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AQUELLOS CAMPOS TAN CRIOLLITOS




     Eduardo Martínez Rovira



             Minas


      La Calera – El Penitente
LA CALERA


… El viajero salió de Minas pasando por la Estación y el Molino de Ugarte,
enfilado en el rumbo de Polanco y Manguera Azul, dispuesto a sujetar a las
cuatro leguas, justamente a la entrada de la estancia de la Calera, frente al
cerro de Cenizo. Al viajero lo mueven los recuerdos, aunque sabe por
experiencia que en su confrontación con la realidad, los recuerdos siempre
salen perdiendo. Además aquí la historia se complica porque el viajero va a
situarse en varias etapas de su vida para contar lo que se ha propuesto y
disipar por un rato su nostalgia. La dificultad es clásica; es la misma que se
le presenta al escritor adulto puesto a escribir un cuento para niños; porque
hasta que, milagrosamente, un niño-niño tome la pluma y escriba cuentos
para él y los de su edad, no podremos cabalmente estimar en su justo
alcance la repercusión literaria-argumental de esos cuentos que, con
destino a la niñez, pero, repetimos, escritos por personas mayores, circulan
por todo el mundo. Por analogía esto viene a cuento porque el viajero va a
tener que presentarse y actuar tal como supone que era a los cinco, a los
siete, a los nueve, a los diez, doce, catorce y diecisiete años de edad, en las
mil distintas circunstancias que vivió y deberá reproducirlas con la relativa
precisión de la memoria. El viajero está muy lejos de las edades señaladas,
pero, tal vez, por aquello de que los extremos se tocan, el cuadro a pintar
salga bastante parecido al original aunque, sólo, dicen, la memoria de Dios
podría regalarnos la exacta réplica de entonces. Recuperar sensitivamente
los recuerdos de la niñez es sólo dable a través de pantallazas o relámpagos
muy fugaces, casi siempre inefables, aún si estamos situados en el mismo
lugar y en parecidas circunstancias. En rigor este es un libro en sí familiar,
pero de ninguna manera familiero; con lo cual desde ya podría decirse que
van a estar ausentes las anécdotas non sanctas, aquellas con una carga
mucho mayor de pimienta que de sal. El autor –el viajero- eligió relatar sus
brevísimos, esporádicos e intrascendentes andares minuanos y prescindir de
la historia regional al uso, en homenajes a los que ya lo hicieron con acierto
y quedar en cambio libre de decir lo que ha vivido y rescatar de esa especie
de limbo del olvido a quienes lo acompañaron: resurrección no demasiado
convencional es esta de hilvanarnos en los avatares que rodean al
protagonista real del relato. Los dos retazos principales entre 1935 y 1947
son sin duda autobiográficos, pero no confieren a la totalidad de la obra esa
calificación, entre otras cosas por el desdoblamiento de la tercera persona
del singular; el viajero que relata y es el redactor responsable y el viajero
que actúa entre sus cinco y diecisiete años y es contado por él. Martingalas
o autoengaños de la forma, que apuntan, esperanzados, a la benevolencia
del lector, con la ilusión de hacer más llevadera su lectura. El recurso y uso
de la tercera persona en cualquier narración, resulta simpático por más
desenfadado, y puede ser una maravilla y una solución cuando no se tenga
mucho que decir de uno: cuando se emplea, ya se está contando algo
porque se está hablando de otra persona, así no se esté, argumentalmente,
contando nada o casi nada. Si en el texto de u ensayo o de una novela,
además de lo antedicho de la tercera persona intercalamos, incluso dentro
de un mismo párrafo, la primera y la segunda persona, y si éstas surgen
bien nacidas en su incorporación, se vea o no su propósito sintáctico, el
acierto literario que produzca puede llegar a ser satisfactorio. Tanto en este
recurso como en otros – repeticiones, elipsis, simetrías, etc.-, mostrar
claramente el andamiaje de la forma, es decir, la sintaxis, puede ser tan
ponderable como ocultarla bajo tierra. Especulaciones aparte,
conformémonos con nuestra condición de seres terrenales y sigamos, que
por algún lado hay que empezar. El viajero, puesto en trance, se deja llevar
hasta un muchachito de cinco años, con altura y peso haciendo juego, que
ha sido conducido y depositado sin consultarlo, pero accediendo él de muy
buena gana, a la estancia de la sucesión de su abuelo paterno, Nicolás,
arrendada entonces por su tío Segundo, el mayor de los hijos de su abuelo.
Prescindiendo de los detalles de su llegada e instalación, el viajero tiene la
sensación de que en las casas con sus tíos y con sus primos muy mayores,
no llegó a sentirse a sus anchas, no así en el campo que, se conoce, fue
como una especie de cielo abierto, de cortar cadenas y de respirar hondo,
donde los pies se le hacían alas y cuna mecedora los lomos del tostado y de
la petiza overa rosada. Ya el bautismo de sus primeras horquetadas y
porrazos había ocurrido en Chamizo (Florida) en el campo de los Muñoz
Caravia, que en los años 30 arrendaba su tío Fernando, anterior encargado
de esta estancia de la calera, que luego, como se dijo, ocupó su tío
Segundo. Así que aquel viajero de los cinco años se sintió dueño del
mundo al ver y sentir que sus montados dejaban voluntariosos el campo
atrás, sin necesidad de molerlos a palos: como pisando flores, decía
Adolfo, el capataz, al ver regresar a las casas, escarciando, al caballo con
una pulga encima. Como se ve, el viajero pone los detalles que al
“viajerito” naturalmente le faltan, y lo recupera ahora entrando al ranchito
de dos aguas, próximo al galpón sobre el camino de la entrada, donde su
primo mayor, Edu, experimenta con sus enjambres y colmenas, uno de
cuyos experimentos era dejarse picar todos los días un poco “porque así no
tendríamos ni reuma ni artritis cuando grandes”. Eso lo decía muy serio ese
primo del viajero, pero con la careta puesta: con ella o sin ella la vocación
apicultora del primo y tocayo fue firme, exitosa y duradera. Dejó al morir
hace unos cuantos años, varios libros y remedios, todos fruto de sus
investigaciones dentro del universo fecundo de las abejas. Entre
experimento y experimento con sus abejas, Eduardo Martínez Rubio
improvisaba, de chico, en el piano, conciertos interminables, de una hora o
más, equidistantes del impresionismo a lo Debussy, de la música incidental,
atronadora, a lo Offenbach, y, en algunos pasajes, con disonancias-
sincopadas-epilépticas- eran sus palabras- propias de los de los imitadores
de Gershwin… El lector debe saber, piensa el viajero, que las sucesivas
picaduras recibidas entonces con tan buenos propósitos, no le han servido
de nada: quizá fueron pocas, o muchas, que en estas cosas del veneno
nunca se sabe… También, recíprocamente, cabe preguntar si de no haberlas
recibido, el resultado no habría sido peor. En esa primera estada consciente
del año 1935, su protagonismo no es mucho: el viajero no cree haber
hollado todos los rincones de la estancia, pero de los realmente vividos sí
se acuerda: por ejemplo el potrero del Ombú o del Arbolito, el más
empinado de todos con su pedregal para esconderse o encaramarse para
astibar desde la pequeña cima tanto el valle hacia el soldado, como parte de
la estancia propia y parte de las vecinas hasta el Cerro Largo próximo al
paso del Soldado en la bifurcación del camino a Barriga Negra. Detrás, con
caídas hacia el Soldado, el potrero “de don Nica”, el más alejado de las
casas. Todavía estaba vivo el recuerdo de Aramis Saavedra, cuando,
habiendo trepado al cerro del Cenizo, hasta donde pudo, vio cómo, al
dejarla y continuar a pie, la forchela modelo “T” se volvía sola hasta
detenerse sin volcar en la base del cerro. Aramis, con su mandolina, había
venido a la estancia con el metro, el nivel y la plomada, para realizar una
serie de trabajos en las casas y construir un baño de ovejas. Aramis,
cantaba, componía y ejecutaba; también había aprendido una serie de frases
hechas o refranes que repetía a dos por tres, muchas veces sin venir
demasiado a cuento; él los atribuía a don Eduardo y a don Fernando: “Mis
obras, no mis abuelos, me harán subir a los cielos”; “Que me roben la
camisa pero no la guitarra”; “Es de vidrio la mujer, pero no se ha de probar,
si se puede o no quebrar, porque todo podría ser”; “Que Dios te dé pleitos y
que los ganes”; “Criticar el jarro después de tomarse el vino”; “No va a dar
la hora” … “Que Dios te dé un coño, y que te sirva …” El viajero no
recuerda si fue en esa primavera aparición suya o si fue en la segunda, dos
años después (1937), que su primo Gundo andaba con un brazo enyesado y
en cabestrillo, a raíz del desencuentro con algún bellaco. Lo que el viajero
tiene bien presente como si lo estuviera viendo ahora, era la habilidad de su
primo para manejar, trinchando, la cabeza de oveja que a su pedido
incluían en el puchero. Este primo le llevaba – y le lleva – nueve años, cosa
que hoy apenas si se nota, pero no ayer, donde entre los siete y los dieciséis
años la diferencia era muy grande.


                                 ***
Hablando de esa segunda estada del año treinta y siete, el viajero no puede
contener la risa al ver la lista de libros y cuadernos de deberes que en las
vacaciones los chicos tenían que estudiar y llenar para no perder lo
aprendido y así entrar en forma en el nuevo año. La risa del viajero ahora –
que no cuando eso sucedía – era motivada por la ingenuidad bautismal de
quienes suponían que en verano y en el campo los tales deberes podían
cumplirse. La encargada de pretender darle clases al viajero a la hora de la
siesta, era su prima Abita, que si bien carácter y talento no le faltaban, sí la
paciencia necesaria para lidiar con su primo. La dulzura y el equilibrio de
su tía Amelia, atemperaban los ánimos: era de Valladolid, España, ciudad y
provincia que, dicen, junto con la de Burgos, es donde se habla el mejor
español de España. Mis tres primos mayores, sus hijos, habían nacido en
Alemania en tiempos de la guerra del “14”: Eduardo, María Laura y Alba
María; su hijo menor, Segundo (Gundo) nació en España (1921) durante
unas vacaciones de la familia en Zarauz, localidad balnearia del
Cantábrico. Su tío Segundo, padre de los antedichos, médico y hombre de
poquísimas pulgas, había terminado sus estudios en Alemania, recibiendo
junto con el titulo, el bautismo de sangre actuando como cirujano en los
hospitales alemanes durante la guerra. El viajero sabe, porque le han
contado, que al regresar la familia de Europa, se instalaron primero en la
casa paterna de la Av. 8 de octubre y Fortaleza, en la Unión, mudándose
después a la calle Colonia entre Ejido y Yaguarón, donde años depuse,
demolida ya la casa – consultorio, se construyó el cine California, cine que
también pasó a la historia. Como casualmente enfrente, en la acera de los
números pares de Colonia, vivía su novia, Mignon, Edu inventó e instaló
una especie de teléfono casero, directo, para ambos, cruzando una cable por
la calle encima de los de la UTE y de los del tranvía, con un sistema de
timbre sólo audible para ellos. Cuando la UTE o la policía rastrearon la
misteriosa línea, sólo por su edad (15) lo disculparon, e incluso lo
felicitaron por el buen funcionamiento (año 1932), no así, más bien, los
padres de los novios. En los años que el viajero recuerda las casas de la
estancia tenían luz eléctrica proveniente de unos motores gigantescos que
Carlos Hoffer, el “Alemán”, cada tanto venía de Montevideo para ponerlos
a punto; también se disponía de teléfono, algo poco frecuente en esa época
en el campo. Por pura vocación, como ya se dijo Gundo iba camino de ser
una réplica del Gaucho Florido, el personaje que don Carlos Reyles pintó
en la obra homónima, logrando en muchos sentidos su propósito, con la
única salvedad, que no fue óbice, de hablar alemán, tararear silbando o
ejecutando en el acordeón los lieders de Schumann o de Schubert, practicar
atletismo en el Deutsche Shule de la calle Soriano, y leer a los clásicos.


                                  ***
Prendido a una de aquellas famosas jardinerías de Mendibehere, el tordillo
que va entre varas, sin consideración a la familia que conduce a Minas, se
empaca al pasar por la portera de entrada a la estancia y no quiere seguir:
sin duda el recuerdo imborrable de su primera querencia. A duras penas,
tomándolo de la cabezada y del freno, el hombre a pie, lo aparta de la
portera y consigue enfilarlo rumbo a su segunda querencia, entre los
aplausos y el griterío de los chiquilines que van en el pescante. Es la
tardecita; se van borrando los relieves del paisaje y los rosicleres de una
linda puesta de sol tiñen hasta el verde desvaído y sin gracia de las hojas de
los eucaliptos. Villagra aparta los terneros de unas lecheras llegadas
recientemente de los campos de jaureguito, en Pirarajá, al tiempo que desde
la troja llega el “rrrrrr” de la desgranadora de maíz: las gallinas – Sussex
armilladas y Leghorn – entienden el mensaje y se agolpan en las porteritas
de los gallineros. En el galpón, un peón desunce los bueyes que estuvieron
pasando la rastra en la quinta de la patrona, y es al viajero a quien le toca
arrearlos hasta el potrero de las Casas: el viajero ya aprendió que los
bueyes tienen una manera distinta de patear que los caballos: de costado,
junto a los cuartos traseros, conviene cuidarse. Ensimismado ante los
retazos de la puesta del sol el viajero se detiene y, por caminos
inconscientes asocia el mundo de la poesía con ese otro mundo del cielo en
lontananza que está siempre un poco dentro y fuera de nosotros, pero unido
a nuestros mejores momentos por una especie o remedo del cordón
umbilical de los niños al nacer… De la estancia frontera a La Calera –
campos de Sánchez – va saliendo al camino una carreta con cuatro yuntas,
cargada de troncos. El carrero arma su cigarro y explica que aprovechando
la luna y el fresco de la noche, va a descargar en la pulpería de Iriarte, para
volver al otro día, si los bueyes no están muy trasijados, con la paja
suficiente para rematar la quincha del cobertizo nuevo. A la estancia han
llegado unos parientes de la familia – los Mendiburo, los Horne y los
Martirené – quienes, por el equipaje que traen no vienen para irse al otro
día. En el galpón, al lado del Hansa Lloyd y de la moto DKW de Fritz
Buhl, se enfría el Auburn Cord de los recién llegados.


