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DOSSIER
73
74. Las exploraciones.
Caminos para el saqueo
ArturoArnalte
82. Berlín 1884.
El reparto
Juan B. Vilar
89. Nuevas reglas
de juego
Donato Ndongo
92. Un continente
“sin dueño”
José María Ridao
En 1884, para evitar guerras coloniales, las
potencias europeas se reunieron en Berlín en
torno al último gran pastel territorial que
quedaba por repartir. Gracias a las últimas
exploraciones, conocían mejor el terreno y,
en un ambiente educado y diplomático,
trazaron fronteras con escuadra y cartabón
que fijaban quién tendría derecho a quedarse
con qué. Las decisiones que se tomaron a
miles de kilómetros transformaron el
continente de forma irreversible, con unas
consecuencias que se siguen sintiendo
ÁFRICA
El despojo de
Un africano se acerca con una mezcla de curiosidad y recelo a una cámara, en una fotografía tomada en 1900.
74
En 1800, África era para los europeos un mapa mudo. Un siglo después, no
quedaba palmo por catalogar. El salto cualitativo se explica, en parte, por
el empeño de un puñado de aventureros; unos, soñadores y bonachones,
otros, arrogantes y crueles, pero todos obsesionados por dominar y moldear
el continente. Arturo Arnalte sigue sus pasos al sur del Sáhara
SAQUEO
Las exploraciones,
caminos para el
A
principios del siglo XIX, el
mapa de África al sur del Sá-
hara era un inmenso espacio
en blanco, cuyo contorno
estaba pespunteado por una serie de
enclaves costeros, castillos y factorías,
que los europeos habían ido erigiendo
en desembocaduras de ríos, en pro-
montorios o en islas frente a la costa.
Durante cuatro siglos, habían sido la
meta de las caravanas que conducían la
principal materia prima africana que de-
mandaban los europeos: esclavos para
las plantaciones americanas. Pero, con
breves excepciones, el interior había si-
do por lo general un territorio desco-
nocido, misterioso y hostil, celosamen-
te preservado por los jefes africanos.
Sólo los portugueses, con presencia
temprana en las franjas litorales de las
actuales Angola y Mozambique, y los
holandeses, que desembarcaron en Ciu-
dad del Cabo en 1652, habían penetra-
do unos pocos cientos de kilómetros
hacia el interior. Del río Congo, sólo se
conocía la desembocadura; del Níger,
se creía o bien que afluía al Nilo, o bien
que moría en un mar interior, puesto
que corría hacia el Este, alejándose de
la costa atlántica. De las fuentes del Ni-
lo se conocía lo mismo que en la épo-
ca en que Heródoto escribió: “sobre el
origen de este río nadie sabe nada”.
África era una gran mapa mudo en el
que los cartógrafos rellenaban los es-
pacios vacíos con animales y persona-
jes exóticos.
A finales del mismo siglo, sólo dos Es-
tados eran libres. Liberia, una colonia
creada en 1815 y formalmente inde-
pendiente desde 1847, había sido fun-
dada por filántropos blancos estadouni-
denses que, además de acabar con la es-
clavitud, querían devolver a los negros
a África, convencidos de la imposibili-
dad de la convivencia igualitaria entre
ambas razas. Y Etiopía, el mítico reino
del Preste Juan, aislado geográficamen-
te y congelado en una modorra medie-
val, de la que pronto le iba a despertar
bruscamente el afán expansionista eu-
ropeo. En unos pocos años, la escuadra
y el cartabón dividieron caprichosa-
mente a pueblos, separaron grupos lin-
güísticos y pulverizaron las culturas lo-
cales, tecnológicamente mucho más atra-
sadas, a la par que miles de europeos
desembarcaban en el continente, unos
para establecerse definitivamente, otros
para hacer fortuna rápida.
La cartografía de la última frontera
que le quedaba al hombre blanco la re-
llenó un puñado de exploradores, en su
mayoría británicos y franceses, con una
fortuna milagrosa, una innegable tena-
cidad, una hábil instrumentalización de
los guías nativos y de los conflictos en-
tre grupos rivales, y unos métodos a
menudo brutales, como en los casos de
Burton o Stanley.
Las desventuras de Mungo Park
El primero de esta lista de pioneros es
Mungo Park, que trató por dos veces de
navegar por el Níger hasta su desembo-
cadura para determinar su curso. Park
era un médico escocés que fue contra-
tado por Joseph Banks, el rico presidente
de la Royal Society y antiguo compañe-
ro de viaje del capitán Cook. Sólo tenía
24 años cuando embarcó, el 22 de ma-
yo de 1795, en Portsmouth rumbo a
Gambia, con la misión de internarse por
el continente hacia el Este, a fin de al-
canzar el curso del Níger, navegarlo, des-
cribir las ciudades que se alzaban en sus
riberas y averiguar dónde desembocaba.
Park estudió mandinga para viajar con
una caravana de mercaderes de esa et-
nia, cruzó el río Senegal y, tras haber si-
do robado, vejado y abandonado a su
suerte por moros, logró llegar a pie un
año después al Níger, comprobando que
discurría hacia el Este. La narración del
primer viaje de Park es una lectura muy
amena, cuyo protagonista es un entra-
ñable antihéroe, al que los hombres gol-
pean, las mujeres desnudan y los niños
tiran piedras, como una encarnación de
las penurias de Gulliver entre los gigan-
tes del país de Brobdingnag, el personaje
que Jonathan Swift había dado a la im-
prenta en 1726. La juventud y el atracti-
vo de Park fueron su salvoconducto. Sus
valedoras fueron las mujeres, a las que
presenta como alegres, pícaras, atraídas
por su piel blanca y desternilladas de ri-
sa ante su extraña nariz prominente. Un
grupo de mujeres de Ségou le salvó la
vida al llegar al Níger, cuando ya se da-
ba por perdido y, gracias a ellas, pudo
volver para contarlo.
Tras reponerse, Park regresó a la cos-
ta a pie, acompañando una caravana de
30 esclavos, a los que los mercaderes
conducían atados por el cuello. Para vol-
ver a Escocia, hubo de embarcarse antes
en un buque negrero americano con des-
tino a Antigua, en las Antillas, donde se
vendió el cargamento humano. Como un
hijo pródigo, Park golpeaba de nuevo la
puerta de su casa a tiempo para la Na-
vidad, el 22 de diciembre de 1797.
El final feliz de esta experiencia, que
demostraba que era posible visitar el in-
terior de África y regresar vivo, animó a
ARTURO ARNALTE es autor de Los últimos
esclavos de Cuba.
EL DESPOJO DE ÁFRICA
75
Un grupo de porteadores negros carga con
partes de un vapor en una expedición en
África, según una ilustración publicada el
28 de mayo de 1889, en Le Petit Journal.
la Royal Society a emprender una se-
gunda expedición. En esta ocasión, el mé-
dico escocés fue acompañado de 35 sol-
dados que partieron hacia el Níger tam-
bién desde Gambia, pero en época de
lluvias. Las fiebres diezmaron a la expe-
dición, pues aún no se conocía el uso de
la quinina como preventivo del paludis-
mo, de tal manera que cuando la parti-
da llegó al río, en Bamako, sólo queda-
ban seis soldados vivos. Park hizo cons-
truir una barca para descender por el río,
pero todos los tripulantes murieron aho-
gados en los rápidos de Boussa, en la ac-
tual Nigeria, durante un ataque. El trági-
co final se supo cuatro años después, por
el testimonio de un guía nativo que ha-
bía acompañado a los expedicionarios.
Caillié: desengaño en Tombuctú
La lectura del viaje de Mungo Park y las
aventuras del náufrago Robinson Cru-
soe, el personaje de Daniel de Defoe
creado en 1719, hicieron mella en el áni-
mo de un soñador adolescente francés,
que decidió ser el primer cristiano que
visitara Tombuctú. Sin apoyo ni protec-
ción, René Caillié, hijo de un panadero
y él mismo aprendiz de zapatero, se es-
tableció en el Senegal francés un tiem-
po y vivió después unos meses en la co-
lonia británica de Sierra Leona, apren-
diendo árabe y costumbres y leyes mu-
sulmanas para poder viajar a pie por
África como un mercader mahometano,
sin despertar sospechas. Inició el reco-
rrido en la localidad, hoy guineana, de
Boké, en 1827. Al atardecer del 28 de
abril de 1828, después de 538 días, lle-
gaba a la puertas de Tombuctú, tras ha-
berse comportado en todo momento co-
mo un piadoso creyente, escondiendo
entre las páginas de su Corán las notas
que iba tomando.
Pero el sueño se desvaneció en cuan-
to se hizo realidad. La mítica Tombuc-
tú, alabada por León el Africano e Ibn
Batuta, el principal mercado entre el Sá-
hara y el África negra, ya no era más que
un poblachón polvoriento y anodino. “La
ciudad está muerta –escribió–; es la ciu-
dad en la que la gente, a falta de leña,
pone a arder el estiércol seco de los ca-
mellos; en la que sólo obtiene agua
quien puede comprarla en el mercado;
en la que nunca se oye ni siquiera el can-
to de un pájaro”. La opulenta y refina-
da ciudad del desierto, meca de merca-
deres y poetas, había perdido hasta el re-
cuerdo de su glorioso pasado.
Caillié hubo de salir de allí por el mis-
mo método, andando, pero temió que,
si regresaba al punto de partida, nadie
creería la historia de su hazaña, por lo
que decidió seguir al Norte, cruzando el
Sáhara hasta Marruecos. Convertido en
una sombra de sí mismo, andrajoso y
con los pies sangrando, llamaba cien
días después a la puerta del consulado
francés en Rabat. Al ver su aspecto, el
cónsul, un judío marroquí, no quiso ni
abrirle y lo largó con cajas destempla-
das, como a un mendigo importuno. Tu-
vo que seguir caminando hasta Tánger,
donde el cónsul Delaponte creyó su his-
toria. Su salud nunca se recuperó del to-
do y murió diez años después.
Poco a poco, otras metas fueron al-
canzadas. En 1822, el mayor inglés Den-
ham, el teniente de navío escocés Clap-
perton y el naturalista Oudney lograron
llegar al lago Chad, bajando en línea rec-
ta desde Trípoli. Los hermanos Richard
y John Landner resolvieron al fin, en
1830, el enigma de la desembocadura
del Níger, que la muerte de Park había
dejado en suspenso, y que no era otra
que el delta cuyos brazos se conocían
como los Ríos del Aceite.
Burton y Speke, a la greña
En 1855, los oficiales ingleses Richard
Burton y John Speke estaban destinados
en Adén, cuando oyeron hablar de los
Montes de la Luna, donde los árabes sos-
tenían que había una región de grandes
lagos, que supusieron que podrían ser
las fuentes del Nilo. Burton, políglota,
erudito y pendenciero, cuya reputación
militar había quedado en entredicho tras
sus informes sobre los burdeles mascu-
linos de Karachi, pero con indudable ta-
lento y energía, acababa de lograr la ha-
zaña de visitar la ciudad santa de La Me-
ca disfrazado de peregrino musulmán.
Speke, al que había conocido cuando
ambos servían en el ejército en la India,
tenía menos encanto personal, pero
idéntica ambición viajera y se mostró
76
René Caillié, disfrazado de mercader musulmán, toma notas que oculta entre las páginas de su
Corán. Ilustración de su Viaje a Tombuctú (París, Museo de Artes Africanas y Oceánicas).
dispuesto a acompañarle en una expe-
dición a Somalia, de la que regresaron
gravemente heridos.
Dos años después, ambos hombres
partieron juntos en busca de las fuentes
del Nilo. La expedición salió de Zanzíbar
en julio de 1857 con gran lujo de por-
teadores, que acarreaban miles de cuen-
tas de cristal y cientos de metros de hilo
de latón y tejidos para ir comprando vo-
luntades y derechos de paso. En febre-
ro de 1858, un Burton agotado y un Spe-
ke casi ciego, descubrieron el lago Tan-
ganica. Al regresar, se separaron y Bur-
ton se quedó en Tabora para reponerse
mientras Speke, que había mejorado, si-
guió camino hacia el Norte y descubrió
un lago, al que llamó Victoria en honor
de la soberana británica, y del que ase-
guró que se trataba de la fuente del Nilo.
Burton, probablemente celoso, se bur-
ló de él y desde su vuelta trató despia-
dadamente de desprestigiarlo en Ingla-
terra. Como sus capacidades literarias
eran superiores y gozaba de cierta po-
pularidad y brillo social, Speke sintió que
su palabra quedaba en entredicho y or-
ganizó con Grant una segunda expedi-
ción para corroborar el hallazgo. En esa
ocasión, pudo ver salir al Nilo del lago
y seguir un tiempo su curso. De regreso
a Inglaterra, se citó para polemizar en pú-
blico con Burton. Pero el día antes del es-
perado debate sobre las fuentes del Nilo,
Speke murió de un disparo de su pro-
pia arma, mientras estaba cazando. Bur-
ton sostuvo que se había suicidado: “Dios
mío, el pobre tipo se ha pegado un tiro”.
Sin embargo, era Speke y no Burton
quien había dado en el clavo.
En la década siguiente, y siendo cón-
sul inglés en la isla de Fernando Poo, un
amargado Burton, cuyas excentricidades
le habían marginado de la puritana vida
social inglesa, y que consideraba que
merecía destinos mejores que “el abo-
minable espíritu de la desolación” que
le pareció la decadente y mortecina co-
lonia española, hizo algunos viajes me-
nores de exploración al continente. Fue
el primer europeo que ascendió a la ci-
ma del monte Camerún, acompañado
del juez español Atilano Calvo Itarburu.
El celo misionero de Livingstone
Pero los grandes protagonistas de la ca-
dena sucesiva de hallazgos, a cuyo
nombre ha quedado asociado el halo
más romántico de la exploración de
África, fueron el misionero inglés David
Livingstone y el aventurero americano
Henry Stanley.
Si a Park y Caillié les movía un ideal
romántico y a Burton y Speke el deseo
de superación y una cierta fanfarrone-
ría militar, a David Livingstone le llevó
a África el celo misionero y el deseo de
luchar contra la trata de esclavos, que pa-
ralizaba el desarrollo económico y mo-
ral del continente negro. Desembarcado
en Dar es Salam, capital de la actual Tan-
zania, Livingstone comenzó trabajando
como misionero en el África Austral, en
la zona de Botsuana. Escandalizado por
el espectáculo de la trata, que ocasio-
naba matanzas, despoblaba amplios te-
rritorios y dejaba los caminos sembrados
de cadáveres, comenzó a escribir artícu-
los de denuncia que tuvieron mucho im-
pacto en el público británico.
Convertido en una autoridad moral de
referencia, comenzó a explorar África
con la doble misión de combatir la tra-
77
LAS EXPLORACIONES. CAMINOS PARA EL SAQUEO
EL DESPOJO DE ÁFRICA
El célebre encuentro entre Stanley (izquierda) y Livingstone fue muy popular en su momento.
Aquí ilustra la tapa de una caja de bombones de fabricación francesa (colección particular).
ta y completar las lagunas del mapa. En
1841, fue el primer blanco que cruzó el
desierto del Kalahari. En 1852, llegó al
río Zambeze por el Norte de Botsuana
y siguió hacia el Oeste, hasta San Pa-
blo de Luanda, desde donde volvió a
Mozambique, en la costa del Indico. Era
la primera travesía africana de costa a
costa por el interior.
Financiado por la Royal Geographical
Society, de 1858 a 1864, Livingstone
efectuó una segunda expedición por el
curso del Zambeze. Dos años después,
en 1866, emprendió un tercer viaje pa-
ra buscar la relación entre el lago Tan-
ganica, las cataratas Victoria y las fuen-
tes del Nilo.
Tras cruzar el Tanganica, se perdió su
pista en Ujiji y la opinión pública em-
pezó a temer que hubiera muerto. En-
tonces, entraron en escena el poder de
la prensa y un joven aventurero llama-
do Henry Morton Stanley, un periodis-
ta británico nacionalizado americano, al
que el New York Herald hizo el encargo
de encontrar al misionero perdido. Stan-
ley, que en la Guerra de Secesión de EE
UU había combatido inicialmente al la-
do de los esclavistas, emprendió su via-
je en 1871. Violento y racista, habría de
hacer honor a estos dos adjetivos en los
años siguientes. Al frente de 192 por-
teadores y con la fabulosa cifra de 1.000
dólares de presupuesto, partió de Zan-
zíbar y logró encontrar a Livingstone en
Ujiji, el poblado donde se había oído ha-
blar de él por última vez.
El momento estelar de Stanley
Así refirió el histórico encuentro: “No sé
qué hubiera dado en aquel momento
por estar en algún sitio solitario, para ha-
cer cualquier locura, para morderme las
manos, dar volteretas y hacer cualquier
cosa para desahogarme, pues la alegría
me sofocaba. Parecía que mi corazón
quería saltar del pecho; pero procuré
que nada revelara mi semblante para
conserva la dignidad de mi raza.
Tomando entonces mi decisión, se-
paré a la multitud y me dirigí hacia el se-
micírculo formado por los árabes, ante
el cual estaba en pie el hombre de la
barba gris.
Mientras avanzaba lentamente pude
observar su palidez y su aspecto de fa-
tiga. Llevaba un pantalón gris, un cha-
quetón rojo y una gorra azul con ga-
loncillo de oro. Hubiera querido correr
hacia él; pero me sentí cobarde ante
aquella multitud; hubiera querido abra-
zarle, pero él era inglés, y yo ignoraba
cómo me recibiría.
Hice pues lo que me inspiraron la co-
bardía y un falso orgullo; me acerqué
deliberadamente y dije descubriéndome:
-¿El doctor Livingstone, supongo?”
Durante cuatro meses, los dos aven-
tureros exploraron juntos algunas zonas
de la región de los Grandes Lagos y lue-
go Stanley decidió regresar, en marzo de
1872, mientras Livinsgtone, ya repuesto
continuó su camino para descubrir si el
río Lualaba desaguaba en el Congo o en
el Nilo. El 29 de abril de 1873, murió
mientras oraba junto a su camastro. Sus
sirvientes le extrajeron las vísceras, re-
llenaron el cadáver de sal y lo secaron al
sol para que se conservara hasta que pu-
diera ser devuelto a la costa y a Inglate-
rra. Un año después, Gran Bretaña le ren-
78
Iradier, el soñador de Vitoria
El explorador español más interesante
de este periodo, que fue decisivo
para la configuración de las fronteras de
lo que se convirtió en la colonia española
de Guinea Ecuatorial, es el vasco Ma-
nuel Iradier, que conoció a Stanley de
paso por Vitoria, en 1873, cuando és-
te cubría la guerra carlista para el New
York Herald. Tras la entrevista, el jo-
ven Iradier, que había fundado una
sociedad llamada La Explorado-
ra y abrigaba el ambicioso pro-
yecto de cruzar África de Norte a
Sur, decidió seguir el consejo del
experto y comenzar por explorar
el fragmento de la costa de Gui-
nea que se extendía frente a la is-
la española de Fernando Poo.
Iradier empezó su viaje en 1874,
con sólo veinte años, acompa-
ñado de su mujer Isabel y de su
cuñada Juliana, ambas de 18.
Exploró la isla de Corisco y la de-
sembocadura del Río Muni y punta
Botika en el continente, adentrán-
dose por la tierra de los guerreros
fang. Residía en una casucha en
la isla de Elobey Chico, con
una pobreza extrema, desde-
ñado por las autoridades, de-
safiando a la enfermedad y al
olvido. En un segundo viaje en
1884, en una misión oficial de
carácter político, logró comprar
la sumisión de los jefes tribales de
la zona de Río Muni. Gracias a su
esfuerzo, España acudió a la Con-
ferencia de Berlín con un pie en el
continente africano.
Manuel Iradier, al regreso de su
segundo viaje al Golfo de
Guinea, en la portada de La
Ilustración de Álava.
Stanley se ufanaba de su trato duro hacia los criados de la expedición. En esta ilustración de su
Viaje en busca del Dr. Livingstone, amenaza con disparar a un porteador si deja caer la carga.
día solemne tributo en el entierro de sus
restos en la abadía de Westminster.
El misterio del Lualaba fue otra he-
rencia que Stanely recibió del misione-
ro, y que resolvió en la última y más es-
pectacular de las expediciones trans-
continentales, cuyos efectos fueron de-
cisivos para desatar el brutal saqueo de
hombres y recursos con el que África
despidió el siglo XIX y entró definitiva-
mente en los mapas.
En 1874, Stanley tenía 33 años, fama
y un público lector. A la ayuda del New
York Herald logró sumar la del Daily Te-
legraph, diarios a los que se ofreció pa-
ra completar la obra de exploración del
misionero fallecido. Al frente de una ca-
ravana de 360 personas, partió de Ba-
gamoyo, en la costa oriental de África,
frente a la isla de Zanzíbar, con la fina-
lidad de terminar la exploración de los
Grandes Lagos y averiguar el curso del
Lualaba. En febrero de 1875, llegó al la-
go Victoria y trazó el primer mapa de su
perímetro. Recorrió a continuación el pe-
rímetro del lago Alberto, junto a Ugan-
da, descendió hasta el Tanganica y en
octubre llegó al Lualaba. Para bajar por
su curso, hizo construir un barco des-
montable, el Lady Alice.
A medida que pasaban los días, el
Lualaba se iba ensanchando, sus aguas
se ennegrecían, la selva tropical de sus
riberas era cada vez más espesa y ame-
nazadora. Por la noche, sonaba el tam-
tam sin que de día acertaran a ver a na-
die. Sus hombres tenían miedo, pero
Stanley decidió proseguir, desafiar las ca-
taratas que se avecinaban y los previsi-
bles ataques de las tribus de las riberas,
y ello sin saber si navegaba por el ori-
gen del Nilo o hacia dónde le conduci-
ría la imponente masa de agua. En mar-
zo de 1877, estaba en las cataratas que
bautizó como Stanely Falls, junto a la ac-
tual Kisangani, donde el río torcía a la
inzquierda. Los tres blancos que le
acompañan habían muerto por el cami-
no y, para desplazarse sin ser fácilmen-
te alcanzado por las flechas lanzadas
desde las orillas, hubo de seguir río aba-
jo por el centro de la corriente. Pero lle-
gó. Después de 4.700 kilometros, 999 dí-
as de viaje y tras perder 114 hombres, el
explorador y el resto de su expedición
alcanzaron Boma, en la costa atlántica.
Stanley había envejecido y encanecido,
pero su ambición no había disminuido.
Y la de un ávido monarca europeo tam-
poco. Nada más puso pie en Marsella,
los emisarios del rey Leopoldo II de Bél-
gica se lanzaron sobre él con embeleso
para hacerle una modesta proposición:
¿Querría tomar posesión del territorio re-
cién descubierto para la Asociación In-
ternacional Africana? Ese pomposo nom-
bre ocultaba una sociedad particular de
Leopoldo para explotar el Congo y sus
riquezas como una finca privada.
Brazza en Brazzaville
Un último nombre figura en la lista de
los grandes, el del italiano nacionaliza-
do francés Piero Savorgnan de Brazza.
Con el encargo de Francia de contra-
rrestar las preocupantes actividades de
Leopoldo en la zona, Brazza hizo dos
expediciones por los actuales Gabón y
Congo francés, para hacer tratados con
los reyes locales a favor del Gobierno
de París. Nada violento, se ganaba con
astucia y amabilidad a los indígenas y,
entre 1875 y 1879, logró pactar con las
tribus afincadas a la derecha del Con-
go su sumisión a Francia.
