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Dejé a Thomas al día siguiente de cumplir treinta
años.
  Con el corazón dividido en dos. Como siempre.
  Puedo multiplicarme. La cuestión no es ésa.
Hay mucho amor en mí.
  Pero no puedo dividirme. Y no me gustaba su
manera de mirarte. Su manera de no mirarte.




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    Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
En el piso de la calle de Jules-Bourdais hay un
largo pasillo con parqué. Nuestra habitación está a
la derecha. La de los papás a la izquierda. Entre las
dos, un armario empotrado. Un día encerraste en
él a Mamá. La manija exterior de la puerta se había
caído, en el interior no había manija. Mamá man-
tuvo la calma. Consiguió salir gracias a una lima
de uñas que encontró en el bolsillo de un traje de
Papá. No dejó de hablarte a través de la puerta.
Pero de todas formas lloraste mucho.
    En el salón hay un sofá azul de terciopelo con
flecos. Allí me tomo el biberón de chocolate con leche
el domingo por la tarde, cuando volvemos del picnic
en Chantilly. Más tarde él irá a la avenida Wagram,
y yo, sentada en el sofá, veré Barrio Sésamo cuando
me toque la semana de tele en blanco y negro y a ti
la semana de tele en color. Porque, evidentemente,
cuando Papá compre la tele nueva, con mando a
distancia, los dos querremos ver en ella nuestros
programas favoritos. Papá zanjará la cuestión. Una

                                                    9

     Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
semana cada uno. Una semana Cifras y letras en
color para ti. Una semana en blanco y negro. Una
semana Barrio Sésamo en color para mí. Una
semana en blanco y negro.
   Papá nos inculcó muy pronto el sentido de la
justicia. Nunca habrá celos entre nosotros.
   La cocina de la calle Jules-Bourdais da al patio.
Hay un descansillo y una escalera de hierro. Mamá
arroja monedas de cinco francos envueltas en papel
de aluminio cuando el organillero pasa por nues-
tra casa.
   A mí no me gustan los petits suisses. Tú adoras
los yogures.
   El domingo por la mañana despertamos a los
papás y «hacemos el cafre» sobre su cama. Significa
que hacemos el loco. Mamá lo llama «hacer el cafre».
Tú te ríes a carcajadas mientras me persigues a
gatas, y me encanta cuando te ríes. Hay una foto
nuestra que lo atestigua. Tal vez por eso me acuerdo
tan bien. Porque no tendré más de dos años.

Tu cama está en diagonal a la mía. Me gusta
pasarme a ella y dormir contigo. La sensación de
quietud, de seguridad, que experimento cuando
estamos pegados el uno al otro me acompañará
durante largos años. Tendida a tu lado, me pare-
cía que nada podía ocurrirme. Ya podía hacerse
de noche, que no corría ningún riesgo, porque
tú estabas allí.

10

     Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
No me gustó la época en que cada uno tuvo su
habitación.
    En tu mesilla de noche, el tocadiscos naranja
vomita a Claude François y Joe Dassin.
    Ya estamos acostados cuando Papá vuelve de la
oficina. Pero aún seguimos despiertos. Lo espera-
mos para escuchar un cuento. Caperucita Roja,
Ricitos de Oro, Tinouf. Nos los sabemos todos de
memoria. Aunque no los lea e introduzca cambios
cada noche, conocemos hasta la menor variante.
Tú tienes una vocecita muy aguda y gritas las pala-
bras adecuadas cuando Papá se desvía de la ver-
sión de la víspera. «¡El lobo, el lobo, el lobo!» Nos
encanta cuando el lobo devora a la abuelita. Yo
repito todo lo que dices. «¡El lobo, el lobo, el lobo!»
    «¡El lobo, el lobo, el lobo!» Papá hace chitón al
cerrar de nuevo la puerta. Pero detrás de su dedo,
sonríe.
    Tinouf crece de golpe durante la noche. Al día
siguiente ninguno de sus trajes le sirve y su madre
tiene que comprarle otros. Entonces lo lleva al
CCC, en el bulevar Haussmann. Cada vez que pasa-
mos por delante en coche con Papá y Mamá, pegas
la cara a la ventanilla y gritas: «¡Es la casa de Tinouf,
es la casa de Tinouf!».




                                                      11

     Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
Haces los deberes en el secreter del salón. Mamá
te grita. Mamá llora. No sé por qué. Creo que dice
que no lo consigues. ¿Qué es lo que no consigues?
Pareces tan aplicado... tan concienzudo... Estás tan
guapo...
    No te veo en la escuela Bernard-Palissy. Y sin
embargo tuvimos que estar en la misma clase
durante un curso por lo menos. En fin, en la misma
aula, tú en quinto de primaria y yo en tercero. Lle-
vabas algo de retraso. En medio, también geográ-
ficamente, cuarto de primaria. Una proeza de la
señorita Rivaillé. Una escuela a la antigua, como
en el campo. Tres niveles a la vez. Y yo que me tengo
que subir a la tarima cada vez que Mamá me hace
un vestido nuevo. Porque Mamá es modista y siem-
pre voy vestida como una niña modelo.
    No sé si eso me gusta. Subir a la tarima. Sin
embargo, tal vez sobre esas tablas nacieron mi sen-
tido de la representación y mi capacidad para inter-
pretar papeles.

