inicio del reposo sonó
diferente. Las planchas de metal
retumbaron con retintín de esperanzas
truncas y el artesonado del techo crujió
con insolencia de bruja. Alguien
cuchicheó en la esquina derecha de la
sala, pero fue acallado con un juramento
por el cabo celador que vigilaba el ritmo
de las respiraciones. La mudez devino
sobrecogedora y la imaginación se
agigantó a vuelapluma sobre el
galimatías de los cabeceros. El sueño se
demoró en el rincón más recóndito de mi
memoria y, antes de dormirme, recordé
mi última conversación con Dueñas. Era
un chaval rubicundo de trato afable que
jamás se enfadaba, el buen humor
intacto, los paquetes de la familia rellenos
de longanizas caseras. Solíamos
compartir con frecuencia, en el descanso
del estudio, un bocadillo de salchichón o
de chorizo. En general sacaba buenas
notas y prometía de lo lindo, según las
lisonjas que de continuo le regalaba el
hermano encargado de las matemáticas.
Nunca se entrometía en las peleas del
patio y, si le preguntaban por el que
había empezado la gresca, se parapetaba
en un silencio cómplice de nicho
mortuorio.
Ha sido Hernández, y Burgos
cambió de opinión al día siguiente, la
barahúnda del amanecer trufada de
hipótesis grandilocuentes, el gusano de
las sospechas emperrado con la pelusa de
las camas.
Los compañeros se dividieron en
dos facciones dentro del guirigay cáustico
de los aseos. Los amigos de Espinosa
acudieron a la llamada del aludido y
defendieron a capa y espada el albor de
su inocencia. Los camaradas de
Hernández amusgaron los ojos y
taladraron a los enemigos sin dilación. La
batalla, principiada, enconaba el vigor de
los bandos, pero la sangre no llegó al río.
El hueco abismal de Dueñas explotó de
sopetón y masticamos las galletas del
desayuno despistados como cervatillos.
Un pánico alborotado se fue hincando en
las nucas y la congoja, dispuesta a todo
con tal de salvar el pellejo, se lanzó sobre
el territorio del crimen. El hermano
Dalmacio notó algo con su peculiar
perspicacia, los nudillos chasqueados, la
tenacidad de los preceptos cumplida a
rajatabla. Sus iris, arrebatados por la
falta innata de alegría, estaban
acostumbrados a demoler con el martillo
de la barbilla cualquier atisbo de
algarada. Nos observó con detenimiento
mientras bebíamos la leche y una
incertidumbre mucilaginosa culebreó por
su cerebro de oso colmenero. Sin
embargo, tras la oración que agradecía el
hecho de habernos despertado vivos, fue
el hermano Silvano el que nos echó un
rapapolvo de tomo y lomo. Las quejas,
inauditas, extrapoladas, encastraban la
mezquindad de sus propias miserias en la
peculiaridad de nuestras personalidades
quinceañeras. Al final de la perorata
anunció la visita de la policía a lo largo de
la mañana, y los consejos, rebozados en
la manteca de su pavor, empalmaron la
chismografía de los concurrentes con la
enormidad de la desgracia.
Ha sido Burgos, y el ariete de
mis palabras se estrelló contra las
taquillas del pasillo, las quince caras
vueltas del revés en torno a la concisión
de la acusación, la excitación frondosa
por la presencia inminente del comisario.
Un cincuentón atocinado de pelo
cano se dirigió a nosotros con un discurso
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de sílabas encariñadas. Le imaginé,
repantingado en el sofá de su hogar,
explicando a un vástago de nuestra edad
los pormenores del código penal.
Aparentaba el afecto franco de quien
nunca ha arrancado, por el mero placer
de hacerlo, las patas a una rana agónica.
Entonces comenzó a interrogarnos, en
privado, uno a uno. Cuando llegó mi
turno, todos me miraron con el asombro
calcado en el fondo del espíritu.
Aguardaban la cuchilla envenenada de las
aseveraciones, la fertilidad ubérrima de la
enjundia y el tono gallardo que
caracterizaba mi vida en el internado.
Burgos me acribilló con sus ojeras de
cachalote, pero me ofreció la mano en un
acto de caballerosidad inusual. Los
fuertes se situaron al rececho de la
caricatura de los débiles y la puerta del
director permaneció entornada por si las
moscas. Tragué saliva y entré al umbral
del purgatorio. El comisario, risueño
como una ternera recién amamantada,
me invitó a sentarme en la silla de anea
en cuyo respaldo el hermano Silvano nos
colocaba para zurrarnos a voluntad con
una vara punitiva. Luego me convidó a un
caramelo de menta que acepté. La baba
se engolosinó con la redondez de la
chuchería y el abismo de la existencia se
bosquejó a tiro de piedra. Dejó pasar un
minuto antes de hablar y, cuando lo hizo,
sacó a colación a mi madre. Entonces
comentó que la conocía de los viejos
tiempos, que eran primos lejanos y que
muchas veces se saludaban en la calle
con efusión de parientes. Supuse que me
hallaba ante la táctica de un sabueso
experimentado en ganarse la confianza
de los sospechosos, que todo lo que decía
era mentira y que me consideraba metido
en el ajo hasta las cartolas. Las
interrogaciones, tras el lapso de
educación arraigada, se deslizaron por los
hábitos cotidianos que primaban en el
colegio. Me preguntó por el rigor de las
clases, por las zancadillas de los partidos
de fútbol, por el grosor de las rencillas y
por las envidias vinculadas al favoritismo
de los hermanos. La templanza de mis
contestaciones se erguía contundente y la
lengua, ávida por acabar con la retahíla
de las inquisiciones, se mezclaba con la
pose de cristo extinto de Dueñas
escondida en el laberinto de la mente.
¿Has sido tú, chaval? y el arado
de la puntilla surcó la ingenuidad de mi
frente, el no tajante, el blancor de los
almendros enamoriscado en las fincas al
edificio.
Esa noche la sopa de la cena
vibró con fantasías íntimas de asesinos
crueles y las cucharadas se colmaron de
presagios entre los tropezones de pan
frito. Burgos reviró los ojos con un
disgusto palmario en el cadalso del ceño
mientras sus partidarios, arrollados en un
halo de bienaventuranza, plantaban el
busilis de la cuestión entre Espinosa y
Hernández. Al cabo, un sosiego de
ultratumba patinó por las coronillas con
los nueve aldabonazos que marcaban,
recios, casi traidores, el comienzo de la
absolución del silencio. Pensé en mi
madre y en sus penurias económicas para
alcanzar con desenvoltura el final de cada
mes. El esfuerzo de sus gestos, hastiado
con el trabajo de dependienta en una
tienda, discordaba con la mediocridad de
mi rendimiento escolar. Desde que mi
padre se fugó con otra mujer, había una
distancia infranqueable entre nosotros,
una carantoña extraviada o tal vez un
recodo de secretos indecibles en la
cúspide de un amor jamás prescrito. Me
besaba cada lunes en la verja del colegio,
pero sus labios de alhelí se posaban solo
una fracción de segundo sobre mi carrillo.
Nunca me llamaba entre semana. El
teléfono de la crujía, ocupado por otros
condiscípulos más afortunados,
balanceaba la pena en el columpio de la
soledad. En las vacaciones navideñas me
recibía con los brazos abiertos y me
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entregaba un paquete envuelto en papel
de regalo. Dentro había una camisa con
cuello de tirilla, idéntica año tras año, que
se encajaba en la simetría de mis
hombros antes de que cenáramos
zambullidos en una atmósfera tan espesa
como la mermelada de higos preparada
por ella en primavera. De todos modos,
guarnecí el instante nocturno con un
turbión de melancolía atávica y fijé el
escrúpulo en el recuerdo de la habilidad
congénita, ensalzada por propios y
extraños, del regate del occiso.
Burgos me mira con ojos raros,
y la avaricia del coraje se apoltronó en mi
ánimo tras la confesión de Dueñas, la
camaradería robusta, las chicas
expatriadas en la inmensidad remota de
otro internado.
Jugaba de defensa en el campo.
Debajo de las medias, subidas hasta la
frontera velluda de las rodillas, se
colocaba unas espinilleras traídas por
unos primos de la capital y aguardaba a
los delanteros con porte de titán. Cuando
se echaba a suerte la composición de los
equipos, todo el mundo le quería a su
lado. Se merecía la fama que le rodeaba,
la estrategia excelente, la puntería de los
disparos avezada. Si el marcador se
ponía en su contra, corría como un
descosido con elegancia de antílope,
derrocaba el infortunio mediante la
sublevación del brío y llenaba la
asignatura del honor gracias a una
avalancha de ímpetus. Escupía por
doquier y a menudo soltaba exabruptos
inéditos que nos sorprendían por la maña
de su léxico. Blandía una risa de cuy en el
marfil de las paletas y aturullaba el
aliento con jadeos de chucho
asilvestrado. Burgos, mientras tanto,
destrozaba los padrastros de sus uñas en
la cárcel de los reservas, sin disimular la
cara larga al quedarse fuera del reto del
cuero. El entrenador, sin apiadarse de
ningún pelele, lo había dejado bien claro
desde el principio, o se echaban las
entrañas por la boca, literalmente, o a
chupar banquillo. Imponía una disciplina
imperativa y zanjaba los favores con un
ramo de improperios recolectados en el
terruño del infierno. Entre Burgos y
Dueñas existía una tirantez que excedía
las reglas juiciosas del balompié. Los
nervios hervían a flor de piel en el
descanso. No se dirigían la palabra en
todo el partido, pero cualquiera con dos
dedos de frente podía palpar el afán de la
tensión que les abrumaba. Un zarpazo de
celos precipitados arañaba mi ser al otear
el devenir del mundo y el sexo,
vapuleado por la copiosidad de las
masturbaciones, amodorraba el cricrí de
los síes en cuanto se cerraban las puertas
del dormitorio.
Prefiero estar contigo, y Dueñas
asomaba su visaje de querubín por
encima del cobijo de mi manta, el
sonsonete de los gemidos circense, el
zigzagueo de las manos envalentonado
por la picardía de la connivencia.
En la madrugada del día de
marras, Dueñas y Burgos burlaron la
vigilancia del cabo celador y se escaparon
por una ventana. Se enfrentaron a una
aventura de gigantes en medio del
crepúsculo matutino, las pelvis indómitas,
las estelas de la eternidad vehementes.
Enseguida, detrás de los ciruelos, se
besaron apabullados. La pasión se
almidonaba por la frescura del relente y
la vara de los castigos, apoyada en el
atril del hermano Silvano, se difuminaba
lejana. Hablaron del futuro con astucia de
gatos, y la miel de los labios,
acaramelada con dulzor de pera madura,
expuso los pros y los contras de la
fidelidad a la pata llana. Habían llevado la
manta basta de la cama y se arroparon
con ella detrás de la tapia de la fuente.
Un duermevela de felicidad exuberante se
explayó encima de la hierba porque el
miedo a la vergüenza, talado por el hacha
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del arrobo, azuzaba el alborozo de las
promesas. Oyeron unas campanadas que
engalanaban otro tiempo distinto al del
reloj carillón mientras las ideas,
hermoseadas, desordenadas por el sigilo
de las prioridades, se bañaban en la
candidez de sus almas. Los vi desde mi
puesto de espía del tercer piso y
permanecí alelado, barnizado por un
lustre de enojo y consternación. En ese
momento me sentí el lado desigual de un
triángulo isósceles. Me desguindé por la
ventana utilizada por ellos y fui a su
encuentro con los ojos nublados por la
fárfara del espanto. La discusión se
desbarató de inmediato con rezongos de
órdago a la grande y la furia terminó
regada sobre la cabeza de Dueñas con
una piedra de aristas filosas. A la postre,
la maraña del vértigo se apareó con la
ventolera de los golpes y Burgos,
desorbitado, lacado por una palidez de
momia, detuvo la locura agarrándome la
muñeca sin saber qué decir. Después,
pasmados como fantasmas, regresamos a
toda pastilla al refugio solitario de las
sábanas.
Ha sido Jiménez, y la reputación
de bocazas de Burgos astilló el oxígeno
en el comedor, la verdad jaleada por la
pandilla de los adláteres, el porvenir de
mi apellido encadenado a un reformatorio
de normas draconianas.
Jorge Saiz Mingo
Veladura de matices y la tenue luz lleva la
imagen evaporada a tu retina
Anábasis o expedición hacia el interior
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Liza
Página31
Viernes Santo
Ya es completamente de noche y
fuera debe hacer bastante frío, a juzgar
por cómo se empaña el cristal con
nuestra respiración acelerada y arrítmica.
Por fin parecen tranquilos y está claro
que ya alcanzaron su meta. Desde la
ventana de mi salón, en el tercer piso, la
vista es perfecta. Ahora sí que están
alineados y cada cofradía custodia sus
pasos en el orden en que los tendríamos
que haber visto desfilar en la plaza, hace
ya más de tres horas. Me lo sé de
memoria y los intuyo uno a uno, aunque
no los alcanzo a distinguir al completo,
porque la fila se extiende a lo largo de
toda la calle como una serpiente de
colores vivos. Cristo azotado, humilde,
coronado, nazareno, despojado, que
perdona, crucificado, que musita las Siete
Palabras, ensangrentado, descendido, en
los brazos de su madre, a la vera de su
cruz desnuda, yacente en el sepulcro…
Son todos y lo ocupan todo, carretera y
aceras de ambos lados. Por el jaleo que
se escucha abajo intuyo que ya están
forzando el acceso al portal. Abro la
ventana y me incorporo sobre el alféizar
para ver lo que ocurre. Un par de
penitentes descalzos de gran
envergadura se están valiendo de una
cruz de hermosas dimensiones para
forzar la puerta. Cierro de golpe la hoja
porque el puzzle de capuchones vuelve la
cabeza a lo alto para contemplarme. Por
la estridencia del ruido de cristales, que
seguramente han volado contra el suelo
con los embates, creo que ya han logrado
franquear la entrada. Margaret, que ha
empalidecido de forma patente, no
consigue apartar la mirada de la puerta
de casa. John, por su parte, la abraza con
fuerza mientras en su cara se van
dibujando los rasgos del horror. Yo
recuerdo ahora que mi única vecina de
planta me dijo hace tan sólo un par de
días que se iba a pasar la Semana Santa
a la casa de su hermana en el pueblo. Los
golpes secos y acompasados de los
tambores retumban ya en las paredes del
piso segundo y están aporreando con
fuerza mi puerta cuando se me ocurre
pensar en el daño que pueden sufrir las
valiosísimas imágenes como intenten
encajarlas en el ascensor y no las suban
a plomo por las escaleras.
La tarde estaba fresca cuando
llegamos a la Plaza Mayor y todavía había
bastantes huecos entre las sillas que
habían habilitado para que locales y
foráneos asistiéramos con cierta
comodidad al paso de las treinta y dos
imágenes y diecinueve cofradías que
conforman la Procesión General de la
Sagrada Pasión del Redentor, uno de los
actos culminantes de la Semana Santa.
La ciudad, como todos los años, llevaba
varios días agitándose bajo un ambiente
sacro y contrito. El asfixiante humo de los
tubos de escape había cedido su espacio
a las emanaciones balsámicas de los
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incensarios, y cofrades y penitentes, que
habían arrebatado a los coches su
espacio natural, atravesaban vías y
plazas en un intrincado ir y venir de
capas de raso, velones llameantes y
golpes de tambor reiterativos y secos.
Ocupamos nuestros asientos en
un lateral de la plaza. Yo me entretenía,
bien mirando la sorprendente crestería
del edificio del Ayuntamiento, en la que
no había reparado antes a pesar de lo
distinguida que me parecía ahora, bien
tratando de descifrar alguna conversación
o bisbiseo de los que se sentaban en los
asientos aledaños. Muy bajito, escuché
que John le comentaba a Margaret que
seguía fascinado por el realismo de
algunas de las imágenes que veníamos
contemplando estos días en el gran teatro
de la calle.
―Son bastante crudas, pero a la
vez resultan tan bellas ―susurraba a su
oído mientras repasaba en su cámara
digital las instantáneas atesoradas
durante estos días.
―Perdona que me entrometa,
John. Es el modo que tenían de avivar la
fe de los fieles ―apunté a mi amigo para
tratar de justificar una forma de arte que
sólo se ha manifestado en nuestro país,
al margen del resto de Europa, y que a
buen seguro tiene que resultar difícil de
digerir para los que no lo han
contemplado como un hecho cotidiano
toda su vida―.Y viendo cómo está la
plaza ―completé― se podría decir que la
Iglesia sigue exacerbando a sus devotos
muchos años más tarde.
Margaret, un ángel de veintiún
años, tez blanca, cabellos rubios y ojos
pardos que se había traído John a mi casa
como compañera de viaje, comentó que
este gusto por exhibir en las calles
cuerpos escarnecidos y sangrientos le
provocaba mucha angustia. Se explicaba
así:
―No sé, estar aquí ahora
mismo. Es como si de un momento a otro
fuera a dar comienzo uno de esos
horribles autos de fe de un tribunal
inquisidor y el destino nos hubiera elegido
a nosotros para presenciar el juicio a los
reos. Sólo de imaginarlo siento
escalofríos ―decía con cara de angustia y
abrazándose con unas manos delicadas
de finos y delgados dedos.
―Qué exagerada eres ―la besó
tiernamente John.
―No te preocupes, Margaret
―intervine de inmediato―. Mañana
iremos a pasar el día fuera para que
contemples el cielo luminoso de esta
tierra y los enormes campos de cereal
que se extienden a escasos kilómetros.
Ya verás cómo dentro de poco estas
procesiones quedan en tu recuerdo como
una curiosidad más de un viaje de
primavera a otro país.
Luego los tres permanecimos en
silencio, ensimismados en los pequeños
entretenimientos que teníamos a mano:
John manipulando su cámara de fotos,
Margaret ojeando una guía que nos
habían dado al adquirir las localidades y
yo contemplando cómo las nubes iban
dibujando o desdibujando perfiles
caprichosos en un cielo que parecía
pintado a brochazos púrpuras y naranjas.