                                  ***


El viajero se ve ahora obligado a recomponer algo de lo que recuerde de su
nueva arribada a la estancia en el año 1939, con sus nueve años recién
cumplidos. Parece que no, pero esos dos años de diferencia respecto al
viaje anterior, meten fuerza. Esta vez llegó a la estancia traído por su tío
Segundo, cuando allá en su casa de Montevideo sus padres programaban un
viajes a Europa para tratar de curarle la tiña que un gato callejero le había
contagiado y que en Montevideo los médicos especialistas de la época no
daban en la tecla. En eso estaban cuando pasó su tío por la casa paterna del
viajero y sin demasiado énfasis les dijo: “Me lo llevo, y cuando esté curado
les aviso para que vayan; no antes”. Cuando al médico se le tiene fe – tal el
caso – la resolución de ese cuasi rapto fue muy bien recibida y allí marchó
el viajero para Minas, creo que cantando. El viaje en auto duró como
viniendo a pie, porque en cuanta casa, rancho o comercio próximos al
camino (R8), su tío iba parando para saludar o interesarse por el estado de
salud, cuando se trataba de pacientes suyos. Llegado por fin a Minas era de
orden saludar en el escritorio de negocios rurales de la calle Batlle a su tío
Nicolás, tal como se hizo, y luego de tres o cuatro estaciones más, el pueblo
fue quedando a sus espaldas. Ya con la noche encima, el viajero ve venir
invadiendo el camino una tropa conducida por tres jinetes, uno de los
cuales resultó ser su primo Gundo. Abrazos de bienvenida y la promesa del
encuentro en la estancia. El ganado quedó asegurado en un piquete del
local de feria para ser rematado el día siguiente por su tío Nicolás. Luego
de llegar a La calera y el correspondiente saludo a los presentes – tía,
primas y personal – su tío tomó la brocha, el jabón y la navaja y sin ningún
titubeo le afeitó todo el pelo de la cabeza – hoy está de moda -, le curó con
un producto que a los tres meses resultó milagroso, y le vendó dejando
fuera sólo los ojos, la nariz y la boca, casi, decía, como los egipcios
vendaban a sus momias. Que la similitud era esa, quedó probada cuando al
amanecer, al caer el viajero a la cocina de los peones a la hora de ordeñar,
portando un farol que lo iluminaba de abajo, la desbandada que produjo
cuentan que fue uno de los acontecimientos más sonados del año. El viajero
compartía el dormitorio con su primo Guindo quedando su cama debajo de
la ventana que, por razones de higiene, “no se debía cerrar ni en las noches
más crudas de invierno”. También con ellos dormía en la alfombra, Rex, un
doberman de los marrones, que por lo menos tres o cuatro veces en la
noche al traer el viento olor a zorro, comadreja o zorrillo, o al oír algún
ruido sospechoso, saltaba por la ventana con el detalle de que tanto para
salir como para entrar hacía pie en la cama (cuerpo) del viajero. Que hay
cosas peores ya lo sabemos. Gracias a la condescendencia del bueno de
Salvador Barrera (el capataz) y de alguna lata de Cerrito de San Francisco
que la suerte ponía a su alcance, el viajero pescaba algún cigarro. Para
quitarle el vicio – se conoce que por la edad -, estando en el potrero de Don
Nica curando a mano algunos capones picados de sarna con un remedio a
base de alquitrán y nicotina, y ante la insistencia del viajero, que por nada
cedía en su empeño, entre su primo y Salvador Barrera le armaron un
cigarro “de amigo”, es decir, grueso como el dedo, al que “enriquecieron”
con unas gotas de sarnífugo. El viajero al terminar de fumar “cambió la
peseta” cuantas veces pudo y a duras penas, abrazado al pescuezo del
caballo volvió a las casas luciendo una palidez muy a tono con la venda
que le cubría la cabeza. ¿Qué si perdió el gusto al tabaco? Sí; claro; sólo
que tardó sesenta y tantos años en hacerle efecto el remedio. A la estancia
además de familiares llegaban habitualmente amigos de Montevideo –
reyes, Platero…….y, naturalmente, también de Minas. La distancia de
cuatro leguas que separaba la estancia de la ciudad de Minas, con una
huella o camino bastante bueno para aquellos tiempos, se hacía en el forcito
casi sin necesidad de reducir demasiado la marcha. Algunas estaciones en
el trayecto, estando alguno de los dueños de las casas a la vista, eran, para
el modo de ser del tío del viajero, inevitables. A la altura del Arequita,
traspuesto el Santa Lucía, yendo a Minas, a veces se recalaba en lo de don
Fermín Alzugaray: cuando alguno preguntaba después “de qué hablaron”,
el comentario no iba más allá de una respuesta que decía muy poco: “De
cosas de vascos…”. En las reuniones, la apología de la vida en el campo
por oposición a la de la ciudad, contaba siempre con mayoría y, entre tantas
afirmaciones que se prodigaban, hoy, siglo XXI, hay una que nos resultaría
axiomática por fácilmente comprobable: “Montevideo es una ciudad de
gente enojada, y, cuando se dice esto, de la mano viene que es también una
ciudad de gente mal educada”. Las vueltas en el pueblo eran las naturales
cuando de abstraerse se tratara. La ultima parada ya de regreso y viniendo
el primo Gundo al volante, era en la telefónica para agradecerle a una de las
telefonistas amiga, la prontitud en el despacho de las llamadas desde y
hacia la estancia. Esperando en el coche, muchas veces el viajero se
dormía. La afición del viajero por los caballos – ya en sus pocos años nada
libre de literatura – fue genuina y recíproca: sin embargo hasta que no
apareció en su vida el petizo Picardía – pampita colorado – la
correspondencia con la tropilla de la estancia (salvo la entablada con el
padrillo tostado) no fue nada del otro mundo. Pero la llegada del petizo
Picardía desde los campos de La Palmita (R11-R8) alumbró una amistad
que, si no fuera profanarlo todo, podría simplificarse diciendo que el
viajero fue tan amigo del petizo, como éste lo fue del viajero…
¿Subjetivísimo puro? Cuando ya la tía Amelia, junto con sus hijas, se
habían ido a vivir a Montevideo, le tocó a Gundo “expatriarse” con rumbo
al norte, a la estancia de los suegros de su hermano Eduardo, en Durazno,
creo. Como si fuera hoy, el viajero lo está viendo irse, con un moro del
medio de tiro y, trampas de la memoria, por más que piense no da con el
pelo del caballo en el que iba montado: ni tordillo, ni tubiano, ni oscuro,
eso sí; ¿entonces? Para el viajero que lo está viendo irse, y no con son de
castañuelas, precisamente, ve claro que puede existir en un mismo hecho la
tristeza del que se va y la tristeza del que se queda. Como el viajero no
conoce ningún tipo de rencor, las judiadas de su primo hacia él, ahora no
cuentan: que si lo obligaba a jinetear en un corral lleno de piedras de punta
a los terneros más grandes de las lecheras con sólo un ramplón para
sujetarse; que si en la mitad del campo le arrancaba de improviso la
cabezada y el freno a su caballo, dándole al mismo tiempo un par de
rebencazos para que disparara; que si… Son estas cosas parte del folklore
particular de cada uno, susceptibles siempre de ser exageradas en más o en
menos, pero poseyendo en el fondo el sabor irremplazable de lo vivido.
Algo muy distinto a la invención literaria de cualquier anecdotario: fue
precisamente este primo, quien al llegar a media noche a la estancia
trayendo un ganado, y a pedido de su madre, encontró y desató al viajero
del eucalipto donde su tío – que por lo que se ve era suave… - lo había
amarrado esa tarde como desproporcionado castigo a una supuesta falta
cometida. En la estancia quedó su tío con el personal de campo, con María
en la cocina y, poco después, vino a instalarse un tiempo doña Catalina,
parienta lejana entrada en años, que ofició de compañía de todos. El viajero
se quedó con Picardía, el recadito de cabezadas de plata y el pequeño
dormitorio para él sólo; también, ya hacía un par de meses, con el pelo
como Dios manda y la tiña definitivamente olvidada. Un aplauso para este
médico oriental, que sin recurrir a los médicos franceses, como se había
programado, curó en Minas, la Calera, Lavalleja, Uruguay,
Hispanoamérica, un caso desahuciado. El viajero salió a buscar la tropilla
del diario al piquete de las casas, y, cosa poco habitual, iba hablando solo,
desahogándose tal vez de algunos recientes sinsabores: “Me criaron muy
bien, sin duda; me educaron muy bien, pero no para la felicidad. Una
crianza altamente jerarquizada, muy intelectualizada y muy llena de
manualidades y también de rigores, pero en ningún momento con la meta
común de la felicidad como norte. La verdad es que la inteligencia de mis
padres y de mi hermana, que me llevaba ocho años, supo administrar la
disciplina, alternando los noes y los síes, no siempre en respuesta de mis
deseos, pero, tengo que reconocerlo, justos siempre”. El petizo Picardía
hizo punta y se llevó a un rincón del potrero. Poco tiempo después - ¿un
mes, seis meses? – y por aquello de que todo llega, le llegó al viajero la
hora de marchar a Montevideo, comenzando a partir de entonces a ver y
sentir la estancia desde lejos. “La memoria es un pozo de dolor del que
podríamos estar sacando cubos de dolor toda la vida”, diría C.J Cela con la
clarividencia de los que han sufrido. Compartir recuerdos, así sea a través
de estas líneas es un consuelo cuando se cuenta con un interlocutor
interesado: una de las peores formas de la soledad es, precisamente, no
poder compartir con los seres queridos – por las razones que sean – las
cosas de uno las cosas que uno siente como moneda de cambio: una puesta
de sol, una mujer, unos versos, un amigo, una música, un caballo… El
viajero, lejos muy lejos hoy de aquellos años, pero cerca muy cerca en el
relato, baja el telón en este último acto de La Calera, para entreabrirlo
nuevamente a mediados de la década del 40, cuando la liquidación y venta
de la estancia.
EL PENITENTE


Si de triangulaciones y paralelos geográficos caseros se tratara y con la
manga ancha de legua de más o legua de menos, podría decirse que la
estancia donde ahora habrá de recalar el viajero queda a una distancia, en
línea recta, de ocho leguas de la de La Calera y en no demasiado distinto
paralelo. Estamos en 1941 y esta vez el viajero de diez años va sentado de
acompañante en un Ford Sport 1931, de dos puertas, con parabrisa de
volcar y dos ruedas auxiliares a cada lado, propiedad de su tío Fernando, a
punto de llegar, por la ruta 8, al camino del Marco de los Reyes. Su tío
pudo entrar por la huella que sale del almacén de Otegui rumbo al cerro del
Vicheo, pero por el estado del camino a partir del Salto de Agua, prefirió
hacerlo por el del Marco, pese a la media docena de porteras que le
esperan. Que le esperan al viajero, ésa es la verdad, aunque en una de ellas
tendrá que pedir auxilio por estar demasiado tensada la cimbra. Toda la
región del Valle Chico, del Grande, de la cuchilla de Juan Gómez, de las
nacientes del Marmarajá, del Penitente, del Aiguá, de la cuchilla del
Arbolito, de Carapé, de las nacientes del Campanero, etc., etc., tuvieron y
tienen para el viajero un encanto muy grande. En el siglo XVIII fue
otorgada con creces la región, incluso hasta Cebollatí, al matrimonio Pérez
Fontán, cuya colosal mensura en forma harto esquemática la practicó el
piloto de los Reales Correos Marítimos, Mariano de san Martín, y,
posteriormente, a principios del siglo XIX, Nicolás de Aldana vuelve a
medir buena parte de la zona, incluso hasta Arequita, propiedad de los De
León y los Berroeta. A fines del siglo XVIII, aparecen las azoteas de
Fuentes y de Cabral y lindando aproximadamente con ellos en tierras
comprendidas entre el Marmarajá y el Aiguá, ya han poblado los Del
Puerto y los Cuadra, los Bustamante y los pires, hasta encontrarse por el
Este con los mojones de Antonio Cortés y de Claudia Tabeyra, su esposa.
El viajero, al comenzar su narración y hacer una especie de balance previo
de conocimientos y desconocimientos y olvidos, ve que entre todos existe
un rotundo empate y, para no quedar del todo mal con el lector, comienza
por decirle que no dio con la vieja pulpería de Unzaga, ni con la población
de Juan Pérez (sic), donde, dicho por él, se desarrollo el encontronazo de
Borrego con el campamento de Otorgués. Recuerda, si, que estando una
tarde en la pulpería de Tabeyra, hablando de que el famoso episodio había
dejado el nombre de otorgués prendido a un arroyito afluente del
Marmarajá, un viejo tropero que allí estaba aseguró que un patrón que tuvo
cuando muchacho al mencionar la cañada la nombraba indistintamente
como de “Orrego” o de “Otorgués”. Si así fuera, porque ambos nombres se
han perdido, especialmente el primero, la existencia de ambos sería
cuestión de justicia por el protagonismo de ellos en aquellas luchas
fratricidas del siglo XIX. Ya en las inmediaciones de la azotea de Cabral-
Alegre, dejando el monte de eucaliptos de la estancia de Ramón Fernández
a su derecha, se divisa en la otra banda del Penitente el techo colorado de
las casas de la estancia y, dos o tres porteras más, se llega al fin cuando aún
no se han encendido las luces. Su tía Pura, don Goyo Tabárez - su
padre……..un casal de doberman negros reciben a los recién llegados a la
entrada del galpón. Llegar por primera vez, de noche, a un lado –casa,
campo, ciudad-, no es el ideal; uno se siente más acotado y extranjero que
de día y tarda más en acomodarse con la nueva situación. Como estamos en
plena guerra – mejor dicho como están en Europa matándose – y mientras
se espera la hora de cenar, una Zenith muy grande – hoy sería gigantesca -,
de las importadas por Guelfi, trasmite las últimas noticias que son, en ese
año, totalmente favorables a las tropas alemanas. La presentación en la
cocina de los peones, del Negro Luís, realizada muy protocolarmente por
don Goyo, derramó simpatía por todos los rincones. Como se había
programado para la mañana siguiente parar rodeo en el potrero del Salto –
que era el potrero del fondo, el más distante de las casas – al viajero con el
último bocado le dieron las buenas noches y la sugerencia de apagar la luz
enseguida. Aunque con sordina, la prosa con su primo Nando duró un buen
rato, hasta que uno de los dos se durmió, o los dos al mismo tiempo, que
esto el viajero no lo puede asegurar. Luego del desayuno, apenas saliendo
el sol, el viajero se plantó en una yegua baya de cabos negros, bautizada
malamente con el nombre de “Boba”, que según demostró no le
correspondía para nada, y allí marchó con todos a conocer ese día buena
parte del campo. El viajero recuerda que saliendo por el piquete de las
casas atravesaron un camino encallado y barrancoso que partía a lo largo la
estancia en dos, penetrando al potrero del Cerro con costa al arroyo
Penitente. El próximo potrero que debieron cruzar se llamaba, por razones
evidentes, del Baño. Luego, el de la Tapera con los restos de una
construcción de piedra, tal vez de alguno de los remotos Correa,
encaramada en una loma muy alta y con un águila mora posada y atisbando
desde el único mojinete en pie que quedaba. Los jinetes llegan por fin al
potrero del Salto – el más arriscado de los potreros recorridos – y antes de
abrirse para repuntar el ganado, el viajero se acerca y se asoma al salto
mismo, famoso accidente que por entonces pertenecía, divorcio acquaron
con los linderos, a la estancia. Ya se zambullirá en la laguna formada por el
chorro de agua que encauzado entre piedras es allí todo el Penitente, sin
llegar a ver o sentir, pese a sus reiterados intentos, el fondo de piedra de la
laguna. Unos chivos lanudos – barcinos, moros, hoscos, entrepelados –
disparan entre las piedras, atraviesan el arroyo, trepan el cerro y parándose
en lo más alto, el macho nos mira desafiándonos: los perros nada habían
podido. Como al viajero le informaron que los tales chivos eran orejanos,
sin dueño conocido, pronto con su primo quedó programada la boleada:
nada más que para jinetearlos un poco y largarlos después. Como carne,
machos y hembras adultos son incomibles; apetecen, sí, y mucho, los
chivitos mamones. Cuestión de gustos. El rodeo se para en el potrero
vecino que presenta mejor terreno para apartar y galopar, y, terminado el
recuento y con una veintena de novillos por delante, se regresa a las casas,
esta vez por el camino encallado y barrancoso del medio. Este lote de
novillos irá en unos días a ser vendido en el local de feria de los Molles de
Carapé. En la última cañada que atraviesan, muy cerca ya de las casas, los
jinetes desmontan y, quitándoles el freno a sus caballos, los dejan beber de
lo lindo. Ya en las casas, se desensilla bajo el ombú, se baña uno y los
caballos, y se los deja sueltos, con la portera abierta a la vista del piquete.
Los dos primos reponen fuerzas con sendos huevos batidos con azúcar y
jerez, preparados por su tía, que indudablemente los malcría; se almuerza y
a practicar ese invento tan criollo de la siesta, por lo general placer de
mayores y martirio de menores. No habrían de pasar más de quince
minutos que al viajero lo vemos con la escopeta calibre 24 de dos caños
recorriendo el potrero del Sauce, tratando de levantar alguna liebre. Como
cazar es también volver con las manos vacías, el viajero esta vez cumple
con el dicho, pero en cambio vuelve muy esperanzado con lo que acaba de
descubrir: el sauzal de ese potrero es dormidero de palomas grandes, de
monte, y, ya es sabido que a la tardecita, cuando vuelven comidas y
bebidas de las chacras, el cazador se puede apostar dentro o en una orilla
del monte y tirarles a medida que van llegando sin que la bandada, esa
noche, cambie de dormidero. El viajero no olvidó lo que había visto y un
tiempo después lo vemos volviendo casi de noche con una docena de ellas
para el puchero o el estofado de los esquiladores. Tenían el buche lleno de
maíz; lo malo, por un regusto amargo en la pechuga, es cuando se han
atracado de sorgo.


