El documento contiene extractos de varios capítulos de una novela. En el primer extracto, un personaje saca tortugas de un saquito y las deja en el camino. En el segundo, se describe la afición de un perro llamado Aquiles por las fresas. En el tercer extracto, se mencionan elementos que componen el té de la tarde, como pasteles, tostadas y una tetera humeante.
2. Al rato embutió la flauta en su atiborrado
bolsillo, me miró reflexionando un
momento y a renglón seguido descolgóse
del hombro un saquito, lo abrió y, para mi
deleite y asombro, sembró media docena
de tortugas por el polvo del camino. Sus
conchas estaban pulimentadas con aceite,
y no se sabe cómo había conseguido
adornar sus patitas delanteras con lacitos
rojos.
(Cap. 4)
3. Pero la fruta que más le gustaba a
Aquiles eran las fresas. Sólo con
verlas se ponía auténticamente
histérica, bamboleándose de un
lado a otro, torciendo la cabeza por
ver si se le iba a dar alguna,
mirándonos suplicante con sus
ojillos de botón.
Capítulo 4
(Cap. 4)
4. Llegaba entonces el té, con los pasteles
aposentados sobre almohadones de crema,
las tostadas envueltas en mantequilla
derretida, las relucientes tazas, y un tenue
hilillo de vapor escapándose del pitorro de la
tetera.
Capítulo 6
5. Nos tumbamos a comer en
la playa. Al descorchar el
vino al final de la cena y
como a una señal convenida,
unas cuantas luciérnagas
aparecieron sobre los olivos
a nuestra espalda, especie
de obertura del espectáculo.
Capítulo 10
6. La casa del cónsul estaba situada
en el laberinto de callejuelas
estrechas y malolientes que
componían la judería de la
población. Era un barrio
fascinante de recovecos
empedrados llenos de puestos
rebosantes de telas multicolores,
montañas de dulces relucientes,
objetos de plata martillada, frutas
y verdura.
Capítulo 10
7. Por el arrayán circulaban
cimbreándose levemente las
mantis: ligeras, cuidadosas, la
quintaesencia del mal. Eran flacas
y verdes, con rostros sin mentón
y monstruosos ojos globulares de
un dorado grisáceo, ojos con una
expresión de intensa, agresiva
locura. Los torcidos brazos, con
sus orlas de dientes afilados, se
elevaban hacia el mundo de los
insectos en falso ademán de
súplica tan humilde, tan
fervorosa, con un leve temblor si
una mariposa volaba demasiado
cerca.
(Cap. 10)
8. Aquella noche la fosforescencia
era especialmente intensa.
Bastaba con pasear la mano por
el agua para producir una ancha
cinta verdidorada a lo largo del
mar, y al zambullirse la sensación
era la de arrojarse en un helado
horno de luz. Cuando salimos, el
agua que nos chorreaba emitía un
resplandor de fuego.
Capítulo 10
9. Tendido con los brazos abiertos
sobre el agua tersa, cara al cielo,
sin más que un leve movimiento
de manos y pies para
mantenerme a flote,
contemplaba la Vía Láctea
extendida a través del
firmamento como un echarpe de
gasa, y me preguntaba cuántas
estrellas contendría.
Capítulo 10
10. El mar mostraba ya la calma de la
aurora y por levante el horizonte
se teñía de rojo cuando salimos
bostezando a la puerta principal y
el último coche se alejó
renqueando por el camino. Ya en
la cama con Roger a mis pies, un
cachorrito a cada lado y Ulises
todo hueco sobre la galería, vi por
la ventana cómo el rojo se
extendía sobre la copa del olivo,
apagando las estrellas una a una
Capítulo 11