Porque sentía que mis pies y mis
piernas se empezaban a entumecer, se
me ocurrió echar un vistazo al reloj de la
torre del Ayuntamiento, al que faltaban
tan sólo cinco minutos para marcar las
nueve menos cuarto de la noche. Si no
me fallaban los cálculos, en escasos
minutos harían su entrada los primeros
hermanos de la Cofradía de la Sagrada
Cena, precedidos por un piquete de la
Guardia Civil a caballo y con uniforme de
gala, recordando la participación en el
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pasado de las fuerzas de seguridad para
garantizar que las gentes se apartasen al
paso del cortejo; pero no fue así.
El tiempo iba pasando, el cielo
ennegrecía deprisa y el aire, con la
ausencia de luz, se iba volviendo gélido y
espeso. Resultaba cada vez más
incómodo permanecer en esas
condiciones a la espera de un
acontecimiento que no tenía prisa por
comenzar. Mucha gente, igual que
nosotros, se empezó a mostrar
impaciente. Unos se pusieron de pie,
otros silbaron y muchos alzaron las voces
lanzando fueras y reclamando que
comenzará el espectáculo o que
devolvieran el dinero. Los de la
organización, hombres que se distinguían
por ir vestidos con traje y medallón
distintivo de la cofradía colgado al cuello,
se movían de un lado a otro
desconcertados y solicitando a la
audiencia un poco de calma. El murmullo
de cornetas y tambores que había estado
cercando la plaza durante más de una
hora apenas ya se intuía a lo lejos.
Ante aquel tumulto de un público
descontento y enfadado irrumpió en la
balconada de la Casa Consistorial un
grupo de cinco o seis clérigos ataviados
con hábito negro y borlones rojos, de
entre los que el más orondo tomó un
altavoz y se dirigió al apasionado graderío
para relatar algo que nos dejaría aún más
asombrados de lo que estábamos. El
mensaje podría resumirse en que, por
causas que desconocían, tallas y cofrades
se habían separado de la ruta prevista y
estaban procesionando sin control por
otras calles de la ciudad, causando un
tremendo caos de tráfico y un
desconcierto general entre vecinos y
turistas.
Policía y organización, según se
explicaba el sacerdote con esa voz
cansina y neutra que vuelve algunas
homilías soporíferas y alejadas de este
mundo, estaban intentando a esa hora
reconducir la comitiva con escaso éxito.
Aquella marcha, a esas alturas
incontrolada, aunque pacífica, se
mostraba vehemente en alcanzar un
destino para ellos ignoto, y el comité
anticrisis creado para la ocasión estaba
valorando la mejor alternativa para
terminar con tan imprevisto suceso,
recomendándonos a todos que nos
retiráramos a nuestras casas para evitar
mayor confusión y por si se veían
obligados a adoptar medidas de fuerza
que hicieran entrar en razón a los
desbocados cofrades.
Tras una especie de bendición
que apenas pude entender, debido a las
voces y arrastrar de sillas de los
asistentes, pero que intuí por el gesto del
oficiante, los sacerdotes abandonaron la
balconada. John y Margaret no salían de
su extrañeza, y yo tampoco, para qué
negarlo. Convinimos los tres en que lo
mejor era regresar a casa como nos
habían indicado, más que por atender la
recomendación porque estábamos
ateridos de frío tras tan larga e
infructuosa espera. Margaret no dejaba
de mover la cabeza de un lado a otro en
una señal inequívoca de no entender
nada. Yo me trataba de excusar, aunque
nada tenía que ver conmigo lo ocurrido,
señalándoles que en toda mi vida había
asistido a algo semejante.
―¡Españoles! Qué carácter.
Hasta las fuerzas del orden para controlar
el motín. Esto tiene gracia ―bromeó
John.
―Quizá exageraron un poco
―manifesté casi sin saber de qué modo
justificar este desatino, y añadí, para
poner un poco de cordura a la
situación―: si por algo se han distinguido
las procesiones de esta ciudad es por su
carácter serio y solemne.
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―Estoy helada ―dijo Margaret.
John, solícito, la rodeó con el brazo y los
tres comenzamos a andar sin prisa.
Avanzábamos hacia mi casa,
situada en una calle secundaria
seccionada por la vía del ferrocarril y
rodeada por otras calles estrechas y
callejones sin salida, cuando desde todas
las arterias que atravesábamos en
nuestro recorrido comenzaron a salir a
nuestro encuentro muchas de las
cofradías y pasos que hubieran tenido
que estar procesionando por la ruta
prevista. La sensación fue muy extraña,
me temo que para los tres, o así me
pareció al ver la cara de susto que
llevaba la pobre Margaret. Carretas y
cofrades marchaban muy deprisa,
emulando un río desbocado que, fuera de
su senda natural, anegara todo lo que
encuentra por delante. En nuestro rápido
marchar, arrastrados por la
muchedumbre de capirotes, cruces y
tallas, temí que alguna de las
preciosísimas esculturas se fuera al suelo
sufriendo daños irreparables o hiriendo a
alguno de los escasos viandantes que,
como nosotros, aún no habían llegado a
su casa.
No podría asegurar que nos
estuvieran acorralando o persiguiendo,
pero el ambiente resultaba cada vez más
violento y vertiginoso. Varias veces sentí,
mientras me abría paso entre esa legión
de fanáticos, que la llama de algún velón
se aproximaba demasiado a mi cabeza y
al menos una vez sorprendí a John
sofocando con la mano pequeñas llamitas
que se habían prendido en el pelaje de la
capucha de mi cazadora, aunque no me
dijo nada, pienso ahora que para no
preocuparme. Gracias a él, que iba en
cabeza y que se valió de más de un
empujón a esa panda de desbocados,
conseguimos situarnos por delante de
ellos, pero a punto estuvimos de no salir
ilesos de esa aglomeración demente,
pues tuvo John también que arrastrar a
Margaret unos metros cuando un
capuchón le puso claramente la zancadilla
para impedir que avanzara y escapara de
entre ellos. De este modo, libres los tres,
echamos a correr al unísono, y aunque
parecían tener ganas, ninguno se lanzó
detrás de nosotros. En realidad, sólo
respiramos tranquilos cuando
conseguimos llegar a casa y dar dos
vueltas a la llave.
No sé por qué los tres nos
plantamos delante de la ventana para
esperar algún desenlace y, por desgracia,
el desenlace iba a llegar antes de lo que
imaginábamos.
Sonia Martínez
La metamorfosis kafkiana
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La broma infinita
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Urna de luna
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HISTORIA DE LA FAMA IMPERECEDERA
Desde antiguo los hombres aspiraron a la fama. Así sus huellas durarían y no
serían solo barro, huesos que se pisotean.
Los muertos hablaban a los vivos para convencerles de que la fama perdura. Pero
hasta los muertos se cansaban de aparecerse y se disolvían en humo, los abuelos eran
desplazados por los padres que inevitablemente también dejarían su hueco a los
siguientes muertos que se apresuraban a buscar su lugar.
No tardaron mucho los hombres en comprender que la auténtica gloria debía
remontarse más allá, y poblaron sus historias de héroes legendarios, que resistían los
embates del tiempo, y cada generación cantaba sus hazañas con renovado ímpetu.
Cada terruño tenía su héroe y del héroe al dios no hay mucho trecho.
La humanidad, siempre inquieta, con habilidad y tesón fue dominando mares y
tierras. El mundo se hacía más pequeño a la vez que el comercio aumentaba. Pronto se
erigieron monumentos y el mayor de todos: palabras hechos símbolos y símbolos que
formaban historias. El héroe imperecedero lo era doblemente. Al fin, resguardadas en
tablillas y pergaminos, sus aventuras y extravagancias pervivían inmutables en símbolos
encerradas.
Ay, el humano. No, nunca descansa. Ya no era solo el héroe el que reclamaba el
hueco sino su contador, su hacedor, su embaucador: el artista. De este modo, los escritos
empezaron a tener autor, desde el ciego legendario hasta los serios griegos que
representamos intachables y serenos. El artista reclamó su cuota de inmortalidad junto a
los reyes que erigieron maravillas, cuyas ruinas, pasados los siglos, contemplan
admirados los turistas.
Pero esa humanidad insaciable quería más y más, inventando dioses cada vez
más poderosos de modo que la propia inmortalidad de cada uno era cosa de pura fe, de
humilde recogimiento. Tanta era la misericordia de su Dios. No es de extrañar que ante
tan gran señor el artista enmudeciera, callara el nombre, dejara solo la huella, la plegaria.
Pues el arte se hizo oración y ninguna otra cosa.
Mas tampoco eso era para siempre, ay, que estamos entreviendo que nada dura,
pues hasta la bondad divina parece cansarse, si juzgamos el devenir doloroso de la
criatura humana.
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De nuevo, los inventos, los conocimientos y el orgullo se acrecieron y el hombre
acabó por dejar a Dios en un rincón, más para ser entretenimiento de sabios piadosos que
guía de la humanidad. El artista, que se había agazapado detrás del humo de los altares,
salió de su escondite y otra vez proclamó su nombradía. Ahora sí era inmortal: la
imprenta hacía que sus palabras se reprodujeran casi infinitas por innúmeros lugares. Los
libros, la cultura, la palabra heredada, repetida, estudiada, endiosada.
Los héroes antiguos palidecían, las historias contadas al amor de la lumbre eran
ya un recuerdo casi innecesario. Miles y miles de veces se repetía lo mismo en el mismo
orden y cumplimiento. Aquello era lo máximo que ningún bardo hubiera nunca imaginado.
El hidalgo manchego ya era de más personas de lo que nunca habían soñado los ceñudos
habitantes del Olimpo.
El mundo se llenó de libros, se atiborró de letras, se estremeció en sus cimientos.
Y también de ellos se hartó, se aburrió y los olvidó. ¿Dónde quedaba su memoria, dónde
el imperecedero destino de sus ocurrencias y naderías?
Qué decir de cuadros y músicas, en partituras congeladas. El mundo se atestó de
manifestaciones artísticas, cada una con su autor en busca de reconocimiento. Y, cómo
no, la humana criatura halló forma de inmortalizar cuadros en fotografías y sonidos en
grabaciones. No solo sabíamos la obra, sino también el retrato de un señor del que se
predicaba su composición.
El artista, siempre ensoberbecido, proclamaba a los cuatro vientos la excelencia
de su alma, y, a menudo, miraba con desdén los avances de la técnica. Desagradecido
hasta el extremo, no reparaba en que la perduración de su obra descansaba en la labor
oscura de los olvidados hombres que, incansables, ideaban artilugios para que su arte
sobreviviera y se multiplicara, sin nunca calmar del todo su desmedida ansia de gloria.
Hubo quien, ante la inevitable proliferación de archivos, bibliotecas y museos,
vaticinó que el mundo entero se cubriría por completo con libros, o, incluso, con un mapa
minucioso de sí mismo, detalle por detalle, biografía amontonada. Y todo destinado al
olvido y a la destrucción, pues la mayor enemiga de la fama es la sobreabundancia de
celebridades nimias.
De este modo llegamos a la modernidad, donde los acontecimientos han dado
otra vuelta inesperada. De la mano de la llamada digitalización, se hace diminuto el
archivo y gigantesco su contenido. Ya no hace falta preocuparse de la exponencial
acumulación de datos. Todos a buen recaudo. Aún más, el casi infinito hervidero de la red
se convierte en un vete y ven instantáneo de noticias, cotilleos, opiniones y también de
arte, que, ahora, definitivamente inmortal, se asoma a millones de hogares, a millones de
almas. ¿Qué chamán hubiera sospechado tan numerosa concurrencia?
Todos entre todos aspirando a esa fama imperecedera que, siempre esquiva, se
esconde en los pasillos de servidores ignotos en islas inverosímiles. Y es fama, como
siempre en el fondo ha sido, un cosquilleo, una nubecilla de verano que acaba en
tormenta que moja apenas un prado y se disuelve para siempre, perdida su memoria
entre los miles de millones de bits que anónimos circulan olvidados de su remoto origen.
Alfonso Hernando
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Abismos
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Obliteración
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¡bulevar es robar!
No hace mucho que he terminado de escribir un nuevo guión. El argumento va de todo
aquello que sucedió en el barrio de Gamonal hace un par de años, en enero de 2014 por culpa del
tan renombrado bulevar. Es además un musical. Una locura que probablemente acabará (como
tantos otros guiones que he escrito) agotado por el tiempo en un cajón. Pero tranquilos, que
contrariamente a lo que diría el otro, “yo no he venido aquí a hablar de mi libro”. Lo que sí puedo
afirmar es que escribir un guión siempre es apasionante, es una gozada (no en vano es la parte más
libre y desde luego más económica del proceso de hacer una película).
Para documentarme he visto innumerables vídeos y fotografías. Los hay a cientos, la
mayoría hechos por gente anónima cuya única pretensión es dejar constancia gráfica de todo lo que
sucedió durante aquellos delirantes días de asfalto, humo y revolución.
Me doy cuenta de que actualmente hay tantos fotógrafos como personas con teléfono
móvil. Es decir muchas… casi todas. La mayoría de las fotos que hacemos con el móvil acabarán
probablemente pudriéndose algún día en la tarjeta SIM o en el mismo teléfono sin llegar a ver
nunca la luz. Pero algunas imágenes tienen suerte, son indultadas y acaban expandiéndose por la
realidad y la vida, catapultadas por Internet y las redes sociales. Es el caso de estas fotos de
Gamonal, sin cuya existencia no hubiéramos podido comprender lo que allí sucedió y
probablemente yo no habría podido escribir este guión.
Muchas fotos están hechas desde la posición de la valentía, desafiando al Gran Hermano
que todo lo ve. Cualquier fotógrafo manifestante saca entonces en mitad del tumulto su teléfono
móvil y ¡zas!, dispara. Lo hace con más rapidez y eficacia que la propia policía, que observa
impotente y desconcertada como es fotografiada desde cualquier ángulo posible. Y ante esto… “no
hay ley mordaza que valga, señor ministro”.
Observo con detenimiento varias de mis fotografías favoritas… Y elijo una. Una de las
que yo denomino fotografía movimiento. Una imagen estática donde varios elementos parecen
moverse. Probablemente se trate de un efecto indeseado, propio de la escasa calidad fotográfica de
las cámaras de los teléfonos. Pero esas manos en movimiento, denotan y traducen toda la acción que
se vivió esos días. Quizá alguien grito “¡manos arriba esto es un atraco!” y todos levantaron las
manos. Bueno, todos no. La chica de la derecha parece algo desubicada. Si la aislamos del contexto
podría encajar perfectamente como espectadora viendo la vuelta a Burgos o la cabalgata de Reyes.
Pero ahí está, en todo el meollo, con las manos en los bolsillos, escapando del frío, sin que por ello
podamos acusarla de falta de compromiso.
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El resto levanta las manos y grita. Incluso el chico de la braga polar calada hasta la nariz,
que en su mano izquierda sostiene esa pequeña pancarta con un mensaje que resume todo el peso
de la indignación que el barrio de Gamonal fue acumulando tras tantos años de injusticia y recortes:
¡Bulevar es robar! La pequeña pancarta es liviana y está predestinada a no durar mucho más de lo
que iban a durar las protestas, pero ahí está, cumpliendo su papel discreto pero efectivo.
Creo vislumbrar también cierta metáfora al observar en la parte superior derecha, el cartel
de la calle Vitoria junto a la antena parabólica. Un elemento fundamental de estas protestas fue sin
lugar a dudas la presencia de la televisión. El lanzamiento al mundo de todo lo que estaba pasando
en esta calle de Burgos. Es más, me atrevo a decir que si durante las movilizaciones del Bulevar
hubiera habido una proclamación independentista en Cataluña o se hubiera descubierto vida en otro
planeta, la historia del Bulevar apenas hubiera trascendido y probablemente las movilizaciones
hubiesen sido tan efímeras que quizás al día de hoy el cuerpo de aquel horroroso bulevar estaría
reptando a lo largo de la calle Vitoria.
Pero sigamos con la fotografía. Abajo a la izquierda hay una parte de la imagen que me
confunde y me desconcierta. Incluso llega a darme algo de miedo. Parece una conjunción entre
brazo y cara. Tiene apariencia de espectro. Una imagen confusa digna del análisis de Iker Jiménez.
Algo extraño que no inquieta para nada al señor que se ha convertido en uno de los elementos
principales de la fotografía. Grita y levanta las manos convencido de que por fin ha llegado el
momento. De que ya basta de ser el figurante que ve la vida en zapatillas desde el balcón de casa.
De que la calle es de todos y no sólo de Lacalle. No tiene pinta de terrorista, de malhechor, de
criminal, ni tan siquiera de no haber votado al PP en más de una ocasión. Un hombre del barrio que
está ya (como tantos otros) hasta las pelotas de tanto mamoneo. Ha llegado la hora y “si hay que
salir a la calle, pues se sale. Y si hay que gritar, se grita, coño”.
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Completamos la imagen con uno de los símbolos de Gamonal. Un gigantesco edificio que
observa en último término impertérrito, como justo en frente han levantado un buen trozo de asfalto
que al cabo de unos días el señor alcalde humillado y vencido, tendrá que tapar. Porque este partido
lo gana Gamonal y ya lo dice la pancarta: ¡Bulevar es robar!... ambos infinitivos… de la primera
conjugación.
Lino Varela Cervino
Ensueño indescifrable
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Las lágrimas del criptarca
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[Carpeta de Fernando Renes]
Por Estela Rojo Hernández
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La trayectoria artística de Fernando Renes (Covarrubias, Burgos, 1970) se
nutre de experiencias vitales, cotidianas, de afrontar el día a día desde la mirada de un
“buscador” como el mismo se ha definido en más de una ocasión. Innovar e inventar
forma parte de ese recorrido, por eso su práctica creativa ha ido evolucionando de la
sencillez del dibujo a la animación hasta experimentar con soportes diversos desde el
propio muro a la terracota recientemente.
