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álbum de familia
Andrea Vinci
Mauricio Ciruelos
Inmaculada Reina
Isabel Merino
Miguel Núñez
Pedro Rojano
«Las mismas fotos dicen cosas distintas
a medida que pasa el tiempo»
Juan Cruz,
Ojalá Octubre
s o n r i s a s en el p a p e l
s o n r i s a s en el p a p e l
Andrea Vinci
	 En una época de mi vida llegué a pensar que jamás
abriría esa caja. Me perturbaba cuando la ponía sobre mí
falda y amagaba con abrirla. Cada vez que lo intentaba me
decía: «¿Para qué?, si mirar esas fotos no lo va a resuci-
tar». Además tenía la certeza de que nadie las pondría en
un portarretrato, porque mi madre ya no era la misma, mi
padre había envejecido demasiado y ninguno de los tres
habíamos vuelto a sonreír. Siempre recordaba una foto en
particular, donde se acercó mucho a la cámara. Era una
foto que antes nos producía risa. Se había animado a ha-
cerle gestos a la lente como un actor, algo impensable para
mí desde mi timidez. Él era un terremoto; así lo llamaban
en el barrio. Tenía una habilidad innata para la imitación,
el payaseo, la ingeniosidad. Para todo tenía una ocurrencia
original y una sensibilidad muy lejana a lo varonil, por mo-
mentos hasta más femenina que la mía. Era un seductor,
como negarlo. Le gustaba regalarle flores a mi madre, que
salía a recoger en cualquier excursión, mientras el resto de
los niños jugaban al fútbol. Se alejaba del grupo y hacía
un ramillete, que a veces era más un puñado de hierba-
jos que de flores, pero él sabía que eso era lo de menos,
Sonrisasenelpapel
12 álbum de familia
que lo importante era la sonrisa de mi madre y el premio del beso y el
abrazo: «¡Ay mi niño!», suspiraba ella: «¡Si es el mejor de la tierra!».
Confieso que me encantaría que mis hijos tuvieran un gesto como ese.
Él tenía tres años menos que yo, pero parecía más grande, más inmen-
so. Sé que lo veían como a un sol y que convertían en expectación su
sola presencia. Yo resultaba una nube tormentosa a su lado. Sólo lo
miraba. Muy pocas veces me hacía gracia; casi siempre me fastidiaba.
Cuando él arremetía con sus bromas y sus zalamerías, yo me detenía a
observar los rostros embobados de mis padres, mis tíos y mis primos,
y me arrinconaba como un espectro. Algunas veces mi madrina asumía
su papel, se percataba de mi presencia y me decía: «Anita, guapa,
ven con tu madrina. Cuéntame, ¿cómo va la escuela?». Yo corría a sus
brazos y me sentaba en su falda. Con la barbilla hundida en mi pecho
contestaba al oído, de manera casi monosilábica, a sus preguntas sobre
las clases de ciencias y sobre mí relación con la maestra, a la que odia-
ba cada vez que me llamaba a pasar al frente o me hacía una pregunta
que debía responder en voz alta.
	Las fotos que recordaba con más repulsión eran las de la escuela,
particularmente la de las fiestas, porque él siempre actuaba y se lleva-
ba todas las ovaciones. En cambio a mí me tenían que sacar a rastras al
escenario. Hubo una vez que me olvidé del texto y me puse a llorar. La
maestra me cogió de la mano y me escondió tras el telón. Luego oí que
mi madre decía: «Es que no tiene el talento de su hermano», mientras
lo premiaba con la piruleta más grande. No hacía más que rememorar
aquellas imágenes, como un puzzle fantasma. No había una que des-
13sonrisas en el papel
pertara mi sonrisa. No había una en la que me recordara sonriendo
junto a él. Cada vez que ponía esa caja en mi regazo y estaba a punto
de abrirla, miraba a mis padres y pensaba: «Estamos mejor así. Déjalo
Anita, déjalo para más adelante.»
	 Desde que murió la casa se hizo irrespirable. No había nada que los
hiciera sonreír; ni el hecho de que trajera las mejores notas, ni que la
maestra les hablara muy bien de mí, ni que fuera una niña tranquila,
ordenada y responsable que nunca les dio un dolor de cabeza. Que de
tan buena ni ponerme mala me permitía. Recuerdo que me encerraba
en mi cuarto con mis puzzles y mis juegos de ciencias, y así pasaba
horas y horas. Los fines de semana corría las cortinas de mi cuarto y
detenía la mirada en los niños que jugaban y andaban en bicicleta. Así
permanecía largo rato, inmóvil, observando, hasta que los veía reír y
hacer bromas. En ese momento cerraba las cortinas y retornaba a mis
juegos solitarios.
	 Era habitual que él apareciera en mis sueños. En la primera etapa
reconstruía la escena de su muerte, aunque en ella yo hacía algo que
no hice en la realidad: saltar a la piscina e intentar salvarlo; otras veces
gritaba para que alguien acudiera en su ayuda, incluso una vez le tiré
una soga. Siempre me despertaba medio ahogada entre las sábanas y
el llanto. Luego escuchaba la voz de mi madre susurrándole a mí padre:
«Otra vez está soñando con lo mismo», y después un enorme silencio
en la oscuridad, mientras esperaba inútilmente que alguno de los dos
acudiera a consolarme. Un día la pesadilla cambió. Dejó de angustiar-
me con el momento de su muerte y empezó a aparecer con sus bromas
14 álbum de familia
y su risa contagiosa. La que más recuerdo es aquella en que me cogió
las manos y me miró las palmas, atentamente, como un adivino y luego
me dijo: «Serás grande Anita, y yo te perdonaré». Esa noche salté de la
cama totalmente sudada, con la sensación de inseguridad que me pro-
duce no saber con certeza si lo que acabo de soñar es o no un sueño, y
con un suspiro profundo repetí en voz alta: «Serás grande Anita», y ya
no pude volver a dormir.
	 Esa caja dio mil vueltas por mí cuarto, hasta que, siendo ya ado-
lescente, decidí llevarla al trastero y arrinconarla en el último estan-
te, atrás de las maletas y la sombrilla, atrás de sus juguetes y sus
cuadernos. Atrás de todo, a merced de las cucarachas, con la secreta
esperanza de que la pared la engullera. Creo que fue en ese momento
que mis sueños cambiaron. Mis padres no hicieron preguntas. Ellos no
querían portarretratos; con la memoria les alcanzaba. El silencio, la
falta de risas, los timbres que ya no sonaban a la hora de los juegos,
todo los arrastraba al intento de olvido. Todo menos mi presencia que
rondaba la casa para recordarles el abismo entre él y yo, entre su risa
espontánea y mis miradas de dolor y reproche, por esa sensación que
tenía de que sólo lo querían a él.
	 Hice mucho esfuerzo para llegar a comprender a mis padres. Lo lo-
gré siendo madre, cuando los ojos de ambos volvieron a brillar con la
llegada de cada uno de mis hijos. Decidí que el amor hacia mis niños
era consecuencia del amor que sienten por mí. Me parece increíble
verlos jugar con ellos. Pillé a mi madre sentada en la sillita pequeña
frente a la niña, tomando el té, y a mi padre arreglando a escondidas
15sonrisas en el papel
la vieja bicicleta para enseñarle a montar al niño. Incluso se ponen el
bañador y entran al agua. A veces mí madre grita desesperada cuando
los ve correr alrededor de la piscina. Yo la tranquilizo: «Mamá, ya saben
nadar», pero ella insiste con que se pueden resbalar y darse un golpe y
caer al agua medio inconscientes. Sé que tiene razón, pero intento no
transmitirles el miedo que, en el fondo, jamás se fue. Ahora los miro y
los veo casi tan críos como mis niños, recuperando el sol que no entra-
ba en la casa y las flores que ya nadie les regalaba.
	La distancia y el cambio en sus miradas me hicieron pensar que ha-
bía llegado el momento de buscar la caja. El momento de que mis hijos
se enteren que tienen un tío de su edad y que pronto lo superarán en
altura. Ese que en sueños me dijo que sería grande; algo que me ha
costado mucho esfuerzo. No por haber cambiado los juegos de ciencias
por la Ciencia de verdad, o por ser madre, precisamente un juego al
que nunca había jugado, sino por haber vencido al pánico de aprender
a nadar y por permitirles a mis hijos que disfruten de un buen chapu-
zón. Aunque hay algo, que por más que me he esforzado, jamás pude
cambiar: nunca sonreí como él, ni hice reír a los demás como él.
	 Ayer por fin me interné en el trastero. Saqué todo lo que tenía de-
lante de la caja hasta alcanzarla. Volví a colocar todo en su lugar, de
manera meticulosa y sin apuro. Luego fui hasta mi cuarto de soltera
y me senté en mi vieja cama. Me turbó reconocer que el corazón me
latía muy fuerte, como si de esa caja fuera a salir un fantasma. Cuando
por fin la abrí encontré a un niño. Levanté una a una aquellas fotos en
blanco y negro, hasta que alcancé la que quería. Allí estaba su sonrisa
16 álbum de familia
mirándome de frente, con la misma inocencia con la que me sonríen
mis hijos. Tan de frente me miraba, tan a los ojos, que pensé que nunca
había sucedido, que aún podía encontrarlo saltando en el patio, bus-
cando flores, haciendo chistes. Me miraba a mí y sólo a mí. Fue en ese
momento que pude perdonarme.
e x h u m a c i ó n
e x h u m a c i ó n
Mauricio Ciruelos
	 Hoy he asistido por segunda vez al entierro de mi úni-
ca hija. El primero fue hace cincuenta años y más que un
entierro aquello fue un burdo enterramiento, sin ceremo-
nia religiosa ni último adiós, e improvisando como ataúd
una tosca caja de madera. Aún recuerdo, aquella noche,
la mirada inexpresiva de mi ayudante Jules terminando de
aplanar la tierra con unos golpes de su pala. Yo me llevé
el pitillo a los labios apurando la última calada y arrojé la
colilla sobre el montículo. Tantas veces se había repetido
aquella escena que el jardín de la Mansión de los Ingleses
parecía un huerto a medio sembrar.
	 —Gracias Jules —dije ajustándome la pajarita al cuello
de la camisa.
	 Jules se santiguó, un gesto impropio de él, y luego se
marchó dejándome a solas con Lulú, la niña que creía ser
mi hija y que ahora yacía sepultada bajo mis pies.
	 Lulú llegó a la mansión un verano de finales de los años
cuarenta, en un Humber negro que ascendía por el camino
de tierra levantando una polvareda tras de sí. El chofer no
tuvo tiempo de abrirle la puerta a su pasajera, que saltó
del vehículo antes de que este se detuviese, y sin soltar la
EXHUMACIÓN
20 álbum de familia
muñeca de trapo que traía como única compañera de viaje, corrió hacia
mí con los brazos abiertos.
	 —¡Primo Ernest! —gritó en un inglés afrancesado.
	 Sin importarle que yo ni siquiera reaccionase, se abrazó a mis pier-
nas apretando su cara contra mi pantalón. Desde el primer momento la
llegada de Lulú fue una incómoda y excitante sorpresa.
	 —¡Tenía tantas ganas de conocerte, primo Ernest! —lloriqueaba
emocionada.
	 Me puse en cuclillas para estar a su altura y disimular mi erección.
	 —¿Quién eres tú pequeña? —pregunté, secando sus lagrimas con
mi pañuelo mientras escrutaba sus ojos oscuros y reconocía en su cara
cada uno de los rasgos de mi prima Elizabeth.
	 —He venido a pasar el verano contigo, primo.
	 —¿Pasar el verano? —me incorporé bajo la atenta mirada de Jules
que sostenía indeciso el equipaje que el chofer le había entregado.
	 —Ha sido un viaje muy largo, ¡pero tenía tantas ganas de conocerte!
—la niña me volvió a abrazar y la aparté sujetándola por los brazos.
	 —¿Quién eres? —insistí—. ¿Acaso somos parientes?
	 Ella se encogió de hombros y sonrió.
	 —Soy Lulú. Mi madre es prima tuya.
	 —Nunca he oído hablar de ti. ¿Cómo se llama tu madre?
	 —¿Me mandarás devuelta con ella si te lo digo?
	 —De momento parece que te quedarás —dije con falsa resignación
al ver el Humber alejarse por el camino de tierra—. ¿Cuántos años tie-
nes, Lulú?
21exhumación
	 —Soy bajita para mi edad, pero estoy a punto de cumplir los diez.
	 Jules instaló a nuestra invitada en una de las habitaciones con baño
y tocador de la primera planta. Cuando subí para averiguar algo más
sobre la niña la encontré en el interior de la bañera.
	 —Entra papá. Quiero disfrutar un poco más de este baño —dijo con
una sonrisa que mantuvo en su boca más tiempo del necesario.
	 —¿Papá? —pregunté extrañado.
	 Ella me ignoró. El agua turbia parecía a punto de rebosar y sólo su
cabeza y los dedos de sus pies asomaban fuera. Imaginé como sería
ahogarla allí mismo, sin preparativos previos, ni minuciosos pasos a
seguir.
	 —¿Cómo es que has viajado tú sola? —pregunté acercándome.
	 —Mamá nunca quiso decirme quien era mi padre —comenzó a de-
cir—. La amenazaba con quitarme la vida, pero ella sólo lloraba y se
encerraba en su habitación. Pasa más tiempo en su habitación que en
ningún otro sitio. Después no paraba de repetir tu nombre en sueños.
	 Sin ningún pudor salió de la bañera, se envolvió en una toalla y se
sentó frente al tocador.
	 —Organizó mi viaje anual a Londres para ver a los abuelos. No era
la primera vez que viajaba sola, ella siempre prefiere quedarse en casa.
Allí averigüé más cosas sobre ti. Sólo tuve que hacer algunos cambios
en el viaje de regreso para llegar hasta aquí. ¿Sabes? Todo el mundo
está dispuesto a ayudar a una niña educada que viaja sola.
	 —¿Y crees que yo soy tu padre?
	 —No lo creo, lo sé.
22 álbum de familia
	 Sacudió la cabeza como un animal que acaba de salir del agua, lle-
nando el tocador de pequeñas gotas.
	 —¿Me ayudas a desenredarme el pelo? —preguntó ofreciéndome el
cepillo con la misma sonrisa con la que me había invitado a pasar.
	 No pude negarme.
	 —Eres muy guapa —dije acariciando sus cabellos mojados.
	 —Los abuelos dicen que me parezco mucho a ella —dijo cuando
cruzamos nuestras miradas en el espejo—. Tarde o temprano la reco-
nocerás en mí.
	 Pero no era necesario esperar. Nada más verla saltar del Humber
supe que aquello era un reencuentro con el pasado. Con el final de mi
niñez en el palacio familiar en Londres. Allí, a mis doce años, en un
estante de la biblioteca, encontré entre libros esotéricos y tratados de
magia negra, un manual de tortura. La peculiaridad de los métodos que
allí se describían era que no tenían como finalidad arrancar una confe-
sión o castigar al culpable de un delito, sino la tortura por el placer de
torturar. Sus páginas hablaban del deleite del torturador, del gozo de
infligir dolor y dilatar la agonía. Lo hojeé deteniéndome en las ilustra-
ciones e imaginando a mi prima Elizabeth, cuatro años menor que yo,
protagonista de cada una de aquellas escenas.
	 El manual no me cambió, sólo me mostró un camino a seguir. Ata-
ba a mi prima y la obligaba a hacerme brutales felaciones hasta que
vomitaba sobre su vestido. Le colocaba un collar de perro y la sacaba
a pasear desnuda por los jardines del palacio, dándole patadas en el
estomago y las costillas hasta que la hacía gemir y llorar como a un
23exhumación
animal asustado. Pero aquello sólo era un juego de niños. Con el tiem-
po perfeccioné mis técnicas, primero con las jóvenes sirvientas, y más
tarde con mis conquistas adolescentes de la alta sociedad inglesa.
	 Cuando cumplí los dieciocho, mis tíos se llevaron a Elizabeth a París
y yo me trasladé con Jules a la Mansión de los Ingleses en el sur de
España. Allí convertí mi secreta afición en un rentable negocio cinema-
tográfico, distribuyendo a toda Europa, películas donde torturaba a mis
victimas hasta la muerte.
	 Con Lulú tuve que actuar con la precisión de un cirujano para adap-
tar mis métodos a su cuerpo infantil. No fue fácil atravesar sus in-
significantes pezones con anillas donde colocar cascabeles. Tampoco
penetrar cada uno de sus diminutos orificios con artefactos concebidos
para desgarrar a experimentadas prostitutas. Ni conseguir la destreza
necesaria con el hilo y la aguja para coser sus genitales sin disponer de
material quirúrgico de sutura. Ni siquiera logré mantenerla consciente
en ninguna de las sesiones de latigazos y he de admitir que al tercer día
me venció el aburrimiento tratando de cubrir su cuerpo con cientos de
alfileres, clavados uno a uno, en su piel. Decidí prolongar aún más su
agonía y en vez de dejarla morir desmembrada en el potro de tortura
o degollada en la guillotina pendular, la introduje inconsciente en una
caja de madera en la que apenas cabía con las piernas encogidas. No sé
si fue sensibilidad paternal o puro sadismo, pero incluso tuve el detalle
de poner junto a su cuerpo, la muñeca de trapo que llevaba el día que
llegó a la mansión. Después de asearme, me vestí de etiqueta para el
momento culminante de la noche; el enterramiento en vida de Lulú.
