Este documento presenta una reflexión sobre la naturaleza de la lectura. En primer lugar, describe imágenes de lectores que han perdido la vista o leen de manera imperfecta, sugiriendo que la lectura es un arte que requiere acercarse y discernir los signos. Luego menciona a autores como Kafka, Joyce y Borges, cuyas obras requieren una lectura microscópica que revela mundos múltiples. Finalmente, señala que la primera representación de este tipo de lectura fragmentaria se encuentra en el Quijote, donde Don Quij
2. 33 y 1/tercio
“Imagina un misil al que uno escucha acercarse solo después de que explota.
¡El reverso! Un pedazo de tiempo limpiamente borrado… Unos cuantos metros
de película siendo corridos al revés… el estallido del cohete, caído más rápido
que el sonido –entonces creciendo de eso el rugido de su propia caída,
enlazándose con la ya presente muerte y quemaduras… un fantasma en el
cielo…
Pavlov estaba fascinado con las “ideas de lo opuesto.” Llámalo un grupo de
células, en alguna parte de la corteza cerebral. Ayudando a distinguir placer del
dolor, luz de oscuridad, dominación de sumisión… Pero cuando, de alguna
manera –mátalas de hambre, traumatízalas, ponlas en shock, cástralas,
envíalas a una de las de las fases transmarginales, más allá de sus fronteras de
vigilia, más allá de fases “equivalentes” y “paradójicas”– debilitas esta idea de
lo opuesto, y tienes aquí de una vez al paciente paranoico que sería el amo,
pero se siente como un esclavo… que sería amado, pero sufriría la indiferencia
del mundo, y “creo”, Pavlov escribiéndole a Janet, “que es precisamente la fase
ultraparadójica la que es la base del debilitamiento de la idea de lo opuesto en
nuestros pacientes.” Nuestros locos, nuestros paranoicos, maníacos,
esquizoides, moralmente imbéciles–
Spectro sacude su cabeza. “Estás poniendo la respuesta antes que el estímulo”.
arcoiris de gravedad
Thomas Pynchon
“De un tiempo a esta parte la literatura empieza a pensarse como problema. El
escritor parece entender por fin que no hay redención ni locus sagrado, y la
imago ya no es el solecito que alumbra la historia. La multiplicidad de la
escritura es un hecho moderno que obliga al escritor a elegir, que hace de la
forma una conducta y provoca una ética de la escritura. Acaso fuera oportuno
hablar del concepto, pero no tiene sentido. Hay solo uso, cajita china, desvío…”
la zorra y el erizo
Carlos Alberto Aguilera y Pedro Marqués de Armas
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toma #
(toma lo que puedas)
fly
6” e.p.) elenavmolina
¿qué es un lector?) ricardopiglia
un mensaje para silvia) ahmelechevarría
poemas de fogonero emergente) jorgealbertoaguiardíaz
una lata de gusanos) davidsedaris
glamourama / intento de cocinar y comer a una chica / el
año de ser odiado) breteastonellis
oídos frescos) albertofuguet
derek
no cometerás adulterio) yordankaalmaguer
six) jimmorrison
stanislaw lem, muerto) yaniasuárez
guitar shop
5. 33 y 1/tercio
fly
Ella y yo nos habíamos quedado solos. Todos los demás se habían ido. Yo la
miré y ella me miró y yo dije ya tú sabes qué. Y ella sonrió con gesto cómplice
y me sacó la lengua: joven su lengua, rosada su lengua. Yo la abracé y ella me
recitó al oído una de sus poesías y yo le dije Es bonita tu poesía y de repente
suddenly ya no estuvimos solos porque todos volvieron en ese momento con
banderitas y consignas y nos rodearon como el agua en un funeral. Nos
tuvimos que parar y enarbolar banderitas y gritar consignas y hacía frío porque
recién había llegado el invierno y una mosca vino y se posó sobre mi hombro y
yo la espanté con la banderita le grité una consigna a la mosca y me quedé
pensando Oh, solo Dios sabe cuando volveremos a quedarnos solos otra vez. Y
agitaba mi banderita y gritaba mis consignas y pensaba todo el tiempo Oh Dios
Oh Dios Oh
Ella y yo nos habíamos quedado solos. Ella miró por encima del hombro y me
dijo algo. ¿Ah, sí?, le dije. Vino la mosca y se posó sobre su hombro y yo
recordé esa canción de U2 like a fly on the wall, y entonces ella me dijo ¿Qué
has dicho? Y me di cuenta que había estado pensando en voz alta y le dije
Nothing. ¿Por qué hablas en inglés?, me preguntó y yo entonces me di cuenta
de que había olvidado todo mi conocimiento de la lengua española. No podía
articular palabra alguna en español. Solo podía hablar en inglés. ¿Por qué?,
preguntaba ella y yo solo le podía decir I don´t know una y otra vez y la verdad
es que no lo sabía.
Ella y yo nos habíamos quedado solos. Volábamos sobre el parque. Cada vez
más y más alto. La ciudad se convirtió en un punto diminuto a nuestros pies.
Las casas las calles las plazas llenas de gentes agitando banderitas gritando
consignas, y nosotros les gritamos poemas, nos sentíamos poetas ella y yo.
Volábamos y nos sentíamos poetas. La ciudad a nuestros pies y también nos
sentíamos dioses. O aves. O moscas. Y, hablando de eso, una mosca vino a
posarse en mi hombro y yo pensé que raro una mosca aquí arriba tan alto.
También había comenzado el invierno; razón de más para extrañarse. Pero
volábamos. Nos sentíamos libres, ella y yo. Poetas, ella y yo. Dioses.
Ella y yo nos habíamos quedado solos.
Pero nos rodeó el enjambre a pesar del frío y nos rodeó la gente y las
banderitas y las consignas y ya no estuvimos solos
ya no más.
replay
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elena v. molina
(la habana, del ´88)
reloj
1. El reloj despertador tiene una pantalla lumínica en donde parpadean las
horas, cuando suena. Cuando no está la hora, el bombillito que indica am o pm
brilla más, y se nubla cuando viene, brilla otra vez, la hora. Puedo estar horas
mirando este juego e intentando discernir si se nubla solo o es la luz de la hora
la que lo opaca.
2. El reloj tiene una pantalla lumínica, donde parpadea la hora, cuando suena el
despertador. si no está la hora, el bombillito que indica pm o am brilla más, y
se nubla cuando viene, brilla otra vez, la hora. Puedo estar horas mirando este
juego e intentando discernir si se nubla o es la luz de la hora que lo opaca.
mañana
1. (De) (en las) mañana(s), cuando aún está oscuro, puedo oír por las
persianas el ruido del radio(s), despertadores, gallos, claxons (de carros) y
gritos. Si me asomo no veo a nadie y todas las ventanas están oscuras. Solo
brilla el neón de la calle, y es imposible que todo eso venga de allí. si (a veces)
me despierto (en medio de la noche), sé que no es (de) mañana por (los
ruidos/son otros) (que) (el) silencio. (sin embargo miro mi despertador.)
2. en las mañanas, cuando aún está oscuro, puedo oír por las persianas el ruido
de radios, despertadores, gallos, claxons de carro y gritos. Si me asomo no veo
a nadie y todas las ventanas están oscuras. Solo el neón en la calle, y es
imposible que todo venga de allí. a veces me despierto en medio de la noche,
se que no es de mañana por los ruidos, el silencio. (sin embargo miro mi
despertador.)
gatos
1. hoy vi un gato, estaba agachado (agazapado) en el muro (del terreno
deportivo) de mi terreno de educación física. Me recordó a mi gato. la misma
gama de colores, mas pequeño pero mas gordo, creo que lo habían botado (a
quien se le ocurrido con estas lluvias?) le caí bien. era más cariñoso y más
gordo que mi gato (me cayó mejor), como es posible?
2. vi un gato agachado en el muro. Me recordó a bocho, la misma gama de
colores, mas pequeño pero mas peludo. Creo que lo habían botado por las
lluvias. Nos caímos bien, era más cariñoso y más gordo que mi gato, como es
posible?
7. 33 y 1/tercio
mamá
1.La madre de jorge se para en la puerta y una cosa y otra le dice. Todo (solo)
lo que puedo entender (entiendo) es "oye", entre frase y frase. Si me duermo
(adormezco) parece el clic de un disparador.
2.La madre de jorge se para en la puerta y le dice una cosa y otra. Todo lo que
entiendo es, "oye, oye", entre las frases. Si me duermo (adormezco) parece el
clic de un disparador.
problema
1.(el problema son los libros) (aparecen) por todas partes en pilas de polvo.
(están) y desaparecen, caen. A veces un libro parece otro o me lo recuerda, por
eso cuando (resulta) se parecen a si mismos (ya) desconfío. Tengo una
sombrilla abierta muchas (veces) van a parar a ahí, caen. El (lío) (problema) es
el tiempo.
2.(el problema son los libros) (están) por todas partes, en pilas de polvo.
(aparecen) y desaparecen, caen. A veces un libro me confunde, y resulta ser
otro (o lo recuerda), por eso cuando (resulta) se parecen a si mismos,
desconfío. Tengo una sombrilla abierta muchas (veces) van a parar a allí, caen.
El (lío) (problema) es el tiempo.
replay
8. 33 y 1/tercio
ricardo piglia
(Buenos Aires, del ´40. Aficionado a las novelas policíacas y de ciencia–ficción.)
¿qué es uN lector?
(Tomado de: El último lector)
papeles rotos
Hay una foto donde se ve a Borges que intenta descifrar las letras de un libro
que tiene pegado a la cara. Está en una de las galerías altas de la Biblioteca
Nacional de la calle México, en cuclillas, la mirada contra la página abierta.
Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podemos
imaginar que ha perdido la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar.
Ésta podría ser la primera imagen del último lector, el que ha pasado la vida
leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara. «Yo soy ahora un
lector de páginas que mis ojos ya no ven».
Hay otros casos, y Borges los ha recordado como si fueran sus antepasados
(Mármol, Groussac, Milton). Un lector es también el que lee mal, distorsiona,
percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene
mejor vista lee mejor.
«El Aleph», el objeto mágico del miope, el punto de luz donde todo el universo
se desordena y se ordena según la posición del cuerpo, es un ejemplo de esta
dinámica del ver y el descifrar. Los signos en la página, casi invisibles, se abren
a universos múltiples. En Borges la lectura es un arte de la distancia y de la
escala.
Kafka veía la literatura del mismo modo. En una carta a Felice Bauer, define así
la lectura de su primer libro: «Realmente hay en él un incurable desorden, y es
preciso acercarse mucho para ver algo» (la cursiva es mía).
Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del
espacio (no sólo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la
lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física.
Joyce también sabía ver mundos múltiples en el mapa mínimo del lenguaje. En
una foto, se lo ve vestido como un dandy, un ojo tapado con un parche,
leyendo con una lupa de gran aumento.
El Finnegans Wake es un laboratorio que somete la lectura a su prueba más
extrema. A medida que uno se acerca, esas líneas borrosas se convierten en
letras y las letras se enciman y se mezclan, las palabras se transmutan,
cambian, el texto es un río, un torrente múltiple, siempre en expansión. Leemos
restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria.
La primera representación espacial de este tipo de lectura ya está en
Cervantes, bajo la forma de los papeles que levantaba de la calle. Ésa es la
situación inicial de la novela, su presupuesto diríamos mejor. «Leía incluso los
papeles rotos que encontraba en la calle», se dice en el Quijote (I, 5).
9. 33 y 1/tercio
Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo
de signos; está rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la
imprenta ha empezado a difundir poco tiempo antes); en el tumulto de la
ciudad se detiene a levantar papeles tirados en la calle, quiere leerlos.
Sólo que ahora, dice Joyce en el Finnegans Wake –es decir en el otro extremo
del arco imaginario que se abre con Don Quijote–, estos papeles rotos están
perdidos en un basurero, picoteados por una gallina que escarba. Las palabras
se mezclan, se embarran, son letras corridas, pero legibles todavía. Ya sabemos
que el Finnegans es una carta extraviada en un basural, un «tumulto de
borrones y de manchas, de gritos y retorcimientos y fragmentos yuxtapuestos».