Su carrera como artista le ha llevado a alternar residencias que van desde Nueva
York a Roma convirtiéndose en el contrapunto a su lugar de origen Covarrubias. De la
pequeña a la gran urbe pero todos ellas por igual testigos activos que han proporcionado
experiencias con los que ha ido construyendo su personalísimo imaginario. Las dualidades
de este bagaje se plasman en sus obras con ironía y humor dos de las más cualidades
más atrayentes de sus propuestas.
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El trabajo de Fernando está marcado por la absoluta libertad tal vez por ello
encontró en el dibujo su mejor aliado. Acuarelas, lápiz y papel han sido desde sus inicios
sus herramientas principales, que le han permitido afrontar la práctica artística bajo
premisas como la ligereza y la inmediatez y siempre bajo la inquietud de explorar los
límites formales del dibujo lo que le ha hecho trascender los soportes habituales.
“Entiendo el dibujo como práctica y como producto de algo radical, individual e
incisivo y, sobre todo, como un fin en sí mismo”
A partir de 1998 dio paso al uso de la tecnología creando toda una serie de
videoanimaciones que dotaban de movimiento a sus dibujos.
“Comencé a hacer animación al sentir que podía desarrollar los caracteres y
escenas, darles movimiento y así llevarles a un mundo más temporal”.
En el natural proceso de crecimiento artístico también el dibujo se fue ido
haciendo más complejo, ganando en dimensiones y en la actualidad sorprende
incorporando ese mundo visual a soportes como los lebrillo. Fue una propuesta expositiva
que homenajeaba a Lorca el detonante que hizo incorporar la cerámica a sus propuestas,
dotando de corporeidad al dibujo.
«Sabiendo que a Lorca le apasionaba lo popular, intuía que la cerámica sería algo
de su gusto, pero me apetecía hacer alguna pieza que no fuera meramente decorativa;
por eso pensé en el lebrillo, recipiente que antes servía prácticamente para todo y que,
desde el punto de vista plástico, veo muy potente, muy corpóreo”
Imagen de la Galería Adora Calvo
Imágenes y palabras se complementan en sus proyectos generando referencias
que van de lo erudito a lo popular como han definido algunos críticos.
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“Siempre he trabajado con la palabra, a veces apropiándome de textos, otras con
textos propios. Algunas veces la imagen crea la frase y otras es una frase la que
desarrolla la imagen, pero ninguno de los dos métodos es intencionado.”
Imagen de la exposición "Cibernética y Nutrición" en el DA2 Salamanca
Sobre el uso el uso de referencias escritas podemos remitirnos a los títulos de sus
obras y las frases que protagonizan muchas de sus exposiciones. Ejemplos de ellos nos
dan pistas de las variadas temáticas a las que se enfrenta, desde cuestiones relativas al
mundo del arte, la alimentación, la vida en la urbe, anécdotas del día a día, o cuestiones
existenciales. Tiempos de Pasta fresca, De Covarrubias a Nueva York, Everything
matters, dibujos de un tartamudo, Romance omnívoro…
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Fernando presta atención a los pequeños detalles de su experiencia, detalles que
pueden parecer superficiales, insignificantes pero que él logra trascender y situarlos en un
primer plano convirtiéndolos en reflexiones que articulan su día a día.
“Todo puede ser relevante de alguna manera, suelo pensar que el arte y la
práctica del mismo entronca con la irrealidad de este mundo. Las escenas y elementos
que aparecen en mi obra a veces son pensadas y otras automáticas, pero siempre
personales.”
El carácter instalativo ha ido cobrando fuerza también en sus planteamientos
expositivos, donde las piezas adquieren un carácter escenográfico casi teatral a través de
los cuales se respira el ingenio y el humor del artista articulando el recorrido del
espectador.
Imagen de la exposición "Cibernética y Nutrición" en el DA2 Salamanca
El trabajo de Renes en definitiva es una mirada incisiva y crítica al mundo que
nos rodea pero sin más pretensiones que su propia evidencia. Una obra cargada de
ironía, que aborda desde la honestidad de aquel que no busca en el arte más que una
herramienta de autorreflexión y crítica hacia el mundo en el que vivimos.
Para saber más:
http://fernandorenes.com/
http://www.rtve.es/alacarta/videos/metropolis/metropolis-dibujamos-2-
espana/214192/
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No es ilógico, sino el delirio de la lógica
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Me han llamado a existir durante un rato,
y daba gusto estar vivo.
No han tirado a morderme ni han ladrado
los dos perros de guardia
apostados a la entrada del jardín.
Nadie ha salido a gritarme o a ser servido.
Me encontraba como en un cuarto de estar
a modo de pérgola o cenador
dentro de un jardín sin límites.
Tenía ante mí servida una gran mesa
con un sillón inmenso
en el que alguien ha debido de sentirse solo.
Pero no he osado aproximar mi hambre.
Nadie podrá decir que fue el intruso.
Me he dado una vuelta por allí
en medio de un silencio sospechoso,
sintiéndome furtivo.
Me gustaría haber nacido dentro.
Porque sólo de ponerme a pensar
que estaba teniendo el atrevimiento de existir
siendo de fuera...
Porque sólo de pararme a considerar
que no era sino un invitado ocasional
y que pronto iba a sonar la señal para salir...
¿Dónde quedaba el interior interno,
ese cuarto de estar acogedor e íntimo
donde todo se ha urdido,
donde habría prendido la idea
y la semilla de esta profusión?
¿Dónde estaba el ausente?
Antes de abandonar el jardín,
lo he mirado por última vez
y me he quedado fijo en la instantánea.
En el momento de salir,
he visto que los dos perros eran de mármol.
Pero me han mirado con ojos de misericordia,
y he echado a correr despavorido.
Antolín Iglesias Páramo
(De El río no encontraba el mar, Ediciones Rilke)
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Relatos de agua
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SERÉ TU SOMBRA
Ayer leí en la palma de tu mano
la línea inexorable que te ata a mi destino,
pero elegí nada decir para no ahuyentar
aún más tu corazón prófugo de mí.
Anhelo las esencias siempre ignotas
que guardas en tu piel que me desvela,
y seguro estoy que se esparcen
en fragancias deliciosas. que impregnan
el aire en el que habitas.
Y he de aguardar anidado en el silencio
hasta que al fin adviertas que yo existo,
que soy esa sombra lánguida y callada
que se elonga para fundirse con la tuya,
y así, de esa penumbra que visita tu figura,
no podrás despojarte ni aunque quieras.
Luis C. Montenegro
(Buenos Aires, noviembre 2015)
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Relatos de agua. LAS MORADAS
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hORIZONTE
Tarragona, 28-07-2015
Para Marina,
la sirena de las olas de mi corazón
“Sumergirse en el agua,
cerrar los ojos
y convertirse en pez”1)
Silencio, el mar la recibe callado,
atento, a expensas del dibujo
de su cuerpo en el agua,
a la espera de las primeras escamas
y del primer aleteo.
Abre los ojos
y el mar se mete dentro,
explora su alma, sus recuerdos;
y tras una película de burbujas
se oye su lamento.
El mar le habla y le cuenta un cuento.
Se tiñe del verde de sus ojos
y se ciñen las olas a su movimiento.
Ella lo olvida todo,
y tumbada sobre ostras perleras y
corales
mira el encharcado cielo.
Y entonces vuela,
y las nubes bajan al suelo.
Ya no tiene cola,
la sirena es un ave del viento.
Se la llevan suspiros de marineros
y las canciones piratas de otros tiempos.
El olor a sal despierta
su apetito de sueños.
Balanceada por las olas
comienza a bailar lento,
bailarina de papel pinocho
y amazona de veleros.
Al dar las doce
pierde la cola de cristal
y toca el suelo,
dice adiós al mar
y se despide del cielo.
Finaliza el baile
y acaba el cuento;
aterriza el ave
y cesa el lamento.
Pero el mar la quiere en su lecho,
y dejando un corazón de escamas
entre sus piernas,
la acompaña con su brisa
mientras camina
y le susurra al oído:
“Marina”.
Carmen Martínez Alonso
——————————————————
1)
Referencia a la obra Reflexiones de una
soñadora, de la misma autora
Página56
¡Fracking NO!
Página57
Cuando se oculte el sol recogeré
las pequeñas basuras que fue dejando el día:
detritus de sucesos, pensamientos banales,
los últimos ladridos de los perros
y en una bolsa negra, bien atados,
los llevaré a la planta de residuos.
Allí se mezclarán
con el semen incierto de tantos perdedores
y muy temprano, como cada mañana
comenzará de nuevo la rutina
de la autoinmolación.
Café con leche y un poquito de azúcar
para no hacer las horas más amargas.
Julián Alonso
(Del libro inédito Arrugas en un traje recién planchado)
Página58
Destrucción. La niebla inunda la morgue y disipa el tiempo… y disipa el alma
Página59
Meditación
A las silenciosas B.y M.
Cerrar las puertas, las ventanas, las cortinas. Cerrar los ojos. Por las rendijas se
cuelan siempre hilos de pensamientos, rastros de supervivencia, jirones de maldad
humana y esa molesta baba de caracol que es la esperanza.
Pero la suerte está echada. Tú ya has cerrado los ojos y la tormenta de arena
sobrevuela tu cabeza. La dejas pasar, se aleja arrastrada por el poderoso aliento del
Norte.
Sin embargo tú no te alejas. Te quedas, sentada en la penumbra. Ningún viaje,
ninguna escapada a una galaxia o a la vuelta de la esquina. Te quedas. Respiras. Te
sientas y respiras. Hacer silencio. Hacer el gran silencio. Como si fuera fácil acallar la
música subterránea, la algarabía de la sangre, la flauta de los bronquios, la pajarería de
los nervios.
Respira. Aquí y ahora. Es el instante que atrapas en los haikus que escribes.
Todavía hay destellos, luz de cristales que centellean en los resquicios de las puertas.
Vanidad de vanidades. Nada de nada.
Más oscuridad aún. La oscuridad que eres y en la que te hundes, negra noche que
es. Ni luna, ni estrellas, ni pirámides de Egipto, ni doradas arenas del desierto.
Hundirte aquí mismo, en este páramo del color de los gorriones, disuelta en el
humus de la meseta, en tu tierra leve, en tu pequeña patria., en tu tierra prometida. No
otra. Aquí es. Aquí estás, embebida. Ahora lo sabes.
Junto a los demás silenciosos te despiertas, abres los ojos, las ventanas, las
puertas. Junto a los demás silenciosos te levantas, sacudes la tierra de tu vestido, sales a
la calle, renaces de tus cenizas.
Soledad Medina
Página60
Musa de Jano, dios de los principios y finales
Página61
EL RELOJERICO
Le llamaban El Relojerico, porque tenía el afán de acercarse a cada transeúnte
preguntando qué hora era. «Pobre chiflado loco», se decían, y reían entre dientes, aunque les
costaba disimular su incomodidad cuando El Relojerico les aferraba la muñeca para mirarles a
los ojos. Sus dedos huesudos tenían una fuerza que desmerecía de su enjuta presencia. «¡Pues
vaya con el viejo!», se carcajeaban, molestos.
El Relojerico siempre estaba en el mismo lugar, la Gran Avenida del Paseo Mártires, pero
le acompañaba un niño avispado que hacía los mandados para él. Le llamaban El Minutero, en
honor a su patrón.
Solo hoy supe, por fin, a qué se dedicaban realmente El Relojerico y El Minutero, cuando
el segundo me retorció la manga de la chaqueta del traje y me llevó ante el viejo loco.
—¿Qué hora es? —me preguntó.
—No llevo reloj —le contesté, deseando zafarme de él.
Entonces me miró al fondo de los ojos y pude contemplar en los suyos un océano de
galaxias, constelaciones brillantes en una oscuridad infinita.
—Es la hora de tu muerte —me anunció, con voz serena.
Y la noche, una noche bellísima, me envolvió.
Rocío de Juan Romero
Página62
Relatos de silencio I
Página63
CETMEN C
Dedicado a J. Manrique
Por enésima vez, introduzco el
pañuelo envolviendo la punta del dedo
por la recámara y vuelve a salir negro, se
diría que hemos venido a hacer la mili
para limpiar los chopos, pero nos
jugamos el permiso del fin de semana y
el sargento Mansilla aguarda a
comprobarlos, uno por uno, ayudado por
su pañuelo inmaculado con las siglas ET
primorosamente bordadas en color caqui.
Cada vez que venimos al campo de
tiro se repite la misma historia: limpieza
y revista; da igual si el arma se ha
encasquillado (como suele ocurrir de
media cada cuatro disparos), o si has
tenido la fortuna de disparar todo el
cargador, es por eso que en lugar de
llamar al cetmen por su nombre oficial,
«Centro de Estudios Técnicos de
Materiales Especiales», los reclutas
preferimos renombrarlo como «Cada
Esquina Tiene Mierda Escondida». El
cetme es lo que diferencia a un soldado
de un recluta, o a un militar de un civil,
su tacto es áspero como el de la madera
que lleva tiempo esperando a ser
quemada; te puede llegar a deformar la
clavícula si lo llevas durante mucho
tiempo desfilando, un metro de largo y
cinco kilos de peso donde se resumen
buena parte de las historias cuarteleras
de los últimos reemplazos del glorioso
ejército español.
Anoche dormí bien, me tocó la
primera imaginaria, y después todo de un
tirón hasta el toque de diana. Hemos
formado con las miradas perdidas en las
taquillas, y tras un frugal desayuno,
hemos subido al viejo camión Ebro que
debe llevarnos de maniobras. En la mili
llaman maniobras a lo que en la vida civil
es subir al monte, pero con las botas
roídas, el tres cuartos que siempre queda
pequeño, y el chopo a cuestas, como si
fuera la prolongación armada de tu brazo.