                                                  13

    Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
Mi mejor amigo se llama Mathieu. Es muy rubio,
muy pijo. Chaleco verde abeto y bermudas azul
marino o de cuadros escoceses. Vive justo enfrente
de la escuela. A mí me parece que tiene suerte, por-
que va y vuelve solo. Como una persona mayor.
Tiene una hermanita que se llama Juliette y que se
come a su hermano con los ojos. Lo encuentro nor-
mal. También yo me como a mi hermano con los
ojos.
    ¿Qué día de la semana vamos al logopeda? Ya
no lo sé. Pero creo que es en el Trocadéro. Y yo
aún no voy a la escuela Bernard-Palissy. Hay una
amplia sala de espera, con una gran mesa baja en el
centro. Me meto debajo mientras tú estás en la con-
sulta de la señorita Cognani. Me gusta mucho tener
algo por encima de la cabeza. Como a los gatos. No
sé por qué estamos allí. Mamá dice que aprendes a
hablar, lo que me parece raro, porque no tenemos
dificultad en entendernos los dos.
    Mamá es guapa. Qué guapa es. Muy morena. Los
ojos muy negros, muy grandes. Me gusta su sonrisa.
Cuando me sonríe, me acaricia. Tiene treinta y seis
años. En todo caso, eso es lo que creo, y siempre le
digo lo mismo: «Mamá, para mí siempre tendrás
treinta y seis años». Cuando yo aún no había cum-
plido dos años, ella tenía treinta y seis. Algo debió de
pasar en ese momento para que el tiempo se detu-
viera.


14

     Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
Vamos en bicicleta por el Bois de Boulogne. La
tuya es blanca y grande. Yo aún llevo los ruedines.
Vas detrás de mí y quieres adelantarme. Al hacerlo,
te enganchas con mi manillar y caigo de cabeza.
Volvemos a casa a toda prisa. No sé si estás triste
por haberme hecho caer. Estoy tumbada en el
asiento trasero del R16 de Papá. Digo que tengo
un velo delante de los ojos. A Mamá le entra el
pánico. Vamos al hospital. En la sala de espera, un
enfermero me hace muecas cada vez que pasa por
delante de mí. No tengo ganas de reír. Me duele la
cabeza. Me hacen una radiografía del cráneo. No
tengo nada. Al salir de urgencias, vomito. Regre-
samos al hospital. Vuelven a hacerme una radio-
grafía. Sigo sin tener nada, un buen chichón a lo
sumo. No sé dónde te has metido. ¿En casa de tita
Binou y tito Gaby? No lo recuerdo. Pero ¿cómo
han podido dejarte allí antes de ir al hospital? No;
forzosamente estás con nosotros. Sin embargo,
tengo un velo delante de los ojos. En la memoria.

                                                 15

    Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
No me has hecho caer adrede. No tiene nada que
ver contigo. No creo que te riñeran.
   Tú vas al hospital con mucha más frecuencia
que yo. Y nunca te acompaño.

Cuando Papá y Mamá van al cine, piden a «Abue-
lita» Helme que venga a cuidarnos. No me cae bien.
Es vieja y enorme. Huele mal. Para saber si dormi-
mos, entra en nuestra habitación y enciende la luz.
Eso nos despierta. No me cae bien.
    Vive en una especie de buhardilla en el otro edi-
ficio de la calle Jules-Bourdais, en el séptimo piso.
A veces me cuida allí, sin ti. Tal vez cuando Mamá
no quiere llevarme contigo a casa de la señorita
Cognani. O cuando Mamá y tú vais al hospital. No
me gusta estar sola con Abuelita Helme. Los aseos
están en el rellano. Cuando necesito ir al baño,
viene conmigo y me sujeta en alto por encima del
váter para que no toque la taza. Odio eso, lo odio,
lo odio.