24 álbum de familia
	 Ya en mi habitación, adormecido y satisfecho con el trabajo realiza-
do, creí oír los gritos de terror de la niña al despertar en la oscuridad de
la caja. En ese momento sentí que era yo el que yacía sepultado y me
sobrevino una sensación de ahogo que me acompañó toda la noche. Al
amanecer, bajé al jardín y me arrodillé sobre el montículo de tierra. Con
la respiración entrecortada acerqué la oreja al suelo y guardé silencio.
No oí nada, ni siquiera un gemido o un estertor. Llamé a voces a Jules
una y otra vez, antes de descubrir que había recogido sus cosas y se
había marchado. A la asfixia se le sumó un intenso dolor en el pecho y
perdí el conocimiento.
	 De nada sirvió quemar todo el material filmado, ni desmantelar las
salas de tortura, nada más despertar. Ni añadir más tarde a la hoguera
el cinematógrafo, los restos del potro y la guillotina, y demás utensilios
de tortura. El ahogo sólo remitió una vez estuve lejos de la tumba de
Lulú. El dolor sigue ahí desde entonces, tan extraño como el dolor que
siente un mutilado en su pierna amputada.
	 Antes de abandonar la mansión hundí el manual en los rescoldos
aún incandescentes. Como cualquier otro libro se consumió en un hilo
de humo grisáceo. El hombre que cerró tras de sí el oxidado portón no
era el mismo que lo había abierto hacia diez años.
	 Fui un hombre terrible, pero muy distinto al que he sido después.
Con el paso de los años, los recuerdos de ese pasado se diluyeron en
mi memoria como si se tratasen de los actos cometidos por otro hom-
bre, alguien ajeno a mí. Pero en este momento final de mi vida y tras
25exhumación
décadas de letargo, el destino ha querido que esos recuerdos regresen
del olvido para no dejarme morir en paz.
	 Hace apenas un año, la Mansión de los Ingleses fue la noticia del día
en los informativos. Una excavadora exhumó los restos de las decenas
de cadáveres enterrados en el jardín. Afirmaban que la cifra de cuer-
pos podía elevarse a un centenar, aunque yo sabía que no eran tantos.
La aparición de la caja causó cierta expectación. Se rumoreaba que
contenía los cráneos que les faltaban a los cuerpos ya que todos ha-
bían aparecido decapitados. El día que las autoridades tenían previsto
abrirla, me acerqué hasta la mansión. Desde el perímetro de seguridad
observé las exhumaciones como un curioso más. Cuando uno de los
operarios se dispuso a abrir la caja, imaginé el pequeño esqueleto de
Lulú encogido en el interior, abrazando aún su putrefacta muñeca de
trapo. Cuando la palanca hizo crujir la madera me santigüé como había
visto santiguarse a Jules cincuenta años atrás. Una señora que se dis-
ponía a abandonar el lugar me preguntó:
	 —¿Por qué hace eso? —los cabellos blancos alborotados por el vien-
to ocultaban y desvelaban su rostro.
	 —¿Disculpe? —dije confuso.
	 —Usted no es una persona religiosa. ¿Por qué se santigua?
	 Me tranquilizó comprobar que casi todos los presentes, imitando mi
gesto, también se santiguaban.
	 —Probablemente esa caja contenga los cráneos de los cuerpos —dije
sin convicción—. ¿Por qué cree que no soy una persona religiosa?
	La mujer me examinó con sus ojos de pájaro.
26 álbum de familia
	 —Tonterías. ¿No cree? Me refiero a lo de las cabezas —dijo apartán-
dose el flequillo de la cara. Hay dentro sólo encontraran un cadáver.
	La mujer debió advertir el cambio en la expresión de mi cara al oír
sus palabras y se apresuró a añadir:
	 —Aunque no tiene porque preocuparse, ese cadáver nunca fue de
carne y hueso.
	 Aunque no entendía muy bien lo qué quería decir con sus palabras,
estuve tentado de contarle que cincuenta años atrás yo mismo había
dejado caer el primer puñado de tierra sobre aquella caja.
	 —Antes se santiguó usted al revés —interrumpió mis pensamien-
tos—. No debe practicar mucho.
	La observé alejarse por el camino que bajaba a la ciudad. Instantes
después el operario abrió la caja. Estaba vacía. Ni cabezas, ni restos
de Lulú. Cuando los curiosos se dispersaban decepcionados, el operario
extrajo algo del interior, lo examinó dándole vueltas entre sus manos y
finalmente levantó su brazo en alto para mostrar a todos una ennegre-
cida muñeca de trapo.
	 Desconcertado, abandoné el lugar en la dirección en que lo había
hecho un momento antes la mujer. Descendí hasta la ciudad y estuve
callejeando por aquellos barrios tratando de encontrarla, hasta que so-
bre mis piernas cayeron de repente el peso de mis setenta y ocho años.
En ese momento recordé los gritos en mitad de la noche, medio siglo
atrás, y comprendí que no fueron producto de mi imaginación, sino los
gritos de Lulú, cada vez más audibles a medida que Jules quitaba capas
de tierra de encima de la caja.
27exhumación
	 Desde ese día me dediqué a pasear por los alrededores de la man-
sión, subiendo y bajando la cuesta por la que vi desaparecer a aquella
Lulú de cabellos blancos, pues sólo Lulú podía saber que la caja sólo
contenía el cadáver de una muñeca. Días después de que finalizasen
los trabajos en el jardín de la mansión, la encontré agarrada a los ba-
rrotes de la verja. Estuvo así varios minutos, tal vez recordando, tal vez
tratando de recordar. Desde entonces he estado siguiendo sus pasos,
como un buen padre ha de seguir los pasos de su hija. Hasta este día,
en que por fin he vuelto a verla sepultada bajo tierra.
	 El de hoy sí ha sido un verdadero funeral cristiano, con su velatorio,
su ataúd lacado y su corona de flores. Y sin duda el definitivo para Lulú.
Aunque no suficiente para mí, pues en esa anciana sexagenaria no
quedaba ya nada de la niña que en otro tiempo fue. Lulú debió quedar
enterrada para siempre la primera vez, en aquella tosca caja de made-
ra.
	 Por eso este no será el último entierro al que asista hoy. La muerte
de Lulú me transformó, y necesito que esa muerte siga siendo tan real
como lo fue durante todos estos años. Necesito ese dolor dentro de mí.
Por eso tengo planes para mi bisnieta.
	 Daniela es la más joven de la familia y ha heredado de su abuela no
sólo el físico, sino también el carácter. Lo he comprobado en los jardi-
nes del cementerio, cuando ha amenazado a su madre con suicidarse
si no la dejaba en paz. He aprovechado el momento en que la mujer
regresaba a los velatorios para darle mi sádico pésame, pero no por la
muerte de la anciana Lulú, sino por la futura muerte de Daniela.
28 álbum de familia
	 —Le doy mi pésame —he dicho ofreciéndole mi pañuelo.
	 Ella no lo ha aceptado, sólo me ha mirado en silencio como inten-
tando reconocerme, o tal vez, sólo desconcertada aún por las palabras
de su hija.
	 —Sólo hay una pérdida peor que la de una madre —he añadido mi-
rando a Daniela.
	 —No era mi madre. Era la madre de mi ex marido. Él está de viaje.
Siempre está de viaje. Ni siquiera sé si lo habrán podido localizar aún.
	 Al acabar el funeral, Daniela seguía tumbada sobre el césped, aun-
que su sitio, como el de su abuela, sea bajo tierra. En el jardín de la
Mansión de los Ingleses la espera la ennegrecida muñeca de trapo que
el operario del ayuntamiento extrajo de la caja, y que he adquirido en
una subasta clandestina de fetiches macabros.
	 Apresuro el paso hacia mi bisnieta mientras empapo el pañuelo con
cloroformo. Inesperadamente Daniela se pone en pie y corre hacia mí.
	 —¡Papá! —grita acercándose.
	 Me paralizo al oírla
	 —¡Papá, por fin has venido!
	 Mis manos dejan caer el pañuelo y el bote de cloroformo, que rueda
por el césped derramándose.
	 —¡Lulú! —susurro cuando Daniela pasa a mi lado.
	La sigo con la mirada hasta que se abraza al hombre que la espera
junto a los velatorios. Él la levanta en brazos y la besa. Y me reconozco.
Soy yo hace casi una vida.
29exhumación
	 Me alejo preguntándome qué queda en mí del hombre que fui y me
descubro añorando la oscuridad de una olvidada biblioteca, el olor a
tierra removida del jardín de la Mansión de los ingleses y las emperifo-
lladas cajas de sombrero, donde junto con los rollos de película, envia-
ba las cabezas degolladas de sus protagonistas.
l a g u e r r a
l a g u e r r a
Inmaculada Reina
	 He olvidado el abrigo y el bolso, pero cruzo los brazos
con las manos bajo las axilas y aprieto el paso. Aunque no
sé a dónde voy, llego a casa de mi padre. Mi madre, en el
umbral de la puerta, me mira un segundo.
	 —¿Qué ha pasado? —me pregunta.
	 —Nada. ¿Está papá?
	 En la salita la televisión está encendida. Sobre la ca-
milla un vaso de café y un paquete de galletas abierto. La
butaca de mi madre con un almohadón arrugado contra el
respaldo. Acerco una silla y me siento cubriéndome con las
faldas de la mesa.
	 —¿Quieres un café?
	 —No. Déjame la foto de la guerra.
	 —¿Qué ha pasado? —insiste.
	Le ruego con la mirada que me traiga la fotografía.
Mientras vuelve la imagino rebuscando en el cajón de arri-
ba de la cómoda.
	 —Antonio se ha ido —digo cuando la deja sobre la
mesa.
	 —Voy a calentarte un café en el microondas.
LAGUERRA
34 álbum de familia
Los bordes de la foto alguna vez fueron rígidos y cortantes, ahora están
desgastados. Cuando yo era pequeña y la miraba, no sabía calcular el
tiempo; por eso cuando mi padre me contaba que él había estado en la
guerra civil, le creía. En la playa nos dejaba tocar su herida de la bala,
un agujero retorcido debajo del ombligo. Podías hundir en ella el dedo
hasta la primera falange antes de que la escondiera con su bañador
de cuadros. En la fotografía, mi padre, con ropa militar, está recostado
en un lío de mantas sobre el somier de su litera. Por la ventana, a su
espalda, entra el sol iluminando su nuca de muchacho y un papel que
apoya en la rodilla. Escribe una carta de amor para mi madre. Sonríe.
Su puño aprieta el bolígrafo concentrado en las palabras que escribe.
Las tres hebillas metálicas de su bota de soldado brillan sobre el cuero
negro. A su lado, el que iba a ser mi padre mira también el papel.
	 Doy un sorbo al café que mi madre ha dejado en la mesa. Ella se
sienta en la butaca y saca de la bolsita la labor de ganchillo. Jugueteo
con las rosetas de perlé blanco mientras decido si contarle algo más.
	 —Se ha ido con Virginia —le digo confiando en que no me pregunte
nada.
	 Vuelvo a la fotografía. El otro muchacho, el que mira lo que mi padre
escribe, se llama Manuel. Es analfabeto y mi padre le ayuda con las
cartas para la familia y la novia. Le ayuda en eso y en todo lo demás de
la guerra. Gracias a él tienen las literas junto a la ventana y la puerta
del barracón. Si hay que salir corriendo, ellos son los primeros. Siempre
están juntos y son los protegidos del capitán. A la hora del rancho les
sirven buenos platos de potaje, y si hay huevos fritos, a menudo les
35la guerra
toca uno extra, porque también el cocinero le debe algunos favores a
mi padre, que tiene todo lo de la guerra controlado, menos al enemi-
go.
	 Cuando era pequeña y miraba esta foto, la guerra no daba nada de
miedo: parecía un lugar feliz con un sol que te acariciaba, donde los
hombres encontraban al amor de su vida.
	 El gesto de Manuel es confiado. Esboza una sonrisa tímida ante
las palabras que mi padre escribe para su novia. En realidad son esas
palabras las que la mantuvieron enamorada. En la fotografía, Manuel
parece casi un niño. Sólo lo vi una vez, hace unos cuantos veranos, du-
rante la feria. Tomábamos una cerveza en la plaza. Un hombre vestido
de chaqueta se acercó a nuestra mesa. Mi padre se levantó y lo abrazó.
Luego se volvió hacia mí.
	 —María, este es mi amigo Manuel.
	 Apreté la mano que me tendía, reconociendo al hombre que iba a
ser mi padre. Siguieron un rato de pie, hablando y dándose palmadas
en los hombros mientras yo pensaba que parecían de la misma edad,
no como en la fotografía.
	 Mi madre me mira desde detrás de la labor. De cuando en cuando tira
del hilo con su dedo meñique y el ovillo salta dentro de la bolsa. El café
se ha templado en el vaso. Bebo un poco y lo aparto a un lado. Intento
recordar qué gesto tengo en las fotos con Virginia: de los cumpleaños,
en las funciones del colegio, fotos en el instituto y con la pandilla. Las
últimas, las del día de mi boda. El fotógrafo vino a casa antes de salir
para la iglesia. Me tomó unas cuantas arreglándome frente al espejo
36 álbum de familia
del dormitorio de mamá. En una, el ramo que Virginia acaba de traer
de la floristería reposa sobre el mármol de la cómoda mientras ella me
coloca una flor en el pelo. Yo quería un ramillete silvestre, apenas un
puñado de margaritas, pero Virginia no me dejó, me dijo que eso no
era un ramo de novia. El fotógrafo nos sacó por detrás pero en el es-
pejo las dos sonreímos; Virginia abiertamente, yo más con los ojos que
con la boca. Un momento antes ella había cortado dos flores. Le puso
una en la solapa a mi padre y mandó a mi hermano con la otra a casa
de mi novio. Ella es así, siempre sabe qué hay que hacer. En el Instituto
inventaba siempre cosas para no aburrirnos, como cuando jugábamos
a los puntos y las rayas; llenamos hojas y hojas cuadriculadas de su
archivador mientras el profesor de Historia soltaba su rollo. Luego ella
se marchó a estudiar fuera, pero yo ya estaba saliendo con Antonio.
	 Apenas entra ya claridad por el balcón. Es raro que no haya vuelto
mi padre. Puede que haya pasado un momento por el bar. Me levanto
a encender la luz. Me siento de nuevo.
	 —¿Alguna vez te acuerdas de Manuel? —le pregunto a mi madre.
	 Coge el mando de la televisión y la apaga.
	 —Éramos casi unos niños —dice.
	 Fija de nuevo la mirada en el ganchillo. Me gustaría preguntarle si
volvieron a verse pero sé que ya no va a decir nada más. No le gusta
hablar de esa historia. La historia de la guerra era de mi padre. Nos la
contaba cada vez que se la pedíamos. Mi hermano le hacía preguntas
sin parar. Quería saber si había matado alguna vez a un hombre, cómo
sonaban las bombas cuando caían cerca de las trincheras o si llegó a
37la guerra
estar muerto cuando le dispararon la bala en la barriga. A mí me gus-
taba la parte en la que mi madre y él se enamoraban. Habían estado
muchos meses enviándose cartas. Mi madre llenaba las cuartillas de
corazones y besos para responder a las palabras de amor que le escri-
bía como si fuera su novio. En Navidad les dieron permiso y pasaron
la Nochebuena en casa de Manuel. Cuando su amigo le presentó a su
novia, mi padre supo que se había enamorado de ella. Era algo irreme-
diable. Volvieron al cuartel, y mi padre empezó a escribirle firmando
con su nombre esta vez y ella respondió. Nunca se me ocurrió pregun-
tar qué había sido de Manuel. Al fin y al cabo la historia tuvo un final
feliz para los protagonistas. Ahora pienso en aquel hombre que conocí
en la feria y no me parece el muchacho ingenuo de la fotografía. Me
pregunto cómo ha llegado a ser quien es ahora. Solo sé que se marchó
del pueblo al acabar la mili y apenas ha vuelto por aquí.
	 Intento encontrar en mis recuerdos el momento en que Antonio y
Virginia dejaron de ser los que yo conocía. Quiero salir al balcón pero
me quedo mirando la fotografía y pienso en venderlo todo, o regalarlo,
y marcharme lejos, como Manuel.
	 —Antonio me ha dicho que me quede con todo —le digo a mi ma-
dre.