Para estas maniobras (las terceras en lo
que llevo de mili), he solicitado un par de
botas nuevas: en el pie derecho se me ha
abierto un boquete por el que a veces
asoma la uña del dedo gordo, y de tanto
taconear para fardar de bisagra, se me
ha despegado el tacón del resto de la
bota. Al presentar mi solicitud al
sargento, éste me mandó a Intendencia,
y el mismo capitán que entrega los
uniformes a los bichazos recién llegados,
estudió la bota con minuciosidad y celo
militar, antes de desaparecer en la
trastienda y presentarse de nuevo con un
ejemplar del mismo pie que extrajo de
una caja nueva que ha abandonado lejos
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Culdbura nº 2

  • 1. enero 2016 nº 2 (invierno) Destacamos en este número: *Viajeros ilustrados en el Burgos del s. XVIII *Carpeta artística de Fernando Renes *Cómic de Eloy Luna
  • 2. El valor de cambio aparece en principio como una relación de cantidad, en la que los valores de uso se intercambian los unos con los otros. En esta relación, representan una misma cantidad de uso. Así, un volumen de Propercio y 8 onzas de tabaco pueden tener el mismo valor de cambio, a pesar de la diferencia de valores de uso del tabaco y de la elegía. Como valor de cambio, un valor de uso vale como otro si son cambiados en proporciones exactas. El valor de cambio de un palacio puede expresarse en un cierto número de cajas de betún. Los fabricantes de betún londinenses han expresado el valor de cambio de sus múltiples cajas de betún en sus palacios. Así, pese a su carácter particular, y sin atender a la naturaleza específica de la necesidad a la cual sirven de valor de cambio, las mercancías, consideradas en ciertas cantidades, son iguales unas a otras, se reemplazan mutuamente en el intercambio, aparecen como equivalentes y presentan, pues, no obstante su aspecto abigarrado, una común unidad. K. Marx ¡Más madera! G. Marx Agradecemos a Myriam de Miguel que nos haya proporcionado las imágenes de sus pinturas, merced a lo cual hemos podido iluminar el presente número. Catálogo de exposiciones y concursos en los que ha participado la pintora: http://www.laventanadelarte.es/exposiciones/sala-de-exposiciones-del-arco-de-santa- maria/burgos/myriam-de-miguel Cul ura es un empeño de: Fernando Ortega, Fernando Arnaiz, José Mª Izarra, Alfonso Hernando, Jesús Borro, Jesús Pérez, Luis Carlos Blanco y Félix J. Alonso, entre otros. ©de los textos (faltas de ortografía incluidas), ilustraciones y fotos, los respectivos autores. ©del logo, grafismo y maquetación: el maquetista. Contacto: culdbura@gmail.com
  • 3. Página3 Sumario Viajeros ilustrados en el Burgos del siglo XVIII, Leonardo Romero Tobar................. Pág. 5 Diario de un hombre de barro, Carlos de la Sierra..................................................... 11 Nuestra ciudad / Hombrelobo, Montserrat Díaz Miguel............................................... 13 Historia increíble, pero…, Luis Carlos Blanco Izquierdo............................................... 17 El forastero que vino a casarse, Félix J. Alonso Camarero .......................................... 21 Isósceles, Jorge Saiz Mingo ................................................................................... 25 Viernes Santo, Sonia Martínez ............................................................................... 31 Historia de la fama imperecedera, Alfonso Hernando................................................. 37 ¡Bulevar es robar!, Lino Varela Cervino ................................................................... 41 Carpeta de Fernando Renes, Esther Rojo Hernández ................................................. 45 Me han llamado a existir durante un rato, Antolín Iglesias Páramo .............................. 51 Seré tu sombra, Luis C. Montenegro ....................................................................... 53 Horizonte, Carmen Martínez Alonso ........................................................................ 55 Cuando se oculte el sol recogeré, Merche Rodrigo..................................................... 57 Meditación, Soledad Medina .................................................................................. 59 El Relojerico, Rocío de Juan Romero ....................................................................... 61 Cetmen C, Jesús Borro Fernández .......................................................................... 63 ¡Que yo no me llamo Claustro!, José María Izarra ..................................................... 67 El regalo, Pedro Olaya .......................................................................................... 69 Teófilo, amigo de la infancia, Eloy Luna................................................................... 71
  • 5. Página5 VIAJEROS ILUSTRADOS EN EL BURGOS DEL SIGLO XVIII La ciudad que, desde los orígenes de la imprenta, había sido uno de los focos de producción impresa importante, tanto en cantidad como en calidad, experimentó un retroceso llamativo en el siglo XVIII por la reducida actividad de muy pocos talleres tipográficos que imprimieron un centenar de obras en el curso de la centuria. Los escritores burgaleses notorios de este tiempo ejercieron su actividad fuera de la ciudad; por ejemplo, el P. Enrique Flórez elaborando su España Sagrada en distintos lugares de la Península y Gaspar Zavala y Zamora escribiendo para el teatro de la Corte. Precisamente la vida teatral sufrió también una penosa detención al procederse en 1755 a la demolición del teatro público. De forma que lo que en el siglo XVIII estaba siendo el tiempo de las iniciativas ilustradas sobre progreso y la actividad cultural, la de Burgos había descendido llamativamente en relación a lo que había sido durante los siglos anteriores y sólo se mantenía en pie el conjunto de monumentos religiosos y civiles que la decadencia local no había demolido. Las valoraciones estéticas de estos monumentos fueron los efectos más percutientes en las consideraciones que distintos viajeros ilustrados registraron en sus impresiones, además de, claro está, las páginas que redactaron los viajeros interesados en la descripción técnica de edificios, documentos históricos o reconstrucciones del pasado histórico. En contraposición con esta tendencia de atonía cultural, el siglo XIX volvería a vivir el auge de las imprentas y la creatividad literaria como han mostrado Luisa Cuesta, Justo García Morales, Martínez Añíbarro y Ortega Barriuso en sus respectivos trabajos sintéticos de la historia editorial y literaria de Burgos. Enrique Flórez resumió abundante información sobre iglesias, monumentos y documentación de valor histórico en su obra monumental y Antonio Ponz en su Viaje de España dedicó casi todas las cartas de un tomo de su obra a la descripción de muchos de estos lugares, sin olvidar el lamento por el aire de decadencia que observa en el mal estado en el que se conservaban cuando él los visitó: El castillo no pudo dejar de ser de los más inaccesibles y fuertes, y habiéndose conservado casi hasta nuestros días daba a la ciudad una cierta majestad de que ya está privada; gran
  • 6. Página6 desgracia que se experimenta en todas nuestras provincias, cuyas eminencias se veían hermoseadas a cada paso de estos suntuosos edificios, que no podían menos de dar al reino notable majestad y mucho placer a los que transitaban por él. Todo esto se abandonó, se destruyó y se acabó, y si algo queda se acabará presto sin ninguna esperanza de reedificación para en adelante1 . Isidro Bosarte compendiaba sus noticias en el tomo 1º (1804) de su Viaje artístico a varios pueblos de España2 en una reiteración de las penosas impresiones que habían registrado los viajeros que le habían precedido. Pero el tono cambiará con el cambio de perspectiva estética que introdujo la sensibilidad emocional hacia los paisajes y lugares “sublimes” que se extendería a finales del siglo XVIII y que, para la ciudad burgalesa y sus proximidades geográficas, aplicarían los románticos del siglo XIX. Habrían de ser los viajeros del siglo XIX los que innovarían en la descripción de los espacios, bien en el dibujo de lugares impresionantes —como Richard Ford ayudado por Mariano José de Larra en su visión del desfiladero de Pancorbo3—, bien en la emoción del pasado histórico revivido en los viejos monumentos —Théophile Gautier, Richard Clifford y otros— que proyectarían un romanticismo intenso al contemplar las tierras de la provincia o los relieves arquitectónicos de la capital. Pero volviendo al siglo XVIII, podemos recordar cómo en obras de ficción la ciudad es presentada simplemente como un nudo más de las aventuras picarescas de Gil Blas de Santillana cuando, después de salir de la cárcel, fue recibido en Burgos por doña Mencía para vivir allí otra aventura en la que están ausentes los reflejos del paisaje y los edificios (caps. XIII a XV de la traducción efectuada por “un español celoso”, es decir el P. Isla, en 1715). Y con análoga indiferencia para los escenarios urbanos un ilustrado español de primera fila —José Cadalso— reconstruirá en un avance pre-noventayochista, lo que era el panorama humano y social de la vieja ciudad castellana. Es sabido que el regimiento de José Cadalso pasó por Burgos en 1764 como él mismo lo anotó en la “Noticia de las leguas que he andado por vía recta” de sus anotaciones autobiográficas. Esta experiencia o las de algún otro viaje Cadalso las debió de tener muy presentes al escribir sus Cartas Marruecas en las que caracteriza el modo de ser de los “castellanos” que conservan el viejo carácter español de gentes orgullosas y honradas (carta 26), y así lo refleja Nuño al hablar de la amiga de su hermana que vivía en Burgos (carta 35) o el caso de sus abuelos, vinculados a Burgos porque se habían conocido en un sarao celebrado en la ciudad (carta 11), y vuelve a subrayarlo al estimar que “las provincias del 1 .- Antonio Ponz, Viaje de España…, 1788, vol. 12, p.20. 2 .- “La situación de Burgos es tan amena que parece dictada por los poetas, devotos siempre de los conquistadores. Porque los godos, a quienes no debía ser incómodo el rigor del clima de Burgos, hicieron en su eminente cerro una fortaleza que debiese custodiar las llanuras de las vegas; y los hombres de imaginación, atraídos por la feracidad de la tierra, de la prontitud con que en ella se crían los árboles y de la confluencia de las aguas, fueron haciendo Burgos bajo la tutela de las montañas, como si buscasen la comunicación del estómago con la cabeza” (*Viaje artístico…*, 1804, p. 238). 3 .- Leonardo Romero Tobar, “Larra ante el paisaje sublime”, AA. VV., Letras de la España contemporánea- Homenaje a José Luis Varela, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995, pp. 297-307.
  • 7. Página7 interior de España, por su poco comercio, malos caminos y ninguna diversión (…) producen hoy unos hombres compuestos por los mismos vicios y virtudes que sus quintos abuelos” (carta 21). Ahora bien, serían los viajeros poseídos por aquel deseo del vagabundeo cosmopolita, como definió Friedrich Wolfzettel su interpretación de los viajeros franceses decimonónicos, los que dejarían en sus anotaciones una percepción más aguda y personal de su visión de la ciudad de Burgos. Leandro Fernández de Moratín, favorecido con una prestamera sobre el arzobispado de Burgos, debió de atravesar la urbe en el curso de su viaje a Francia de 1787 del que da cuenta en sus cuadernos de viaje y en cartas a Jovellanos del mismo año aunque no disponemos de las impresiones que esta visita pudo depararle. Por el contrario, un viajero procedente de las islas Canarias —José Viera y Clavijo— escribía en su “Diario” cómo su grupo de viajeros encaminados a Francia había salido de Lerma el día treinta de junio de 1777 para llegar a la ciudad, en la que permanecieron un solo día, y de la que ofrece estas impresiones: Llegamos a Burgos a las once y media no siendo muy ventajosa la casa de nuestro alojamiento. Es ciudad grande, de arquitectura gótica y anticuada con malas calles y algunas buenas fuentes. Su catedral es de las más bellas de España. Hay 14 parroquias y muchos conventos de frailes y monjas, con algunos hospitales. Cuando los señores viajeros fueron a ver la metropolitana, en el coche del arzobispo D. José Rodríguez de Arellano (quien los había cumplimentado) se tocó el órgano y la música de la capilla entonó un villancico. Después de haber registrado todo lo más notable del Templo, sacristía, claustro, aula capitular etc., fuimos unos al colegio llamado de Saldaña, para educación de niñas, y otros en coche al real convento de las Sras. Huelgas (sic). El viajero ilustrado que integró la mejor información factual y sus impresiones fue, sin lugar a dudas, Gaspar Melchor de Jovellanos que estuvo en Burgos en dos ocasiones de las que deja constancia detallada en sus imprescindibles Diarios. Su primera permanencia en Burgos se verificó entre el miércoles 22 y el jueves 25 de abril de 1795. Jovellanos anotaba cómo en el amanecer de su primer día en Burgos “aún duran las nubes y el tiempo frío” para pasar inmediatamente a la visita a la catedral, de la que su primer comentario está referido a la modificación neoclásica que había sufrido su portada en años recientes: “A la catedral, grande, magnífica, renovada, una portada antigua con otra muy bella moderna pero que, por lo mismo, desdice”. Desde su buen conocimiento de los pintores y la arquitectura juzga negativamente la media naranja levantada en el siglo XVI sobre el crucero al par que valora y discute autorías de algunas pinturas de las capillas discutiendo las opiniones de Ponz, para pasar, sin transición alguna, a contar sus visitas a personas 4 y conventos de la ciudad, visitas en las que no podían faltar, la 4 .- Acerca de las obligaciones de los obligados encuentros de sociedad escribe al final del jueves: “Semejantes martirios de la razón y el gusto deberían desaparecer cuanto antes de la sociedad urbana. ¡Viva el retiro y la lisura aldeana! A casa, cenar y a la cama”.
  • 8. Página8 Cartuja, las Huelgas, el Hospital Real donde se conservaban algunos cartularios medievales. Sobre su salida de Burgos el día 25 escribe que la “mañana (era) parda”. Síntesis de las impresiones y valoración jovellanista de la ciudad son los versos que leemos en su “Epístola a Poncio” (escrita también el año del viaje de 1795): Llegué a Burgos ¡Oh Corte derrotada!1 Ya vuelve a ser ciudad. Planta, edifica, limpia, proyecta, pero ¿instruye? Nada. Aún la pereza allá se santifica y la ignorancia se regala (…). Su segunda estancia burgalesa fue mucho menos grata para él ya que corresponde a su traslado como detenido político desde Gijón hasta Barcelona camino de Mallorca donde sería recluido en la cartuja de Bellver. En este penoso recorrido llegó a Burgos el día 31 de marzo de 1801 de donde partió al día siguiente. Al entrar en la ciudad por el camino de Valladolid le llama la atención el feraz arbolado que la rodea y el nuevo paseo extramuros que sería conocido como el Paseo del Espolón: Al fin, los grandes plantíos de chopos de la vega de Burgos que la cubren y cruzan en varios sentidos y son muchos y magníficos. Muy plantado también el camino en las cercanías de la ciudad. El castillo la domina majestuosamente colocado sobre el cerro y parece bastante conservado. Entramos por la noche a la posada de la Vega, que es magnífica. (… Al día siguiente… se dirigieron) al puente, al nuevo paseo, que es magnífico, adornado con cuatro bellas estatuas de las de Palacio; asientos, respaldos de fierro, ánditos para la gente de a pie; todo lo cual, con los bellos edificios que hay a la parte de la ciudad, le hace agradable y majestuosa. Niebla espesa, fría y húmeda5 . Paseo del Espolón, acuarela de Telmo Hernández, 1802, Museo de Burgos 5 .- “Diarios”, en Obras vol. 86, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1956, pp. 41-46 y 255-258.
  • 9. Página9 Jovellanos sintetizó las que fueron impresiones de los viajeros ilustrados en su interés por los documentos conservados, en su atención técnica y artística a los edificios históricos y a la abundante riqueza botánica de las cercanías de la ciudad, una información a la que se solapa las poco agradables sensaciones térmicas del clima, el mal estado de algunos monumentos y la decadencia cultural que también habían señalado otros visitantes de la ciudad y que se podían fijar en la caída de la producción editorial o la interrupción de las actividades teatrales. Tendrían que venir otros tiempos para que se modificaran estas circunstancias y para que los nuevos viajeros percibieran otras impresiones de la vieja cabeza de Castilla. Leonardo Romero Tobar Complacencia
  • 10. Página10 Inconformismo. El triunfo de los matices absorbe cierto nivel de esperanza frente al negro más absoluto Esperanza absurda. Descubrir la propia imagen ante el espejismo
  • 11. Página11 Diario de un hombre de barro Hemos logrado darnos una apariencia física bastante humana (puede ser un error), utilizando el barro pegado a nuestros cuerpos. Ahora distingo con facilidad a mujeres y hombres; todos hemos perdido los restos de ropa que portábamos y somos esculturas desnudas que poseemos el don de caminar. Las articulaciones están húmedas y nos movemos con perfecta libertad. Es curioso, pero hasta aquí nos han seguido las taras físicas que padecimos en vida. Veo a cojos, mancos, cheposos, leporinos, encorvados, deformes, demediados, retorcidos, incompletos, siameses, abortos… Por suerte (creo) no distingo a los asesinos, dictadores, militares, ladinos, perros rabiosos, fascistas, nazis, sacerdotes, monjas, frailes, jesuitas, fariseos, hipócritas, mercenarios, falsarios, inquisidores, guardianes de la sabiduría, fanáticos, beatos bautizados, talibán, infalibles, papas, cardenales, economistas liberales, globalizadores, artistas con plumas de colores, creadores con plumas de carroñeros, generales, banqueros, políticos errantes, políticos errabundos, políticos vagabundos, políticos ensoberbecidos, más fascistas (especie bigotito, camisa vieja y corbata de diseño); puedo llenar un libro mencionado sólo su maloliente catadura humana. Supongo que todos ellos estarán aquí, y dudo que sean distintos a como fueron… ¡Pero no puedo evitarlos! Imagino que, además, estaré rodeado de los mejores entre todos aquellos que fueron (mujeres y hombres) los hermosos vencidos, los desarrapados, las víctimas, los vulgares, los comunes, las putas, los ladrones, los ajusticiados, los pobres, los odiados, los olvidados; aquellos que siempre quedaban aplastados por los terremotos, ahogados por las avalanchas de barro, asfixiados bajo toneladas de basura, hundidos en los mares, abrasados en los desiertos, arrasados por las necesidades de los países ricos, condenados al hambre, la enfermedad, las guerras, la muerte, el fracaso, la miseria desde las salas enmoquetadas del Fondo Monetario Internacional, desde las mesas de ébano del Banco Mundial. Ahora, ¿todos juntos?) El suelo que pisamos ya no es barro; una fina capa de arena cubre la soledad que nos acoge. Carlos de la Sierra
  • 13. Página13 Nuestra ciudad / hombrelobo* *(Para ser leído en luna llena) No exagero ni miento cuando afirmo que en Burgos está enterrado un HOMBRELOBO. Según se entra en el cementerio, en la calle principal, a mano izquierda, caminando apenas unos pasos, se puede leer una inscripción en lo alto de una pared vertical. Claro que en ella no pone “aquí está enterrado un HOMBRELOBO”, allí está escrito el nombre del que lo representó, su nombre propio, el que le pusieron al nacer para que formara parte de la sociedad. Me refiero aquí a él con gran respeto, ya que fue su voluntad personal ser enterrado en Burgos. Y algo tuvo que amar a la ciudad si quiso que así fuera, algo hubo de importarle en ella. Dejemos, no obstante, descansar sus huesos en la tranquilidad de la tierra. Trascendió esta personalidad primeramente, hasta convertirse en un actor de cine de fama universal. El cine es la escenificación del cuento, la narración de la historia, la explicación del misterio… Por ello los actores se elevan por encima de la simple condición humana, se hacen mundialmente famosos, traspasando las fronteras. Y este hombre consiguió su puesto entre los grandes actores del cine clásico. Pero permitamos, asimismo, que el actor moreno de grandes ojos negros siga mostrando su rostro serio y sereno en las pantallas de todo el mundo. Ambos nombres están escritos en esa pared vertical del cementerio. Volvió a trascender su personalidad una tercera vez, ya que, en muchas ocasiones, encarnó al mito del HOMBRELOBO. Y lo hizo tantas veces, que su mirada triste tuvo, por fuerza, que rozar su alma. Al contrario que los hombres, los mitos no mueren. Se renuevan, se hacen perennes. Hechos de arena o espuma, permanecen vagando eternamente por la tierra, alrededor nuestro. No ha de haber sido difícil para ese lobo dar el salto desde el cementerio hasta el cerro que se eleva en sus inmediaciones. Sólo un salto de animal para superar la carretera, y ya encontrarse en la gran explanada semisalvaje que domina, por un lado, a la ciudad; por el otro al cementerio y al campo abierto.