16

     Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
Nos mudamos. No muy lejos. La primera vez que
Mamá nos lleva al piso nuevo, está completamente
vacío y da la impresión de que es enorme. Es verdad
si lo comparas con el de la calle Jules-Bourdais.
Hacemos carreras por los largos pasillos que lle-
van a la cocina. Nos escondemos en los inmensos
armarios empotrados. Cabemos de sobra. En el
suelo, en el centro de una de las habitaciones, hay
un gran teléfono negro, muy pesado, con monto-
nes de botones, un teléfono de médico. El que
vivía allí antes debió de olvidarlo al marcharse. Me
encantan los teléfonos. Nunca había visto ninguno
como ése. Intento llamar a Giscard d’Estaing. Antes
llamaba a Pompidou, pero ahora está muerto. Ese
día nos reímos mucho y hacemos mucho ruido.
Es un día en que Mamá está muy feliz.
    Después vuelve el silencio. Me acerco a mi sép-
timo cumpleaños.
    Ahora tengo mi propia habitación, rosa, con
una bonita cama de chica mayor. Un gran escrito-

                                                 17

    Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
rio para hacer mis deberes, un gran armario. Tu
cuarto es azul, y está al otro lado del piso, en el
extremo opuesto al mío. Kilómetros de pasillo nos
separan. Empiezo a echarte de menos.
    También empiezo a tener mucho miedo en mi
bonito dormitorio rosa. Sobre todo cuando, el
sábado por la tarde, veo Espacio: 1999 en la tele.
En color o en blanco y negro, tanto da. Por la noche
acecho los tentáculos de pulpos intersiderales incli-
nándome bruscamente para mirar debajo de la
cama. Pero no me atrevo a levantarme para desa-
lojar a los monstruos extraterrestres ocultos detrás
de las cortinas. Detrás de las cortinas debe de estar
el vacío cósmico.
    Me he fabricado una pequeña linterna con una
pila plana y una minúscula bombilla sujeta a los
bornes con una goma. Leo a escondidas para retra-
sar el momento de dormir. Lo hago desde que tene-
mos cada uno nuestro cuarto. Papá ya no nos
cuenta cuentos. Caperucita Roja, Ricitos de Oro y
Tinouf también tienen cada uno su habitación,
y estoy segura de que se aburren. Como yo. Mi
pequeña linterna me tranquiliza, pero no eres tú.
Como tampoco lo es la luz del pasillo que Mamá
deja encendida hasta que me duerma y que Papá
apaga después de darme el beso de buenas noches.
    No volveremos a ver a Abuelita Helme. Tanto
mejor. No me caía bien.


18

     Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
Mamá lava los platos en el fregadero. El agua corre
suavemente y la espuma del lavavajillas se hincha
cada vez más. Voy a soplar para que salga volando.
Hay un cazo de leche al fuego.
   Estoy de pie al lado de Mamá, pero soy dema-
siado bajita y no veo el fregadero. Sólo veo la ven-
tana que hay encima, y el cielo y el perfil de Mamá.
Y el montículo de espuma. Me habla. Como a una
persona mayor, es lo que dice. Ahora ya tengo uso de
razón. También dice que tú no eres como los otros
niños, que estás enfermo y que necesitas que se ocu-
pen más de ti. Yo creo que estás resfriado, como yo
a veces, y que harán venir al doctor Viterbo, y él te
curará. A mí me cura bien, aunque me niegue a
quitarme los pantalones cuando quiere auscultarme.
Eso le hace reír mucho. Así que no pasa nada.
   –No pasa nada, ¿verdad, Mamá? No pasa nada.
Se curará, ¿no?
   ¿Por qué ya no oigo correr el agua? ¿Por qué ya
no oigo el ruido de la leche que hierve en el cazo?

                                                  19

    Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
Mamá me explica que no tienes un resfriado,
sino una enfermedad que no se cura. Que siem-
pre estarás igual, y que siempre nos necesitarás,
mucho más que los otros niños, mucho más que yo.
Que hay que ser muy amable contigo. Que habrá
que cuidarte bien, siempre. Yo lo único que
retengo es que no te curarás. Que, por tanto, no
eres un héroe, mi héroe, mi hermano mayor que
me da seguridad, que es digno de admiración,
que me tranquiliza cuando tengo miedo de la
oscuridad y de los pulpos marcianos. Mi héroe, en
quien no he notado que las palabras chocan con-
tra sus labios, en cuyo caótico caminar no he repa-
rado, ni tampoco en los retrasos acumulados. No
he visto nada de todo eso, nunca, cegada como
estaba por una admiración inmensa. Mi hermano
adorado. La espuma del lavavajillas se hunde brus-
camente. La leche se ha derramado por el borde
del cazo. Y yo estoy como ella. Quemada. Rebo-
sada. Desbordada.
    No es posible algo semejante. Mamá se equi-
voca. No puedo dejar de quererte. El mundo no
puede derrumbarse así. ¿Por qué abrirme los ojos
a todo eso?
    No obstante, me veo obligada a admitir que las
madres nunca se equivocan, puesto que a partir de
ese momento pienso en la muerte casi todas las
noches. Y en el fin del mundo. Aún ignoro que a
eso se le llama angustia. Lo sabré mucho más tarde.

20

     Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
Pero ahí empieza. Cuando tus alas se rompen. Y
mis sueños con ellas. Tengo visiones apocalípticas
de la Tierra que explota. Y de la nada. Todo desa-
parece para siempre entre las llamas y el caos. Nadie
ve nada. Me lo guardo todo para mí. Bien oculto.
Y voy a tratar de ser muy afectuosa. No dejo de
quererte. Al contrario.
   Pero ya no es como antes.