	 Me da rabia la mirada compasiva que me dirige.
	 —¿Y ahora qué hago yo con una cama de matrimonio y un comedor
con seis sillas? —le pregunto mientras comienzo a llorar sin querer.
Suenan las llaves en la cerradura. Mi madre se levanta deprisa y la agu-
ja de crochet se escurre del ovillo y cae al suelo. Me seco las lágrimas
38 álbum de familia
con el puño de la blusa mientras les escucho susurrando en la entrada.
Entran en la salita y mi padre me abraza por detrás y me besa en el
pelo.
	 —Me he dejado las llaves dentro de la casa —es lo único que se me
ocurre decirle mientras se sienta a la mesa frente a mí.
	 —¿Dónde está Antonio? —me pregunta—. Voy a hablar con él.
	 —Ha hecho la maleta y se ha marchado. Me ha dicho que me quede
con todo. Es irremediable.
	 Mi padre me mira y por una vez no sabe lo que hay que hacer. Aca-
ricio la fotografía sobre la mesa sin dejar de mirarle.
	 —¿Qué significa esta foto para ti? —le pregunto.
	 El cubre mis manos con las suyas grandes y calientes. Debajo queda
sepultada la fotografía.
	 —En la guerra siempre gana alguien —me contesta.
d i c c i o n a r i o d e i n e x i s t e n c i a s
d i c i o n a r i o d e i n e x i s t e n c i a s
Isabel Merino
	 Encontré a mi padre sentado en su butacón. Parecía
diez años mayor. Su figura esquelética se perdía dentro
de su batín de lana a cuadros. Después de abrazarlo me
preguntó por el Diccionario de las Inexistencias.
	 —¿Lo has traído?
	Lo saqué del bolsillo interior de mi chaqueta. Él lo aga-
rró con sus manos huesudas y temblorosas y lo aferró con-
tra sí. Cerró los ojos unos instantes. Después me pidió que
lo dejase solo.
	Observé los objetos acumulados sobre la mesa camilla
antes de salir de su habitación: Un termómetro, un rotu-
lador rojo, una caja de supositorios, otra de aspirinas y un
botecito de typpex. Cogí el termómetro y lo agité varias
veces en el aire.
	 —Media hora será suficiente —añadió.
	 Dejé el termómetro sobre la mesilla y me dirigí a la
cocina. Me senté frente al reloj a contar los minutos. A
la media hora regresé para tomarle la temperatura y me
devolvió el Diccionario.
	 —No lo abras hasta que me haya ido, Enrique.
	 Asentí y lo guardé en el cajón de su escritorio.
Diccionariode
inexistencias
42 álbum de familia
	 —Quiero que llames a tu madre —dijo mientras le ponía el termó-
metro en la axila. Nos miramos unos instantes. Fui el primero en bajar
la mirada. Asentí sin replicar y él me devolvió el gesto. Murió dos días
después.
	 Encontré el teléfono de mi madre en su agenda. Mis dedos tembla-
ron al marcar el número, pero mi voz sonó firme:
	 —Mi padre ha muerto. Me pidió que la llamara. Mañana se celebrará
el funeral.
	Le hablé de usted. No sé cómo se le debe hablar a una madre.
	 Apareció a media mañana, se santiguó ante el ataúd y preguntó por
mí. Supuse que me reconocería, pero no lo hizo hasta que di un paso al
frente. Nos miramos sin tocarnos. Estudié su rostro antes de invitarla
a sentarse en uno los bancos de madera de la capilla. Heredé sus ojos,
su nariz aguileña y la expresión tristona de su cara.
Dejé que me agarrara la mano cuando el enterrador terminó su trabajo.
Durante ese fugaz momento, apreté los dientes y tensé las mandíbulas,
en un esfuerzo por no ponerme a llorar como un crío. Fue en vano.
	 Terminado el funeral me besó en la frente y en la cara. Prometí
llamarla algún día. Me acarició las manos y me sonrió al despedirse.
La última vez que nos vimos me arropó y no quiso leerme mi cuento
favorito, entonces era ella quien lloraba. Yo tenía seis años. Me dio las
buenas noches, me acarició el pelo y me dijo adiós con la mano antes
de cerrar la puerta. La expresión de su rostro era la misma entonces y
ahora, labios apretados y ojos tristes.
	 —Te llamaré —dijo.
43diccionario de inexistencias
	 Cuando regresé a la casa de mi padre me senté en el viejo butacón.
Aún olía a él. Pasé la tarde evocando recuerdos en aquella habitación.
Cuando anocheció abrí el cajón de su escritorio y cogí el Diccionario.
Sobre él mi padre me había dejado una fotografía de un montón de
chicos paralizados en un instante de diversión. Yo tenía 14 años y era
mi primer campamento de verano. También fue el último. El muchacho
que fui se encuentra tres pasos por detrás del resto. Al observar la foto
recordé cada detalle de aquel día con extraña claridad.
	 Me senté en el butacón de la misma manera que solía hacerlo él,
con las piernas cruzadas, un brazo apoyado sobre el vientre y las gafas
apoyadas en la punta de la nariz. Dejé el Diccionario en la mesita y me
concentré en la fotografía y en los recuerdos que me evocaba. No había
vuelto a verla desde el día en que Luis me la regaló.
	 Fui a aquel campamento porque Luis se empeñó en ir. Nos habíamos
hecho inseparables en el colegio y a pesar de que mi padre me había
advertido sobre la amistad, Luis y yo nos hicimos amigos. Andábamos
todo el día juntos, como hacen los amigos, y el verano que terminamos
la E.G.B. me convenció para que nos apuntásemos a un campamento.
	 En la fiesta de bienvenida permanecimos sentados en una esquina
observando al resto. Saqué un cómic de Flash Gordon de mi mochila
para matar el tiempo. Flash era mi superhéroe favorito. Luis y yo colec-
cionábamos cómics que releíamos una y otra vez, pero esa tarde, me
obligó a guardarlo.
	 —Este no es el lugar, Kike, guarda eso.
44 álbum de familia
Cuando comenzó a sonar Rock and Roll, Luis se levantó y se dirigió a la
pista imitando a los demás. Me hizo una señal para que me acercara,
pero yo no me moví del sitio. No me gustaba aquella música. En casa,
desde que compramos el tocadiscos, sólo oíamos música francesa y me
aficioné a ella. Mi padre decía que nadie cantaba como Edith Piaf y yo
pensaba lo mismo.
	Luis se puso a bailar con una chica. Apareció el novio y le dio un em-
pujón. Lo tiró al suelo. Cuando quise ayudarlo un tipo más alto y más
fuerte que yo ya había dado la cara por él. Así conocimos a Héctor. Su
robustez y su cara de estar siempre enfadado evitaba que nadie se nos
acercara. A mí no me gustaba, pero Luis quedó encantado con aquel
guardaespaldas que nos doblaba en carácter y altura. Con él descubrió
que había otras bromas aparte de las nuestras con las que se podía reír.
Una noche lo encontré fumando con Héctor. No entendió que le arran-
cara el cigarrillo de las manos, lo tirase al suelo y lo pisoteara. Eran sus
pulmones y yo no debía entrometerme. En otra ocasión los encontré
espiando a las chicas en el lago. Fueron castigados cuando los pillaron
desnudos frente a ellas.
	 El sonido del teléfono me sobresaltó. Dejé la fotografía y las gafas
en la mesita, junto al Diccionario y fui a responder. El Doctor Segovia
estaba preocupado por mí. Le agradecí su llamada sin entretenerme a
entrar en conversación. Regresé al butacón adoptando la misma postu-
ra y volví a coger la fotografía. No lo pasé bien en aquel campamento,
por eso no quise volver a ver aquella imagen, pero eso fue hace mucho
tiempo. Ahora querría regresar allí aunque mi padre no lo aprobara.
45diccionario de inexistencias
	 Hubo momentos, en los que Luis era el de siempre, jugábamos al
ajedrez, leíamos a Flash o charlábamos sobre las estrellas cuando ano-
checía. Él quería ser astrónomo, aunque yo aún no lo tenía claro. A
mitad del verano apenas me dedicaba algún rato. Se había convertido
en ese otro Luis, en el de la foto, tan igual al resto y tan distinto a mí.
Llegué a sentirme tan solo como cuando mi madre se marchó. Durante
los torneos de verano del campamento intenté recuperar su amistad.
Fui a la oficina de inscripción y pedí los papeles para dobles. A Luis le
gustaba jugar al tenis y a mí no se me daba mal. Lo encontré tumbado
en una hamaca, en la zona de la piscina.
	 —Ya me apunté con Héctor, Kike. Es el mejor y sabes que me gusta
ganar—dijo.
	 Héctor se acercó. Me echó el humo de su cigarrillo en la cara y se
sentó en la hamaca contigua a la suya. Traía un par de raquetas.
	 —¿Hoy no lees cuentitos de críos?
	 Se rieron y me alejé rompiendo los papeles de inscripción en mil
pedazos.
	 La fotografía fue tomada el último fin de semana que pasamos allí,
en la fiesta de cumpleaños de Luis. Mi nombre no estaba incluido en
la lista de los invitados. Se lo recriminé y él se encogió de hombros.
Me dijo que la lista la había elaborado Héctor y que debió olvidarlo sin
querer.
	 —Además, Kike, a ti no te gustan las fiestas.
46 álbum de familia
	Lo seguí a los pinares, donde sonaba la música. Héctor me trajo una
copa. Bebí un sorbo que me quemó la garganta y me enrojeció la frente
y las mejillas. Héctor se rió mientras la escupía.
	 —Es la bebida de los hombres—se burló.
	 Pensé en mi padre y en su absurdo Diccionario de Inexistencias.
	 Alguien sacó una cámara de fotos en el momento en que me acer-
caba al grupo. Luis se puso del revés la gorra que Héctor le había rega-
lado. Sonaba Satisfaction y todos bailaban y saltaban. Yo los observaba
desde detrás, sin moverme. Mi padre se había salido con la suya, resol-
ví alejándome. Héctor vino detrás de mí, borracho, y me agarró de la
camiseta.
	 —Aléjate de mi camino, Kike
	 Me dio dos golpecitos en la espalda, se giró levantando el dedo co-
razón al cielo y regresó a la fiesta.
	Luis me dio una copia de la foto el día que nos marchamos. La
observé detenidamente. Le di las gracias y me despedí. Fue la última
vez que nos vimos. Cuando mi padre me recogió le daba vueltas a la
fotografía en las manos sin saber qué hacer con ella. Cuando mi madre
se marchó, mi padre sacó todas sus fotografías de los álbumes y en-
cendió la chimenea. Yo las cortaba en cachitos con las tijeras de punta
redonda y él los lanzaba al fuego. Después hicimos lo mismo con los
negativos.
	 Metí la fotografía de la fiesta en la guantera y me olvidé de ella.
Una vez en casa, mi padre sacó el Diccionario de las Inexistencias del
cajón de su escritorio, lo abrió y me mostró la palabra Amistad impresa
47diccionario de inexistencias
en la primera página, en la A, en letras mayúsculas, justo después del
Amor. Había aceptado mi amistad con Luis a regañadientes y puso la
palabra en cuarentena. Así sucedía con todas las palabras en las que
no lográbamos ponernos de acuerdo. Cuando me demostraba que tenía
razón subrayaba la palabra en color rojo. Sólo a partir de ese momento
dejaba de existir para nosotros.
	 —¿Te parece que la Amistad debe estar ahora en mi diccionario,
Kike?
	 Asentí. No volvimos a hablar de Luis, de Héctor, ni del campamento,
como habíamos hecho con mamá.
	 Volví a marear la fotografía en las manos como aquel día. En el
dorso, con letra irregular, alguien había escrito un nombre y un teléfo-
no. Sonreí sin querer al reconocer la letra en la tinta azul descolorida.
Dejé la fotografía sobre la mesita, del revés, me levanté y me asomé
a la ventana tomar el aire. La noche era oscura y fría. Cerré los ojos,
inspiré profundamente y dejé que la humedad me despejara de todas
las emociones vividas durante el día. Cuando el frío enrojeció mis me-
jillas y me hizo temblar cerré la ventana, encendí la chimenea y volví
al butacón. Me acomodé, me ajusté las gafas y cogí el Diccionario de
las Inexistencias. Observé sus tapas negras y duras, con las esquinas
desgastadas. Ahora me pertenecía y las últimas palabras que mi padre
hubiese anotado en él durante la media hora que los dejé a solas serían
mi herencia. Recordaba claramente cuál fue la primera palabra que mi
padre escribió en él: Amor. Con el tiempo supe que hacía referencia
a mi madre. Nos abandonó cuando cumplí los seis años. Entonces no
48 álbum de familia
sabía lo que significaba abandonar. Cada día preguntaba por ella y cada
día mi padre me respondía que nos había abandonado y que nunca iba
a volver. Seguí preguntado hasta que olvidé que había vivido con noso-
tros. Mi padre no volvió a nombrarla y cuando fui adolescente y quise
saber, me dijo que se marchó porque no nos quería.
	 Comenzó a escribir su Diccionario de Inexistencias el día que cum-
plí ocho años. Decía que nos haría fuertes y valientes. Después de la
palabra Amor, anotó muchas otras en su Diccionario: Belleza, Dios,
Fantasmas, Perfección... Las acaté todas porque él siempre sabía lo
que era mejor para nosotros. Por eso estuve de acuerdo cuando incluyó
la palabra Amistad a mi vuelta del campamento y también cuando me
mandó a estudiar lejos.
	 Me llevé el Diccionario conmigo. Cada día lo consultaba. Ponía en
cuarentena las nuevas palabras y las comentábamos cada vez que vol-
vía a casa. Llegamos a reunir más de 150 palabras nuevas durante mi
época en la Universidad. Nunca asistí a una fiesta ni me relacioné con
nadie más allá de la pura conveniencia. En los tres últimos años sólo
vi a mi padre por Navidad. Enfermó en mi ausencia. Le diagnosticaron
una neumonía. Después supimos que era cáncer. Me pidió que anotara
la palabra en el Diccionario. Abrí el cuaderno por la letra C y escribí allí
la palabra. Insistió en que no viajara, en que lo tenía todo controlado.
Y así comenzó todo un año de correspondencia. A medida que fueron
llegando las cartas fui notando un cambio en él y en su actitud frente
a la vida. Me contó que uno de los médicos, Arturo Segovia, había sido
un buen amigo de juventud y que sirvieron juntos en la mili. Le daba
49diccionario de inexistencias
un trato privilegiado en el hospital. Era la primera vez en años que mi
padre usaba la palabra amigo. Fue Arturo quien le presentó a mi ma-
dre, me dijo en otra de sus cartas. Mi madre estaba en la M de nuestro
Diccionario y tampoco debía nombrarla, sin embargo lo hizo.
	 En las siguientes cartas sólo hablaba de lo bien que se estaban
portando con él. La mujer de Arturo le llevaba comida casera y le leía
por las noches antes de dormir. Era voluntaria en el hospital para hacer
más llevadera la estancia de los enfermos que estaban solos. Arturo
no había perdido contacto con otros amigos de juventud, que al saber
que mi padre estaba solo en el mundo porque su hijo vivía muy lejos,
se acercaron a saber de él y lo visitaron asiduamente para que nunca
estuviese solo. En la última de sus cartas me contó que sentía la nece-
sidad de volver a saber de mi madre antes de morir.
	Lo trasladaron a casa cuando no pudieron hacer más por él. Me pidió
que regresara y que trajese conmigo el Diccionario de las Inexistencias.
Estos dos últimos días que pasamos juntos no dejó de hablar de sus
correrías de juventud y de mi madre. Así supe cómo ella se enamoró
de Jesús Ugalde, su mejor amigo, y cómo nos abandonó por él. Me
confesó que ella no había dejado de escribirme y que todas sus cartas
estaban guardadas en uno de los cajones de su escritorio. No dejaron
de llegar con los años a pesar de no obtener respuesta.
	 Era medianoche cuando me decidí a abrir el Diccionario. Las ho-
jas estaban acartonadas, cubiertas de gruesas pinceladas de typpex;
algunas estaban pegadas y costaba separarlas. Desde la A a la Z, mi
padre había cubierto las palabras con aquel líquido pegajoso. Repasé
50 álbum de familia
cada hoja en blanco de principio a fin. Cuando llegué al final lo cerré. El
Diccionario estaba vacío. Lo aferré contra mí. Cerré los ojos y acaricié
el lomo de cuero negro y puntas desgastadas. Después me acerqué a
la chimenea y lo lancé al fuego.
	 Por la mañana, antes de marcharme, me acerqué a la mesita y
cogí la fotografía del campamento. Saqué la agenda del bolsillo de
mi chaqueta y apunté el número que estaba escrito en el dorso: Luis
993.970.559.
d í a s e n l a v e n t a n a
d í a s e n l a v e n t a n a
Miguel Núñez
	 Lina no recordó su aniversario. Fue a la peluquería
como todos los viernes, compró comida para el fin de se-
mana y tendió la ropa de dos lavadoras. Los niños jugaron
en su cuarto toda la tarde, Lina los llamó para que ayuda-
ran a poner la mesa. Desde la ventana de su dormitorio
vio encendidas las luces de la calle y una luna redonda que
asomaba encima de los tejados. El quiosco donde Julián
compraba sus cigarrillos ya tenía echadas las correderas.