Shaum, el que lee y descifra en el texto de Joyce, está condenado a «escarbar
por siempre jamás hasta que se le hunda la mollera y se le pierda la cabeza, el
texto está destinado a ese lector ideal que sufre un insomnio ideal» (by that
ideal reader suffering from an ideal insomnia).
El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está
siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un
texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la
literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una
práctica, sino una forma de vida.
Muchas veces los textos han convertido al lector en un héroe trágico (y la
tragedia tiene mucho que ver con leer mal), un empecinado que pierde la razón
porque no quiere capitular en su intento de encontrar el sentido. Hay una larga
relación entre droga y escritura, pero pocos rastros de una posible relación
entre droga y lectura, salvo en ciertas novelas (de Proust, de Arlt, de Flaubert)
donde la lectura se convierte en una adicción que distorsiona la realidad, una
enfermedad y un mal.
Se trata siempre del relato de una excepción, de un caso límite. En la literatura
el que lee está lejos de ser una figura normalizada y pacífica (de lo contrario no
se narraría); aparece más bien como un lector extremo, siempre apasionado y
compulsivo. (En «El Aleph» todo el universo es un pretexto para leer las cartas
obscenas de Beatriz Viterbo.)
Rastrear el modo en que está representada la figura del lector en la literatura
supone trabajar con casos específicos, historias particulares que cristalizan
redes y mundos posibles.
Detengámonos, por ejemplo, en la escena en la que el Cónsul, en el final de
Under the Volcano, la novela de Malcolm Lowry, lee unas cartas en El Farolito,
la cantina de Parián, en México, a la sombra de Popocatépetl y del Iztaccíhuatl.
Estamos en el último capítulo del libro y en un sentido el Cónsul ha ido hasta
allí para encontrar lo que ha perdido. Son las cartas que Yvonne, su ex mujer,
le ha escrito en esos meses de ausencia y que el Cónsul ha olvidado en el bar,
meses atrás, borracho. Se trata de uno de los motivos centrales de la novela; la
intriga oculta que sostiene la trama, las cartas extraviadas que han llegado sin
embargo a destino. Cuando las ve, comprende que sólo podían estar allí y en
ningún otro lado, y al final va a morir por ellas.
El Cónsul bebió un poco más de mezcal.
«Es este silencio lo que me aterra... este silencio...»
10. 33 y 1/tercio
El Cónsul releyó varias veces esta frase, la misma frase, la misma carta,
todas las letras, vanas como las que llegan al puerto a bordo de un barco
y van dirigidas a alguien que quedó sepultado en el mar, y como tenía
cierta dificultad para fijar la vista, las palabras se volvían borrosas,
desarticuladas y su propio nombre le salía al encuentro; pero el mezcal
había vuelto a ponerlo en contacto con su situación hasta el punto de que
no necesitaba comprender ahora significado alguno en las palabras, aparte
de la abyecta confirmación de su propia perdición...
En el universo de la novela las viejas cartas se entienden y se descifran por el
relato mismo; más que un sentido, producen una experiencia y, a la vez, sólo la
experiencia permite descifrarlas. No se trata de interpretar (porque ya se sabe
todo), sino de revivir. La novela –es decir, la experiencia del Cónsul– es el
contexto y el comentario de lo que se lee. Las palabras le conciernen
personalmente, como una suerte de profecía realizada.
En el exceso, algo de la verdad de la práctica de la lectura se deja ver; su
revés, su zona secreta: los usos desviados, la lectura fuera de lugar. Tal vez el
ejemplo más nítido de este modo de leer esté en el sueño (en los libros que se
leen en los sueños).
Richard Ellman en un momento de su biografía muestra a Joyce muy interesado
por esas cuestiones. «Dime, Bird, le dijo a William Bird, un frecuente
compañero de aquellos días, ¿has soñado alguna vez que estabas leyendo? Muy
a menudo, dijo Bird. Dime pues, ¿a qué velocidad lees en tus sueños?»
Hay una relación entre la lectura y lo real, pero también hay una relación entre
la lectura y los sueños, y en ese doble vínculo la novela ha tramado su historia.
Digamos mejor que la novela –con Joyce y Cervantes en primer lugar– busca
sus temas en la realidad, pero encuentra en los sueños un modo de leer. Esta
lectura nocturna define un tipo particular de lector, el visionario, el que lee para
saber cómo vivir. Desde luego, el Astrólogo de Arlt es una figura extrema de
este tipo de lector. Y también Erdosain, su doble melancólico y suicida, que lee
en un diario la noticia de un crimen y la repite luego al matar a la Bizca.
En este registro imaginario y casi onírico de los modos de leer, con sus tácticas
y sus desviaciones, con sus modulaciones y sus cambios de ritmo, se produce
además un desplazamiento, que es una muestra de la forma específica que
tiene la literatura de narrar las relaciones sociales. La experiencia está siempre
localizada y situada, se concentra en una escena específica, nunca es abstracta.
Habría en este sentido dos caminos. Por un lado, seguir al lector, visto siempre
al sesgo, casi como un detalle al margen, en ciertas escenas que condensan y
fijan una historia muy fluida. Por otro lado, seguir el registro imaginario de la
práctica misma y sus efectos, una suerte de historia invisible de los modos de
leer, con sus ruinas y sus huellas, su economía y sus condiciones materiales.
De hecho, al fijar las escenas de lectura, la literatura individualiza y designa al
que lee, lo hace ver en un contexto preciso, lo nombra. Y el nombre propio es
un acontecimiento porque el lector tiende a ser anónimo e invisible. Por de
pronto, el nombre asociado a la lectura remite a la cita, a la traducción, a la
copia, a los distintos modos de escribir una lectura, de hacer visible que se ha
leído (el crítico sería, en este sentido, la figuración oficial de este tipo de lector,
pero por supuesto no el único ni el más interesante). Se trata de un tráfico
11. 33 y 1/tercio
paralelo al de las citas: una figura aparece nombrada, o mejor, es citada. Se
hace ver una situación de lectura, con sus relaciones de propiedad y sus modos
de apropiación.
Buscamos, entonces, las figuraciones del lector en la literatura; esto es, las
representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción. Intentamos una
historia imaginaria de los lectores y no una historia de la lectura. No nos
preguntaremos tanto qué es leer, sino quién es el que lee (dónde está leyendo,
para qué, en qué condiciones, cuál es su historia).
Llamaría a ese tipo de representación una lección de lectura, si se me permite
variar el título del texto clásico de Lévi–Strauss e imaginar la posición del
antropólogo que recibe la descripción de un informante sobre una cultura que
desconoce. Esas escenas serían, entonces, como pequeños informes del estado
de una sociedad imaginaria –la sociedad de los lectores– que siempre parece a
punto de entrar en extinción o cuya extinción, en todo caso, se anuncia desde
siempre.
El primero que entre nosotros pensó estos problemas fue, ya lo sabemos,
Macedonio Fernández. Macedonio aspiraba a que su Museo de la novela de la
Eterna fuera «la obra en que el lector será por fin leído». Y se propuso
establecer una clasificación: series, tipologías, clases y casos de lectores. Una
suerte de zoología o de botánica irreal que localiza géneros y especies de
lectores en la selva de la literatura.
Para poder definir al lector, diría Macedonio, primero hay que saber
encontrarlo. Es decir, nombrarlo, individualizarlo, contar su historia. La
literatura hace eso: le da, al lector, un nombre y una historia, lo sustrae de la
práctica múltiple y anónima, lo hace visible en un contexto preciso, lo integra
en una narración particular.
La pregunta «qué es un lector» es, en definitiva, la pregunta de la literatura.
Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de
existencia. Y su respuesta –para beneficio de todos nosotros, lectores
imperfectos pero reales– es un relato: inquietante, singular y siempre distinto.
los rastros de tlön
Hay siempre algo inquietante, a la vez extraño y familiar, en la imagen
abstraída de alguien que lee, una misteriosa intensidad que la literatura ha
fijado muchas veces. El sujeto se ha aislado, parece cortado de lo real.
Hamlet entra leyendo un libro inmediatamente después de la aparición del
fantasma de su padre, y el hecho es percibido enseguida como un signo de
melancolía, un síntoma de perturbación.
Kafka se ha referido en su Diario a la propia extrañeza ante la escisión que
acompaña el acto de leer: «Mientras leía Beethoven y los enamorados me
pasaban por la cabeza diversos pensamientos que no guardaban la menor
relación con la historia que estaba leyendo (pensé en la cena, pensé en Lowy,
que estaba esperándome), pero esos pensamientos no me entorpecían la
lectura que precisamente hoy ha sido muy pura».
La vida no se detiene, diría Kafka, sólo se separa del que lee, sigue su curso.
Hay cierto desajuste que, paradójicamente, la lectura vendría a expresar.
12. 33 y 1/tercio
El lector inventado por Borges se instala en ese espacio. Quiero decir, Borges
inventa al lector como héroe a partir del espacio que se abre entre la letra y la
vida. Y ese lector (que a menudo dice llamarse Borges pero también puede
llamarse Pierre Menard o Hermann Soergel o ser el anónimo bibliotecario
jubilado de «El libro de arena») es uno de los personajes más memorables de
la literatura contemporánea. El lector más creativo, más arbitrario, más
imaginativo que haya existido desde don Quijote. Y el más trágico.
En Borges ya no se trata de alguien que –como Kafka, digamos– en el cuarto
de la casa familiar, en lo alto de la noche, lee un libro sentado frente a una
ventana que da sobre los puentes de Praga. Se trata, en cambio, de alguien
perdido en una biblioteca, que va de un libro a otro, que lee una serie de libros
y no un libro aislado. Un lector disperso en la fluidez y el rastreo, que tiene
todos los volúmenes a su disposición. Persigue nombres, fuentes, alusiones;
pasa de una cita a otra, de una referencia a otra.
El registro microscópico de las lecturas también se expande, el lector va de la
cita al texto como serie de citas, del texto al volumen como serie de textos, del
volumen a la enciclopedia, de la enciclopedia a la biblioteca. Ese espacio
fantástico no tiene fin porque supone la imposibilidad de cerrar la lectura, la
abrumadora sensación de todo lo que queda por leer.
Sin embargo, algo, siempre, en esa serie, falla: una cita que se ha extraviado,
una página que se espera encontrar y que está en otro lado.
«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» –el cuento de Borges que define su obra–
comienza con un texto perdido, un artículo de la enciclopedia; alguien lo ha
leído pero ya no lo encuentra. No es lo real lo que irrumpe, sino la ausencia, un
texto que no se tiene, cuya busca lleva, como en un sueño, al encuentro de
otra realidad.
La falta es asimilada de inmediato a lo que ha sido sustraído. Hay algo político
allí que remite al complot, a una lógica malvada y sigilosa que altera el orden
del mundo. Alguien tiene lo que falta, alguien lo ha borrado. No es un enigma,
ni un misterio; es un secreto, en sentido etimológico (scernere significa «poner
aparte», «esconder»). Una página –un libro–no está, la carta ha sido robada, el
sentido vacila y, en esa vacilación, emerge lo fantástico.
La versión contemporánea de la pregunta «qué es un lector» se instala allí. El
lector ante el infinito y la proliferación. No el lector que lee un libro, sino el
lector perdido en una red de signos.
Lo imaginario se aloja entre el libro y la lámpara, decía Foucault hablando de
Flaubert. En el caso de Borges, lo imaginario se instala entre los libros, surge en
medio de la sucesión simétrica de volúmenes alineados en los anaqueles
silenciosos de una biblioteca.
«La certidumbre de que todo está escrito nos anula y nos afantasma», escribe
Borges. La metáfora del incendio de la biblioteca es, muchas veces en sus
textos, una ilusión nocturna y un alivio imposible. Los libros persisten, perdidos
en los profundos corredores circulares. Todos, dice Borges, nos extraviamos
ahí.
En ese universo saturado de libros, donde todo está escrito, sólo se puede
releer, leer de otro modo. Por eso, una de las claves de ese lector inventado
por Borges es la libertad en el uso de los textos, la disposición a leer según su
interés y su necesidad. Cierta arbitrariedad, cierta inclinación deliberada a leer
13. 33 y 1/tercio
mal, a leer fuera de lugar, a relacionar series imposibles. La marca de esta
autonomía absoluta del lector en Borges es el efecto de ficción que produce la
lectura.