Vamos a la escuela juntos. Tomamos la calle Gus-
tave-Doré, pasamos frente a la casa de la señorita
Cée, mi profesora de piano. Me gusta mucho ir a la
escuela contigo. Como personas mayores. Con
nuestras grandes mochilas al hombro. Charlamos
tranquilamente. Nos reímos. Todavía te veo como
a mi protector, pese a todo. Sin duda estoy apren-
diendo a reprimir.
   –¿Y cuánto son dos mil trescientos veinticua-
tro multiplicado por dos?
   Reflexionas dos minutos sonriendo.
   –Cuatro mil seiscientos cuarenta y ocho.
   –¿Y...?
   Doblamos la esquina del bulevar Pereire, delante
del trenecito. Los niños que hacen skating en la
plaza Eugène-Flachat atraen mi mirada. Hacen
mucho ruido. No me gusta pasar por allí. Porque
en la plaza Eugène-Flachat los chiquillos de la
escuela, los que hacen skating, mayores que yo,
menores que tú, se burlan señalándote con el

                                                  21

    Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
dedo y gritan: «Mira, ahí va el loco». Nos pegamos
un poco más a la verja de la vía férrea.
   –¿Y cuatro mil seiscientos cuarenta y ocho mul-
tiplicado por tres?
   Podría preguntarte si sabes lo que es un loco.
Porque para mí no significa gran cosa. Pero me
doy perfecta cuenta de que es algo malo y que hace
daño. También me doy cuenta de que los papeles
están cambiando cuando crece en mi interior un
odio feroz hacia aquellos críos. Y ese sorprendente
rechazo aflorará en mí siempre que te sienta en
peligro.
   En la Bernard-Palissy sólo tienes una amiga. Se
llama Léna. Su verdadero nombre es Hélène, pero
nunca la llaman así. No le gusta. Nunca le gustará.
Y para nosotros siempre será Léna, incluso hoy.
   Ella jamás te tilda de loco como los niños de la
plaza Eugène-Flachat. Os entendéis bien. También
se hace amiga mía. Su madre se hace amiga de
Mamá. Su padre, de Papá. Tiene una hermanita
pequeña, Cécile, que tiene el pelo rubio y muy
rizado. Con frecuencia está de morros en el coche-
cito. Sólo tú consigues hacerla sonreír. Cécile y yo
nos volveremos inseparables, pero dentro de unos
años. Ninguno de ellos parece pensar que no eres
como los demás niños. Con ellos es como estar en
casa.
   Al volver de la escuela, jugamos al escondite con
Léna detrás de las columnas de la calle Alfred-Roll.

22

     Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
Cécile es demasiado pequeña. Nos mira sentada
en su cochecito de rayas azules y blancas. El miér-
coles por la tarde merendamos hasta reventar en la
cocina de la avenida Wagram. Tú te echas seis terro-
nes de azúcar en el Nesquik. Eso intriga mucho a
Léna. Yo no soporto las migajas de pastel o de crua-
sán que flotan en mi tazón. También eso intriga
mucho a Léna. Nos lo pasamos pipa. Celebramos
todos los cumpleaños juntos.
   Nunca nos hemos separado.

En casa, cuando hemos terminado los deberes, juga-
mos a la escuela. Nuestra clase está instalada en tu
habitación, debajo de tu escritorio. Sigue gustán-
dome tener algo por encima de la cabeza. Como a
los gatos. Tú siempre eres el maestro, y los ositos de
peluche y yo tus alumnos. Tenemos una pizarra de
verdad con tizas de verdad, de todos los colores. Tú
borras la pizarra con el dorso de la mano, que siem-
pre está multicolor. Y tu ropa también. El osito ama-
rillo de suéter verde es un negado y sueles gritarle.
Como Mamá a ti. Conmigo, aparentemente, la cosa
va bien. Nunca me castigas. Tengo la impresión de
ser tu ojito derecho, y estoy encantada. De todas
formas, si eres malo conmigo, como buena arpía
que soy, se lo digo a Mamá y, por una vez, eres tú
quien las pasa moradas. Todas las hermanas peque-
ñas son así, ¿no? Tú eres especialmente afectuoso
como hermano. Nunca te chivas.

                                                   23

     Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
En casa estamos tranquilos. Todo va bien. Juga-
mos juntos con frecuencia. El domingo por la
mañana esperamos a que Papá se levante para ins-
talar el tren eléctrico en la mesa del comedor. Ni
hablar de hacer ruido antes. A veces Papá conecta
el magnetófono y nos graba. Yo «juego» a la locu-
tora. Hago el loco. Canto. Desafino como un gallo.
Tú hablas despacio, pausadamente. Buscas un poco
las palabras. Con tu débil vocecita. Las palabras no
te salen con naturalidad. Y te causan problemas.
    Aporreas algunas notas en un piano pequeñito
que tenemos. Tocas bien. Con un solo dedo. Dans
Paris, en vélo, on dépasse les autos. En vélo, dans Paris,
on dépasse les taxis... Tienes sentido del ritmo. Siem-
pre te ha gustado la música.
    Sin embargo, cuando Papá quiere enseñarte los
rudimentos del piano, te encierras en ti mismo.
Como si supieras que no conseguirás llegar más
allá. Más allá de esa breve melodía aporreada con
un solo dedo.