                                   ***

Al lado de la cocina de los peones, debajo de un viejo nogal, el Negro Luís
está afilando toda la cuchillería del establecimiento; el viajero se suma y le
pide que afile el suyo, que es de la marca de los “mellizos”. Un rato
después su amigo se lo devuelve probando, apenas, en el pulgar, el filo;
dice que el filo es tal cual de navaja Solingen. Así da gusto. El viajero no
recuerda ahora si ya mencionó que Liborio Techera, además de ponderado
en todo Minas y Maldonado como el rey de los alambradotes, hacía unos
tamangos de cuero de potrillo, tan bien sobados que se podían usar a pie
desnudo, sin medias ni trapos de ninguna especie: daba lástima ponérselos.
Esto se dice porque Liborio invitó al viajero a pasar el día en el potrero de
la isla, a donde irían de madrugada, en carro, llevando alambre, pala,
barreta, máquina de alambrar, postes y piques, además, claro, del
churrasquito y las galletas, para tirar una línea nueva de alambrado lindera
al camino de la cuchilla del Arbolito. Por si el programa fuera poco, el
amigo Techera le contó que allí donde iban a acampar se había hecho
amigo de una crucera bastante grandecita. Cuando esa noche el viajero
contó en la mesa esto de la víbora de la cruz y su amistad con Liborio, a sus
tíos no les cayó en gracia tanto amor porque, justamente, siendo Techera un
niño de pocos años, fue mordido en su casa paterna por una crucera,
salvándose de milagro, pero al costo de padecer desde entonces – sobre
todo los días de tormenta – unos dolores muy grandes en todo el cuerpo,
especialmente en las articulaciones. Con el carro cargado y el tordillo negro
entre varas, como quien dice festejando, llegaron al fogón de Techera y su
crucera amiga, y allí descargaron. El tordillo, que era un pingazo que
sobraba, había nacido en Montevideo, en la Chacarita de los padres. En la
isla de monte criollo que le da nombre al potrero, el viajero empezó a armar
la trampa de cepo para zorros; la había traído, por pura novelería, del monte
de la costa del Penitente en el potrero del Cerro, lugar que ya le había dado
un par de zorros en menos de quince días. Atravesando el camino de la
cuchilla del Arbolito hacia el sur, caídas al Campanero, Liborio informa al
viajero que esos cerros fueron de los Fernández y de los Acosta, linderos
por la cuchilla con los de maría Machado. No estaba muy seguro pero
había oído que la finada de machado había sido madrina de su abuelo
paterno. También se decía que Basilio Correa tuvo casa y corrales sobre la
costa del Penitente, en lo que hoy sería el potrero, precisamente, de la
Tapera. Con la altura y la vista de un cuervo que los observa en círculos
desde el cielo, el viajero y su amigo, probablemente, verían el mar, veinte
leguas adelante. En esa o en otra temporada, estando también Nando con el
viajero en la estancia, llegó Gundo, “acudía y respondí al legendario
nombre de Refaloso”. Gundo ya había cumplido su experiencia norteña, de
la que hablaba y hablaba, pero, por lo que se vio después, ya le había
echado el ojo a la tan ponderada estancia del tío Fernando. Dicho y echo;
así como llegó al Penitente, se quedó, contando con el buen recibimiento de
todos. Cada tanto a la estancia llegaban, por distintos motivos y caminos,
tres personajes inolvidables: don Juan Isidro Cal,………. En esa época
vivía solo, acaso con algún peón, con contadas escapadas al pueblo de
Minas: lo menos que se podría decir, parafraseando a Hernández, que don
Juan era un criollo de los que ya quedan pocos. El viajero nunca se explicó
cómo, sin aviso de nadie, apenas se reunía el ganado en cualquier punto de
la estancia, aparecía don Juan a regalarnos, con su buen humor, su
maestría: verlo enlazar era una lección de arte sin alardes ni aparente
esfuerzo alguno: jinete y caballo hacían gala de una especie de parsimonia
que contagiaba: el lazo, apenas revoleado, caía sobre la cabeza del animal
mansamente como puesto por la mano de Dios. También don Juan solía
llegar de visita a charlar con don Fernando – reunión que el viajero no se la
perdía por nada del mundo -, en esa hora intermedia después de la siesta en
verano y cuando aún no se ha salido al campo. El viajero no lo vio, pero el
negro Luís le contaba que en las yerras, verlo pialar, dejaba mudo al
paisanaje. Don Cal apareció una mañana trayendo de tiro a una petiza
blanca, criollaza, de piel negra, de nombre Paloma, como regalo a María
cristina. Años después, entre otros potrillos, la Paloma tuvo al Palomo,
blanco también, pero de piel rosada, tan o más compadre que su madre.
Paloma vivó alrededor de 27 años, y su osamenta mira al cielo al pie del
cerro Pan de Azúcar, en campos de Barbachán. El Palomo, que no llegó a
los 20, quedó en las Flores, costas de las tarariras, en campos de José
Chavero. Don Isidro, generoso y con sentido del humor, correspondió a las
cacerías del viajero en el Penitente, llevando él en persona, de regalo, un
zorro embalsamado a la casa paterna del susodicho viajero, en Montevideo.
Con la emoción del caso, el viajero agradeció entonces el regalo y, en
forma póstuma, con igual sentimiento, lo reitera ahora. El viajero a
Amadeo, ¡salud! Amadeo, el domador, era un hombre maduro que ya no se
cocía en el primer hervor; ni alto ni bajo, con unos kilos de más pero que
no limitaban la agilidad que su oficio le pedía. En esos años, cuando aún la
doma de abajo no se había generalizado, fue agarrando de a dos las veinte
potrancas bayas que se comprometió domar y, para el año, la mitad estaba
ya enfrenada y la otra mitad cabestreaban obedientes y se habían olvidado
de las cosquillas. La peonada socarrona de los fogones, cuando Amadeo
ponderaba la forma de domar sin tirones ni jineteadas aparatosas, forma
que era de orden en la estancia del Penitente, los hombres cruzaban entre
ellos miradas significativas, carraspeaban un poco y trataban de hablar de
otra cosa; sobre todo cuando el domador aseguraba que había que evitar a
toda costa los corcovos, las disparadas y que el potro se bolease,
montándolo bien apadrinado, que el padrino le cerrase en las primeras
salidas la vista del campo, “porque la bellaqueada no favorece al
caballo…”. Amadeo se encargaba a veces en largas tropeadas de 20, 30, 40
leguas, llevando para hacerlos un par de redomones de la estancia. A sus
baguales, acariciándolos, les llamaba indefectiblemente “Gurí”, y en su
conversación hacía pie el comenzar la prosa con un “Dopué”, que en la
mayoría de los casos no se relacionaba con lo que iba diciendo. Don
Fernando se había familiarizado con esa manera de domar, años atrás,
gracias a un domador santafecino que trabajó en la estancia que tenía
entonces su padre – el abuelo Nicolás, del viajero – en Queguay Chico.
Don Emilio hubiera contratado a Amadeo sin pensarlo dos veces, tal como
don Fernando lo hizo. De buen jinete a buen domador, esa fue,
afortunadamente, la culminación del oficio de don Amadeo: cuando
entregaba un caballo hecho, lo podían montar los niños y, para el trabajo,
se podía decir que sus caballos enlazaban solos, eran capaces de pechar
elefantes y cruzar a nado cualquier arroyo.


                                  ***


¡Basilio Viejo no miente…!
Poco, don Basilio, poco…
¡Deja habla bobadas…!

Todavía el viajero lleva prendido en alguna parte del cuerpo o del alma, el
perfume del jabón Lux de la época, cuando el turco Basilio abría el cajón
para mostrar las bellezas que traía para ofrecerlas, regateo mediante, al
personal de la estancia: cortes de géneros, de colorinches y para luto,
elementos varios de tocador para ambos sexos, artículos de escritorio,
cuchillos, cintos, sombreros, sombrillas, pañuelos, pañoletas, botas,
alpargatas, delantales, repasadores…….etc.,etc. De tanto venir, el turco se
había hecho amigo de todos; además era blanco y eso equivalía, para la
gente del Penitente, a una especie de título de nobleza. Don Fernando en el
viaje anterior le había vendido o regalado un potranco de dos o tres años,
por lo cual en este viajes su nuevo dueño se disponía, con ayuda, a
palenquearlo y hacerlo cabestreador para continuar con él, de tiro, la
recorrida de siempre. Como en esos días estaba el viejo Amadeo y el resto
del personal no era manco, fue traer al animal del campo y en menos de lo
que se demora en contarlo, ya tenemos al bagual embozalado en el
palenque, sin abrojos, despuntadas un poco las crines, y con manea redonda
para empezar a lidiarlo. Don Amadeo dio sus consejos: que cuiden que en
el palenque no vaya a darse garrote ni se caiga y quede colgado; que el
dueño lo acaricie mucho y trate de cepillarlo, sin asustarlo, haciéndole oler
la mano, el brazo y el cepillo y sobre todo, recalcaba Amadeo, luego de un
par de “Dopué”, que basilio le hable y silbe, bajo, despacio, pero sin dejar
de hablarle en ningún momento. El viajero lamenta muchísimo no disponer
del registro o reproducción sonora de las cosas que el turco le susurraba al
potrillo, porque de tenerlo y publicarlo se harían famosos los tres: él, el
turco y el potrillo. El nuevo dueño tomó al pie de la letra éstas y otras
indicaciones y estuvo al firme dedicado a su caballo un par de días. Esto le
hizo decir a la casera al ver los progresos alcanzados en la primera
amansadura del potro: “Un día más y don Basilio sale montado…”.
Arriando dos yuntas de bueyes holando que se le habrían prestado, cayó
Libonati a la estancia, justamente cuando el turco amansaba con su palabra
y sus dichos, algunos en forma meliflua, enamorada, al potrillo que,
indiferente a esos arrobos, se hacía astillas en el palenque, dijera Martín
Fierro. Libonati pasó a formar parte del grupo que contemplaba la escena,
integrado en ese momento por Amadeo, Luís Pintos y los tres primos, los
cuales, frente al folklore en la indumentaria del Chelo, parecían como
recién llegados del pueblo o extranjeros. Es que el Chelo Libonati, que sin
duda era muy campero, se mostraba habitualmente de chambergo de ala
requintada, con barbijo de retranca, chiripá, facón caronero, y para
contemplar, hasta su caballo lucía bozal potreador, bocado y riendas de
domar, así se tratara de un redomón o un caballo hecho. El lector
comprenderá la gracia que podría hacerle a don Fernando esos alardes
innecesarios en un establecimiento donde, creo, no había un solo par de
espuelas…


                                    ***


Resultó el potrillo ser hijo de la Cordera. ¡La Cordera! El viajero dice, a
quien quiera oír, que le parece difícil, encontrar otro caballo tan completo,
con las condiciones de la yegüita aquella. Era, para variar, baya cabos
negros; con una alzada de dos pulgadas de menos, hubiera concursado de
petiza. Terminada la tarde, volvía hecha un arco, de costado, al trotecito,
conteniendo un galope que se le escapaba, jugando con el freno, mirando al
jinete, así fuera de una legua el recorrido para llegar a las casas, pero pronta
a cambiar de paso las riendas y echando el cuerpo adelante… Si en los
caballos existe la alegría podría decirse que la Cordera estaba siempre
contenta y bien dispuesta para todo. Si al volver volvía compadrísimo, de
costado, resoplando y escarceando, al salir de madrugada lo hacía armada,
amartillada, voluntariosa, con el pescuezo en arco como buscando en el
pasto el rastro de Pulgarcito. Contaba el Negro Luís, años después, que una
hija de la Cordera, muy parecida pero con un poco más de alzada que su
madre, “se ponía a bailar apenas uno manoteara los tientos del lazo…” Lo
que se hereda, ya se sabe… Justicia póstuma y tardía para esta amiga de
aquellos años que hizo que el viajero se sintiera por momentos un poco
dueño del mundo…“Mi reino por un caballo”, clamaba en el campo de
batalla un Ricardo III descabalgado. ¡La Cordera! ¡Qué no daría el viajero
por volver a volar a rienda suelta clavado en sus cruces, tratando de cortar
la disparada endiablada de una tropilla! En la estancia había otros caballos
que daba gusto mirarlos y montarlos: todos de muy buena boca,
incansables en las campereadas y sin mañas. Para la foto o el desfile, el
oscuro tapado de doña Pura; el gateado, el padrillo criollo pampa-overo-
colorado campeón de la raza en el Prado, de apelativo Teru-Teru Capitán;
una yegüita tostada, otra del medio baya ruana y el zaino colorado llamado
Tambero, entre otros. “Enhebrado en el viento”, el viajero, jinete en el
oscuro – un préstamo que se agradecía alcanzó la tropa de novillos que
había salido de la estancia tres horas antes rumbo al local de feria, en
menos de quince minutos y con el caballo entero; iban, a buena marcha
cuando los encontró, media legua más allá de la estancia de la Lata. Al
zaino Tambero don Fernando lo mandó por una temporada a la quinta de la
familia en Malvín, para hacerle compañía al Aguará, un oscuro traído de la
estancia de Samuel Horne, allá por el Batoví, en las cercanías de Tambores
(Tacuarembó). Al viajero le tocó el viaje de arena gruesa de ir a buscar al
Tambero a la Estación Central del Ferrocarril, acompañado del amigo
Venancio que montaba el oscuro. Por más que el nombre de Tambero
denotara mansedumbre, el animal no estaba acostumbrado al hormigón de
las calles, ni a los autos, camiones, ómnibus y tranvías al por mayor, ni
mucho menos a su proximidad intimidatorio con bocinazos de yapa. Por
más que el oscuro, ya acostumbrado, abriera la marcha o se pusiera de
ladero, como apadrinándolo, ni Cristo le hacía atravesar al Tambero, en la
primera media hora de marcha, los rieles del tranvía. Así, patinando en el
asfalto, a las costaladas, llegó por fin el viajero, tan sudado como su
caballo, a la quinta de Malvín. Según Venancio, que también pasó las suyas
por eso de la responsabilidad, en el tiempo empleado otros llegaban a
Pando…


                                  ***


Es probable que haya sido en la temporada siguiente (1942/43) que
apareció Chicha Tabárez acompañando a César, su padre, que venía por un
tiempo a trabajar en la estancia. César había heredado de su padre, el
impagable don Goyo, sus habilidades de hombre de campo completo.
Goyo, cuando esto ocurre, había muerto recientemente, de golpe, mientras
lidiaba en la quinta a la hora de siesta. Una manera de morir – la del
síncope – que es por muchos deseada y a la que habría que agregarle a su
favor, en este caso, el que ocurriera en el ámbito y en el trabajo de toda su
vida. Chicha era una chiquilina de siete u ocho años, conversadora y
traviesa, pura pólvora, virtudes que junto a la de ser muy linda y graciosa,
fueron causa de la alegría general y de la del viajero en particular. Quiere
decir que el viajero se sintió muy a gusto con su nueva amiga y casi
contemporánea con cuya amistad, sumada a la del perro Rex – que también
hizo su aparición ese año – podía vagabundear en forma. Rex era un foster
de pelo corto, blanco y negro; y por si fuera poco haber sido premiado
recientemente, lucía su otra condición de ser bichero empedernido sin
miedo a nada. Entre los tres y en un espacio acotado por orden superior
para Chicha, no dejaron cueva sin hurgar ni liebre por correr. En cuanto a
las liebres, Rex las levantaba y las corría treinta o cincuenta metros, y,
después de la primera, que la corrió como media legua, se volvía
husmeando las carquejas, disimulando el fracaso. Lo peor fue no poderlo
contener frente a un zorrillo, animalito que veía por primera vez en su vida;
y así quedó, bautizado y perfumado, perfumando de rebote todo lo que se
ponía a su alcance. Época feliz la de los ocho, nueve, once años de edad,
cuando la familia vela por uno y a uno no le acosan aún las realidades ni
los fantasmas ni las responsabilidades de los años que siguen. Chicha
quedó en la memoria del viajero como la compañera de la niñez en el
campo, en aquellos campos tan camperos del Penitente: un entrañable jirón
más, diría el poeta, de los inolvidables y fatales paraísos perdidos.