Los exploradores habían sido la avan-
zadilla para abrir caminos, clasificar cul-
turas, rebautizar la geografía y efectuar
una apropiación simbólica de una na-
turaleza que se presentaba como aban-
donada, despoblada o en manos de pue-
blos atrasados. Sus publicaciones, sus
conferencias, las noticias sobre sus ha-
zañas en la prensa reforzaron la con-
ciencia de superioridad europea y crea-
ron un estado de opinión ávido de exo-
tismo y favorable a la expansión colo-
nial, entendida como una misión civili-
zadora, casi como un deber moral. Ha-
cia 1880, la época de las grandes ex-
ploraciones había finalizado. Llegaba la
hora de cosechar los inmensos benefi-
cios del África negra. Con los caminos
abiertos, los secretos desvelados, la ma-
laria vencida y el invento reciente de la
ametralladora Maxim’s, las potencias eu-
ropeas dejaron de sentarse ante un ma-
pa en blanco, rodeado de misterio y fan-
tasía para hacerlo ante un tablero con-
trolado, con sus rutas, sus obstáculos y
sus tesoros codificados, sobre el que de
inmediato comenzaron a jugar al mo-
nopoli respaldados con entusiasmo por
sus opiniones públicas.
Stanley, hombre de negocios, no du-
dó en aceptar la oferta de los emisarios
del codicioso rey de los belgas. Y re-
gresó una vez más al Congo, ahora pa-
gado por Leopoldo II, para establecer
tratados con los gobernantes locales y
una red de factorías a lo largo del río
Congo para servir a la eufemística Aso-
ciación Internacional Africana. ■
79
LAS EXPLORACIONES. CAMINOS PARA EL SAQUEO
EL DESPOJO DE ÁFRICA
Savorgnan de Brazza logró la sumisión a Francia de las tribus de la ribera norte del Congo.
Recepción del explorador en Cazembé, según un grabado que ilustra el relato de sus viajes.
Después de 4.700 kilómetros, 999 días de
viaje y tras perder 114 hombres, Stanley
llegó a la desembocadura del río Congo
80
■■ MUNGO PARK
Selkirk, Escocia, 1771-Bussa, Nigeria, 1806
Estudió medicina en Edimburgo y traba-
jó en Sumatra, ganándose la confianza
de la Royal Society, que le encargó que
explorara el curso del Níger. Su primera
aventura, cuyo relato publicó en 1797,
le hizo famoso. Dos años después, ya
casado y establecido en Escocia, el Go-
bierno le pidió que condujera una se-
gunda expedición. La época de las llu-
vias, sin embargo,
causó la muerte
por paludismo de
la mayoría de los
componentes y los
seis que se salva-
ron se ahogaron en
el Níger poco des-
pués, durante un
ataque de los habi-
tantes de la región
de Bussa.
■■ RENÉ-AUGUSTE CAILLIÉ
La Rochelle, 1799-La Badère, 1838
Antes de los 20, el joven y humilde
obrero francés ya había viajado dos ve-
ces a la zona francesa de Senegal y re-
corrido parte del interior. Logró llegar a
pie a Tombuctú en 1828, disfrazado de
viajero musulmán.
El relato de sus pe-
ripecias, en tres vo-
lúmenes, se publi-
có en 1830 en
francés y pronto
fue traducido al in-
glés. Nunca se re-
cuperó del desgas-
te físico sufrido en
el viaje y no volvió
a África.
■■ DAVID LIVINGSTONE
Blantyre, Escocia, 1813-Chitambo, Zambia,
1873
Educado en un ambiente piadoso y hu-
milde, acudió a una llamada en busca de
misioneros en 1834 y, una vez ordenado,
partió para África
en 1840. Durante
15 años viajó lle-
vando el Evangelio
por zonas nunca an-
tes pisadas por los
europeos. Su inten-
ción era abrir rutas
comerciales en Áfri-
ca que fueran una
alternativa económi-
ca al comercio de
esclavos. La fama y los ingresos que le
otorgaron sus libros de viajes le convirtie-
ron en independiente para planificar sus
itinerarios. Perdido en 1871, fue hallado
por H. M. Stanley en un encuentro céle-
bre en la historia de ambos exploradores.
■■ MARY KINGSLEY
Londres, 1862-Ciudad del Cabo, 1900
Sobrina de un clérigo, llevó una vida
anodina hasta los 30, cuando decidió
viajar a África para terminar un libro so-
bre religiones locales iniciado por su pa-
dre. En 1893 y 1894, visitó Cabinda y
la isla de Fernando Poo, decubrió nue-
vas especies de peces, convivió con los
caníbales fang y escribió unos relatos de
sus viajes que
muestran una sen-
sibilidad pionera y
a contracorriente
de los valores con-
servadores de sus
contenmporáneos
varones, por su
simpatía y respeto
hacia los africanos
negros. Murió tra-
bajando como en-
fermera en la Guerra de los Bóers.
■■ JOHN HANNING SPEKE
Devon, 1827-Wiltshire, 1864
Sirvió en el ejércirto inglés en el Punjab,
el Himalaya y el Tibet. En 1855, viajó
por Somalia con Burton y al año siguien-
te ambos salieron de Zanzíbar en busca
de las fuentes del Nilo. Cuando Burton
enfermó, él llegó al
lago Victoria y afir-
mó que era el ori-
gen del Nilo. Bur-
ton lo negó y su
controversia fue cé-
lebre. Regresó a
Africa para repetir
el trayecto y murió
en un accidente, el
día antes de expo-
ner sus conlusiones
en un debate con Burton en Londres.
■■ RICHARD BURTON
Devonshire, 1821-Trieste, 1890
Educado en Fancia e Italia, fue un exce-
lente lingüista. Tradujo las Mil y Una No-
ches del árabe, el Kama Sutra del hindi y
otros textos clásicos del persa, como El
Jardín Perfumado, de Nefzaoui. Militar
en el ejército británico en la India, estu-
dió en 1845 la prostitucion homosexual
en Karachi y lo detallado de su informe le
ganó el desprecio de sus compañeros de
armas. En 1853, disfrazado de musul-
mán afgano, visitó
La Meca, aunque
no fue el primer oc-
cidental que lo ha-
cía. Sí lo fue en en-
trar en la ciudad
prohibida de Harar
en Etiopía, antes
de viajar con John
Speke en busca de
las fuentes del Ni-
lo. Fue cónsul en
Fernando Poo, Santos (Brasil), Damasco
y Trieste, donde falleció.
■■ HENRY MORTON STANLEY
1841, Gales-1904, Londres
Hijo ilegítimo, se embarcó en Liverpool y
llegó a Nueva Orleans en 1859, donde
fue apadrinado por Henry Hope Stanley,
de quien tomó el apellido. Soldado y pe-
riodista, fue a África en 1867 a cubrir la
expedición inglesa contra el emperador
de Abisinia, Tewo-
dros II. Luego acep-
tó el encargo de en-
contrar a Livingsto-
ne, que le hizo fa-
moso, y finalmente
navegó por el río
Congo cruzando
África de Este a
Oeste, momento a
partir del cual
aceptó trabajar para
el rey Leopoldo de Bélgica. Antes de mo-
rir, se nacionalizó británico de nuevo.
■■ PIERRE SAVORGNAN DE BRAZZA
Roma, 1852-Dakar, 1905
Brazza era un conde italiano que se na-
cionalizó francés en 1874 y se alistó en
el ejército de ese país. De 1875 a
1878, exploró el río Ogowe y la desem-
bocadura del Gabón. Regresó dos años
después para pactar tratados con los je-
fes locales de lo que luego se convertiría
en el Congo francés, al norte del río del
mismo nombre. En
1884, fundó la
ciudad de Brazzavi-
lle, donde estable-
ció una colonia que
gobernó de 1886 a
1897. En 1905,
viajó de nuevo a in-
vestigar denuncias
de abusos a los na-
tivos y murió en el
viaje.
GRANDES EXPLORADORES
81
LAS EXPLORACIONES. CAMINOS PARA EL SAQUEO
EL DESPOJO DE ÁFRICA
Tánger •
•
Marraquech Alejandría
•
Sesheke
•
Asuán •
Masava
•
• Gondar
• Kismaayo
• Mombasa
• Kinshasa
• Benguela
• Bagamoyo
•
Beira
• Mtwara
• Durban
Matadi •
•
Lambarene
I. Fernando Poo
I. Santo Tomé
I. Corisco
Lagos •
Boké •
San Pablo •
de Luanda
• Port ElizabethCiudad •
del cabo
•
Mozambique
• Kano
• Duala
• Bengasi
Cabinda
•
Sokoto
•
Jartum
•
Túnez
•
Saint Louis
•
•
Freetown
•
Trípoli
•
Argel
•
Accra
•
Djnné
Tombuctú
•
S A H A R A
A R A B I A
E S P A Ñ A
I T A L I A
I M P E R I O
O T O M A N O
E G I P T O
Desierto de
Kalahari
Cuenca
del Congo
Desierto
de Libia
Península
de Somalia
Madagascar
R.Niger
R. Orange
R. Congo
R.Chari
R.Cuando
R.Lualaba
R.Okavango
R. Zambeze
R. Ubangi
R. Limpopo
N
iloNiloBlanco
NiloAzul
Lago Chad
Golfo de Adén
CanaldeMozambique
Lago
Niasa
L. Alberto
L. Turkana
L.
Victoria
Lago Volta
Mar Mediterráneo
MarRojo
O C É A N O
A T L Á N T I C O
O
C
ÉANOÍNDICO
Mungo Park 1795-1805
René Caillé 1827-1828
David Livingstone 1841-1873
Burton y Speke 1857-1859
Speke y Grant 1859-1863
Mary Kingsley 1862-1894
Henry Morton Stanley 1871-1889
Pierre Savorgnan de Brazza 1875-1878
ITINERARIOS
DE LAS PRINCIPALES
EXPLORACIONES
0 500 1.000 1.500 2.000 km
•
Ujiji
• Tabora
L. Tanganica •
Dar es Salaam
L
a nueva era del imperialismo
europeo surgido en el siglo XIX,
consecuencia del triunfo del
ideario liberal, pero sobre todo
de la revolución industrial y de los for-
midables avances de las técnicas y las
ciencias, determinaron una nueva aper-
tura del horizonte geográfico, que su-
puso para el hombre occidental el co-
nocimiento y ocupación del planeta,
prácticamente en su totalidad. África no
podía ser la excepción.
La búsqueda de materias primas con
las que alimentar una industria en cre-
cimiento y de mercados donde colocar
los excedentes manufacturados; la con-
veniencia de sustituir los desaparecidos
imperios coloniales americanos por otros
en Asia y África, con la consiguiente ad-
quisición de territorios tanto de explo-
tación como de poblamiento; la propia
revolución de los transportes –sobre to-
do, por la aplicación del vapor y la hé-
lice a la navegación–, pero también con-
sideraciones de orden social, científico
y cultural –eliminación de la trata de es-
clavos, los nuevos descubrimientos geo-
gráficos o el formidable impulso expe-
rimentado por las misiones cristianas en
su doble versión protestante y católica–,
todo se concitó, en suma, para que en
un tiempo breve África desvelase gran
parte de sus secretos al hombre occi-
dental. También, para que su reparto y
ocupación fuesen un hecho.
A ello hay que sumar la incapacidad
de las sociedades tribales autóctonas pa-
ra oponer una resistencia eficaz a la pe-
netración europea. No pudieron hacer-
lo las mejor organizadas –Dahomey,
Bornu, Malí, Uganda–, ni los Estados
feudales sobrevivientes en el Norte y Es-
te del continente desde Marruecos a Abi-
sinia, Zanzíbar o Madagascar, todos ellos
en pleno declive.
De otro lado, un incipiente naciona-
lismo suscitado en las antiguas depen-
dencias turcas del Norte de África en
ningún caso fue capaz de asegurar la in-
dependencia nacional, y una tras otra
fueron ocupadas por los europeos, bien
como territorios de plena soberanía –Ar-
gelia en 1830, Libia en 1911–, bien co-
mo protectorados –Túnez en 1881, Egip-
to en 1882–. El mismo destino tuvieron
los movimientos de reafirmación isla-
mista más representativos: el del Mah-
di en el Sudán –aplastado por el Reino
Unido con la toma de Jartum, 1898–, y
el de Ma el Ainin, en el Sahara Occi-
dental, que corrió igual suerte por cuen-
ta de Francia, por las mismas fechas.
Avances franceses e ingleses
Hasta mediados de siglo XIX, la presen-
cia europea en África era puramente tes-
timonial. En 1830, los franceses ocupa-
ron Argel, so pretexto de librar a la na-
vegación internacional de aquel peligro-
so foco corsario, pero una vez allí ya no
se marcharon. Antes al contrario, desde
esa base de operaciones iniciaron la sis-
temática conquista del país, completada
en 1848 con el sometimiento del emir
Abd el Kader. Desde el Sahel argelino,
fue ocupado todo el Sahara centro-occi-
dental, hasta lograr enlazar con los terri-
torios ocupados por Francia desde sus
bases senegalesas en el Oeste africano
y Níger superior. Hacia 1880, los domi-
nios franceses se extendían interrumpi-
damente por el eje Argel-San Luis de Se-
negal. Más al sur, Francia se hallaba tam-
bién en el golfo de Guinea –Costa de
82
JUAN B. VILAR es catedrático de Historia
Contemporánea. Universidad de Murcia.
Para que los avances coloniales de las potencias europeas en África no
generaran enfrentamientos armados, Bismarck las convocó en Berlín, a fin de
acordar las reglas del juego. Juan B. Vilar explica el pacto entre caballeros,
que en zonas del continente tuvo consecuencias rayanas en el genocidio
EL REPARTO
Berlín, 1884
Leopoldo II de Bélgica estrangula a los
habitantes de la Cuenca del Congo. Caricatura
publicada en Punch, a finales del siglo XIX.
Marfil, Dahomey, Congo superior y Ga-
bón–, y desde sus islas del Índico per-
manecía atenta para proceder al asalto
de Madagascar a la primera oportunidad.
De superior alcance eran los planes
británicos para la ocupación del frente
oriental del continente. Ello mediante
un movimiento envolvente de Sur a
Norte y viceversa, que debería tener co-
mo bases la recién adquirida Colonia de
El Cabo –perdida por los holandeses
durante las guerras napoleónicas– y
Egipto, provincia emancipada del Im-
perio turco, cuya ocupación era para
Londres asunto prioritario, para asegu-
rar su hegemonía en el Mediterráneo
oriental y, sobre todo, el control de la
nueva ruta a la India por el canal de
Suez, inaugurado en 1869.
El moderno Estado introducido por
Mehmet Alí en Egipto en la primera mi-
tad del XIX, saludado por los contem-
poráneos como aurora de un resurgi-
miento árabe, sobrevivió con dificultad
a su fundador, de forma que en 1882
ese país quedó reducido de hecho a
protectorado británico. El paso siguien-
te fue la ocupación del Sudán –condo-
minio anglo-egipcio, pero en la realidad
dependencia exclusivamente británica–.
Ello, sumado a la ocupación de Kenia,
Uganda y otras regiones del África orien-
tal, permitiría a Gran Bretaña conectar
esos territorios con sus posesiones me-
ridionales. Si bien en 1881, hubo de
aceptarse la segregación de las dos re-
públicas bóers (holandesas y calvinistas)
de Transvaal y Orange, situadas en los
confines noroccidentales de Sudáfrica,
su viabilidad era dudosa como los he-
chos no tardarían en demostrar.
En contrapartida, por el Norte y No-
reste, el avance desde El Cabo resultó
imparable: Natal, Bechuanalandia, Ba-
sutolandia, Suazilandia, fueron cayendo
EL DESPOJO DE ÁFRICA
83
Representación de la Batalla de Adua, en marzo de 1896. Las tropas etíopes, lideradas por Menelik, vencieron. Fue el equivalente al 98 italiano.
una tras otra, reducidas a colonias o pro-
tectorados. Cuando en las décadas de
1880 y 1890 surgió la doble posesión de
Rhodesia, desde ella pudo enlazarse sin
dificultad con Uganda y los dominios del
Norte. El Imperio británico en África
oriental era una realidad incuestionable.
Baste decir que se extendía casi ininte-
rrumpidamente desde el Mediterráneo a
El Cabo. A su lado palidecían las otras
dependencias del Reino Unido en el
frente atlántico del continente: Gambia,
Sierra Leona, Costa de Oro (Ghana) e in-
cluso Nigeria.
Iniciada la década de 1880, Gran Bre-
taña y Francia se repartían buena parte
del continente africano. Alemania que-
daba muy por detrás. Hizo acto de pre-
sencia tarde, pero con determinación de
quedarse: a sus posesiones de Camerún
y Togo, en el golfo de Guinea, sumó en
1884 los extensos territorios de África del
Suroeste y Tanganica, este último en el
Índico. Portugal y España continuaban
en sus posiciones históricas de siempre,
ya mencionadas; Italia hacia su aparición
en Eritrea y Somalia; y una compañía
belga, presidida a título particular por el
rey Leopoldo II, operaba en la inmen-
sa región del Congo.
La sistematización del despojo
El proceso de penetración desordenada
en el continente africano a partir de ca-
beceras de puente establecidas en el li-
toral, mediante la doble táctica de de-
mostraciones de fuerza y de compra de
voluntades, una y otra garantizadas con
ocupaciones fácticas, o con tratados de
protectorado sobre los débiles poderes
autóctonos, necesariamente tenía que
terminar enfrentando a las potencias co-
lonialistas. Así sucedió con británicos y
franceses en Egipto, Sudán y Nigeria; a
los segundos, con los alemanes en Áfri-
ca ecuatorial, y a estos últimos con los
británicos en África oriental y en el Su-
roeste del continente. De otro lado, tam-
bién era necesario decidir si se recono-
cían o no los derechos históricos alega-
dos por Portugal y España y si se aten-
derían la pretensiones soberanistas del
rey Leopoldo II de Bélgica sobre el Con-
go y, en caso afirmativo, de qué forma
hacerlo compatible con los intereses de
Francia y Portugal y con la deseable li-
bertad de comercio y navegación en ese
extenso país. Por último, se imponía re-
conocer o no, una por una, las adqui-
siciones ya realizadas y, sobre todo, in-
troducir mecanismos adecuados que re-
gulasen las anexiones futuras, así como
los posibles contenciosos entre las par-
tes interesadas.
Para poner orden entre tanto caos y
sentar las bases de un reparto consen-
84
Las delegaciones que participaron en la Conferencia de Berlín, en 1884, en un minucioso dibujo de La Ilustración Española y Americana.
En 1880, Gran Bretaña y Francia ocupaban
casi toda África. Alemania e Italia hacían
aparición y Leopoldo II ansiaba el Congo
suado, tuvo lugar una Conferencia en
Berlín, entre el 15 de noviembre de 1884
y el 26 de febrero de 1885. Asistieron,
aparte del Estado anfitrión, once dele-
gaciones: Reino Unido, Francia, Bélgica,
Portugal, España, Italia y Turquía, como
partes más implicadas, pero también Pa-
íses Bajos, Dinamarca, Suecia-Noruega,
Rusia, Austria-Hungría e incluso Estados
Unidos. Significativamente no estuvo re-
presentado ningún Estado africano. Ni
siquiera los internacionalmente recono-
cidos, como Egipto, Abisinia, Marruecos
y Liberia. En cambio, fueron recibidas
como observadoras varias asociaciones
filantrópicas, misionales, culturales y co-
lonialistas. Entre estas últimas, la Aso-
ciación Internacional del Congo, que
propugnaba la creación de un Estado Li-
bre del Congo bajo la soberanía de la
monarquía belga.
Berlín era el marco más apropiado
para la Conferencia. La nueva Alema-
nia, el II Reich, ejercía desde la reuni-
ficación de 1870 un arbitraje incuestio-
nable en el continente europeo. De
otro lado, venía a ser la única potencia
capaz de ofrecer un escenario neutral,
ya que entre las grandes era la única sin
apetencias coloniales. El canciller ger-
mano Otto von Bismarck estaba firme-
mente persuadido de que la hegemo-
nía mundial correspondería al Estado
que ejerciese clara preponderancia en
Europa, y ésta resultaría tanto más im-
batible cuanto más concentrados estu-
viesen sus fuerzas y recursos en el con-
tinente europeo. Ocupar colonias equi-
valía por tanto a dispersión de fuerzas
y, en definitiva, a una mayor vulnera-
bilidad. Se entienden las reticencias de
Bismarck a ese tipo de adquisiciones,
que tuvieron lugar tarde y a desgana
por no caberle otra salida, al tener que
proteger intereses de compañías priva-
das alemanas ya introducidas. Por lo
mismo se comprende también que du-
rante la Conferencia de Berlín, el Rei-
no Unido y sobre todo Francia, rivales
reales de Alemania en Europa respec-
tivamente, sorprendentemente tuvieran
en el canciller germano al principal va-
ledor en sus pretensiones coloniales. A
más colonias, más dispersión y por tan-
to mayor debilidad.
Los acuerdos de Berlín
Un Acta General de la Conferencia, fe-
chada el 26 de febrero de 1885, reco-
gió los acuerdos básicos adoptados en
la misma. Pueden resumirse así:
- Libertad de navegación y comercio
en la cuenca del río Congo, incluidas
disposiciones que garantizasen la neu-
tralidad del mismo y los derechos de las
poblaciones indígenas, pero también la
libertad religiosa y las actividades e in-
tereses de misioneros, viajeros, empre-
sarios y sus dependientes. Bajo estas
condiciones (y limitaciones) eran reco-
nocidos el Estado Libre del Congo y el
rey Leopoldo II de Bélgica como su so-
berano, Estado que se extendería por un
inmenso territorio, aproximadamente los
2/3 de la cuenca.
- Libertad de navegación y comercio
por el río Níger, si bien con cortapisas
que primaban los intereses ya estable-
cidos del Reino Unido en sus cuencas
media y baja.
- El derecho de posesión era funda-
mentado en la ocupación efectiva, que
no en los derechos históricos o de cual-
quier otra especie. No obstante, se re-
conocía cierta prioridad en la ocupación
de un territorio a la potencia ya estable-
cida en sus inmediaciones, o que pudiera
alegar tratados de protección o conve-
nios concertados por sus agentes con las
poblaciones autóctonas, pero siempre
que una u otra circunstancia fuera acom-
pañada de ocupación efectiva.
- La ocupación de uno o varios pun-
tos del litoral daba derecho al traspaís o
hinterland correspondiente, en el que
85
BERLÍN, 1884. EL REPARTO
EL DESPOJO DE ÁFRICA
Manos cortadas a nativos “improductivos” en
el Congo de Leopoldo, una prueba de las
atrocidades que sufrieron los colonizados.
MARRUECOS
TRIPOLITANIA
FEZZÁN
MAHDI
TUCOLOR
MOSSI
SOKOTO BORNU
UADDAI
RABBAHASHANTI DAHOMEY
BENIN
EL CONGRESO DE BERLÍN. 1885
Posesiones
Británicas
Francesas
Portuguesas
Alemanas
Italianas
Españolas
Belgas
Libertad de comercio sobre los ríos
Zona de libre comercio
Estados africanos con peso internacional
Otros estados africanos
Estados africanos en constitución
Soberanía otomana nominal
Zonas de influencia
Británica
Francesa
Alemana
Belga
BUNYORO
BUGANDA
ANKALE
RUANDA
BURUNDI
ZANZIBAR
MSIRI
MERINA
TRANSVAAL
ORANGE
SWAZI
ZULÚ
EQUATORIALIBERIA
SAMORI
FUTA
JALON
ABISINIA
MASSAUA
CIRENAICA
0 1.000 2.000 km
necesariamente debería hacerse pre-
sencia efectiva.
- Eran precisadas la significación y al-
cance de dos figuras diferentes: plena
soberanía y régimen de protectorado.
- Los contenciosos suscitados entre
dos potencias establecidas en una mis-
ma área deberían ser resueltos median-
te convenios bilaterales.
- Ídem las restantes cuestiones pen-
dientes o que se suscitaran en el futuro.