  • 14. Página14 Si en esos montecillos no se hace extraña la figura solitaria de un hombre paseando en soledad, tampoco habrá de serlo la silueta de un Lobo, ni tampoco la de su unión, el HOMBRELOBO; si un hombre puede caminar embebido en sus pensamientos, también podrá desarrollar los suyos el mito; si éste puede vagar con la carga de sus pesares, lo podrá hacer de igual forma si se piensa un lobo. En la noche, sorberá el aire por todos los costados del cerro abierto, o recorrerá inquieto los infinitos vericuetos que se internan en los pinares sombríos, con su suelo cubierto de agujas, aullando confusamente junto al viento, a la par, en un dúo sobrecogedor. Cuando llueve pueden verse unas huellas extrañas impresas en el barro de algún camino. No quiere infundir miedo; sólo desea asombrar a los buscadores de fábulas. Sueño o delirio, el HOMBRELOBO recorre la explanada las noches de luna llena; y, si no hay luna, la recorre igualmente; tampoco le importa si es de día, o si, en el atardecer, agazapado en un extremo de la planicie, desea contemplar quietamente la puesta de sol. No tiene barreras, ni metas, ni cadenas. Es nuestra expresión libre y salvaje. Es como nosotros. Somos nosotros, además de algo extraño que puede que nos haga mejores. Tendido en la hierba silvestre de la llanura, dejará descansar la inmortal cabeza, mostrará sus dientes agudos, cerrará los enrojecidos ojos. Se empapará con el agua del rocío. Quizás se aleje alguna vez hacia las sierras; quizás baje a la ciudad, paseando su esencia pura de animal, cauto y curioso, sin deseo de compañía, y cuya sombra monstruosa puede sobrecoger a los insomnes. Quizás, de vez en cuando, se acerque al tranquilo y solitario cementerio, salpicado de pequeños cipreses, para, cuando esté bañada por la luz de la luna, lamer la tumba del hombre que lo amó. Luego regresará al cerro. En él tiene su hogar ese HOMBRELOBO que llegó a Burgos de la mano de un actor. Él lo trajo, él nos lo entregó, sencillamente porque, cuando sintió próxima la muerte, quiso que lo enterraran en Burgos. Tras intentar seguir las huellas por las arboledas del castillo de ese imaginario HOMBRELOBO, debo expresar mi gratitud y admiración hacia Jacinto Molina, Paul Naschy, nombre con el que se hizo actor. Sin él no hubieran sido posibles estas ensoñaciones. Burgos Noviembre 2015 Montserrat Díaz Miguel
  • 16. Página16 Vínculos. Guarda el barro el calor del sol, y los ojos el calor humano Opuestos inseparables
  • 17. Página17 historia increible, pero… ...tan cierta para el hombre que la gozó o padeció —según la interpretación de su lectura— como veraz es que al protagonista no le quedó resuello para contarla. Su corazón dejó de latir. El hombre murió sin hablar, así que pondré fe en la ciencia y en mi propia ingenuidad-ficticia, o al revés, según me convenga en cada línea y párrafo, para narrar lo ocurrido. El hombre se dijo, después de asombrarse por la luminosidad de artificio que anunciaba el solsticio de invierno, que era el momento idóneo para hacer un chantaje emocional a la humanidad; procurar, por así decirlo, alivio para sus muchas hambres atrasadas y sentir, mientras restaurase su cuerpo, un poco de calor aunque éste fuese desprendido por una estufa eléctrica, ya que ésta concede la caloría más parecida al calor humano, aunque la factura de aquella sea feroz e inhumana. La aldaba de la puerta elegida le pareció de mucho peso, de bronce macizo, como si la hubiesen puesto, intencionadamente, con el fin de romper la voluntad de llamar. El hombre pensó que siendo así el aldabón, si la proporcionalidad se ajustaba a la lógica, los dueños tendrían una conciencia susceptible a la emoción y lo admitirían para invitarlo a su mesa. El hombre se embargó en la aventura y el esfuerzo que le suponía tañer un aldabonazo, único, pues las escasas energías disponibles en su alma y cuerpo le impidieron repetir la llamada. La espera resultó corta: cinco minutos de cierto anhelo incierto. La puerta se abrió con lentitud y alguna queja oxidada de sus goznes. —¿Qué desea? —pregunto la voz de una singular especie de mayordomo. Y lo juzgo raro por la toba que bruñía el atavío del sirviente, ya que por la misma vestimenta era de suponer que el caserón que gobernaba, tal personaje, tenía podridas las entrañas estructurales, como si éstas se hundieran poco a poco, igual que se vislumbraba, en el cuello negruzco de su camisa, el lodo económico de sus dueños. El albedrío caritativo está por ver, debió pensar el hombre, ya que sus dos únicas palabras, disminuidas por la impresión de lo visto, se acogieron a lo imprevisto: —Tengo hambre. El mayordomo franqueó el paso al hombre y, abriendo una puerta aledaña, le ofreció pasar a un amplio recinto. Después cerró la puerta y se fue, no sin antes decirle, con voz apática, que esperase mientras anunciaba su
  • 18. Página18 presencia y la necesidad de comer que traía. Aquel espacio, aposento de todos los fríos y saturado de penumbra, parecía ser el taller de un pintor, a juzgar por las emanaciones que surgían de aguarrás y pinturas. El hombre logró adaptarse a la luz, distribuida ésta por rayos celestes que se introducían a través de pequeñas ventanas, tupidas éstas, en parte, por cuartillos atorados; esto debido a la herrumbre de sus charnelas. La escasa luminosidad parecía dispuesta con el propósito de descollar los lienzos. Éstos semejaban descolgarse, agotados por el paso de los tiempos, tal si pretendiesen huir de las gruesas arañas que se intuían, ocultas, entre los recovecos de sus simétricas y bellas urdimbres. No hay mayor estímulo para las hambres que ponerles los alimentos al alcance de la vista, tras vidrieras impenetrables, sin posibilidad de tener acceso a catarlos. Y las hambres de aquel hombre, además de muchos años tenían ojos. Una mirada que, suspendida sobre aquellos bodegones plasmados en las telas, extraído el fulgor de los mismos por la estrategia lumínica, puso en el cerebro del hombre una certeza: la planitud de la pintura tomaba relieve ante él. La carne de aquella olla —ésta hirviendo sobre la trébede que posaba sus patas entre la viveza de las ascuas— era una carne que bien admitiría una dentellada. Los motivos de otros bodegones: frutas, vinos..., y las palmatorias que tenían sus velas encendidas para lucir los lomos de las hogazas y relumbrar la hoja del cuchillo, turbaron la mente del hombre. No obstante el hombre logró contener sus impulsos; el poso de su razón le hizo creer que el mayordomo no tardaría mucho en traerle las sobras de una mesa bien surtida; incluso, se dijo, que también le traería una vasija con agua potable. El hombre sosegó su espera; aunque su esperanza se difuminase por el tiempo, y tomara, para guarecerse, los telones que cubrían otros cuadros y morrallas. A falta de reloj y calendario, y menos poder observar a la luna para medir el tiempo, el hombre comprobó que las noches dentro del estudio de pintura eran muy largas, y que por la estrechez de las celosías ya habían transcurrido tres amaneceres. El mayordomo seguía sin aparecer, siquiera con un mendrugo. Y los alimentos que se plasmaban en aquellos lienzos parecían guisados con esmero y sanas especias. El hombre acercó sus manos al calor de las ascuas que, de veraz aspecto en la pintura, lograron poner calor en las yemas de unos dedos que apenas se sentían entre sí. Ante tal sensación calórica el hombre adquirió una nueva razón: los sabañones de sus dedos se despertaron y exigieron ser restregados mutuamente. Tal estímulo despertó en el hombre otra idea. Se puso a buscar entre los útiles de pintor y halló las espátulas que antaño deslizaron los colores sobre las telas. Tomó con decisión la que le pareció más limpia y se dispuso a rascar sobre los alimentos que se lucían en los cuadros. Las arañas, atemorizadas ante el improvisado cucharón que blandía el hombre, huyeron por la lisura de sus hilos.
  • 19. Página19 La carne de aquella olla, obtenida en gruesas virutas, puso calor y sabrosura de guiso en el paladar del hombre. El estómago humano comenzó a reír con gratitud. Las frutas, los vinos y el resto de alimentos, todos pintados con pinturas al óleo, fueron desapareciendo de los lienzos a medida que las luces del día se apagaban. Las llamas de las velas, pintadas en los cuadros, comenzaron a lucir, con luz y calor propios, en la oscuridad nocturna del recinto. La mente del hombre así lo vio mientras se apagaba su vida. La puerta del salón de pintura fue abierta el diez de enero. El mayordomo abrió sin dificultad, el cometido que portaba era el de colgar un cuadro retirado de otra pared. No recordaba que días antes había dejado allí al hombre. El sirviente contuvo su sorpresa..., o quizá no se asombró. La indolencia es así. Al ver el deterioro de los bodegones soltó un juramento; después maldijo al hombre. Abrió una puerta trasera, dispuso el cuerpo del difunto sobre una carretilla y, después de transportarlo hasta un recoveco de la ribera norte del río, lo arrojó sin miramientos ni disimulo. El caserón se veía a lo lejos. Las autoridades judiciales cedieron a la ciencia el cuerpo del hombre, éste sin documentación que lo identificara. La ciencia descubrió que el hombre había muerto por un ataque agudo de plúmbeo-estomacal: o sea, todo el plomo con el que se habían amalgamado los óleos habían apagado sus hambres y su vida. La ciencia también afirmó que mejor así, porque, de haber pasado el plomo a la sangre y de ésta a los huesos, el hombre habría sufrido tanto como los romanos borrachos antes de fenecer, ya que, trasformada la enfermedad en saturnismo, la soldadesca del lejano imperio moría, brindando con vino caliente en copas de plomo, ante el dios Baco. Mientras tanto, el mayordomo trató de subsanar el deterioro de los bodegones, por así decirlo, y esconder a los dueños la realidad. Se le ocurrió pegar recortes de periódico donde antes estuvieron los alimentos, y el resultado no le pareció mal. Los bodegones pasaron a ser obra de arte sin definir; no obstante los expertos en pintura ascendieron su valor monetario en un millar por ciento, y si antes valían cero euros, pasaron a valer mil veces nada. Los valores pictóricos dependen de los marchantes. Aun así, como las valías increíbles tienen un precio oculto, los ingresos monetarios por las renovadas pinturas sirvieron para reconstruir la casona de tan pesado y broncíneo aldabón. Está claro que el mérito se debe al sacrificio del hombre; no obstante el mayordomo y el mercader litigan por apropiarse de la leyenda. La autoría de ésta se ríe a pesar de todo, porque con la risa se desarma a todos los dioses y sus demonios. El título es claro y conciso: esta historia que he narrado es increíble. Pero he de intentar que mi fábula se llegue a creer sin lograr que se use para la ofensa. Sólo deseo que sirva para divertir y evitar que distraiga la realidad de cada pensamiento.
  • 20. Página20 No deseo que mi cuento atore los cerebros, igual que al espíritu libre lo ciegan otras fábulas, escrituras nombradas divinas que, en manos de testaferros indeseables, hacen creer lo increíble de sentirse como seres elegidos, sobre otros, para masacrar a éstos. Os aseguro que mi relato no proviene de visiones sobrenaturales, aquellas que nacieron para avalar tanta violencia e intrigas sobre siglos de humanidad, porque, de seguir así... Pobre lobo. Luis Carlos Blanco Izquierdo Los fantasmas que te habitan
  • 21. Página21 EL FORASTERO QUE VINO A CASARSE “El que a pueblo ajeno va a casar o va engañado o va a engañar”, es lo que viene diciendo el refrán desde hace muchos años aunque yo no me atrevo a aventurar que el lector llegue a sacar esta conclusión de la historia que me dispongo a contar. Debió de llegar al pueblo por el tiempo de la vendimia, dado que la mayoría de vecinos no advertimos su presencia sino tras aquellos días de mucho ajetreo y mucha animación con tanto foráneo como había acudido para la recolección de la uva. Cuando el pueblo recuperó su tranquilidad habitual la figura del forastero se hizo patente y empezamos a preguntarnos quién era, de donde procedía y qué venía a hacer entre nosotros. Supimos entonces que paraba en casa de doña Juana Gaitán, una señora muy puesta que no hacía mucho se había establecido en el pueblo con su segundo marido, procedente de Madrid. El forastero venía también de la Corte y había sido muy amigo del primer marido de la señora y también poeta como él, razón por la cual su persona acicateó mucho más nuestra curiosidad. La cosa es que de pronto empezó a correr por los mentideros el rumor de que cortejaba a la hija de doña Catalina de Palacios, la hermana de don Juan, el cura-párroco, rumor por cierto bastante sorprendente que no era fácil de creer dado que la muchacha no había cumplido los veinte y este señor andaría rondando los cuarenta. No hacía mucho que había muerto el padre de familia dejando a la viuda con tres hijos, dos varones por debajo de los diez años y una hija en edad casadera, con lo cual quiero decir que aquella casa precisaba de un hombre como Dios manda que preservara el orden dentro de ella y la hiciera prosperar adecuadamente a fin de que todo el mundo la siguiera respetando. Pero a un sujeto como el forastero, que no iba a tardar en peinar canas, no le veíamos con las aptitudes necesarias para tal cometido, pues al hecho de ser capitalino y a la diferencia de edad tan notable con la novia, como he apuntado, había que añadir que tenía casi inutilizado el brazo izquierdo. Con tantos años y esa tara, poco tiempo le quedaría ya para salir al campo y mal se había de valer para manejar las caballerías y aricar los majuelos y podarlos y luego vendimiar y todo lo demás que no es poco en el quehacer permanente de todo labrador que quiera llevar sus cosas como es debido. A no ser que trajera posibles con los que pagar a jornaleros que trabajaran en su lugar si es que al fin se hacía cargo de aquella casa. Aunque todas estas consideraciones de seguro que sobrarían pues más probable fuere que, tras la
  • 22. Página22 boda, se llevara a la joven esposa al lugar de donde procedía, a vivir otra clase de vida menos fatigosa y aburrida y más próspera a poco que la fortuna se pusiera de su parte. En último término, sabios tenía nuestra Santa Madre la Iglesia, como siempre los tuvo, que podrían explicar aquel misterio mejor que nosotros, que no pasábamos de ser aldeanos pobres e ignorantes. Quiero decir que allí estaba el pariente sacerdote que, por cercanía y autoridad, llevaba toda la ventaja para conocer las intenciones y propósitos del pretendiente, amén de tener bajo su exclusivo gobierno el confesionario, punto al que todos los cristianos de bien acaban acercándose y desvelando sus verdades interiores, hasta las más ocultas y extrañas, cosa que en algún momento digo yo que haría el que aspiraba a convertirse en su sobrino. Hasta que inesperadamente un domingo a primeros de noviembre, a punto de concluir la misa mayor, el celebrante se vuelve hacia los asistentes y se pone a leer unas amonestaciones con la noticia ya verdadera de que el forastero y su sobrina se casaban. Todo el mundo nos quedamos de piedra. ¡Pero si el noviazgo había sido visto y no visto dado que no hacía ni tres meses que el novio había llegado al pueblo! Aquello fue un bombazo. Por toda la iglesia surgieron los cuchicheos e insistieron las miradas de sorpresa sobre todo entre las mujeres que eran las que con mayor interés seguían esto de los casorios. Ni que las dos familias se conocieran de siempre cuando no se conocían de nada. ¿No sería que los futuros contrayentes se habían comido el pastel antes de tiempo? Algunos aventuraron por lo bajo que quien más prisa había tenido en rematar el negocio había sido la madre, que parecía que la que había de meterse en la cama con el pretendiente era ella y no su hija. Algo de verdad sí que debía de haber en esta opinión pues no había más que verla, según decían, cada vez que su futuro yerno abría la boca, una boca tan bien hablada, que parecía que iba a derretirse como un helado. Claro que reciente como tenía la muerte del marido, que no llevaba ni un año de viuda… De pronto doña Catalina de Palacios habría comprendido que los años se le echaban encima y habría acabado obsesionándose con poner cuanto antes un varón al frente de su hacienda… Aunque quien sabe si con tanta prisa por casar con el primero que se lo había pedido no estaba metiendo la pata. Si así sucedía, ella sería la responsable única. A la hija, al fin y al cabo, no le quedaba sino agachar la cabeza y obedecer. Catalina, si bien era muy joven, no propendía a la rebeldía, tan propia de la juventud, porque era buena chica y para mí que algo pánfila. Una cosa más puedo añadir sobre este punto. Los hidalgos no debieron de ver con buenos ojos aquella relación. Incluso se sentirían ofendidos. Y es que yo creo que más de una familia había puesto los ojos en Catalina para emparejarla a no tardar con alguno de sus vástagos, que sería a fin de cuentas de edad más apropiada que la de aquel desconocido que de la noche a la mañana se había presentado en el pueblo con una mano delante y otra detrás, como decían no pocos. Lo digo porque al conocerse el noviazgo entre aquella pareja tan desparejada, a la familia, sus iguales de abolengo comenzaron a hacerle el vacío, como si se sintieran despreciadas al preferir a un forastero, viejo y manco por más, antes que a uno de sus hijos. Con el aislamiento lo que pretendían decirle era: “¿Ah sí? Pues con tu pan te lo comas”. El recién casado no tardó en convertirse en un vecino más o sea en
  • 23. Página23 uno de los nuestros. Era simpático como el solo y muy bien hablado, vamos, que labia no le faltaba, como no tardamos en comprobar también los asiduos de la taberna en cuanto con el paso de los días empezó a frecuentarla. Decía que no era por alabarnos pero que no había probado vinos como los nuestros. Con el segundo trago se ponía a contar de sus andanzas y no paraba. Mira que había recorrido mundo que hasta en Nápoles y en Florencia y en Génova había estado, y en Portugal donde a punto estuvo de que el Rey le recibiera. No sé si esto último no sería tirarse el moco para dárselas de muy importante. Una noche en que ya andábamos un poco cargados le propusimos la apuesta de a ver si era capaz de distinguir a ciegas tres vinos diferentes, que si acertaba no tendríamos inconveniente en nombrarle mojón principal del pueblo. Pues acertó sin vacilar. Qué nariz y qué paladar los suyos. Otra noche vino a contarnos en medio de un silencio expectante que lo del brazo se lo habían hecho los turcos luchando en la batalla de Lepanto. Pero en lugar de decirlo como con pesar —al fin y al cabo se trataba de una mutilación para toda la vida—, los ojos le brillaban de entusiasmo y al final se emocionó tanto que le brotaron las lágrimas, hecho que arrancó también las de muchos de los presentes. Creo que fue en el pueblo, a raíz de contar esta última historia, tan proclives como somos los aldeanos a estas cosas, donde le colgaron el apodo con que se haría famoso en el mundo entero. Y para remate, otra noche contó que, regresando a España por mar desde Italia, los piratas le habían hecho prisionero y había estado cautivo nada menos que cinco años en Argel. ¡Cinco años, se dice pronto, bajo la bota del turco! Había que ser un tipo entero y con aguante para haber sufrido todo aquello y haber sobrevivido. Madre mía, que vida tan extraordinaria la del forastero, pensábamos sobre todo los que como yo no habíamos salido nunca del pueblo que se nos quedaba la boca abierta escuchándole. No era extraño que hubiera encandilado a la madre antes que a la hija. Si en un principio pudimos sospechar que todo cuanto nos contaba sobre su vida, buena parte de ello podía ser pura invención, con el trato y la confianza, acabó convenciéndonos de que era un tío cabal. Es que además entendía de todo como no fuera de lo que más debía entender de allí en adelante que era de la tierra y de laborar las viñas. Ahí veíamos otro inconveniente para despejar el último recelo sobre su persona porque no sé yo si sabría siquiera que el vino que bebíamos procedía de los majuelos que florecían cada primavera a tan poca distancia de la taberna. Se nos hacía muy cuesta arriba pensar que un hombre así que había conocido tantas cosas de las Españas y del mundo viniera a encerrarse para siempre en un poblacho como el nuestro. Aunque ni por asomo cuadraba su aspecto con el de un malhechor o un calavera, ¿no vendría huyendo de algo o escondiéndose de alguien? De manera que el misterio que nos ofreció a su llegada se fue espesando hasta convertirse en un verdadero enigma. No creo que estuviera tan enamorado de la muchacha como para condenarse el resto de su vida a vivir de la agricultura. Era poeta, sí, que bien se veía que de letras entendía, por las cosas que decía y por como las decía, y que los poetas buscan la soledad y el vino para inspirarse, y el pueblo tenía las dos cosas. Pero no solo de hacer poesía vivían los poetas y menos este, tan comunicativo y con tanta letra pequeña.