                                 ***


“Nadie se muere la víspera”, dicen que sentenció Nicolás – tío del viajero –
al entrarse en Minas del percance ocurrido en la estancia. El accidente
sucedió una tardecita de enero a la salida del galpón, cuando Nando y el
viajero arreaban los caballos que acababan de desensillar a su regreso del
campo. Se trataba de la Cordera y de una yegua colorada, ambas muy
mansas; la colorada era de Nicolás, tío del viajero como ya se dijo, y es por
eso que Nando, por razones de propiedad compartida con su padre, la venía
ensillando con frecuencia, tal como lo había hecho esa tarde. Hay visiones,
imágenes que quedan detenidas en el tiempo pero con una inmovilidad muy
viva en el recuerdo: saliendo del galpón y mirando a la izquierda hacia el
portón y el horno de pan, el viajero vio a María Cristina, que apenas tendría
entonces dos o tres años, jugando con el chivo Bartola, un chivo negro
criado guacho en las cosas y que, inexplicablemente, era a María Cristina a
la única persona que no topaba: ese es el cuadro que pudo fijarse para
siempre en la memoria, de no producirse el milagro. Afirmada en sus
manos pateó con ambas patas la colorada alcanzando con una de ellas, en el
punto extremo de su desarrollo, la frente del viajero. Que si voló hacia atrás
un par de metros, que si el desvanecimiento fue de uno o de dos minutos…
son cosas que le contaron después; lo que sí recuerda es el chichón que se
formó de inmediato, alcanzando el tamaño de la visera de una gorra. Por
muchos días se habló del hecho, sin que los testigos que allí se hallaban en
aquel momento, pudieran encontrarle explicación, dada la mansedumbre de
la yegua y la forma absolutamente normal de arrearla. Si bien el
comportamiento de los animales no es igual ni seguro siempre, al no
haberle pegado ni asustado, siendo mansa como era la yegua, la única
conclusión aceptable es que se trató de un retozo al sentirse libre.
Así como la primera comadreja colorada que vio el viajero encaramada en
un eucalipto, fue en la estancia de la Calera, la primera sensación o el
primer encuentro con la tierra devastada y los días bochornosos a la espera
de una lluvia salvadora que no llegaba nunca, la experimentó en el
Penitente durante la gran sequía de la década del 40: se salía a recorrer,
pese a trillar el poco pasto que quedaba, llevando además el carro con la
piedra de afilar y para traer los cueros, en la seguridad tan segura de hallar
animales muertos. Y las bicheras, y el hambre y la sed y los incendios de
campo… Los animales que llegaban a duras penas a los locales de feria,
con el cuero muchas veces cortado por sus propios huesos, peligraban que
los tumbara o se los llevase el viento… Y la quiebra, las deudas de tantos,
con la pobreza en ciernes…


                                   ***


En el año 1947, como presintiendo que esta sería su última campereada en
el Penitente, el viajero se ha instalado en una piedra del Cerro del corral y
en una recorrida con la mirada, de circulo completo, se ha puesto a ubicar
emplazamientos y personajes, en un paisaje que por esos años del cuarenta
no presenta mayores alteraciones, salvo, sí, la incorporación de algunos
montes de eucaliptos. Mirando hacia el norte, las casas de los Fernández….
Hacia el Este, las casas de don…. Completado en redondo el panorama,
con la estancia al alcance de la mano, por el camino barrancoso y encallado
que corta la estancia a lo largo, marcha desganada una tropa como de
ciento cincuenta o doscientos animales, vacas y novillos pampas, que a
cada dos pasos se detienen a comer, arreada por cuatro hombres y tres
perros ovejeros negros. El viajero baja de su improvisado mirador y se
dirige al camino, cuestión de dos o tres cuadras, respondiendo a las señas
que le ha hecho uno de los troperos. A los perros se los sujeta con la
palabra y ya tenemos al viajero recostado y haciendo pie en el alambre, de
mano dada con el jinete que resultó ser el viejo amigo Amadeo. El
domador monta uno de los redomones de la estancia y lleva otro, suelto,
entropillado con los otros caballos de remuda. La tropeada, a donde se
dirigen – Manguera Azul -, no es ni corta ni demasiado larga, pero
suficiente para que los dos redomones vuelvan con casi toda la lección
aprendida y casi a punto de recibirse. Por pura curiosidad, el viajero
interroga a Amadeo acerca del cabestro de su caballo, al notar que lo ha
bajado y pasado entre las manos por el sobaco de una de ellas, y, sacándolo
por el lado de enlazar, lo ha prendido – ni tenso ni muy flojo – a la asidera
de la cincha… “Puede que sirva para sacarle las mañas a este gurí
estrellero, que anda a los cabezazos, creyendo el pobre que escarcea…”.
La tropa iba pasando el paso del Penitente cuando el viajero volvió a las
casas; lo saludó, asomado a la manguera grande, con un relincho muy bajo,
corto, especie de carraspera o susurro, el Teru Teru Capitán: el viajero le
respondió solícito, rescatándole la frente blanca. En el picadero, Pedrito
hacía leña chica para la cocina, al tiempo que, justamente de la cocina,
salían, patrona y empleada, llevando en una bandeja cuatro bollos de por lo
menos, un kilo de masa cada uno, para hornearlos en un horno que, con la
boca abierta, ya alcanzó la temperatura necesaria, probada con el
termómetro infalible de arrojar un papelito al aire interior, el cual debe
encenderse antes de tocar el fuego o las brasas. Don Fernando ha sacado
una mesa a la galería y está ordenando papeles. El resto del personal va
arreando unos capones que fueron bañados más temprano. Como todo el
mundo trabaja, al viajero lo ponen a pelar unas perdices que cazó la tarde
anterior: ocho perdices al costo de los doce tiros calibre 24 que quedaban:
hay promedios peores, pero también los hay mucho mejores…. Con dos
pollos, ya pelados, se completaría el almuerzo, o la cena. Se habló de
escabeche, pero también se pensó en unos lindos repollos, unas cebollas y
un tocino flaco, amén de la leche…. ¡Los hombres fuera de la cocina! La
resolución recayó en ir metiendo en la olla todo eso y condimentarlo
sabiamente con la ayuda de Dios, es decir, con la generosa, aunque
prudente, mano de doña Pura. Oyendo que se había optado por esta receta,
don Fernando desde la galería, bautizó lo que creíamos un invento de arriba
abajo: “Eso es el guiso de Trifón, que cuando veía al pasar el cartel en la
puerta de la fonda de su amigo Dinty Moore, “Hoy guiso de repollo con
cebolla”, trataba de escaparse – no era fácil – del control de Sisebuta, su
mujer, y venir en plan de juerga a comerlo… Como eso que están
preparando se parece bastante, podemos decir que hoy nos toca “Guiso
Trifón del Penitente”. El guiso dio para las once bocas del establecimiento,
repitiendo algunos: se glorificó el nombre de Trifón, pero también es
verdad, y alguien lo dijo, que con perdices en la olla es difícil equivocarse.
A los postres – es un decir – llegó un peón de la estancia de Fernández con
la estancia de que a la altura del potrero del Baño, en la línea lindera, había
un caballo enredado en el alambre. Sin despertar al personal, que sesteaba,
salieron don Fernando y el viajero, al galopito, cargando los primeros
auxilios: alambre dulce para reponer, llave de alambrar, sierra, serrucho,
tenaza y la cartuchera con los remedios. En el trayecto, don Fernando
supuso lo que resultó cierto: “Se ha de tratar del potrillo gateado, de casi
tres años que deja para padrillo, que se ha tirado por alguna yegua alzada
del vecino…” Cuando llegaron, el bagual estaba hecho una trenza dentro
de los siete hilos, sin poder moverse. Luego de cortar dos piques para
aflojar o darle holgura a los alambres, se comenzó a lidiar con el animal,
curándole los tajos que tenía: uno en los cruces y dos en las paletas. Con
cuidado ya que se trataba de un potro que ni siquiera había sido
palenqueado, se le manearon las patas y, levantando los alambres todo lo
que daban, se le pasaron las manos para el lado de la estancia, quedando
sólo la cabeza y el pescuezo para el otro lado, hacia donde forcejeaba para
escapar. Antes de desmanearlo y pasarle la cabeza pisando y levantando el
alambre, don Fernando y el viajero se pusieron de acuerdo en hacerlo
simultáneamente, quedando así suelto el caballo. En este punto la línea del
alambrado corría del otro lado del Penitente, acorde con el zigzag que, por
tramos, reparte el arroyo a cada vecino. El bagual se levantó; trastabillando,
resoplando y corcoveando atravesó el Penitente, que allí venía con poco
agua, y olvidado de las heridas y de las yeguas, enfiló a galope tendido en
busca de la tropilla. De regreso, quedó claro que en los próximos días había
que comenzar con el amansamiento del potro para curarlo, sobre todo por
el riesgo a la bichera, tarea preferible y que de cualquier manera se iba a
encerrar, a la de enlazarlo y voltearlo en campo abierto, peligrando una
quebradura.


                                   ***


El periodo 1935/1947 de la vida del viajero, no transcurre siempre en el
campo; es más, la mayor parte del tiempo vive en Montevideo, ciudad de la
que es oriundo. ¿Por qué eligió entonces radicar estos apuntes en los
lugares reseñados? Si se piensa en afinidades, el resultado, con puntos a
favor y en contra de un lado y de otro, sería un empate. ¿Entonces? Bien;
aquí viene la magia que para ciertos espíritus ejercen el campo, el caballo,
la naturaleza desatada y la posibilidad de ser o sentirse personaje
legendario en la amplitud, que es la contingencia misma, de un espacio
ilimitado. Como la hora de la despedida se acerca -¡quién pudiera, en
reciprocidad, oír la despedida de las cosas inertes…!- el viajero anticipa el
dolor que sentirá mañana al partir, pronunciando un adiós al campo, sin
respuesta. Así como las vísperas valen generalmente más que las fiestas, las
vísperas de las despedidas suelen ser más dolorosas que la despedida
misma. Ya sabemos que invocar o relatar el campo nos pone bucólicos, en
trance: por algo el Paraíso se imagina en ámbito pastoril, abierto. También
sabemos que hablar de la naturaleza es hacer crítica de ella y nadie puede
erigirse en dueño de la verdad emocional o estética, porque solo al autor le
estaría conferido el derecho de hacerlo, y el autor de la naturaleza es Dios o
la naturaleza misma. Ante la naturaleza puede uno sentirse frío o en llamas.
Estoy seguro que el viajero es de estos últimos porque no son pocas las
veces que le hemos oído decir que siente la misma nueva admiración por
las cosas naturales de la tierra que va descubriendo, que la que han de haber
sentido los primeros descubridores y colonizadores al caminar estos
lugares. Y la gente. “Se por experiencia, decía Cervantes, que los montes
crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos” Todavía –
ojala que este “todavía” fuera eterno – lo antedicho tiene aquí vigencia…
Se nota, entre los más viejos del campo, una forma de hablar – que es la
forma consciente o inconsciente de pensar – sutilmente reveladora de
principios educativos que no se han perdido, apuntalados por arcaísmos y
modos adverbiales, desconocidos en la prosa diaria de las ciudades.
Quienes nos superaban largamente en edad y podían ser nuestros mentores,
ya no están; al irse dejaron paso a las generaciones que les sucedían, por lo
cual el viajero y sus contemporáneos pasaron de discípulos a maestros,
sintiendo lamentablemente la pérdida de esas magistraturas ideales,
poseedoras de recuerdos únicos, simplemente por haber vivido antes.
Frente a esta realidad, hay que conformarse con lo que nos dicen los libros.
Años atrás cuando estábamos un par de escalones por debajo de los
“viejos”, tuvimos en la familia – padres, abuelos, amigos, tíos – la cantera
inagotable de conocimientos, de la cual sacar el mejor partido. Pero el
cerno de lo castizo en el hablar no cae en los campos de Minas; lo
encontramos, sí, en los de Maldonado y Rocha, tan cerquita y tan vecinos.
Con orígenes comunes y antigüedad parecida, la causa de que esto sea así,
no es de explicación fácil, pero merecería la pena buscarla. A puposito
viene muy a cuento algo de lo que decía Ortega en sus inolvidables
lecciones de metafísica, hablando justamente del idioma: “Olvidamos
demasiado que el lenguaje es ya pensamiento, doctrina. Al usarlo como
instrumento para combinaciones ideológicas, no tomamos en serio la
ideología primaria que él expresa”. Lo que va de ayer a hoy. Hablando en
general y con todas las excepciones que se quieran, si volvieran las
compañías de comedias y repusieran el repertorio que les diera el merecido
renombre, desde los clásicos a los románticos, pasando por Moratín hasta
llegar a Benavente y casona, incluso con la puesta en escena de los más
contemporáneos, pero poseedores de un sentido moral, estético, de higiene
y buen gusto, capaces de escribir sin ensuciarse ni ensuciarnos, si esas
obras se repusieran, repito, serían muy pocos los capacitados en entender y
valorar el lenguaje de sus diálogos, prescindiendo, naturalmente, de los
regionalismos y extranjerismos que pudieran contener. Nuestros
compatriotas han perdido tanto vocabulario – en palabras, sinónimos,
modos adverbiales, etc. – que se quedan en ayunas frente a textos comunes,
comprendidos y disfrutados por nuestros padres y abuelos y esas minorías
que siempre existen. Como prueba lamentable, muy triste, examínese a los
recién egresados de cualquier facultad, pidiéndoles la explicación y glosa
de media docena de refranes… También tierra adentro se nota,
comparativamente con el acervo idiomático de cincuenta años atrás, un
decaimiento parecido: igual que los refranes, interróguese a nuestros
paisanos más letrados tomando, por ejemplo, los vocabularios de Granada
y Boston y en nueve casos de cada diez veremos que habrá que ir pensando
en resucitar muchas palabras con sus correspondientes acepciones.


                                 ***


El viajero tuvo la suerte de recrear la vista en su penúltima mañana en la
estancia, porque a primera hora se trajeron del campo y se encerraron,
todos los caballos –potros y mansos-, excepto el potrillo lastimado que
quedó en el piquete, y el Teru Teru que no se le movió de la manguera
grande. La razón era darles la vacuna contra el gusano del cuajo, hacerle
los vasos, cerdearlos, tusarlos, “lavarles la cara”, todo lo que se pudiera y
los ariscos permitieran… El viajero aprovechó la ocasión para tratar de
cerca al Cordero, hijo de Cordera y del Teru Teru Capitán: un
requetepingazo que, de salir a la madre, daría que hablar. El potrillo ya
había recibido la primera amansadura de abajo y cabestreada con la
docilidad de todos los redomones que llevaban la marca de fábrica de
Amadeo. Por eso el viajero lo sacó embozalado del corral y se fue de paseo
con él, llevándolo de tiro y de pie, sin demasiado temor a no poder lidiarlo.
Reparador, insinuando apenas una media costalada y apuntando con las
orejas que parecían de fierro, le resopló al palenque al pasar, recuerdo y
causa de la libertad perdida. Ya amigos, fueron hasta la portera del piquete
y allí pegaron la vuelta. Solo al ver la tropilla en el corral, el Cordero se
adelantaba tironeando fuerte por soltarse, pero enseguida aflojaba;
encerrado nuevamente, entre relinchos de bienvenida, hizo cola para que
también a él le “lavaran la cara”. No sé qué habría pasado si de salto el
viajero se hubiera horquetado en los lomos del Cordero. La verdad es que
lo pensó; la verdad es que estuvo tentado, muy pero muy tentado a hacerlo;
pero no se animó: terminar quebrado como despedida, no era una final
acorde con los felices días vividos. A veces un atributo moral inconsciente,
distinto al del valor o al del medio, nos lleva a actuar sin que sepamos
nunca cómo ni porqué. Casi, casi se podría asegurar que el hijo de la
Cordera, luego del paseíto – un paseíto de no más de dos cuadras – lucía
más contento…


                                 ***


Para salir de la estancia en dirección a Minas por los cerros del Vicheo, con
el forcito 37, calzado con “rodado de campaña” (18 pulgadas), no había
mayores inconvenientes si la huella se encaraba a partir de la estancia de La
Lata. Para eso, en lugar del camino del medio, totalmente intransitable en la
época, había que rodar a través de los potreros del Sauce, la Isla y del
Arbolito, donde, en el vértice de este último, formado por el encuentro del
camino de la cuchilla del Arbolito con el ya nombrado del medio, estaba la
portera. Así, sorteando piedras y zanjas, y abriendo las correspondientes
porteras, se llegaba al almacén de Ortegui, de cara a la ruta 8. De ahí hasta
Montevideo, la escollera y el mar, siguiendo siempre por el lomo de la
cuchilla, no había como perderse: ruta 8, camino a Maldonado, 8 de
Octubre, 18 de Julio, Sarandí… Desde la altura del Vicheo, mirando hacia
los cerros de los Perdidos, en ese rumbo, el viajero tuvo un sentido
recuerdo para la estancia de La Calera, que la sucesión de su abuelo
Nicolás había vendido uno o dos años antes a Bernardo Aramburu, el
amigo que venía de dejar la suya – 20.000 cuadras – ubicada en las sierras
del Aguará (Batoví, Tacuarembó). Con ese adiós por lo bajo, tan particular
y definitivo que regalamos a lo que no volveremos a ver, el viajero subrayó
la despedida haciendo desfilar por la memoria solo lo bueno de aquellos
irrepetibles tiempos de la Calera. Apenas el coche entró en el camino
asfaltado – el otro mundo – la estancia del Penitente fue quedando atrás;
fue quedando atrás solo espacial o geográficamente, porque lo cierto es que
a medida que el auto se alejaba se iban instalando en el ánimo del viajero,
los primeros síntomas de una morriña que habría de acompañarlo siempre.