Aunque las cláusulas de Berlín dista-
ron de ser cumplidas fielmente, en ade-
lante pudo contarse con una normati-
va consensuada en relación con las
cuestiones coloniales.
Bismarck también logró que fueran
aceptados varios acuerdos globales, al
objeto de evitar peligrosas hegemonías
en áreas concretas: ante todo la inter-
nacionalización de la explosiva cuestión
del Congo, pero también el hallazgo de
una salida a la de Egipto, apoyando a
Francia para impedir el exclusivo con-
trol de ese país por Gran Bretaña, y a és-
ta en la cuenca del Níger para frenar
apetencias no menos exclusivistas fran-
cesas, o bien el afianzamiento de la pre-
sencia alemana en Togo y Camerún o la
anexión a Alemania de Tanganica y Áfri-
ca del Suroeste para quebrar o siquiera
debilitar unilaterales hegemonías fran-
cesas y británicas en el golfo de Gui-
nea y en África oriental.
Los dos grandes Imperios
La Conferencia de Berlín, al proporcio-
nar marco legal a la expansión colonia-
lista, estimuló el proceso de ocupación
de territorios. Cuantas potencias tenían
puesto ya el pie en África se apresura-
ron a redondear y ampliar sus posesio-
nes en carrera frenética, de forma que
en diez o quince años el mapa colonial
africano alcanzó su conformación defi-
nitiva. Fueron días pródigos en gestas
de exploradores, de intensa actuación
misional, de ocupación de dilatados te-
rritorios y de conformación de los res-
pectivos sistemas coloniales, pero tam-
bién de rivalidades y enfrentamientos de
las potencias –en Egipto, Sudán, Ma-
rruecos, Nigeria, Camerún…–, crisis que
no dejaron de contribuir a las tensiones
que precedieron y posibilitaron el esta-
llido bélico de 1914. Como telón de fon-
do, se perfila un siniestro y silenciado
panorama de sufrimientos humanos, de
expolio sistemático, explotación e in-
cluso genocidio de naciones enteras en
el nombre de la civilización cristiana y
el progreso. Dos potencias, el Reino Uni-
do y Francia, terminaron controlando
gran parte del continente, siendo en de-
finitiva las principales beneficiarias del
reparto de África.
Ha quedado referido cómo, a la al-
tura de 1885, el Imperio afro-británico
se hallaba ya conformado siquiera en
sus rasgos básicos. Basculaba hacia el
frente oriental del continente, entre
Egipto y el cono sur, vertebrado en tor-
no al ferrocarril El Cabo-El Cairo, para
entonces en funcionamiento en varios
de sus tramos. La aparición de un au-
daz empresario resultó decisiva. Cecil
Rhodes (1853-1902) y su Chartered
Company, desbordando las fronteras
norteñas de Sudáfrica, ocupó de forma
86
El impulso misionero, católico y protestante, a finales del XIX, contribuyó a que África desvelase
sus secretos. Un obispo católico recorriendo su diócesis en el Congo, a principios del siglo XX.
Contra la malaria, quinina
Entre 1819 y 1836, el 48 por ciento de
los miembros de la guarnición británi-
ca de Sierra Leona murió a consecuencia de
la malaria. El peor año, 1825, la cifra llegó
al 78 por ciento. Servir en el ejército en Áfri-
ca era tan letal que se conmutaba la conde-
na a los reos dispuestos a correr el riesgo y
el continente se ganó la justa fama de “tum-
ba del hombre blanco”. Las fiebres palúdi-
cas actuaron durante siglos como la mejor
arma de defensa de los africanos frente a las
invasiones. Esta situación cambió a media-
dos del siglo XIX. Aunque hasta 1880 no
se descubrió que la fiebre se debía a una in-
vasión del torrente sanguíneo por parte del
Plasmodium y hasta 1897 no se supo que és-
te se transmitía por la picadura del mosquito
Anopheles, la malaria dejó de diezmar a los
europeos mucho antes, a raíz de dos hechos
causales. En 1839, de los veintiún miem-
bros de la tripulación del barco North Star,
atracado en Sierra Leona, veinte tomaron
quinina diariamente. El único que no lo hi-
zo, murió. Dos años después, durante una
expedición británica por el río Níger, el doc-
tor T. R. H. Thompson hizo la prueba de
administrar quinina a parte de la tripula-
ción y otros productos al resto, comprobando
la eficacia del medicamento. Cuando el tra-
tamiento se generalizó, la mortalidad del eu-
ropeo en África descendió vertiginosamen-
te y, en la segunda mitad del siglo, el cul-
tivo del quino, que procedía de las selvas de
Perú, Ecuador, Bolivia y Colombia, se con-
virtió en un negocio millonario, en el que
pronto entraron a competir cultivadores ho-
landeses de Indonesia y británicos de la In-
dia, que viajaron de incógnito a América a
robar semillas y realizar las primeras plan-
taciones de quino en Asia.
tan rápida como violenta un territorio
inmenso y al propio tiempo muy rico
en recursos agropecuarios y mineros,
en menoscabo de las poblaciones abo-
rígenes y de los intereses de Portugal,
que pretendía a través del mismo unir
Angola y Mozambique. El ultimátum de
1890 acalló las protestas lusitanas, pe-
ro generó en el pueblo portugués un
perdurable resentimiento antibritánico,
llamado a dañar de forma irreversible
una amistad de varios siglos. Ni siquiera
las objeciones de la reina Victoria a tal
política agresiva pudieron detener a
Rhodes, firmemente respaldado por el
premier Salisbury. En el bienio 1890-91,
ambas Rhodesias y la nueva colonia de
Nyasalandia quedaron unidas a los do-
minios británicos, alcanzándose desde
el Sur la región de los grandes lagos y,
por tanto, las fuentes del Nilo. Ocupa-
da Uganda y Kenia –también Zanzíbar
y parte de Somalia– y doblegado el Su-
dán en 1898 –toma de Jartum por Kit-
chener–, el ferrocarril El Cabo-El Cai-
ro fue una realidad.
Sistema flexible
Para entonces, y en el otro lado del
continente, se hallaba próxima la ocu-
pación total de Gambia, Sierra Leona,
Costa de Oro y Nigeria, completada es-
ta última en 1901. Anexionadas las dos
repúblicas sureñas de Trasvaal y Oran-
ge al término de la Segunda Guerra
Bóer (1899-1902), pródiga en épicos
episodios que valieron al presidente
Paul Krüger (1825-1904) y a su pueblo
universales simpatías, la totalidad de las
posesiones africanas del Reino Unido
quedó integrado en la recién estableci-
da Commonwealth, bajo la triple fór-
mula de dependencia colonial –direct
rule o indirect rule, según el grado de
autogobierno otorgado a los colonos
blancos– (gran parte del África centro-
oriental), protectorado (Zanzíbar, Ugan-
da, sultanatos del norte de Nigeria, Be-
chuanalandia, …) y dominio (Unión Su-
dafricana –desde 1910). Como puede
verse en sus tres versiones, un sistema
de gobierno indirecto (gobernador ge-
neral representante de la Corona, en su
caso asistido por sendos consejos eje-
cutivo y legislativo), que sin llegar a la
autogestión total, buscaba las respon-
sabilidades compartidas con las venta-
jas que ello implicaba.
Un sistema enteramente diferente del
férreamente centralizado y asimilista in-
troducido por Francia en sus depen-
dencias coloniales y diseñado en bue-
na parte por el político radical Jules
Ferry. Baste decir que el África france-
sa mediterránea, es decir Argelia, divi-
dida en tres departamentos (Argel, Orán
y Constantina), a todos los efectos era
considerada territorio metropolitano,
con sus representantes en ambas Cá-
maras parlamentarias de París, si bien
el sufragio estaba reservado a los colo-
nos europeos (franceses y españoles,
mayoritariamente) y a la minoría judía
–ésta, desde la ley Cremieux de 1871-
con exclusión del grueso de la pobla-
ción musulmana. Al fracasar la aplica-
ción de este modelo en Senegal, se op-
tó aquí y en las otras dependencias sub-
saharianas por una administración típi-
camente colonial, centralizada y uni-
forme, en la que el gobernador gene-
ral era asistido por un consejo de go-
bierno. En 1904, el África Occidental
Francesa se organizó en cinco colonias
(Senegal y Alto Senegal, Guinea, Cos-
ta de Marfil y Dahomey), a las que se
sumaron tres territorios bajo jurisdicción
militar: Mauritania (1910), Níger (1911)
y Alto Volta (1911). El Sahara central,
también bajo administración castrense,
dependía de Argel (Territorios del Sur).
Por el Este los franceses, que preten-
dían enlazar su territorio de Chad con
el enclave somalí de Obock-Somalia, en
el Índico, a través de Sudán, de forma
que sus dominios se hubieran exten-
dido con continuidad en el Norte del
continente, de océano a océano, hu-
bieron de renunciar a tal proyecto an-
te un ultimátum inglés (incidente Mar-
chand-Kitchener en Fashoda, septiem-
bre de 1898 –el 98 francés–).
Igual modelo se aplicó en el África
Ecuatorial Francesa, establecida oficial-
mente en 1910 con las colonias de Ga-
bón, Congo-Brazzaville y Ubangui-Cha-
ri, a las que se sumó Chad, primero co-
mo territorio castrense y luego como co-
lonia. En cuanto a Madagascar, reino
87
BERLÍN, 1884. EL REPARTO
EL DESPOJO DE ÁFRICA
ARGELIA
MARRUECOS
MAURITANIA
RÍO
DE ORO
IFNI
LAS COLONIAS
EN ÁFRICA. 1914
Británicas
Francesas
Portuguesas
Alemanas
Italianas
Españolas
Belgas
Países independientes
SENEGAL
ÁFRICA OCCIDENTAL
LIBIA
TUNICIA
ÁFRICA
ECUATORIAL
EGIPTO
UGANDA
KENIA
MOZAMBIQUE
BASUTOLANDIA
ERITREA
ABISINIA
SOMALIA
MADAGASCAR
SOMALIA
BRITÁNICA
SOMALIA
FRANCESA
ÁFRICA
ORIENTAL
SUDÁN
ANGLO-EGIPCIO
GUINEA
GAMBIA
GUINEA
PORT.
SIERRA
LEONA LIBERIA
COSTA
DE MARFIL
COSTA
DE ORO
TOGO
NIGERIA
CAMERÚN
GABÓN
CABINDA
ANGOLA
ÁFRICA DEL
SUROESTE
BAHÍA DE
LA BALLENA
COLONIA
DE EL CABO
BECHUANIA
RHODESIA
CONGO BELGA
RÍO
MUNI
0 1.000 2.000 km
88
protegido desde 1895, en el 97 los fran-
ceses derrocaron y exiliaron a la reina
Ranavalona III, transformando la isla en
territorio militar en ese año, y en colo-
nia en 1905. Mejor suerte corrieron Tú-
nez y Marruecos, sometidos a régimen
de protectorado en 1881 (Tratado de El
Bardo) y 1912 (Convenio franco-espa-
ñol de ese año), si bien el mencionado
en segundo lugar era compartido con
España, pudiendo retener ambos su go-
bierno (Majzén) e instituciones tradicio-
nales, encabezados unos y otras por el
bey y el sultán respectivamente. No obs-
tante el poder efectivo era controlado en
ambos casos por un alto comisario eu-
ropeo, que en Marruecos eran dos, fran-
cés y español, con residencia en Rabat
y Tetuán.
Los imperios menores
Como en los casos británico y francés, la
presencia oficial de otros países euro-
peos en África se debió casi siempre a
iniciativas privadas. Así ocurrió en lo que
se refiere a Alemania, Italia y Bélgica, y
en parte también a Portugal y España.
El ejemplo alemán es aleccionador.
Aunque la presencia de exploradores
y casas de comercio alemanas en Áfri-
ca occidental y oriental se remonta a la
década de 1840, oficialmente Alemania
no hizo acto de presencia hasta 1884-85,
en que se afianzó en Togo y Camerún
(golfo de Guinea) y se anexionó los ex-
tensos territorios de África del Suroes-
te y Tanganica o África Oriental Ale-
mana, ampliada luego hacia el interior
con sendos protectorados sobre Ruan-
da y Burundi. El proyecto de algún co-
lonialista de unir las posesiones del
Atlántico y el Índico (ferrocarril trans-
continental Duala-Dar es Salam) se vio
frustrado con la creación del Estado Li-
bre del Congo. Aunque la presencia ale-
mana fue breve (desahuciada de sus co-
lonias en 1919, al término de la Prime-
ra Guerra Mundial), su huella en esos
países ha sido perdurable.
Italia, con mayores apetencias que
Alemania, sin embargo llegó tarde al re-
parto. Excluida de Túnez, su natural
área de expansión por razones geográ-
ficas, al tomarle la delantera Francia y
declarar su protectorado sobre ese país
en 1881, hubo de contentarse con Libia,
ocupada a partir de 1911 al término de
una guerra nada gloriosa con Turquía,
dueña del extenso territorio, y no sin te-
ner que vencer después una imprevista
y tenaz resistencia de las tribus árabes
y beréberes. Un segundo objetivo estu-
vo en África oriental, donde las nuevas
colonias de Eritrea y Somalia (pactadas
con Gran Bretaña por el jefe de go-
bierno Francesco Crispi, principal im-
pulsor de la política colonial italiana)
deberían de servir de base de opera-
ciones para la transformación del Im-
perio de Abisinia (cristiano-nestoriano
de rito copto) en protectorado y luego
en colonia. Los desastres de Dogali y
Adua (versión italiana de nuestro 98)
echaron abajo esos sueños imperiales,
consolidándose por el momento la in-
dependencia etíope y la permanencia
del negus Menelik II en su trono.
En cuanto al Congo, corazón mismo
de África y territorio inmenso, era en rea-
lidad una empresa privada pertenecien-
te al monarca belga y como tal debía
funcionar y ser rentable. Repartido el
país entre diferentes compañías inter-
nacionales –respaldadas por un despia-
dado ejército de mercenarios–, al resul-
tar inexplotables por el momento sus
principales recursos mineros –cobre en
la recóndita Katanga– y agrícolas –esca-
sez de colonos europeos–, la economía
hubo de fundamentarse en la exporta-
ción de ébano, caucho natural y mar-
fil, negocio que conllevó el saqueo sis-
temático y la semidestrucción del país
con daños irreversibles en sus bosques
y fauna, pero especialmente un aterra-
dor genocidio –10 millones de muertos–
denunciado en vano por exploradores,
misioneros y otros testigos oculares, da-
do que el soberano belga, hábil mani-
pulador de los medios de comunicación,
supo ocultar el alcance del holocausto y
mantener con astucia su reputación de
persona humanitaria.
Esa política depredadora hizo inviable
a medio plazo tal sistema, y al no poder
ser afrontado el sostenimiento de una
desproporcionada burocracia, el llama-
do Estado Libre se declaró en banca-
rrota. A Leopoldo no le cupo otra salida
que legarlo al pueblo belga, que hubo
de hacerse cargo en 1908 de una colo-
nia tan desproporcionadamente exten-
sa –66 veces el tamaño de Bélgica– co-
mo ruinosa. Al llamado en adelante Con-
go Belga (luego Zaire y hoy República
Democrática del Congo), dividido en
quince grandes distritos, para su admi-
nistración se le aplicó con pocas va-
riantes el rígidamente centralizado mo-
delo colonial francés.
El modelo ibérico
Finalmente, la presencia de los dos Es-
tados ibéricos en África siguió modelos
colonizadores distintos. Portugal funda-
mentaba sus reivindicaciones coloniales
en derechos históricos que considera-
ba irrecusables y en una presencia mul-
tisecular, más o menos efectiva. En cuan-
to al sistema colonial adoptado, resulta-
ba más centralizado y asimilacionista
que el francés. Si bien las posesiones lu-
sitanas de Guinea-Bissau, Cabo Verde,
Aunque esta postal alemana de Liberia reúne todos los tópicos sobre naturaleza y nativos en
África, éste era en 1936 el único país africano independiente, aunque muy vinculado a EE UU.
Santo Tomé y Príncipe, más enclaves
que colonias, resultaban poco relevan-
tes, otro era el caso de Angola y Mo-
zambique, muy extensas y de alto va-
lor económico, cuya gradual ocupación
procuró a Portugal un imperio colonial
africano que, en alguna medida, vino a
suplir la pérdida del Brasil.
Aunque las poblaciones aborígenes
no fueron objeto de un expolio siste-
mático y de hecho la asimilación y el
mestizaje fue potenciado (con ayuda de
misiones católicas), el Estado terminó
controlando una parte importante de las
tierras, enajenadas con frecuencia a fa-
vor de compañías privadas que explo-
taban los bosques, los yacimientos mi-
neros y grandes plantaciones de café,
algodón, maíz y caña. Hacia 1900, am-
bas colonias quedaron definitivamente
configuradas tanto territorial como ad-
ministrativamente, toda vez que hubo
de ser abandonada la vieja aspiración
lusa de unirlas a través de las que lue-
go serían ambas Rhodesias, según pro-
yecto del explorador Serpa Pinto: el fa-
moso mapa verde portugués vetado por
Londres en su ultimátum de 1890 (el 98
lusitano).
España, la gran ausente
España fue la gran ausente de África.
Desahuciada, como Portugal, de la
América continental a comienzos del si-
glo XIX, a diferencia de ésta, retuvo sin
embargo importantes dominios insula-
res (Cuba, Puerto Rico, Filipinas), cu-
ya conservación fue en adelante norte
y guía de su proyección exterior, hasta
la pérdida de los mismos en 1898. Por
ello no quiso airear derechos históricos
–ni siquiera en la Conferencia de Ber-
lín– por no querer centrar la atención
de Cuba en particular, ni asumir com-
promisos coloniales adicionales. Se li-
mitó a retener sus presidios en la cos-
ta marroquí, pero sin voluntad de pe-
netrar en el interior. La discusión del fu-
turo de ese país fue aplazada un cuar-
to de siglo en la Conferencia interna-
cional de Madrid, convocada por Cá-
novas en 1880, no resolviéndose hasta
el Convenio franco-español de 1912.
En África occidental, la presencia es-
pañola en Canarias desde el siglo XV,
y diferentes actos de soberanía que pu-
do alegar documentalmente, le daban
derecho a un dilatado territorio en el li-
toral inmediato, del Sahara occidental,
entre los cabos Bojador y Blanco (Río
de Oro), de los que en noviembre de
1884 tomó posesión una expedición ba-
jo el mando de Emilio Bonelli, quien es-
tableció la base de Villa Cisneros (hoy
Dajla), ampliada hacia el norte con la ex-
tensa franja territorial de Saguía el Ham-
ra (Acequia Roja), con centro en el eje
El Aaiún-Smara, y el territorio de Teck-
na con cabecera en Cabo Juby, este úl-
timo en realidad Zona sur del Protecto-
rado de España en Marruecos. Más al
Norte, Marruecos tenía cedido a España
un enclave desde 1860 (Ifni), ocupado
tardíamente en 1934.
Por el contrario, la presencia en el
golfo de Guinea se retrotrae a los tra-
tados hispano-lusitanos de San Ilde-
fonso (1777) y El Pardo (1778), en los
cuales fueron cedidas a España las is-
las de Fernando Poo, Annobón, Coris-
co y los dos Elobeyes, así como el ex-
tenso litoral comprendido entre los ca-
bos Formoso y López. Las islas no fue-
ron ocupadas hasta mediados del siglo
XIX y el territorio continental (Río Mu-
ni) hasta comienzos del XX, aunque
drásticamente reducido en sus límites
respecto a los previstos inicialmente, to-
do ello de acuerdo con un Convenio
suscrito en 1900 con Francia, estable-
cida ya en Gabón, que delimitó tam-
bién las fronteras del Sahara Occiden-
tal con la dependencia francesa de
Mauritania.
El modelo colonial español, muy cen-
tralizado y asimilacionista, fue organiza-
do (1904) en lo que a Guinea y Sahara se
refiere en dos unidades administrativas:
Guinea Española y África Occidental Es-
pañola, con sedes en Santa Isabel de Fer-
nando Poo (hoy Malabo) y Cabo Juby. El
interés económico del primero era esca-
so y el del segundo (aparte de las pes-
querías), meramente estratégico.
Este panorama perduró hasta la des-
colonización, en la segunda mitad del
siglo XX. La única variación se refiere
a la redistribución, en 1919, de las co-
lonias alemanas al término de la Prime-
ra Guerra Mundial. Convertidas en man-
datos de la Sociedad de Naciones, ésta
encomendó su administración, bien con-
juntamente a Francia y al Reino Unido
(Togo y Camerún), bien específicamen-
te a esta última potencia (Tanganica), así
como a Bélgica (Ruanda y Burundi) y
a Suráfrica (África del S.O.). En 1936, Ita-
lia completó la ocupación de Abisinia.
En ese momento un solo país, Liberia,
había logrado preservar su indepen-
dencia en África. ■
89
BERLÍN, 1884. EL REPARTO
EL DESPOJO DE ÁFRICA
Postal española de Guinea Ecuatorial en 1938, editada por Publicaciones Patrióticas. El
modelo colonial español en África, centralizado y asimilacionista, se organizó en 1904.
La presencia española en Guinea no fue
efectiva en las islas hasta mediados del
siglo XIX y en el continente, hasta el XX
L
a colonización europea afectó
tan profundamente a los africa-
nos que marcó el fin de una
época y el advenimiento de otra
nueva, cuyas consecuencias siguen gra-
vitando hoy. El expansionismo europeo
en Africa, iniciado por Portugal en el si-
glo XV, terminaría transformando todos
los aspectos de la vida de las sociedades
africanas, incluidos los morales y reli-
giosos, de forma que cuando se produ-
ce la descolonización del continente, en
la segunda mitad del siglo XX, los afri-
canos han perdido casi totalmente su
personalidad, obligados a abrazar la fe y
las costumbres de los europeos.
El discurso colonial puso el acento en
la necesidad de cristianizar y “civilizar”
a los negros africanos, cuyo grado de de-
sarrollo fue considerado “inferior”, no
sólo en los terrenos científico y técnico,
sino en lo moral y, en general, en to-
das las manifestaciones de sus culturas.
Su arte fue tildado de “primitivo”; sus
lenguas tachadas de “groseras” por ser
ágrafas y, según los tratadistas colonia-
les, incapaces de expresar un pensa-
miento profundo; y sus comidas y demás
hábitos no merecieron sino el desprecio
más absoluto. El hecho de que apenas
se vestían constituyó el ejemplo más cla-
ro de ese “salvajismo”, sin que se tuvie-
ra en cuenta el calor tropical; y, en fin,
ciertas prácticas rituales, como la antro-
pofagia practicada por algunas castas de
determinados pueblos, se tomó como la
quintaesencia de ese “primitivismo”.
Mineros y peones forzosos
La explotación económica de los terri-
torios transformó profundamente los mo-
dos de producción; en las zonas mineras
–Congo Belga, Rhodesia y Suráfrica–, los
africanos pasaron a ser mano de obra
proletarizada en condiciones de semies-
clavitud; en las regiones de explotación
agrícola –Kenia, Rhodesia y Suráfrica–,
los colonos europeos expulsaron a los
africanos de las tierras más productivas,
para confinarles en las menos fértiles, ge-
neralmente mediante expropiaciones ma-
sivas, siempre violentas, sin respetar la
propiedad comunal de las tierras que los
autóctonos venían cultivando, o utiliza-
ban para pastos desde hacía siglos.
Otra característica fue la introducción
de nuevos cultivos, los que interesaban
a los europeos, como el café, el cacao o
el té, lo cual obligó a millones de afri-
canos a abandonar sus cultivos alimen-
ticios para priorizar el monocultivo. Y
hay que destacar la explotación incon-
trolada de la madera, terminando con los
bosques tropicales en muchas regiones.