  • 24. Página24 Dos años duró el misterio. Dos años apenas mandando como cabeza de familia en la casa de doña Catalina de Palacios, y de la noche a la mañana el manco desaparece sin dar explicaciones ni dejar rastro. Al pájaro viejo no le sacas las plumas, que dice otro refrán. En algún momento la vida tranquila y rutinaria se le había trocado en cautiverio, palabra que tan malos recuerdos despertaba en su conciencia, o fuera, quien sabe, que en su corazón se había enfriado prematuramente la calentura del amor tras el flechazo y el rápido noviazgo, y por tanto, “acabados los higos, pájaros idos”. Pobre Catalina, tan joven y ya sin marido. Cuando acudían a la iglesia los domingos podía verse a la madre y a la hija, enlutadas y cogidas del brazo, como si el marido de la última también hubiese muerto, la madre con el rostro medio oculto entre los pliegues de la mantilla y la hija cabizbaja. Con qué caprichosa ligereza el destino juega a veces con la felicidad de las personas. Luego siempre estaban los duros de corazón, los tocados de insana malicia, que trataban de sonsacar a los más inocentes de la familia: —Eh, Paquillo, ¿y tu cuñado cuándo vuelve? —le preguntaban con sorna al mayor de los hermanos de Catalina, que apenas contaba diez años, mientras jugaba en la calle con sus amigos. Y el muchacho se quedaba mirando al preguntón con cara de alelado sin saber qué responder. Alguien dijo entonces que en la Corte el manco había estado liado con una casada, tabernera por más, de cuya relación había nacido una criatura. No sé… Félix J. Alonso Camarero El jardín de Eolo Realidad o ficción. Todas las imágenes son mentira; la ausencia de imágenes también
  • 25. Página25 ISÓSCELES Encontramos a Dueñas en medio de un charco de sangre detrás de la tapia de la fuente, la cabeza machacada con aspecto de balón de rugby, los brazos en cruz como si hubiera querido emular al cristo que presidía el aburrimiento de las clases. Aunque el cadáver, en posición de decúbito supino, estaba vestido de calle, las perneras del pijama sobresalían por debajo del dobladillo del pantalón arrugado. Comenzamos a buscarle muy temprano, intrépidos, con la mosca detrás de la oreja por su ausencia. Burgos, el hijo del mayor terrateniente de la región, comentó que el caso saldría en la prensa. Todos nos asustamos con la imprevisión de las consecuencias, conmovidos por la suerte funesta del finado. Pasaron más de cinco minutos hasta que el hocico de hurón del hermano Dalmacio apareció. Se le escapó una blasfemia voluminosa y todos nos reímos por lo bajines. El cielo, encapotado de repente en la mañana de mayo, disecó dos cuervos en el celaje agrisado de las nubes y un chirimiri de pacotilla se obcecó en cubrir el lugar de los hechos. Poco después se aproximó el resto de los hermanos con el resabio de la merienda todavía en el paladar, pero ninguno se quejó ni expelió injurias hacia la bóveda del universo. Se dedicaron simplemente a acariciarse el mentón en pos de una explicación, de una coartada de cara a las indagaciones de la policía o de una solución a la endemoniada adversidad que se cernía sobre la institución. La ambulancia derrapó en una esquina de los jardines que decoraban la parte izquierda del edificio. Un par de hombres bajaron con prisa de trolebús y solo pudieron refrendar la notoriedad del óbito. La camilla, manchada con lamparones granas, acogió el rostro de Dueñas que mostraba un rictus de rabia en el despropósito de la boca. También surgió una patrulla de la policía dentro de un coche sin distintivos. Un hombre con tripa de peonza charló a solas con el padre Silvano, que ese año era el director, y se fue por donde había venido sin dirigirnos la palabra. Al poco fuimos a la capilla y rezamos una oración por el alma de nuestro compañero. La penumbra del altar se evaporaba con la luz vespertina que penetraba por la estrechez de los ventanucos y el murmullo de las voces, atónito, amarraba un embrollo de recelos agrios a la toba de las bancadas. Ha sido Espinosa, y una catarata de suposiciones gratuitas se despeñó por la garganta de Burgos, el rabillo del ojo posado sobre el aludido, las ratas de la cocina contentas con la recompensa de los desperdicios. La cena transcurrió sumergida en un océano de silencio sepulcral. Solo se oía el anhelo de la sopa sorbida a lengüetadas, los flequillos amorrados sobre los platos de peltre, las cejas de los
  • 26. Página26 comensales preñadas de inquietud. Los ochenta y siete internos conformamos las filas de siempre y fuimos a la zona de los dormitorios con el orden pretoriano habitual. Allí los revoltosos se ensañaron con la funda áspera de las almohadas y las ganas de cotillear se ensamblaron con la rebeldía de la adolescencia. Esa noche el reloj carillón que marcaba con sus nueve toques el inicio del reposo sonó diferente. Las planchas de metal retumbaron con retintín de esperanzas truncas y el artesonado del techo crujió con insolencia de bruja. Alguien cuchicheó en la esquina derecha de la sala, pero fue acallado con un juramento por el cabo celador que vigilaba el ritmo de las respiraciones. La mudez devino sobrecogedora y la imaginación se agigantó a vuelapluma sobre el galimatías de los cabeceros. El sueño se demoró en el rincón más recóndito de mi memoria y, antes de dormirme, recordé mi última conversación con Dueñas. Era un chaval rubicundo de trato afable que jamás se enfadaba, el buen humor intacto, los paquetes de la familia rellenos de longanizas caseras. Solíamos compartir con frecuencia, en el descanso del estudio, un bocadillo de salchichón o de chorizo. En general sacaba buenas notas y prometía de lo lindo, según las lisonjas que de continuo le regalaba el hermano encargado de las matemáticas. Nunca se entrometía en las peleas del patio y, si le preguntaban por el que había empezado la gresca, se parapetaba en un silencio cómplice de nicho mortuorio. Ha sido Hernández, y Burgos cambió de opinión al día siguiente, la barahúnda del amanecer trufada de hipótesis grandilocuentes, el gusano de las sospechas emperrado con la pelusa de las camas. Los compañeros se dividieron en dos facciones dentro del guirigay cáustico de los aseos. Los amigos de Espinosa acudieron a la llamada del aludido y defendieron a capa y espada el albor de su inocencia. Los camaradas de Hernández amusgaron los ojos y taladraron a los enemigos sin dilación. La batalla, principiada, enconaba el vigor de los bandos, pero la sangre no llegó al río. El hueco abismal de Dueñas explotó de sopetón y masticamos las galletas del desayuno despistados como cervatillos. Un pánico alborotado se fue hincando en las nucas y la congoja, dispuesta a todo con tal de salvar el pellejo, se lanzó sobre el territorio del crimen. El hermano Dalmacio notó algo con su peculiar perspicacia, los nudillos chasqueados, la tenacidad de los preceptos cumplida a rajatabla. Sus iris, arrebatados por la falta innata de alegría, estaban acostumbrados a demoler con el martillo de la barbilla cualquier atisbo de algarada. Nos observó con detenimiento mientras bebíamos la leche y una incertidumbre mucilaginosa culebreó por su cerebro de oso colmenero. Sin embargo, tras la oración que agradecía el hecho de habernos despertado vivos, fue el hermano Silvano el que nos echó un rapapolvo de tomo y lomo. Las quejas, inauditas, extrapoladas, encastraban la mezquindad de sus propias miserias en la peculiaridad de nuestras personalidades quinceañeras. Al final de la perorata anunció la visita de la policía a lo largo de la mañana, y los consejos, rebozados en la manteca de su pavor, empalmaron la chismografía de los concurrentes con la enormidad de la desgracia. Ha sido Burgos, y el ariete de mis palabras se estrelló contra las taquillas del pasillo, las quince caras vueltas del revés en torno a la concisión de la acusación, la excitación frondosa por la presencia inminente del comisario. Un cincuentón atocinado de pelo cano se dirigió a nosotros con un discurso
  • 27. Página27 de sílabas encariñadas. Le imaginé, repantingado en el sofá de su hogar, explicando a un vástago de nuestra edad los pormenores del código penal. Aparentaba el afecto franco de quien nunca ha arrancado, por el mero placer de hacerlo, las patas a una rana agónica. Entonces comenzó a interrogarnos, en privado, uno a uno. Cuando llegó mi turno, todos me miraron con el asombro calcado en el fondo del espíritu. Aguardaban la cuchilla envenenada de las aseveraciones, la fertilidad ubérrima de la enjundia y el tono gallardo que caracterizaba mi vida en el internado. Burgos me acribilló con sus ojeras de cachalote, pero me ofreció la mano en un acto de caballerosidad inusual. Los fuertes se situaron al rececho de la caricatura de los débiles y la puerta del director permaneció entornada por si las moscas. Tragué saliva y entré al umbral del purgatorio. El comisario, risueño como una ternera recién amamantada, me invitó a sentarme en la silla de anea en cuyo respaldo el hermano Silvano nos colocaba para zurrarnos a voluntad con una vara punitiva. Luego me convidó a un caramelo de menta que acepté. La baba se engolosinó con la redondez de la chuchería y el abismo de la existencia se bosquejó a tiro de piedra. Dejó pasar un minuto antes de hablar y, cuando lo hizo, sacó a colación a mi madre. Entonces comentó que la conocía de los viejos tiempos, que eran primos lejanos y que muchas veces se saludaban en la calle con efusión de parientes. Supuse que me hallaba ante la táctica de un sabueso experimentado en ganarse la confianza de los sospechosos, que todo lo que decía era mentira y que me consideraba metido en el ajo hasta las cartolas. Las interrogaciones, tras el lapso de educación arraigada, se deslizaron por los hábitos cotidianos que primaban en el colegio. Me preguntó por el rigor de las clases, por las zancadillas de los partidos de fútbol, por el grosor de las rencillas y por las envidias vinculadas al favoritismo de los hermanos. La templanza de mis contestaciones se erguía contundente y la lengua, ávida por acabar con la retahíla de las inquisiciones, se mezclaba con la pose de cristo extinto de Dueñas escondida en el laberinto de la mente. ¿Has sido tú, chaval? y el arado de la puntilla surcó la ingenuidad de mi frente, el no tajante, el blancor de los almendros enamoriscado en las fincas al edificio. Esa noche la sopa de la cena vibró con fantasías íntimas de asesinos crueles y las cucharadas se colmaron de presagios entre los tropezones de pan frito. Burgos reviró los ojos con un disgusto palmario en el cadalso del ceño mientras sus partidarios, arrollados en un halo de bienaventuranza, plantaban el busilis de la cuestión entre Espinosa y Hernández. Al cabo, un sosiego de ultratumba patinó por las coronillas con los nueve aldabonazos que marcaban, recios, casi traidores, el comienzo de la absolución del silencio. Pensé en mi madre y en sus penurias económicas para alcanzar con desenvoltura el final de cada mes. El esfuerzo de sus gestos, hastiado con el trabajo de dependienta en una tienda, discordaba con la mediocridad de mi rendimiento escolar. Desde que mi padre se fugó con otra mujer, había una distancia infranqueable entre nosotros, una carantoña extraviada o tal vez un recodo de secretos indecibles en la cúspide de un amor jamás prescrito. Me besaba cada lunes en la verja del colegio, pero sus labios de alhelí se posaban solo una fracción de segundo sobre mi carrillo. Nunca me llamaba entre semana. El teléfono de la crujía, ocupado por otros condiscípulos más afortunados, balanceaba la pena en el columpio de la soledad. En las vacaciones navideñas me recibía con los brazos abiertos y me
  • 28. Página28 entregaba un paquete envuelto en papel de regalo. Dentro había una camisa con cuello de tirilla, idéntica año tras año, que se encajaba en la simetría de mis hombros antes de que cenáramos zambullidos en una atmósfera tan espesa como la mermelada de higos preparada por ella en primavera. De todos modos, guarnecí el instante nocturno con un turbión de melancolía atávica y fijé el escrúpulo en el recuerdo de la habilidad congénita, ensalzada por propios y extraños, del regate del occiso. Burgos me mira con ojos raros, y la avaricia del coraje se apoltronó en mi ánimo tras la confesión de Dueñas, la camaradería robusta, las chicas expatriadas en la inmensidad remota de otro internado. Jugaba de defensa en el campo. Debajo de las medias, subidas hasta la frontera velluda de las rodillas, se colocaba unas espinilleras traídas por unos primos de la capital y aguardaba a los delanteros con porte de titán. Cuando se echaba a suerte la composición de los equipos, todo el mundo le quería a su lado. Se merecía la fama que le rodeaba, la estrategia excelente, la puntería de los disparos avezada. Si el marcador se ponía en su contra, corría como un descosido con elegancia de antílope, derrocaba el infortunio mediante la sublevación del brío y llenaba la asignatura del honor gracias a una avalancha de ímpetus. Escupía por doquier y a menudo soltaba exabruptos inéditos que nos sorprendían por la maña de su léxico. Blandía una risa de cuy en el marfil de las paletas y aturullaba el aliento con jadeos de chucho asilvestrado. Burgos, mientras tanto, destrozaba los padrastros de sus uñas en la cárcel de los reservas, sin disimular la cara larga al quedarse fuera del reto del cuero. El entrenador, sin apiadarse de ningún pelele, lo había dejado bien claro desde el principio, o se echaban las entrañas por la boca, literalmente, o a chupar banquillo. Imponía una disciplina imperativa y zanjaba los favores con un ramo de improperios recolectados en el terruño del infierno. Entre Burgos y Dueñas existía una tirantez que excedía las reglas juiciosas del balompié. Los nervios hervían a flor de piel en el descanso. No se dirigían la palabra en todo el partido, pero cualquiera con dos dedos de frente podía palpar el afán de la tensión que les abrumaba. Un zarpazo de celos precipitados arañaba mi ser al otear el devenir del mundo y el sexo, vapuleado por la copiosidad de las masturbaciones, amodorraba el cricrí de los síes en cuanto se cerraban las puertas del dormitorio. Prefiero estar contigo, y Dueñas asomaba su visaje de querubín por encima del cobijo de mi manta, el sonsonete de los gemidos circense, el zigzagueo de las manos envalentonado por la picardía de la connivencia. En la madrugada del día de marras, Dueñas y Burgos burlaron la vigilancia del cabo celador y se escaparon por una ventana. Se enfrentaron a una aventura de gigantes en medio del crepúsculo matutino, las pelvis indómitas, las estelas de la eternidad vehementes. Enseguida, detrás de los ciruelos, se besaron apabullados. La pasión se almidonaba por la frescura del relente y la vara de los castigos, apoyada en el atril del hermano Silvano, se difuminaba lejana. Hablaron del futuro con astucia de gatos, y la miel de los labios, acaramelada con dulzor de pera madura, expuso los pros y los contras de la fidelidad a la pata llana. Habían llevado la manta basta de la cama y se arroparon con ella detrás de la tapia de la fuente. Un duermevela de felicidad exuberante se explayó encima de la hierba porque el miedo a la vergüenza, talado por el hacha
  • 29. Página29 del arrobo, azuzaba el alborozo de las promesas. Oyeron unas campanadas que engalanaban otro tiempo distinto al del reloj carillón mientras las ideas, hermoseadas, desordenadas por el sigilo de las prioridades, se bañaban en la candidez de sus almas. Los vi desde mi puesto de espía del tercer piso y permanecí alelado, barnizado por un lustre de enojo y consternación. En ese momento me sentí el lado desigual de un triángulo isósceles. Me desguindé por la ventana utilizada por ellos y fui a su encuentro con los ojos nublados por la fárfara del espanto. La discusión se desbarató de inmediato con rezongos de órdago a la grande y la furia terminó regada sobre la cabeza de Dueñas con una piedra de aristas filosas. A la postre, la maraña del vértigo se apareó con la ventolera de los golpes y Burgos, desorbitado, lacado por una palidez de momia, detuvo la locura agarrándome la muñeca sin saber qué decir. Después, pasmados como fantasmas, regresamos a toda pastilla al refugio solitario de las sábanas. Ha sido Jiménez, y la reputación de bocazas de Burgos astilló el oxígeno en el comedor, la verdad jaleada por la pandilla de los adláteres, el porvenir de mi apellido encadenado a un reformatorio de normas draconianas. Jorge Saiz Mingo Veladura de matices y la tenue luz lleva la imagen evaporada a tu retina Anábasis o expedición hacia el interior
  • 31. Página31 Viernes Santo Ya es completamente de noche y fuera debe hacer bastante frío, a juzgar por cómo se empaña el cristal con nuestra respiración acelerada y arrítmica. Por fin parecen tranquilos y está claro que ya alcanzaron su meta. Desde la ventana de mi salón, en el tercer piso, la vista es perfecta. Ahora sí que están alineados y cada cofradía custodia sus pasos en el orden en que los tendríamos que haber visto desfilar en la plaza, hace ya más de tres horas. Me lo sé de memoria y los intuyo uno a uno, aunque no los alcanzo a distinguir al completo, porque la fila se extiende a lo largo de toda la calle como una serpiente de colores vivos. Cristo azotado, humilde, coronado, nazareno, despojado, que perdona, crucificado, que musita las Siete Palabras, ensangrentado, descendido, en los brazos de su madre, a la vera de su cruz desnuda, yacente en el sepulcro… Son todos y lo ocupan todo, carretera y aceras de ambos lados. Por el jaleo que se escucha abajo intuyo que ya están forzando el acceso al portal. Abro la ventana y me incorporo sobre el alféizar para ver lo que ocurre. Un par de penitentes descalzos de gran envergadura se están valiendo de una cruz de hermosas dimensiones para forzar la puerta. Cierro de golpe la hoja porque el puzzle de capuchones vuelve la cabeza a lo alto para contemplarme. Por la estridencia del ruido de cristales, que seguramente han volado contra el suelo con los embates, creo que ya han logrado franquear la entrada. Margaret, que ha empalidecido de forma patente, no consigue apartar la mirada de la puerta de casa. John, por su parte, la abraza con fuerza mientras en su cara se van dibujando los rasgos del horror. Yo recuerdo ahora que mi única vecina de planta me dijo hace tan sólo un par de días que se iba a pasar la Semana Santa a la casa de su hermana en el pueblo. Los golpes secos y acompasados de los tambores retumban ya en las paredes del piso segundo y están aporreando con fuerza mi puerta cuando se me ocurre pensar en el daño que pueden sufrir las valiosísimas imágenes como intenten encajarlas en el ascensor y no las suban a plomo por las escaleras. La tarde estaba fresca cuando llegamos a la Plaza Mayor y todavía había bastantes huecos entre las sillas que habían habilitado para que locales y foráneos asistiéramos con cierta comodidad al paso de las treinta y dos imágenes y diecinueve cofradías que conforman la Procesión General de la Sagrada Pasión del Redentor, uno de los actos culminantes de la Semana Santa. La ciudad, como todos los años, llevaba varios días agitándose bajo un ambiente sacro y contrito. El asfixiante humo de los tubos de escape había cedido su espacio a las emanaciones balsámicas de los