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Campos criollos y recuerdos de la infancia en La Calera

  • 1. AQUELLOS CAMPOS TAN CRIOLLITOS Eduardo Martínez Rovira Minas La Calera – El Penitente
  • 2. LA CALERA … El viajero salió de Minas pasando por la Estación y el Molino de Ugarte, enfilado en el rumbo de Polanco y Manguera Azul, dispuesto a sujetar a las cuatro leguas, justamente a la entrada de la estancia de la Calera, frente al cerro de Cenizo. Al viajero lo mueven los recuerdos, aunque sabe por experiencia que en su confrontación con la realidad, los recuerdos siempre salen perdiendo. Además aquí la historia se complica porque el viajero va a situarse en varias etapas de su vida para contar lo que se ha propuesto y disipar por un rato su nostalgia. La dificultad es clásica; es la misma que se le presenta al escritor adulto puesto a escribir un cuento para niños; porque hasta que, milagrosamente, un niño-niño tome la pluma y escriba cuentos para él y los de su edad, no podremos cabalmente estimar en su justo alcance la repercusión literaria-argumental de esos cuentos que, con destino a la niñez, pero, repetimos, escritos por personas mayores, circulan por todo el mundo. Por analogía esto viene a cuento porque el viajero va a tener que presentarse y actuar tal como supone que era a los cinco, a los siete, a los nueve, a los diez, doce, catorce y diecisiete años de edad, en las mil distintas circunstancias que vivió y deberá reproducirlas con la relativa precisión de la memoria. El viajero está muy lejos de las edades señaladas, pero, tal vez, por aquello de que los extremos se tocan, el cuadro a pintar salga bastante parecido al original aunque, sólo, dicen, la memoria de Dios podría regalarnos la exacta réplica de entonces. Recuperar sensitivamente los recuerdos de la niñez es sólo dable a través de pantallazas o relámpagos muy fugaces, casi siempre inefables, aún si estamos situados en el mismo lugar y en parecidas circunstancias. En rigor este es un libro en sí familiar, pero de ninguna manera familiero; con lo cual desde ya podría decirse que van a estar ausentes las anécdotas non sanctas, aquellas con una carga mucho mayor de pimienta que de sal. El autor –el viajero- eligió relatar sus brevísimos, esporádicos e intrascendentes andares minuanos y prescindir de la historia regional al uso, en homenajes a los que ya lo hicieron con acierto y quedar en cambio libre de decir lo que ha vivido y rescatar de esa especie de limbo del olvido a quienes lo acompañaron: resurrección no demasiado convencional es esta de hilvanarnos en los avatares que rodean al protagonista real del relato. Los dos retazos principales entre 1935 y 1947 son sin duda autobiográficos, pero no confieren a la totalidad de la obra esa calificación, entre otras cosas por el desdoblamiento de la tercera persona del singular; el viajero que relata y es el redactor responsable y el viajero que actúa entre sus cinco y diecisiete años y es contado por él. Martingalas o autoengaños de la forma, que apuntan, esperanzados, a la benevolencia del lector, con la ilusión de hacer más llevadera su lectura. El recurso y uso
  • 3. de la tercera persona en cualquier narración, resulta simpático por más desenfadado, y puede ser una maravilla y una solución cuando no se tenga mucho que decir de uno: cuando se emplea, ya se está contando algo porque se está hablando de otra persona, así no se esté, argumentalmente, contando nada o casi nada. Si en el texto de u ensayo o de una novela, además de lo antedicho de la tercera persona intercalamos, incluso dentro de un mismo párrafo, la primera y la segunda persona, y si éstas surgen bien nacidas en su incorporación, se vea o no su propósito sintáctico, el acierto literario que produzca puede llegar a ser satisfactorio. Tanto en este recurso como en otros – repeticiones, elipsis, simetrías, etc.-, mostrar claramente el andamiaje de la forma, es decir, la sintaxis, puede ser tan ponderable como ocultarla bajo tierra. Especulaciones aparte, conformémonos con nuestra condición de seres terrenales y sigamos, que por algún lado hay que empezar. El viajero, puesto en trance, se deja llevar hasta un muchachito de cinco años, con altura y peso haciendo juego, que ha sido conducido y depositado sin consultarlo, pero accediendo él de muy buena gana, a la estancia de la sucesión de su abuelo paterno, Nicolás, arrendada entonces por su tío Segundo, el mayor de los hijos de su abuelo. Prescindiendo de los detalles de su llegada e instalación, el viajero tiene la sensación de que en las casas con sus tíos y con sus primos muy mayores, no llegó a sentirse a sus anchas, no así en el campo que, se conoce, fue como una especie de cielo abierto, de cortar cadenas y de respirar hondo, donde los pies se le hacían alas y cuna mecedora los lomos del tostado y de la petiza overa rosada. Ya el bautismo de sus primeras horquetadas y porrazos había ocurrido en Chamizo (Florida) en el campo de los Muñoz Caravia, que en los años 30 arrendaba su tío Fernando, anterior encargado de esta estancia de la calera, que luego, como se dijo, ocupó su tío Segundo. Así que aquel viajero de los cinco años se sintió dueño del mundo al ver y sentir que sus montados dejaban voluntariosos el campo atrás, sin necesidad de molerlos a palos: como pisando flores, decía Adolfo, el capataz, al ver regresar a las casas, escarciando, al caballo con una pulga encima. Como se ve, el viajero pone los detalles que al “viajerito” naturalmente le faltan, y lo recupera ahora entrando al ranchito de dos aguas, próximo al galpón sobre el camino de la entrada, donde su primo mayor, Edu, experimenta con sus enjambres y colmenas, uno de cuyos experimentos era dejarse picar todos los días un poco “porque así no tendríamos ni reuma ni artritis cuando grandes”. Eso lo decía muy serio ese primo del viajero, pero con la careta puesta: con ella o sin ella la vocación apicultora del primo y tocayo fue firme, exitosa y duradera. Dejó al morir hace unos cuantos años, varios libros y remedios, todos fruto de sus investigaciones dentro del universo fecundo de las abejas. Entre experimento y experimento con sus abejas, Eduardo Martínez Rubio improvisaba, de chico, en el piano, conciertos interminables, de una hora o
  • 4. más, equidistantes del impresionismo a lo Debussy, de la música incidental, atronadora, a lo Offenbach, y, en algunos pasajes, con disonancias- sincopadas-epilépticas- eran sus palabras- propias de los de los imitadores de Gershwin… El lector debe saber, piensa el viajero, que las sucesivas picaduras recibidas entonces con tan buenos propósitos, no le han servido de nada: quizá fueron pocas, o muchas, que en estas cosas del veneno nunca se sabe… También, recíprocamente, cabe preguntar si de no haberlas recibido, el resultado no habría sido peor. En esa primera estada consciente del año 1935, su protagonismo no es mucho: el viajero no cree haber hollado todos los rincones de la estancia, pero de los realmente vividos sí se acuerda: por ejemplo el potrero del Ombú o del Arbolito, el más empinado de todos con su pedregal para esconderse o encaramarse para astibar desde la pequeña cima tanto el valle hacia el soldado, como parte de la estancia propia y parte de las vecinas hasta el Cerro Largo próximo al paso del Soldado en la bifurcación del camino a Barriga Negra. Detrás, con caídas hacia el Soldado, el potrero “de don Nica”, el más alejado de las casas. Todavía estaba vivo el recuerdo de Aramis Saavedra, cuando, habiendo trepado al cerro del Cenizo, hasta donde pudo, vio cómo, al dejarla y continuar a pie, la forchela modelo “T” se volvía sola hasta detenerse sin volcar en la base del cerro. Aramis, con su mandolina, había venido a la estancia con el metro, el nivel y la plomada, para realizar una serie de trabajos en las casas y construir un baño de ovejas. Aramis, cantaba, componía y ejecutaba; también había aprendido una serie de frases hechas o refranes que repetía a dos por tres, muchas veces sin venir demasiado a cuento; él los atribuía a don Eduardo y a don Fernando: “Mis obras, no mis abuelos, me harán subir a los cielos”; “Que me roben la camisa pero no la guitarra”; “Es de vidrio la mujer, pero no se ha de probar, si se puede o no quebrar, porque todo podría ser”; “Que Dios te dé pleitos y que los ganes”; “Criticar el jarro después de tomarse el vino”; “No va a dar la hora” … “Que Dios te dé un coño, y que te sirva …” El viajero no recuerda si fue en esa primavera aparición suya o si fue en la segunda, dos años después (1937), que su primo Gundo andaba con un brazo enyesado y en cabestrillo, a raíz del desencuentro con algún bellaco. Lo que el viajero tiene bien presente como si lo estuviera viendo ahora, era la habilidad de su primo para manejar, trinchando, la cabeza de oveja que a su pedido incluían en el puchero. Este primo le llevaba – y le lleva – nueve años, cosa que hoy apenas si se nota, pero no ayer, donde entre los siete y los dieciséis años la diferencia era muy grande. ***
  • 5. Hablando de esa segunda estada del año treinta y siete, el viajero no puede contener la risa al ver la lista de libros y cuadernos de deberes que en las vacaciones los chicos tenían que estudiar y llenar para no perder lo aprendido y así entrar en forma en el nuevo año. La risa del viajero ahora – que no cuando eso sucedía – era motivada por la ingenuidad bautismal de quienes suponían que en verano y en el campo los tales deberes podían cumplirse. La encargada de pretender darle clases al viajero a la hora de la siesta, era su prima Abita, que si bien carácter y talento no le faltaban, sí la paciencia necesaria para lidiar con su primo. La dulzura y el equilibrio de su tía Amelia, atemperaban los ánimos: era de Valladolid, España, ciudad y provincia que, dicen, junto con la de Burgos, es donde se habla el mejor español de España. Mis tres primos mayores, sus hijos, habían nacido en Alemania en tiempos de la guerra del “14”: Eduardo, María Laura y Alba María; su hijo menor, Segundo (Gundo) nació en España (1921) durante unas vacaciones de la familia en Zarauz, localidad balnearia del Cantábrico. Su tío Segundo, padre de los antedichos, médico y hombre de poquísimas pulgas, había terminado sus estudios en Alemania, recibiendo junto con el titulo, el bautismo de sangre actuando como cirujano en los hospitales alemanes durante la guerra. El viajero sabe, porque le han contado, que al regresar la familia de Europa, se instalaron primero en la casa paterna de la Av. 8 de octubre y Fortaleza, en la Unión, mudándose después a la calle Colonia entre Ejido y Yaguarón, donde años depuse, demolida ya la casa – consultorio, se construyó el cine California, cine que también pasó a la historia. Como casualmente enfrente, en la acera de los números pares de Colonia, vivía su novia, Mignon, Edu inventó e instaló una especie de teléfono casero, directo, para ambos, cruzando una cable por la calle encima de los de la UTE y de los del tranvía, con un sistema de timbre sólo audible para ellos. Cuando la UTE o la policía rastrearon la misteriosa línea, sólo por su edad (15) lo disculparon, e incluso lo felicitaron por el buen funcionamiento (año 1932), no así, más bien, los padres de los novios. En los años que el viajero recuerda las casas de la estancia tenían luz eléctrica proveniente de unos motores gigantescos que Carlos Hoffer, el “Alemán”, cada tanto venía de Montevideo para ponerlos a punto; también se disponía de teléfono, algo poco frecuente en esa época en el campo. Por pura vocación, como ya se dijo Gundo iba camino de ser una réplica del Gaucho Florido, el personaje que don Carlos Reyles pintó en la obra homónima, logrando en muchos sentidos su propósito, con la única salvedad, que no fue óbice, de hablar alemán, tararear silbando o ejecutando en el acordeón los lieders de Schumann o de Schubert, practicar atletismo en el Deutsche Shule de la calle Soriano, y leer a los clásicos. ***
  • 6. Prendido a una de aquellas famosas jardinerías de Mendibehere, el tordillo que va entre varas, sin consideración a la familia que conduce a Minas, se empaca al pasar por la portera de entrada a la estancia y no quiere seguir: sin duda el recuerdo imborrable de su primera querencia. A duras penas, tomándolo de la cabezada y del freno, el hombre a pie, lo aparta de la portera y consigue enfilarlo rumbo a su segunda querencia, entre los aplausos y el griterío de los chiquilines que van en el pescante. Es la tardecita; se van borrando los relieves del paisaje y los rosicleres de una linda puesta de sol tiñen hasta el verde desvaído y sin gracia de las hojas de los eucaliptos. Villagra aparta los terneros de unas lecheras llegadas recientemente de los campos de jaureguito, en Pirarajá, al tiempo que desde la troja llega el “rrrrrr” de la desgranadora de maíz: las gallinas – Sussex armilladas y Leghorn – entienden el mensaje y se agolpan en las porteritas de los gallineros. En el galpón, un peón desunce los bueyes que estuvieron pasando la rastra en la quinta de la patrona, y es al viajero a quien le toca arrearlos hasta el potrero de las Casas: el viajero ya aprendió que los bueyes tienen una manera distinta de patear que los caballos: de costado, junto a los cuartos traseros, conviene cuidarse. Ensimismado ante los retazos de la puesta del sol el viajero se detiene y, por caminos inconscientes asocia el mundo de la poesía con ese otro mundo del cielo en lontananza que está siempre un poco dentro y fuera de nosotros, pero unido a nuestros mejores momentos por una especie o remedo del cordón umbilical de los niños al nacer… De la estancia frontera a La Calera – campos de Sánchez – va saliendo al camino una carreta con cuatro yuntas, cargada de troncos. El carrero arma su cigarro y explica que aprovechando la luna y el fresco de la noche, va a descargar en la pulpería de Iriarte, para volver al otro día, si los bueyes no están muy trasijados, con la paja suficiente para rematar la quincha del cobertizo nuevo. A la estancia han llegado unos parientes de la familia – los Mendiburo, los Horne y los Martirené – quienes, por el equipaje que traen no vienen para irse al otro día. En el galpón, al lado del Hansa Lloyd y de la moto DKW de Fritz Buhl, se enfría el Auburn Cord de los recién llegados. *** El viajero se ve ahora obligado a recomponer algo de lo que recuerde de su nueva arribada a la estancia en el año 1939, con sus nueve años recién cumplidos. Parece que no, pero esos dos años de diferencia respecto al viaje anterior, meten fuerza. Esta vez llegó a la estancia traído por su tío Segundo, cuando allá en su casa de Montevideo sus padres programaban un viajes a Europa para tratar de curarle la tiña que un gato callejero le había