Esto, unido a la caza indiscriminada, tu-
vo como consecuencia el deterioro eco-
lógico que padecen ahora extensas re-
giones africanas, en las que se ha alte-
rado de modo definitivo el equilibrio an-
teriormente existente entre el bosque, los
animales y los seres humanos.
En general, los europeos intentaron
reproducir en África los esquemas prac-
ticados en América, donde se estable-
cieron colonias de población, en per-
juicio de los habitantes nativos. En la
parte oriental y meridional del conti-
nente, de clima más benigno, se con-
centraron grandes núcleos de población
de origen europeo, después de expul-
sar a los africanos. Las masivas expro-
piaciones de los kikuyo en Kenia, o las
de los ndebele en Rhodesia (hoy Zim-
babue), o las de xhonas y shotos y la lar-
ga guerra contra los zulúes en Suráfrica,
son episodios no superados, que aún
condicionan la política de esos países.
Esta política de asentamientos euro-
peos fue seguida principalmente por los
ingleses, un modelo colonial que dio lu-
gar al “desarrollo separado”, de cuya
práctica nacieron los regímenes racis-
tas de Suráfrica y Rhodesia. Se trataba
90
DONATO NDONGO-BIDYOGO es periodista, autor
de Historia y tragedia de Guinea Ecuatorial.
Los europeos se repartieron las mejores tierras, impusieron trabajos forzados,
combatieron las creencias religiosas y abolieron los usos sociales de los
africanos. Donato Ndongo explica los diferentes sistemas de colonización,
cuyo denominador común fue el desarraigo del propio africano
JUEGO
Nuevas reglas de
de que los europeos dirigieran todos los
aspectos de la vida económica, políti-
ca y social, mientras los africanos eran
relegados a ser la mano de obra.
Potencias coloniales como Francia in-
tentaron otro modelo, basado en la asi-
milación de los africanos a los valores
culturales, políticos, económicos y so-
ciales de la metrópoli, representada por
un gobernador omnipotente y por un
escaso número de colonizadores, que
también gozaban de todos los privile-
gios. Aunque hubo una población blan-
ca relativamente importante en Senegal
o Costa de Marfil, el modelo francés
–quizás por factores climáticos– trataba
de colonizar sobre todo las mentes de
los africanos, para lograr una unidad po-
lítica y cultural con la Francia metropo-
litana. En ese sentido, resulta revelador
que hasta las independencias, los esco-
lares de las colonias francesas estudia-
ran libros de Historia en los que se ha-
blaba de “sus ancestros, los galos”.
Mestizaje luso, exclusión belga
Esos dos modelos crearon escuela.
Mientras Portugal acentuaba en sus te-
rritorios el asimilacionismo francés, Bél-
gica siguió en sus colonias del África
central (Congo belga, Ruanda y Burun-
di) el modelo anglosajón. La particula-
ridad del Imperio portugués consistió en
fomentar en sus territorios un verdade-
ro mestizaje racial que, además, llevó a
abolir todos los nombres africanos y sus-
tituirlos por los propios. En el otro ex-
tremo, Bélgica acentuó la discriminación
racial y apenas promocionó a los afri-
canos. Alemania, por su parte, tuvo un
efímero Imperio: sus territorios –Togo,
Camerún, Namibia y Tanganika– fueron
repartidos entre Francia, Inglaterra y Su-
ráfrica en el Tratado de Versalles, que
puso fin a la Primera Guerra Mundial;
durante su breve ocupación colonial
(1885-1918), siguió un modelo más pró-
ximo al inglés.
España, que mediante el Tratado de
París de 1900 vio reducidos sus territo-
rios negroafricanos a la pequeña exten-
sión actual de Guinea Ecuatorial, prac-
ticó una política mixta, y en cierto sen-
tido contradictoria: tras muchos años de
olvido, en los últimos tiempos de la co-
lonización trató de hacer de la isla de
Fernando Poo (hoy Bioco) una colonia
de población y del enclave continental
(Río Muni), una colonia de explotación.
EL DESPOJO DE ÁFRICA
91
Anuncio de un jabón de afeitar alemán, en
los años 30, en la página opuesta. Bajo estas
líneas, un jefe bubi de la isla de Bioco y su
esposa, en una clásica pose europea, en un
daguerrotipo del vizconde de Sanjavier,
realizado en la década de 1860 (Madrid
Patrimonio Nacional).
Todo ello, mezclado con un discurso pa-
ternalista que en ciertos momentos pri-
mó el asimilacionismo, sin dejar de prac-
ticar la discriminación racial. Siguiendo el
modelo organizativo portugués –y, en
cierto modo, el francés–, España otorgó
a sus colonias africanas el estatuto de
“provincias”, en un intento de frenar el
nacionalismo y eludir la independencia,
integrando a los colonizados en las es-
tructuras de la metrópoli.
Si el racismo fue una consecuencia ló-
gica del hecho colonial, la razón de ser
misma del colonialismo era la explota-
ción económica de los recursos natura-
les de los territorios coloniales y la ex-
pansión del comercio. La introducción de
la moneda y de todo lo referente a las re-
laciones mercantiles transformaron la
mentalidad de los africanos, que hasta en-
tonces venían rigiéndose por el trueque.
Extraña mixtura
A partir de la colonización, el africano
descubrió valores como el lucro, el en-
riquecimiento o la explotación, no siem-
pre positivos; se empezaron a estable-
cer las clases sociales, en función de la
capacidad de adquisición de riquezas
o de la cultura del colonizador. La mez-
colanza de esos nuevos factores con las
prácticas precoloniales dio lugar a una
extraña mixtura, pues, en la actualidad,
los africanos enriquecidos no invierten
sus beneficios –bien o mal adquiridos–,
como cabría esperar de una sociedad
mercantilizada, sino que, en general, los
dedican a la adquisición de bienes sun-
tuarios, uno de los muchos factores que
explican el subdesarrollo del continen-
te. Un africano rico se distingue de uno
pobre, sobre todo, por la cantidad de co-
ches que posee, por la cantidad de bie-
nes que consume y por el número de
esposas y amantes que colecciona.
El colonialismo proletarizó a un nú-
mero importante de africanos. Pero no
sólo a través de las empresas privadas,
sino, también, de las obras públicas. La
construcción de ferrocarriles, carreteras,
edificios gubernamentales, e incluso de
iglesias, escuelas y hospitales, se hizo
mediante levas de mano de obra forza-
da. Hubo, además, un trasiego continuo
de trabajadores desde las zonas más po-
bladas a las de menor índice demográ-
fico, dentro de un mismo territorio co-
lonial y entre diferentes colonias.
España consiguió “poner en valor” la
isla de Fernando Poo –especializada en
el monocultivo del cacao– mediante la
importación de mano de obra de Libe-
ria, Sierra Leona y Nigeria, a través de
convenios establecidos con Gran Breta-
ña. La construcción del ferrocarril entre
Dakar (Senegal) y Bamako (Malí), y el
del Congo Francés, dio lugar a un gran
trasvase de mano de obra forzada. No-
velistas africanos, como el senegalés
Sembeene Ousmane o el congoleño Em-
manuel Dongala, han narrado con maes-
tría esos episodios. Las condiciones la-
borales de los trabajadores africanos en
las obras públicas forjaron, además, a
líderes sindicales africanos que deriva-
ron hacia el nacionalismo radical, como
el congolés Patrice Lumumba, el gui-
neano (Conakry) Ahmed Sékou Touré
y el keniano Tom Mboya.
Al analizar las consecuencias del co-
lonialismo en Africa, no puede dejar de
mencionarse la drástica transformación
habida en temas como la familia, la jus-
ticia, el poder y las creencias. Los colo-
nizadores se preocuparon especialmen-
te de cambiar las mentalidades africanas,
en su afán por imponer sus propios usos
y costumbres. Las modificaciones más lla-
mativas se refieren a la introducción del
matrimonio monogámico, en detrimento
de la poligamia, practicada en todo el
Africa subsahariana, excepto en pueblos
generalmente aislados, como los bubis
de Fernando Poo –aunque ahora mismo
también la hayan adoptado por influen-
cia de los pueblos continentales–.
Ente tradición y modernidad
En África tradicional, el signo de rique-
za más importante era el número de mu-
jeres y de hijos. La virulencia con que el
cristianismo combatió la poligamia, si
bien no ha terminado con esa costumbre,
sí ha influido decisivamente en la nue-
va concepción de las relaciones de pa-
reja, en el papel de la mujer en la socie-
dad y en la visión de la familia en las so-
ciedades actuales. Cada vez se va redu-
ciendo más el concepto de familia, aun-
que la mayoría de los africanos esté de
acuerdo en preservar la noción tradicio-
nal de la familia amplia, dadas sus ven-
tajas en unas sociedades que carecen de
protección social.
La influencia de la religión cristiana es
también muy evidente. Subvirtió el orden
moral, al sustituir las creencias tradicio-
nales por las judeo-cristianas, y conformó
una nueva cosmovisión. El animismo fue
suplantado por las confesiones cristianas,
aunque el islamismo –y el fundamenta-
lismo islámico– también avance entre las
poblaciones sahelianas. Sin embargo, se
observa que, en África, se produce un
cierto sincretismo entre las religiones tra-
dicionales y las introducidas por el co-
lonialismo. O, lo que es lo mismo, el afri-
cano no dispone de un claro asidero es-
piritual en el cual apoyarse, dado que el
colonialismo y sus consecuencias le pri-
varon de sus creencias antiguas, sin que
haya asumido totalmente las nuevas. De
ahí la despersonificación actual, dado que
el negroafricano se debate todavía entre
la tradición y la modernidad. ■
92
“La principal preocupación de los franceses es enseñar a la gente a leer y escribir”. Así rezaba el
pie de esta fotografía propagandística. Francia aplicó un modelo asimilacionista en sus colonias.
93
L
a expansión colonial suele apa-
recer asociada a la revolución
industrial y al espectacular de-
sarrollo económico que expe-
rimenta Europa durante el siglo XIX, al
punto de que se suele considerar como
una consecuencia casi inevitable de las
nuevas necesidades de materias primas
y de la ampliación de los mercados pa-
ra unas manufacturas producidas en una
escala inédita hasta entonces.
Es posible que el proyecto colonial no
hubiera podido llevarse a cabo, si Eu-
ropa no hubiese dispuesto por aquellas
fechas de las técnicas y de los recursos
económicos que permitieron emprender
la ocupación y la explotación en su pro-
pio beneficio de un continente varias ve-
ces superior en extensión. La coloniza-
ción constituyó, a este respecto, un ob-
jetivo capaz de movilizar todos los inte-
reses, tanto públicos como privados, de
las sociedades que lo adoptaron.
Hombres de gobierno, industriales, fi-
nancieros, científicos, escritores, perio-
distas y hasta simples aventureros coin-
cidieron en exaltar sus virtudes mila-
grosas, gracias a las cuales los dividen-
dos del colonizador parecían crecer al
mismo tiempo que los beneficios para
el colonizado. Enriquecerse haciendo el
bien, ¿acaso podía dudarse de que,
alumbrado este prodigio, la Europa del
JOSÉ MARÍA RIDAO es embajador de España
ante la UNESCO.
EL DESPOJO DE ÁFRICA
Para apropiarse de un territorio varias veces mayor que Europa, los
colonizadores desarrollaron una teoría que veía en el africano a un
irresponsable, al que no se podía aplicar el mismo derecho que al civilizado,
e incapaz por tanto de poseer la titularidad de su tierra. José María
Ridao analiza la ideología colonialista y su resistencia a desaparecer
El continente
SIN DUEÑO
La desnudez
africana como
realce de la
sofisticada cultura
europea, en una
fotografía de finales
del siglo XIX.
94
siglo XIX se había instalado en un cír-
culo virtuoso del que sería difícil que
descabalgase?
La idea de que el proyecto colonial
favorecía a todas las partes involucra-
das sólo podía prosperar sobre la base
del silencio de los africanos, es decir,
de que se le reconociese al colonizador
la competencia y la autoridad para de-
cidir cuáles eran las necesidades del co-
lonizado. La desarticulación de las so-
ciedades africanas, provocada por la per-
sistencia de la trata negrera a lo largo de
más de cuatro siglos, había recorrido un
largo camino en esa dirección: las es-
tructuras políticas del continente –las
monarquías tradicionales, no muy dife-
rentes de las que existían en Europa– se
encontraban al borde del colapso, de-
bilitadas por la guerra semiconstante,
alentada por el comercio de esclavos.
Los africanos, ausentes
En estas condiciones, nada tiene de ex-
traño que los africanos fueran los úni-
cos ausentes, los únicos que no alcan-
zaron a ser considerados como sujeto,
y no como simple objeto, de una em-
presa que alteraría su futuro durante ge-
neraciones. Ni tampoco que, todavía
hoy, la historia del colonialismo se siga
escribiendo en un único sentido y des-
de una sola perspectiva, incluso si el
atropello y el drama humano que re-
presentó es reconocido por la práctica
totalidad de estudios y trabajos.
Pero lograr el silencio de los africanos
hasta el extremo de que los atroces su-
frimientos que se les infligían encontra-
sen una coartada, y más que una coar-
tada, un esquema de pensamiento que
los convirtiese en efecto menor de una
gran empresa generosa y filantrópica,
exigía poner a punto una mirada que
reinterpretara desde su extensión hasta
su pasado, desde su realidad política y
social hasta la capacidad moral e inte-
lectual de sus habitantes.
Pocas veces se ha reparado en que
el proyecto colonial no se llevó a cabo
sobre una realidad ya establecida, sobre
una noción de África con unas dimen-
siones y una historia aceptadas con ge-
neralidad y consagradas por el tiempo.
Antes por el contrario, ese África so-
bre la que se abatiría la monstruosa be-
nevolencia de las metrópolis, se fue
construyendo de acuerdo con las nece-
sidades del dominio, y de ahí que los
antecedentes inmediatos del colonialis-
mo haya que buscarlos en las expedi-
ciones científicas iniciadas bajo el em-
puje del ideal ilustrado. El saber y la co-
lonización se fueron perfilando como
las dos caras de una misma moneda,
puesto que se trataba de un saber diri-
gido a fundamentar el dominio y, una
vez alcanzado, a justificarlo.
Para empezar, la misma dimensión
geográfica de África, el concreto perfil de
su extensión, no constituía un incontes-
table dato de partida con el que los co-
lonizadores estuviesen obligados a con-
tar. Cuando, al relatar la historia del pe-
riodo, se dice que la Conferencia de Ber-
lín, convocada por el canciller Bismarck
en 1885, consagró el reparto de África
entre las principales potencias europeas,
se suele pasar por alto un aspecto qui-
zá más importante. Y es que, por sor-
prendente que resulte, convalidó además
unas fronteras y un modo de designar la
totalidad del continente que se venía
abriendo paso desde el Renacimiento.
La expulsión del mundo clásico
Como puso de manifiesto León el Afri-
cano, en la Descripción que preparó en
1550 para el papa León X, la única re-
gión que debía recibir con propiedad el
nombre de África era la que se corres-
pondía con la provincia homónima del
Imperio Romano, limítrofe con Etiopía.
Extender la designación a este último te-
rritorio favorecía, según intuyó el autor
de la Descripción, que una región que
podía reivindicar con toda legitimidad
su pertenencia al mundo clásico acaba-
ra siendo expulsada de él. La razón se
encontraba en que, deseosos de negar
la herencia griega y latina de un Islam
en guerra con el Papado y los reinos
cristianos, los renacentistas italianos, y
en general europeos, se esforzaron por
crear la imagen de que era Etiopía el rei-
no que mejor encarnaba la esencia de
África, y no el vasto territorio –primero
romanizado y luego islamizado– que se
extiende entre los actuales Siria y Ma-
rruecos, en el que todavía hoy es posi-
ble contemplar algunas de las más so-
berbias ruinas clásicas conservadas.
En el momento de celebrarse la Con-
ferencia de Berlín, el proceso que per-
cibe León el Africano ha llegado mucho
más lejos, al punto de que el nombre de
África no sólo le conviene ya a Etiopía,
sino también a la totalidad de los terri-
torios que se extienden entre el Sáhara
y el cabo de Buena Esperanza. Y en la
medida en que se trata de territorios
arrasados por el comercio de esclavos,
considerarlos no ya como parte de Áfri-
“Hamaca de viaje” es el nombre con el que se conocía al palanquín en que se desplazaba este
funcionario británico en la colonia de Sierra Leona, en las primeras décadas del siglo XX.
El dominio colonial se presentó como si
se tratara de una empresa filantrópica,
una desinteresada “misión civilizadora”
95
ca, sino como su corazón –según la ex-
presión en boga entre los colonizado-
res–, supone borrar cualquier vincula-
ción de ese nombre con su remoto sig-
nificado latino y dar carta de naturaleza
a la idea de que África es el único con-
tinente que nunca ha conocido la civili-
zación, tanto por no haberse desarrolla-
do sobre su suelo, como por no haber
entrado en contacto con pueblos que
dispusieran de ella.
Ambas presunciones eran falsas. Por
un lado, fue durante el siglo XIX, coin-
cidiendo con los albores de la empresa
colonial, cuando la civilización del Egip-
to faraónico fue arrancada de su contexto
africano y colocada en una suerte de lim-
bo geográfico desde el que no compro-
metiera ninguno de los relatos del pa-
sado en los que necesitaba apoyarse el
dominio. Por otro, los pueblos al sur del
Sáhara llevaban en contacto con Portu-
gal al menos desde mediados del siglo
XV; y no sólo en las zonas costeras, co-
mo se afirmó durante la Conferencia,
puesto que desde Lisboa se impulsó un
sistema de encomiendas similar al de
América y se desencadenaron conflictos
armados con reinos del África interior,
como el que estalló con Monomatapa,
en el actual Zimbabwe, a consecuencia
de que su rey había abandonado el cris-
tianismo para convertirse al Islam.
Negar que África hubiera conocido la
civilización convenía a la empresa co-
lonial porque, de este modo, el dominio
podía revestir los caracteres de una em-
presa filantrópica, de una desinteresada
“misión civilizadora”. La fórmula llegó a
calar tan hondo en los espíritus de la épo-
ca que el rey Leopoldo de Bélgica gozó
de una fama de hombre magnánimo y
desprendido durante la mayor parte de
su reinado. Entre tanto, su búsqueda de
ganancias estrictamente personales en el
Congo se llevó a cabo mediante proce-
dimientos cuya crueldad y resultados han
sido comparados por algunos autores, co-
mo Adam Hoschschild, con los del anti-
semitismo europeo durante los años
treinta y cuarenta del siglo XX.
Antecedentes del nazismo
Haciendo balance de los efectos de la
“misión civilizadora” entre los coloniza-
dos, la tunecina Sophie Bessis se llega
a preguntar si del análisis de los méto-
dos utilizados por las metrópolis contra
las razas consideradas inferiores puede
deducirse que el nazismo fue un fenó-
meno singular o es más adecuado con-
siderarlo como una continuación, como
una transposición de las prácticas colo-
niales al espacio geográfico europeo.
Más allá de compartir la noción de ra-
za como fundamento de unas determi-
nadas políticas, la empresa colonial y los
movimientos totalitarios de mediados del
siglo XX coincidieron en el estableci-
miento de un sistema jurídico en el que
quebraba el principio de que la ley es
igual para todos. Y no sólo en el plano
interno, sino también en el internacio-
nal. De esta manera, el derecho de gen-
tes que servirá de fundamento a la Con-
ferencia de Berlín deriva de la diferen-
cia establecida por Lorimer y Von Listz
entre los pueblos salvajes, bárbaros y ci-
vilizados. Las normas que han de regir
entre estos últimos son las que libre-
mente pacten entre ellos, los tratados
que tengan a bien acordar en virtud de
su plena soberanía, puesto que, por ex-
presarlo en palabras de Renan, consti-
tuyen una especie de Senado del mun-
do en el que ningún miembro puede go-
zar de mayor consideración que otro.
Por descontado, no ocurre lo mismo
con las otras dos categorías de pueblos,
hacia los que el Senado mundial de la
civilización tiene una creciente respon-
sabilidad y un poder cada vez más ili-
mitado. Mientras que con los pueblos
bárbaros era posible establecer acuerdos
en aquellas materias sobre las que tu-
vieran libre disposición sobre sí mismos,
con los salvajes, los más retrasados en
la escala de la civilización, el compor-
tamiento de las metrópolis tan sólo de-
bía ajustarse a los principios generales
que inspiran el derecho humanitario.
Bárbaros eran los pueblos árabes y asiá-
ticos; salvajes, la totalidad de las pobla-
ciones autóctonas de África.
Entre las consecuencias de esta divi-
sión de los pueblos y de las estructuras
jurídicas que se hicieron depender de
ella –verdadera clave de bóveda sobre la
que se levantó el sistema internacional
EL CONTINENTE SIN DUEÑO
EL DESPOJO DE ÁFRICA
El teniente Mizon guía a los nativos, que hacen suya la bandera de Francia, durante su expedición
en África central en 1892. Ilustración publicada en Le Petit Journal, el 9 de julio de 1892.
del colonialismo–, conviene destacar la
relativa a la soberanía sobre el territorio.
Al establecer que los pueblos salvajes no
estaban en condiciones de disponer de
sí mismos, lo que se venía soterrada-
mente a sostener era que tampoco po-
dían estarlo para tomar posesión efecti-
va del suelo sobre el que se asentaban.
Así, África se convirtió en una auténtica
res nullius a efectos de los colonizado-
res, en todo momento a merced de que
cualquier sujeto internacional con capa-
cidad completa, esto es, de que cualquier
pueblo civilizado, llevase a cabo una
apropiación conforme a las normas que
las propias metrópolis habían instituido.
La imagen de África como continente sin
dueño se vio acentuada por la fiebre de
aventuras que se apoderó de Europa, y
que hizo que las hazañas de los explo-
radores se presentasen como gestas sin
parangón en la Historia. No se decía de
ellos que habían logrado poner el pie
donde nunca antes había pisado el hom-
bre blanco –algo cuando menos dudo-
so, a juzgar por la auténtica dimensión
de la empresa imperial portuguesa–, si-
no que habían logrado alcanzar lugares
donde el ser humano jamás había esta-
do. En realidad, se trataba de parajes y
regiones que los africanos conocían so-
bradamente, integrados en sus propias
vidas y creencias, y en los que incluso
ejercían de guías para los exploradores
llegados de Europa. ¿Con ello no se les
negaba implícitamente a los africanos la
condición de seres humanos, o al menos
una parte de esa condición, situándolos
a medio camino entre el hombre y la
bestia, como haría, por ejemplo, Edgar
Rice Borroughs en su exitosa serie de no-
velas sobre Tarzán?
Berlín: negociar para no guerrear
Si la conversión de África en una gigan-
tesca res nullius facilitaba la tarea de po-
ner en conexión la “misión civilizadora”
y la ocupación de un territorio, la con-
trapartida se encontraba en la tensión que
el sistema podía generar entre las me-
trópolis, embarcadas en una imparable
carrera por ampliar sus dominios. La Con-
ferencia de Berlín obedece al propósito
de desactivar la carga desestabilizadora
que la empresa colonial representaba pa-
ra las potencias europeas: mejor llegar
a un acuerdo entre pueblos civilizados,
según correspondía al Senado del mun-
do, que resolver las controversias recu-
rriendo a la fuerza militar.
El resultado de la Conferencia fue, así,
una reproducción más o menos exacta
del equilibrio político que se mantendría
en Europa hasta el término de la Se-
gunda Guerra Mundial. Francia, Ingla-
terra y Alemania obtendrían la parte del
león en el reparto; y ello sobre la base
de reconocer a Bélgica sus posesiones
en el Congo y reducir drásticamente las
de España y Portugal en el golfo de Gui-
nea y en la franja meridional del conti-
nente, estableciendo un dominio britá-
nico en los territorios que median en-
tre el Atlántico y el Índico, entre las ac-
tuales Angola y Mozambique.