	 Julián le propuso cenar fuera. Lina no estaba de humor
para salir, pero aceptó. Se duchó mientras él llevó a los ni-
ños con su hermana. Se puso el vestido beige con estam-
pado de flores y botas de cuero marrón; algo de sombra en
los párpados y unas líneas oscuras marcando la curva de
los ojos. Era abril y llevaba varios días sin hablarle. Siem-
pre es ella la que deja de hablar. Ataja las discusiones con
un: «Está bien, lo que tú digas», y mantiene un silencio
tenaz durante días. Desayunan sin mirarse y evitan rozar-
se en la cama. Al principio le cuesta mantener el silencio,
pero al cabo de los días termina acostumbrándose.
	 Había feria en la plaza. Una multitud se aglomeraba
delante de la tómbola y los puestos de bebidas. Julián la
DÍASENLAVENTANA
54 álbum de familia
cogió del brazo. Cruzaron bajo los soportales hasta un restaurante con
cortinas de hule, casi desierto. Lina se sentó frente a su marido y fingió
estudiar la carta. Pidió lo que solía pedir cuando comía fuera: ensalada,
merluza al horno y agua. Julián, huevos con jamón, chuletas de corde-
ro y botella de vino.
	 El zumbido de la feria llegaba amortiguado por las cortinas, tan
opacas que no dejaban ver la calle. Lina se quitó el abrigo y se dedicó
a seguir las líneas del mantel con las yemas de los dedos.
	 —Hace calor aquí —comentó Julián.
	 Ella lo miró.
	 —Sí —dijo.
	 El camarero trajo las bebidas. Julián esperó a que sirviera las copas
para levantar la suya y anunciar: «Feliz aniversario». Lina no se inmu-
tó. Elevó su copa sin llegar a tocar la de su marido.
	 —¿A que no te has acordado? —preguntó Julián.
	 —No —respondió Lina sin apartar la vista del mantel.
	 —¿Sigues enfadada? —sugirió Julián con una sonrisa.
	Lina levantó la cabeza:
	 —¿Debería estarlo?
	 —No sé. Supongo que sí.
	 Hacía mucho que no salían a celebrar su aniversario, era una de
esas costumbres de la que se habían desprendido con el paso de los
años. Como ir al cine o desayunar en la cama los domingos.
55días en la ventana
	 Después de cenar pasearon por la feria. Se detuvieron en un puesto
de bisutería donde Lina eligió unos aros de plata. Se los colocó sobre la
oreja y se miró al espejo que le ofrecía la empleada pero no se gustó.
	 En la caseta municipal consiguieron una mesa cerca de la pista de
baile. Pidieron bebidas y Julián le propuso bailar. Ella se excusó: «No
me apetece», y se dedicaron a observar a otras parejas. Julián marca-
ba el ritmo con intermitentes palmadas sobre su muslo. Lina cruzaba
los brazos, sosteniendo su vodka con naranja cerca del hombro.
	 —Voy a comprar cigarrillos —dijo Julián levantándose. Lina lo siguió
con la mirada hasta que lo vio salir de la caseta.
	 Alguna vez se sorprendió imaginándolo con otra mujer. Al princi-
pio desechó la idea, pero la imagen volvía cada cierto tiempo, hasta
que dejó de sorprenderla. Fantaseaba con un apartamento pequeño,
sin muebles, donde su marido acudía cada tarde después del trabajo.
Incluso tenía un rostro para aquella mujer, con rasgos finos y ojos un
poco saltones, como los suyos. En realidad solo conseguía imaginarla
parecida a ella misma, a la que fue cuando conoció a Julián. Ellos tam-
bién habían sido amantes antes de casarse.
	Tocaron sabor a mí y Julián insistió en bailar. Bailar era otra de las
costumbres que habían perdido con los años. Ella aceptó esta vez.
Dejaron las bebidas sobre la mesa y salieron a la pista. Él la llevó de
la cintura, su cara rozándole los cabellos. Ella siguió sus movimientos
intentando no pisarle.
	 Pasaron por delante de la caseta de tiro y Julián quiso probar su
puntería sobre el blanco giratorio. Una cámara fotográfica, conectada
56 álbum de familia
al centro de la diana, se disparaba al impacto del plomo. La pared de
la caseta estaba cubierta con las fotos de los acertantes. En todas, un
hombre en el centro de la imagen cerraba un ojo en el momento de
disparar su escopeta. Julián acertó al tercer intento y el encargado les
entregó una copia.
	Lina aparecía junto a su marido pero no se reconoció. Era su cara,
su gesto de siempre, sin embargo tuvo la sensación de no ser ella.
Rodeada de gente desconocida, se vio como una desconocida más,
alguien que esquiva el ojo de la cámara y, aferrada al borde del abrigo,
intenta escapar antes de ser descubierta.
	 No hablaron en el camino de regreso. Entraron en la casa y fueron
directamente al dormitorio. Lina se cambió en el baño. Al salir, Julián
le entregó una caja envuelta en celofán rojo: «Feliz aniversario», dijo.
Ella se sentó en la cama y desenvolvió el paquete. Eran los aros de
plata. Se quedó mirándolos como si esperara resolver algún misterio.
Extrajo uno de los pendientes, se lo colocó sobre la oreja y preguntó:
«¿Te gusta?», con una sonrisa, tratando de ocultar su cansancio.
	 Julián se sentó a su lado, le desabrochó el camisón y hundió la cara
entre sus pechos. Ella se echó sobre la almohada con una sensación de
lejanía, como si contemplara la escena tras un cristal. Miraba la cabeza
de su marido, la calva incipiente, los pliegues de piel alrededor del cue-
llo.
Lina no recordó su aniversario. Conserva imágenes difusas del día de
su boda, escenas sin movimiento donde nunca se ve a sí misma. En
57días en la ventana
cambio, sí recuerda los días en la ventana: tardes esperando que Julián
apareciera al final de la calle. Se detenía en el quiosco a comprar ciga-
rrillos, antes de enfilar la cuesta, y ella agitaba los brazos. Corría a la
puerta del apartamento y le preguntaba: «¿Todavía me quieres?».
	 No logra conciliar el sueño. Contempla la franja de luz que entra
por la ventana e ilumina el ángulo de la pared. Se levanta, descorre las
cortinas y, por un instante, su reflejo en el cristal le devuelve la imagen
en la fotografía de la feria. Esa desconocida que viste sus ropas y man-
tiene un gesto esquivo ante la cámara, no es la misma que esperaba a
Julián cada tarde. Es una sombra que consiguió desplazarla y ha termi-
nado por parecerse a ella.
	La calle está en silencio. Una pareja se detiene junto al quiosco. La
chica se apoya sobre la corredera mientras el muchacho le coge la cara
y la besa. Ella le acaricia la espalda. Demora su mano junto a la axila
y se la cosquillea con un gesto resuelto. Ríe y escapa calle arriba. El
chico corre detrás. La alcanza en seguida, la abraza e intenta besarla
otra vez. Ella aparta la cabeza, lo mira y vuelve a reír. Ellos nunca se
besaban en la calle. Buscaban las últimas filas de los cines, los rincones
apartados de las cafeterías, pero nunca en la calle. Lina se preguntaba
si habría sido siempre igual de retraído.
	 No conoció a su primera mujer. Sólo en una ocasión, al principio de
casados, ella llamó por teléfono: «Di a Julián que se ponga», ordenó.
Julián se puso. Salió y volvió al par de horas. Esa vez no lo esperó en la
ventana. Cenaron en silencio y mientras recogía los platos, él la abrazó
58 álbum de familia
por detrás. Lina preguntó: «¿Crees que me parezco a ella?». Él la apre-
tó acercando los labios hasta su oreja: «Tú eres distinta», dijo.
	Lina se ha sentado a los pies de la cama. Contempla a Julián que
duerme con el brazo extendido, ocupando el espacio que ella dejó al
levantarse. Un leve ronquido marca los intervalos de su respiración. No
está segura de que tenga una amante, pero sabe que en algún momen-
to dejó de creerla distinta. La luz de la calle, sobre su espalda, proyecta
una sombra en la pared. Es una figura extraña. Sin embargo reconoce
el contorno de los hombros, del cuello, el perfil de la cabeza. Alarga la
mano y la sombra estira su brazo hasta encontrar la mano de Lina y
desaparecer al roce de los dedos.
l a n o c h e d e l a f i n a l
l a n o c h e d e l a f i n a l
Pedro Rojano
	 «Salvador ha muerto», dice una voz desconocida al
otro lado del teléfono y Pepo advierte un precipicio como
de montaña rusa. Quiere llorar, y cree hacerlo cuando se
descubre en el espejo del salón de pie, junto a la mesa de
libros, mirando sin mirar al frente. No siente lástima, per-
manece en vilo, igual que en el instante previo a la última
frase de una buena novela: la lee de un vistazo y cuando
llega al punto y final, siente un vacío sin traducción, como
cuando uno descuelga el teléfono de madrugada después
de que una voz desconocida te haya anunciado que tu her-
mano ha muerto.
	 Salvador siempre llegó dos años antes que Pepo a to-
das partes. Se adelantó en el parto, y no hubo forma de
recuperar la desventaja. De todos los recuerdos que con-
serva de su hermano, la foto que les hicieron el día que
Salvador estrenó el abrigo color hueso es el más presente.
Está expuesta en uno de los estantes del mueble del sa-
lón, en un marco de alpaca con adornos barrocos. En ella,
su hermano le tiene apoyado el brazo en el hombro con
gesto decidido, como si fuera un presentador. Han pasado
más de cuarenta años y todavía recuerda el día que se la
LANOCHEDELAFINAL
62 álbum de familia
tomaron. Salvador siempre por encima, con su brazo apoyado desde
entonces.
	 No tiene fuerzas para vestirse. Se hunde en el sofá de cuero negro
relleno de plumas y los reposabrazos casi lo envuelven. Contempla al
Salvador sonriente de la foto: un tipo claro, de color hueso, con los
músculos tensos como el amortiguador de una locomotora; nunca hubo
vías para él —piensa—, fue el primero de su promoción y logró salir de
casa con diecisiete años. «Todo un modelo», repetía con insistencia su
madre. A Pepo le tocó heredar todas las prendas de su hermano, como
las botas de fútbol con las que Salvador consiguió marcar el gol de la
victoria en la final regional. Con ellas, a Pepo ni siquiera lo selecciona-
ron de suplente. O como el abrigo con el que Pepo aparece en la foto.
Era un abrigo de lana gris glamoroso, con pretensiones de gángster.
Tenía unos enormes botones de pasta y una solapa descarada. Pepo
estaba seguro de que lo habían importado desde el mismísimo Chicago.
Desde que su madre lo compró, lo deseó más que a nada en el mundo.
	 Un día de paga trajeron un abrigo nuevo para Salvador. Tenía un
color hueso, impecable y le quedaba justo por encima de las rodillas,
como si lo hubieran hecho a medida. Pepo derrapó por el angosto pasi-
llo que distribuía las cuatro habitaciones. Mientras en el salón Salvador
se probaba el nuevo abrigo ante la atenta mirada de su madre, Pepo,
por primera vez se vistió con el abrigo de Chicago. Pero antes de mi-
rarse al espejo del armario, se aupó con ayuda de una silla hasta el
altillo del armario para rescatar un sombrero de fieltro con una tirilla
estampada, se lo ajustó tirando del ala hacia abajo como lo había visto
63la noche de la final
hacer a Humphrey Bogart en El Halcón Maltés, extrajo una pistola del
cubo de los juguetes y apuntando con precisión hacia el espejo disparó.
Desde el salón llegaba un rumor festivo mientras Pepo se desangraba
en el callejón, entre las dos camas de hierro.
	 Tras el marco de alpaca, cuatro enganches sostienen el panel sobre
el que descansa la foto. Pepo los libera y extrae con cuidado el panel.
La foto de papel rígido posee la fragilidad de las cosas antiguas. En el
fondo descolorido del paspartú se percibe un rectángulo que conserva
el verde original. Al dorso de la fotografía, Pepo lee una dedicatoria con
letra de su hermano: «22 de diciembre / Feliz Navidad mamá».
	 El sol de aquel día de invierno tenía un brillo de año nuevo. En la
plaza de la Constitución un fotógrafo insistió en sacarles una instantá-
nea. Salvador siempre salía bien en las fotos. Se colocaron delante de
un Volkswagen escarabajo de color amarillo. Pepo no quería que los
abrigos estuviesen juntos. Se separaron, pero en el momento en que
el fotógrafo dijo: «¡Atentos!», Salvador apoyó su brazo izquierdo en el
hombro de Pepo, como si quisiera mostrar a todos que él siempre esta-
ría allí, que aquel era su hermano pequeño y su abrigo usado.
	 «Han pasado cuarenta años», piensa Pepo hundido entre los cojines
del sofá. Sigue estando atrás, incluso en la muerte. Apenas ha logrado
reducir la diferencia.
	La última vez que le vio fue hace un par de semanas, le zarandeó de
los hombros y le dijo: «¡Muchacho!». A él no le gustaba llamarle Pepo,
decía que era nombre de muñeco. «¡Muchacho!», le recordó a su ma-
dre, seca y decidida como una bola lanzada hacia el centro de la bolera.
64 álbum de familia
Le ofreció unas entradas para la final de la copa: «Ya sabes que no me
gusta el fútbol», rehusó Pepo.
	 Ahora tiene la boca seca. Con dificultad se libera de las garras del
sofá y camina hacia la cocina arrastrando las zapatillas. En el frigorífi-
co hay una lata de anchoas, una botella de agua y un par de cajas de
multivitaminas. Vierte un poco de agua en un vaso de plástico y se la
bebe de un trago. Algunas gotas se derraman por el pijama. El reloj de
la cocina está parado en las diez y diez desde antes de morir su madre.
Mira el de pulsera, las doce y media. Debería llamar a un taxi, a estas
horas no habrá nadie en la calle. Tres minutos le separan de la parada,
pero le asusta salir de noche. Será mejor llamar por teléfono.
	Le gustaría actuar como su hermano. Si él estuviese aquí, ya ha-
brían salido. Salvador no se paraba a pensar las cosas, parecía conocer
con antelación lo que iba a ocurrir. De nada le ha servido esa intuición
esta tarde. La voz del teléfono no ha sabido explicarle nada, tan sólo
aclaró: «Todo ha sido muy rápido». ¿Quién sería? No se le ocurrió pre-
guntar, pero ahora quisiera saberlo. Quizás fue su cuñada o alguna de
sus sobrinas, apenas conoce a las personas que rodeaban a su herma-
no. Ahora quisiera saber más de Salvador, quisiera volver a tener nueve
años.
	 Mientras se quita el pijama, repara en el calendario. Es domingo,
igual que cuando perdió el abrigo de lana gris. Aquel día la luz se hacía
hueco entre negros nubarrones. No era un buen día para jugar al fútbol,
sin embargo Salvador llevó a Pepo al partidillo de entrenamiento con
el equipo. Se habían quedado sin portero y necesitaban un sustituto.
65la noche de la final
Pepo dobló el abrigo y lo colocó con cuidado junto a poste. Le metieron
tres goles, pero a falta de un minuto logró detener un disparo. Todos se
abrazaron a él. El partido finalizó y la euforia de Pepo le hizo olvidar el
abrigo. Cuando volvió a buscarlo, había desaparecido. Al llegar a casa,
Salvador chutó directo a portería: «Mamá, Pepo ha perdido el abrigo».
Se quedó sin cena. Tuvo que volver a utilizar la vieja trenca azul.
	 Desnudo corre por la casa hacia el sofá. La foto sigue allí, con la viva
sonrisa de Salvador. La toma por los extremos y la rasga por la mitad.
	 —Ya no estás Salvador —jadea en voz alta.
El trozo con la imagen recortada del hermano cae al suelo. Pepo se
agacha para colocarlo boca abajo. Siente frío, se abraza con fuerza, y
su trozo se adhiere a la piel.
Cuando regresa al dormitorio, descuelga del ropero el mismo traje ne-
gro que utilizó para el entierro de su madre. El plástico aún desprende
el olor de la tintorería.
	 —Ya son dos entierros para este traje —dice mientras se ajusta la
corbata—. Será la última vez.
	 El espejo refleja su imagen extrañamente clara, la luz de los halóge-
nos rebota en la seda de la corbata.
	 Antes de salir, guarda su trozo de foto en la cartera, cierra con llave
y baja los escalones de dos en dos. La calle está desierta, olvidó tele-
fonear a la compañía de taxis: «No importa», piensa. «Sólo son tres
minutos hasta la parada». Mira el reloj y se pregunta si habrá taxis
disponibles.