  • 7. contagiado y que en Montevideo los médicos especialistas de la época no daban en la tecla. En eso estaban cuando pasó su tío por la casa paterna del viajero y sin demasiado énfasis les dijo: “Me lo llevo, y cuando esté curado les aviso para que vayan; no antes”. Cuando al médico se le tiene fe – tal el caso – la resolución de ese cuasi rapto fue muy bien recibida y allí marchó el viajero para Minas, creo que cantando. El viaje en auto duró como viniendo a pie, porque en cuanta casa, rancho o comercio próximos al camino (R8), su tío iba parando para saludar o interesarse por el estado de salud, cuando se trataba de pacientes suyos. Llegado por fin a Minas era de orden saludar en el escritorio de negocios rurales de la calle Batlle a su tío Nicolás, tal como se hizo, y luego de tres o cuatro estaciones más, el pueblo fue quedando a sus espaldas. Ya con la noche encima, el viajero ve venir invadiendo el camino una tropa conducida por tres jinetes, uno de los cuales resultó ser su primo Gundo. Abrazos de bienvenida y la promesa del encuentro en la estancia. El ganado quedó asegurado en un piquete del local de feria para ser rematado el día siguiente por su tío Nicolás. Luego de llegar a La calera y el correspondiente saludo a los presentes – tía, primas y personal – su tío tomó la brocha, el jabón y la navaja y sin ningún titubeo le afeitó todo el pelo de la cabeza – hoy está de moda -, le curó con un producto que a los tres meses resultó milagroso, y le vendó dejando fuera sólo los ojos, la nariz y la boca, casi, decía, como los egipcios vendaban a sus momias. Que la similitud era esa, quedó probada cuando al amanecer, al caer el viajero a la cocina de los peones a la hora de ordeñar, portando un farol que lo iluminaba de abajo, la desbandada que produjo cuentan que fue uno de los acontecimientos más sonados del año. El viajero compartía el dormitorio con su primo Guindo quedando su cama debajo de la ventana que, por razones de higiene, “no se debía cerrar ni en las noches más crudas de invierno”. También con ellos dormía en la alfombra, Rex, un doberman de los marrones, que por lo menos tres o cuatro veces en la noche al traer el viento olor a zorro, comadreja o zorrillo, o al oír algún ruido sospechoso, saltaba por la ventana con el detalle de que tanto para salir como para entrar hacía pie en la cama (cuerpo) del viajero. Que hay cosas peores ya lo sabemos. Gracias a la condescendencia del bueno de Salvador Barrera (el capataz) y de alguna lata de Cerrito de San Francisco que la suerte ponía a su alcance, el viajero pescaba algún cigarro. Para quitarle el vicio – se conoce que por la edad -, estando en el potrero de Don Nica curando a mano algunos capones picados de sarna con un remedio a base de alquitrán y nicotina, y ante la insistencia del viajero, que por nada cedía en su empeño, entre su primo y Salvador Barrera le armaron un cigarro “de amigo”, es decir, grueso como el dedo, al que “enriquecieron” con unas gotas de sarnífugo. El viajero al terminar de fumar “cambió la peseta” cuantas veces pudo y a duras penas, abrazado al pescuezo del caballo volvió a las casas luciendo una palidez muy a tono con la venda
  • 8. que le cubría la cabeza. ¿Qué si perdió el gusto al tabaco? Sí; claro; sólo que tardó sesenta y tantos años en hacerle efecto el remedio. A la estancia además de familiares llegaban habitualmente amigos de Montevideo – reyes, Platero…….y, naturalmente, también de Minas. La distancia de cuatro leguas que separaba la estancia de la ciudad de Minas, con una huella o camino bastante bueno para aquellos tiempos, se hacía en el forcito casi sin necesidad de reducir demasiado la marcha. Algunas estaciones en el trayecto, estando alguno de los dueños de las casas a la vista, eran, para el modo de ser del tío del viajero, inevitables. A la altura del Arequita, traspuesto el Santa Lucía, yendo a Minas, a veces se recalaba en lo de don Fermín Alzugaray: cuando alguno preguntaba después “de qué hablaron”, el comentario no iba más allá de una respuesta que decía muy poco: “De cosas de vascos…”. En las reuniones, la apología de la vida en el campo por oposición a la de la ciudad, contaba siempre con mayoría y, entre tantas afirmaciones que se prodigaban, hoy, siglo XXI, hay una que nos resultaría axiomática por fácilmente comprobable: “Montevideo es una ciudad de gente enojada, y, cuando se dice esto, de la mano viene que es también una ciudad de gente mal educada”. Las vueltas en el pueblo eran las naturales cuando de abstraerse se tratara. La ultima parada ya de regreso y viniendo el primo Gundo al volante, era en la telefónica para agradecerle a una de las telefonistas amiga, la prontitud en el despacho de las llamadas desde y hacia la estancia. Esperando en el coche, muchas veces el viajero se dormía. La afición del viajero por los caballos – ya en sus pocos años nada libre de literatura – fue genuina y recíproca: sin embargo hasta que no apareció en su vida el petizo Picardía – pampita colorado – la correspondencia con la tropilla de la estancia (salvo la entablada con el padrillo tostado) no fue nada del otro mundo. Pero la llegada del petizo Picardía desde los campos de La Palmita (R11-R8) alumbró una amistad que, si no fuera profanarlo todo, podría simplificarse diciendo que el viajero fue tan amigo del petizo, como éste lo fue del viajero… ¿Subjetivísimo puro? Cuando ya la tía Amelia, junto con sus hijas, se habían ido a vivir a Montevideo, le tocó a Gundo “expatriarse” con rumbo al norte, a la estancia de los suegros de su hermano Eduardo, en Durazno, creo. Como si fuera hoy, el viajero lo está viendo irse, con un moro del medio de tiro y, trampas de la memoria, por más que piense no da con el pelo del caballo en el que iba montado: ni tordillo, ni tubiano, ni oscuro, eso sí; ¿entonces? Para el viajero que lo está viendo irse, y no con son de castañuelas, precisamente, ve claro que puede existir en un mismo hecho la tristeza del que se va y la tristeza del que se queda. Como el viajero no conoce ningún tipo de rencor, las judiadas de su primo hacia él, ahora no cuentan: que si lo obligaba a jinetear en un corral lleno de piedras de punta a los terneros más grandes de las lecheras con sólo un ramplón para sujetarse; que si en la mitad del campo le arrancaba de improviso la
  • 9. cabezada y el freno a su caballo, dándole al mismo tiempo un par de rebencazos para que disparara; que si… Son estas cosas parte del folklore particular de cada uno, susceptibles siempre de ser exageradas en más o en menos, pero poseyendo en el fondo el sabor irremplazable de lo vivido. Algo muy distinto a la invención literaria de cualquier anecdotario: fue precisamente este primo, quien al llegar a media noche a la estancia trayendo un ganado, y a pedido de su madre, encontró y desató al viajero del eucalipto donde su tío – que por lo que se ve era suave… - lo había amarrado esa tarde como desproporcionado castigo a una supuesta falta cometida. En la estancia quedó su tío con el personal de campo, con María en la cocina y, poco después, vino a instalarse un tiempo doña Catalina, parienta lejana entrada en años, que ofició de compañía de todos. El viajero se quedó con Picardía, el recadito de cabezadas de plata y el pequeño dormitorio para él sólo; también, ya hacía un par de meses, con el pelo como Dios manda y la tiña definitivamente olvidada. Un aplauso para este médico oriental, que sin recurrir a los médicos franceses, como se había programado, curó en Minas, la Calera, Lavalleja, Uruguay, Hispanoamérica, un caso desahuciado. El viajero salió a buscar la tropilla del diario al piquete de las casas, y, cosa poco habitual, iba hablando solo, desahogándose tal vez de algunos recientes sinsabores: “Me criaron muy bien, sin duda; me educaron muy bien, pero no para la felicidad. Una crianza altamente jerarquizada, muy intelectualizada y muy llena de manualidades y también de rigores, pero en ningún momento con la meta común de la felicidad como norte. La verdad es que la inteligencia de mis padres y de mi hermana, que me llevaba ocho años, supo administrar la disciplina, alternando los noes y los síes, no siempre en respuesta de mis deseos, pero, tengo que reconocerlo, justos siempre”. El petizo Picardía hizo punta y se llevó a un rincón del potrero. Poco tiempo después - ¿un mes, seis meses? – y por aquello de que todo llega, le llegó al viajero la hora de marchar a Montevideo, comenzando a partir de entonces a ver y sentir la estancia desde lejos. “La memoria es un pozo de dolor del que podríamos estar sacando cubos de dolor toda la vida”, diría C.J Cela con la clarividencia de los que han sufrido. Compartir recuerdos, así sea a través de estas líneas es un consuelo cuando se cuenta con un interlocutor interesado: una de las peores formas de la soledad es, precisamente, no poder compartir con los seres queridos – por las razones que sean – las cosas de uno las cosas que uno siente como moneda de cambio: una puesta de sol, una mujer, unos versos, un amigo, una música, un caballo… El viajero, lejos muy lejos hoy de aquellos años, pero cerca muy cerca en el relato, baja el telón en este último acto de La Calera, para entreabrirlo nuevamente a mediados de la década del 40, cuando la liquidación y venta de la estancia.
  • 10. EL PENITENTE Si de triangulaciones y paralelos geográficos caseros se tratara y con la manga ancha de legua de más o legua de menos, podría decirse que la estancia donde ahora habrá de recalar el viajero queda a una distancia, en línea recta, de ocho leguas de la de La Calera y en no demasiado distinto paralelo. Estamos en 1941 y esta vez el viajero de diez años va sentado de acompañante en un Ford Sport 1931, de dos puertas, con parabrisa de volcar y dos ruedas auxiliares a cada lado, propiedad de su tío Fernando, a punto de llegar, por la ruta 8, al camino del Marco de los Reyes. Su tío pudo entrar por la huella que sale del almacén de Otegui rumbo al cerro del Vicheo, pero por el estado del camino a partir del Salto de Agua, prefirió hacerlo por el del Marco, pese a la media docena de porteras que le esperan. Que le esperan al viajero, ésa es la verdad, aunque en una de ellas tendrá que pedir auxilio por estar demasiado tensada la cimbra. Toda la región del Valle Chico, del Grande, de la cuchilla de Juan Gómez, de las nacientes del Marmarajá, del Penitente, del Aiguá, de la cuchilla del Arbolito, de Carapé, de las nacientes del Campanero, etc., etc., tuvieron y tienen para el viajero un encanto muy grande. En el siglo XVIII fue otorgada con creces la región, incluso hasta Cebollatí, al matrimonio Pérez Fontán, cuya colosal mensura en forma harto esquemática la practicó el piloto de los Reales Correos Marítimos, Mariano de san Martín, y, posteriormente, a principios del siglo XIX, Nicolás de Aldana vuelve a medir buena parte de la zona, incluso hasta Arequita, propiedad de los De León y los Berroeta. A fines del siglo XVIII, aparecen las azoteas de Fuentes y de Cabral y lindando aproximadamente con ellos en tierras comprendidas entre el Marmarajá y el Aiguá, ya han poblado los Del Puerto y los Cuadra, los Bustamante y los pires, hasta encontrarse por el Este con los mojones de Antonio Cortés y de Claudia Tabeyra, su esposa. El viajero, al comenzar su narración y hacer una especie de balance previo de conocimientos y desconocimientos y olvidos, ve que entre todos existe un rotundo empate y, para no quedar del todo mal con el lector, comienza por decirle que no dio con la vieja pulpería de Unzaga, ni con la población de Juan Pérez (sic), donde, dicho por él, se desarrollo el encontronazo de Borrego con el campamento de Otorgués. Recuerda, si, que estando una tarde en la pulpería de Tabeyra, hablando de que el famoso episodio había dejado el nombre de otorgués prendido a un arroyito afluente del Marmarajá, un viejo tropero que allí estaba aseguró que un patrón que tuvo cuando muchacho al mencionar la cañada la nombraba indistintamente como de “Orrego” o de “Otorgués”. Si así fuera, porque ambos nombres se han perdido, especialmente el primero, la existencia de ambos sería cuestión de justicia por el protagonismo de ellos en aquellas luchas
  • 11. fratricidas del siglo XIX. Ya en las inmediaciones de la azotea de Cabral- Alegre, dejando el monte de eucaliptos de la estancia de Ramón Fernández a su derecha, se divisa en la otra banda del Penitente el techo colorado de las casas de la estancia y, dos o tres porteras más, se llega al fin cuando aún no se han encendido las luces. Su tía Pura, don Goyo Tabárez - su padre……..un casal de doberman negros reciben a los recién llegados a la entrada del galpón. Llegar por primera vez, de noche, a un lado –casa, campo, ciudad-, no es el ideal; uno se siente más acotado y extranjero que de día y tarda más en acomodarse con la nueva situación. Como estamos en plena guerra – mejor dicho como están en Europa matándose – y mientras se espera la hora de cenar, una Zenith muy grande – hoy sería gigantesca -, de las importadas por Guelfi, trasmite las últimas noticias que son, en ese año, totalmente favorables a las tropas alemanas. La presentación en la cocina de los peones, del Negro Luís, realizada muy protocolarmente por don Goyo, derramó simpatía por todos los rincones. Como se había programado para la mañana siguiente parar rodeo en el potrero del Salto – que era el potrero del fondo, el más distante de las casas – al viajero con el último bocado le dieron las buenas noches y la sugerencia de apagar la luz enseguida. Aunque con sordina, la prosa con su primo Nando duró un buen rato, hasta que uno de los dos se durmió, o los dos al mismo tiempo, que esto el viajero no lo puede asegurar. Luego del desayuno, apenas saliendo el sol, el viajero se plantó en una yegua baya de cabos negros, bautizada malamente con el nombre de “Boba”, que según demostró no le correspondía para nada, y allí marchó con todos a conocer ese día buena parte del campo. El viajero recuerda que saliendo por el piquete de las casas atravesaron un camino encallado y barrancoso que partía a lo largo la estancia en dos, penetrando al potrero del Cerro con costa al arroyo Penitente. El próximo potrero que debieron cruzar se llamaba, por razones evidentes, del Baño. Luego, el de la Tapera con los restos de una construcción de piedra, tal vez de alguno de los remotos Correa, encaramada en una loma muy alta y con un águila mora posada y atisbando desde el único mojinete en pie que quedaba. Los jinetes llegan por fin al potrero del Salto – el más arriscado de los potreros recorridos – y antes de abrirse para repuntar el ganado, el viajero se acerca y se asoma al salto mismo, famoso accidente que por entonces pertenecía, divorcio acquaron con los linderos, a la estancia. Ya se zambullirá en la laguna formada por el chorro de agua que encauzado entre piedras es allí todo el Penitente, sin llegar a ver o sentir, pese a sus reiterados intentos, el fondo de piedra de la laguna. Unos chivos lanudos – barcinos, moros, hoscos, entrepelados – disparan entre las piedras, atraviesan el arroyo, trepan el cerro y parándose en lo más alto, el macho nos mira desafiándonos: los perros nada habían podido. Como al viajero le informaron que los tales chivos eran orejanos, sin dueño conocido, pronto con su primo quedó programada la boleada:
  • 12. nada más que para jinetearlos un poco y largarlos después. Como carne, machos y hembras adultos son incomibles; apetecen, sí, y mucho, los chivitos mamones. Cuestión de gustos. El rodeo se para en el potrero vecino que presenta mejor terreno para apartar y galopar, y, terminado el recuento y con una veintena de novillos por delante, se regresa a las casas, esta vez por el camino encallado y barrancoso del medio. Este lote de novillos irá en unos días a ser vendido en el local de feria de los Molles de Carapé. En la última cañada que atraviesan, muy cerca ya de las casas, los jinetes desmontan y, quitándoles el freno a sus caballos, los dejan beber de lo lindo. Ya en las casas, se desensilla bajo el ombú, se baña uno y los caballos, y se los deja sueltos, con la portera abierta a la vista del piquete. Los dos primos reponen fuerzas con sendos huevos batidos con azúcar y jerez, preparados por su tía, que indudablemente los malcría; se almuerza y a practicar ese invento tan criollo de la siesta, por lo general placer de mayores y martirio de menores. No habrían de pasar más de quince minutos que al viajero lo vemos con la escopeta calibre 24 de dos caños recorriendo el potrero del Sauce, tratando de levantar alguna liebre. Como cazar es también volver con las manos vacías, el viajero esta vez cumple con el dicho, pero en cambio vuelve muy esperanzado con lo que acaba de descubrir: el sauzal de ese potrero es dormidero de palomas grandes, de monte, y, ya es sabido que a la tardecita, cuando vuelven comidas y bebidas de las chacras, el cazador se puede apostar dentro o en una orilla del monte y tirarles a medida que van llegando sin que la bandada, esa noche, cambie de dormidero. El viajero no olvidó lo que había visto y un tiempo después lo vemos volviendo casi de noche con una docena de ellas para el puchero o el estofado de los esquiladores. Tenían el buche lleno de maíz; lo malo, por un regusto amargo en la pechuga, es cuando se han atracado de sorgo. *** Al lado de la cocina de los peones, debajo de un viejo nogal, el Negro Luís está afilando toda la cuchillería del establecimiento; el viajero se suma y le pide que afile el suyo, que es de la marca de los “mellizos”. Un rato después su amigo se lo devuelve probando, apenas, en el pulgar, el filo; dice que el filo es tal cual de navaja Solingen. Así da gusto. El viajero no recuerda ahora si ya mencionó que Liborio Techera, además de ponderado en todo Minas y Maldonado como el rey de los alambradotes, hacía unos tamangos de cuero de potrillo, tan bien sobados que se podían usar a pie desnudo, sin medias ni trapos de ninguna especie: daba lástima ponérselos. Esto se dice porque Liborio invitó al viajero a pasar el día en el potrero de la isla, a donde irían de madrugada, en carro, llevando alambre, pala,