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     Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones

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Recuerdos de infancia con mi hermano

  • 1. Dejé a Thomas al día siguiente de cumplir treinta años. Con el corazón dividido en dos. Como siempre. Puedo multiplicarme. La cuestión no es ésa. Hay mucho amor en mí. Pero no puedo dividirme. Y no me gustaba su manera de mirarte. Su manera de no mirarte. 7 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 2.
  • 3. En el piso de la calle de Jules-Bourdais hay un largo pasillo con parqué. Nuestra habitación está a la derecha. La de los papás a la izquierda. Entre las dos, un armario empotrado. Un día encerraste en él a Mamá. La manija exterior de la puerta se había caído, en el interior no había manija. Mamá man- tuvo la calma. Consiguió salir gracias a una lima de uñas que encontró en el bolsillo de un traje de Papá. No dejó de hablarte a través de la puerta. Pero de todas formas lloraste mucho. En el salón hay un sofá azul de terciopelo con flecos. Allí me tomo el biberón de chocolate con leche el domingo por la tarde, cuando volvemos del picnic en Chantilly. Más tarde él irá a la avenida Wagram, y yo, sentada en el sofá, veré Barrio Sésamo cuando me toque la semana de tele en blanco y negro y a ti la semana de tele en color. Porque, evidentemente, cuando Papá compre la tele nueva, con mando a distancia, los dos querremos ver en ella nuestros programas favoritos. Papá zanjará la cuestión. Una 9 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 4. semana cada uno. Una semana Cifras y letras en color para ti. Una semana en blanco y negro. Una semana Barrio Sésamo en color para mí. Una semana en blanco y negro. Papá nos inculcó muy pronto el sentido de la justicia. Nunca habrá celos entre nosotros. La cocina de la calle Jules-Bourdais da al patio. Hay un descansillo y una escalera de hierro. Mamá arroja monedas de cinco francos envueltas en papel de aluminio cuando el organillero pasa por nues- tra casa. A mí no me gustan los petits suisses. Tú adoras los yogures. El domingo por la mañana despertamos a los papás y «hacemos el cafre» sobre su cama. Significa que hacemos el loco. Mamá lo llama «hacer el cafre». Tú te ríes a carcajadas mientras me persigues a gatas, y me encanta cuando te ríes. Hay una foto nuestra que lo atestigua. Tal vez por eso me acuerdo tan bien. Porque no tendré más de dos años. Tu cama está en diagonal a la mía. Me gusta pasarme a ella y dormir contigo. La sensación de quietud, de seguridad, que experimento cuando estamos pegados el uno al otro me acompañará durante largos años. Tendida a tu lado, me pare- cía que nada podía ocurrirme. Ya podía hacerse de noche, que no corría ningún riesgo, porque tú estabas allí. 10 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 5. No me gustó la época en que cada uno tuvo su habitación. En tu mesilla de noche, el tocadiscos naranja vomita a Claude François y Joe Dassin. Ya estamos acostados cuando Papá vuelve de la oficina. Pero aún seguimos despiertos. Lo espera- mos para escuchar un cuento. Caperucita Roja, Ricitos de Oro, Tinouf. Nos los sabemos todos de memoria. Aunque no los lea e introduzca cambios cada noche, conocemos hasta la menor variante. Tú tienes una vocecita muy aguda y gritas las pala- bras adecuadas cuando Papá se desvía de la ver- sión de la víspera. «¡El lobo, el lobo, el lobo!» Nos encanta cuando el lobo devora a la abuelita. Yo repito todo lo que dices. «¡El lobo, el lobo, el lobo!» «¡El lobo, el lobo, el lobo!» Papá hace chitón al cerrar de nuevo la puerta. Pero detrás de su dedo, sonríe. Tinouf crece de golpe durante la noche. Al día siguiente ninguno de sus trajes le sirve y su madre tiene que comprarle otros. Entonces lo lleva al CCC, en el bulevar Haussmann. Cada vez que pasa- mos por delante en coche con Papá y Mamá, pegas la cara a la ventanilla y gritas: «¡Es la casa de Tinouf, es la casa de Tinouf!». 11 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 6.
