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Crónica:



Un mes antes de terminar el secundario tenía muy claro lo que iba a hacer. La idea era cursar una
carrera terciaria en un instituto Oberá, un instituto que para muchos es “una tomada de pelo”
Casi no pensaba en eso: tenía miedo de darme cuenta de que lo que planeaba no era lo mejor
para mí. Tenía miedo de enfrentarme a un mundo nuevo, a una ciudad nueva, a una actividad
nueva y completamente extraña para mí. Solo pensaba en refugiarme en mi hogar, en alejarme de
él lo menos posible, en mantenerme bajo la protección de mis papás, en hacerla fácil. No pensé,
hasta mucho tiempo después, cuando ya había terminado el colegio y los institutos iban cerrando
sus puertas, que si realmente me importaba mi futuro, tenía que tomarme las cosas en serio, y dar
todo mi potencial para recibirme en una universidad. Empezaron a aparecer las advertencias, los
consejos, las opiniones y las experiencias personales de mi familia, y también de mis amigos “Si
tenés la posibilidad de ir a una universidad hacelo, no la desperdicies”, “Fijate que el titulo terciario
no es lo mismo que el de grado, ¡en ese instituto no vas a aprender nada!” “Yo tengo una amiga
que estudio ahí y no le gustó” Decidí que hacer un esfuerzo, que al principio no parecía tan grande,
a la larga iba a obtener muchos más resultados que quedándome con “lo que tenía a mano”. Me
inscribí en una facultad de Posadas, y empecé las clases. Focalicé toda mi energía en hacer bien
todo lo que me iban pidiendo, pero esas energías murieron mucho más rápido de lo que pensé.
Como no contaba con los recursos para trasladarme a vivir a Posadas, viajaba todos los días. Ida y
vuelta. Ida y vuelta. Ida y vuelta. Cursaba de lunes a jueves. A veces tenía clases a la mañana y a la
tarde, o a la noche. Había lapsos de tiempo que quedaban vacíos entre clase y clase, pero no podía
volver a mi casa porque no me alcanzaba ni el tiempo ni la plata. Había horas que se me
superponían porque no podía cursarlas en otro horario, tenía que programar todo en torno a los
horarios de colectivo. Los mediodías eran lo más feo… Tiempo atrás a las doce llegaba a mi casa,
ingresaba al living sintiendo el aroma del almuerzo y veía a mi mamá en la cocina, terminando de
hacer un jugo, la mesa puesta y la comida lista para comer. Volver al hogar después de un día de
clases o de trabajo no tiene precio, llegar a tu casa y que te reciban tus seres queridos te ayuda a
reponerte y a seguir. Los mediodías se volvieron un momento de angustia, soledad y depresión.
Cuando podía ir a la casa de un pariente, lo hacía. Cuando no podía, me quedaba tirada en una
plaza. Esos días fueron terribles. Terminaba la clase y ya sentía un escalofrío de temor. Salíamos
afuera, mis compañeras preguntaban qué había para la tarde, íbamos caminando y en cada
cuadra se iban separando del grupo una a una. “-¿Estás segura que no querés venir a mi casa? Mis
viejos no tienen problema. - No, gracias, me quedo por acá nomás.” No voy a decir que nunca sentí
ganas de colgarme de cualquiera para no tener que quedarme, pero no podía. No podía ir a sus
casas porque la incomodidad de la situación iba a ser insoportable. Ir a comer “de arriba”, sin
avisar, siendo una desconocida, una persona que por lastima invitaste a tu casa, que está ahí
porque realmente no tiene a donde ir… no quería ser esa clase de visita. Esas cosas cruzaban por
mi mente todo el tiempo. Por eso prefería la plaza, donde no molestaba a nadie. Trataba de
tomarme con todo el humor posible la situación, me veía en la plaza sentada en un banco o en el
pasto, lugar en el cual en ese horario solo estaban los indigentes, los “linyeras”, y me daba risa.
Eso fue lo que me ayudo a resistir, al menos al principio. El humor fue una especie de mecanismo
de defensa, una forma de hacer más llevadera mi estancia en la capital, pero a veces ya no había
de que reírse. En mi interior era consciente de que no podía acostumbrarme a eso, de que tenía
que encontrar un lugar donde quedarme. ¿Qué pasaba si alguien intentaba robarme? ¿A quién iba
a recurrir? ¿Y mi salud…? ¿Y los tiempos? No podía seguir almorzando “chatarra”; comida “para
comer con las manos”. Las tareas aumentaban, tenía que leer, estudiar, y no encontraba el tiempo.