66 álbum de familia
	 A media luz sus pasos son más cortos. Tres jóvenes caminan en
sentido contrario gritándose unos a otros. Pepo se arrima al escaparate
de una pastelería, baja la mirada y se lamenta por no haber llamado al
taxi.
	 Cuando los chicos pasan por su lado, uno de ellos grita: «¡CAMPEO-
NES, CAMPEONES!». Los otros le jalean y agitan sus bufandas. Unos
golpes secos retumban por dentro de su chaqueta, a la altura del cora-
zón. Pepo saca la cartera, quiere volver a ver el trozo de la foto.
	 La luz que proyecta el neón de la tienda es suficiente.
	 Allí está él con nueve años, Salvador se ha ido, pero el brazo am-
putado sigue apoyado sobre su hombro. Pega la espalda al cristal y se
desliza hasta quedar en cuclillas. No es momento ni lugar para llorar,
piensa.
	 Desde el fondo de la calle, regresan los gritos de los forofos.
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4º SOY LECTOR PART2- MD EDUCATIVO.p df PARTE
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album de familia

  • 1.
  • 2.
  • 3.
  • 4. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público, así como la exportación o impor- tación de esos ejemplares para su distribución en venta fuera del ámbito de la Comunidad Económica Europea. © Punto Y Seguido. 2008 Depósito legal: MA-01125-2008 Nº Registro: 2008999001082743 Diseño de Portada: Punto y Seguido Gráficos e-mail de Contacto: punto-y-seguido@googlegroups.com
  • 5. álbum de familia Andrea Vinci Mauricio Ciruelos Inmaculada Reina Isabel Merino Miguel Núñez Pedro Rojano
  • 6.
  • 7. «Las mismas fotos dicen cosas distintas a medida que pasa el tiempo» Juan Cruz, Ojalá Octubre
  • 8.
  • 9. s o n r i s a s en el p a p e l s o n r i s a s en el p a p e l
  • 10.
  • 11. Andrea Vinci En una época de mi vida llegué a pensar que jamás abriría esa caja. Me perturbaba cuando la ponía sobre mí falda y amagaba con abrirla. Cada vez que lo intentaba me decía: «¿Para qué?, si mirar esas fotos no lo va a resuci- tar». Además tenía la certeza de que nadie las pondría en un portarretrato, porque mi madre ya no era la misma, mi padre había envejecido demasiado y ninguno de los tres habíamos vuelto a sonreír. Siempre recordaba una foto en particular, donde se acercó mucho a la cámara. Era una foto que antes nos producía risa. Se había animado a ha- cerle gestos a la lente como un actor, algo impensable para mí desde mi timidez. Él era un terremoto; así lo llamaban en el barrio. Tenía una habilidad innata para la imitación, el payaseo, la ingeniosidad. Para todo tenía una ocurrencia original y una sensibilidad muy lejana a lo varonil, por mo- mentos hasta más femenina que la mía. Era un seductor, como negarlo. Le gustaba regalarle flores a mi madre, que salía a recoger en cualquier excursión, mientras el resto de los niños jugaban al fútbol. Se alejaba del grupo y hacía un ramillete, que a veces era más un puñado de hierba- jos que de flores, pero él sabía que eso era lo de menos, Sonrisasenelpapel
  • 12. 12 álbum de familia que lo importante era la sonrisa de mi madre y el premio del beso y el abrazo: «¡Ay mi niño!», suspiraba ella: «¡Si es el mejor de la tierra!». Confieso que me encantaría que mis hijos tuvieran un gesto como ese. Él tenía tres años menos que yo, pero parecía más grande, más inmen- so. Sé que lo veían como a un sol y que convertían en expectación su sola presencia. Yo resultaba una nube tormentosa a su lado. Sólo lo miraba. Muy pocas veces me hacía gracia; casi siempre me fastidiaba. Cuando él arremetía con sus bromas y sus zalamerías, yo me detenía a observar los rostros embobados de mis padres, mis tíos y mis primos, y me arrinconaba como un espectro. Algunas veces mi madrina asumía su papel, se percataba de mi presencia y me decía: «Anita, guapa, ven con tu madrina. Cuéntame, ¿cómo va la escuela?». Yo corría a sus brazos y me sentaba en su falda. Con la barbilla hundida en mi pecho contestaba al oído, de manera casi monosilábica, a sus preguntas sobre las clases de ciencias y sobre mí relación con la maestra, a la que odia- ba cada vez que me llamaba a pasar al frente o me hacía una pregunta que debía responder en voz alta. Las fotos que recordaba con más repulsión eran las de la escuela, particularmente la de las fiestas, porque él siempre actuaba y se lleva- ba todas las ovaciones. En cambio a mí me tenían que sacar a rastras al escenario. Hubo una vez que me olvidé del texto y me puse a llorar. La maestra me cogió de la mano y me escondió tras el telón. Luego oí que mi madre decía: «Es que no tiene el talento de su hermano», mientras lo premiaba con la piruleta más grande. No hacía más que rememorar aquellas imágenes, como un puzzle fantasma. No había una que des-
  • 13. 13sonrisas en el papel pertara mi sonrisa. No había una en la que me recordara sonriendo junto a él. Cada vez que ponía esa caja en mi regazo y estaba a punto de abrirla, miraba a mis padres y pensaba: «Estamos mejor así. Déjalo Anita, déjalo para más adelante.» Desde que murió la casa se hizo irrespirable. No había nada que los hiciera sonreír; ni el hecho de que trajera las mejores notas, ni que la maestra les hablara muy bien de mí, ni que fuera una niña tranquila, ordenada y responsable que nunca les dio un dolor de cabeza. Que de tan buena ni ponerme mala me permitía. Recuerdo que me encerraba en mi cuarto con mis puzzles y mis juegos de ciencias, y así pasaba horas y horas. Los fines de semana corría las cortinas de mi cuarto y detenía la mirada en los niños que jugaban y andaban en bicicleta. Así permanecía largo rato, inmóvil, observando, hasta que los veía reír y hacer bromas. En ese momento cerraba las cortinas y retornaba a mis juegos solitarios. Era habitual que él apareciera en mis sueños. En la primera etapa reconstruía la escena de su muerte, aunque en ella yo hacía algo que no hice en la realidad: saltar a la piscina e intentar salvarlo; otras veces gritaba para que alguien acudiera en su ayuda, incluso una vez le tiré una soga. Siempre me despertaba medio ahogada entre las sábanas y el llanto. Luego escuchaba la voz de mi madre susurrándole a mí padre: «Otra vez está soñando con lo mismo», y después un enorme silencio en la oscuridad, mientras esperaba inútilmente que alguno de los dos acudiera a consolarme. Un día la pesadilla cambió. Dejó de angustiar- me con el momento de su muerte y empezó a aparecer con sus bromas
  • 14. 14 álbum de familia y su risa contagiosa. La que más recuerdo es aquella en que me cogió las manos y me miró las palmas, atentamente, como un adivino y luego me dijo: «Serás grande Anita, y yo te perdonaré». Esa noche salté de la cama totalmente sudada, con la sensación de inseguridad que me pro- duce no saber con certeza si lo que acabo de soñar es o no un sueño, y con un suspiro profundo repetí en voz alta: «Serás grande Anita», y ya no pude volver a dormir. Esa caja dio mil vueltas por mí cuarto, hasta que, siendo ya ado- lescente, decidí llevarla al trastero y arrinconarla en el último estan- te, atrás de las maletas y la sombrilla, atrás de sus juguetes y sus cuadernos. Atrás de todo, a merced de las cucarachas, con la secreta esperanza de que la pared la engullera. Creo que fue en ese momento que mis sueños cambiaron. Mis padres no hicieron preguntas. Ellos no querían portarretratos; con la memoria les alcanzaba. El silencio, la falta de risas, los timbres que ya no sonaban a la hora de los juegos, todo los arrastraba al intento de olvido. Todo menos mi presencia que rondaba la casa para recordarles el abismo entre él y yo, entre su risa espontánea y mis miradas de dolor y reproche, por esa sensación que tenía de que sólo lo querían a él. Hice mucho esfuerzo para llegar a comprender a mis padres. Lo lo- gré siendo madre, cuando los ojos de ambos volvieron a brillar con la llegada de cada uno de mis hijos. Decidí que el amor hacia mis niños era consecuencia del amor que sienten por mí. Me parece increíble verlos jugar con ellos. Pillé a mi madre sentada en la sillita pequeña frente a la niña, tomando el té, y a mi padre arreglando a escondidas
  • 15. 15sonrisas en el papel la vieja bicicleta para enseñarle a montar al niño. Incluso se ponen el bañador y entran al agua. A veces mí madre grita desesperada cuando los ve correr alrededor de la piscina. Yo la tranquilizo: «Mamá, ya saben nadar», pero ella insiste con que se pueden resbalar y darse un golpe y caer al agua medio inconscientes. Sé que tiene razón, pero intento no transmitirles el miedo que, en el fondo, jamás se fue. Ahora los miro y los veo casi tan críos como mis niños, recuperando el sol que no entra- ba en la casa y las flores que ya nadie les regalaba. La distancia y el cambio en sus miradas me hicieron pensar que ha- bía llegado el momento de buscar la caja. El momento de que mis hijos se enteren que tienen un tío de su edad y que pronto lo superarán en altura. Ese que en sueños me dijo que sería grande; algo que me ha costado mucho esfuerzo. No por haber cambiado los juegos de ciencias por la Ciencia de verdad, o por ser madre, precisamente un juego al que nunca había jugado, sino por haber vencido al pánico de aprender a nadar y por permitirles a mis hijos que disfruten de un buen chapu- zón. Aunque hay algo, que por más que me he esforzado, jamás pude cambiar: nunca sonreí como él, ni hice reír a los demás como él. Ayer por fin me interné en el trastero. Saqué todo lo que tenía de- lante de la caja hasta alcanzarla. Volví a colocar todo en su lugar, de manera meticulosa y sin apuro. Luego fui hasta mi cuarto de soltera y me senté en mi vieja cama. Me turbó reconocer que el corazón me latía muy fuerte, como si de esa caja fuera a salir un fantasma. Cuando por fin la abrí encontré a un niño. Levanté una a una aquellas fotos en blanco y negro, hasta que alcancé la que quería. Allí estaba su sonrisa
  • 16. 16 álbum de familia mirándome de frente, con la misma inocencia con la que me sonríen mis hijos. Tan de frente me miraba, tan a los ojos, que pensé que nunca había sucedido, que aún podía encontrarlo saltando en el patio, bus- cando flores, haciendo chistes. Me miraba a mí y sólo a mí. Fue en ese momento que pude perdonarme.
  • 17. e x h u m a c i ó n e x h u m a c i ó n
  • 18.
  • 19. Mauricio Ciruelos Hoy he asistido por segunda vez al entierro de mi úni- ca hija. El primero fue hace cincuenta años y más que un entierro aquello fue un burdo enterramiento, sin ceremo- nia religiosa ni último adiós, e improvisando como ataúd una tosca caja de madera. Aún recuerdo, aquella noche, la mirada inexpresiva de mi ayudante Jules terminando de aplanar la tierra con unos golpes de su pala. Yo me llevé el pitillo a los labios apurando la última calada y arrojé la colilla sobre el montículo. Tantas veces se había repetido aquella escena que el jardín de la Mansión de los Ingleses parecía un huerto a medio sembrar. —Gracias Jules —dije ajustándome la pajarita al cuello de la camisa. Jules se santiguó, un gesto impropio de él, y luego se marchó dejándome a solas con Lulú, la niña que creía ser mi hija y que ahora yacía sepultada bajo mis pies. Lulú llegó a la mansión un verano de finales de los años cuarenta, en un Humber negro que ascendía por el camino de tierra levantando una polvareda tras de sí. El chofer no tuvo tiempo de abrirle la puerta a su pasajera, que saltó del vehículo antes de que este se detuviese, y sin soltar la EXHUMACIÓN
  • 20. 20 álbum de familia muñeca de trapo que traía como única compañera de viaje, corrió hacia mí con los brazos abiertos. —¡Primo Ernest! —gritó en un inglés afrancesado. Sin importarle que yo ni siquiera reaccionase, se abrazó a mis pier- nas apretando su cara contra mi pantalón. Desde el primer momento la llegada de Lulú fue una incómoda y excitante sorpresa. —¡Tenía tantas ganas de conocerte, primo Ernest! —lloriqueaba emocionada. Me puse en cuclillas para estar a su altura y disimular mi erección. —¿Quién eres tú pequeña? —pregunté, secando sus lagrimas con mi pañuelo mientras escrutaba sus ojos oscuros y reconocía en su cara cada uno de los rasgos de mi prima Elizabeth. —He venido a pasar el verano contigo, primo. —¿Pasar el verano? —me incorporé bajo la atenta mirada de Jules que sostenía indeciso el equipaje que el chofer le había entregado. —Ha sido un viaje muy largo, ¡pero tenía tantas ganas de conocerte! —la niña me volvió a abrazar y la aparté sujetándola por los brazos. —¿Quién eres? —insistí—. ¿Acaso somos parientes? Ella se encogió de hombros y sonrió. —Soy Lulú. Mi madre es prima tuya. —Nunca he oído hablar de ti. ¿Cómo se llama tu madre? —¿Me mandarás devuelta con ella si te lo digo? —De momento parece que te quedarás —dije con falsa resignación al ver el Humber alejarse por el camino de tierra—. ¿Cuántos años tie- nes, Lulú?
  • 21. 21exhumación —Soy bajita para mi edad, pero estoy a punto de cumplir los diez. Jules instaló a nuestra invitada en una de las habitaciones con baño y tocador de la primera planta. Cuando subí para averiguar algo más sobre la niña la encontré en el interior de la bañera. —Entra papá. Quiero disfrutar un poco más de este baño —dijo con una sonrisa que mantuvo en su boca más tiempo del necesario. —¿Papá? —pregunté extrañado. Ella me ignoró. El agua turbia parecía a punto de rebosar y sólo su cabeza y los dedos de sus pies asomaban fuera. Imaginé como sería ahogarla allí mismo, sin preparativos previos, ni minuciosos pasos a seguir. —¿Cómo es que has viajado tú sola? —pregunté acercándome. —Mamá nunca quiso decirme quien era mi padre —comenzó a de- cir—. La amenazaba con quitarme la vida, pero ella sólo lloraba y se encerraba en su habitación. Pasa más tiempo en su habitación que en ningún otro sitio. Después no paraba de repetir tu nombre en sueños. Sin ningún pudor salió de la bañera, se envolvió en una toalla y se sentó frente al tocador. —Organizó mi viaje anual a Londres para ver a los abuelos. No era la primera vez que viajaba sola, ella siempre prefiere quedarse en casa. Allí averigüé más cosas sobre ti. Sólo tuve que hacer algunos cambios en el viaje de regreso para llegar hasta aquí. ¿Sabes? Todo el mundo está dispuesto a ayudar a una niña educada que viaja sola. —¿Y crees que yo soy tu padre? —No lo creo, lo sé.
  • 22. 22 álbum de familia Sacudió la cabeza como un animal que acaba de salir del agua, lle- nando el tocador de pequeñas gotas. —¿Me ayudas a desenredarme el pelo? —preguntó ofreciéndome el cepillo con la misma sonrisa con la que me había invitado a pasar. No pude negarme. —Eres muy guapa —dije acariciando sus cabellos mojados. —Los abuelos dicen que me parezco mucho a ella —dijo cuando cruzamos nuestras miradas en el espejo—. Tarde o temprano la reco- nocerás en mí. Pero no era necesario esperar. Nada más verla saltar del Humber supe que aquello era un reencuentro con el pasado. Con el final de mi niñez en el palacio familiar en Londres. Allí, a mis doce años, en un estante de la biblioteca, encontré entre libros esotéricos y tratados de magia negra, un manual de tortura. La peculiaridad de los métodos que allí se describían era que no tenían como finalidad arrancar una confe- sión o castigar al culpable de un delito, sino la tortura por el placer de torturar. Sus páginas hablaban del deleite del torturador, del gozo de infligir dolor y dilatar la agonía. Lo hojeé deteniéndome en las ilustra- ciones e imaginando a mi prima Elizabeth, cuatro años menor que yo, protagonista de cada una de aquellas escenas. El manual no me cambió, sólo me mostró un camino a seguir. Ata- ba a mi prima y la obligaba a hacerme brutales felaciones hasta que vomitaba sobre su vestido. Le colocaba un collar de perro y la sacaba a pasear desnuda por los jardines del palacio, dándole patadas en el estomago y las costillas hasta que la hacía gemir y llorar como a un
  • 23. 23exhumación animal asustado. Pero aquello sólo era un juego de niños. Con el tiem- po perfeccioné mis técnicas, primero con las jóvenes sirvientas, y más tarde con mis conquistas adolescentes de la alta sociedad inglesa. Cuando cumplí los dieciocho, mis tíos se llevaron a Elizabeth a París y yo me trasladé con Jules a la Mansión de los Ingleses en el sur de España. Allí convertí mi secreta afición en un rentable negocio cinema- tográfico, distribuyendo a toda Europa, películas donde torturaba a mis victimas hasta la muerte. Con Lulú tuve que actuar con la precisión de un cirujano para adap- tar mis métodos a su cuerpo infantil. No fue fácil atravesar sus in- significantes pezones con anillas donde colocar cascabeles. Tampoco penetrar cada uno de sus diminutos orificios con artefactos concebidos para desgarrar a experimentadas prostitutas. Ni conseguir la destreza necesaria con el hilo y la aguja para coser sus genitales sin disponer de material quirúrgico de sutura. Ni siquiera logré mantenerla consciente en ninguna de las sesiones de latigazos y he de admitir que al tercer día me venció el aburrimiento tratando de cubrir su cuerpo con cientos de alfileres, clavados uno a uno, en su piel. Decidí prolongar aún más su agonía y en vez de dejarla morir desmembrada en el potro de tortura o degollada en la guillotina pendular, la introduje inconsciente en una caja de madera en la que apenas cabía con las piernas encogidas. No sé si fue sensibilidad paternal o puro sadismo, pero incluso tuve el detalle de poner junto a su cuerpo, la muñeca de trapo que llevaba el día que llegó a la mansión. Después de asearme, me vestí de etiqueta para el momento culminante de la noche; el enterramiento en vida de Lulú.