Quizá la mayor enseñanza de Borges sea la certeza de que la ficción no
depende sólo de quien la construye sino también de quien la lee. La ficción es
también una posición del intérprete. No todo es ficción (Borges no es Derrida,
no es Paul de Man), pero todo puede ser leído como ficción. Lo borgeano (si
eso existe) es la capacidad de leer todo como ficción y de creer en su poder. La
ficción como una teoría de la lectura.
Podemos leer la filosofía como literatura fantástica, dice Borges, es decir
podemos convertirla en ficción por un desplazamiento y un error deliberado, un
efecto producido en el acto mismo de leer.
Podemos leer como ficción la Enciclopedia Británica y estaremos en el mundo
de Tlön. La apócrifa Enciclopedia Británica de Tlön es la descripción de un
universo alternativo que surge de la lectura misma.
En definitiva, el mundo de Tlön es un hrönir de Borges: la ilusión de un
universo creado por la lectura y que depende de ella. Hay cierta inversión del
bovarismo, implícita siempre en sus textos; no se lee la ficción como más real
que lo real, se lee lo real perturbado y contaminado por la ficción.
Por eso, al final el mundo es invadido por Tlön, la realidad se disuelve y se
altera. El narrador se refugia nuevamente en la lectura; en otro tipo de lectura
esta vez, una lectura controlada, minuciosa, la lectura como traducción. El
traductor es aquí el lector perfecto, un copista que escribe lo que lee en otra
lengua, que copia, fiel, un texto, y en la minuciosidad de esa lectura olvida lo
real: «El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo [...] Yo no
hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una
indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial
de Browne.»
«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» plantea los dos movimientos del lector en Borges:
la lectura es a la vez la construcción de un universo y un refugio frente a la
hostilidad del mundo.
Lo que me interesa señalar en el bellísimo final de «Tlön...» es algo que
encontraremos en muchos otros textos de Borges: la lectura como defensa. La
quietud a la que alude la hipálage está en el acto de leer; todo queda en
suspenso; la vida, por fin, se ha detenido.
Encontramos nuevamente la grieta, la escisión que la lectura vendría a
expresar. Un contraste entre las exigencias prácticas, digamos, y ese momento
de quietud, de soledad, esa forma de repliegue, de aislamiento, en la que el
sujeto se pierde, indeciso, en la red de los signos.
Del otro lado de los libros, luego de atravesar la superficie negra y blanca de las
palabras impresas, más allá de un jardín y una verja de hierro, el mundo parece
irreal, o, mejor, el mundo es esa misma irrealidad.
Al mismo tiempo, en Borges, el acto de leer articula lo imaginario y lo real.
Mejor sería decir, la lectura construye un espacio entre lo imaginario y lo real,
desarma la clásica oposición binaria entre ilusión y realidad. No hay, a la vez,
nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer.
Muchas veces el lugar de cruce entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la
muerte, entre lo real y la ilusión está representado por el acto de leer.
14. 33 y 1/tercio
Basta pensar en el doble viaje que se narra en «El Sur». Allí está Dahlman, a
quien el ansia de leer el ejemplar descabalado de Las mil y una noches le
provoca un accidente que lo lleva a la muerte. (Y muchas veces, en Borges, la
lectura lleva a la muerte.) Y luego está Dhalman convaleciente, que lee en el
tren Las mil y una noches para olvidar la enfermedad hasta que lo distrae la
llanura, lo distrae la realidad y, aliviado, se deja, simplemente, vivir. Y por fin
Dahlman en ese pueblo perdido en el sur de la provincia de Buenos Aires, que
recurre a la lectura para aislarse y protegerse, y se refugia nuevamente en el
volumen de Las mil y una noches hasta que es arrancado de su aislamiento por
los parroquianos del almacén que lo hostigan y lo desafían.
Sabemos que se trata de un sueño. En el momento de morir de una septicemia
en la cama del hospital, Dhalman imagina –elige, dice Borges– una muerte
heroica en una pelea a cielo abierto. Esa muerte es real, está contada como si
fuera real –por lo tanto es real–. Una vez más en la llanura argentina, en los
fondos de una pulpería, hay un duelo a cuchillo.
El volumen de Las mil y una noches está en las dos muertes; es la causa,
habría que decir, de las dos muertes. En un caso, es la ansiedad de leer la que
lleva al accidente; en el otro caso, es el riesgo de leer lo que lleva al desafío.
Pero hay algo más que quiero destacar aquí. En el almacén Dhalman es
enfrentado porque está leyendo, porque lo ven leer, abstraído, un libro. Quiero
decir que, a menudo, lo otro del lector está representado también. No sólo qué
lee, sino también con quién se enfrenta el que lee, con quién dialoga y negocia
esa forma de construir el sentido que es la lectura.
Bastaría pensar en don Quijote y Sancho, en la decisión milagrosa de Cervantes
que, luego de la primera salida, hace entrar al que no lee. «Pues a fe mía que
no sé leer», respondió Sancho (I, 31). Ese encuentro, ese diálogo, funda el
género. Habría que decir que en esa decisión, que confronta lectura y oralidad,
está toda la novela.
lectores en el desierto argentino
En definitiva, la pregunta «qué es un lector» es también la pregunta del otro.
La pregunta –a veces irónica, a veces agresiva, a veces piadosa, pero siempre
política– del que mira leer al que lee.
La literatura argentina está recorrida por esa tensión. Muchas veces la
oposición entre civilización y barbarie se ha representado de ese modo. Como si
ésa fuera su encarnación básica, como si allí se jugaran la política y las
relaciones de poder.
Recordemos la escena en la que Mansilla (uno de los grandes escritores
argentinos del siglo XIX, autor de Una excursión a los indios ranqueles) lee Le
Contrat social de Rousseau –en francés, desde luego–, sentado bajo un árbol,
en el campo, cerca de un matadero donde se sacrifican las reses, hasta que su
padre (el general Lucio N. Mansilla, héroe de la Vuelta de Obligado) se le
acerca y le dice: «Mi amigo, cuando uno es sobrino de don Juan Manuel de
Rosas no lee El contrato social si se ha de quedar en este país, o se va de él si
quiere leerlo con provecho.» Y finalmente lo envía al exilio.
15. 33 y 1/tercio
En esa escena que Mansilla cuenta en sus Causeries y que transcurre en 1846,
se cristalizan redes de toda la cultura argentina del siglo XIX. La civilización y la
barbarie, como decretó Sarmiento.
Rousseau y el matadero. Por un lado, la tradición de los letrados (hay que decir
que Mariano Moreno, el ideólogo de la independencia, el líder de la revolución
contra el absolutismo español, fue el primer traductor de El contrato social). Por
el otro, enfrente, el matadero, una sinécdoque clásica de la barbarie desde el
origen mismo de la literatura argentina, el lugar sangriento donde las clases
peligrosas se adiestran en el arte de matar.
La civilización y la barbarie se juegan en el control del sentido, en los distintos
modos de acceder al sentido. Pero nada es nunca tan esquemático.
El complemento de esa escena está en la extraordinaria historia del coronel
Baigorria, que cruza la frontera y se va a vivir con los indios (como Fierro y Cruz
en el final de Martín Fierro), y a quien los ranqueles (los mismos ranqueles que
Mansilla visitará veinte años después) le traen, luego de un malón en las
poblaciones del norte, un ejemplar del Facundo de Sarmiento. Estamos en
1850.
Baigorria escribe sus memorias cuando ya ha vuelto a la civilización, por así
decirlo, en las que cuenta su vida en tercera persona (y varios cronistas de la
frontera, como Estanislao Zeballos, han narrado también la experiencia del
llamado «Cacique blanco»).
Tenía un ejemplar con falta de hojas de Facundo de Sarmiento, que era su
lectura favorita y lo apasionaba [...] Este libro le había sido regalado por
un capitanejo que saqueó una galera en la villa de Achiras, [...] Baigorria
se había hecho construir un rancho de paja y barro, en sitio lejano de la
toldería de Paine; cultivaba allí a solas sus instintos civilizados.
Un rancho para leer en medio de la llanura. A solas. Suena más drástico que la
biblioteca borgeana.
En el desierto, del otro lado de la frontera, entre los indios, un lector –una
versión extrema de Dhalman– lee el Facundo y revive en ese libro, quizá, la
experiencia y el sentido del mundo que ha dejado.
Desde luego, habría que preguntarse por ese ejemplar del Facundo, un libro
publicado en Chile tres años antes: en qué manos anduvo, dónde perdió las
páginas que le faltan, quién lo llevaba en ese carruaje en plena época de
Rosas, y también qué significaba ese libro para los ranqueles, que decidieron
levantarlo entre los restos de la matanza y llevárselo a Baigorria.
La pregunta «qué es un lector» es también la pregunta sobre cómo le llegan los
libros al que lee, cómo se narra la entrada en los textos.
Libros encontrados, prestados, robados, heredados, saqueados por los indios,
salvados del naufragio (como el ejemplar de la Biblia y los libros en portugués
que Robinson Crusoe –ya sabemos que ha vivido unos años en Brasil– rescata
entre los restos del barco hundido y se lleva a la isla desierta), libros que se
alejan y se pierden en la llanura.
W. H. Hudson, uno de los mejores escritores en lengua inglesa del siglo XIX,
recordaba de esta manera su juventud en el campo argentino: «No teníamos
novelas. Cuando llegaba una a la casa era leída y prestada a nuestro más
16. 33 y 1/tercio
próximo vecino, a unas dos leguas de casa, y él, a su turno, se la prestaba a
otro, siete leguas más lejos, y así sucesivamente hasta que desaparecía en el
espacio».
Libros reales, libros imaginarios, libros que circulan en la trama, dependen de
ella y muchas veces la definen. Los libros en la literatura no funcionan sólo
como metáforas –como las que ha analizado admirablemente Curtius en
Literatura europea y Edad Media latina–, sino como articulaciones de la forma,
nudos que relacionan los niveles del relato y cumplen en la narración una
compleja función constructiva.
Pensemos, por ejemplo, en el libro sobre la mística judía que increíblemente lee
Scharlach, el gángster, en «La muerte y la brújula». Toda la sorpresa y la
invención del relato de Borges están allí. «Leí la Historia de la secta de los
Hasidim», dice Scharlach; «supe que el miedo reverente de pronunciar el
Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es
todopoderoso y recóndito.» Sin ese libro imaginario –sin esa escena decisiva y
sarcástica en la que un asesino sanguinario usa un libro para capturar a un
hombre que sólo cree en lo que lee– no habría historia.
Tenemos que imaginar, entonces, a Scharlach, un dandy sanguinario y
siniestro, como lector.
¿Qué lee, dónde, por qué, cuándo, en qué situación? Lee para vengarse de
Lönnrot, por lo tanto lee para Lönnrot y contra Lönnrot, pero también con él.
Lee desde Lönnrot (como Borges nos recomienda leer algunos textos desde
Kafka) para seducirlo y capturarlo en sus redes. Infiere, deduce, imagina su
lectura y la duplica, la confirma. Se trata de una suerte de bovarismo forzado,
porque Scharlach de hecho obliga a Lönnrot a actuar lo que lee. La creencia
está en juego. Lönnrot cree en lo que lee (no cree en otra cosa); lee al pie de
la letra, podríamos decir. Mientras que Scharlach, en cambio, es un lector
displicente, que usa lo que lee para sus propios fines, tergiversa y lleva lo que
lee a lo real (como crimen).
Por supuesto, Scharlach y Lönnrot (esto es, el criminal y el detective) son dos
modos de leer. Dos tipos de lector que están enfrentados.
El lector como criminal, que usa los textos en su beneficio y hace de ellos un
uso desviado, funciona como un hermeneuta salvaje. Lee mal pero sólo en
sentido moral; hace una lectura malvada, rencorosa, un uso pérfido de la letra.
Podríamos pensar a la crítica literaria como un ejercicio de ese tipo de lectura
criminal. Se lee un libro contra otro lector. Se lee la lectura enemiga. El libro es
un objeto transaccional, una superficie donde se desplazan las interpretaciones.