  • 13. barreta, máquina de alambrar, postes y piques, además, claro, del churrasquito y las galletas, para tirar una línea nueva de alambrado lindera al camino de la cuchilla del Arbolito. Por si el programa fuera poco, el amigo Techera le contó que allí donde iban a acampar se había hecho amigo de una crucera bastante grandecita. Cuando esa noche el viajero contó en la mesa esto de la víbora de la cruz y su amistad con Liborio, a sus tíos no les cayó en gracia tanto amor porque, justamente, siendo Techera un niño de pocos años, fue mordido en su casa paterna por una crucera, salvándose de milagro, pero al costo de padecer desde entonces – sobre todo los días de tormenta – unos dolores muy grandes en todo el cuerpo, especialmente en las articulaciones. Con el carro cargado y el tordillo negro entre varas, como quien dice festejando, llegaron al fogón de Techera y su crucera amiga, y allí descargaron. El tordillo, que era un pingazo que sobraba, había nacido en Montevideo, en la Chacarita de los padres. En la isla de monte criollo que le da nombre al potrero, el viajero empezó a armar la trampa de cepo para zorros; la había traído, por pura novelería, del monte de la costa del Penitente en el potrero del Cerro, lugar que ya le había dado un par de zorros en menos de quince días. Atravesando el camino de la cuchilla del Arbolito hacia el sur, caídas al Campanero, Liborio informa al viajero que esos cerros fueron de los Fernández y de los Acosta, linderos por la cuchilla con los de maría Machado. No estaba muy seguro pero había oído que la finada de machado había sido madrina de su abuelo paterno. También se decía que Basilio Correa tuvo casa y corrales sobre la costa del Penitente, en lo que hoy sería el potrero, precisamente, de la Tapera. Con la altura y la vista de un cuervo que los observa en círculos desde el cielo, el viajero y su amigo, probablemente, verían el mar, veinte leguas adelante. En esa o en otra temporada, estando también Nando con el viajero en la estancia, llegó Gundo, “acudía y respondí al legendario nombre de Refaloso”. Gundo ya había cumplido su experiencia norteña, de la que hablaba y hablaba, pero, por lo que se vio después, ya le había echado el ojo a la tan ponderada estancia del tío Fernando. Dicho y echo; así como llegó al Penitente, se quedó, contando con el buen recibimiento de todos. Cada tanto a la estancia llegaban, por distintos motivos y caminos, tres personajes inolvidables: don Juan Isidro Cal,………. En esa época vivía solo, acaso con algún peón, con contadas escapadas al pueblo de Minas: lo menos que se podría decir, parafraseando a Hernández, que don Juan era un criollo de los que ya quedan pocos. El viajero nunca se explicó cómo, sin aviso de nadie, apenas se reunía el ganado en cualquier punto de la estancia, aparecía don Juan a regalarnos, con su buen humor, su maestría: verlo enlazar era una lección de arte sin alardes ni aparente esfuerzo alguno: jinete y caballo hacían gala de una especie de parsimonia que contagiaba: el lazo, apenas revoleado, caía sobre la cabeza del animal mansamente como puesto por la mano de Dios. También don Juan solía
  • 14. llegar de visita a charlar con don Fernando – reunión que el viajero no se la perdía por nada del mundo -, en esa hora intermedia después de la siesta en verano y cuando aún no se ha salido al campo. El viajero no lo vio, pero el negro Luís le contaba que en las yerras, verlo pialar, dejaba mudo al paisanaje. Don Cal apareció una mañana trayendo de tiro a una petiza blanca, criollaza, de piel negra, de nombre Paloma, como regalo a María cristina. Años después, entre otros potrillos, la Paloma tuvo al Palomo, blanco también, pero de piel rosada, tan o más compadre que su madre. Paloma vivó alrededor de 27 años, y su osamenta mira al cielo al pie del cerro Pan de Azúcar, en campos de Barbachán. El Palomo, que no llegó a los 20, quedó en las Flores, costas de las tarariras, en campos de José Chavero. Don Isidro, generoso y con sentido del humor, correspondió a las cacerías del viajero en el Penitente, llevando él en persona, de regalo, un zorro embalsamado a la casa paterna del susodicho viajero, en Montevideo. Con la emoción del caso, el viajero agradeció entonces el regalo y, en forma póstuma, con igual sentimiento, lo reitera ahora. El viajero a Amadeo, ¡salud! Amadeo, el domador, era un hombre maduro que ya no se cocía en el primer hervor; ni alto ni bajo, con unos kilos de más pero que no limitaban la agilidad que su oficio le pedía. En esos años, cuando aún la doma de abajo no se había generalizado, fue agarrando de a dos las veinte potrancas bayas que se comprometió domar y, para el año, la mitad estaba ya enfrenada y la otra mitad cabestreaban obedientes y se habían olvidado de las cosquillas. La peonada socarrona de los fogones, cuando Amadeo ponderaba la forma de domar sin tirones ni jineteadas aparatosas, forma que era de orden en la estancia del Penitente, los hombres cruzaban entre ellos miradas significativas, carraspeaban un poco y trataban de hablar de otra cosa; sobre todo cuando el domador aseguraba que había que evitar a toda costa los corcovos, las disparadas y que el potro se bolease, montándolo bien apadrinado, que el padrino le cerrase en las primeras salidas la vista del campo, “porque la bellaqueada no favorece al caballo…”. Amadeo se encargaba a veces en largas tropeadas de 20, 30, 40 leguas, llevando para hacerlos un par de redomones de la estancia. A sus baguales, acariciándolos, les llamaba indefectiblemente “Gurí”, y en su conversación hacía pie el comenzar la prosa con un “Dopué”, que en la mayoría de los casos no se relacionaba con lo que iba diciendo. Don Fernando se había familiarizado con esa manera de domar, años atrás, gracias a un domador santafecino que trabajó en la estancia que tenía entonces su padre – el abuelo Nicolás, del viajero – en Queguay Chico. Don Emilio hubiera contratado a Amadeo sin pensarlo dos veces, tal como don Fernando lo hizo. De buen jinete a buen domador, esa fue, afortunadamente, la culminación del oficio de don Amadeo: cuando entregaba un caballo hecho, lo podían montar los niños y, para el trabajo,
  • 15. se podía decir que sus caballos enlazaban solos, eran capaces de pechar elefantes y cruzar a nado cualquier arroyo. *** ¡Basilio Viejo no miente…! Poco, don Basilio, poco… ¡Deja habla bobadas…! Todavía el viajero lleva prendido en alguna parte del cuerpo o del alma, el perfume del jabón Lux de la época, cuando el turco Basilio abría el cajón para mostrar las bellezas que traía para ofrecerlas, regateo mediante, al personal de la estancia: cortes de géneros, de colorinches y para luto, elementos varios de tocador para ambos sexos, artículos de escritorio, cuchillos, cintos, sombreros, sombrillas, pañuelos, pañoletas, botas, alpargatas, delantales, repasadores…….etc.,etc. De tanto venir, el turco se había hecho amigo de todos; además era blanco y eso equivalía, para la gente del Penitente, a una especie de título de nobleza. Don Fernando en el viaje anterior le había vendido o regalado un potranco de dos o tres años, por lo cual en este viajes su nuevo dueño se disponía, con ayuda, a palenquearlo y hacerlo cabestreador para continuar con él, de tiro, la recorrida de siempre. Como en esos días estaba el viejo Amadeo y el resto del personal no era manco, fue traer al animal del campo y en menos de lo que se demora en contarlo, ya tenemos al bagual embozalado en el palenque, sin abrojos, despuntadas un poco las crines, y con manea redonda para empezar a lidiarlo. Don Amadeo dio sus consejos: que cuiden que en el palenque no vaya a darse garrote ni se caiga y quede colgado; que el dueño lo acaricie mucho y trate de cepillarlo, sin asustarlo, haciéndole oler la mano, el brazo y el cepillo y sobre todo, recalcaba Amadeo, luego de un par de “Dopué”, que basilio le hable y silbe, bajo, despacio, pero sin dejar de hablarle en ningún momento. El viajero lamenta muchísimo no disponer del registro o reproducción sonora de las cosas que el turco le susurraba al potrillo, porque de tenerlo y publicarlo se harían famosos los tres: él, el turco y el potrillo. El nuevo dueño tomó al pie de la letra éstas y otras indicaciones y estuvo al firme dedicado a su caballo un par de días. Esto le hizo decir a la casera al ver los progresos alcanzados en la primera amansadura del potro: “Un día más y don Basilio sale montado…”. Arriando dos yuntas de bueyes holando que se le habrían prestado, cayó Libonati a la estancia, justamente cuando el turco amansaba con su palabra y sus dichos, algunos en forma meliflua, enamorada, al potrillo que, indiferente a esos arrobos, se hacía astillas en el palenque, dijera Martín
  • 16. Fierro. Libonati pasó a formar parte del grupo que contemplaba la escena, integrado en ese momento por Amadeo, Luís Pintos y los tres primos, los cuales, frente al folklore en la indumentaria del Chelo, parecían como recién llegados del pueblo o extranjeros. Es que el Chelo Libonati, que sin duda era muy campero, se mostraba habitualmente de chambergo de ala requintada, con barbijo de retranca, chiripá, facón caronero, y para contemplar, hasta su caballo lucía bozal potreador, bocado y riendas de domar, así se tratara de un redomón o un caballo hecho. El lector comprenderá la gracia que podría hacerle a don Fernando esos alardes innecesarios en un establecimiento donde, creo, no había un solo par de espuelas… *** Resultó el potrillo ser hijo de la Cordera. ¡La Cordera! El viajero dice, a quien quiera oír, que le parece difícil, encontrar otro caballo tan completo, con las condiciones de la yegüita aquella. Era, para variar, baya cabos negros; con una alzada de dos pulgadas de menos, hubiera concursado de petiza. Terminada la tarde, volvía hecha un arco, de costado, al trotecito, conteniendo un galope que se le escapaba, jugando con el freno, mirando al jinete, así fuera de una legua el recorrido para llegar a las casas, pero pronta a cambiar de paso las riendas y echando el cuerpo adelante… Si en los caballos existe la alegría podría decirse que la Cordera estaba siempre contenta y bien dispuesta para todo. Si al volver volvía compadrísimo, de costado, resoplando y escarceando, al salir de madrugada lo hacía armada, amartillada, voluntariosa, con el pescuezo en arco como buscando en el pasto el rastro de Pulgarcito. Contaba el Negro Luís, años después, que una hija de la Cordera, muy parecida pero con un poco más de alzada que su madre, “se ponía a bailar apenas uno manoteara los tientos del lazo…” Lo que se hereda, ya se sabe… Justicia póstuma y tardía para esta amiga de aquellos años que hizo que el viajero se sintiera por momentos un poco dueño del mundo…“Mi reino por un caballo”, clamaba en el campo de batalla un Ricardo III descabalgado. ¡La Cordera! ¡Qué no daría el viajero por volver a volar a rienda suelta clavado en sus cruces, tratando de cortar la disparada endiablada de una tropilla! En la estancia había otros caballos que daba gusto mirarlos y montarlos: todos de muy buena boca, incansables en las campereadas y sin mañas. Para la foto o el desfile, el oscuro tapado de doña Pura; el gateado, el padrillo criollo pampa-overo- colorado campeón de la raza en el Prado, de apelativo Teru-Teru Capitán; una yegüita tostada, otra del medio baya ruana y el zaino colorado llamado Tambero, entre otros. “Enhebrado en el viento”, el viajero, jinete en el
  • 17. oscuro – un préstamo que se agradecía alcanzó la tropa de novillos que había salido de la estancia tres horas antes rumbo al local de feria, en menos de quince minutos y con el caballo entero; iban, a buena marcha cuando los encontró, media legua más allá de la estancia de la Lata. Al zaino Tambero don Fernando lo mandó por una temporada a la quinta de la familia en Malvín, para hacerle compañía al Aguará, un oscuro traído de la estancia de Samuel Horne, allá por el Batoví, en las cercanías de Tambores (Tacuarembó). Al viajero le tocó el viaje de arena gruesa de ir a buscar al Tambero a la Estación Central del Ferrocarril, acompañado del amigo Venancio que montaba el oscuro. Por más que el nombre de Tambero denotara mansedumbre, el animal no estaba acostumbrado al hormigón de las calles, ni a los autos, camiones, ómnibus y tranvías al por mayor, ni mucho menos a su proximidad intimidatorio con bocinazos de yapa. Por más que el oscuro, ya acostumbrado, abriera la marcha o se pusiera de ladero, como apadrinándolo, ni Cristo le hacía atravesar al Tambero, en la primera media hora de marcha, los rieles del tranvía. Así, patinando en el asfalto, a las costaladas, llegó por fin el viajero, tan sudado como su caballo, a la quinta de Malvín. Según Venancio, que también pasó las suyas por eso de la responsabilidad, en el tiempo empleado otros llegaban a Pando… *** Es probable que haya sido en la temporada siguiente (1942/43) que apareció Chicha Tabárez acompañando a César, su padre, que venía por un tiempo a trabajar en la estancia. César había heredado de su padre, el impagable don Goyo, sus habilidades de hombre de campo completo. Goyo, cuando esto ocurre, había muerto recientemente, de golpe, mientras lidiaba en la quinta a la hora de siesta. Una manera de morir – la del síncope – que es por muchos deseada y a la que habría que agregarle a su favor, en este caso, el que ocurriera en el ámbito y en el trabajo de toda su vida. Chicha era una chiquilina de siete u ocho años, conversadora y traviesa, pura pólvora, virtudes que junto a la de ser muy linda y graciosa, fueron causa de la alegría general y de la del viajero en particular. Quiere decir que el viajero se sintió muy a gusto con su nueva amiga y casi contemporánea con cuya amistad, sumada a la del perro Rex – que también hizo su aparición ese año – podía vagabundear en forma. Rex era un foster de pelo corto, blanco y negro; y por si fuera poco haber sido premiado recientemente, lucía su otra condición de ser bichero empedernido sin miedo a nada. Entre los tres y en un espacio acotado por orden superior para Chicha, no dejaron cueva sin hurgar ni liebre por correr. En cuanto a