  • 32. Página32 incensarios, y cofrades y penitentes, que habían arrebatado a los coches su espacio natural, atravesaban vías y plazas en un intrincado ir y venir de capas de raso, velones llameantes y golpes de tambor reiterativos y secos. Ocupamos nuestros asientos en un lateral de la plaza. Yo me entretenía, bien mirando la sorprendente crestería del edificio del Ayuntamiento, en la que no había reparado antes a pesar de lo distinguida que me parecía ahora, bien tratando de descifrar alguna conversación o bisbiseo de los que se sentaban en los asientos aledaños. Muy bajito, escuché que John le comentaba a Margaret que seguía fascinado por el realismo de algunas de las imágenes que veníamos contemplando estos días en el gran teatro de la calle. ―Son bastante crudas, pero a la vez resultan tan bellas ―susurraba a su oído mientras repasaba en su cámara digital las instantáneas atesoradas durante estos días. ―Perdona que me entrometa, John. Es el modo que tenían de avivar la fe de los fieles ―apunté a mi amigo para tratar de justificar una forma de arte que sólo se ha manifestado en nuestro país, al margen del resto de Europa, y que a buen seguro tiene que resultar difícil de digerir para los que no lo han contemplado como un hecho cotidiano toda su vida―.Y viendo cómo está la plaza ―completé― se podría decir que la Iglesia sigue exacerbando a sus devotos muchos años más tarde. Margaret, un ángel de veintiún años, tez blanca, cabellos rubios y ojos pardos que se había traído John a mi casa como compañera de viaje, comentó que este gusto por exhibir en las calles cuerpos escarnecidos y sangrientos le provocaba mucha angustia. Se explicaba así: ―No sé, estar aquí ahora mismo. Es como si de un momento a otro fuera a dar comienzo uno de esos horribles autos de fe de un tribunal inquisidor y el destino nos hubiera elegido a nosotros para presenciar el juicio a los reos. Sólo de imaginarlo siento escalofríos ―decía con cara de angustia y abrazándose con unas manos delicadas de finos y delgados dedos. ―Qué exagerada eres ―la besó tiernamente John. ―No te preocupes, Margaret ―intervine de inmediato―. Mañana iremos a pasar el día fuera para que contemples el cielo luminoso de esta tierra y los enormes campos de cereal que se extienden a escasos kilómetros. Ya verás cómo dentro de poco estas procesiones quedan en tu recuerdo como una curiosidad más de un viaje de primavera a otro país. Luego los tres permanecimos en silencio, ensimismados en los pequeños entretenimientos que teníamos a mano: John manipulando su cámara de fotos, Margaret ojeando una guía que nos habían dado al adquirir las localidades y yo contemplando cómo las nubes iban dibujando o desdibujando perfiles caprichosos en un cielo que parecía pintado a brochazos púrpuras y naranjas. Porque sentía que mis pies y mis piernas se empezaban a entumecer, se me ocurrió echar un vistazo al reloj de la torre del Ayuntamiento, al que faltaban tan sólo cinco minutos para marcar las nueve menos cuarto de la noche. Si no me fallaban los cálculos, en escasos minutos harían su entrada los primeros hermanos de la Cofradía de la Sagrada Cena, precedidos por un piquete de la Guardia Civil a caballo y con uniforme de gala, recordando la participación en el
  • 33. Página33 pasado de las fuerzas de seguridad para garantizar que las gentes se apartasen al paso del cortejo; pero no fue así. El tiempo iba pasando, el cielo ennegrecía deprisa y el aire, con la ausencia de luz, se iba volviendo gélido y espeso. Resultaba cada vez más incómodo permanecer en esas condiciones a la espera de un acontecimiento que no tenía prisa por comenzar. Mucha gente, igual que nosotros, se empezó a mostrar impaciente. Unos se pusieron de pie, otros silbaron y muchos alzaron las voces lanzando fueras y reclamando que comenzará el espectáculo o que devolvieran el dinero. Los de la organización, hombres que se distinguían por ir vestidos con traje y medallón distintivo de la cofradía colgado al cuello, se movían de un lado a otro desconcertados y solicitando a la audiencia un poco de calma. El murmullo de cornetas y tambores que había estado cercando la plaza durante más de una hora apenas ya se intuía a lo lejos. Ante aquel tumulto de un público descontento y enfadado irrumpió en la balconada de la Casa Consistorial un grupo de cinco o seis clérigos ataviados con hábito negro y borlones rojos, de entre los que el más orondo tomó un altavoz y se dirigió al apasionado graderío para relatar algo que nos dejaría aún más asombrados de lo que estábamos. El mensaje podría resumirse en que, por causas que desconocían, tallas y cofrades se habían separado de la ruta prevista y estaban procesionando sin control por otras calles de la ciudad, causando un tremendo caos de tráfico y un desconcierto general entre vecinos y turistas. Policía y organización, según se explicaba el sacerdote con esa voz cansina y neutra que vuelve algunas homilías soporíferas y alejadas de este mundo, estaban intentando a esa hora reconducir la comitiva con escaso éxito. Aquella marcha, a esas alturas incontrolada, aunque pacífica, se mostraba vehemente en alcanzar un destino para ellos ignoto, y el comité anticrisis creado para la ocasión estaba valorando la mejor alternativa para terminar con tan imprevisto suceso, recomendándonos a todos que nos retiráramos a nuestras casas para evitar mayor confusión y por si se veían obligados a adoptar medidas de fuerza que hicieran entrar en razón a los desbocados cofrades. Tras una especie de bendición que apenas pude entender, debido a las voces y arrastrar de sillas de los asistentes, pero que intuí por el gesto del oficiante, los sacerdotes abandonaron la balconada. John y Margaret no salían de su extrañeza, y yo tampoco, para qué negarlo. Convinimos los tres en que lo mejor era regresar a casa como nos habían indicado, más que por atender la recomendación porque estábamos ateridos de frío tras tan larga e infructuosa espera. Margaret no dejaba de mover la cabeza de un lado a otro en una señal inequívoca de no entender nada. Yo me trataba de excusar, aunque nada tenía que ver conmigo lo ocurrido, señalándoles que en toda mi vida había asistido a algo semejante. ―¡Españoles! Qué carácter. Hasta las fuerzas del orden para controlar el motín. Esto tiene gracia ―bromeó John. ―Quizá exageraron un poco ―manifesté casi sin saber de qué modo justificar este desatino, y añadí, para poner un poco de cordura a la situación―: si por algo se han distinguido las procesiones de esta ciudad es por su carácter serio y solemne.
  • 34. Página34 ―Estoy helada ―dijo Margaret. John, solícito, la rodeó con el brazo y los tres comenzamos a andar sin prisa. Avanzábamos hacia mi casa, situada en una calle secundaria seccionada por la vía del ferrocarril y rodeada por otras calles estrechas y callejones sin salida, cuando desde todas las arterias que atravesábamos en nuestro recorrido comenzaron a salir a nuestro encuentro muchas de las cofradías y pasos que hubieran tenido que estar procesionando por la ruta prevista. La sensación fue muy extraña, me temo que para los tres, o así me pareció al ver la cara de susto que llevaba la pobre Margaret. Carretas y cofrades marchaban muy deprisa, emulando un río desbocado que, fuera de su senda natural, anegara todo lo que encuentra por delante. En nuestro rápido marchar, arrastrados por la muchedumbre de capirotes, cruces y tallas, temí que alguna de las preciosísimas esculturas se fuera al suelo sufriendo daños irreparables o hiriendo a alguno de los escasos viandantes que, como nosotros, aún no habían llegado a su casa. No podría asegurar que nos estuvieran acorralando o persiguiendo, pero el ambiente resultaba cada vez más violento y vertiginoso. Varias veces sentí, mientras me abría paso entre esa legión de fanáticos, que la llama de algún velón se aproximaba demasiado a mi cabeza y al menos una vez sorprendí a John sofocando con la mano pequeñas llamitas que se habían prendido en el pelaje de la capucha de mi cazadora, aunque no me dijo nada, pienso ahora que para no preocuparme. Gracias a él, que iba en cabeza y que se valió de más de un empujón a esa panda de desbocados, conseguimos situarnos por delante de ellos, pero a punto estuvimos de no salir ilesos de esa aglomeración demente, pues tuvo John también que arrastrar a Margaret unos metros cuando un capuchón le puso claramente la zancadilla para impedir que avanzara y escapara de entre ellos. De este modo, libres los tres, echamos a correr al unísono, y aunque parecían tener ganas, ninguno se lanzó detrás de nosotros. En realidad, sólo respiramos tranquilos cuando conseguimos llegar a casa y dar dos vueltas a la llave. No sé por qué los tres nos plantamos delante de la ventana para esperar algún desenlace y, por desgracia, el desenlace iba a llegar antes de lo que imaginábamos. Sonia Martínez La metamorfosis kafkiana
  • 37. Página37 HISTORIA DE LA FAMA IMPERECEDERA Desde antiguo los hombres aspiraron a la fama. Así sus huellas durarían y no serían solo barro, huesos que se pisotean. Los muertos hablaban a los vivos para convencerles de que la fama perdura. Pero hasta los muertos se cansaban de aparecerse y se disolvían en humo, los abuelos eran desplazados por los padres que inevitablemente también dejarían su hueco a los siguientes muertos que se apresuraban a buscar su lugar. No tardaron mucho los hombres en comprender que la auténtica gloria debía remontarse más allá, y poblaron sus historias de héroes legendarios, que resistían los embates del tiempo, y cada generación cantaba sus hazañas con renovado ímpetu. Cada terruño tenía su héroe y del héroe al dios no hay mucho trecho. La humanidad, siempre inquieta, con habilidad y tesón fue dominando mares y tierras. El mundo se hacía más pequeño a la vez que el comercio aumentaba. Pronto se erigieron monumentos y el mayor de todos: palabras hechos símbolos y símbolos que formaban historias. El héroe imperecedero lo era doblemente. Al fin, resguardadas en tablillas y pergaminos, sus aventuras y extravagancias pervivían inmutables en símbolos encerradas. Ay, el humano. No, nunca descansa. Ya no era solo el héroe el que reclamaba el hueco sino su contador, su hacedor, su embaucador: el artista. De este modo, los escritos empezaron a tener autor, desde el ciego legendario hasta los serios griegos que representamos intachables y serenos. El artista reclamó su cuota de inmortalidad junto a los reyes que erigieron maravillas, cuyas ruinas, pasados los siglos, contemplan admirados los turistas. Pero esa humanidad insaciable quería más y más, inventando dioses cada vez más poderosos de modo que la propia inmortalidad de cada uno era cosa de pura fe, de humilde recogimiento. Tanta era la misericordia de su Dios. No es de extrañar que ante tan gran señor el artista enmudeciera, callara el nombre, dejara solo la huella, la plegaria. Pues el arte se hizo oración y ninguna otra cosa. Mas tampoco eso era para siempre, ay, que estamos entreviendo que nada dura, pues hasta la bondad divina parece cansarse, si juzgamos el devenir doloroso de la criatura humana.
  • 38. Página38 De nuevo, los inventos, los conocimientos y el orgullo se acrecieron y el hombre acabó por dejar a Dios en un rincón, más para ser entretenimiento de sabios piadosos que guía de la humanidad. El artista, que se había agazapado detrás del humo de los altares, salió de su escondite y otra vez proclamó su nombradía. Ahora sí era inmortal: la imprenta hacía que sus palabras se reprodujeran casi infinitas por innúmeros lugares. Los libros, la cultura, la palabra heredada, repetida, estudiada, endiosada. Los héroes antiguos palidecían, las historias contadas al amor de la lumbre eran ya un recuerdo casi innecesario. Miles y miles de veces se repetía lo mismo en el mismo orden y cumplimiento. Aquello era lo máximo que ningún bardo hubiera nunca imaginado. El hidalgo manchego ya era de más personas de lo que nunca habían soñado los ceñudos habitantes del Olimpo. El mundo se llenó de libros, se atiborró de letras, se estremeció en sus cimientos. Y también de ellos se hartó, se aburrió y los olvidó. ¿Dónde quedaba su memoria, dónde el imperecedero destino de sus ocurrencias y naderías? Qué decir de cuadros y músicas, en partituras congeladas. El mundo se atestó de manifestaciones artísticas, cada una con su autor en busca de reconocimiento. Y, cómo no, la humana criatura halló forma de inmortalizar cuadros en fotografías y sonidos en grabaciones. No solo sabíamos la obra, sino también el retrato de un señor del que se predicaba su composición. El artista, siempre ensoberbecido, proclamaba a los cuatro vientos la excelencia de su alma, y, a menudo, miraba con desdén los avances de la técnica. Desagradecido hasta el extremo, no reparaba en que la perduración de su obra descansaba en la labor oscura de los olvidados hombres que, incansables, ideaban artilugios para que su arte sobreviviera y se multiplicara, sin nunca calmar del todo su desmedida ansia de gloria. Hubo quien, ante la inevitable proliferación de archivos, bibliotecas y museos, vaticinó que el mundo entero se cubriría por completo con libros, o, incluso, con un mapa minucioso de sí mismo, detalle por detalle, biografía amontonada. Y todo destinado al olvido y a la destrucción, pues la mayor enemiga de la fama es la sobreabundancia de celebridades nimias. De este modo llegamos a la modernidad, donde los acontecimientos han dado otra vuelta inesperada. De la mano de la llamada digitalización, se hace diminuto el archivo y gigantesco su contenido. Ya no hace falta preocuparse de la exponencial acumulación de datos. Todos a buen recaudo. Aún más, el casi infinito hervidero de la red se convierte en un vete y ven instantáneo de noticias, cotilleos, opiniones y también de arte, que, ahora, definitivamente inmortal, se asoma a millones de hogares, a millones de almas. ¿Qué chamán hubiera sospechado tan numerosa concurrencia? Todos entre todos aspirando a esa fama imperecedera que, siempre esquiva, se esconde en los pasillos de servidores ignotos en islas inverosímiles. Y es fama, como siempre en el fondo ha sido, un cosquilleo, una nubecilla de verano que acaba en tormenta que moja apenas un prado y se disuelve para siempre, perdida su memoria entre los miles de millones de bits que anónimos circulan olvidados de su remoto origen. Alfonso Hernando
  • 41. Página41 ¡bulevar es robar! No hace mucho que he terminado de escribir un nuevo guión. El argumento va de todo aquello que sucedió en el barrio de Gamonal hace un par de años, en enero de 2014 por culpa del tan renombrado bulevar. Es además un musical. Una locura que probablemente acabará (como tantos otros guiones que he escrito) agotado por el tiempo en un cajón. Pero tranquilos, que contrariamente a lo que diría el otro, “yo no he venido aquí a hablar de mi libro”. Lo que sí puedo afirmar es que escribir un guión siempre es apasionante, es una gozada (no en vano es la parte más libre y desde luego más económica del proceso de hacer una película). Para documentarme he visto innumerables vídeos y fotografías. Los hay a cientos, la mayoría hechos por gente anónima cuya única pretensión es dejar constancia gráfica de todo lo que sucedió durante aquellos delirantes días de asfalto, humo y revolución. Me doy cuenta de que actualmente hay tantos fotógrafos como personas con teléfono móvil. Es decir muchas… casi todas. La mayoría de las fotos que hacemos con el móvil acabarán probablemente pudriéndose algún día en la tarjeta SIM o en el mismo teléfono sin llegar a ver nunca la luz. Pero algunas imágenes tienen suerte, son indultadas y acaban expandiéndose por la realidad y la vida, catapultadas por Internet y las redes sociales. Es el caso de estas fotos de Gamonal, sin cuya existencia no hubiéramos podido comprender lo que allí sucedió y probablemente yo no habría podido escribir este guión. Muchas fotos están hechas desde la posición de la valentía, desafiando al Gran Hermano que todo lo ve. Cualquier fotógrafo manifestante saca entonces en mitad del tumulto su teléfono móvil y ¡zas!, dispara. Lo hace con más rapidez y eficacia que la propia policía, que observa impotente y desconcertada como es fotografiada desde cualquier ángulo posible. Y ante esto… “no hay ley mordaza que valga, señor ministro”. Observo con detenimiento varias de mis fotografías favoritas… Y elijo una. Una de las que yo denomino fotografía movimiento. Una imagen estática donde varios elementos parecen moverse. Probablemente se trate de un efecto indeseado, propio de la escasa calidad fotográfica de las cámaras de los teléfonos. Pero esas manos en movimiento, denotan y traducen toda la acción que se vivió esos días. Quizá alguien grito “¡manos arriba esto es un atraco!” y todos levantaron las manos. Bueno, todos no. La chica de la derecha parece algo desubicada. Si la aislamos del contexto podría encajar perfectamente como espectadora viendo la vuelta a Burgos o la cabalgata de Reyes. Pero ahí está, en todo el meollo, con las manos en los bolsillos, escapando del frío, sin que por ello podamos acusarla de falta de compromiso.