  • 24. 24 álbum de familia Ya en mi habitación, adormecido y satisfecho con el trabajo realiza- do, creí oír los gritos de terror de la niña al despertar en la oscuridad de la caja. En ese momento sentí que era yo el que yacía sepultado y me sobrevino una sensación de ahogo que me acompañó toda la noche. Al amanecer, bajé al jardín y me arrodillé sobre el montículo de tierra. Con la respiración entrecortada acerqué la oreja al suelo y guardé silencio. No oí nada, ni siquiera un gemido o un estertor. Llamé a voces a Jules una y otra vez, antes de descubrir que había recogido sus cosas y se había marchado. A la asfixia se le sumó un intenso dolor en el pecho y perdí el conocimiento. De nada sirvió quemar todo el material filmado, ni desmantelar las salas de tortura, nada más despertar. Ni añadir más tarde a la hoguera el cinematógrafo, los restos del potro y la guillotina, y demás utensilios de tortura. El ahogo sólo remitió una vez estuve lejos de la tumba de Lulú. El dolor sigue ahí desde entonces, tan extraño como el dolor que siente un mutilado en su pierna amputada. Antes de abandonar la mansión hundí el manual en los rescoldos aún incandescentes. Como cualquier otro libro se consumió en un hilo de humo grisáceo. El hombre que cerró tras de sí el oxidado portón no era el mismo que lo había abierto hacia diez años. Fui un hombre terrible, pero muy distinto al que he sido después. Con el paso de los años, los recuerdos de ese pasado se diluyeron en mi memoria como si se tratasen de los actos cometidos por otro hom- bre, alguien ajeno a mí. Pero en este momento final de mi vida y tras
  • 25. 25exhumación décadas de letargo, el destino ha querido que esos recuerdos regresen del olvido para no dejarme morir en paz. Hace apenas un año, la Mansión de los Ingleses fue la noticia del día en los informativos. Una excavadora exhumó los restos de las decenas de cadáveres enterrados en el jardín. Afirmaban que la cifra de cuer- pos podía elevarse a un centenar, aunque yo sabía que no eran tantos. La aparición de la caja causó cierta expectación. Se rumoreaba que contenía los cráneos que les faltaban a los cuerpos ya que todos ha- bían aparecido decapitados. El día que las autoridades tenían previsto abrirla, me acerqué hasta la mansión. Desde el perímetro de seguridad observé las exhumaciones como un curioso más. Cuando uno de los operarios se dispuso a abrir la caja, imaginé el pequeño esqueleto de Lulú encogido en el interior, abrazando aún su putrefacta muñeca de trapo. Cuando la palanca hizo crujir la madera me santigüé como había visto santiguarse a Jules cincuenta años atrás. Una señora que se dis- ponía a abandonar el lugar me preguntó: —¿Por qué hace eso? —los cabellos blancos alborotados por el vien- to ocultaban y desvelaban su rostro. —¿Disculpe? —dije confuso. —Usted no es una persona religiosa. ¿Por qué se santigua? Me tranquilizó comprobar que casi todos los presentes, imitando mi gesto, también se santiguaban. —Probablemente esa caja contenga los cráneos de los cuerpos —dije sin convicción—. ¿Por qué cree que no soy una persona religiosa? La mujer me examinó con sus ojos de pájaro.
  • 26. 26 álbum de familia —Tonterías. ¿No cree? Me refiero a lo de las cabezas —dijo apartán- dose el flequillo de la cara. Hay dentro sólo encontraran un cadáver. La mujer debió advertir el cambio en la expresión de mi cara al oír sus palabras y se apresuró a añadir: —Aunque no tiene porque preocuparse, ese cadáver nunca fue de carne y hueso. Aunque no entendía muy bien lo qué quería decir con sus palabras, estuve tentado de contarle que cincuenta años atrás yo mismo había dejado caer el primer puñado de tierra sobre aquella caja. —Antes se santiguó usted al revés —interrumpió mis pensamien- tos—. No debe practicar mucho. La observé alejarse por el camino que bajaba a la ciudad. Instantes después el operario abrió la caja. Estaba vacía. Ni cabezas, ni restos de Lulú. Cuando los curiosos se dispersaban decepcionados, el operario extrajo algo del interior, lo examinó dándole vueltas entre sus manos y finalmente levantó su brazo en alto para mostrar a todos una ennegre- cida muñeca de trapo. Desconcertado, abandoné el lugar en la dirección en que lo había hecho un momento antes la mujer. Descendí hasta la ciudad y estuve callejeando por aquellos barrios tratando de encontrarla, hasta que so- bre mis piernas cayeron de repente el peso de mis setenta y ocho años. En ese momento recordé los gritos en mitad de la noche, medio siglo atrás, y comprendí que no fueron producto de mi imaginación, sino los gritos de Lulú, cada vez más audibles a medida que Jules quitaba capas de tierra de encima de la caja.
  • 27. 27exhumación Desde ese día me dediqué a pasear por los alrededores de la man- sión, subiendo y bajando la cuesta por la que vi desaparecer a aquella Lulú de cabellos blancos, pues sólo Lulú podía saber que la caja sólo contenía el cadáver de una muñeca. Días después de que finalizasen los trabajos en el jardín de la mansión, la encontré agarrada a los ba- rrotes de la verja. Estuvo así varios minutos, tal vez recordando, tal vez tratando de recordar. Desde entonces he estado siguiendo sus pasos, como un buen padre ha de seguir los pasos de su hija. Hasta este día, en que por fin he vuelto a verla sepultada bajo tierra. El de hoy sí ha sido un verdadero funeral cristiano, con su velatorio, su ataúd lacado y su corona de flores. Y sin duda el definitivo para Lulú. Aunque no suficiente para mí, pues en esa anciana sexagenaria no quedaba ya nada de la niña que en otro tiempo fue. Lulú debió quedar enterrada para siempre la primera vez, en aquella tosca caja de made- ra. Por eso este no será el último entierro al que asista hoy. La muerte de Lulú me transformó, y necesito que esa muerte siga siendo tan real como lo fue durante todos estos años. Necesito ese dolor dentro de mí. Por eso tengo planes para mi bisnieta. Daniela es la más joven de la familia y ha heredado de su abuela no sólo el físico, sino también el carácter. Lo he comprobado en los jardi- nes del cementerio, cuando ha amenazado a su madre con suicidarse si no la dejaba en paz. He aprovechado el momento en que la mujer regresaba a los velatorios para darle mi sádico pésame, pero no por la muerte de la anciana Lulú, sino por la futura muerte de Daniela.
  • 28. 28 álbum de familia —Le doy mi pésame —he dicho ofreciéndole mi pañuelo. Ella no lo ha aceptado, sólo me ha mirado en silencio como inten- tando reconocerme, o tal vez, sólo desconcertada aún por las palabras de su hija. —Sólo hay una pérdida peor que la de una madre —he añadido mi- rando a Daniela. —No era mi madre. Era la madre de mi ex marido. Él está de viaje. Siempre está de viaje. Ni siquiera sé si lo habrán podido localizar aún. Al acabar el funeral, Daniela seguía tumbada sobre el césped, aun- que su sitio, como el de su abuela, sea bajo tierra. En el jardín de la Mansión de los Ingleses la espera la ennegrecida muñeca de trapo que el operario del ayuntamiento extrajo de la caja, y que he adquirido en una subasta clandestina de fetiches macabros. Apresuro el paso hacia mi bisnieta mientras empapo el pañuelo con cloroformo. Inesperadamente Daniela se pone en pie y corre hacia mí. —¡Papá! —grita acercándose. Me paralizo al oírla —¡Papá, por fin has venido! Mis manos dejan caer el pañuelo y el bote de cloroformo, que rueda por el césped derramándose. —¡Lulú! —susurro cuando Daniela pasa a mi lado. La sigo con la mirada hasta que se abraza al hombre que la espera junto a los velatorios. Él la levanta en brazos y la besa. Y me reconozco. Soy yo hace casi una vida.
  • 29. 29exhumación Me alejo preguntándome qué queda en mí del hombre que fui y me descubro añorando la oscuridad de una olvidada biblioteca, el olor a tierra removida del jardín de la Mansión de los ingleses y las emperifo- lladas cajas de sombrero, donde junto con los rollos de película, envia- ba las cabezas degolladas de sus protagonistas.
  • 30.
  • 31. l a g u e r r a l a g u e r r a
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  • 33. Inmaculada Reina He olvidado el abrigo y el bolso, pero cruzo los brazos con las manos bajo las axilas y aprieto el paso. Aunque no sé a dónde voy, llego a casa de mi padre. Mi madre, en el umbral de la puerta, me mira un segundo. —¿Qué ha pasado? —me pregunta. —Nada. ¿Está papá? En la salita la televisión está encendida. Sobre la ca- milla un vaso de café y un paquete de galletas abierto. La butaca de mi madre con un almohadón arrugado contra el respaldo. Acerco una silla y me siento cubriéndome con las faldas de la mesa. —¿Quieres un café? —No. Déjame la foto de la guerra. —¿Qué ha pasado? —insiste. Le ruego con la mirada que me traiga la fotografía. Mientras vuelve la imagino rebuscando en el cajón de arri- ba de la cómoda. —Antonio se ha ido —digo cuando la deja sobre la mesa. —Voy a calentarte un café en el microondas. LAGUERRA
  • 34. 34 álbum de familia Los bordes de la foto alguna vez fueron rígidos y cortantes, ahora están desgastados. Cuando yo era pequeña y la miraba, no sabía calcular el tiempo; por eso cuando mi padre me contaba que él había estado en la guerra civil, le creía. En la playa nos dejaba tocar su herida de la bala, un agujero retorcido debajo del ombligo. Podías hundir en ella el dedo hasta la primera falange antes de que la escondiera con su bañador de cuadros. En la fotografía, mi padre, con ropa militar, está recostado en un lío de mantas sobre el somier de su litera. Por la ventana, a su espalda, entra el sol iluminando su nuca de muchacho y un papel que apoya en la rodilla. Escribe una carta de amor para mi madre. Sonríe. Su puño aprieta el bolígrafo concentrado en las palabras que escribe. Las tres hebillas metálicas de su bota de soldado brillan sobre el cuero negro. A su lado, el que iba a ser mi padre mira también el papel. Doy un sorbo al café que mi madre ha dejado en la mesa. Ella se sienta en la butaca y saca de la bolsita la labor de ganchillo. Jugueteo con las rosetas de perlé blanco mientras decido si contarle algo más. —Se ha ido con Virginia —le digo confiando en que no me pregunte nada. Vuelvo a la fotografía. El otro muchacho, el que mira lo que mi padre escribe, se llama Manuel. Es analfabeto y mi padre le ayuda con las cartas para la familia y la novia. Le ayuda en eso y en todo lo demás de la guerra. Gracias a él tienen las literas junto a la ventana y la puerta del barracón. Si hay que salir corriendo, ellos son los primeros. Siempre están juntos y son los protegidos del capitán. A la hora del rancho les sirven buenos platos de potaje, y si hay huevos fritos, a menudo les
  • 35. 35la guerra toca uno extra, porque también el cocinero le debe algunos favores a mi padre, que tiene todo lo de la guerra controlado, menos al enemi- go. Cuando era pequeña y miraba esta foto, la guerra no daba nada de miedo: parecía un lugar feliz con un sol que te acariciaba, donde los hombres encontraban al amor de su vida. El gesto de Manuel es confiado. Esboza una sonrisa tímida ante las palabras que mi padre escribe para su novia. En realidad son esas palabras las que la mantuvieron enamorada. En la fotografía, Manuel parece casi un niño. Sólo lo vi una vez, hace unos cuantos veranos, du- rante la feria. Tomábamos una cerveza en la plaza. Un hombre vestido de chaqueta se acercó a nuestra mesa. Mi padre se levantó y lo abrazó. Luego se volvió hacia mí. —María, este es mi amigo Manuel. Apreté la mano que me tendía, reconociendo al hombre que iba a ser mi padre. Siguieron un rato de pie, hablando y dándose palmadas en los hombros mientras yo pensaba que parecían de la misma edad, no como en la fotografía. Mi madre me mira desde detrás de la labor. De cuando en cuando tira del hilo con su dedo meñique y el ovillo salta dentro de la bolsa. El café se ha templado en el vaso. Bebo un poco y lo aparto a un lado. Intento recordar qué gesto tengo en las fotos con Virginia: de los cumpleaños, en las funciones del colegio, fotos en el instituto y con la pandilla. Las últimas, las del día de mi boda. El fotógrafo vino a casa antes de salir para la iglesia. Me tomó unas cuantas arreglándome frente al espejo
  • 36. 36 álbum de familia del dormitorio de mamá. En una, el ramo que Virginia acaba de traer de la floristería reposa sobre el mármol de la cómoda mientras ella me coloca una flor en el pelo. Yo quería un ramillete silvestre, apenas un puñado de margaritas, pero Virginia no me dejó, me dijo que eso no era un ramo de novia. El fotógrafo nos sacó por detrás pero en el es- pejo las dos sonreímos; Virginia abiertamente, yo más con los ojos que con la boca. Un momento antes ella había cortado dos flores. Le puso una en la solapa a mi padre y mandó a mi hermano con la otra a casa de mi novio. Ella es así, siempre sabe qué hay que hacer. En el Instituto inventaba siempre cosas para no aburrirnos, como cuando jugábamos a los puntos y las rayas; llenamos hojas y hojas cuadriculadas de su archivador mientras el profesor de Historia soltaba su rollo. Luego ella se marchó a estudiar fuera, pero yo ya estaba saliendo con Antonio. Apenas entra ya claridad por el balcón. Es raro que no haya vuelto mi padre. Puede que haya pasado un momento por el bar. Me levanto a encender la luz. Me siento de nuevo. —¿Alguna vez te acuerdas de Manuel? —le pregunto a mi madre. Coge el mando de la televisión y la apaga. —Éramos casi unos niños —dice. Fija de nuevo la mirada en el ganchillo. Me gustaría preguntarle si volvieron a verse pero sé que ya no va a decir nada más. No le gusta hablar de esa historia. La historia de la guerra era de mi padre. Nos la contaba cada vez que se la pedíamos. Mi hermano le hacía preguntas sin parar. Quería saber si había matado alguna vez a un hombre, cómo sonaban las bombas cuando caían cerca de las trincheras o si llegó a
  • 37. 37la guerra estar muerto cuando le dispararon la bala en la barriga. A mí me gus- taba la parte en la que mi madre y él se enamoraban. Habían estado muchos meses enviándose cartas. Mi madre llenaba las cuartillas de corazones y besos para responder a las palabras de amor que le escri- bía como si fuera su novio. En Navidad les dieron permiso y pasaron la Nochebuena en casa de Manuel. Cuando su amigo le presentó a su novia, mi padre supo que se había enamorado de ella. Era algo irreme- diable. Volvieron al cuartel, y mi padre empezó a escribirle firmando con su nombre esta vez y ella respondió. Nunca se me ocurrió pregun- tar qué había sido de Manuel. Al fin y al cabo la historia tuvo un final feliz para los protagonistas. Ahora pienso en aquel hombre que conocí en la feria y no me parece el muchacho ingenuo de la fotografía. Me pregunto cómo ha llegado a ser quien es ahora. Solo sé que se marchó del pueblo al acabar la mili y apenas ha vuelto por aquí. Intento encontrar en mis recuerdos el momento en que Antonio y Virginia dejaron de ser los que yo conocía. Quiero salir al balcón pero me quedo mirando la fotografía y pienso en venderlo todo, o regalarlo, y marcharme lejos, como Manuel. —Antonio me ha dicho que me quede con todo —le digo a mi ma- dre. Me da rabia la mirada compasiva que me dirige. —¿Y ahora qué hago yo con una cama de matrimonio y un comedor con seis sillas? —le pregunto mientras comienzo a llorar sin querer. Suenan las llaves en la cerradura. Mi madre se levanta deprisa y la agu- ja de crochet se escurre del ovillo y cae al suelo. Me seco las lágrimas
  • 38. 38 álbum de familia con el puño de la blusa mientras les escucho susurrando en la entrada. Entran en la salita y mi padre me abraza por detrás y me besa en el pelo. —Me he dejado las llaves dentro de la casa —es lo único que se me ocurre decirle mientras se sienta a la mesa frente a mí. —¿Dónde está Antonio? —me pregunta—. Voy a hablar con él. —Ha hecho la maleta y se ha marchado. Me ha dicho que me quede con todo. Es irremediable. Mi padre me mira y por una vez no sabe lo que hay que hacer. Aca- ricio la fotografía sobre la mesa sin dejar de mirarle. —¿Qué significa esta foto para ti? —le pregunto. El cubre mis manos con las suyas grandes y calientes. Debajo queda sepultada la fotografía. —En la guerra siempre gana alguien —me contesta.