Un día no alcanzaba para hacer todo lo que tenía que hacer, de hecho apenas si podía cumplir con
mis necesidades vitales. Tenía que prepararme con tres horas de anticipación para llegar a tiempo
a la facultad. A veces el transito, o algún contratiempo me impedían llegar a horario a las clases. A
veces el colectivo que me llevaba a Posadas no tenía asientos para todos. En total, las cinco horas
de viaje de ida y vuelta a Posadas me agotaban más que la facultad en sí. Mientras intentaba
dormir en el colectivo, el remordimiento me atormentaba “Tendrías que estar leyendo los apuntes,
estás perdiendo el tiempo”. Llegaba a la terminal, me tomaba el quince. Caminaba unas cuadras y
llegaba a la facultad. Salía, caminaba unas cuadras, me tomaba el quince. Iba a la terminal, me
subía al colectivo y volvía a Oberá. Cuatro días a la semana. Los fines de semana descansaba y
hacía la tarea, los domingos a la noche me daban angustia. Otra vez Lunes, otra vez el viaje, la
gente, el tránsito, los apuros. Comenzaba a pensar “¿Hasta cuándo voy a aguantar esto? Cualquier
día de estos sufro un pico de estrés.” Como si hubiera sido poco todo el agotamiento y la presión
que estaba sufriendo, empecé a tener dificultades con el grupo. En la facultad los grupos no se
forman bajo las mismas normas que en la escuela. En la facultad un grupo se arma de acuerdo a
las cuestiones relativas a horarios en común, a domicilios, a la cercanía de la casa de esos
integrantes a la facultad. Yo estaba en desventaja, era la peor opción. Los trabajos grupales
comenzaron a ser individuales para mí. Empecé a sufrir la exclusión, una sensación muy fea.
Inclusive los profesores nos advertían que tuviésemos en cuenta estas cuestiones antes de hacer
un grupo, y mis compañeras me miraban de reojo. Cada vez era más difícil seguir, cada vez tenía
menos voluntad, menos ganas. “¿Para qué me esfuerzo tanto, qué sentido tiene?” Mi objetivo
empezaba a alejarse, a pesar menos, a desaparecer. Un día mi mamá me dijo que estaban
invirtiendo demasiado dinero en mis estudios y que necesitaban ayuda en casa, y esa fue la gota
que derramo el vaso. Me ví obligada a dejar mis estudios, pero en parte, y a suerte mía, fue un
alivio.

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  • 1. Crónica: Un mes antes de terminar el secundario tenía muy claro lo que iba a hacer. La idea era cursar una carrera terciaria en un instituto Oberá, un instituto que para muchos es “una tomada de pelo” Casi no pensaba en eso: tenía miedo de darme cuenta de que lo que planeaba no era lo mejor para mí. Tenía miedo de enfrentarme a un mundo nuevo, a una ciudad nueva, a una actividad nueva y completamente extraña para mí. Solo pensaba en refugiarme en mi hogar, en alejarme de él lo menos posible, en mantenerme bajo la protección de mis papás, en hacerla fácil. No pensé, hasta mucho tiempo después, cuando ya había terminado el colegio y los institutos iban cerrando sus puertas, que si realmente me importaba mi futuro, tenía que tomarme las cosas en serio, y dar todo mi potencial para recibirme en una universidad. Empezaron a aparecer las advertencias, los consejos, las opiniones y las experiencias personales de mi familia, y también de mis amigos “Si tenés la posibilidad de ir a una universidad hacelo, no la desperdicies”, “Fijate que el titulo terciario no es lo mismo que el de grado, ¡en ese instituto no vas a aprender nada!” “Yo tengo una amiga que estudio ahí y no le gustó” Decidí que hacer un esfuerzo, que al principio no parecía tan grande, a la larga iba a obtener muchos más resultados que quedándome con “lo que tenía a mano”. Me inscribí en una facultad de Posadas, y empecé las clases. Focalicé toda mi energía en hacer bien todo lo que me iban pidiendo, pero esas energías murieron mucho más rápido de lo que pensé. Como no contaba con los recursos para trasladarme a vivir a Posadas, viajaba todos los días. Ida y vuelta. Ida y vuelta. Ida y vuelta. Cursaba de lunes a jueves. A veces tenía clases a la mañana y a la tarde, o a la noche. Había lapsos de tiempo que quedaban vacíos entre clase y clase, pero no podía volver a mi casa porque no me alcanzaba ni el tiempo ni la plata. Había horas que se me superponían porque no podía cursarlas en otro horario, tenía que programar todo en torno a los horarios de colectivo. Los mediodías eran lo más feo… Tiempo