La mirada colonial sobre África se pro-
longaría en las décadas posteriores.
Cuando, terminada la Primera Guerra
Mundial, las potencias vencedoras de-
ciden privar a Alemania de los territo-
rio obtenidos en la Conferencia de Ber-
lín, su decisión no es la de concederles
la independencia. Antes por el contrario,
los colocan bajo la fórmula del manda-
to, tomando como modelo el comple-
mento de capacidad de los menores en
el derecho civil. De acuerdo con la nue-
va institución, los colonizados eran com-
parados con criaturas a las que había que
conducir, corrigiéndolas y ayudándolas,
a través de lo que el Pacto de la Socie-
dad de Naciones consideraría “las com-
plejidades del mundo moderno”. El ca-
rácter derogatorio de la fórmula apli-
cada a las colonias africanas de Alema-
nia se convertiría en abierta aberración
cuando se decidió extenderla al Impe-
rio Otomano, la otra potencia derrota-
da en la Gran Guerra. Constantinopla,
la capital de un Imperio musulmán que,
históricamente, había sido gobernado
desde Bagdad y Damasco, se transfor-
mó repentinamente en metrópoli y, en
correspondencia, el resto de los territo-
rios del Islam, incluyendo Siria, Egipto
o Arabia, en inusitadas colonias, a las
que había que colocar bajo mandato de
las potencias vencedoras.
Lejos de haberse extinguido, la mira-
da que Europa arrojó sobre África en la
empresa colonial suele reaparecer con
diversos ropajes. Buena parte de los ra-
zonamientos que se emplean para fun-
damentar la cooperación al desarrollo y
la ayuda humanitaria parecen tomados
del discurso colonial, y en concreto de
la convicción de haber hallado un pro-
cedimiento sorprendente, un auténtico
prodigio por el que los dividendos del
colonizador –del donante, en este caso–
parecen crecer al mismo ritmo que los
beneficios para el colonizado, el recep-
tor. Por descontado, los métodos del hu-
manitarismo nada tienen que ver con
los del colonialismo, pero la coinci-
dencia en algunos de sus presupuestos
favorece la coincidencia en uno de sus
más penosos resultados: la considera-
ción de los africanos como permanen-
tes menores de edad, como objetos, y
no sujetos, incapaces de hacer frente a
sus propios problemas. ■
96
HOCHSCHILD, A., El fantasma del rey Leopol-
do. Codicia, terror y heroísmo en el África
colonial, Barcelona, Península, 2002.
ILIFFE, J, África. Historia de un continente, Ma-
drid, Cambridge University Press, 1998.
KI-ZERBO, J., África bajo la dominación colonial
(1880-1935), vol 7 de en “Historia General de
África”, Madrid, Tecnos, 1987.
LEMARCHAND, PH., Atlas de África, Madrid, Acento,
2000.
MARTÍNEZ CARRERAS, J. U.: África subsahariana,
Madrid, Síntesis, 1993.
VILAR, J. B., “Guinea y el Sahara atlántico, objeti-
vo colonial sustitutorio de Cuba antes y después
del 98”, en J. Aróstegui y J. A. Blanco (eds.): Cas-
tilla y el 98, Zamora, UNED, 2000.
PARA SABER MÁS
Portada de la primera edición de Mi viaje a
África, de Churchill, que retrata sin disimulo
los planes colonialistas del autor.

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MATERIALES PARA EL TEMA DEL COLONIALISMO. EXPLORADORES

  • 1. DOSSIER 73 74. Las exploraciones. Caminos para el saqueo ArturoArnalte 82. Berlín 1884. El reparto Juan B. Vilar 89. Nuevas reglas de juego Donato Ndongo 92. Un continente “sin dueño” José María Ridao En 1884, para evitar guerras coloniales, las potencias europeas se reunieron en Berlín en torno al último gran pastel territorial que quedaba por repartir. Gracias a las últimas exploraciones, conocían mejor el terreno y, en un ambiente educado y diplomático, trazaron fronteras con escuadra y cartabón que fijaban quién tendría derecho a quedarse con qué. Las decisiones que se tomaron a miles de kilómetros transformaron el continente de forma irreversible, con unas consecuencias que se siguen sintiendo ÁFRICA El despojo de Un africano se acerca con una mezcla de curiosidad y recelo a una cámara, en una fotografía tomada en 1900.
  • 2. 74 En 1800, África era para los europeos un mapa mudo. Un siglo después, no quedaba palmo por catalogar. El salto cualitativo se explica, en parte, por el empeño de un puñado de aventureros; unos, soñadores y bonachones, otros, arrogantes y crueles, pero todos obsesionados por dominar y moldear el continente. Arturo Arnalte sigue sus pasos al sur del Sáhara SAQUEO Las exploraciones, caminos para el
  • 3. A principios del siglo XIX, el mapa de África al sur del Sá- hara era un inmenso espacio en blanco, cuyo contorno estaba pespunteado por una serie de enclaves costeros, castillos y factorías, que los europeos habían ido erigiendo en desembocaduras de ríos, en pro- montorios o en islas frente a la costa. Durante cuatro siglos, habían sido la meta de las caravanas que conducían la principal materia prima africana que de- mandaban los europeos: esclavos para las plantaciones americanas. Pero, con breves excepciones, el interior había si- do por lo general un territorio desco- nocido, misterioso y hostil, celosamen- te preservado por los jefes africanos. Sólo los portugueses, con presencia temprana en las franjas litorales de las actuales Angola y Mozambique, y los holandeses, que desembarcaron en Ciu- dad del Cabo en 1652, habían penetra- do unos pocos cientos de kilómetros hacia el interior. Del río Congo, sólo se conocía la desembocadura; del Níger, se creía o bien que afluía al Nilo, o bien que moría en un mar interior, puesto que corría hacia el Este, alejándose de la costa atlántica. De las fuentes del Ni- lo se conocía lo mismo que en la épo- ca en que Heródoto escribió: “sobre el origen de este río nadie sabe nada”. África era una gran mapa mudo en el que los cartógrafos rellenaban los es- pacios vacíos con animales y persona- jes exóticos. A finales del mismo siglo, sólo dos Es- tados eran libres. Liberia, una colonia creada en 1815 y formalmente inde- pendiente desde 1847, había sido fun- dada por filántropos blancos estadouni- denses que, además de acabar con la es- clavitud, querían devolver a los negros a África, convencidos de la imposibili- dad de la convivencia igualitaria entre ambas razas. Y Etiopía, el mítico reino del Preste Juan, aislado geográficamen- te y congelado en una modorra medie- val, de la que pronto le iba a despertar bruscamente el afán expansionista eu- ropeo. En unos pocos años, la escuadra y el cartabón dividieron caprichosa- mente a pueblos, separaron grupos lin- güísticos y pulverizaron las culturas lo- cales, tecnológicamente mucho más atra- sadas, a la par que miles de europeos desembarcaban en el continente, unos para establecerse definitivamente, otros para hacer fortuna rápida. La cartografía de la última frontera que le quedaba al hombre blanco la re- llenó un puñado de exploradores, en su mayoría británicos y franceses, con una fortuna milagrosa, una innegable tena- cidad, una hábil instrumentalización de los guías nativos y de los conflictos en- tre grupos rivales, y unos métodos a menudo brutales, como en los casos de Burton o Stanley. Las desventuras de Mungo Park El primero de esta lista de pioneros es Mungo Park, que trató por dos veces de navegar por el Níger hasta su desembo- cadura para determinar su curso. Park era un médico escocés que fue contra- tado por Joseph Banks, el rico presidente de la Royal Society y antiguo compañe- ro de viaje del capitán Cook. Sólo tenía 24 años cuando embarcó, el 22 de ma- yo de 1795, en Portsmouth rumbo a Gambia, con la misión de internarse por el continente hacia el Este, a fin de al- canzar el curso del Níger, navegarlo, des- cribir las ciudades que se alzaban en sus riberas y averiguar dónde desembocaba. Park estudió mandinga para viajar con una caravana de mercaderes de esa et- nia, cruzó el río Senegal y, tras haber si- do robado, vejado y abandonado a su suerte por moros, logró llegar a pie un año después al Níger, comprobando que discurría hacia el Este. La narración del primer viaje de Park es una lectura muy amena, cuyo protagonista es un entra- ñable antihéroe, al que los hombres gol- pean, las mujeres desnudan y los niños tiran piedras, como una encarnación de las penurias de Gulliver entre los gigan- tes del país de Brobdingnag, el personaje que Jonathan Swift había dado a la im- prenta en 1726. La juventud y el atracti- vo de Park fueron su salvoconducto. Sus valedoras fueron las mujeres, a las que presenta como alegres, pícaras, atraídas por su piel blanca y desternilladas de ri- sa ante su extraña nariz prominente. Un grupo de mujeres de Ségou le salvó la vida al llegar al Níger, cuando ya se da- ba por perdido y, gracias a ellas, pudo volver para contarlo. Tras reponerse, Park regresó a la cos- ta a pie, acompañando una caravana de 30 esclavos, a los que los mercaderes conducían atados por el cuello. Para vol- ver a Escocia, hubo de embarcarse antes en un buque negrero americano con des- tino a Antigua, en las Antillas, donde se vendió el cargamento humano. Como un hijo pródigo, Park golpeaba de nuevo la puerta de su casa a tiempo para la Na- vidad, el 22 de diciembre de 1797. El final feliz de esta experiencia, que demostraba que era posible visitar el in- terior de África y regresar vivo, animó a ARTURO ARNALTE es autor de Los últimos esclavos de Cuba. EL DESPOJO DE ÁFRICA 75 Un grupo de porteadores negros carga con partes de un vapor en una expedición en África, según una ilustración publicada el 28 de mayo de 1889, en Le Petit Journal.
  • 4. la Royal Society a emprender una se- gunda expedición. En esta ocasión, el mé- dico escocés fue acompañado de 35 sol- dados que partieron hacia el Níger tam- bién desde Gambia, pero en época de lluvias. Las fiebres diezmaron a la expe- dición, pues aún no se conocía el uso de la quinina como preventivo del paludis- mo, de tal manera que cuando la parti- da llegó al río, en Bamako, sólo queda- ban seis soldados vivos. Park hizo cons- truir una barca para descender por el río, pero todos los tripulantes murieron aho- gados en los rápidos de Boussa, en la ac- tual Nigeria, durante un ataque. El trági- co final se supo cuatro años después, por el testimonio de un guía nativo que ha- bía acompañado a los expedicionarios. Caillié: desengaño en Tombuctú La lectura del viaje de Mungo Park y las aventuras del náufrago Robinson Cru- soe, el personaje de Daniel de Defoe creado en 1719, hicieron mella en el áni- mo de un soñador adolescente francés, que decidió ser el primer cristiano que visitara Tombuctú. Sin apoyo ni protec- ción, René Caillié, hijo de un panadero y él mismo aprendiz de zapatero, se es- tableció en el Senegal francés un tiem- po y vivió después unos meses en la co- lonia británica de Sierra Leona, apren- diendo árabe y costumbres y leyes mu- sulmanas para poder viajar a pie por África como un mercader mahometano, sin despertar sospechas. Inició el reco- rrido en la localidad, hoy guineana, de Boké, en 1827. Al atardecer del 28 de abril de 1828, después de 538 días, lle- gaba a la puertas de Tombuctú, tras ha- berse comportado en todo momento co- mo un piadoso creyente, escondiendo entre las páginas de su Corán las notas que iba tomando. Pero el sueño se desvaneció en cuan- to se hizo realidad. La mítica Tombuc- tú, alabada por León el Africano e Ibn Batuta, el principal mercado entre el Sá- hara y el África negra, ya no era más que un poblachón polvoriento y anodino. “La ciudad está muerta –escribió–; es la ciu- dad en la que la gente, a falta de leña, pone a arder el estiércol seco de los ca- mellos; en la que sólo obtiene agua quien puede comprarla en el mercado; en la que nunca se oye ni siquiera el can- to de un pájaro”. La opulenta y refina- da ciudad del desierto, meca de merca- deres y poetas, había perdido hasta el re- cuerdo de su glorioso pasado. Caillié hubo de salir de allí por el mis- mo método, andando, pero temió que, si regresaba al punto de partida, nadie creería la historia de su hazaña, por lo que decidió seguir al Norte, cruzando el Sáhara hasta Marruecos. Convertido en una sombra de sí mismo, andrajoso y con los pies sangrando, llamaba cien días después a la puerta del consulado francés en Rabat. Al ver su aspecto, el cónsul, un judío marroquí, no quiso ni abrirle y lo largó con cajas destempla- das, como a un mendigo importuno. Tu- vo que seguir caminando hasta Tánger, donde el cónsul Delaponte creyó su his- toria. Su salud nunca se recuperó del to- do y murió diez años después. Poco a poco, otras metas fueron al- canzadas. En 1822, el mayor inglés Den- ham, el teniente de navío escocés Clap- perton y el naturalista Oudney lograron llegar al lago Chad, bajando en línea rec- ta desde Trípoli. Los hermanos Richard y John Landner resolvieron al fin, en 1830, el enigma de la desembocadura del Níger, que la muerte de Park había dejado en suspenso, y que no era otra que el delta cuyos brazos se conocían como los Ríos del Aceite. Burton y Speke, a la greña En 1855, los oficiales ingleses Richard Burton y John Speke estaban destinados en Adén, cuando oyeron hablar de los Montes de la Luna, donde los árabes sos- tenían que había una región de grandes lagos, que supusieron que podrían ser las fuentes del Nilo. Burton, políglota, erudito y pendenciero, cuya reputación militar había quedado en entredicho tras sus informes sobre los burdeles mascu- linos de Karachi, pero con indudable ta- lento y energía, acababa de lograr la ha- zaña de visitar la ciudad santa de La Me- ca disfrazado de peregrino musulmán. Speke, al que había conocido cuando ambos servían en el ejército en la India, tenía menos encanto personal, pero idéntica ambición viajera y se mostró 76 René Caillié, disfrazado de mercader musulmán, toma notas que oculta entre las páginas de su Corán. Ilustración de su Viaje a Tombuctú (París, Museo de Artes Africanas y Oceánicas).
  • 5. dispuesto a acompañarle en una expe- dición a Somalia, de la que regresaron gravemente heridos. Dos años después, ambos hombres partieron juntos en busca de las fuentes del Nilo. La expedición salió de Zanzíbar en julio de 1857 con gran lujo de por- teadores, que acarreaban miles de cuen- tas de cristal y cientos de metros de hilo de latón y tejidos para ir comprando vo- luntades y derechos de paso. En febre- ro de 1858, un Burton agotado y un Spe- ke casi ciego, descubrieron el lago Tan- ganica. Al regresar, se separaron y Bur- ton se quedó en Tabora para reponerse mientras Speke, que había mejorado, si- guió camino hacia el Norte y descubrió un lago, al que llamó Victoria en honor de la soberana británica, y del que ase- guró que se trataba de la fuente del Nilo. Burton, probablemente celoso, se bur- ló de él y desde su vuelta trató despia- dadamente de desprestigiarlo en Ingla- terra. Como sus capacidades literarias eran superiores y gozaba de cierta po- pularidad y brillo social, Speke sintió que su palabra quedaba en entredicho y or- ganizó con Grant una segunda expedi- ción para corroborar el hallazgo. En esa ocasión, pudo ver salir al Nilo del lago y seguir un tiempo su curso. De regreso a Inglaterra, se citó para polemizar en pú- blico con Burton. Pero el día antes del es- perado debate sobre las fuentes del Nilo, Speke murió de un disparo de su pro- pia arma, mientras estaba cazando. Bur- ton sostuvo que se había suicidado: “Dios mío, el pobre tipo se ha pegado un tiro”. Sin embargo, era Speke y no Burton quien había dado en el clavo. En la década siguiente, y siendo cón- sul inglés en la isla de Fernando Poo, un amargado Burton, cuyas excentricidades le habían marginado de la puritana vida social inglesa, y que consideraba que merecía destinos mejores que “el abo- minable espíritu de la desolación” que le pareció la decadente y mortecina co- lonia española, hizo algunos viajes me- nores de exploración al continente. Fue el primer europeo que ascendió a la ci- ma del monte Camerún, acompañado del juez español Atilano Calvo Itarburu. El celo misionero de Livingstone Pero los grandes protagonistas de la ca- dena sucesiva de hallazgos, a cuyo nombre ha quedado asociado el halo más romántico de la exploración de África, fueron el misionero inglés David Livingstone y el aventurero americano Henry Stanley. Si a Park y Caillié les movía un ideal romántico y a Burton y Speke el deseo de superación y una cierta fanfarrone- ría militar, a David Livingstone le llevó a África el celo misionero y el deseo de luchar contra la trata de esclavos, que pa- ralizaba el desarrollo económico y mo- ral del continente negro. Desembarcado en Dar es Salam, capital de la actual Tan- zania, Livingstone comenzó trabajando como misionero en el África Austral, en la zona de Botsuana. Escandalizado por el espectáculo de la trata, que ocasio- naba matanzas, despoblaba amplios te- rritorios y dejaba los caminos sembrados de cadáveres, comenzó a escribir artícu- los de denuncia que tuvieron mucho im- pacto en el público británico. Convertido en una autoridad moral de referencia, comenzó a explorar África con la doble misión de combatir la tra- 77 LAS EXPLORACIONES. CAMINOS PARA EL SAQUEO EL DESPOJO DE ÁFRICA El célebre encuentro entre Stanley (izquierda) y Livingstone fue muy popular en su momento. Aquí ilustra la tapa de una caja de bombones de fabricación francesa (colección particular).
  • 6. ta y completar las lagunas del mapa. En 1841, fue el primer blanco que cruzó el desierto del Kalahari. En 1852, llegó al río Zambeze por el Norte de Botsuana y siguió hacia el Oeste, hasta San Pa- blo de Luanda, desde donde volvió a Mozambique, en la costa del Indico. Era la primera travesía africana de costa a costa por el interior. Financiado por la Royal Geographical Society, de 1858 a 1864, Livingstone efectuó una segunda expedición por el curso del Zambeze. Dos años después, en 1866, emprendió un tercer viaje pa- ra buscar la relación entre el lago Tan- ganica, las cataratas Victoria y las fuen- tes del Nilo. Tras cruzar el Tanganica, se perdió su pista en Ujiji y la opinión pública em- pezó a temer que hubiera muerto. En- tonces, entraron en escena el poder de la prensa y un joven aventurero llama- do Henry Morton Stanley, un periodis- ta británico nacionalizado americano, al que el New York Herald hizo el encargo de encontrar al misionero perdido. Stan- ley, que en la Guerra de Secesión de EE UU había combatido inicialmente al la- do de los esclavistas, emprendió su via- je en 1871. Violento y racista, habría de hacer honor a estos dos adjetivos en los años siguientes. Al frente de 192 por- teadores y con la fabulosa cifra de 1.000 dólares de presupuesto, partió de Zan- zíbar y logró encontrar a Livingstone en Ujiji, el poblado donde se había oído ha- blar de él por última vez. El momento estelar de Stanley Así refirió el histórico encuentro: “No sé qué hubiera dado en aquel momento por estar en algún sitio solitario, para ha- cer cualquier locura, para morderme las manos, dar volteretas y hacer cualquier cosa para desahogarme, pues la alegría me sofocaba. Parecía que mi corazón quería saltar del pecho; pero procuré que nada revelara mi semblante para conserva la dignidad de mi raza. Tomando entonces mi decisión, se- paré a la multitud y me dirigí hacia el se- micírculo formado por los árabes, ante el cual estaba en pie el hombre de la barba gris. Mientras avanzaba lentamente pude observar su palidez y su aspecto de fa- tiga. Llevaba un pantalón gris, un cha- quetón rojo y una gorra azul con ga- loncillo de oro. Hubiera querido correr hacia él; pero me sentí cobarde ante aquella multitud; hubiera querido abra- zarle, pero él era inglés, y yo ignoraba cómo me recibiría. Hice pues lo que me inspiraron la co- bardía y un falso orgullo; me acerqué deliberadamente y dije descubriéndome: -¿El doctor Livingstone, supongo?” Durante cuatro meses, los dos aven- tureros exploraron juntos algunas zonas de la región de los Grandes Lagos y lue- go Stanley decidió regresar, en marzo de 1872, mientras Livinsgtone, ya repuesto continuó su camino para descubrir si el río Lualaba desaguaba en el Congo o en el Nilo. El 29 de abril de 1873, murió mientras oraba junto a su camastro. Sus sirvientes le extrajeron las vísceras, re- llenaron el cadáver de sal y lo secaron al sol para que se conservara hasta que pu- diera ser devuelto a la costa y a Inglate- rra. Un año después, Gran Bretaña le ren- 78 Iradier, el soñador de Vitoria El explorador español más interesante de este periodo, que fue decisivo para la configuración de las fronteras de lo que se convirtió en la colonia española de Guinea Ecuatorial, es el vasco Ma- nuel Iradier, que conoció a Stanley de paso por Vitoria, en 1873, cuando és- te cubría la guerra carlista para el New York Herald. Tras la entrevista, el jo- ven Iradier, que había fundado una sociedad llamada La Explorado- ra y abrigaba el ambicioso pro- yecto de cruzar África de Norte a Sur, decidió seguir el consejo del experto y comenzar por explorar el fragmento de la costa de Gui- nea que se extendía frente a la is- la española de Fernando Poo. Iradier empezó su viaje en 1874, con sólo veinte años, acompa- ñado de su mujer Isabel y de su cuñada Juliana, ambas de 18. Exploró la isla de Corisco y la de- sembocadura del Río Muni y punta Botika en el continente, adentrán- dose por la tierra de los guerreros fang. Residía en una casucha en la isla de Elobey Chico, con una pobreza extrema, desde- ñado por las autoridades, de- safiando a la enfermedad y al olvido. En un segundo viaje en 1884, en una misión oficial de carácter político, logró comprar la sumisión de los jefes tribales de la zona de Río Muni. Gracias a su esfuerzo, España acudió a la Con- ferencia de Berlín con un pie en el continente africano. Manuel Iradier, al regreso de su segundo viaje al Golfo de Guinea, en la portada de La Ilustración de Álava. Stanley se ufanaba de su trato duro hacia los criados de la expedición. En esta ilustración de su Viaje en busca del Dr. Livingstone, amenaza con disparar a un porteador si deja caer la carga.