  • 39. d i c c i o n a r i o d e i n e x i s t e n c i a s d i c i o n a r i o d e i n e x i s t e n c i a s
  • 40.
  • 41. Isabel Merino Encontré a mi padre sentado en su butacón. Parecía diez años mayor. Su figura esquelética se perdía dentro de su batín de lana a cuadros. Después de abrazarlo me preguntó por el Diccionario de las Inexistencias. —¿Lo has traído? Lo saqué del bolsillo interior de mi chaqueta. Él lo aga- rró con sus manos huesudas y temblorosas y lo aferró con- tra sí. Cerró los ojos unos instantes. Después me pidió que lo dejase solo. Observé los objetos acumulados sobre la mesa camilla antes de salir de su habitación: Un termómetro, un rotu- lador rojo, una caja de supositorios, otra de aspirinas y un botecito de typpex. Cogí el termómetro y lo agité varias veces en el aire. —Media hora será suficiente —añadió. Dejé el termómetro sobre la mesilla y me dirigí a la cocina. Me senté frente al reloj a contar los minutos. A la media hora regresé para tomarle la temperatura y me devolvió el Diccionario. —No lo abras hasta que me haya ido, Enrique. Asentí y lo guardé en el cajón de su escritorio. Diccionariode inexistencias
  • 42. 42 álbum de familia —Quiero que llames a tu madre —dijo mientras le ponía el termó- metro en la axila. Nos miramos unos instantes. Fui el primero en bajar la mirada. Asentí sin replicar y él me devolvió el gesto. Murió dos días después. Encontré el teléfono de mi madre en su agenda. Mis dedos tembla- ron al marcar el número, pero mi voz sonó firme: —Mi padre ha muerto. Me pidió que la llamara. Mañana se celebrará el funeral. Le hablé de usted. No sé cómo se le debe hablar a una madre. Apareció a media mañana, se santiguó ante el ataúd y preguntó por mí. Supuse que me reconocería, pero no lo hizo hasta que di un paso al frente. Nos miramos sin tocarnos. Estudié su rostro antes de invitarla a sentarse en uno los bancos de madera de la capilla. Heredé sus ojos, su nariz aguileña y la expresión tristona de su cara. Dejé que me agarrara la mano cuando el enterrador terminó su trabajo. Durante ese fugaz momento, apreté los dientes y tensé las mandíbulas, en un esfuerzo por no ponerme a llorar como un crío. Fue en vano. Terminado el funeral me besó en la frente y en la cara. Prometí llamarla algún día. Me acarició las manos y me sonrió al despedirse. La última vez que nos vimos me arropó y no quiso leerme mi cuento favorito, entonces era ella quien lloraba. Yo tenía seis años. Me dio las buenas noches, me acarició el pelo y me dijo adiós con la mano antes de cerrar la puerta. La expresión de su rostro era la misma entonces y ahora, labios apretados y ojos tristes. —Te llamaré —dijo.
  • 43. 43diccionario de inexistencias Cuando regresé a la casa de mi padre me senté en el viejo butacón. Aún olía a él. Pasé la tarde evocando recuerdos en aquella habitación. Cuando anocheció abrí el cajón de su escritorio y cogí el Diccionario. Sobre él mi padre me había dejado una fotografía de un montón de chicos paralizados en un instante de diversión. Yo tenía 14 años y era mi primer campamento de verano. También fue el último. El muchacho que fui se encuentra tres pasos por detrás del resto. Al observar la foto recordé cada detalle de aquel día con extraña claridad. Me senté en el butacón de la misma manera que solía hacerlo él, con las piernas cruzadas, un brazo apoyado sobre el vientre y las gafas apoyadas en la punta de la nariz. Dejé el Diccionario en la mesita y me concentré en la fotografía y en los recuerdos que me evocaba. No había vuelto a verla desde el día en que Luis me la regaló. Fui a aquel campamento porque Luis se empeñó en ir. Nos habíamos hecho inseparables en el colegio y a pesar de que mi padre me había advertido sobre la amistad, Luis y yo nos hicimos amigos. Andábamos todo el día juntos, como hacen los amigos, y el verano que terminamos la E.G.B. me convenció para que nos apuntásemos a un campamento. En la fiesta de bienvenida permanecimos sentados en una esquina observando al resto. Saqué un cómic de Flash Gordon de mi mochila para matar el tiempo. Flash era mi superhéroe favorito. Luis y yo colec- cionábamos cómics que releíamos una y otra vez, pero esa tarde, me obligó a guardarlo. —Este no es el lugar, Kike, guarda eso.
  • 44. 44 álbum de familia Cuando comenzó a sonar Rock and Roll, Luis se levantó y se dirigió a la pista imitando a los demás. Me hizo una señal para que me acercara, pero yo no me moví del sitio. No me gustaba aquella música. En casa, desde que compramos el tocadiscos, sólo oíamos música francesa y me aficioné a ella. Mi padre decía que nadie cantaba como Edith Piaf y yo pensaba lo mismo. Luis se puso a bailar con una chica. Apareció el novio y le dio un em- pujón. Lo tiró al suelo. Cuando quise ayudarlo un tipo más alto y más fuerte que yo ya había dado la cara por él. Así conocimos a Héctor. Su robustez y su cara de estar siempre enfadado evitaba que nadie se nos acercara. A mí no me gustaba, pero Luis quedó encantado con aquel guardaespaldas que nos doblaba en carácter y altura. Con él descubrió que había otras bromas aparte de las nuestras con las que se podía reír. Una noche lo encontré fumando con Héctor. No entendió que le arran- cara el cigarrillo de las manos, lo tirase al suelo y lo pisoteara. Eran sus pulmones y yo no debía entrometerme. En otra ocasión los encontré espiando a las chicas en el lago. Fueron castigados cuando los pillaron desnudos frente a ellas. El sonido del teléfono me sobresaltó. Dejé la fotografía y las gafas en la mesita, junto al Diccionario y fui a responder. El Doctor Segovia estaba preocupado por mí. Le agradecí su llamada sin entretenerme a entrar en conversación. Regresé al butacón adoptando la misma postu- ra y volví a coger la fotografía. No lo pasé bien en aquel campamento, por eso no quise volver a ver aquella imagen, pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora querría regresar allí aunque mi padre no lo aprobara.
  • 45. 45diccionario de inexistencias Hubo momentos, en los que Luis era el de siempre, jugábamos al ajedrez, leíamos a Flash o charlábamos sobre las estrellas cuando ano- checía. Él quería ser astrónomo, aunque yo aún no lo tenía claro. A mitad del verano apenas me dedicaba algún rato. Se había convertido en ese otro Luis, en el de la foto, tan igual al resto y tan distinto a mí. Llegué a sentirme tan solo como cuando mi madre se marchó. Durante los torneos de verano del campamento intenté recuperar su amistad. Fui a la oficina de inscripción y pedí los papeles para dobles. A Luis le gustaba jugar al tenis y a mí no se me daba mal. Lo encontré tumbado en una hamaca, en la zona de la piscina. —Ya me apunté con Héctor, Kike. Es el mejor y sabes que me gusta ganar—dijo. Héctor se acercó. Me echó el humo de su cigarrillo en la cara y se sentó en la hamaca contigua a la suya. Traía un par de raquetas. —¿Hoy no lees cuentitos de críos? Se rieron y me alejé rompiendo los papeles de inscripción en mil pedazos. La fotografía fue tomada el último fin de semana que pasamos allí, en la fiesta de cumpleaños de Luis. Mi nombre no estaba incluido en la lista de los invitados. Se lo recriminé y él se encogió de hombros. Me dijo que la lista la había elaborado Héctor y que debió olvidarlo sin querer. —Además, Kike, a ti no te gustan las fiestas.
  • 46. 46 álbum de familia Lo seguí a los pinares, donde sonaba la música. Héctor me trajo una copa. Bebí un sorbo que me quemó la garganta y me enrojeció la frente y las mejillas. Héctor se rió mientras la escupía. —Es la bebida de los hombres—se burló. Pensé en mi padre y en su absurdo Diccionario de Inexistencias. Alguien sacó una cámara de fotos en el momento en que me acer- caba al grupo. Luis se puso del revés la gorra que Héctor le había rega- lado. Sonaba Satisfaction y todos bailaban y saltaban. Yo los observaba desde detrás, sin moverme. Mi padre se había salido con la suya, resol- ví alejándome. Héctor vino detrás de mí, borracho, y me agarró de la camiseta. —Aléjate de mi camino, Kike Me dio dos golpecitos en la espalda, se giró levantando el dedo co- razón al cielo y regresó a la fiesta. Luis me dio una copia de la foto el día que nos marchamos. La observé detenidamente. Le di las gracias y me despedí. Fue la última vez que nos vimos. Cuando mi padre me recogió le daba vueltas a la fotografía en las manos sin saber qué hacer con ella. Cuando mi madre se marchó, mi padre sacó todas sus fotografías de los álbumes y en- cendió la chimenea. Yo las cortaba en cachitos con las tijeras de punta redonda y él los lanzaba al fuego. Después hicimos lo mismo con los negativos. Metí la fotografía de la fiesta en la guantera y me olvidé de ella. Una vez en casa, mi padre sacó el Diccionario de las Inexistencias del cajón de su escritorio, lo abrió y me mostró la palabra Amistad impresa
  • 47. 47diccionario de inexistencias en la primera página, en la A, en letras mayúsculas, justo después del Amor. Había aceptado mi amistad con Luis a regañadientes y puso la palabra en cuarentena. Así sucedía con todas las palabras en las que no lográbamos ponernos de acuerdo. Cuando me demostraba que tenía razón subrayaba la palabra en color rojo. Sólo a partir de ese momento dejaba de existir para nosotros. —¿Te parece que la Amistad debe estar ahora en mi diccionario, Kike? Asentí. No volvimos a hablar de Luis, de Héctor, ni del campamento, como habíamos hecho con mamá. Volví a marear la fotografía en las manos como aquel día. En el dorso, con letra irregular, alguien había escrito un nombre y un teléfo- no. Sonreí sin querer al reconocer la letra en la tinta azul descolorida. Dejé la fotografía sobre la mesita, del revés, me levanté y me asomé a la ventana tomar el aire. La noche era oscura y fría. Cerré los ojos, inspiré profundamente y dejé que la humedad me despejara de todas las emociones vividas durante el día. Cuando el frío enrojeció mis me- jillas y me hizo temblar cerré la ventana, encendí la chimenea y volví al butacón. Me acomodé, me ajusté las gafas y cogí el Diccionario de las Inexistencias. Observé sus tapas negras y duras, con las esquinas desgastadas. Ahora me pertenecía y las últimas palabras que mi padre hubiese anotado en él durante la media hora que los dejé a solas serían mi herencia. Recordaba claramente cuál fue la primera palabra que mi padre escribió en él: Amor. Con el tiempo supe que hacía referencia a mi madre. Nos abandonó cuando cumplí los seis años. Entonces no
  • 48. 48 álbum de familia sabía lo que significaba abandonar. Cada día preguntaba por ella y cada día mi padre me respondía que nos había abandonado y que nunca iba a volver. Seguí preguntado hasta que olvidé que había vivido con noso- tros. Mi padre no volvió a nombrarla y cuando fui adolescente y quise saber, me dijo que se marchó porque no nos quería. Comenzó a escribir su Diccionario de Inexistencias el día que cum- plí ocho años. Decía que nos haría fuertes y valientes. Después de la palabra Amor, anotó muchas otras en su Diccionario: Belleza, Dios, Fantasmas, Perfección... Las acaté todas porque él siempre sabía lo que era mejor para nosotros. Por eso estuve de acuerdo cuando incluyó la palabra Amistad a mi vuelta del campamento y también cuando me mandó a estudiar lejos. Me llevé el Diccionario conmigo. Cada día lo consultaba. Ponía en cuarentena las nuevas palabras y las comentábamos cada vez que vol- vía a casa. Llegamos a reunir más de 150 palabras nuevas durante mi época en la Universidad. Nunca asistí a una fiesta ni me relacioné con nadie más allá de la pura conveniencia. En los tres últimos años sólo vi a mi padre por Navidad. Enfermó en mi ausencia. Le diagnosticaron una neumonía. Después supimos que era cáncer. Me pidió que anotara la palabra en el Diccionario. Abrí el cuaderno por la letra C y escribí allí la palabra. Insistió en que no viajara, en que lo tenía todo controlado. Y así comenzó todo un año de correspondencia. A medida que fueron llegando las cartas fui notando un cambio en él y en su actitud frente a la vida. Me contó que uno de los médicos, Arturo Segovia, había sido un buen amigo de juventud y que sirvieron juntos en la mili. Le daba
  • 49. 49diccionario de inexistencias un trato privilegiado en el hospital. Era la primera vez en años que mi padre usaba la palabra amigo. Fue Arturo quien le presentó a mi ma- dre, me dijo en otra de sus cartas. Mi madre estaba en la M de nuestro Diccionario y tampoco debía nombrarla, sin embargo lo hizo. En las siguientes cartas sólo hablaba de lo bien que se estaban portando con él. La mujer de Arturo le llevaba comida casera y le leía por las noches antes de dormir. Era voluntaria en el hospital para hacer más llevadera la estancia de los enfermos que estaban solos. Arturo no había perdido contacto con otros amigos de juventud, que al saber que mi padre estaba solo en el mundo porque su hijo vivía muy lejos, se acercaron a saber de él y lo visitaron asiduamente para que nunca estuviese solo. En la última de sus cartas me contó que sentía la nece- sidad de volver a saber de mi madre antes de morir. Lo trasladaron a casa cuando no pudieron hacer más por él. Me pidió que regresara y que trajese conmigo el Diccionario de las Inexistencias. Estos dos últimos días que pasamos juntos no dejó de hablar de sus correrías de juventud y de mi madre. Así supe cómo ella se enamoró de Jesús Ugalde, su mejor amigo, y cómo nos abandonó por él. Me confesó que ella no había dejado de escribirme y que todas sus cartas estaban guardadas en uno de los cajones de su escritorio. No dejaron de llegar con los años a pesar de no obtener respuesta. Era medianoche cuando me decidí a abrir el Diccionario. Las ho- jas estaban acartonadas, cubiertas de gruesas pinceladas de typpex; algunas estaban pegadas y costaba separarlas. Desde la A a la Z, mi padre había cubierto las palabras con aquel líquido pegajoso. Repasé
  • 50. 50 álbum de familia cada hoja en blanco de principio a fin. Cuando llegué al final lo cerré. El Diccionario estaba vacío. Lo aferré contra mí. Cerré los ojos y acaricié el lomo de cuero negro y puntas desgastadas. Después me acerqué a la chimenea y lo lancé al fuego. Por la mañana, antes de marcharme, me acerqué a la mesita y cogí la fotografía del campamento. Saqué la agenda del bolsillo de mi chaqueta y apunté el número que estaba escrito en el dorso: Luis 993.970.559.
  • 51. d í a s e n l a v e n t a n a d í a s e n l a v e n t a n a
  • 52.