  • 7. Haces los deberes en el secreter del salón. Mamá te grita. Mamá llora. No sé por qué. Creo que dice que no lo consigues. ¿Qué es lo que no consigues? Pareces tan aplicado... tan concienzudo... Estás tan guapo... No te veo en la escuela Bernard-Palissy. Y sin embargo tuvimos que estar en la misma clase durante un curso por lo menos. En fin, en la misma aula, tú en quinto de primaria y yo en tercero. Lle- vabas algo de retraso. En medio, también geográ- ficamente, cuarto de primaria. Una proeza de la señorita Rivaillé. Una escuela a la antigua, como en el campo. Tres niveles a la vez. Y yo que me tengo que subir a la tarima cada vez que Mamá me hace un vestido nuevo. Porque Mamá es modista y siem- pre voy vestida como una niña modelo. No sé si eso me gusta. Subir a la tarima. Sin embargo, tal vez sobre esas tablas nacieron mi sen- tido de la representación y mi capacidad para inter- pretar papeles. 13 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 8. Mi mejor amigo se llama Mathieu. Es muy rubio, muy pijo. Chaleco verde abeto y bermudas azul marino o de cuadros escoceses. Vive justo enfrente de la escuela. A mí me parece que tiene suerte, por- que va y vuelve solo. Como una persona mayor. Tiene una hermanita que se llama Juliette y que se come a su hermano con los ojos. Lo encuentro nor- mal. También yo me como a mi hermano con los ojos. ¿Qué día de la semana vamos al logopeda? Ya no lo sé. Pero creo que es en el Trocadéro. Y yo aún no voy a la escuela Bernard-Palissy. Hay una amplia sala de espera, con una gran mesa baja en el centro. Me meto debajo mientras tú estás en la con- sulta de la señorita Cognani. Me gusta mucho tener algo por encima de la cabeza. Como a los gatos. No sé por qué estamos allí. Mamá dice que aprendes a hablar, lo que me parece raro, porque no tenemos dificultad en entendernos los dos. Mamá es guapa. Qué guapa es. Muy morena. Los ojos muy negros, muy grandes. Me gusta su sonrisa. Cuando me sonríe, me acaricia. Tiene treinta y seis años. En todo caso, eso es lo que creo, y siempre le digo lo mismo: «Mamá, para mí siempre tendrás treinta y seis años». Cuando yo aún no había cum- plido dos años, ella tenía treinta y seis. Algo debió de pasar en ese momento para que el tiempo se detu- viera. 14 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 9. Vamos en bicicleta por el Bois de Boulogne. La tuya es blanca y grande. Yo aún llevo los ruedines. Vas detrás de mí y quieres adelantarme. Al hacerlo, te enganchas con mi manillar y caigo de cabeza. Volvemos a casa a toda prisa. No sé si estás triste por haberme hecho caer. Estoy tumbada en el asiento trasero del R16 de Papá. Digo que tengo un velo delante de los ojos. A Mamá le entra el pánico. Vamos al hospital. En la sala de espera, un enfermero me hace muecas cada vez que pasa por delante de mí. No tengo ganas de reír. Me duele la cabeza. Me hacen una radiografía del cráneo. No tengo nada. Al salir de urgencias, vomito. Regre- samos al hospital. Vuelven a hacerme una radio- grafía. Sigo sin tener nada, un buen chichón a lo sumo. No sé dónde te has metido. ¿En casa de tita Binou y tito Gaby? No lo recuerdo. Pero ¿cómo han podido dejarte allí antes de ir al hospital? No; forzosamente estás con nosotros. Sin embargo, tengo un velo delante de los ojos. En la memoria. 15 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 10. No me has hecho caer adrede. No tiene nada que ver contigo. No creo que te riñeran. Tú vas al hospital con mucha más frecuencia que yo. Y nunca te acompaño. Cuando Papá y Mamá van al cine, piden a «Abue- lita» Helme que venga a cuidarnos. No me cae bien. Es vieja y enorme. Huele mal. Para saber si dormi- mos, entra en nuestra habitación y enciende la luz. Eso nos despierta. No me cae bien. Vive en una especie de buhardilla en el otro edi- ficio de la calle Jules-Bourdais, en el séptimo piso. A veces me cuida allí, sin ti. Tal vez cuando Mamá no quiere llevarme contigo a casa de la señorita Cognani. O cuando Mamá y tú vais al hospital. No me gusta estar sola con Abuelita Helme. Los aseos están en el rellano. Cuando necesito ir al baño, viene conmigo y me sujeta en alto por encima del váter para que no toque la taza. Odio eso, lo odio, lo odio. 16 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 11. Nos mudamos. No muy lejos. La primera vez que Mamá nos lleva al piso nuevo, está completamente vacío y da la impresión de que es enorme. Es verdad si lo comparas con el de la calle Jules-Bourdais. Hacemos carreras por los largos pasillos que lle- van a la cocina. Nos escondemos en los inmensos armarios empotrados. Cabemos de sobra. En el suelo, en el centro de una de las habitaciones, hay un gran teléfono negro, muy pesado, con monto- nes de botones, un teléfono de médico. El que vivía allí antes debió de olvidarlo al marcharse. Me encantan los teléfonos. Nunca había visto ninguno como ése. Intento llamar a Giscard d’Estaing. Antes llamaba a Pompidou, pero ahora está muerto. Ese día nos reímos