Scharlach usa lo que lee como una trampa, una maquinación sombría, una
superficie blanca donde se deslizan los cuerpos. En un sentido, es el lector
perfecto; difícil encontrar un uso tan eficaz de un libro. Por de pronto, es lo
contrario de un lector inocente. Scharlarch realiza la ilusión de don Quijote,
pero deliberadamente. Realiza en la realidad lo que lee (y lo hace para otro). Ve
en lo real el efecto de lo que ha leído.
Pero ¿cómo lee, cómo construye el sentido? Herido, como en un vértigo, lee la
repetición, para vengarse. (Habría que hacer una historia de la lectura como
venganza.) Él mismo descifra las condiciones de su lectura, el contexto que
decide el sentido, las cuestiones materiales que trata de resolver a partir de lo
que lee.
17. 33 y 1/tercio
Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me
arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las
auroras daba horror a mis sueños y a mi vigilia.
Scharlach, un lector enfermo.
el caso hamlet
Me gustaría ahora volver a Hamlet, el dandy epigramático y enlutado que,
como Scharlach, también quiere vengarse (mejor sería decir es obligado a
vengarse).
Luego del encuentro crucial con el fantasma de su padre, Hamlet, como hemos
dicho, entra con un libro en la mano. Shakespeare hacía muy pocas
acotaciones, pero desde las primeras ediciones figura la precisión: «Hamlet
entra leyendo un libro».
Desde luego, uno se pregunta si está realmente leyendo o está fingiendo que
lee. La cuestión es que se hace ver con un libro. ¿Qué quiere decir leer en ese
contexto, en la corte? ¿Qué tipo de situación supone el hecho de que alguien se
haga ver leyendo un libro en el marco de las luchas de poder?
No sabemos qué libro lee, y tampoco interesa. Más adelante, Hamlet descarta
la importancia del contenido. Polonio le pregunta qué está leyendo. «Palabras,
palabras, palabras», contesta Hamlet. El libro está vacío; lo que importa es el
acto mismo de leer, la función que tiene en la tragedia.
Esta acción une los dos mundos que se juegan en la obra. Por un lado, el
vínculo con la tradición de la tragedia, la transformación de la figura clásica del
oráculo, la relación con el espectro, con la voz de los muertos, la obligación de
venganza que le viene de esa suerte de orden trascendente. Por otro lado, el
momento antitrágico del hombre que lee, o hace que lee. La lectura, ya lo
dijimos, está asimilada con el aislamiento y la soledad, con otro tipo de
subjetividad. En ese sentido, Hamlet, porque es un lector, es un héroe de la
conciencia moderna. La interioridad está en juego.
La escena en que Hamlet entra leyendo es un momento de paso entre dos
tradiciones y dos modos de entender el sentido. Bertolt Brecht –que era, por
supuesto, un gran lector, uno de los más grandes–, en el Pequeño organon
para el teatro, que escribe en 1948, anota que Hamlet es «un hombre joven,
aunque ya un poco entrado en carnes, que hace un uso en extremo ineficaz de
la nueva razón, de la que ha tenido noticias a su paso por la Universidad de
Witenberg». Hamlet viene de Alemania, viene de la universidad, y Brecht ve allí
la primera marca de la diferencia. «En el seno de los intereses feudales, donde
se encuentra a su regreso, este nuevo tipo de razón no funciona. Enfrentado
con una práctica irracional, su razón resulta absolutamente impráctica y Hamlet
cae, trágica víctima de la contradicción entre esa forma de razonar y el estado
de cosas imperante». Brecht ve, en la tragedia, la tensión entre el universitario
que llega de Alemania con nuevas ideas y el mundo arcaico y feudal. Esa
tensión y esas nuevas ideas están encarnadas en el libro que lee, apenas una
cifra de un nuevo modo de pensar, opuesto a la tradición de la venganza. La
legendaria indecisión de Hamlet podría ser vista como un efecto de la
18. 33 y 1/tercio
incertidumbre de la interpretación, de las múltiples posibilidades de sentido
implícitas en el acto de leer.
Hay una tensión entre el libro y el oráculo, entre el libro y la venganza. La
lectura se opone a otro universo de sentido. A otra manera de construir el
sentido, digamos mejor. Habitualmente es un aspecto del mundo que el sujeto
está dejando de lado, un mundo paralelo. Y el acto de leer, de tener un libro,
suele articular ese pasaje. Hay algo mágico en la letra, como si convocara un
mundo o lo anulara.
Podríamos decir que Hamlet vacila porque se pierde en la vacilación de los
signos. Se aleja, intenta alejarse, de un mundo para entrar en otro. De un lado
parece estar el sentido pleno aunque enigmático de la palabra que viene del
Más Allá; del otro lado está el libro. En el medio, está la escena.
replay
19. 33 y 1/tercio
ahmel echevarría
(la habana, del ´74)
un mensaje para Silvia
Nos conocimos en la Cinemateca. Al llegar a la taquilla nos dimos cuenta de
que habíamos hecho un viaje en ómnibus sin cruzar una palabra, viendo pasar
la ciudad tras la ventanilla y mirándonos sin que el otro se diera cuenta. Marqué
en la cola, ella detrás de mí, luego una sonrisa y otros diez minutos antes de
que me tocara el turno para comprar la papeleta. Tenía un peso en el bolsillo,
lo supe en el momento de pagar. Había dejado la billetera en mi casa.
Volví a revisar mis pantalones: las llaves, un peso y el boletín que me dieron al
tomar el ómnibus. No llevaba nada más.
El empleado estaba impaciente por la demora conmigo. La cola se iba
alargando y protestó. Maldije.
Entonces ella entró en escena:
—Dos, por favor —dijo al hombre de la taquilla y se volvió hacia mí—. Hoy me
toca pagar. ¿Lo olvidaste?
Hizo un guiño. Intenté seguir con su juego pero no pude responder.
Sonrió.
Le agradecí.
El empleado murmuró algo.
Entramos.
Desde mi butaca la vi elegir un asiento varias filas más allá de la mía. Se puso
unos audífonos. Estuvo escuchando su discman hasta que apagaron las luces.
Nadie se sentó a su lado.
Salí al lobby antes de que aparecieran los créditos finales. Me sentía ridículo. En
el camino al salón de proyecciones solo le dije un estúpido “muchas gracias”.
Necesitaba verla, disculparme, inventarle cualquier historia y así parecer menos
tonto. Aquella preocupación bastó para que no le prestara atención al filme.
Apenas tuve tiempo de inventar una justificación. No demoró en salir. Caminé
hasta ella y le dije Disculpa, ni siquiera sé tu nombre y estoy en deuda contigo.
Le propuse volver a encontrarnos. Rió. Ella se encargó de recordarme que no
tendría sentido una nueva cita si olvidaba otra vez la billetera.
—De todas maneras llevarla no servirá de mucho —dije—. ¿Tienes un
bolígrafo?
Y le anoté mi teléfono en el reverso del boletín que todavía llevaba en el
bolsillo.
A cambio, Silvia me dio su e-mail y el número del teléfono de una vecina:
—Cuando llames di que es para mí y deja el recado. No me gusta molestarla.
Ella no tenía teléfono y yo solo podía revisar mi cuenta de correos una vez a la
semana. Para colmo íbamos en sentido opuesto. Estaba apurada. Se disculpó.
Silvia visitaría a una tal Patricia y no podía deshacer sus planes —luego supe
que la Patricia era su mejor amiga—. La noche prometía. Nadie como yo para
20. 33 y 1/tercio
verse frente a tantos contratiempos. He llevado la cuenta a lo largo de mis 31
años. La lista es interminable.
Decidí acompañarla a su parada. Aceptó. Tuvimos que correr, el ómnibus
estaba por marcharse. En medio de la carrera le pregunté si podíamos vernos al
día siguiente y le propuse encontrarnos en la Cinemateca a las 8 de la noche.
Antes de que Silvia subiera al ómnibus buscó en su cartera, sacó un billete y
dijo Toma, para vernos mañana primero necesitas llegar a tu casa.
Había conocido a una mujer y en menos de cinco horas le debía dinero.
Necesito contratiempos para saber que algo va a marchar bien. Si no es así de
nada vale que gaste energías.
Nos volvimos a encontrar en la Cinemateca. No aceptó mi dinero pero sí
hacerme la visita.
El encuentro en mi casa no fue la última cita. Llevábamos más de cuatro meses
moviéndonos de un rincón a otro de la ciudad. Teatros, cines, museos, el muro
del litoral, visitas a casa de amigos, incluso, un día la acompañé a la iglesia. No
nos iba nada mal y quería proponerle que se mudara a mi casa. Si no
funcionaba ella podía volver a su apartamento.
Sé que necesito tiempo y tranquilidad para escribir. Había comenzado una
novela, tenía escrito varios capítulos y estaba eufórico, sin embargo no me
sentía con ánimos para salir a buscar mujeres.
Conocer a Silvia fue como ganar el billete de la suerte.
Pero ya no estamos a mano.
Le escribí una nota. Era solo un mensaje y necesité toda la madrugada para
redactar media página: café, música, escribir, tachar párrafos enteros, beber
otra taza de café parado en un balcón de cara a una ciudad dormida.
Tuve que repetir el ciclo hasta el agotamiento. Conseguí terminar la nota a ras
del amanecer.
albahaca_76@yahoo.com
Quizá su buzón en Yahoo sea el único lugar posible para un nuevo encuentro.
Hice copias de seguridad.
Todavía cargo con los tres disquetes.
Imagino que Silvia espera mi e-mail.
La última vez que Silvia y yo estuvimos de cara cada uno contra el cuerpo del
otro fue en mi apartamento. Llegó bien temprano. Vestía de sport, el pelo
recogido en dos coletas, sus ojazos café más encendidos que nunca y dos
bolsas repletas. El día anterior llamó al mediodía, a partir de esa hora contesto
las llamadas:
«Tengo el sábado libre, me gustaría pasar por tu casa. ¿Dejarás de trabajar en
tu libro?»
Reí.
Estaba obsesionado con la escritura de mi novela. Me sentía en estado de
gracia y pasaba más tiempo de lo acostumbrado frente a mi computadora. Pero
realmente estaba agotado y acepté la propuesta de Silvia, un sábado junto a
ella me serviría para descansar. Nada de libros, nada de ordenadores. Tal vez
solo tomaría algunos apuntes.
21. 33 y 1/tercio
Dije Sí.
Luego preguntó si también le regalaría el domingo.
«Creo que no podré hacer resistencia. Por cierto, ¿no me habías dicho que irías
al médico?»
«Decidí dejarlo para otro día, necesito hablar contigo.»
En aquel momento creí que me propondría vivir juntos. Era cierto que no nos
iba nada mal.
«¿Tendremos tiempo para conversar?»
Volvió a reír.
«Llevaré comida y cervezas. El sábado es un día especial y quiero celebrarlo.»
Supuse que estaba ante otro contratiempo pero al menos no había olvidado su
cumpleaños. Sé que tengo una memoria pésima para las fechas, nombres.
Silvia lo sabe. No recordaba nada especial. Miré el calendario y caí en cuenta de
que se acercaba la fecha en que cumplíamos siete meses de haber empezado
nuestra relación. Sería justo ese sábado. Teníamos la costumbre de celebrarlo
mes tras mes y aunque solo hubieran treinta días de por medio le llamábamos
nuestro aniversario.
Le pedí disculpas.
«No te preocupes. Pero no sé si a partir de ahora deba obligarte a recordar
cualquier detalle a punta de pistola o acostumbrarme a tu mala memoria.»
«Mi ángel, ¿nunca te dije que me gané el premio gordo cuando te conocí?»
«Cientos de veces. Pero no basta, quisiera escuchar otra cosa.»
No me atreví a preguntarle y dijo que ya se le pasaría la molestia, que se había
vuelto una chica tonta, cursi, quizá por culpa de su colección de música. Ya le
había escuchado decir que tener a mano grabaciones de blues, boleros, jazz y
feeling podía ser verdaderamente peligroso, que era una mezcla tan letal como
el cáncer. Cada vez que ponía los discos terminaba deprimida y no podía hacer
nada. Solo volver a escucharlos. Una y otra vez. Hasta el dolor.
«Regálalos o tíralos a la basura, pero deshazte de ellos, por favor.»
«Ya no hay remedio. Se llama metástasis, también me volví una chica tonta y
adicta a esos discos.»
