1. Queridos amigos y amigas:
Dicen que una vez al año no hace daño, y ese refrán es el que quiero ponerlo en
práctica ya que con motivo del impuesto de Hacienda me gusta enviaros unas líneas para
que sepáis que sigo vivo y que ni el Covid me ha metido bajo tierra, al menos por el
momento. Aquí seguimos apoyando el centro Kilima. Los niños y niñas discapacitados
encuentran allí un lugar donde rehabilitarse y formarse para el futuro.
Además de ello, llevo una larga temporada empeñado en arreglar el pequeño poblado
de Nkanga, es un poblado diminuto, donde ni tienen luz ni agua, abandonado por todo
el mundo, en la que reside una pequeña comunidad religiosa que atiende a personas
mayores como ellas y gente muy pobre, también como lo son ellas.
Pero a este poblado llegó un grupo de benedictinos hace 112 años dispuestos a
evangelizar elSur de Katanga. Aquí quisieron fundar el obispado de Lubumbashi, la capital
de Katanga y aquella primera capilla cayó en el olvido y al cabo de los años únicamente
quedaban restos de lo que habían sido sus muros.
Todo el mundo consideraba Nkanga como el lugar en el que comenzó la diócesis y
me parecía que aquel lugar debía realzarse reconstruyendo la capilla para que cuantos
quisieran conocer los orígenes de la diócesis tuvieran un punto de referencia y
descubrieran también, que Dios se había acordado de ellos.
Se terminó de levantarla, pero luego surgió la necesidad de construir incluso un
lugar de acogida para los peregrinos que quisieran venir a este sitio para recogerse y
preparar el lugar como un lugar de peregrinación. Eso me lo pidió el Sr. Obispo cuando
pensaba dar por terminada mi actividad y no tuve más remedio que meterme de nuevo en
obras para que, efectivamente, ese sitio contara con lo necesario para convertirse en un
lugar de peregrinación.
Y estando en esos trabajos surgió otra necesidad. Hace algunos años, el poblado
contaba con una escuelita construida con adobes y paja, a la que acudían los niños de los
alrededores, con el propósito de combatir o engañar a la ignorancia, pero con las lluvias
se derrumbó el tejado de paja y se habían refugiado en un hangar a medio levantar que
tenían las monjas, que para dar satisfacción a todos los alumnos habían dividido el hangar
con unos paños que usan las mujeres para vestirse y lo habían dividido en tres partes.
Cada parte correspondía a un grado de la escuela, pero con esa separación que apenas
llegaba a media altura del edificio, los alumnos no se veían entre sí, pero la voz atravesaba
los ligeros paños y lo que se hablaba en una clase se escuchaba en las otras dos. Tal vez
terminarían aprendiendo a leer, pero me temía que pocos ingenieros, médicos, abogados,
iban a salir de esa especie de escuela en la que carecían incluso de pupitres y tenían que
sentarse sobre ladrillos y escribir con el cuaderno apoyado en sus muslos.
Todo el mundo llegaba uniformado. Camisa o blusa blanca y pantalones o falda azul
oscura. Lo de blanco es una forma de hablar porque no tenían jabón en sus chozas, ni ropa
para cambiarse y lo blanco se volvía gris rápidamente con el sudor y el polvo y si
encima llovía les esperaba una larga caminata hasta sus casas, con los zapatos en la mano
2. para no estropearlos. Le daban una lavada rápida al uniforme en el agua que recogían de
la lluvia o que sacaban del arroyo cercano y los secaban al calor del brasero si es que el
sol había desaparecido.
Uno de los maestros se me acercó para decirme si no podría hacer algo por ellos,
porque no hacía mucho había pasado a visitarles un delegado del gobierno que al no
encontrar un edificio al que pudiera llamarse escuela, les anunció que no podían seguir en
esa situación y que estaría obligado a anularla de la lista oficial de escuelas porque lo de
ese poblado no podría ser considerada como tal y les advirtió que suprimir una escuela
es algo fácil pero que inscribirla de nuevo en la lista oficial requeriría largos años de
esfuerzos, aunque el gobierno no les acordara por el momento ninguna gratificación.
No sé si el maestro comentó con sus compañeros lo que había hablado conmigo y lo
trasmitieron a los niños, la cosa es que a la salida de las clases se arremolinaban junto a
nuestra obra y nos pedían que no nos olvidáramos de ellos porque tendrían que quedarse
en sus casas sin poder estudiar como lo hacían los demás niños.
La verdad es que daban pena. La directora me dijo que venían unos 300 niños de
todos los poblados del interior y que no tenían otra escuela en la que refugiarse. Al final,
sabiendo que no estaba solo porque contaba con vuestro apoyo, me decidí a ayudarles
para que no se vieran obligados a quedarse en sus chozas o a acompañar a sus padres en
las labores del campo.
Una vez que terminé el albergue para los peregrinos me metí con la escuela. Había
que terminarla en un tiempo récord porque el delegado del gobierno les había anunciado
que volvería a pasar antes del comienzo del nuevo curso escolar y si todavía encontraba,
su mal llamada escuela, de forma inadmisible, terminaría suprimiéndola
definitivamente de la lista oficial.
No había tiempo que perder. La gente nos proporcionó la piedra para los cimientos
y nos pusimos a trabajar sin descanso. Nos favoreció el Covid, porque a causa de esta
enfermedad se retrasaron los comienzos de todas las escuelas y nosotros pudimos
cumplir nuestro propósito de forma que el delegado se vio sorprendido del avance de
nuestros trabajos y nos prometió mantenerla como en tiempos pasados.
Le pregunté a la superiora por el número de niños que se habían apuntado y me dijo
que iba ya por los 400. Había niños que venían de otras escuelas de los alrededores que
al ver que los nuestros estudiaban con pupitres de madera, pensaron que se aprendería
más y mejor que en sus clases que tenían que seguir sentados sobre ladrillos.
Quiero aprovechar estas líneas para agradeceros por vuestra generosidad, con la
esperanza de que podáis hacerlo también en el futuro y entre todos podamos disminuir
el enorme foso que nos separa.
Un abrazo.
Xabier, Panda-Likasi 10 abril 2022