  • 7. día solemne tributo en el entierro de sus restos en la abadía de Westminster. El misterio del Lualaba fue otra he- rencia que Stanely recibió del misione- ro, y que resolvió en la última y más es- pectacular de las expediciones trans- continentales, cuyos efectos fueron de- cisivos para desatar el brutal saqueo de hombres y recursos con el que África despidió el siglo XIX y entró definitiva- mente en los mapas. En 1874, Stanley tenía 33 años, fama y un público lector. A la ayuda del New York Herald logró sumar la del Daily Te- legraph, diarios a los que se ofreció pa- ra completar la obra de exploración del misionero fallecido. Al frente de una ca- ravana de 360 personas, partió de Ba- gamoyo, en la costa oriental de África, frente a la isla de Zanzíbar, con la fina- lidad de terminar la exploración de los Grandes Lagos y averiguar el curso del Lualaba. En febrero de 1875, llegó al la- go Victoria y trazó el primer mapa de su perímetro. Recorrió a continuación el pe- rímetro del lago Alberto, junto a Ugan- da, descendió hasta el Tanganica y en octubre llegó al Lualaba. Para bajar por su curso, hizo construir un barco des- montable, el Lady Alice. A medida que pasaban los días, el Lualaba se iba ensanchando, sus aguas se ennegrecían, la selva tropical de sus riberas era cada vez más espesa y ame- nazadora. Por la noche, sonaba el tam- tam sin que de día acertaran a ver a na- die. Sus hombres tenían miedo, pero Stanley decidió proseguir, desafiar las ca- taratas que se avecinaban y los previsi- bles ataques de las tribus de las riberas, y ello sin saber si navegaba por el ori- gen del Nilo o hacia dónde le conduci- ría la imponente masa de agua. En mar- zo de 1877, estaba en las cataratas que bautizó como Stanely Falls, junto a la ac- tual Kisangani, donde el río torcía a la inzquierda. Los tres blancos que le acompañan habían muerto por el cami- no y, para desplazarse sin ser fácilmen- te alcanzado por las flechas lanzadas desde las orillas, hubo de seguir río aba- jo por el centro de la corriente. Pero lle- gó. Después de 4.700 kilometros, 999 dí- as de viaje y tras perder 114 hombres, el explorador y el resto de su expedición alcanzaron Boma, en la costa atlántica. Stanley había envejecido y encanecido, pero su ambición no había disminuido. Y la de un ávido monarca europeo tam- poco. Nada más puso pie en Marsella, los emisarios del rey Leopoldo II de Bél- gica se lanzaron sobre él con embeleso para hacerle una modesta proposición: ¿Querría tomar posesión del territorio re- cién descubierto para la Asociación In- ternacional Africana? Ese pomposo nom- bre ocultaba una sociedad particular de Leopoldo para explotar el Congo y sus riquezas como una finca privada. Brazza en Brazzaville Un último nombre figura en la lista de los grandes, el del italiano nacionaliza- do francés Piero Savorgnan de Brazza. Con el encargo de Francia de contra- rrestar las preocupantes actividades de Leopoldo en la zona, Brazza hizo dos expediciones por los actuales Gabón y Congo francés, para hacer tratados con los reyes locales a favor del Gobierno de París. Nada violento, se ganaba con astucia y amabilidad a los indígenas y, entre 1875 y 1879, logró pactar con las tribus afincadas a la derecha del Con- go su sumisión a Francia. Los exploradores habían sido la avan- zadilla para abrir caminos, clasificar cul- turas, rebautizar la geografía y efectuar una apropiación simbólica de una na- turaleza que se presentaba como aban- donada, despoblada o en manos de pue- blos atrasados. Sus publicaciones, sus conferencias, las noticias sobre sus ha- zañas en la prensa reforzaron la con- ciencia de superioridad europea y crea- ron un estado de opinión ávido de exo- tismo y favorable a la expansión colo- nial, entendida como una misión civili- zadora, casi como un deber moral. Ha- cia 1880, la época de las grandes ex- ploraciones había finalizado. Llegaba la hora de cosechar los inmensos benefi- cios del África negra. Con los caminos abiertos, los secretos desvelados, la ma- laria vencida y el invento reciente de la ametralladora Maxim’s, las potencias eu- ropeas dejaron de sentarse ante un ma- pa en blanco, rodeado de misterio y fan- tasía para hacerlo ante un tablero con- trolado, con sus rutas, sus obstáculos y sus tesoros codificados, sobre el que de inmediato comenzaron a jugar al mo- nopoli respaldados con entusiasmo por sus opiniones públicas. Stanley, hombre de negocios, no du- dó en aceptar la oferta de los emisarios del codicioso rey de los belgas. Y re- gresó una vez más al Congo, ahora pa- gado por Leopoldo II, para establecer tratados con los gobernantes locales y una red de factorías a lo largo del río Congo para servir a la eufemística Aso- ciación Internacional Africana. ■ 79 LAS EXPLORACIONES. CAMINOS PARA EL SAQUEO EL DESPOJO DE ÁFRICA Savorgnan de Brazza logró la sumisión a Francia de las tribus de la ribera norte del Congo. Recepción del explorador en Cazembé, según un grabado que ilustra el relato de sus viajes. Después de 4.700 kilómetros, 999 días de viaje y tras perder 114 hombres, Stanley llegó a la desembocadura del río Congo
  • 8. 80 ■■ MUNGO PARK Selkirk, Escocia, 1771-Bussa, Nigeria, 1806 Estudió medicina en Edimburgo y traba- jó en Sumatra, ganándose la confianza de la Royal Society, que le encargó que explorara el curso del Níger. Su primera aventura, cuyo relato publicó en 1797, le hizo famoso. Dos años después, ya casado y establecido en Escocia, el Go- bierno le pidió que condujera una se- gunda expedición. La época de las llu- vias, sin embargo, causó la muerte por paludismo de la mayoría de los componentes y los seis que se salva- ron se ahogaron en el Níger poco des- pués, durante un ataque de los habi- tantes de la región de Bussa. ■■ RENÉ-AUGUSTE CAILLIÉ La Rochelle, 1799-La Badère, 1838 Antes de los 20, el joven y humilde obrero francés ya había viajado dos ve- ces a la zona francesa de Senegal y re- corrido parte del interior. Logró llegar a pie a Tombuctú en 1828, disfrazado de viajero musulmán. El relato de sus pe- ripecias, en tres vo- lúmenes, se publi- có en 1830 en francés y pronto fue traducido al in- glés. Nunca se re- cuperó del desgas- te físico sufrido en el viaje y no volvió a África. ■■ DAVID LIVINGSTONE Blantyre, Escocia, 1813-Chitambo, Zambia, 1873 Educado en un ambiente piadoso y hu- milde, acudió a una llamada en busca de misioneros en 1834 y, una vez ordenado, partió para África en 1840. Durante 15 años viajó lle- vando el Evangelio por zonas nunca an- tes pisadas por los europeos. Su inten- ción era abrir rutas comerciales en Áfri- ca que fueran una alternativa económi- ca al comercio de esclavos. La fama y los ingresos que le otorgaron sus libros de viajes le convirtie- ron en independiente para planificar sus itinerarios. Perdido en 1871, fue hallado por H. M. Stanley en un encuentro céle- bre en la historia de ambos exploradores. ■■ MARY KINGSLEY Londres, 1862-Ciudad del Cabo, 1900 Sobrina de un clérigo, llevó una vida anodina hasta los 30, cuando decidió viajar a África para terminar un libro so- bre religiones locales iniciado por su pa- dre. En 1893 y 1894, visitó Cabinda y la isla de Fernando Poo, decubrió nue- vas especies de peces, convivió con los caníbales fang y escribió unos relatos de sus viajes que muestran una sen- sibilidad pionera y a contracorriente de los valores con- servadores de sus contenmporáneos varones, por su simpatía y respeto hacia los africanos negros. Murió tra- bajando como en- fermera en la Guerra de los Bóers. ■■ JOHN HANNING SPEKE Devon, 1827-Wiltshire, 1864 Sirvió en el ejércirto inglés en el Punjab, el Himalaya y el Tibet. En 1855, viajó por Somalia con Burton y al año siguien- te ambos salieron de Zanzíbar en busca de las fuentes del Nilo. Cuando Burton enfermó, él llegó al lago Victoria y afir- mó que era el ori- gen del Nilo. Bur- ton lo negó y su controversia fue cé- lebre. Regresó a Africa para repetir el trayecto y murió en un accidente, el día antes de expo- ner sus conlusiones en un debate con Burton en Londres. ■■ RICHARD BURTON Devonshire, 1821-Trieste, 1890 Educado en Fancia e Italia, fue un exce- lente lingüista. Tradujo las Mil y Una No- ches del árabe, el Kama Sutra del hindi y otros textos clásicos del persa, como El Jardín Perfumado, de Nefzaoui. Militar en el ejército británico en la India, estu- dió en 1845 la prostitucion homosexual en Karachi y lo detallado de su informe le ganó el desprecio de sus compañeros de armas. En 1853, disfrazado de musul- mán afgano, visitó La Meca, aunque no fue el primer oc- cidental que lo ha- cía. Sí lo fue en en- trar en la ciudad prohibida de Harar en Etiopía, antes de viajar con John Speke en busca de las fuentes del Ni- lo. Fue cónsul en Fernando Poo, Santos (Brasil), Damasco y Trieste, donde falleció. ■■ HENRY MORTON STANLEY 1841, Gales-1904, Londres Hijo ilegítimo, se embarcó en Liverpool y llegó a Nueva Orleans en 1859, donde fue apadrinado por Henry Hope Stanley, de quien tomó el apellido. Soldado y pe- riodista, fue a África en 1867 a cubrir la expedición inglesa contra el emperador de Abisinia, Tewo- dros II. Luego acep- tó el encargo de en- contrar a Livingsto- ne, que le hizo fa- moso, y finalmente navegó por el río Congo cruzando África de Este a Oeste, momento a partir del cual aceptó trabajar para el rey Leopoldo de Bélgica. Antes de mo- rir, se nacionalizó británico de nuevo. ■■ PIERRE SAVORGNAN DE BRAZZA Roma, 1852-Dakar, 1905 Brazza era un conde italiano que se na- cionalizó francés en 1874 y se alistó en el ejército de ese país. De 1875 a 1878, exploró el río Ogowe y la desem- bocadura del Gabón. Regresó dos años después para pactar tratados con los je- fes locales de lo que luego se convertiría en el Congo francés, al norte del río del mismo nombre. En 1884, fundó la ciudad de Brazzavi- lle, donde estable- ció una colonia que gobernó de 1886 a 1897. En 1905, viajó de nuevo a in- vestigar denuncias de abusos a los na- tivos y murió en el viaje. GRANDES EXPLORADORES
  • 9. 81 LAS EXPLORACIONES. CAMINOS PARA EL SAQUEO EL DESPOJO DE ÁFRICA Tánger • • Marraquech Alejandría • Sesheke • Asuán • Masava • • Gondar • Kismaayo • Mombasa • Kinshasa • Benguela • Bagamoyo • Beira • Mtwara • Durban Matadi • • Lambarene I. Fernando Poo I. Santo Tomé I. Corisco Lagos • Boké • San Pablo • de Luanda • Port ElizabethCiudad • del cabo • Mozambique • Kano • Duala • Bengasi Cabinda • Sokoto • Jartum • Túnez • Saint Louis • • Freetown • Trípoli • Argel • Accra • Djnné Tombuctú • S A H A R A A R A B I A E S P A Ñ A I T A L I A I M P E R I O O T O M A N O E G I P T O Desierto de Kalahari Cuenca del Congo Desierto de Libia Península de Somalia Madagascar R.Niger R. Orange R. Congo R.Chari R.Cuando R.Lualaba R.Okavango R. Zambeze R. Ubangi R. Limpopo N iloNiloBlanco NiloAzul Lago Chad Golfo de Adén CanaldeMozambique Lago Niasa L. Alberto L. Turkana L. Victoria Lago Volta Mar Mediterráneo MarRojo O C É A N O A T L Á N T I C O O C ÉANOÍNDICO Mungo Park 1795-1805 René Caillé 1827-1828 David Livingstone 1841-1873 Burton y Speke 1857-1859 Speke y Grant 1859-1863 Mary Kingsley 1862-1894 Henry Morton Stanley 1871-1889 Pierre Savorgnan de Brazza 1875-1878 ITINERARIOS DE LAS PRINCIPALES EXPLORACIONES 0 500 1.000 1.500 2.000 km • Ujiji • Tabora L. Tanganica • Dar es Salaam
  • 10. L a nueva era del imperialismo europeo surgido en el siglo XIX, consecuencia del triunfo del ideario liberal, pero sobre todo de la revolución industrial y de los for- midables avances de las técnicas y las ciencias, determinaron una nueva aper- tura del horizonte geográfico, que su- puso para el hombre occidental el co- nocimiento y ocupación del planeta, prácticamente en su totalidad. África no podía ser la excepción. La búsqueda de materias primas con las que alimentar una industria en cre- cimiento y de mercados donde colocar los excedentes manufacturados; la con- veniencia de sustituir los desaparecidos imperios coloniales americanos por otros en Asia y África, con la consiguiente ad- quisición de territorios tanto de explo- tación como de poblamiento; la propia revolución de los transportes –sobre to- do, por la aplicación del vapor y la hé- lice a la navegación–, pero también con- sideraciones de orden social, científico y cultural –eliminación de la trata de es- clavos, los nuevos descubrimientos geo- gráficos o el formidable impulso expe- rimentado por las misiones cristianas en su doble versión protestante y católica–, todo se concitó, en suma, para que en un tiempo breve África desvelase gran parte de sus secretos al hombre occi- dental. También, para que su reparto y ocupación fuesen un hecho. A ello hay que sumar la incapacidad de las sociedades tribales autóctonas pa- ra oponer una resistencia eficaz a la pe- netración europea. No pudieron hacer- lo las mejor organizadas –Dahomey, Bornu, Malí, Uganda–, ni los Estados feudales sobrevivientes en el Norte y Es- te del continente desde Marruecos a Abi- sinia, Zanzíbar o Madagascar, todos ellos en pleno declive. De otro lado, un incipiente naciona- lismo suscitado en las antiguas depen- dencias turcas del Norte de África en ningún caso fue capaz de asegurar la in- dependencia nacional, y una tras otra fueron ocupadas por los europeos, bien como territorios de plena soberanía –Ar- gelia en 1830, Libia en 1911–, bien co- mo protectorados –Túnez en 1881, Egip- to en 1882–. El mismo destino tuvieron los movimientos de reafirmación isla- mista más representativos: el del Mah- di en el Sudán –aplastado por el Reino Unido con la toma de Jartum, 1898–, y el de Ma el Ainin, en el Sahara Occi- dental, que corrió igual suerte por cuen- ta de Francia, por las mismas fechas. Avances franceses e ingleses Hasta mediados de siglo XIX, la presen- cia europea en África era puramente tes- timonial. En 1830, los franceses ocupa- ron Argel, so pretexto de librar a la na- vegación internacional de aquel peligro- so foco corsario, pero una vez allí ya no se marcharon. Antes al contrario, desde esa base de operaciones iniciaron la sis- temática conquista del país, completada en 1848 con el sometimiento del emir Abd el Kader. Desde el Sahel argelino, fue ocupado todo el Sahara centro-occi- dental, hasta lograr enlazar con los terri- torios ocupados por Francia desde sus bases senegalesas en el Oeste africano y Níger superior. Hacia 1880, los domi- nios franceses se extendían interrumpi- damente por el eje Argel-San Luis de Se- negal. Más al sur, Francia se hallaba tam- bién en el golfo de Guinea –Costa de 82 JUAN B. VILAR es catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Murcia. Para que los avances coloniales de las potencias europeas en África no generaran enfrentamientos armados, Bismarck las convocó en Berlín, a fin de acordar las reglas del juego. Juan B. Vilar explica el pacto entre caballeros, que en zonas del continente tuvo consecuencias rayanas en el genocidio EL REPARTO Berlín, 1884 Leopoldo II de Bélgica estrangula a los habitantes de la Cuenca del Congo. Caricatura publicada en Punch, a finales del siglo XIX.
  • 11. Marfil, Dahomey, Congo superior y Ga- bón–, y desde sus islas del Índico per- manecía atenta para proceder al asalto de Madagascar a la primera oportunidad. De superior alcance eran los planes británicos para la ocupación del frente oriental del continente. Ello mediante un movimiento envolvente de Sur a Norte y viceversa, que debería tener co- mo bases la recién adquirida Colonia de El Cabo –perdida por los holandeses durante las guerras napoleónicas– y Egipto, provincia emancipada del Im- perio turco, cuya ocupación era para Londres asunto prioritario, para asegu- rar su hegemonía en el Mediterráneo oriental y, sobre todo, el control de la nueva ruta a la India por el canal de Suez, inaugurado en 1869. El moderno Estado introducido por Mehmet Alí en Egipto en la primera mi- tad del XIX, saludado por los contem- poráneos como aurora de un resurgi- miento árabe, sobrevivió con dificultad a su fundador, de forma que en 1882 ese país quedó reducido de hecho a protectorado británico. El paso siguien- te fue la ocupación del Sudán –condo- minio anglo-egipcio, pero en la realidad dependencia exclusivamente británica–. Ello, sumado a la ocupación de Kenia, Uganda y otras regiones del África orien- tal, permitiría a Gran Bretaña conectar esos territorios con sus posesiones me- ridionales. Si bien en 1881, hubo de aceptarse la segregación de las dos re- públicas bóers (holandesas y calvinistas) de Transvaal y Orange, situadas en los confines noroccidentales de Sudáfrica, su viabilidad era dudosa como los he- chos no tardarían en demostrar. En contrapartida, por el Norte y No- reste, el avance desde El Cabo resultó imparable: Natal, Bechuanalandia, Ba- sutolandia, Suazilandia, fueron cayendo EL DESPOJO DE ÁFRICA 83 Representación de la Batalla de Adua, en marzo de 1896. Las tropas etíopes, lideradas por Menelik, vencieron. Fue el equivalente al 98 italiano.
  • 12. una tras otra, reducidas a colonias o pro- tectorados. Cuando en las décadas de 1880 y 1890 surgió la doble posesión de Rhodesia, desde ella pudo enlazarse sin dificultad con Uganda y los dominios del Norte. El Imperio británico en África oriental era una realidad incuestionable. Baste decir que se extendía casi ininte- rrumpidamente desde el Mediterráneo a El Cabo. A su lado palidecían las otras dependencias del Reino Unido en el frente atlántico del continente: Gambia, Sierra Leona, Costa de Oro (Ghana) e in- cluso Nigeria. Iniciada la década de 1880, Gran Bre- taña y Francia se repartían buena parte del continente africano. Alemania que- daba muy por detrás. Hizo acto de pre- sencia tarde, pero con determinación de quedarse: a sus posesiones de Camerún y Togo, en el golfo de Guinea, sumó en 1884 los extensos territorios de África del Suroeste y Tanganica, este último en el Índico. Portugal y España continuaban en sus posiciones históricas de siempre, ya mencionadas; Italia hacia su aparición en Eritrea y Somalia; y una compañía belga, presidida a título particular por el rey Leopoldo II, operaba en la inmen- sa región del Congo. La sistematización del despojo El proceso de penetración desordenada en el continente africano a partir de ca- beceras de puente establecidas en el li- toral, mediante la doble táctica de de- mostraciones de fuerza y de compra de voluntades, una y otra garantizadas con ocupaciones fácticas, o con tratados de protectorado sobre los débiles poderes autóctonos, necesariamente tenía que terminar enfrentando a las potencias co- lonialistas. Así sucedió con británicos y franceses en Egipto, Sudán y Nigeria; a los segundos, con los alemanes en Áfri- ca ecuatorial, y a estos últimos con los británicos en África oriental y en el Su- roeste del continente. De otro lado, tam- bién era necesario decidir si se recono- cían o no los derechos históricos alega- dos por Portugal y España y si se aten- derían la pretensiones soberanistas del rey Leopoldo II de Bélgica sobre el Con- go y, en caso afirmativo, de qué forma hacerlo compatible con los intereses de Francia y Portugal y con la deseable li- bertad de comercio y navegación en ese extenso país. Por último, se imponía re- conocer o no, una por una, las adqui- siciones ya realizadas y, sobre todo, in- troducir mecanismos adecuados que re- gulasen las anexiones futuras, así como los posibles contenciosos entre las par- tes interesadas. Para poner orden entre tanto caos y sentar las bases de un reparto consen- 84 Las delegaciones que participaron en la Conferencia de Berlín, en 1884, en un minucioso dibujo de La Ilustración Española y Americana. En 1880, Gran Bretaña y Francia ocupaban casi toda África. Alemania e Italia hacían aparición y Leopoldo II ansiaba el Congo
  • 13. suado, tuvo lugar una Conferencia en Berlín, entre el 15 de noviembre de 1884 y el 26 de febrero de 1885. Asistieron, aparte del Estado anfitrión, once dele- gaciones: Reino Unido, Francia, Bélgica, Portugal, España, Italia y Turquía, como partes más implicadas, pero también Pa- íses Bajos, Dinamarca, Suecia-Noruega, Rusia, Austria-Hungría e incluso Estados Unidos. Significativamente no estuvo re- presentado ningún Estado africano. Ni siquiera los internacionalmente recono- cidos, como Egipto, Abisinia, Marruecos y Liberia. En cambio, fueron recibidas como observadoras varias asociaciones filantrópicas, misionales, culturales y co- lonialistas. Entre estas últimas, la Aso- ciación Internacional del Congo, que propugnaba la creación de un Estado Li- bre del Congo bajo la soberanía de la monarquía belga. Berlín era el marco más apropiado para la Conferencia. La nueva Alema- nia, el II Reich, ejercía desde la reuni- ficación de 1870 un arbitraje incuestio- nable en el continente europeo. De otro lado, venía a ser la única potencia capaz de ofrecer un escenario neutral, ya que entre las grandes era la única sin apetencias coloniales. El canciller ger- mano Otto von Bismarck estaba firme- mente persuadido de que la hegemo- nía mundial correspondería al Estado que ejerciese clara preponderancia en Europa, y ésta resultaría tanto más im- batible cuanto más concentrados estu- viesen sus fuerzas y recursos en el con- tinente europeo. Ocupar colonias equi- valía por tanto a dispersión de fuerzas y, en definitiva, a una mayor vulnera- bilidad. Se entienden las reticencias de Bismarck a ese tipo de adquisiciones, que tuvieron lugar tarde y a desgana por no caberle otra salida, al tener que proteger intereses de compañías priva- das alemanas ya introducidas. Por lo mismo se comprende también que du- rante la Conferencia de Berlín, el Rei- no Unido y sobre todo Francia, rivales reales de Alemania en Europa respec- tivamente, sorprendentemente tuvieran en el canciller germano al principal va- ledor en sus pretensiones coloniales. A más colonias, más dispersión y por tan- to mayor debilidad. Los acuerdos de Berlín Un Acta General de la Conferencia, fe- chada el 26 de febrero de 1885, reco- gió los acuerdos básicos adoptados en la misma. Pueden resumirse así: - Libertad de navegación y comercio en la cuenca del río Congo, incluidas disposiciones que garantizasen la neu- tralidad del mismo y los derechos de las poblaciones indígenas, pero también la libertad religiosa y las actividades e in- tereses de misioneros, viajeros, empre- sarios y sus dependientes. Bajo estas condiciones (y limitaciones) eran reco- nocidos el Estado Libre del Congo y el rey Leopoldo II de Bélgica como su so- berano, Estado que se extendería por un inmenso territorio, aproximadamente los 2/3 de la cuenca. - Libertad de navegación y comercio por el río Níger, si bien con cortapisas que primaban los intereses ya estable- cidos del Reino Unido en sus cuencas media y baja. - El derecho de posesión era funda- mentado en la ocupación efectiva, que no en los derechos históricos o de cual- quier otra especie. No obstante, se re- conocía cierta prioridad en la ocupación de un territorio a la potencia ya estable- cida en sus inmediaciones, o que pudiera alegar tratados de protección o conve- nios concertados por sus agentes con las poblaciones autóctonas, pero siempre que una u otra circunstancia fuera acom- pañada de ocupación efectiva. - La ocupación de uno o varios pun- tos del litoral daba derecho al traspaís o hinterland correspondiente, en el que 85 BERLÍN, 1884. EL REPARTO EL DESPOJO DE ÁFRICA Manos cortadas a nativos “improductivos” en el Congo de Leopoldo, una prueba de las atrocidades que sufrieron los colonizados. MARRUECOS TRIPOLITANIA FEZZÁN MAHDI TUCOLOR MOSSI SOKOTO BORNU UADDAI RABBAHASHANTI DAHOMEY BENIN EL CONGRESO DE BERLÍN. 1885 Posesiones Británicas Francesas Portuguesas Alemanas Italianas Españolas Belgas Libertad de comercio sobre los ríos Zona de libre comercio Estados africanos con peso internacional Otros estados africanos Estados africanos en constitución Soberanía otomana nominal Zonas de influencia Británica Francesa Alemana Belga BUNYORO BUGANDA ANKALE RUANDA BURUNDI ZANZIBAR MSIRI MERINA TRANSVAAL ORANGE SWAZI ZULÚ EQUATORIALIBERIA SAMORI FUTA JALON ABISINIA MASSAUA CIRENAICA 0 1.000 2.000 km
  • 14. necesariamente debería hacerse pre- sencia efectiva. - Eran precisadas la significación y al- cance de dos figuras diferentes: plena soberanía y régimen de protectorado. - Los contenciosos suscitados entre dos potencias establecidas en una mis- ma área deberían ser resueltos median- te convenios bilaterales. - Ídem las restantes cuestiones pen- dientes o que se suscitaran en el futuro. Aunque las cláusulas de Berlín dista- ron de ser cumplidas fielmente, en ade- lante pudo contarse con una normati- va consensuada en relación con las cuestiones coloniales. Bismarck también logró que fueran aceptados varios acuerdos globales, al objeto de evitar peligrosas hegemonías en áreas concretas: ante todo la inter- nacionalización de la explosiva cuestión del Congo, pero también el hallazgo de una salida a la de Egipto, apoyando a Francia para impedir el exclusivo con- trol de ese país por Gran Bretaña, y a és- ta en la cuenca del Níger para frenar apetencias no menos exclusivistas fran- cesas, o bien el afianzamiento de la pre- sencia alemana en Togo y Camerún o la anexión a Alemania de Tanganica y Áfri- ca del Suroeste para quebrar o siquiera debilitar unilaterales hegemonías fran- cesas y británicas en el golfo de Gui- nea y en África oriental. Los dos grandes Imperios La Conferencia de Berlín, al proporcio- nar marco legal a la expansión colonia- lista, estimuló el proceso de ocupación de territorios. Cuantas potencias tenían puesto ya el pie en África se apresura- ron a redondear y ampliar sus posesio- nes en carrera frenética, de forma que en diez o quince años el mapa colonial africano alcanzó su conformación defi- nitiva. Fueron días pródigos en gestas de exploradores, de intensa actuación misional, de ocupación de dilatados te- rritorios y de conformación de los res- pectivos sistemas coloniales, pero tam- bién de rivalidades y enfrentamientos de las potencias –en Egipto, Sudán, Ma- rruecos, Nigeria, Camerún…–, crisis que no dejaron de contribuir a las tensiones que precedieron y posibilitaron el esta- llido bélico de 1914. Como telón de fon- do, se perfila un siniestro y silenciado panorama de sufrimientos humanos, de expolio sistemático, explotación e in- cluso genocidio de naciones enteras en el nombre de la civilización cristiana y el progreso. Dos potencias, el Reino Uni- do y Francia, terminaron controlando gran parte del continente, siendo en de- finitiva las principales beneficiarias del reparto de África. Ha quedado referido cómo, a la al- tura de 1885, el Imperio afro-británico se hallaba ya conformado siquiera en sus rasgos básicos. Basculaba hacia el frente oriental del continente, entre Egipto y el cono sur, vertebrado en tor- no al ferrocarril El Cabo-El Cairo, para entonces en funcionamiento en varios de sus tramos. La aparición de un au- daz empresario resultó decisiva. Cecil Rhodes (1853-1902) y su Chartered Company, desbordando las fronteras norteñas de Sudáfrica, ocupó de forma 86 El impulso misionero, católico y protestante, a finales del XIX, contribuyó a que África desvelase sus secretos. Un obispo católico recorriendo su diócesis en el Congo, a principios del siglo XX. Contra la malaria, quinina Entre 1819 y 1836, el 48 por ciento de los miembros de la guarnición británi- ca de Sierra Leona murió a consecuencia de la malaria. El peor año, 1825, la cifra llegó al 78 por ciento. Servir en el ejército en Áfri- ca era tan letal que se conmutaba la conde- na a los reos dispuestos a correr el riesgo y el continente se ganó la justa fama de “tum- ba del hombre blanco”. Las fiebres palúdi- cas actuaron durante siglos como la mejor arma de defensa de los africanos frente a las invasiones. Esta situación cambió a media- dos del siglo XIX. Aunque hasta 1880 no se descubrió que la fiebre se debía a una in- vasión del torrente sanguíneo por parte del Plasmodium y hasta 1897 no se supo que és- te se transmitía por la picadura del mosquito Anopheles, la malaria dejó de diezmar a los europeos mucho antes, a raíz de dos hechos causales. En 1839, de los veintiún miem- bros de la tripulación del barco North Star, atracado en Sierra Leona, veinte tomaron quinina diariamente. El único que no lo hi- zo, murió. Dos años después, durante una expedición británica por el río Níger, el doc- tor T. R. H. Thompson hizo la prueba de administrar quinina a parte de la tripula- ción y otros productos al resto, comprobando la eficacia del medicamento. Cuando el tra- tamiento se generalizó, la mortalidad del eu- ropeo en África descendió vertiginosamen- te y, en la segunda mitad del siglo, el cul- tivo del quino, que procedía de las selvas de Perú, Ecuador, Bolivia y Colombia, se con- virtió en un negocio millonario, en el que pronto entraron a competir cultivadores ho- landeses de Indonesia y británicos de la In- dia, que viajaron de incógnito a América a robar semillas y realizar las primeras plan- taciones de quino en Asia.