La interrumpí. Le dije que había enloquecido y su respuesta demoró. Pidió que
no le hiciera caso:
«Te prometo que no será como la última vez que celebramos. Me sentía mal,
muy mal.»
Era cierto que aquella tarde Silvia llegó a la casa quejándose de unas punzadas
en el seno. No disminuyeron al llegar la noche. Le pregunté y dijo No es nada,
no te preocupes, se me pasará. Insistí, perdió el control y discutimos. Quisimos
celebrar pero el día terminó con una pelea. La dejé sola, con su colección de
música. Encendí la computadora e intenté trabajar en la novela.
No podía concentrarme. Dejé todo y decidí preparar café, tal vez la infusión
serviría para calmarnos y hacer las paces.
Después de llevarle la taza me senté en una esquina de la cama. No dejaba de
mirarla. Estaba acostada, desnuda entre las sábanas, el pelo revuelto y la carita
media hinchada. Cuando no estamos revolcándonos la imagino como un
juguete. Un juguete tierno.
22. 33 y 1/tercio
No podía dejar de mirarla. Tenía la sospecha de que era lo mejor que me había
pasado en años.
Se lo dije.
Error fatal.
Aquella vez Silvia se levantó, se envolvió en la sábana y fue al baño.
Estaba cabizbaja:
—Déjame.
—¿Qué pasa, mi ángel?
—Creo que soy yo la que va demasiado aprisa. No tenía por qué molestarme
con tus palabras. Que tengas la sospecha que yo sea lo mejor que te ha pasado
en mucho tiempo no debe ser en realidad tan malo.
—Solo es una manera de decir.
—Me confundes, también estoy confundida. Y para colmo tengo este maldito
dolor.
Traté de acariciarla.
Me rechazó.
—¿Por qué no vas al médico?
—No es nada, ya se me aliviará. ¿Sabes?, tengo miedo. Le temo a lo que pueda
decirme el doctor. Le temo a las palabras. Tampoco sé si hubiera preferido
escuchar algo así como un te amo. Aunque creo que me hubiera gustado
escucharlo. Te podré parecer tonta o cursi, no me importa, no soy para nada
moderna.
—¿Quieres explicarte? Lo mezclas todo. No hay que llegar a tanto.
—No. Lo dices y punto.
—¿Lo intentaste alguna vez? ¿Pudiste?
Se enjugó las lágrimas y respondió que necesitaba descansar, así el dolor se le
pasaría.
Silvia, un modelo para armar. Cada vez que nos veíamos tenía en mis manos
una pieza nueva. Yo buscaba dónde encajarla. Yo quería tener todas las piezas.
Quería unirlas.
Dijo Permiso.
Cerró la puerta del baño.
Aquella vez le dije a Silvia que tenía la sospecha de que al menos en nuestro
país era imposible decir te amo. Nunca averigüé la causa. En treinta y un años
nunca lo escuché. Y Silvia en su llamada me volvía a recordar que ella no era
una chica moderna y yo le debía esa frase:
«Ahmel, te quedaste callado. Todo ese asunto de la metástasis fue una broma.
Por Dios, di algo.»
«¿Alguna vez te preguntaste por qué en este país nadie puede decir Te amo?
Se me ocurre que debíamos encontrar la respuesta. ¿Me ayudarás, por favor?»
«Sí. Supongo que también necesito saberlo. Por lo pronto te digo que me hará
mucho bien encontrarnos.»
Nos despedimos. Antes de colgar me recordó que perdonaba mi mala memoria.
Luego de la llamada de Silvia salí a la calle. Gasté la mitad de lo que me
quedaba para todo el mes. Ella lo merecía. También yo. Pronto cobraría algo de
23. 33 y 1/tercio
dinero, una editorial y dos revistas me debían unos cheques. Después tendría
que reducir un poco más los gastos.
Regresé con vegetales, frutas, galletas, una botella de vino, queso y jamón.
Todo para ella, salvo la mitad del queso y el pedazo de jamón. Sé que
compartiríamos, sin embargo hice las compras pensando en Silvia.
Solo faltaba su llegada.
Tendríamos un pequeño festín.
Cuando abrí la puerta sonrió y pidió que la ayudara con las bolsas. Nunca la
había visto peinada con aquellas coletas. También tenía unas pequeñas gotas
de sudor alrededor de los labios y entre los senos.
—La calle es un infierno —dijo—. ¿Me ayudas?
Puse las bolsas y la mochila en el suelo.
Tomé sus manos.
La miré.
—¿Qué haces? —dijo.
La besé.
Largo, profundo.
Arrastré la punta de mi lengua sobre los labios, la barbilla, entre los senos.
Con un gesto suave intentó detenerme.
—¿Te duele?
—Casi nada. Pero estoy sucia.
Seguí.
—Déjame ya, alguien nos puede ver —suavemente quitó de mi boca la punta
de su cadenita de oro y el crucifijo.
Entramos.
Silvia fue al baño y yo a la cocina. Desempaqué. Mientras se lavaba le pregunté
si había ido al médico y gritó que venía dispuesta a pasar todo el fin de semana
a mi lado. Por eso había comprado tanta comida y cervezas. Trajo también un
estuche con diez discos compactos. Su música preferida.
—¿Te olvidarás de tu novela al menos este fin de semana?
Cumplíamos solo siete meses y la carga era como para celebrar un verdadero
aniversario. Quise hacerle el comentario pero creí que no le gustaría la broma.
Mientras cortaba el queso y el jamón en pequeñas figuras escuchaba caer el
agua de la ducha. En el baño Silvia cantaba algo. Terminé de adornar el plato
con galletas, aceitunas y serví dos copas de tinto.
Abrí la puerta del baño, Silvia comenzaba a enjabonarse:
—Solo falta preparar la mesa.
Besé su cuello, aparté una de las coletas y le mordí suavemente una oreja.
—Bruto, qué haces. Deja que acabe de bañarme.
—Te espero. Tengo una sorpresa. Por cierto, mi ángel, ¿no teníamos que
hablar?
—Es mejor dejarlo para otro día. Este será nuestro mejor fin de semana.
Llevé todo a la sala. Sobre un tapete en el suelo acomodé los platos, copas y la
botella de vino. Llevé además dos varillas de incienso.
24. 33 y 1/tercio
Estaba por comenzar el noticiero. Encendí la TV, un noticiario es una verdadera
clase magistral. Hacerlo es un arte. Pura acción desde principio a fin,
digresiones entre cada escena, dos historias que se cuentan al unísono y solo
una viaja en las ondas de radio. Un inmenso iceberg disparado con precisión
desde el cañón de rayos catódicos.
Silvia salió del baño. Olía a violetas y el mundo prometía estar en uno de sus
peores momentos. Se sentó a mi lado. La conductora comenzó a hablar del
tema de las elecciones nacionales y Silvia quiso zafarse las coletas.
—Quédate así. Luces como una niña, pareces tener quince años.
—¿Tan poco?
Le dije Sí, una chiquilla de quince años. Y volví a besarla. Mi corazón estaba a
punto de colapsar y ella tenía las mejillas encendidas. Puse su mano en mi
pecho; ella, la mía en el suyo, en sus labios. Mordió suavemente mis dedos, me
abrazó. En voz muy baja dijo Entonces seré una niña. Se arregló las coletas y
metió su lengua en mi oreja.
Cogí un trozo de jamón y otro de queso.
Una mordida para ambos.
Silvia se paró frente a mí y de espaldas al televisor. La fui desnudando con el
mismo cuidado con el que un equipo de rescate apartaba de entre los
escombros varios cuerpos aplastados. Eran imágenes de archivo de un
terremoto reciente. Indonesia. 8,7 grados en la escala Richter. La ciudad estaba
bajo los escombros. Una sacudida violenta la de Silvia. Me sacó el pullover y se
montó sobre mí. Y dejó de parecer aquella muchacha-juguete tierno. Nada más
alejado de una chiquilla. Basta tomar todas sus piezas, las cambias de lugar y
tendrás otra Silvia.
Comencé a hincarla con mi bulto, duro, por debajo de la mezclilla de mi short.
Alcancé los vasos. Ella sonrió, movía la cintura suavemente, al oído me susurró
si de verdad me gustaría hacerlo con una niña. Sonreí. Brindamos. Una pieza
más para seguir completando el nuevo modelo Silvia. El incienso ardía. Los
vidrios chasquearon y una columna de humo negro y llamas envolvió a un
Humvee de la armada norteamericana. Era un amasijo de tripas, sangre, tela y
carne quemada entre los hierros del jeep. Varios soldados del ejército de
ocupación habían muerto. ¿Un disparo del ejército de resistencia irakí o una
mina en medio del camino? Silvia tragó todo el vino, dejó la copa en el suelo y
no me interesó saber la respuesta.
Me quitó el short.
Metió los dedos en mi vino.
—¿El control remoto está cerca? —dijo.
Estaba detrás de mí.
Se lo alcancé.
Alzó el volumen.
—Toma. Si quieres úsalo conmigo.
Y volvió a mojar los dedos en mi vino.
Yo la miraba trazar círculos húmedos en mi pene. Lo mojó todavía más con su
lengua hasta que solo vi la cabeza de Silvia entre mis piernas. Subía, bajaba. La
movía suavemente. Yo intentaba acariciarla, meter mis dedos dentro de ella.
25. 33 y 1/tercio
Pero esquivaba mis manos. Tenía su lengua en la punta de mi falo. Me miraba.
Sonreía. Hacía un guiño.
La dejé hacer.
Suavemente me obligó a que me acostara, se paró y puso sus pies junto a mi
cintura. Señaló el control remoto. Se lo di. La punta se perdía entre sus piernas.
Lo movía suavemente. Una y otra vez. Hasta que cambió el mando a distancia
por mi pene cuando se acomodó sobre mí. Ella, montándome a pelo. Yo,
dejándola hacer. A ratos hincaba sus nalgas con mis uñas, y le apretaba el
cuello, y la pellizcaba, suave, en la punta de los senos, más duro alrededor de
la cintura, hasta que tomó mis brazos por ambas muñecas, se apoyó sobre ellas
y quedé a la deriva sobre el suelo.
Supe de Silvia cuando soltó mis manos y se detuvo. La conductora del noticiero
daba el aviso de que el Papa había muerto.
Se apartó los cabellos de la frente y miró a la pantalla.
Quise decirle algo, tal vez una frase que sirviera de consuelo y puso sus dedos
en mis labios.
Nos sentamos frente a la TV.
Alcé el volumen. Llevaba días siguiendo la salud de Karol y por momentos
pensaba que otra vez volvería salirse con la suya. Pero no. Septicemia y colapso
cardio-pulmonar irreversible. El Papa había sobrevivido a varios disparos que le
perforaron el cuerpo, sin embargo esta vez los gérmenes, su corazón y los
pulmones le jugaron una mala pasada.
Yo miraba a Silvia y ella a la conductora. Silvia apretaba sus dedos, los puños,
pasaba las manos encima de los muslos, luego limpió su boca sin apartar la
mirada de la pantalla.
La voz en off daba detalles de la muerte del Papa: Karol Wojtyla, nacido en
Wadowice, Polonia, el 18 de mayo de 1920, residente en la Ciudad del
Vaticano, ha fallecido a las 21:37 horas del día 2 de abril de 2005 en su
apartamento del Palacio Apostólico Vaticano. El cañón de rayos catódicos
disparaba imágenes de fieles agrupados en la Plaza de San Pedro. Algunos
rezaban, otros tenían lágrimas en los ojos, la mayoría simplemente esperaba.
La nota informativa terminó con fragmentos de archivo de la visita del Papa a
nuestro país.
Silvia se había cruzado de brazos. Ya no miraba a la TV. Y comenzó a apretarse
los hombros, lo hacía cada vez más fuerte, yo veía la marca de sus uñas sobre
la piel. Y quise hacer algo, pero solo atiné a tomar el mando del televisor. No
pude articular nada porque la vi subir los pies al sofá, porque rodeó sus piernas
con los brazos hasta hacerse un ovillo y porque finalmente apoyó el mentón
sobre las rodillas.
Intenté tomar una de sus manos.
—Déjame, por favor —dijo.
Sin embargo no hizo resistencia. Quise abrazarla pero esta vez me esquivó y
recogió su camiseta.