  • 53. Miguel Núñez Lina no recordó su aniversario. Fue a la peluquería como todos los viernes, compró comida para el fin de se- mana y tendió la ropa de dos lavadoras. Los niños jugaron en su cuarto toda la tarde, Lina los llamó para que ayuda- ran a poner la mesa. Desde la ventana de su dormitorio vio encendidas las luces de la calle y una luna redonda que asomaba encima de los tejados. El quiosco donde Julián compraba sus cigarrillos ya tenía echadas las correderas. Julián le propuso cenar fuera. Lina no estaba de humor para salir, pero aceptó. Se duchó mientras él llevó a los ni- ños con su hermana. Se puso el vestido beige con estam- pado de flores y botas de cuero marrón; algo de sombra en los párpados y unas líneas oscuras marcando la curva de los ojos. Era abril y llevaba varios días sin hablarle. Siem- pre es ella la que deja de hablar. Ataja las discusiones con un: «Está bien, lo que tú digas», y mantiene un silencio tenaz durante días. Desayunan sin mirarse y evitan rozar- se en la cama. Al principio le cuesta mantener el silencio, pero al cabo de los días termina acostumbrándose. Había feria en la plaza. Una multitud se aglomeraba delante de la tómbola y los puestos de bebidas. Julián la DÍASENLAVENTANA
  • 54. 54 álbum de familia cogió del brazo. Cruzaron bajo los soportales hasta un restaurante con cortinas de hule, casi desierto. Lina se sentó frente a su marido y fingió estudiar la carta. Pidió lo que solía pedir cuando comía fuera: ensalada, merluza al horno y agua. Julián, huevos con jamón, chuletas de corde- ro y botella de vino. El zumbido de la feria llegaba amortiguado por las cortinas, tan opacas que no dejaban ver la calle. Lina se quitó el abrigo y se dedicó a seguir las líneas del mantel con las yemas de los dedos. —Hace calor aquí —comentó Julián. Ella lo miró. —Sí —dijo. El camarero trajo las bebidas. Julián esperó a que sirviera las copas para levantar la suya y anunciar: «Feliz aniversario». Lina no se inmu- tó. Elevó su copa sin llegar a tocar la de su marido. —¿A que no te has acordado? —preguntó Julián. —No —respondió Lina sin apartar la vista del mantel. —¿Sigues enfadada? —sugirió Julián con una sonrisa. Lina levantó la cabeza: —¿Debería estarlo? —No sé. Supongo que sí. Hacía mucho que no salían a celebrar su aniversario, era una de esas costumbres de la que se habían desprendido con el paso de los años. Como ir al cine o desayunar en la cama los domingos.
  • 55. 55días en la ventana Después de cenar pasearon por la feria. Se detuvieron en un puesto de bisutería donde Lina eligió unos aros de plata. Se los colocó sobre la oreja y se miró al espejo que le ofrecía la empleada pero no se gustó. En la caseta municipal consiguieron una mesa cerca de la pista de baile. Pidieron bebidas y Julián le propuso bailar. Ella se excusó: «No me apetece», y se dedicaron a observar a otras parejas. Julián marca- ba el ritmo con intermitentes palmadas sobre su muslo. Lina cruzaba los brazos, sosteniendo su vodka con naranja cerca del hombro. —Voy a comprar cigarrillos —dijo Julián levantándose. Lina lo siguió con la mirada hasta que lo vio salir de la caseta. Alguna vez se sorprendió imaginándolo con otra mujer. Al princi- pio desechó la idea, pero la imagen volvía cada cierto tiempo, hasta que dejó de sorprenderla. Fantaseaba con un apartamento pequeño, sin muebles, donde su marido acudía cada tarde después del trabajo. Incluso tenía un rostro para aquella mujer, con rasgos finos y ojos un poco saltones, como los suyos. En realidad solo conseguía imaginarla parecida a ella misma, a la que fue cuando conoció a Julián. Ellos tam- bién habían sido amantes antes de casarse. Tocaron sabor a mí y Julián insistió en bailar. Bailar era otra de las costumbres que habían perdido con los años. Ella aceptó esta vez. Dejaron las bebidas sobre la mesa y salieron a la pista. Él la llevó de la cintura, su cara rozándole los cabellos. Ella siguió sus movimientos intentando no pisarle. Pasaron por delante de la caseta de tiro y Julián quiso probar su puntería sobre el blanco giratorio. Una cámara fotográfica, conectada
  • 56. 56 álbum de familia al centro de la diana, se disparaba al impacto del plomo. La pared de la caseta estaba cubierta con las fotos de los acertantes. En todas, un hombre en el centro de la imagen cerraba un ojo en el momento de disparar su escopeta. Julián acertó al tercer intento y el encargado les entregó una copia. Lina aparecía junto a su marido pero no se reconoció. Era su cara, su gesto de siempre, sin embargo tuvo la sensación de no ser ella. Rodeada de gente desconocida, se vio como una desconocida más, alguien que esquiva el ojo de la cámara y, aferrada al borde del abrigo, intenta escapar antes de ser descubierta. No hablaron en el camino de regreso. Entraron en la casa y fueron directamente al dormitorio. Lina se cambió en el baño. Al salir, Julián le entregó una caja envuelta en celofán rojo: «Feliz aniversario», dijo. Ella se sentó en la cama y desenvolvió el paquete. Eran los aros de plata. Se quedó mirándolos como si esperara resolver algún misterio. Extrajo uno de los pendientes, se lo colocó sobre la oreja y preguntó: «¿Te gusta?», con una sonrisa, tratando de ocultar su cansancio. Julián se sentó a su lado, le desabrochó el camisón y hundió la cara entre sus pechos. Ella se echó sobre la almohada con una sensación de lejanía, como si contemplara la escena tras un cristal. Miraba la cabeza de su marido, la calva incipiente, los pliegues de piel alrededor del cue- llo. Lina no recordó su aniversario. Conserva imágenes difusas del día de su boda, escenas sin movimiento donde nunca se ve a sí misma. En
  • 57. 57días en la ventana cambio, sí recuerda los días en la ventana: tardes esperando que Julián apareciera al final de la calle. Se detenía en el quiosco a comprar ciga- rrillos, antes de enfilar la cuesta, y ella agitaba los brazos. Corría a la puerta del apartamento y le preguntaba: «¿Todavía me quieres?». No logra conciliar el sueño. Contempla la franja de luz que entra por la ventana e ilumina el ángulo de la pared. Se levanta, descorre las cortinas y, por un instante, su reflejo en el cristal le devuelve la imagen en la fotografía de la feria. Esa desconocida que viste sus ropas y man- tiene un gesto esquivo ante la cámara, no es la misma que esperaba a Julián cada tarde. Es una sombra que consiguió desplazarla y ha termi- nado por parecerse a ella. La calle está en silencio. Una pareja se detiene junto al quiosco. La chica se apoya sobre la corredera mientras el muchacho le coge la cara y la besa. Ella le acaricia la espalda. Demora su mano junto a la axila y se la cosquillea con un gesto resuelto. Ríe y escapa calle arriba. El chico corre detrás. La alcanza en seguida, la abraza e intenta besarla otra vez. Ella aparta la cabeza, lo mira y vuelve a reír. Ellos nunca se besaban en la calle. Buscaban las últimas filas de los cines, los rincones apartados de las cafeterías, pero nunca en la calle. Lina se preguntaba si habría sido siempre igual de retraído. No conoció a su primera mujer. Sólo en una ocasión, al principio de casados, ella llamó por teléfono: «Di a Julián que se ponga», ordenó. Julián se puso. Salió y volvió al par de horas. Esa vez no lo esperó en la ventana. Cenaron en silencio y mientras recogía los platos, él la abrazó
  • 58. 58 álbum de familia por detrás. Lina preguntó: «¿Crees que me parezco a ella?». Él la apre- tó acercando los labios hasta su oreja: «Tú eres distinta», dijo. Lina se ha sentado a los pies de la cama. Contempla a Julián que duerme con el brazo extendido, ocupando el espacio que ella dejó al levantarse. Un leve ronquido marca los intervalos de su respiración. No está segura de que tenga una amante, pero sabe que en algún momen- to dejó de creerla distinta. La luz de la calle, sobre su espalda, proyecta una sombra en la pared. Es una figura extraña. Sin embargo reconoce el contorno de los hombros, del cuello, el perfil de la cabeza. Alarga la mano y la sombra estira su brazo hasta encontrar la mano de Lina y desaparecer al roce de los dedos.
  • 59. l a n o c h e d e l a f i n a l l a n o c h e d e l a f i n a l
  • 60.
  • 61. Pedro Rojano «Salvador ha muerto», dice una voz desconocida al otro lado del teléfono y Pepo advierte un precipicio como de montaña rusa. Quiere llorar, y cree hacerlo cuando se descubre en el espejo del salón de pie, junto a la mesa de libros, mirando sin mirar al frente. No siente lástima, per- manece en vilo, igual que en el instante previo a la última frase de una buena novela: la lee de un vistazo y cuando llega al punto y final, siente un vacío sin traducción, como cuando uno descuelga el teléfono de madrugada después de que una voz desconocida te haya anunciado que tu her- mano ha muerto. Salvador siempre llegó dos años antes que Pepo a to- das partes. Se adelantó en el parto, y no hubo forma de recuperar la desventaja. De todos los recuerdos que con- serva de su hermano, la foto que les hicieron el día que Salvador estrenó el abrigo color hueso es el más presente. Está expuesta en uno de los estantes del mueble del sa- lón, en un marco de alpaca con adornos barrocos. En ella, su hermano le tiene apoyado el brazo en el hombro con gesto decidido, como si fuera un presentador. Han pasado más de cuarenta años y todavía recuerda el día que se la LANOCHEDELAFINAL
  • 62. 62 álbum de familia tomaron. Salvador siempre por encima, con su brazo apoyado desde entonces. No tiene fuerzas para vestirse. Se hunde en el sofá de cuero negro relleno de plumas y los reposabrazos casi lo envuelven. Contempla al Salvador sonriente de la foto: un tipo claro, de color hueso, con los músculos tensos como el amortiguador de una locomotora; nunca hubo vías para él —piensa—, fue el primero de su promoción y logró salir de casa con diecisiete años. «Todo un modelo», repetía con insistencia su madre. A Pepo le tocó heredar todas las prendas de su hermano, como las botas de fútbol con las que Salvador consiguió marcar el gol de la victoria en la final regional. Con ellas, a Pepo ni siquiera lo selecciona- ron de suplente. O como el abrigo con el que Pepo aparece en la foto. Era un abrigo de lana gris glamoroso, con pretensiones de gángster. Tenía unos enormes botones de pasta y una solapa descarada. Pepo estaba seguro de que lo habían importado desde el mismísimo Chicago. Desde que su madre lo compró, lo deseó más que a nada en el mundo. Un día de paga trajeron un abrigo nuevo para Salvador. Tenía un color hueso, impecable y le quedaba justo por encima de las rodillas, como si lo hubieran hecho a medida. Pepo derrapó por el angosto pasi- llo que distribuía las cuatro habitaciones. Mientras en el salón Salvador se probaba el nuevo abrigo ante la atenta mirada de su madre, Pepo, por primera vez se vistió con el abrigo de Chicago. Pero antes de mi- rarse al espejo del armario, se aupó con ayuda de una silla hasta el altillo del armario para rescatar un sombrero de fieltro con una tirilla estampada, se lo ajustó tirando del ala hacia abajo como lo había visto
  • 63. 63la noche de la final hacer a Humphrey Bogart en El Halcón Maltés, extrajo una pistola del cubo de los juguetes y apuntando con precisión hacia el espejo disparó. Desde el salón llegaba un rumor festivo mientras Pepo se desangraba en el callejón, entre las dos camas de hierro. Tras el marco de alpaca, cuatro enganches sostienen el panel sobre el que descansa la foto. Pepo los libera y extrae con cuidado el panel. La foto de papel rígido posee la fragilidad de las cosas antiguas. En el fondo descolorido del paspartú se percibe un rectángulo que conserva el verde original. Al dorso de la fotografía, Pepo lee una dedicatoria con letra de su hermano: «22 de diciembre / Feliz Navidad mamá». El sol de aquel día de invierno tenía un brillo de año nuevo. En la plaza de la Constitución un fotógrafo insistió en sacarles una instantá- nea. Salvador siempre salía bien en las fotos. Se colocaron delante de un Volkswagen escarabajo de color amarillo. Pepo no quería que los abrigos estuviesen juntos. Se separaron, pero en el momento en que el fotógrafo dijo: «¡Atentos!», Salvador apoyó su brazo izquierdo en el hombro de Pepo, como si quisiera mostrar a todos que él siempre esta- ría allí, que aquel era su hermano pequeño y su abrigo usado. «Han pasado cuarenta años», piensa Pepo hundido entre los cojines del sofá. Sigue estando atrás, incluso en la muerte. Apenas ha logrado reducir la diferencia. La última vez que le vio fue hace un par de semanas, le zarandeó de los hombros y le dijo: «¡Muchacho!». A él no le gustaba llamarle Pepo, decía que era nombre de muñeco. «¡Muchacho!», le recordó a su ma- dre, seca y decidida como una bola lanzada hacia el centro de la bolera.
  • 64. 64 álbum de familia Le ofreció unas entradas para la final de la copa: «Ya sabes que no me gusta el fútbol», rehusó Pepo. Ahora tiene la boca seca. Con dificultad se libera de las garras del sofá y camina hacia la cocina arrastrando las zapatillas. En el frigorífi- co hay una lata de anchoas, una botella de agua y un par de cajas de multivitaminas. Vierte un poco de agua en un vaso de plástico y se la bebe de un trago. Algunas gotas se derraman por el pijama. El reloj de la cocina está parado en las diez y diez desde antes de morir su madre. Mira el de pulsera, las doce y media. Debería llamar a un taxi, a estas horas no habrá nadie en la calle. Tres minutos le separan de la parada, pero le asusta salir de noche. Será mejor llamar por teléfono. Le gustaría actuar como su hermano. Si él estuviese aquí, ya ha- brían salido. Salvador no se paraba a pensar las cosas, parecía conocer con antelación lo que iba a ocurrir. De nada le ha servido esa intuición esta tarde. La voz del teléfono no ha sabido explicarle nada, tan sólo aclaró: «Todo ha sido muy rápido». ¿Quién sería? No se le ocurrió pre- guntar, pero ahora quisiera saberlo. Quizás fue su cuñada o alguna de sus sobrinas, apenas conoce a las personas que rodeaban a su herma- no. Ahora quisiera saber más de Salvador, quisiera volver a tener nueve años. Mientras se quita el pijama, repara en el calendario. Es domingo, igual que cuando perdió el abrigo de lana gris. Aquel día la luz se hacía hueco entre negros nubarrones. No era un buen día para jugar al fútbol, sin embargo Salvador llevó a Pepo al partidillo de entrenamiento con el equipo. Se habían quedado sin portero y necesitaban un sustituto.
  • 65. 65la noche de la final Pepo dobló el abrigo y lo colocó con cuidado junto a poste. Le metieron tres goles, pero a falta de un minuto logró detener un disparo. Todos se abrazaron a él. El partido finalizó y la euforia de Pepo le hizo olvidar el abrigo. Cuando volvió a buscarlo, había desaparecido. Al llegar a casa, Salvador chutó directo a portería: «Mamá, Pepo ha perdido el abrigo». Se quedó sin cena. Tuvo que volver a utilizar la vieja trenca azul. Desnudo corre por la casa hacia el sofá. La foto sigue allí, con la viva sonrisa de Salvador. La toma por los extremos y la rasga por la mitad. —Ya no estás Salvador —jadea en voz alta. El trozo con la imagen recortada del hermano cae al suelo. Pepo se agacha para colocarlo boca abajo. Siente frío, se abraza con fuerza, y su trozo se adhiere a la piel. Cuando regresa al dormitorio, descuelga del ropero el mismo traje ne- gro que utilizó para el entierro de su madre. El plástico aún desprende el olor de la tintorería. —Ya son dos entierros para este traje —dice mientras se ajusta la corbata—. Será la última vez. El espejo refleja su imagen extrañamente clara, la luz de los halóge- nos rebota en la seda de la corbata. Antes de salir, guarda su trozo de foto en la cartera, cierra con llave y baja los escalones de dos en dos. La calle está desierta, olvidó tele- fonear a la compañía de taxis: «No importa», piensa. «Sólo son tres minutos hasta la parada». Mira el reloj y se pregunta si habrá taxis disponibles.
  • 66. 66 álbum de familia A media luz sus pasos son más cortos. Tres jóvenes caminan en sentido contrario gritándose unos a otros. Pepo se arrima al escaparate de una pastelería, baja la mirada y se lamenta por no haber llamado al taxi. Cuando los chicos pasan por su lado, uno de ellos grita: «¡CAMPEO- NES, CAMPEONES!». Los otros le jalean y agitan sus bufandas. Unos golpes secos retumban por dentro de su chaqueta, a la altura del cora- zón. Pepo saca la cartera, quiere volver a ver el trozo de la foto. La luz que proyecta el neón de la tienda es suficiente. Allí está él con nueve años, Salvador se ha ido, pero el brazo am- putado sigue apoyado sobre su hombro. Pega la espalda al cristal y se desliza hasta quedar en cuclillas. No es momento ni lugar para llorar, piensa. Desde el fondo de la calle, regresan los gritos de los forofos.