  • 15. tan rápida como violenta un territorio inmenso y al propio tiempo muy rico en recursos agropecuarios y mineros, en menoscabo de las poblaciones abo- rígenes y de los intereses de Portugal, que pretendía a través del mismo unir Angola y Mozambique. El ultimátum de 1890 acalló las protestas lusitanas, pe- ro generó en el pueblo portugués un perdurable resentimiento antibritánico, llamado a dañar de forma irreversible una amistad de varios siglos. Ni siquiera las objeciones de la reina Victoria a tal política agresiva pudieron detener a Rhodes, firmemente respaldado por el premier Salisbury. En el bienio 1890-91, ambas Rhodesias y la nueva colonia de Nyasalandia quedaron unidas a los do- minios británicos, alcanzándose desde el Sur la región de los grandes lagos y, por tanto, las fuentes del Nilo. Ocupa- da Uganda y Kenia –también Zanzíbar y parte de Somalia– y doblegado el Su- dán en 1898 –toma de Jartum por Kit- chener–, el ferrocarril El Cabo-El Cai- ro fue una realidad. Sistema flexible Para entonces, y en el otro lado del continente, se hallaba próxima la ocu- pación total de Gambia, Sierra Leona, Costa de Oro y Nigeria, completada es- ta última en 1901. Anexionadas las dos repúblicas sureñas de Trasvaal y Oran- ge al término de la Segunda Guerra Bóer (1899-1902), pródiga en épicos episodios que valieron al presidente Paul Krüger (1825-1904) y a su pueblo universales simpatías, la totalidad de las posesiones africanas del Reino Unido quedó integrado en la recién estableci- da Commonwealth, bajo la triple fór- mula de dependencia colonial –direct rule o indirect rule, según el grado de autogobierno otorgado a los colonos blancos– (gran parte del África centro- oriental), protectorado (Zanzíbar, Ugan- da, sultanatos del norte de Nigeria, Be- chuanalandia, …) y dominio (Unión Su- dafricana –desde 1910). Como puede verse en sus tres versiones, un sistema de gobierno indirecto (gobernador ge- neral representante de la Corona, en su caso asistido por sendos consejos eje- cutivo y legislativo), que sin llegar a la autogestión total, buscaba las respon- sabilidades compartidas con las venta- jas que ello implicaba. Un sistema enteramente diferente del férreamente centralizado y asimilista in- troducido por Francia en sus depen- dencias coloniales y diseñado en bue- na parte por el político radical Jules Ferry. Baste decir que el África france- sa mediterránea, es decir Argelia, divi- dida en tres departamentos (Argel, Orán y Constantina), a todos los efectos era considerada territorio metropolitano, con sus representantes en ambas Cá- maras parlamentarias de París, si bien el sufragio estaba reservado a los colo- nos europeos (franceses y españoles, mayoritariamente) y a la minoría judía –ésta, desde la ley Cremieux de 1871- con exclusión del grueso de la pobla- ción musulmana. Al fracasar la aplica- ción de este modelo en Senegal, se op- tó aquí y en las otras dependencias sub- saharianas por una administración típi- camente colonial, centralizada y uni- forme, en la que el gobernador gene- ral era asistido por un consejo de go- bierno. En 1904, el África Occidental Francesa se organizó en cinco colonias (Senegal y Alto Senegal, Guinea, Cos- ta de Marfil y Dahomey), a las que se sumaron tres territorios bajo jurisdicción militar: Mauritania (1910), Níger (1911) y Alto Volta (1911). El Sahara central, también bajo administración castrense, dependía de Argel (Territorios del Sur). Por el Este los franceses, que preten- dían enlazar su territorio de Chad con el enclave somalí de Obock-Somalia, en el Índico, a través de Sudán, de forma que sus dominios se hubieran exten- dido con continuidad en el Norte del continente, de océano a océano, hu- bieron de renunciar a tal proyecto an- te un ultimátum inglés (incidente Mar- chand-Kitchener en Fashoda, septiem- bre de 1898 –el 98 francés–). Igual modelo se aplicó en el África Ecuatorial Francesa, establecida oficial- mente en 1910 con las colonias de Ga- bón, Congo-Brazzaville y Ubangui-Cha- ri, a las que se sumó Chad, primero co- mo territorio castrense y luego como co- lonia. En cuanto a Madagascar, reino 87 BERLÍN, 1884. EL REPARTO EL DESPOJO DE ÁFRICA ARGELIA MARRUECOS MAURITANIA RÍO DE ORO IFNI LAS COLONIAS EN ÁFRICA. 1914 Británicas Francesas Portuguesas Alemanas Italianas Españolas Belgas Países independientes SENEGAL ÁFRICA OCCIDENTAL LIBIA TUNICIA ÁFRICA ECUATORIAL EGIPTO UGANDA KENIA MOZAMBIQUE BASUTOLANDIA ERITREA ABISINIA SOMALIA MADAGASCAR SOMALIA BRITÁNICA SOMALIA FRANCESA ÁFRICA ORIENTAL SUDÁN ANGLO-EGIPCIO GUINEA GAMBIA GUINEA PORT. SIERRA LEONA LIBERIA COSTA DE MARFIL COSTA DE ORO TOGO NIGERIA CAMERÚN GABÓN CABINDA ANGOLA ÁFRICA DEL SUROESTE BAHÍA DE LA BALLENA COLONIA DE EL CABO BECHUANIA RHODESIA CONGO BELGA RÍO MUNI 0 1.000 2.000 km
  • 16. 88 protegido desde 1895, en el 97 los fran- ceses derrocaron y exiliaron a la reina Ranavalona III, transformando la isla en territorio militar en ese año, y en colo- nia en 1905. Mejor suerte corrieron Tú- nez y Marruecos, sometidos a régimen de protectorado en 1881 (Tratado de El Bardo) y 1912 (Convenio franco-espa- ñol de ese año), si bien el mencionado en segundo lugar era compartido con España, pudiendo retener ambos su go- bierno (Majzén) e instituciones tradicio- nales, encabezados unos y otras por el bey y el sultán respectivamente. No obs- tante el poder efectivo era controlado en ambos casos por un alto comisario eu- ropeo, que en Marruecos eran dos, fran- cés y español, con residencia en Rabat y Tetuán. Los imperios menores Como en los casos británico y francés, la presencia oficial de otros países euro- peos en África se debió casi siempre a iniciativas privadas. Así ocurrió en lo que se refiere a Alemania, Italia y Bélgica, y en parte también a Portugal y España. El ejemplo alemán es aleccionador. Aunque la presencia de exploradores y casas de comercio alemanas en Áfri- ca occidental y oriental se remonta a la década de 1840, oficialmente Alemania no hizo acto de presencia hasta 1884-85, en que se afianzó en Togo y Camerún (golfo de Guinea) y se anexionó los ex- tensos territorios de África del Suroes- te y Tanganica o África Oriental Ale- mana, ampliada luego hacia el interior con sendos protectorados sobre Ruan- da y Burundi. El proyecto de algún co- lonialista de unir las posesiones del Atlántico y el Índico (ferrocarril trans- continental Duala-Dar es Salam) se vio frustrado con la creación del Estado Li- bre del Congo. Aunque la presencia ale- mana fue breve (desahuciada de sus co- lonias en 1919, al término de la Prime- ra Guerra Mundial), su huella en esos países ha sido perdurable. Italia, con mayores apetencias que Alemania, sin embargo llegó tarde al re- parto. Excluida de Túnez, su natural área de expansión por razones geográ- ficas, al tomarle la delantera Francia y declarar su protectorado sobre ese país en 1881, hubo de contentarse con Libia, ocupada a partir de 1911 al término de una guerra nada gloriosa con Turquía, dueña del extenso territorio, y no sin te- ner que vencer después una imprevista y tenaz resistencia de las tribus árabes y beréberes. Un segundo objetivo estu- vo en África oriental, donde las nuevas colonias de Eritrea y Somalia (pactadas con Gran Bretaña por el jefe de go- bierno Francesco Crispi, principal im- pulsor de la política colonial italiana) deberían de servir de base de opera- ciones para la transformación del Im- perio de Abisinia (cristiano-nestoriano de rito copto) en protectorado y luego en colonia. Los desastres de Dogali y Adua (versión italiana de nuestro 98) echaron abajo esos sueños imperiales, consolidándose por el momento la in- dependencia etíope y la permanencia del negus Menelik II en su trono. En cuanto al Congo, corazón mismo de África y territorio inmenso, era en rea- lidad una empresa privada pertenecien- te al monarca belga y como tal debía funcionar y ser rentable. Repartido el país entre diferentes compañías inter- nacionales –respaldadas por un despia- dado ejército de mercenarios–, al resul- tar inexplotables por el momento sus principales recursos mineros –cobre en la recóndita Katanga– y agrícolas –esca- sez de colonos europeos–, la economía hubo de fundamentarse en la exporta- ción de ébano, caucho natural y mar- fil, negocio que conllevó el saqueo sis- temático y la semidestrucción del país con daños irreversibles en sus bosques y fauna, pero especialmente un aterra- dor genocidio –10 millones de muertos– denunciado en vano por exploradores, misioneros y otros testigos oculares, da- do que el soberano belga, hábil mani- pulador de los medios de comunicación, supo ocultar el alcance del holocausto y mantener con astucia su reputación de persona humanitaria. Esa política depredadora hizo inviable a medio plazo tal sistema, y al no poder ser afrontado el sostenimiento de una desproporcionada burocracia, el llama- do Estado Libre se declaró en banca- rrota. A Leopoldo no le cupo otra salida que legarlo al pueblo belga, que hubo de hacerse cargo en 1908 de una colo- nia tan desproporcionadamente exten- sa –66 veces el tamaño de Bélgica– co- mo ruinosa. Al llamado en adelante Con- go Belga (luego Zaire y hoy República Democrática del Congo), dividido en quince grandes distritos, para su admi- nistración se le aplicó con pocas va- riantes el rígidamente centralizado mo- delo colonial francés. El modelo ibérico Finalmente, la presencia de los dos Es- tados ibéricos en África siguió modelos colonizadores distintos. Portugal funda- mentaba sus reivindicaciones coloniales en derechos históricos que considera- ba irrecusables y en una presencia mul- tisecular, más o menos efectiva. En cuan- to al sistema colonial adoptado, resulta- ba más centralizado y asimilacionista que el francés. Si bien las posesiones lu- sitanas de Guinea-Bissau, Cabo Verde, Aunque esta postal alemana de Liberia reúne todos los tópicos sobre naturaleza y nativos en África, éste era en 1936 el único país africano independiente, aunque muy vinculado a EE UU.
  • 17. Santo Tomé y Príncipe, más enclaves que colonias, resultaban poco relevan- tes, otro era el caso de Angola y Mo- zambique, muy extensas y de alto va- lor económico, cuya gradual ocupación procuró a Portugal un imperio colonial africano que, en alguna medida, vino a suplir la pérdida del Brasil. Aunque las poblaciones aborígenes no fueron objeto de un expolio siste- mático y de hecho la asimilación y el mestizaje fue potenciado (con ayuda de misiones católicas), el Estado terminó controlando una parte importante de las tierras, enajenadas con frecuencia a fa- vor de compañías privadas que explo- taban los bosques, los yacimientos mi- neros y grandes plantaciones de café, algodón, maíz y caña. Hacia 1900, am- bas colonias quedaron definitivamente configuradas tanto territorial como ad- ministrativamente, toda vez que hubo de ser abandonada la vieja aspiración lusa de unirlas a través de las que lue- go serían ambas Rhodesias, según pro- yecto del explorador Serpa Pinto: el fa- moso mapa verde portugués vetado por Londres en su ultimátum de 1890 (el 98 lusitano). España, la gran ausente España fue la gran ausente de África. Desahuciada, como Portugal, de la América continental a comienzos del si- glo XIX, a diferencia de ésta, retuvo sin embargo importantes dominios insula- res (Cuba, Puerto Rico, Filipinas), cu- ya conservación fue en adelante norte y guía de su proyección exterior, hasta la pérdida de los mismos en 1898. Por ello no quiso airear derechos históricos –ni siquiera en la Conferencia de Ber- lín– por no querer centrar la atención de Cuba en particular, ni asumir com- promisos coloniales adicionales. Se li- mitó a retener sus presidios en la cos- ta marroquí, pero sin voluntad de pe- netrar en el interior. La discusión del fu- turo de ese país fue aplazada un cuar- to de siglo en la Conferencia interna- cional de Madrid, convocada por Cá- novas en 1880, no resolviéndose hasta el Convenio franco-español de 1912. En África occidental, la presencia es- pañola en Canarias desde el siglo XV, y diferentes actos de soberanía que pu- do alegar documentalmente, le daban derecho a un dilatado territorio en el li- toral inmediato, del Sahara occidental, entre los cabos Bojador y Blanco (Río de Oro), de los que en noviembre de 1884 tomó posesión una expedición ba- jo el mando de Emilio Bonelli, quien es- tableció la base de Villa Cisneros (hoy Dajla), ampliada hacia el norte con la ex- tensa franja territorial de Saguía el Ham- ra (Acequia Roja), con centro en el eje El Aaiún-Smara, y el territorio de Teck- na con cabecera en Cabo Juby, este úl- timo en realidad Zona sur del Protecto- rado de España en Marruecos. Más al Norte, Marruecos tenía cedido a España un enclave desde 1860 (Ifni), ocupado tardíamente en 1934. Por el contrario, la presencia en el golfo de Guinea se retrotrae a los tra- tados hispano-lusitanos de San Ilde- fonso (1777) y El Pardo (1778), en los cuales fueron cedidas a España las is- las de Fernando Poo, Annobón, Coris- co y los dos Elobeyes, así como el ex- tenso litoral comprendido entre los ca- bos Formoso y López. Las islas no fue- ron ocupadas hasta mediados del siglo XIX y el territorio continental (Río Mu- ni) hasta comienzos del XX, aunque drásticamente reducido en sus límites respecto a los previstos inicialmente, to- do ello de acuerdo con un Convenio suscrito en 1900 con Francia, estable- cida ya en Gabón, que delimitó tam- bién las fronteras del Sahara Occiden- tal con la dependencia francesa de Mauritania. El modelo colonial español, muy cen- tralizado y asimilacionista, fue organiza- do (1904) en lo que a Guinea y Sahara se refiere en dos unidades administrativas: Guinea Española y África Occidental Es- pañola, con sedes en Santa Isabel de Fer- nando Poo (hoy Malabo) y Cabo Juby. El interés económico del primero era esca- so y el del segundo (aparte de las pes- querías), meramente estratégico. Este panorama perduró hasta la des- colonización, en la segunda mitad del siglo XX. La única variación se refiere a la redistribución, en 1919, de las co- lonias alemanas al término de la Prime- ra Guerra Mundial. Convertidas en man- datos de la Sociedad de Naciones, ésta encomendó su administración, bien con- juntamente a Francia y al Reino Unido (Togo y Camerún), bien específicamen- te a esta última potencia (Tanganica), así como a Bélgica (Ruanda y Burundi) y a Suráfrica (África del S.O.). En 1936, Ita- lia completó la ocupación de Abisinia. En ese momento un solo país, Liberia, había logrado preservar su indepen- dencia en África. ■ 89 BERLÍN, 1884. EL REPARTO EL DESPOJO DE ÁFRICA Postal española de Guinea Ecuatorial en 1938, editada por Publicaciones Patrióticas. El modelo colonial español en África, centralizado y asimilacionista, se organizó en 1904. La presencia española en Guinea no fue efectiva en las islas hasta mediados del siglo XIX y en el continente, hasta el XX
  • 18. L a colonización europea afectó tan profundamente a los africa- nos que marcó el fin de una época y el advenimiento de otra nueva, cuyas consecuencias siguen gra- vitando hoy. El expansionismo europeo en Africa, iniciado por Portugal en el si- glo XV, terminaría transformando todos los aspectos de la vida de las sociedades africanas, incluidos los morales y reli- giosos, de forma que cuando se produ- ce la descolonización del continente, en la segunda mitad del siglo XX, los afri- canos han perdido casi totalmente su personalidad, obligados a abrazar la fe y las costumbres de los europeos. El discurso colonial puso el acento en la necesidad de cristianizar y “civilizar” a los negros africanos, cuyo grado de de- sarrollo fue considerado “inferior”, no sólo en los terrenos científico y técnico, sino en lo moral y, en general, en to- das las manifestaciones de sus culturas. Su arte fue tildado de “primitivo”; sus lenguas tachadas de “groseras” por ser ágrafas y, según los tratadistas colonia- les, incapaces de expresar un pensa- miento profundo; y sus comidas y demás hábitos no merecieron sino el desprecio más absoluto. El hecho de que apenas se vestían constituyó el ejemplo más cla- ro de ese “salvajismo”, sin que se tuvie- ra en cuenta el calor tropical; y, en fin, ciertas prácticas rituales, como la antro- pofagia practicada por algunas castas de determinados pueblos, se tomó como la quintaesencia de ese “primitivismo”. Mineros y peones forzosos La explotación económica de los terri- torios transformó profundamente los mo- dos de producción; en las zonas mineras –Congo Belga, Rhodesia y Suráfrica–, los africanos pasaron a ser mano de obra proletarizada en condiciones de semies- clavitud; en las regiones de explotación agrícola –Kenia, Rhodesia y Suráfrica–, los colonos europeos expulsaron a los africanos de las tierras más productivas, para confinarles en las menos fértiles, ge- neralmente mediante expropiaciones ma- sivas, siempre violentas, sin respetar la propiedad comunal de las tierras que los autóctonos venían cultivando, o utiliza- ban para pastos desde hacía siglos. Otra característica fue la introducción de nuevos cultivos, los que interesaban a los europeos, como el café, el cacao o el té, lo cual obligó a millones de afri- canos a abandonar sus cultivos alimen- ticios para priorizar el monocultivo. Y hay que destacar la explotación incon- trolada de la madera, terminando con los bosques tropicales en muchas regiones. Esto, unido a la caza indiscriminada, tu- vo como consecuencia el deterioro eco- lógico que padecen ahora extensas re- giones africanas, en las que se ha alte- rado de modo definitivo el equilibrio an- teriormente existente entre el bosque, los animales y los seres humanos. En general, los europeos intentaron reproducir en África los esquemas prac- ticados en América, donde se estable- cieron colonias de población, en per- juicio de los habitantes nativos. En la parte oriental y meridional del conti- nente, de clima más benigno, se con- centraron grandes núcleos de población de origen europeo, después de expul- sar a los africanos. Las masivas expro- piaciones de los kikuyo en Kenia, o las de los ndebele en Rhodesia (hoy Zim- babue), o las de xhonas y shotos y la lar- ga guerra contra los zulúes en Suráfrica, son episodios no superados, que aún condicionan la política de esos países. Esta política de asentamientos euro- peos fue seguida principalmente por los ingleses, un modelo colonial que dio lu- gar al “desarrollo separado”, de cuya práctica nacieron los regímenes racis- tas de Suráfrica y Rhodesia. Se trataba 90 DONATO NDONGO-BIDYOGO es periodista, autor de Historia y tragedia de Guinea Ecuatorial. Los europeos se repartieron las mejores tierras, impusieron trabajos forzados, combatieron las creencias religiosas y abolieron los usos sociales de los africanos. Donato Ndongo explica los diferentes sistemas de colonización, cuyo denominador común fue el desarraigo del propio africano JUEGO Nuevas reglas de
  • 19. de que los europeos dirigieran todos los aspectos de la vida económica, políti- ca y social, mientras los africanos eran relegados a ser la mano de obra. Potencias coloniales como Francia in- tentaron otro modelo, basado en la asi- milación de los africanos a los valores culturales, políticos, económicos y so- ciales de la metrópoli, representada por un gobernador omnipotente y por un escaso número de colonizadores, que también gozaban de todos los privile- gios. Aunque hubo una población blan- ca relativamente importante en Senegal o Costa de Marfil, el modelo francés –quizás por factores climáticos– trataba de colonizar sobre todo las mentes de los africanos, para lograr una unidad po- lítica y cultural con la Francia metropo- litana. En ese sentido, resulta revelador que hasta las independencias, los esco- lares de las colonias francesas estudia- ran libros de Historia en los que se ha- blaba de “sus ancestros, los galos”. Mestizaje luso, exclusión belga Esos dos modelos crearon escuela. Mientras Portugal acentuaba en sus te- rritorios el asimilacionismo francés, Bél- gica siguió en sus colonias del África central (Congo belga, Ruanda y Burun- di) el modelo anglosajón. La particula- ridad del Imperio portugués consistió en fomentar en sus territorios un verdade- ro mestizaje racial que, además, llevó a abolir todos los nombres africanos y sus- tituirlos por los propios. En el otro ex- tremo, Bélgica acentuó la discriminación racial y apenas promocionó a los afri- canos. Alemania, por su parte, tuvo un efímero Imperio: sus territorios –Togo, Camerún, Namibia y Tanganika– fueron repartidos entre Francia, Inglaterra y Su- ráfrica en el Tratado de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial; durante su breve ocupación colonial (1885-1918), siguió un modelo más pró- ximo al inglés. España, que mediante el Tratado de París de 1900 vio reducidos sus territo- rios negroafricanos a la pequeña exten- sión actual de Guinea Ecuatorial, prac- ticó una política mixta, y en cierto sen- tido contradictoria: tras muchos años de olvido, en los últimos tiempos de la co- lonización trató de hacer de la isla de Fernando Poo (hoy Bioco) una colonia de población y del enclave continental (Río Muni), una colonia de explotación. EL DESPOJO DE ÁFRICA 91 Anuncio de un jabón de afeitar alemán, en los años 30, en la página opuesta. Bajo estas líneas, un jefe bubi de la isla de Bioco y su esposa, en una clásica pose europea, en un daguerrotipo del vizconde de Sanjavier, realizado en la década de 1860 (Madrid Patrimonio Nacional).