Dos lagrimones asomaban en sus ojos.
—Mi ángel, ¿apago el televisor?
—No, así creo que de verdad estoy en la Plaza de San Pedro, despidiéndolo.
Silvia se levantó.
26. 33 y 1/tercio
Comenzó a vestirse camino al baño.
Solo bajé el volumen. Me interesaba saber cómo elegirían al nuevo Papa y de
qué país sería.
Mientras Silvia se lavaba le propuse acostarnos un rato. Un calmante y varias
horas de sueño le servirían para recuperarse. Volví a preguntarle y dijo No.
Entonces serví dos copas de tinto y fui hasta el cuarto de baño. Esta vez pude
abrazarla. Sin embargo sentía que entre mis brazos no había nada. Se enjugó
las lágrimas, se dio un trago largo y dijo Disculpa, me voy para mi casa.
—Mi ángel, podemos conversar un rato. ¿No tenías que hablar conmigo?
—Será mejor que me vaya. Te echaré a perder el fin de semana.
—No será tu culpa.
No dijo nada más.
Se zafó de mi abrazo.
Apenas hice resistencia y fui a la sala.
La conductora comenzó a leer una nota oficial acerca de los días de duelo que
se avecinarían. Me vestí y decidí acomodarme para no perder ningún detalle. El
Ministro de Relaciones Exteriores comenzó a hacer declaraciones a la prensa.
Demasiado revuelo. Y llamé a Silvia.
—Debes ver esto.
—No. Me voy.
—¿Tan pronto? ¿No te apetece comer algo?
Dijo No y señaló a la pantalla. El Cardenal había aparecido en el set del
noticiario. Harían una homilía.
—Si el Cardenal no estuviera en la pantalla te diría que todo es falso, que la
muerte del Papa no es más que un engaño.
—Mi querida Silvia, ¿no te das cuenta que es cierto que todo es falso?
—Todo menos la muerte.
—De qué hablas, se supone que Karol esté a salvo de todo. ¿No es casi un
santo? ¿Y cómo queda entonces ese asunto de ganar el cielo?
—¿Bromeas? Ya no sé qué creer.
—Mi ángel, la muerte también es un embuste.
En voz muy baja Silvia dijo No, y que no quería escuchar nada más sobre la
muerte.
—Si quieres te acompaño a la homilía.
—Me gustaría pero no te sientas obligado.
—Como quieras. Sabes que lo haría por ti.
Se enjugó las lágrimas. Quería irse y así lo dijo. Me abrazó, de su mochila sacó
el estuche con los discos compactos.
—Silvia, me pediste que te regalara el fin de semana. ¿Lo recuerdas? Hice
compras, dejé de trabajar en mi novela y hasta te propongo ir a la misa.
—¿Por qué no dejamos este encuentro para otro día? Lo haremos, te lo
prometo. Te prestaré mis discos. Vendré el lunes, hablaremos con calma.
Sus ojazos apenas me miraban.
Estuve a punto de maldecir la muerte de Karol, de tirar el control remoto contra
la pantalla y hacer que al mismo tiempo volaran en pedazos el Cardenal, el
Ministro y la conductora. Parecía una conspiración contra mí. Estaba agotado. Si
27. 33 y 1/tercio
había decidido dejar a un lado la escritura de mi novela era para estar junto a
Silvia. Y ella decidía irse. Sin más explicaciones. Creí que pretendía calmarme
con el estuche de discos y una visita pasado dos días.
En la pantalla repetían la nota oficial al tiempo que ponían imágenes de archivo
de la visita de Karol a nuestro país. Demasiado revuelo por un hombre que en
su visita pidió que nuestro país se abriera al mundo. Esta vez alguien estaba
afinando muy bien la puntería del cañón de rayos catódicos. Esa era mi
sospecha y pensé que habían hecho diana en mi Silvia. Dispararon y tampoco
salí ileso.
—Está bien, vete. Llévate tus discos. Nunca escucho música cuando escribo.
Abrí la puerta.
—Lo siento. Quiero dejártelos —puso el estuche en mis manos—. Vendré el
lunes.
Cerré.
Decidí rehacer mis planes. Tenía mucha comida y alcohol para todo el fin de
semana. Revisé mi libreta de teléfonos, elegí un número pero en mitad de la
conversación me di cuenta que no tenía sentido verme con ninguna mujer.
No tenía ánimos.
Busqué la botella de vino y los discos de Silvia.
Encendí la PC y mi equipo de audio.
Fui bebiendo la colección de música poco a poco.
Luego de la ida de Silvia estuve al tanto del timbre del teléfono. Una larga y
estresante espera en la que tampoco marqué el número de su vecina; apenas
podía leer media página sin que fuera necesario volver al inicio de algún
párrafo. Solo pude sentarme frente a mi novela veinte días después. Releía los
capítulos cuando recibí una llamada. Era Patricia. Le contesté que estaba solo y
llevaba más de dos semanas sin ver a su amiga; tal vez Silvia estaba en casa de
sus padres.
Respondió que no. Por eso llamaba:
«Ahmel, ella no quería que lo supieras. Está ingresada.»
Anoté el número de la sala y la cama del hospital.
Le habían descubierto un tumor en un seno.
Fui a verla.
Estaba acostada, la mirada puesta en ningún lugar. Al entrar a la habitación no
pude evitar mirarle el busto.
No quería hablar, tampoco mirarme. Parecía andar a la deriva en la cama. A
ratos contraía el rostro.
—Es la quimioterapia —dijo Patricia y se levantó para saludarme.
Me sentía ridículo. Quería decir algo pero estaba anulado. Me costaba trabajo
articular siquiera un movimiento. Me debatía entre saludar a Silvia y responder
algo que sirviera de consuelo. Y solo conseguí parecer más torpe. Dije Buenas,
tomé la mano de Silvia, luego besé su frente; después de saludar a Patricia
tropecé con el sillón.
28. 33 y 1/tercio
Miré al rostro de Silvia.
Y a sus brazos. Un manchón violáceo alrededor de los pinchazos.
Y a su busto. Un único seno, un solo pezón hincando la tela.
Con un gesto le pedí a Patricia salir al balcón.
Sin que le preguntara nada dijo Tiene cáncer y displasia, demoró mucho en
venir al médico.
—Pero tenía turno para una consulta.
—Me costó convencerla, de todas maneras pasó demasiado tiempo. Eso dijo el
oncólogo.
—¿Y después de los sueros?
—¿Qué quieres que te diga? Supongo que esperar.
Regresé a la sala.
Silvia sintió mis pasos y se volvió hacia mí.
Quise tomarle la mano.
—No digas nada. Ahmel, sabes que le temo a las palabras. Cualquier cosa que
decidas estará bien.
Faltaban quince minutos para que acabara la visita.
Me despedí de Patricia, de Silvia.
Me fui.
En mi segunda visita al hospital, Silvia pidió de favor que no volviera a la sala,
que prefería estar en compañía de Patricia o a solas. Su amiga me mantendría
al tanto. Ella me mandaría un aviso tan pronto le dieran el alta.
Y recibí la llamada.
Quedamos en vernos en su apartamento. Fue difícil elegir algo para llevarle.
Quería hacerle un regalo. Deseché flores, un cake y decidí llevarle unos discos:
música brasilera, María Calas y la Piaff.
Me esperaba. Estaba vestida con la misma ropa deportiva que vestía el último
día en que nos vimos en mi casa. También llevaba las coletas. Pero esta vez el
crucifijo se batía entre un seno y la nada. Ella sonrió. Creo que también pude
hacerlo, porque me abrazó, lo hizo fuerte y también la apreté contra mí.
—Una vez te dije que no soy para nada moderna. ¿Ves? Lloro como una tonta.
Y todo por culpa de esa maldita música.
—Es letal. Ahora lo sé.
—Pura metástasis. No puedo hacer otra cosa que seguir escuchándola. Es
imposible dejar de hacerlo.
Y le enseñé mi regalo.
—¿Más música? ¿Qué me traes?
—Algo que no tienes en tu colección.
Leía los créditos. Cada disco que abría le hacía sonreír. Nunca imaginé que a
Silvia le gustara tanto la música. Una verdadera melómana. Parecía escuchar la
melodía y la las letras con solo leer las portadas de los discos.
—Terminarás matándome.
Y reímos.
Y nuestras manos se tocaron.
29. 33 y 1/tercio
Y volvimos a estar cerca. Demasiado. Tenía su rostro, el aliento, el sonido de su
respiración a nada de distancia. Y dimos de cara cada uno contra el cuerpo del
otro. Aliento. Transpiración. Su perfume de violetas. El ligero sabor salado de
mi sudor. Silvia le dio una zancadilla a la puerta y me rodeó con sus manos.
Tiramos los discos sobre una butaca.
Decidí cargar a Silvia.
Ella, a horcajadas sobre mí; yo, contra la pared.
Labios, cuello, saliva, su pelo, mi sudor, aroma de violetas. Silvia trataba de
sacarme el pulóver. Yo tampoco podía desvestirla usando solo una mano.
Hasta que nos dejamos caer en el sofá.
Entonces pude quitarle la camiseta.
Nos miramos. Yo, encima; ella, se fue ladeando hasta ocultar, entre su cuerpo y
la cama, el seno amputado.
Silvia se cubrió el pecho con los brazos, luego recogió su prenda. Quise decirle
algo y dijo Mejor no, no digas nada.
Decidió vestirse. Se paró frente a mí. Y no ocultó su busto. La cadena con el
crucifijo le caía sobre el espacio del seno amputado.
Caminé hasta el mueble donde habíamos tirado los discos. Yo conocía al detalle
los créditos de las portadas, sin embargo no alcanzaba entender lo que leía.
—¿Silvia, quieres poner alguno? Tal vez la Piaff.
—¿La vie en rose?
No respondí.
Ella dijo Disculpa.
Tomé sus manos, le dejé los discos.
Me despedí.
Con un par de llamadas averigüé el número de teléfonos de un cibercafé e hice
una reservación. Había escrito un mensaje para Silvia. Necesité toda una noche
para hacerlo. Tuve que escuchar los diez compactos entre tazas de café,
tachaduras y vueltas desde el escritorio a mi balcón para poder saltar de una
línea a la otra. La Fitzgerald, Piazzolla, Chico Buarque, Sabina, El Bola, La
Holliday, los blues de Eric Clapton, la Burke; Miles David & Charlie Parker al
amanecer.
Silvia.
albahaca_76@yahoo.com
Un mensaje y tres copias de seguridad.
Salí. Pagué un taxi. Apenas me entretuve con la ciudad que resbalaba tras la
ventanilla.
Era media mañana y el ciber estaba casi vacío, sólo había dos máquinas
ocupadas. Me recibió una muchacha, preguntó mi nombre y dijo Tu turno
comienza dentro de media hora pero no hay nadie, si lo deseas puedes sentarte
ahora mismo. Me dio a escoger una máquina.
La muchacha que atendía el ciber era delgada, de voz dulce, apenas se le
escuchaba. Tenía unos ojos grises. Penetrantes. Tal vez fue su sonrisa, la forma
de sus labios, o los ojos, lo cierto era su cara de gata.
Le dije Gracias, quedé con un amigo y parece que no ha llegado.
30. 33 y 1/tercio
La muchacha se encogió de hombros. Antes de irse me hizo saber que si
cambiaba de idea podía elegir cualquier ordenador.
El salón estaba casi desierto, miré el reloj y decidí sentarme en una de las
computadoras. Abrí la mochila, saqué las tres copias de la nota y fui hasta la
computadora más cercana. Miré a la muchacha. Sonrió. Creo que era bella.
Metí el disquete en la torre: Mensaje para Silvia. Leí varias veces el nombre del
archivo. Pero cerré el Window Explorer y guardé en mi mochila las tres copias
de la nota.
Me levanté.
El litoral no estaba lejos.
—Creo que mi amigo no vendrá —dije a la muchacha.
—¿No vas a esperarlo?
—Me sentaré un rato en la bahía. ¿Te gusta el mar?
—Sí, sobre todo por el pescado. Me gustaría acompañarte pero no puedo cerrar
el ciber. Termino a las seis.