  • 42. Página42 El resto levanta las manos y grita. Incluso el chico de la braga polar calada hasta la nariz, que en su mano izquierda sostiene esa pequeña pancarta con un mensaje que resume todo el peso de la indignación que el barrio de Gamonal fue acumulando tras tantos años de injusticia y recortes: ¡Bulevar es robar! La pequeña pancarta es liviana y está predestinada a no durar mucho más de lo que iban a durar las protestas, pero ahí está, cumpliendo su papel discreto pero efectivo. Creo vislumbrar también cierta metáfora al observar en la parte superior derecha, el cartel de la calle Vitoria junto a la antena parabólica. Un elemento fundamental de estas protestas fue sin lugar a dudas la presencia de la televisión. El lanzamiento al mundo de todo lo que estaba pasando en esta calle de Burgos. Es más, me atrevo a decir que si durante las movilizaciones del Bulevar hubiera habido una proclamación independentista en Cataluña o se hubiera descubierto vida en otro planeta, la historia del Bulevar apenas hubiera trascendido y probablemente las movilizaciones hubiesen sido tan efímeras que quizás al día de hoy el cuerpo de aquel horroroso bulevar estaría reptando a lo largo de la calle Vitoria. Pero sigamos con la fotografía. Abajo a la izquierda hay una parte de la imagen que me confunde y me desconcierta. Incluso llega a darme algo de miedo. Parece una conjunción entre brazo y cara. Tiene apariencia de espectro. Una imagen confusa digna del análisis de Iker Jiménez. Algo extraño que no inquieta para nada al señor que se ha convertido en uno de los elementos principales de la fotografía. Grita y levanta las manos convencido de que por fin ha llegado el momento. De que ya basta de ser el figurante que ve la vida en zapatillas desde el balcón de casa. De que la calle es de todos y no sólo de Lacalle. No tiene pinta de terrorista, de malhechor, de criminal, ni tan siquiera de no haber votado al PP en más de una ocasión. Un hombre del barrio que está ya (como tantos otros) hasta las pelotas de tanto mamoneo. Ha llegado la hora y “si hay que salir a la calle, pues se sale. Y si hay que gritar, se grita, coño”.
  • 43. Página43 Completamos la imagen con uno de los símbolos de Gamonal. Un gigantesco edificio que observa en último término impertérrito, como justo en frente han levantado un buen trozo de asfalto que al cabo de unos días el señor alcalde humillado y vencido, tendrá que tapar. Porque este partido lo gana Gamonal y ya lo dice la pancarta: ¡Bulevar es robar!... ambos infinitivos… de la primera conjugación. Lino Varela Cervino Ensueño indescifrable
  • 45. Página45 [Carpeta de Fernando Renes] Por Estela Rojo Hernández
  • 46. Página46 La trayectoria artística de Fernando Renes (Covarrubias, Burgos, 1970) se nutre de experiencias vitales, cotidianas, de afrontar el día a día desde la mirada de un “buscador” como el mismo se ha definido en más de una ocasión. Innovar e inventar forma parte de ese recorrido, por eso su práctica creativa ha ido evolucionando de la sencillez del dibujo a la animación hasta experimentar con soportes diversos desde el propio muro a la terracota recientemente. Su carrera como artista le ha llevado a alternar residencias que van desde Nueva York a Roma convirtiéndose en el contrapunto a su lugar de origen Covarrubias. De la pequeña a la gran urbe pero todos ellas por igual testigos activos que han proporcionado experiencias con los que ha ido construyendo su personalísimo imaginario. Las dualidades de este bagaje se plasman en sus obras con ironía y humor dos de las más cualidades más atrayentes de sus propuestas.
  • 47. Página47 El trabajo de Fernando está marcado por la absoluta libertad tal vez por ello encontró en el dibujo su mejor aliado. Acuarelas, lápiz y papel han sido desde sus inicios sus herramientas principales, que le han permitido afrontar la práctica artística bajo premisas como la ligereza y la inmediatez y siempre bajo la inquietud de explorar los límites formales del dibujo lo que le ha hecho trascender los soportes habituales. “Entiendo el dibujo como práctica y como producto de algo radical, individual e incisivo y, sobre todo, como un fin en sí mismo” A partir de 1998 dio paso al uso de la tecnología creando toda una serie de videoanimaciones que dotaban de movimiento a sus dibujos. “Comencé a hacer animación al sentir que podía desarrollar los caracteres y escenas, darles movimiento y así llevarles a un mundo más temporal”. En el natural proceso de crecimiento artístico también el dibujo se fue ido haciendo más complejo, ganando en dimensiones y en la actualidad sorprende incorporando ese mundo visual a soportes como los lebrillo. Fue una propuesta expositiva que homenajeaba a Lorca el detonante que hizo incorporar la cerámica a sus propuestas, dotando de corporeidad al dibujo. «Sabiendo que a Lorca le apasionaba lo popular, intuía que la cerámica sería algo de su gusto, pero me apetecía hacer alguna pieza que no fuera meramente decorativa; por eso pensé en el lebrillo, recipiente que antes servía prácticamente para todo y que, desde el punto de vista plástico, veo muy potente, muy corpóreo” Imagen de la Galería Adora Calvo Imágenes y palabras se complementan en sus proyectos generando referencias que van de lo erudito a lo popular como han definido algunos críticos.
  • 48. Página48 “Siempre he trabajado con la palabra, a veces apropiándome de textos, otras con textos propios. Algunas veces la imagen crea la frase y otras es una frase la que desarrolla la imagen, pero ninguno de los dos métodos es intencionado.” Imagen de la exposición "Cibernética y Nutrición" en el DA2 Salamanca Sobre el uso el uso de referencias escritas podemos remitirnos a los títulos de sus obras y las frases que protagonizan muchas de sus exposiciones. Ejemplos de ellos nos dan pistas de las variadas temáticas a las que se enfrenta, desde cuestiones relativas al mundo del arte, la alimentación, la vida en la urbe, anécdotas del día a día, o cuestiones existenciales. Tiempos de Pasta fresca, De Covarrubias a Nueva York, Everything matters, dibujos de un tartamudo, Romance omnívoro…
  • 49. Página49 Fernando presta atención a los pequeños detalles de su experiencia, detalles que pueden parecer superficiales, insignificantes pero que él logra trascender y situarlos en un primer plano convirtiéndolos en reflexiones que articulan su día a día. “Todo puede ser relevante de alguna manera, suelo pensar que el arte y la práctica del mismo entronca con la irrealidad de este mundo. Las escenas y elementos que aparecen en mi obra a veces son pensadas y otras automáticas, pero siempre personales.” El carácter instalativo ha ido cobrando fuerza también en sus planteamientos expositivos, donde las piezas adquieren un carácter escenográfico casi teatral a través de los cuales se respira el ingenio y el humor del artista articulando el recorrido del espectador. Imagen de la exposición "Cibernética y Nutrición" en el DA2 Salamanca El trabajo de Renes en definitiva es una mirada incisiva y crítica al mundo que nos rodea pero sin más pretensiones que su propia evidencia. Una obra cargada de ironía, que aborda desde la honestidad de aquel que no busca en el arte más que una herramienta de autorreflexión y crítica hacia el mundo en el que vivimos. Para saber más: http://fernandorenes.com/ http://www.rtve.es/alacarta/videos/metropolis/metropolis-dibujamos-2- espana/214192/
  • 50. Página50 No es ilógico, sino el delirio de la lógica
  • 51. Página51 Me han llamado a existir durante un rato, y daba gusto estar vivo. No han tirado a morderme ni han ladrado los dos perros de guardia apostados a la entrada del jardín. Nadie ha salido a gritarme o a ser servido. Me encontraba como en un cuarto de estar a modo de pérgola o cenador dentro de un jardín sin límites. Tenía ante mí servida una gran mesa con un sillón inmenso en el que alguien ha debido de sentirse solo. Pero no he osado aproximar mi hambre. Nadie podrá decir que fue el intruso. Me he dado una vuelta por allí en medio de un silencio sospechoso, sintiéndome furtivo. Me gustaría haber nacido dentro. Porque sólo de ponerme a pensar que estaba teniendo el atrevimiento de existir siendo de fuera... Porque sólo de pararme a considerar que no era sino un invitado ocasional y que pronto iba a sonar la señal para salir... ¿Dónde quedaba el interior interno, ese cuarto de estar acogedor e íntimo donde todo se ha urdido, donde habría prendido la idea y la semilla de esta profusión? ¿Dónde estaba el ausente? Antes de abandonar el jardín, lo he mirado por última vez y me he quedado fijo en la instantánea. En el momento de salir, he visto que los dos perros eran de mármol. Pero me han mirado con ojos de misericordia, y he echado a correr despavorido. Antolín Iglesias Páramo (De El río no encontraba el mar, Ediciones Rilke)
  • 53. Página53 SERÉ TU SOMBRA Ayer leí en la palma de tu mano la línea inexorable que te ata a mi destino, pero elegí nada decir para no ahuyentar aún más tu corazón prófugo de mí. Anhelo las esencias siempre ignotas que guardas en tu piel que me desvela, y seguro estoy que se esparcen en fragancias deliciosas. que impregnan el aire en el que habitas. Y he de aguardar anidado en el silencio hasta que al fin adviertas que yo existo, que soy esa sombra lánguida y callada que se elonga para fundirse con la tuya, y así, de esa penumbra que visita tu figura, no podrás despojarte ni aunque quieras. Luis C. Montenegro (Buenos Aires, noviembre 2015)
  • 55. Página55 hORIZONTE Tarragona, 28-07-2015 Para Marina, la sirena de las olas de mi corazón “Sumergirse en el agua, cerrar los ojos y convertirse en pez”1) Silencio, el mar la recibe callado, atento, a expensas del dibujo de su cuerpo en el agua, a la espera de las primeras escamas y del primer aleteo. Abre los ojos y el mar se mete dentro, explora su alma, sus recuerdos; y tras una película de burbujas se oye su lamento. El mar le habla y le cuenta un cuento. Se tiñe del verde de sus ojos y se ciñen las olas a su movimiento. Ella lo olvida todo, y tumbada sobre ostras perleras y corales mira el encharcado cielo. Y entonces vuela, y las nubes bajan al suelo. Ya no tiene cola, la sirena es un ave del viento. Se la llevan suspiros de marineros y las canciones piratas de otros tiempos. El olor a sal despierta su apetito de sueños. Balanceada por las olas comienza a bailar lento, bailarina de papel pinocho y amazona de veleros. Al dar las doce pierde la cola de cristal y toca el suelo, dice adiós al mar y se despide del cielo. Finaliza el baile y acaba el cuento; aterriza el ave y cesa el lamento. Pero el mar la quiere en su lecho, y dejando un corazón de escamas entre sus piernas, la acompaña con su brisa mientras camina y le susurra al oído: “Marina”. Carmen Martínez Alonso —————————————————— 1) Referencia a la obra Reflexiones de una soñadora, de la misma autora
  • 57. Página57 Cuando se oculte el sol recogeré las pequeñas basuras que fue dejando el día: detritus de sucesos, pensamientos banales, los últimos ladridos de los perros y en una bolsa negra, bien atados, los llevaré a la planta de residuos. Allí se mezclarán con el semen incierto de tantos perdedores y muy temprano, como cada mañana comenzará de nuevo la rutina de la autoinmolación. Café con leche y un poquito de azúcar para no hacer las horas más amargas. Julián Alonso (Del libro inédito Arrugas en un traje recién planchado)
  • 58. Página58 Destrucción. La niebla inunda la morgue y disipa el tiempo… y disipa el alma
  • 59. Página59 Meditación A las silenciosas B.y M. Cerrar las puertas, las ventanas, las cortinas. Cerrar los ojos. Por las rendijas se cuelan siempre hilos de pensamientos, rastros de supervivencia, jirones de maldad humana y esa molesta baba de caracol que es la esperanza. Pero la suerte está echada. Tú ya has cerrado los ojos y la tormenta de arena sobrevuela tu cabeza. La dejas pasar, se aleja arrastrada por el poderoso aliento del Norte. Sin embargo tú no te alejas. Te quedas, sentada en la penumbra. Ningún viaje, ninguna escapada a una galaxia o a la vuelta de la esquina. Te quedas. Respiras. Te sientas y respiras. Hacer silencio. Hacer el gran silencio. Como si fuera fácil acallar la música subterránea, la algarabía de la sangre, la flauta de los bronquios, la pajarería de los nervios. Respira. Aquí y ahora. Es el instante que atrapas en los haikus que escribes. Todavía hay destellos, luz de cristales que centellean en los resquicios de las puertas. Vanidad de vanidades. Nada de nada. Más oscuridad aún. La oscuridad que eres y en la que te hundes, negra noche que es. Ni luna, ni estrellas, ni pirámides de Egipto, ni doradas arenas del desierto. Hundirte aquí mismo, en este páramo del color de los gorriones, disuelta en el humus de la meseta, en tu tierra leve, en tu pequeña patria., en tu tierra prometida. No otra. Aquí es. Aquí estás, embebida. Ahora lo sabes. Junto a los demás silenciosos te despiertas, abres los ojos, las ventanas, las puertas. Junto a los demás silenciosos te levantas, sacudes la tierra de tu vestido, sales a la calle, renaces de tus cenizas. Soledad Medina
  • 60. Página60 Musa de Jano, dios de los principios y finales
  • 61. Página61 EL RELOJERICO Le llamaban El Relojerico, porque tenía el afán de acercarse a cada transeúnte preguntando qué hora era. «Pobre chiflado loco», se decían, y reían entre dientes, aunque les costaba disimular su incomodidad cuando El Relojerico les aferraba la muñeca para mirarles a los ojos. Sus dedos huesudos tenían una fuerza que desmerecía de su enjuta presencia. «¡Pues vaya con el viejo!», se carcajeaban, molestos. El Relojerico siempre estaba en el mismo lugar, la Gran Avenida del Paseo Mártires, pero le acompañaba un niño avispado que hacía los mandados para él. Le llamaban El Minutero, en honor a su patrón. Solo hoy supe, por fin, a qué se dedicaban realmente El Relojerico y El Minutero, cuando el segundo me retorció la manga de la chaqueta del traje y me llevó ante el viejo loco. —¿Qué hora es? —me preguntó. —No llevo reloj —le contesté, deseando zafarme de él. Entonces me miró al fondo de los ojos y pude contemplar en los suyos un océano de galaxias, constelaciones brillantes en una oscuridad infinita. —Es la hora de tu muerte —me anunció, con voz serena. Y la noche, una noche bellísima, me envolvió. Rocío de Juan Romero
  • 63. Página63 CETMEN C Dedicado a J. Manrique Por enésima vez, introduzco el pañuelo envolviendo la punta del dedo por la recámara y vuelve a salir negro, se diría que hemos venido a hacer la mili para limpiar los chopos, pero nos jugamos el permiso del fin de semana y el sargento Mansilla aguarda a comprobarlos, uno por uno, ayudado por su pañuelo inmaculado con las siglas ET primorosamente bordadas en color caqui. Cada vez que venimos al campo de tiro se repite la misma historia: limpieza y revista; da igual si el arma se ha encasquillado (como suele ocurrir de media cada cuatro disparos), o si has tenido la fortuna de disparar todo el cargador, es por eso que en lugar de llamar al cetmen por su nombre oficial, «Centro de Estudios Técnicos de Materiales Especiales», los reclutas preferimos renombrarlo como «Cada Esquina Tiene Mierda Escondida». El cetme es lo que diferencia a un soldado de un recluta, o a un militar de un civil, su tacto es áspero como el de la madera que lleva tiempo esperando a ser quemada; te puede llegar a deformar la clavícula si lo llevas durante mucho tiempo desfilando, un metro de largo y cinco kilos de peso donde se resumen buena parte de las historias cuarteleras de los últimos reemplazos del glorioso ejército español. Anoche dormí bien, me tocó la primera imaginaria, y después todo de un tirón hasta el toque de diana. Hemos formado con las miradas perdidas en las taquillas, y tras un frugal desayuno, hemos subido al viejo camión Ebro que debe llevarnos de maniobras. En la mili llaman maniobras a lo que en la vida civil es subir al monte, pero con las botas roídas, el tres cuartos que siempre queda pequeño, y el chopo a cuestas, como si fuera la prolongación armada de tu brazo. Para estas maniobras (las terceras en lo que llevo de mili), he solicitado un par de botas nuevas: en el pie derecho se me ha abierto un boquete por el que a veces asoma la uña del dedo gordo, y de tanto taconear para fardar de bisagra, se me ha despegado el tacón del resto de la bota. Al presentar mi solicitud al sargento, éste me mandó a Intendencia, y el mismo capitán que entrega los uniformes a los bichazos recién llegados, estudió la bota con minuciosidad y celo militar, antes de desaparecer en la trastienda y presentarse de nuevo con un ejemplar del mismo pie que extrajo de una caja nueva que ha abandonado lejos