atrás a las doce llegaba a mi casa, ingresaba al living sintiendo el aroma del almuerzo y veía a mi mamá en la cocina, terminando de hacer un jugo, la mesa puesta y la comida lista para comer. Volver al hogar después de un día de clases o de trabajo no tiene precio, llegar a tu casa y que te reciban tus seres queridos te ayuda a reponerte y a seguir. Los mediodías se volvieron un momento de angustia, soledad y depresión. Cuando podía ir a la casa de un pariente, lo hacía. Cuando no podía, me quedaba tirada en una plaza. Esos días fueron terribles. Terminaba la clase y ya sentía un escalofrío de temor. Salíamos afuera, mis compañeras preguntaban qué había para la tarde, íbamos caminando y en cada cuadra se iban separando del grupo una a una. “-¿Estás segura que no querés venir a mi casa? Mis viejos no tienen problema. - No, gracias, me quedo por acá nomás.” No voy a decir que nunca sentí ganas de colgarme de cualquiera para no tener que quedarme, pero no podía. No podía ir a sus casas porque la incomodidad de la situación iba a ser insoportable. Ir a comer “de arriba”, sin avisar, siendo una desconocida, una persona que por lastima invitaste a tu casa, que está ahí porque realmente no tiene a donde ir… no quería ser esa clase de visita. Esas cosas cruzaban por mi mente todo el tiempo. Por eso prefería la plaza, donde no molestaba a nadie. Trataba de tomarme con todo el humor posible la situación, me veía en la plaza sentada en un banco o en el pasto, lugar en el cual en ese horario solo estaban los indigentes, los “linyeras”, y me daba risa.
  • 2. Eso fue lo que me ayudo a resistir, al menos al principio. El humor fue una especie de mecanismo de defensa, una forma de hacer más llevadera mi estancia en la capital, pero a veces ya no había de que reírse. En mi interior era consciente de que no podía acostumbrarme a eso, de que tenía que encontrar un lugar donde quedarme. ¿Qué pasaba si alguien intentaba robarme? ¿A quién iba a recurrir? ¿Y mi salud…? ¿Y los tiempos? No podía seguir almorzando “chatarra”; comida “para comer con las manos”. Las tareas aumentaban, tenía que leer, estudiar, y no encontraba el tiempo. Un día no alcanzaba para hacer todo lo que tenía que hacer, de hecho apenas si podía cumplir con mis necesidades vitales. Tenía que prepararme con tres horas de anticipación para llegar a tiempo a la facultad. A veces el transito, o algún contratiempo me impedían llegar a horario a las clases. A veces el colectivo que me llevaba a Posadas no tenía asientos para todos. En total, las cinco horas de viaje de ida y vuelta a Posadas me agotaban más que la facultad en sí. Mientras intentaba dormir en el colectivo, el remordimiento me atormentaba “Tendrías que estar leyendo los apuntes, estás perdiendo el tiempo”. Llegaba a la terminal, me tomaba el quince. Caminaba unas cuadras y llegaba a la facultad. Salía, caminaba unas cuadras, me tomaba el quince. Iba a la terminal, me subía al colectivo y volvía a Oberá. Cuatro días a la semana. Los fines de semana descansaba y hacía la tarea, los domingos a la noche me daban angustia. Otra vez Lunes, otra vez el viaje, la gente, el tránsito, los apuros. Comenzaba a pensar “¿Hasta cuándo voy a aguantar esto? Cualquier día de estos sufro un pico de estrés.” Como si hubiera sido poco todo el agotamiento y la presión que estaba sufriendo, empecé a tener dificultades con el grupo. En la facultad los grupos no se forman bajo las mismas normas que en la escuela. En la facultad un grupo se arma de acuerdo a las cuestiones relativas a horarios en común, a domicilios, a la cercanía de la casa de esos integrantes a la facultad. Yo estaba en desventaja, era la peor opción. Los trabajos grupales comenzaron a ser individuales para mí. Empecé a sufrir la exclusión, una sensación muy fea. Inclusive los profesores nos advertían que tuviésemos en cuenta estas cuestiones antes de hacer un grupo, y mis compañeras me miraban de reojo. Cada vez era más difícil seguir, cada vez tenía menos voluntad, menos ganas. “¿Para qué me esfuerzo tanto, qué sentido tiene?” Mi objetivo empezaba a alejarse, a pesar menos, a desaparecer. Un día mi mamá me dijo que estaban invirtiendo demasiado dinero en mis estudios y que necesitaban ayuda en casa, y esa fue la gota que derramo el vaso. Me ví obligada a dejar mis estudios, pero en parte, y a suerte mía, fue un alivio.