mucho y hacemos mucho ruido. Es un día en que Mamá está muy feliz. Después vuelve el silencio. Me acerco a mi sép- timo cumpleaños. Ahora tengo mi propia habitación, rosa, con una bonita cama de chica mayor. Un gran escrito- 17 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 12. rio para hacer mis deberes, un gran armario. Tu cuarto es azul, y está al otro lado del piso, en el extremo opuesto al mío. Kilómetros de pasillo nos separan. Empiezo a echarte de menos. También empiezo a tener mucho miedo en mi bonito dormitorio rosa. Sobre todo cuando, el sábado por la tarde, veo Espacio: 1999 en la tele. En color o en blanco y negro, tanto da. Por la noche acecho los tentáculos de pulpos intersiderales incli- nándome bruscamente para mirar debajo de la cama. Pero no me atrevo a levantarme para desa- lojar a los monstruos extraterrestres ocultos detrás de las cortinas. Detrás de las cortinas debe de estar el vacío cósmico. Me he fabricado una pequeña linterna con una pila plana y una minúscula bombilla sujeta a los bornes con una goma. Leo a escondidas para retra- sar el momento de dormir. Lo hago desde que tene- mos cada uno nuestro cuarto. Papá ya no nos cuenta cuentos. Caperucita Roja, Ricitos de Oro y Tinouf también tienen cada uno su habitación, y estoy segura de que se aburren. Como yo. Mi pequeña linterna me tranquiliza, pero no eres tú. Como tampoco lo es la luz del pasillo que Mamá deja encendida hasta que me duerma y que Papá apaga después de darme el beso de buenas noches. No volveremos a ver a Abuelita Helme. Tanto mejor. No me caía bien. 18 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 13. Mamá lava los platos en el fregadero. El agua corre suavemente y la espuma del lavavajillas se hincha cada vez más. Voy a soplar para que salga volando. Hay un cazo de leche al fuego. Estoy de pie al lado de Mamá, pero soy dema- siado bajita y no veo el fregadero. Sólo veo la ven- tana que hay encima, y el cielo y el perfil de Mamá. Y el montículo de espuma. Me habla. Como a una persona mayor, es lo que dice. Ahora ya tengo uso de razón. También dice que tú no eres como los otros niños, que estás enfermo y que necesitas que se ocu- pen más de ti. Yo creo que estás resfriado, como yo a veces, y que harán venir al doctor Viterbo, y él te curará. A mí me cura bien, aunque me niegue a quitarme los pantalones cuando quiere auscultarme. Eso le hace reír mucho. Así que no pasa nada. –No pasa nada, ¿verdad, Mamá? No pasa nada. Se curará, ¿no? ¿Por qué ya no oigo correr el agua? ¿Por qué ya no oigo el ruido de la leche que hierve en el cazo? 19 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 14. Mamá me explica que no tienes un resfriado, sino una enfermedad que no se cura. Que siem- pre estarás igual, y que siempre nos necesitarás, mucho más que los otros niños, mucho más que yo. Que hay que ser muy amable contigo. Que habrá que cuidarte bien, siempre. Yo lo único que retengo es que no te curarás. Que, por tanto, no eres un héroe, mi héroe, mi hermano mayor que me da seguridad, que es digno de admiración, que me tranquiliza cuando tengo miedo de la oscuridad y de los pulpos marcianos. Mi héroe, en quien no he notado que las palabras chocan con- tra sus labios, en cuyo caótico caminar no he repa- rado, ni tampoco en los retrasos acumulados. No he visto nada de todo eso, nunca, cegada como estaba por una admiración inmensa. Mi hermano adorado. La espuma del lavavajillas se hunde brus- camente. La leche se ha derramado por el borde del cazo. Y yo estoy como ella. Quemada. Rebo- sada. Desbordada. No es posible algo semejante. Mamá se equi- voca. No puedo dejar de quererte. El mundo no puede derrumbarse así. ¿Por qué abrirme los ojos a todo eso? No obstante, me veo obligada a admitir que las madres nunca se equivocan, puesto que a partir de ese momento pienso en la muerte casi todas las noches. Y en el fin del mundo. Aún ignoro que a eso se le llama angustia. Lo sabré mucho más tarde. 