—Entonces mañana mismo salgo de pesca. Dicen que mañana habrá arribazón
de filetes. Aunque no recuerdo si dijeron pargo, emperador o jurel. ¿Vengo por
ti?
Rió.
—¿A quién le tocará fregar?
Caminé hasta ella.
Tomé su mano y le miré a los ojos.
Ella no apartó la mirada.
—Tal parece que a mí.
Me despedí de la muchacha-gato y salí a caminar.
replay
31. 33 y 1/tercio
33 y 1/ t er ci o aguiar díaz (jaad)
(la habana, del ´66)
fábula
La hormiga arrastra
la hoja que cayó
se aparta del hormiguero
tal parece que huye
que siempre hay una hormga que huye
que arrastra la hoja que cayó
que siempre hay una hoja que arrastrar
¿está bailando o es que se tambalea
porque no puede más?
no logro distinguirlo
se aparta de los suyos
tal parece que huye
y en realidad se está acercando
a otro hormiguero.
prescripción 1
a pedro marqués de armas
llegará el médico con su cara hastiada
en formol
manos que a diario palpan
el vacío de las linfas
sacuden las inmundicias
yo estaré viéndolo con ojos
nuevos
ocupará ese sillón
para comenzar su tarea más indigna
mi mano
nueva
saludará
a su mano
humana
mis piernas
nuevas
tendrán frío y ansiedad
por caminar los senderos que ante mí
se abren y se cierran
semejantes a girasoles
32. 33 y 1/tercio
que giran con la luna
llegará con un libro de artaud
y sus uñas
escarban la crueldad
de mi hígado de papel
«una sensación de quemadura ácida en los miembros»
le escucharé decir
con mis oídos
nuevos
y una mueca
saltará de su rostro anestesiado
con el bisturí escribirá
palabras que sólo él entiende
y en mí
nueva
piel
un estremecimiento nos hará comprender
que dentro de cada cuerpo duerme
un cadáver
entrará un niño a la habitación
y este señor disfrazado de avestruz
pálido y muy flaco
recogerá sus objetos profanos
«está muerto»
dirá de mí
y yo compadeciéndome
al sentir su mano
acariciando
mis nuevos
párpados
me compadeceré al ver que
con expresión idiota
desde la puerta
se compadece él
de mi nueva
idiotez
crónica familiar 2
mantén el equilibrio
con tus
pies mentales
miro al país
con los
33. 33 y 1/tercio
ojos del perro
de un momento a otro terminará
la
sin-gla-dura
y estaremos de regreso
entre una pregunta y una afirmación
otra pregunta
comprometida
peligrosa
es cuestión de aprender el oficio
estoy de rodillas
pero
mantengo el equilibrio
inviernillo que refresca
al trópico y su resaca
de pronósticos
al fin el perro
toma una decisión
heroísmo voluntarioso
para quien produce
e inventa
los argumentos de la
historia
entre una pregunta y una afirmación
la baba del perro
¿hay otra manera de afligirse
sin caer en la extravagancia?
aprender el oficio
terminará
la
sin-gla-dura
y estaremos de regreso
replay
34. 33 y 1/tercio
david sedaris
(new york, del ´56. Ensayista y hermano de la actriz Amy Sedaris. El presente texto
pertenece a su libro Dress your family in corduroy and denim, 2004.)
una lata de gusanos
(traducción de RFI)
Hugh quería hamburguesas, así que él, su amiga Anne, y yo fuimos a un sitio
llamado el Apple Pan. Era en Los Angeles, una ciudad de la que no sé nada. Los
nombres de algunos barrios son conocidos de ver televisión, pero no entiendo
que significa estar en Culver City en vez de estar en, digamos, Silver Lake o
Venice Beach. Alguien sugiere un destino y yo medio que voy y espero ser
sorprendido.
Pensé que el Apple Pan sería un restaurant, pero era más bien como un
comedor –sin mesas, solo banquetas a lo largo de un mostrador en forma de U.
Le pedimos nuestras hamburguesas a un hombre con un sombrero de papel, y
mientras esperábamos a que llegaran, Anne enseñó algunas fotos de su bull-
terrier. Es una fotógrafa profesional, así que eran retratos más que fotos de
ocasión. Aquí estaba el perro mirando desde atrás de una cortina. Aquí estaba
el perro sentado como un hombre frente a un butacón, una pata descansando
en la cima de su estómago. Gary, creo que se llamaba.
Cuando no está fotografiando a su perro, Anne vuela por todo el país, con
encargos de varias revistas. Ayer había regresado de Boston, donde había
fotografiado a un bombero apellidado Bastardo. «Es como bastard con una o al
final», dijo. «¿No lo encuentran gracioso? »
Hugh le contó sobre unos vecinos en Normandía cuyo apellido se traducía como
«culo caliente», pero al menos que hablaras francés, era difícil encontrarle
gracia.
«¿Con un guión?», preguntó Anne. «Quiero decir, ¿se casó miss Caliente con
mister Culo, o todo constituye una palabra?»
«Una palabra», dijo Hugh.
Pensando que la conversación andaría ahí por un rato, me preparé para
contribuir, consciente de cuan fácil era caer en un juego de nombres. Si
conoces a un Candy Dick, la otra persona puede que conozca a un Harry Dick o
a un Dick Eader. Recientemente había oído sobre el corredor de cuñas Dick
Trickle, pero por el momento estábamos operando en un plano superior, así
que mencioné a Bronson Charles, una mujer que había conocido esa semana en
Texas. Si ella hubiera sido joven, me hubiera maravillado, no por ella, sino por
sus padres, que obviamente pensarían que eran muy listos. Pero Bronson
Charles tenía setenta y pico de años, y al casarse había adoptado ese apellido.
No era gracioso, solo era raro –la matrona bien criada y el héroe de acción, sus
sexos, nombres, y naturalezas a la inversa. Era como conocer a un hombre
tímido llamado Taylor Elizabeth.
Anne y Hugh se conocieron en la universidad, y cuando llegaron nuestras
hamburguesas estaban rememorando sobre alguna de la gente con la que
habían ido a la escuela. «¿Cuál era el nombre de aquel tipo? Creo que estaba
35. 33 y 1/tercio
en el Departamento de Arte. Mike, quizás, o Mark. Solía salir con Karen, creo
que así se llamaba ella. O Kimberly. Sabes quien te digo».
Conversaciones como estas pueden durar horas y, aunque tienes que aceptarlo,
no tienes por que prestarles realmente atención. Miré adelante, viendo a un
cocinero de nariz torcida poniendo queso sobre una hamburguesa, y entonces
me viré ligeramente a la izquierda y comencé a escuchar a los dos hombres
sentados a mi lado. Había en ellos el cansancio de la gente que no se permite
el retiro, y que siguen dando lucha, como caballos, hasta que mueren. El
hombre a mi lado usaba un t-shirt con el Estado de Florida y, como si el clima
fuese completamente distinto al otro lado de la botella de ketchup, el hombre a
su lado usaba un sweater de lana espesa y pantalones de corduroy. Un
impermeable descansaba sobre sus rodillas y, ante él, en el mostrador, había
un periódico y una taza vacía de café. «¿Leíste sobre esos gusanos?»,
preguntó.
Se refería a la lata de nemátodos –pequeños gusanos– recientemente
descubierta en las planicies de Texas. Habían sido enviadas allá arriba junto con
la lanzadera espacial condenada al fracaso y de alguna manera se las habían
arreglado para sobrevivir a la explosión, cuya causa seguía siendo aún un
misterio. El hombre del sweater se masajeó la barbilla y miró al espacio. «He
pensado que si podemos resolver rápido ese problema», dijo. «Si solo… si solo
pudiéramos hacer hablar a esas malditas cosas».
Sonaba loco pero recuerdo haber pensado lo mismo sobre la Akita en el caso
de O. J. Simpson. Pónganla en el banquillo. Oigamos lo que tiene que decir. Era
una de esas ideas que, solo por un segundo, parecían completamente lógicas,
la solución que más nadie había pensado.
El hombre del t-shirt consideró la posibilidad. «Bueno», dijo, «incluso si los
gusanos pudieran hablar, no servirían de mucho. Estaban en la lata
¿recuerdas?»
«Creo que tienes razón».
Los hombres se pararon para pagar sus cuentas, y antes de que llegaran a las
puertas sus banquetas fueron ocupadas por dos personas que no se conocían.
Uno era un hombre vestido con un traje fino, y la otra una mujer joven que se
sentó e inmediatamente comenzó a leer lo que parecía ser un guión. A mi
derecha Hugh había decidido que, más que Karen o Kimberly, su compañera de
clase se llamaba Katherine. Mientras había estado escuchando a mis vecinos,
Anne me había ordenado una tajada de pastel, y cuando levanté el tenedor ella
me dijo que se suponía que me lo comiera de adelante hacia atrás,
comenzando por la corteza de afuera hasta llegar adentro. «Tu último bocado
debe ser la punta, y se supone que pidas un deseo con ella», dijo. «¿Nunca
nadie te ha dicho eso?»
«¿Cómo dices?»
Me miró de la forma en que mirarías a alguien que normalmente tirara dinero al
fuego. ¡La falta de sentido! ¡El desperdicio! «Bueno, mejor tarde que nunca»,
dijo, y cambió mi plato de posición.
Mientras Anne y Hugh volvían a su conversación, yo pensé en todo el pastel
que había comido en el curso de mi vida, y me pregunté cuan diferentes
podrían ser las cosas si solamente hubiera pedido deseos con las puntas. Para
comenzar, no estaría sentado en el Apple Pan, eso era seguro. Si hubiera
tenido mi deseo a los ocho años, todavía estaría buscando momias en Egipto,
36. 33 y 1/tercio
sacándolas de sus tumbas y atrapándolas en pesadas jaulas de hierro. Todos
los deseos siguientes hubieran estado basados en la vida que ya había
establecido: un par nuevo de botas, un látigo mejor, mejor dominio del
lenguaje de las momias. Ese es el problema con los deseos, te atrapan. En los
cuentos de hadas solo representan problemas, amplificando la vanidad y la
avaricia de las personas a las que le son concedidos. Tu mejor apuesta –y la
moraleja de todas esas historias– es ser desinteresado y pedir tus deseos para
que otros se beneficien, confiando en que su felicidad también te hará feliz. Es
una idea bonita pero definitivamente costaría acostumbrarse a ella.
Desde que entramos, el Apple Pan se había ido llenando progresivamente.
Todos los asientos estaban ocupados, y había gente apoyada contra la pared,
sus ojos moviéndose de banqueta a banqueta, determinando que clientes
deberían pagar e irse. Echando una ojeada, vi que nosotros éramos los
candidatos más probables. El hombre del sombrero de papel había quitado los
envoltorios de nuestras hamburguesas y todo lo que quedaba era un solo plato,
con la punta de mi pastel. Deseé que la gente de la pared dejara de mirarnos,
y entonces rápidamente, pero no lo bastante rápido, traté de retractarme.
«Creo que deberíamos irnos», dijo Hugh, y él y Anne sacaron sus billeteras.