  • 20. Todo ello, mezclado con un discurso pa- ternalista que en ciertos momentos pri- mó el asimilacionismo, sin dejar de prac- ticar la discriminación racial. Siguiendo el modelo organizativo portugués –y, en cierto modo, el francés–, España otorgó a sus colonias africanas el estatuto de “provincias”, en un intento de frenar el nacionalismo y eludir la independencia, integrando a los colonizados en las es- tructuras de la metrópoli. Si el racismo fue una consecuencia ló- gica del hecho colonial, la razón de ser misma del colonialismo era la explota- ción económica de los recursos natura- les de los territorios coloniales y la ex- pansión del comercio. La introducción de la moneda y de todo lo referente a las re- laciones mercantiles transformaron la mentalidad de los africanos, que hasta en- tonces venían rigiéndose por el trueque. Extraña mixtura A partir de la colonización, el africano descubrió valores como el lucro, el en- riquecimiento o la explotación, no siem- pre positivos; se empezaron a estable- cer las clases sociales, en función de la capacidad de adquisición de riquezas o de la cultura del colonizador. La mez- colanza de esos nuevos factores con las prácticas precoloniales dio lugar a una extraña mixtura, pues, en la actualidad, los africanos enriquecidos no invierten sus beneficios –bien o mal adquiridos–, como cabría esperar de una sociedad mercantilizada, sino que, en general, los dedican a la adquisición de bienes sun- tuarios, uno de los muchos factores que explican el subdesarrollo del continen- te. Un africano rico se distingue de uno pobre, sobre todo, por la cantidad de co- ches que posee, por la cantidad de bie- nes que consume y por el número de esposas y amantes que colecciona. El colonialismo proletarizó a un nú- mero importante de africanos. Pero no sólo a través de las empresas privadas, sino, también, de las obras públicas. La construcción de ferrocarriles, carreteras, edificios gubernamentales, e incluso de iglesias, escuelas y hospitales, se hizo mediante levas de mano de obra forza- da. Hubo, además, un trasiego continuo de trabajadores desde las zonas más po- bladas a las de menor índice demográ- fico, dentro de un mismo territorio co- lonial y entre diferentes colonias. España consiguió “poner en valor” la isla de Fernando Poo –especializada en el monocultivo del cacao– mediante la importación de mano de obra de Libe- ria, Sierra Leona y Nigeria, a través de convenios establecidos con Gran Breta- ña. La construcción del ferrocarril entre Dakar (Senegal) y Bamako (Malí), y el del Congo Francés, dio lugar a un gran trasvase de mano de obra forzada. No- velistas africanos, como el senegalés Sembeene Ousmane o el congoleño Em- manuel Dongala, han narrado con maes- tría esos episodios. Las condiciones la- borales de los trabajadores africanos en las obras públicas forjaron, además, a líderes sindicales africanos que deriva- ron hacia el nacionalismo radical, como el congolés Patrice Lumumba, el gui- neano (Conakry) Ahmed Sékou Touré y el keniano Tom Mboya. Al analizar las consecuencias del co- lonialismo en Africa, no puede dejar de mencionarse la drástica transformación habida en temas como la familia, la jus- ticia, el poder y las creencias. Los colo- nizadores se preocuparon especialmen- te de cambiar las mentalidades africanas, en su afán por imponer sus propios usos y costumbres. Las modificaciones más lla- mativas se refieren a la introducción del matrimonio monogámico, en detrimento de la poligamia, practicada en todo el Africa subsahariana, excepto en pueblos generalmente aislados, como los bubis de Fernando Poo –aunque ahora mismo también la hayan adoptado por influen- cia de los pueblos continentales–. Ente tradición y modernidad En África tradicional, el signo de rique- za más importante era el número de mu- jeres y de hijos. La virulencia con que el cristianismo combatió la poligamia, si bien no ha terminado con esa costumbre, sí ha influido decisivamente en la nue- va concepción de las relaciones de pa- reja, en el papel de la mujer en la socie- dad y en la visión de la familia en las so- ciedades actuales. Cada vez se va redu- ciendo más el concepto de familia, aun- que la mayoría de los africanos esté de acuerdo en preservar la noción tradicio- nal de la familia amplia, dadas sus ven- tajas en unas sociedades que carecen de protección social. La influencia de la religión cristiana es también muy evidente. Subvirtió el orden moral, al sustituir las creencias tradicio- nales por las judeo-cristianas, y conformó una nueva cosmovisión. El animismo fue suplantado por las confesiones cristianas, aunque el islamismo –y el fundamenta- lismo islámico– también avance entre las poblaciones sahelianas. Sin embargo, se observa que, en África, se produce un cierto sincretismo entre las religiones tra- dicionales y las introducidas por el co- lonialismo. O, lo que es lo mismo, el afri- cano no dispone de un claro asidero es- piritual en el cual apoyarse, dado que el colonialismo y sus consecuencias le pri- varon de sus creencias antiguas, sin que haya asumido totalmente las nuevas. De ahí la despersonificación actual, dado que el negroafricano se debate todavía entre la tradición y la modernidad. ■ 92 “La principal preocupación de los franceses es enseñar a la gente a leer y escribir”. Así rezaba el pie de esta fotografía propagandística. Francia aplicó un modelo asimilacionista en sus colonias.
  • 21. 93 L a expansión colonial suele apa- recer asociada a la revolución industrial y al espectacular de- sarrollo económico que expe- rimenta Europa durante el siglo XIX, al punto de que se suele considerar como una consecuencia casi inevitable de las nuevas necesidades de materias primas y de la ampliación de los mercados pa- ra unas manufacturas producidas en una escala inédita hasta entonces. Es posible que el proyecto colonial no hubiera podido llevarse a cabo, si Eu- ropa no hubiese dispuesto por aquellas fechas de las técnicas y de los recursos económicos que permitieron emprender la ocupación y la explotación en su pro- pio beneficio de un continente varias ve- ces superior en extensión. La coloniza- ción constituyó, a este respecto, un ob- jetivo capaz de movilizar todos los inte- reses, tanto públicos como privados, de las sociedades que lo adoptaron. Hombres de gobierno, industriales, fi- nancieros, científicos, escritores, perio- distas y hasta simples aventureros coin- cidieron en exaltar sus virtudes mila- grosas, gracias a las cuales los dividen- dos del colonizador parecían crecer al mismo tiempo que los beneficios para el colonizado. Enriquecerse haciendo el bien, ¿acaso podía dudarse de que, alumbrado este prodigio, la Europa del JOSÉ MARÍA RIDAO es embajador de España ante la UNESCO. EL DESPOJO DE ÁFRICA Para apropiarse de un territorio varias veces mayor que Europa, los colonizadores desarrollaron una teoría que veía en el africano a un irresponsable, al que no se podía aplicar el mismo derecho que al civilizado, e incapaz por tanto de poseer la titularidad de su tierra. José María Ridao analiza la ideología colonialista y su resistencia a desaparecer El continente SIN DUEÑO La desnudez africana como realce de la sofisticada cultura europea, en una fotografía de finales del siglo XIX.
  • 22. 94 siglo XIX se había instalado en un cír- culo virtuoso del que sería difícil que descabalgase? La idea de que el proyecto colonial favorecía a todas las partes involucra- das sólo podía prosperar sobre la base del silencio de los africanos, es decir, de que se le reconociese al colonizador la competencia y la autoridad para de- cidir cuáles eran las necesidades del co- lonizado. La desarticulación de las so- ciedades africanas, provocada por la per- sistencia de la trata negrera a lo largo de más de cuatro siglos, había recorrido un largo camino en esa dirección: las es- tructuras políticas del continente –las monarquías tradicionales, no muy dife- rentes de las que existían en Europa– se encontraban al borde del colapso, de- bilitadas por la guerra semiconstante, alentada por el comercio de esclavos. Los africanos, ausentes En estas condiciones, nada tiene de ex- traño que los africanos fueran los úni- cos ausentes, los únicos que no alcan- zaron a ser considerados como sujeto, y no como simple objeto, de una em- presa que alteraría su futuro durante ge- neraciones. Ni tampoco que, todavía hoy, la historia del colonialismo se siga escribiendo en un único sentido y des- de una sola perspectiva, incluso si el atropello y el drama humano que re- presentó es reconocido por la práctica totalidad de estudios y trabajos. Pero lograr el silencio de los africanos hasta el extremo de que los atroces su- frimientos que se les infligían encontra- sen una coartada, y más que una coar- tada, un esquema de pensamiento que los convirtiese en efecto menor de una gran empresa generosa y filantrópica, exigía poner a punto una mirada que reinterpretara desde su extensión hasta su pasado, desde su realidad política y social hasta la capacidad moral e inte- lectual de sus habitantes. Pocas veces se ha reparado en que el proyecto colonial no se llevó a cabo sobre una realidad ya establecida, sobre una noción de África con unas dimen- siones y una historia aceptadas con ge- neralidad y consagradas por el tiempo. Antes por el contrario, ese África so- bre la que se abatiría la monstruosa be- nevolencia de las metrópolis, se fue construyendo de acuerdo con las nece- sidades del dominio, y de ahí que los antecedentes inmediatos del colonialis- mo haya que buscarlos en las expedi- ciones científicas iniciadas bajo el em- puje del ideal ilustrado. El saber y la co- lonización se fueron perfilando como las dos caras de una misma moneda, puesto que se trataba de un saber diri- gido a fundamentar el dominio y, una vez alcanzado, a justificarlo. Para empezar, la misma dimensión geográfica de África, el concreto perfil de su extensión, no constituía un incontes- table dato de partida con el que los co- lonizadores estuviesen obligados a con- tar. Cuando, al relatar la historia del pe- riodo, se dice que la Conferencia de Ber- lín, convocada por el canciller Bismarck en 1885, consagró el reparto de África entre las principales potencias europeas, se suele pasar por alto un aspecto qui- zá más importante. Y es que, por sor- prendente que resulte, convalidó además unas fronteras y un modo de designar la totalidad del continente que se venía abriendo paso desde el Renacimiento. La expulsión del mundo clásico Como puso de manifiesto León el Afri- cano, en la Descripción que preparó en 1550 para el papa León X, la única re- gión que debía recibir con propiedad el nombre de África era la que se corres- pondía con la provincia homónima del Imperio Romano, limítrofe con Etiopía. Extender la designación a este último te- rritorio favorecía, según intuyó el autor de la Descripción, que una región que podía reivindicar con toda legitimidad su pertenencia al mundo clásico acaba- ra siendo expulsada de él. La razón se encontraba en que, deseosos de negar la herencia griega y latina de un Islam en guerra con el Papado y los reinos cristianos, los renacentistas italianos, y en general europeos, se esforzaron por crear la imagen de que era Etiopía el rei- no que mejor encarnaba la esencia de África, y no el vasto territorio –primero romanizado y luego islamizado– que se extiende entre los actuales Siria y Ma- rruecos, en el que todavía hoy es posi- ble contemplar algunas de las más so- berbias ruinas clásicas conservadas. En el momento de celebrarse la Con- ferencia de Berlín, el proceso que per- cibe León el Africano ha llegado mucho más lejos, al punto de que el nombre de África no sólo le conviene ya a Etiopía, sino también a la totalidad de los terri- torios que se extienden entre el Sáhara y el cabo de Buena Esperanza. Y en la medida en que se trata de territorios arrasados por el comercio de esclavos, considerarlos no ya como parte de Áfri- “Hamaca de viaje” es el nombre con el que se conocía al palanquín en que se desplazaba este funcionario británico en la colonia de Sierra Leona, en las primeras décadas del siglo XX. El dominio colonial se presentó como si se tratara de una empresa filantrópica, una desinteresada “misión civilizadora”
  • 23. 95 ca, sino como su corazón –según la ex- presión en boga entre los colonizado- res–, supone borrar cualquier vincula- ción de ese nombre con su remoto sig- nificado latino y dar carta de naturaleza a la idea de que África es el único con- tinente que nunca ha conocido la civili- zación, tanto por no haberse desarrolla- do sobre su suelo, como por no haber entrado en contacto con pueblos que dispusieran de ella. Ambas presunciones eran falsas. Por un lado, fue durante el siglo XIX, coin- cidiendo con los albores de la empresa colonial, cuando la civilización del Egip- to faraónico fue arrancada de su contexto africano y colocada en una suerte de lim- bo geográfico desde el que no compro- metiera ninguno de los relatos del pa- sado en los que necesitaba apoyarse el dominio. Por otro, los pueblos al sur del Sáhara llevaban en contacto con Portu- gal al menos desde mediados del siglo XV; y no sólo en las zonas costeras, co- mo se afirmó durante la Conferencia, puesto que desde Lisboa se impulsó un sistema de encomiendas similar al de América y se desencadenaron conflictos armados con reinos del África interior, como el que estalló con Monomatapa, en el actual Zimbabwe, a consecuencia de que su rey había abandonado el cris- tianismo para convertirse al Islam. Negar que África hubiera conocido la civilización convenía a la empresa co- lonial porque, de este modo, el dominio podía revestir los caracteres de una em- presa filantrópica, de una desinteresada “misión civilizadora”. La fórmula llegó a calar tan hondo en los espíritus de la épo- ca que el rey Leopoldo de Bélgica gozó de una fama de hombre magnánimo y desprendido durante la mayor parte de su reinado. Entre tanto, su búsqueda de ganancias estrictamente personales en el Congo se llevó a cabo mediante proce- dimientos cuya crueldad y resultados han sido comparados por algunos autores, co- mo Adam Hoschschild, con los del anti- semitismo europeo durante los años treinta y cuarenta del siglo XX. Antecedentes del nazismo Haciendo balance de los efectos de la “misión civilizadora” entre los coloniza- dos, la tunecina Sophie Bessis se llega a preguntar si del análisis de los méto- dos utilizados por las metrópolis contra las razas consideradas inferiores puede deducirse que el nazismo fue un fenó- meno singular o es más adecuado con- siderarlo como una continuación, como una transposición de las prácticas colo- niales al espacio geográfico europeo. Más allá de compartir la noción de ra- za como fundamento de unas determi- nadas políticas, la empresa colonial y los movimientos totalitarios de mediados del siglo XX coincidieron en el estableci- miento de un sistema jurídico en el que quebraba el principio de que la ley es igual para todos. Y no sólo en el plano interno, sino también en el internacio- nal. De esta manera, el derecho de gen- tes que servirá de fundamento a la Con- ferencia de Berlín deriva de la diferen- cia establecida por Lorimer y Von Listz entre los pueblos salvajes, bárbaros y ci- vilizados. Las normas que han de regir entre estos últimos son las que libre- mente pacten entre ellos, los tratados que tengan a bien acordar en virtud de su plena soberanía, puesto que, por ex- presarlo en palabras de Renan, consti- tuyen una especie de Senado del mun- do en el que ningún miembro puede go- zar de mayor consideración que otro. Por descontado, no ocurre lo mismo con las otras dos categorías de pueblos, hacia los que el Senado mundial de la civilización tiene una creciente respon- sabilidad y un poder cada vez más ili- mitado. Mientras que con los pueblos bárbaros era posible establecer acuerdos en aquellas materias sobre las que tu- vieran libre disposición sobre sí mismos, con los salvajes, los más retrasados en la escala de la civilización, el compor- tamiento de las metrópolis tan sólo de- bía ajustarse a los principios generales que inspiran el derecho humanitario. Bárbaros eran los pueblos árabes y asiá- ticos; salvajes, la totalidad de las pobla- ciones autóctonas de África. Entre las consecuencias de esta divi- sión de los pueblos y de las estructuras jurídicas que se hicieron depender de ella –verdadera clave de bóveda sobre la que se levantó el sistema internacional EL CONTINENTE SIN DUEÑO EL DESPOJO DE ÁFRICA El teniente Mizon guía a los nativos, que hacen suya la bandera de Francia, durante su expedición en África central en 1892. Ilustración publicada en Le Petit Journal, el 9 de julio de 1892.
  • 24. del colonialismo–, conviene destacar la relativa a la soberanía sobre el territorio. Al establecer que los pueblos salvajes no estaban en condiciones de disponer de sí mismos, lo que se venía soterrada- mente a sostener era que tampoco po- dían estarlo para tomar posesión efecti- va del suelo sobre el que se asentaban. Así, África se convirtió en una auténtica res nullius a efectos de los colonizado- res, en todo momento a merced de que cualquier sujeto internacional con capa- cidad completa, esto es, de que cualquier pueblo civilizado, llevase a cabo una apropiación conforme a las normas que las propias metrópolis habían instituido. La imagen de África como continente sin dueño se vio acentuada por la fiebre de aventuras que se apoderó de Europa, y que hizo que las hazañas de los explo- radores se presentasen como gestas sin parangón en la Historia. No se decía de ellos que habían logrado poner el pie donde nunca antes había pisado el hom- bre blanco –algo cuando menos dudo- so, a juzgar por la auténtica dimensión de la empresa imperial portuguesa–, si- no que habían logrado alcanzar lugares donde el ser humano jamás había esta- do. En realidad, se trataba de parajes y regiones que los africanos conocían so- bradamente, integrados en sus propias vidas y creencias, y en los que incluso ejercían de guías para los exploradores llegados de Europa. ¿Con ello no se les negaba implícitamente a los africanos la condición de seres humanos, o al menos una parte de esa condición, situándolos a medio camino entre el hombre y la bestia, como haría, por ejemplo, Edgar Rice Borroughs en su exitosa serie de no- velas sobre Tarzán? Berlín: negociar para no guerrear Si la conversión de África en una gigan- tesca res nullius facilitaba la tarea de po- ner en conexión la “misión civilizadora” y la ocupación de un territorio, la con- trapartida se encontraba en la tensión que el sistema podía generar entre las me- trópolis, embarcadas en una imparable carrera por ampliar sus dominios. La Con- ferencia de Berlín obedece al propósito de desactivar la carga desestabilizadora que la empresa colonial representaba pa- ra las potencias europeas: mejor llegar a un acuerdo entre pueblos civilizados, según correspondía al Senado del mun- do, que resolver las controversias recu- rriendo a la fuerza militar. El resultado de la Conferencia fue, así, una reproducción más o menos exacta del equilibrio político que se mantendría en Europa hasta el término de la Se- gunda Guerra Mundial. Francia, Ingla- terra y Alemania obtendrían la parte del león en el reparto; y ello sobre la base de reconocer a Bélgica sus posesiones en el Congo y reducir drásticamente las de España y Portugal en el golfo de Gui- nea y en la franja meridional del conti- nente, estableciendo un dominio britá- nico en los territorios que median en- tre el Atlántico y el Índico, entre las ac- tuales Angola y Mozambique. La mirada colonial sobre África se pro- longaría en las décadas posteriores. Cuando, terminada la Primera Guerra Mundial, las potencias vencedoras de- ciden privar a Alemania de los territo- rio obtenidos en la Conferencia de Ber- lín, su decisión no es la de concederles la independencia. Antes por el contrario, los colocan bajo la fórmula del manda- to, tomando como modelo el comple- mento de capacidad de los menores en el derecho civil. De acuerdo con la nue- va institución, los colonizados eran com- parados con criaturas a las que había que conducir, corrigiéndolas y ayudándolas, a través de lo que el Pacto de la Socie- dad de Naciones consideraría “las com- plejidades del mundo moderno”. El ca- rácter derogatorio de la fórmula apli- cada a las colonias africanas de Alema- nia se convertiría en abierta aberración cuando se decidió extenderla al Impe- rio Otomano, la otra potencia derrota- da en la Gran Guerra. Constantinopla, la capital de un Imperio musulmán que, históricamente, había sido gobernado desde Bagdad y Damasco, se transfor- mó repentinamente en metrópoli y, en correspondencia, el resto de los territo- rios del Islam, incluyendo Siria, Egipto o Arabia, en inusitadas colonias, a las que había que colocar bajo mandato de las potencias vencedoras. Lejos de haberse extinguido, la mira- da que Europa arrojó sobre África en la empresa colonial suele reaparecer con diversos ropajes. Buena parte de los ra- zonamientos que se emplean para fun- damentar la cooperación al desarrollo y la ayuda humanitaria parecen tomados del discurso colonial, y en concreto de la convicción de haber hallado un pro- cedimiento sorprendente, un auténtico prodigio por el que los dividendos del colonizador –del donante, en este caso– parecen crecer al mismo ritmo que los beneficios para el colonizado, el recep- tor. Por descontado, los métodos del hu- manitarismo nada tienen que ver con los del colonialismo, pero la coinci- dencia en algunos de sus presupuestos favorece la coincidencia en uno de sus más penosos resultados: la considera- ción de los africanos como permanen- tes menores de edad, como objetos, y no sujetos, incapaces de hacer frente a sus propios problemas. ■ 96 HOCHSCHILD, A., El fantasma del rey Leopol- do. Codicia, terror y heroísmo en el África colonial, Barcelona, Península, 2002. ILIFFE, J, África. Historia de un continente, Ma- drid, Cambridge University Press, 1998. 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