20 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 15. Pero ahí empieza. Cuando tus alas se rompen. Y mis sueños con ellas. Tengo visiones apocalípticas de la Tierra que explota. Y de la nada. Todo desa- parece para siempre entre las llamas y el caos. Nadie ve nada. Me lo guardo todo para mí. Bien oculto. Y voy a tratar de ser muy afectuosa. No dejo de quererte. Al contrario. Pero ya no es como antes. Vamos a la escuela juntos. Tomamos la calle Gus- tave-Doré, pasamos frente a la casa de la señorita Cée, mi profesora de piano. Me gusta mucho ir a la escuela contigo. Como personas mayores. Con nuestras grandes mochilas al hombro. Charlamos tranquilamente. Nos reímos. Todavía te veo como a mi protector, pese a todo. Sin duda estoy apren- diendo a reprimir. –¿Y cuánto son dos mil trescientos veinticua- tro multiplicado por dos? Reflexionas dos minutos sonriendo. –Cuatro mil seiscientos cuarenta y ocho. –¿Y...? Doblamos la esquina del bulevar Pereire, delante del trenecito. Los niños que hacen skating en la plaza Eugène-Flachat atraen mi mirada. Hacen mucho ruido. No me gusta pasar por allí. Porque en la plaza Eugène-Flachat los chiquillos de la escuela, los que hacen skating, mayores que yo, menores que tú, se burlan señalándote con el 21 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 16. dedo y gritan: «Mira, ahí va el loco». Nos pegamos un poco más a la verja de la vía férrea. –¿Y cuatro mil seiscientos cuarenta y ocho mul- tiplicado por tres? Podría preguntarte si sabes lo que es un loco. Porque para mí no significa gran cosa. Pero me doy perfecta cuenta de que es algo malo y que hace daño. También me doy cuenta de que los papeles están cambiando cuando crece en mi interior un odio feroz hacia aquellos críos. Y ese sorprendente rechazo aflorará en mí siempre que te sienta en peligro. En la Bernard-Palissy sólo tienes una amiga. Se llama Léna. Su verdadero nombre es Hélène, pero nunca la llaman así. No le gusta. Nunca le gustará. Y para nosotros siempre será Léna, incluso hoy. Ella jamás te tilda de loco como los niños de la plaza Eugène-Flachat. Os entendéis bien. También se hace amiga mía. Su madre se hace amiga de Mamá. Su padre, de Papá. Tiene una hermanita pequeña, Cécile, que tiene el pelo rubio y muy rizado. Con frecuencia está de morros en el coche- cito. Sólo tú consigues hacerla sonreír. Cécile y yo nos volveremos inseparables, pero dentro de unos años. Ninguno de ellos parece pensar que no eres como los demás niños. Con ellos es como estar en casa. Al volver de la escuela, jugamos al escondite con Léna detrás de las columnas de la calle Alfred-Roll. 22 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 17. Cécile es demasiado pequeña. Nos mira sentada en su cochecito de rayas azules y blancas. El miér- coles por la tarde merendamos hasta reventar en la cocina de la avenida Wagram. Tú te echas seis terro- nes de azúcar en el Nesquik. Eso intriga mucho a Léna. Yo no soporto las migajas de pastel o de crua- sán que flotan en mi tazón. También eso intriga mucho a Léna. Nos lo pasamos pipa. Celebramos todos los cumpleaños juntos. Nunca nos hemos separado. En casa, cuando hemos terminado los deberes, juga- mos a la escuela. Nuestra clase está instalada en tu habitación, debajo de tu escritorio. Sigue gustán- dome tener algo por encima de la cabeza. Como a los gatos. Tú siempre eres el maestro, y los ositos de peluche y yo tus alumnos. Tenemos una pizarra de verdad con tizas de verdad, de todos los colores. Tú borras la pizarra con el dorso de la mano, que siem- pre está multicolor. Y tu ropa también. El osito ama- rillo de suéter verde es un negado y sueles gritarle. Como Mamá a ti. Conmigo, aparentemente, la cosa va bien. Nunca me castigas. Tengo la impresión de ser tu ojito derecho, y estoy encantada. De todas formas, si eres malo conmigo, como buena arpía que soy, se lo digo a Mamá y, por una vez, eres tú quien las pasa moradas. Todas las hermanas peque- ñas son así, ¿no? Tú eres especialmente afectuoso como hermano. Nunca te chivas. 23 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones
  • 18. En casa estamos tranquilos. Todo va bien. Juga- mos juntos con frecuencia. El domingo por la mañana esperamos a que Papá se levante para ins- talar el tren eléctrico en la mesa del comedor. Ni hablar de hacer ruido antes. A veces Papá conecta el magnetófono y nos graba. Yo «juego» a la locu- tora. Hago el loco. Canto. Desafino como un gallo. Tú hablas despacio, pausadamente. Buscas un poco las palabras. Con tu débil vocecita. Las palabras no te salen con naturalidad. Y te causan problemas. Aporreas algunas notas en un piano pequeñito que tenemos. Tocas bien. Con un solo dedo. Dans Paris, en vélo, on dépasse les autos. En vélo, dans Paris, on dépasse les taxis... Tienes sentido del ritmo. Siem- pre te ha gustado la música. Sin embargo, cuando Papá quiere enseñarte los rudimentos del piano, te encierras en ti mismo. Como si supieras que no conseguirás llegar más allá. Más allá de esa breve melodía aporreada con un solo dedo. 24 Adelanto de edición. © MAEVA Ediciones