Hubo una pequeña pelea sobre quien pagaría –«Yo invito», «No, yo invito»–
pero me quedé fuera de eso, pensando lo que hubiera ocurrido si no hubiera
desperdiciado mi deseo. Un laboratorio lleno de equipos sensibles. Hombres de
batas blancas, temblando esperanzados y maravillados mientras se inclinan
hacia delante, oyendo el sonido de una voz muy pequeña. «Ahora que pienso
en eso», dice el gusano, «sí recuerdo haber visto algo sospechoso».
replay
37. 33 y 1/tercio
bret easton ellis
(los angeles, del ´68)
glamourama
Instantáneas del loft de ChIoe en un espacio que parece diseñado por Dan
Flavin: dos sofás de Toshiyuki Kita, metros y metros cuadrados de pavimento
de madera blanca de arce, seis copas de vino Baccarat Tastevin –regalo de
Bruce y Nan Weber–, tulipanes blancos por docenas, un StairMaster y un juego
de mancuernas, libros de fotografía –de Matthew Rolston, de Anme Leibovitz,
de Herb Ritts– con la correspondiente dedicatoria del autor, un huevo de
Fabergé que le regaló Bruce Willis –antes de Demi–, un gran retrato al natural
de Chloe obra de Richard Avedon, gafas de sol por todas partes, una foto de
Chloe atravesando medio desnuda el vestíbulo del Malperisa de Milán ante la
indiferencia general –obra de Helmut Newton–, un William Wegman de gran
formato y carteles de tamaño gigante de La Mujer marcada, La noche de los
maridos –con Carolyn Jones–, y de Audrey Hepburn en Desayuno con
diamantes. Una hoja interminable de papel térmico pegada sobre el tocador
reza: lunes, 09.00 Byron Lars, 11.00 Mark Eisen, 14.00 Nicole Miller, 18.00
Ghost; martes, 10.00 Ralph Lauren; miércoles, 11.00 Anna Sui, 14.00 Calvin
Klein, 16.00 Bill Blass, 19.00 Isaac Mizrahi; jueves, 09.00 Donna Karan, 17.00
Todd Oldham, y así sucesivamente hasta el domingo. Rara es la mesa o la
superficie de cualquier otro mueble donde no haya un fajo de divisas y alguna
botella vacía de Glacier. En la nevera la espera el desayuno que Luna le deja
preparado: pomelo rolo, Evian, infusión fría, yogurt natural desnatado con
moras, un cuarto de bagel con semillas de amapola –unas veces tostado y otras
no, con beluga si es un día especial–. La han llamado mientras no estaba Gilles
Bensimon, Juliette Lewis, Patrick Demarcheller, Ron Galotti, Peter Lindbergh y
Baxter Priestly.
Me ducho, me aplico Preparati on H y Clinique Eye Fitness en los párpados
inferiores, y escucho mis mensajes: Ellen von Unwerth, Eric Stoltz, Alison Poole,
Nicolas Cage, Nicolette Sheridan, Stephen Dorff y alguien de Tristar,
seguramente con malas noticias. Cuando salgo del baño –con una esponjosa
toalla de Ralph Lauren atada a la cintura–, me encuentro a ChIoe sentada en la
cama con las rodillas pegadas al pecho, los ojos llenos de lágrimas y cara de
funeral. La veo estremecerse y tomarse un Xanax para alejar un inminente
ataque de ansiedad. En la pantalla panorámica del televisor, un documental
sobre los riesgos de los implantes.
–Pero si sólo es un poco de silicona –le digo para tranquilizarla–. Peor es lo mío,
que tomo Halcion. Por no hablar del medio bocadillo de beicon que me zampé
el otro día. Y te recuerdo que los dos fumamos.
–Victor, por el amor de Dios. –Más escalofríos.
–¿Te acuerdas de cuando te rapaste el pelo casi al cero? Te pasaste toda la
temporada tiñéndotelo de diferentes colores y llorando sin parar…
–Estaba al borde del suicidio –solloza–. Estuve a punto de tomarme una
sobredosis.
–Lo importante es que ni siquiera entonces perdiste ni un solo contrato.
38. 33 y 1/tercio
–Ya, pero ahora tengo veintiséis años, que, para una modelo, es algo así como
tener ciento cinco.
–Chloe, no entiendo esta inseguridad tuya. –Le froto los hombros–. Eres un
mito –le susurro al oído–. Un punto de referencia. –Le beso el cuello–. La
personificación del ideal físico de nuestro tiempo. –Luego añado–: Tú no eres
una simple modelo, cariño. Tú eres una estrella. La belleza sale del alma –
añado mientras le tomo la caja con ambas manos.
–Mi alma no tiene que hacer veinte pases seguidos –llora–. Mi alma no tiene
que salir en la portada del Harpers el mes que viene. Mi alma no tiene que
negociar un contrato con Lancome. –Más sollozos, un grito sofocado... en fin, la
apoteosis. Es el fin del mundo, el fin de todo.
– Oye –me aparto–, no tengo ningunas ganas de despertarme un día y
encontrarme con que te ha vuelto a dar el ataque de los implantes y te has ido
a Hollywood a esconderte en el Chateau Marmont y a ver a Kiefer, a Dermot y
a Sly. Con que…tranquilízate, ¿vale?
Al cabo de diez minutos de silencio –o puede que sean sólo dos el Xanax surte
efecto.
–Ya se me ha pasado un poco –concede.
–Andy dijo una vez que la belleza es un síntoma de inteligencia.
ChIoe se vuelve despacito hacia mí.
–¿Andy? ¿Qué Andy, Víctor? ¿Andy qué más? –Tose y se suena la nariz–. ¿Andy
Kaufman? ¿Andy Griffith? ¿De dónde lo has sacado? ¿De Andy Rooney?
–Warhol –digo en voz baja, ofendido–. ChIoe...
ChIoe se levanta de la cama, se mete en el baño, se lava la cara y se aplica
Preparation H bajo los ojos.
–De todas maneras, el mundo de la moda está en las últimas –dice con un
bostezo mientras se despereza. Luego se dirige a uno de sus vestidores y lo
abre–. Qué té voy a contar.
–Algo agradable, para variar –digo por decir camino del televisor.
–¿Quién paga esta hipoteca? –grita– ¿Tú o yo?
Busco el vídeo de Línea mortal que me dejé aquí la semana pasada, pero sólo
encuentro una cinta con el programa de Arsenio al que Chloe asistió como
invitada, dos películas en las que participó como actriz (Party Mountain, con
Emery Roberts, y Teen Town, con Hurley Thompson), otro documental sobre
los efectos secundarios de los implantes de silicona y el episodio de la semana
pasada de Melrose Place. En la pantalla, un anuncio. La imagen tiene mucho
grano, parece copia de otra copia. En éstas me doy la vuelta y me encuentro a
ChIoe delante del espejo de cuerpo entero, comprobando cómo le quedaría el
vestido que sostiene en la mano y guiñándose un ojo a sí misma.
El vestido es un Todd Oldham auténtico, negro y beige –básico ma non
troppo–, escote palabra de honor, aire navajo y acolchado fosforescente.
Lo primero que se me ocurre es que se lo ha robado a Alison.
–Cariño... –Carraspeo–. ¿Qué haces?
–Practico el guiño para el vídeo –dice con otro guiño–. Rupert dice que no
acaba de salirme bien.
–Ajá. Bueno, me tomo unas horas libres y practicamos. Cuento hasta tres e
insisto disimuladamente–. ¿Y el vestido?
39. 33 y 1/tercio
–¿Te gusta? –pregunta con la cara iluminada y vuelta hacia mí–. Es para
mañana por la noche.
–¿Qué?
–¿Cómo que qué– ¿Qué pasa? –Devuelve el vestido al armario.
–Es que... –digo con un gesto negativo de la cabeza– no lo acabo de ver claro.
–Tranquilo. No tienes que ponértelo tú.
–Tampoco tú tienes ninguna obligación, ¿no?
–No empieces. No tengo ganas de...
–Vas a parecer Pocahontas.
–Todd me lo ha dado especialmente para la inauguración.
–¿Y si te pusieras algo más sencillo, menos étnico ... ? Menos políticamente
correcto, vamos. Algo tipo... Armani. –Me acerco al vestidor–. Déjame escoger
a mí.
–Victor –dice, y me cierra el paso–, la elección ya está hecha. –En éstas se fija
en mis tobillos–. ¿Eso son arañazos?
–¿El qué? –Y agacho la cabeza yo también.
–Lo que tienes en los tobillos. –ChIoe me obliga a tenderme en la cama para
poder ver más de cerca las marcas rojas que tengo en los tobillos y en las
pantorrillas–. Parece como si te hubiera mordido un perro. ¿Se te ha acercado
algún perro ?
–¿Además de Beau y Jotadé? ¡Si yo te contara! –me lamento con la vista
levantada al cielo.
–Victor, te ha mordido un perro.
–Ah –me incorporo–, ¿lo dices por estas marcas? –pregunto como si las
acabara de ver–. Me las habrán hecho Beau y Jotadé cuando me han atacado a
traición. ¿Tienes Bactine?
–¿Dónde ha sido? ¿Qué perro? –insiste.
–Vale ya, ¿ eh ?
ChIoe echa un último vistazo obediente a los arañazos y luego se mete en su
lado de la cama con un guión que ha recibido de parte de la CAA: otra miniserie
ambientada en una isla tropical. La palabra «miniserie» no es tabú, pero a ella
la idea de hacerla la horroriza lo mismo. Considero la posibilidad de decirle algo
así como «Por cierto, en el periódico de mañana igual ves algo que no acaba de
gustarte». En la MTV, imágenes de una casa casi sin amueblar en forma de
traveling ininterrumpido de Steadycam.
Me apresuro a colocarme a su lado.
–Parece que ya tenemos el local nuevo –digo–. Mañana he quedado con
Waverly.
ChIoe no contesta.
–Según Burl, podría estar abierto dentro de tres meses. –La miro–. Te veo
preocupada.
–No sé si haces bien.
–¿Haciendo qué? ¿Abriendo mi propio local?
–Más de una relación podría resentirse.
–La nuestra no, espero –digo, y le tomo la mano.
ChIoe no aparta la vista del guión.
40. 33 y 1/tercio
–Oye, pero ¿qué pasa?–Me incorporo–. Mira, a estas alturas de mi vida, lo
único que quiero, aparte de un papel en la secuela de Línea mortal, es mi
propio local, algo que sea mío y solamente mío.
Chloe suspira, pasa una página que aún no ha leído y acaba por dejar a un lado
el guión.
–Victor...
–No, no lo di gas. ¿Tan descabellada te parece la idea? ¿Te parece que es
mucho pedir? ¿Te parece una tontería que quiera hacer algo con mi vida?
–Victor...
–Cariño, toda la vida he...
–... ¿me has engañado alguna vez? –me espeta sin previo aviso.
–Cariño... –reacciono después de un silencio ni corto ni largo. Luego me acerco
a ella y le acaricio los dedos sin separárselos del logo de la CAA–. ¿A qué viene
eso? –disimulo antes de preguntar lo que ya sé–. ¿Me has engañado tú a mí?
–Sólo quiero saber si me has sido siempre fiel. –Baja la vista al guión y luego la
vuelve hacia la pantalla del televisor, donde desde hace varios minutos no se ve
otra cosa que una bonita bruma de color rosa–. Para mí la fidelidad es muy
importante.
–Siempre, cariño. Siempre. ¿Cómo iba a caer tan bajo?
–Victor –susurra–, haz el amor conmigo.
La beso en los labios con ternura. Ella me corresponde con tanta pasión que
tengo que apartarme.
–Cariño –susurro–, estoy hecho polvo.
En la MTV están poniendo el vídeo nuevo de Soul Asylum y levanto la cabeza
para verlo. Quiero que ChIoe también lo vea, pero ya se ha dado la vuelta.
Tiene en la mesilla una foto bastante buena que me hizo Herb Ritts. La única
que le he dejado enmarcar.
–¿Sabes si Herb piensa venir mañana? –le pregunto en voz baja.
–No creo –responde con un nudo en la garganta.
–¿.Sabes dónde está? –pregunto a su pelo, a su nuca.
–Tal vez no importe.
Los afrodisíacos de Chloe: un CD de Sinead O'Connor, velas de cera de abeja,
mi colonia, una mentira. Más allá del perfume del coco, su cabello huele a
enebro, a sauce incluso. Está a mi lado, dormida, soñando con fotógrafos que
disparan fotómetros a escasos centímetros de su cara, con una playa por la que
tiene que correr en pleno invierno fingiendo que es verano, con una palmera
llena de arañas bajo la que tiene que sentarse en Borneo, con un avión del que
baja tras una noche entera de vuelo, con otra alfombra roja por la que
deslizarse, con paparazzi que esperan. Miramax no para de llamar. Un sueño
dentro de otro. Las maratones de seiscientas entrevistas se confunden con
pesadillas donde aparecen playas de arena blanca del Pacífico Sur, atardeceres
mediterráneos, los Alpes franceses, Milán, París, Tokio, olas heladas, periódicos
extranjeros de color salmón, montañas de revistas con su rostro inmaculado en
la portada. No puedo dormir. Hay una frase del artículo sobre Chloe que publicó
Kevin Nessums en el Vanity Fair que no me puedo quitar de la cabeza: «Nunca
la hemos visto en persona y, sin embargo, hay algo en su cara que nos resulta
extrañamente familiar, como si la conociéramos de toda la vida».