  • 18. las liebres, Rex las levantaba y las corría treinta o cincuenta metros, y, después de la primera, que la corrió como media legua, se volvía husmeando las carquejas, disimulando el fracaso. Lo peor fue no poderlo contener frente a un zorrillo, animalito que veía por primera vez en su vida; y así quedó, bautizado y perfumado, perfumando de rebote todo lo que se ponía a su alcance. Época feliz la de los ocho, nueve, once años de edad, cuando la familia vela por uno y a uno no le acosan aún las realidades ni los fantasmas ni las responsabilidades de los años que siguen. Chicha quedó en la memoria del viajero como la compañera de la niñez en el campo, en aquellos campos tan camperos del Penitente: un entrañable jirón más, diría el poeta, de los inolvidables y fatales paraísos perdidos. *** “Nadie se muere la víspera”, dicen que sentenció Nicolás – tío del viajero – al entrarse en Minas del percance ocurrido en la estancia. El accidente sucedió una tardecita de enero a la salida del galpón, cuando Nando y el viajero arreaban los caballos que acababan de desensillar a su regreso del campo. Se trataba de la Cordera y de una yegua colorada, ambas muy mansas; la colorada era de Nicolás, tío del viajero como ya se dijo, y es por eso que Nando, por razones de propiedad compartida con su padre, la venía ensillando con frecuencia, tal como lo había hecho esa tarde. Hay visiones, imágenes que quedan detenidas en el tiempo pero con una inmovilidad muy viva en el recuerdo: saliendo del galpón y mirando a la izquierda hacia el portón y el horno de pan, el viajero vio a María Cristina, que apenas tendría entonces dos o tres años, jugando con el chivo Bartola, un chivo negro criado guacho en las cosas y que, inexplicablemente, era a María Cristina a la única persona que no topaba: ese es el cuadro que pudo fijarse para siempre en la memoria, de no producirse el milagro. Afirmada en sus manos pateó con ambas patas la colorada alcanzando con una de ellas, en el punto extremo de su desarrollo, la frente del viajero. Que si voló hacia atrás un par de metros, que si el desvanecimiento fue de uno o de dos minutos… son cosas que le contaron después; lo que sí recuerda es el chichón que se formó de inmediato, alcanzando el tamaño de la visera de una gorra. Por muchos días se habló del hecho, sin que los testigos que allí se hallaban en aquel momento, pudieran encontrarle explicación, dada la mansedumbre de la yegua y la forma absolutamente normal de arrearla. Si bien el comportamiento de los animales no es igual ni seguro siempre, al no haberle pegado ni asustado, siendo mansa como era la yegua, la única conclusión aceptable es que se trató de un retozo al sentirse libre.
  • 19. Así como la primera comadreja colorada que vio el viajero encaramada en un eucalipto, fue en la estancia de la Calera, la primera sensación o el primer encuentro con la tierra devastada y los días bochornosos a la espera de una lluvia salvadora que no llegaba nunca, la experimentó en el Penitente durante la gran sequía de la década del 40: se salía a recorrer, pese a trillar el poco pasto que quedaba, llevando además el carro con la piedra de afilar y para traer los cueros, en la seguridad tan segura de hallar animales muertos. Y las bicheras, y el hambre y la sed y los incendios de campo… Los animales que llegaban a duras penas a los locales de feria, con el cuero muchas veces cortado por sus propios huesos, peligraban que los tumbara o se los llevase el viento… Y la quiebra, las deudas de tantos, con la pobreza en ciernes… *** En el año 1947, como presintiendo que esta sería su última campereada en el Penitente, el viajero se ha instalado en una piedra del Cerro del corral y en una recorrida con la mirada, de circulo completo, se ha puesto a ubicar emplazamientos y personajes, en un paisaje que por esos años del cuarenta no presenta mayores alteraciones, salvo, sí, la incorporación de algunos montes de eucaliptos. Mirando hacia el norte, las casas de los Fernández…. Hacia el Este, las casas de don…. Completado en redondo el panorama, con la estancia al alcance de la mano, por el camino barrancoso y encallado que corta la estancia a lo largo, marcha desganada una tropa como de ciento cincuenta o doscientos animales, vacas y novillos pampas, que a cada dos pasos se detienen a comer, arreada por cuatro hombres y tres perros ovejeros negros. El viajero baja de su improvisado mirador y se dirige al camino, cuestión de dos o tres cuadras, respondiendo a las señas que le ha hecho uno de los troperos. A los perros se los sujeta con la palabra y ya tenemos al viajero recostado y haciendo pie en el alambre, de mano dada con el jinete que resultó ser el viejo amigo Amadeo. El domador monta uno de los redomones de la estancia y lleva otro, suelto, entropillado con los otros caballos de remuda. La tropeada, a donde se dirigen – Manguera Azul -, no es ni corta ni demasiado larga, pero suficiente para que los dos redomones vuelvan con casi toda la lección aprendida y casi a punto de recibirse. Por pura curiosidad, el viajero interroga a Amadeo acerca del cabestro de su caballo, al notar que lo ha bajado y pasado entre las manos por el sobaco de una de ellas, y, sacándolo por el lado de enlazar, lo ha prendido – ni tenso ni muy flojo – a la asidera de la cincha… “Puede que sirva para sacarle las mañas a este gurí estrellero, que anda a los cabezazos, creyendo el pobre que escarcea…”.
  • 20. La tropa iba pasando el paso del Penitente cuando el viajero volvió a las casas; lo saludó, asomado a la manguera grande, con un relincho muy bajo, corto, especie de carraspera o susurro, el Teru Teru Capitán: el viajero le respondió solícito, rescatándole la frente blanca. En el picadero, Pedrito hacía leña chica para la cocina, al tiempo que, justamente de la cocina, salían, patrona y empleada, llevando en una bandeja cuatro bollos de por lo menos, un kilo de masa cada uno, para hornearlos en un horno que, con la boca abierta, ya alcanzó la temperatura necesaria, probada con el termómetro infalible de arrojar un papelito al aire interior, el cual debe encenderse antes de tocar el fuego o las brasas. Don Fernando ha sacado una mesa a la galería y está ordenando papeles. El resto del personal va arreando unos capones que fueron bañados más temprano. Como todo el mundo trabaja, al viajero lo ponen a pelar unas perdices que cazó la tarde anterior: ocho perdices al costo de los doce tiros calibre 24 que quedaban: hay promedios peores, pero también los hay mucho mejores…. Con dos pollos, ya pelados, se completaría el almuerzo, o la cena. Se habló de escabeche, pero también se pensó en unos lindos repollos, unas cebollas y un tocino flaco, amén de la leche…. ¡Los hombres fuera de la cocina! La resolución recayó en ir metiendo en la olla todo eso y condimentarlo sabiamente con la ayuda de Dios, es decir, con la generosa, aunque prudente, mano de doña Pura. Oyendo que se había optado por esta receta, don Fernando desde la galería, bautizó lo que creíamos un invento de arriba abajo: “Eso es el guiso de Trifón, que cuando veía al pasar el cartel en la puerta de la fonda de su amigo Dinty Moore, “Hoy guiso de repollo con cebolla”, trataba de escaparse – no era fácil – del control de Sisebuta, su mujer, y venir en plan de juerga a comerlo… Como eso que están preparando se parece bastante, podemos decir que hoy nos toca “Guiso Trifón del Penitente”. El guiso dio para las once bocas del establecimiento, repitiendo algunos: se glorificó el nombre de Trifón, pero también es verdad, y alguien lo dijo, que con perdices en la olla es difícil equivocarse. A los postres – es un decir – llegó un peón de la estancia de Fernández con la estancia de que a la altura del potrero del Baño, en la línea lindera, había un caballo enredado en el alambre. Sin despertar al personal, que sesteaba, salieron don Fernando y el viajero, al galopito, cargando los primeros auxilios: alambre dulce para reponer, llave de alambrar, sierra, serrucho, tenaza y la cartuchera con los remedios. En el trayecto, don Fernando supuso lo que resultó cierto: “Se ha de tratar del potrillo gateado, de casi tres años que deja para padrillo, que se ha tirado por alguna yegua alzada del vecino…” Cuando llegaron, el bagual estaba hecho una trenza dentro de los siete hilos, sin poder moverse. Luego de cortar dos piques para aflojar o darle holgura a los alambres, se comenzó a lidiar con el animal, curándole los tajos que tenía: uno en los cruces y dos en las paletas. Con cuidado ya que se trataba de un potro que ni siquiera había sido
  • 21. palenqueado, se le manearon las patas y, levantando los alambres todo lo que daban, se le pasaron las manos para el lado de la estancia, quedando sólo la cabeza y el pescuezo para el otro lado, hacia donde forcejeaba para escapar. Antes de desmanearlo y pasarle la cabeza pisando y levantando el alambre, don Fernando y el viajero se pusieron de acuerdo en hacerlo simultáneamente, quedando así suelto el caballo. En este punto la línea del alambrado corría del otro lado del Penitente, acorde con el zigzag que, por tramos, reparte el arroyo a cada vecino. El bagual se levantó; trastabillando, resoplando y corcoveando atravesó el Penitente, que allí venía con poco agua, y olvidado de las heridas y de las yeguas, enfiló a galope tendido en busca de la tropilla. De regreso, quedó claro que en los próximos días había que comenzar con el amansamiento del potro para curarlo, sobre todo por el riesgo a la bichera, tarea preferible y que de cualquier manera se iba a encerrar, a la de enlazarlo y voltearlo en campo abierto, peligrando una quebradura. *** El periodo 1935/1947 de la vida del viajero, no transcurre siempre en el campo; es más, la mayor parte del tiempo vive en Montevideo, ciudad de la que es oriundo. ¿Por qué eligió entonces radicar estos apuntes en los lugares reseñados? Si se piensa en afinidades, el resultado, con puntos a favor y en contra de un lado y de otro, sería un empate. ¿Entonces? Bien; aquí viene la magia que para ciertos espíritus ejercen el campo, el caballo, la naturaleza desatada y la posibilidad de ser o sentirse personaje legendario en la amplitud, que es la contingencia misma, de un espacio ilimitado. Como la hora de la despedida se acerca -¡quién pudiera, en reciprocidad, oír la despedida de las cosas inertes…!- el viajero anticipa el dolor que sentirá mañana al partir, pronunciando un adiós al campo, sin respuesta. Así como las vísperas valen generalmente más que las fiestas, las vísperas de las despedidas suelen ser más dolorosas que la despedida misma. Ya sabemos que invocar o relatar el campo nos pone bucólicos, en trance: por algo el Paraíso se imagina en ámbito pastoril, abierto. También sabemos que hablar de la naturaleza es hacer crítica de ella y nadie puede erigirse en dueño de la verdad emocional o estética, porque solo al autor le estaría conferido el derecho de hacerlo, y el autor de la naturaleza es Dios o la naturaleza misma. Ante la naturaleza puede uno sentirse frío o en llamas. Estoy seguro que el viajero es de estos últimos porque no son pocas las veces que le hemos oído decir que siente la misma nueva admiración por las cosas naturales de la tierra que va descubriendo, que la que han de haber sentido los primeros descubridores y colonizadores al caminar estos
  • 22. lugares. Y la gente. “Se por experiencia, decía Cervantes, que los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos” Todavía – ojala que este “todavía” fuera eterno – lo antedicho tiene aquí vigencia… Se nota, entre los más viejos del campo, una forma de hablar – que es la forma consciente o inconsciente de pensar – sutilmente reveladora de principios educativos que no se han perdido, apuntalados por arcaísmos y modos adverbiales, desconocidos en la prosa diaria de las ciudades. Quienes nos superaban largamente en edad y podían ser nuestros mentores, ya no están; al irse dejaron paso a las generaciones que les sucedían, por lo cual el viajero y sus contemporáneos pasaron de discípulos a maestros, sintiendo lamentablemente la pérdida de esas magistraturas ideales, poseedoras de recuerdos únicos, simplemente por haber vivido antes. Frente a esta realidad, hay que conformarse con lo que nos dicen los libros. Años atrás cuando estábamos un par de escalones por debajo de los “viejos”, tuvimos en la familia – padres, abuelos, amigos, tíos – la cantera inagotable de conocimientos, de la cual sacar el mejor partido. Pero el cerno de lo castizo en el hablar no cae en los campos de Minas; lo encontramos, sí, en los de Maldonado y Rocha, tan cerquita y tan vecinos. Con orígenes comunes y antigüedad parecida, la causa de que esto sea así, no es de explicación fácil, pero merecería la pena buscarla. A puposito viene muy a cuento algo de lo que decía Ortega en sus inolvidables lecciones de metafísica, hablando justamente del idioma: “Olvidamos demasiado que el lenguaje es ya pensamiento, doctrina. Al usarlo como instrumento para combinaciones ideológicas, no tomamos en serio la ideología primaria que él expresa”. Lo que va de ayer a hoy. Hablando en general y con todas las excepciones que se quieran, si volvieran las compañías de comedias y repusieran el repertorio que les diera el merecido renombre, desde los clásicos a los románticos, pasando por Moratín hasta llegar a Benavente y casona, incluso con la puesta en escena de los más contemporáneos, pero poseedores de un sentido moral, estético, de higiene y buen gusto, capaces de escribir sin ensuciarse ni ensuciarnos, si esas obras se repusieran, repito, serían muy pocos los capacitados en entender y valorar el lenguaje de sus diálogos, prescindiendo, naturalmente, de los regionalismos y extranjerismos que pudieran contener. Nuestros compatriotas han perdido tanto vocabulario – en palabras, sinónimos, modos adverbiales, etc. – que se quedan en ayunas frente a textos comunes, comprendidos y disfrutados por nuestros padres y abuelos y esas minorías que siempre existen. Como prueba lamentable, muy triste, examínese a los recién egresados de cualquier facultad, pidiéndoles la explicación y glosa de media docena de refranes… También tierra adentro se nota, comparativamente con el acervo idiomático de cincuenta años atrás, un decaimiento parecido: igual que los refranes, interróguese a nuestros paisanos más letrados tomando, por ejemplo, los vocabularios de Granada
  • 23. y Boston y en nueve casos de cada diez veremos que habrá que ir pensando en resucitar muchas palabras con sus correspondientes acepciones. *** El viajero tuvo la suerte de recrear la vista en su penúltima mañana en la estancia, porque a primera hora se trajeron del campo y se encerraron, todos los caballos –potros y mansos-, excepto el potrillo lastimado que quedó en el piquete, y el Teru Teru que no se le movió de la manguera grande. La razón era darles la vacuna contra el gusano del cuajo, hacerle los vasos, cerdearlos, tusarlos, “lavarles la cara”, todo lo que se pudiera y los ariscos permitieran… El viajero aprovechó la ocasión para tratar de cerca al Cordero, hijo de Cordera y del Teru Teru Capitán: un requetepingazo que, de salir a la madre, daría que hablar. El potrillo ya había recibido la primera amansadura de abajo y cabestreada con la docilidad de todos los redomones que llevaban la marca de fábrica de Amadeo. Por eso el viajero lo sacó embozalado del corral y se fue de paseo con él, llevándolo de tiro y de pie, sin demasiado temor a no poder lidiarlo. Reparador, insinuando apenas una media costalada y apuntando con las orejas que parecían de fierro, le resopló al palenque al pasar, recuerdo y causa de la libertad perdida. Ya amigos, fueron hasta la portera del piquete y allí pegaron la vuelta. Solo al ver la tropilla en el corral, el Cordero se adelantaba tironeando fuerte por soltarse, pero enseguida aflojaba; encerrado nuevamente, entre relinchos de bienvenida, hizo cola para que también a él le “lavaran la cara”. No sé qué habría pasado si de salto el viajero se hubiera horquetado en los lomos del Cordero. La verdad es que lo pensó; la verdad es que estuvo tentado, muy pero muy tentado a hacerlo; pero no se animó: terminar quebrado como despedida, no era una final acorde con los felices días vividos. A veces un atributo moral inconsciente, distinto al del valor o al del medio, nos lleva a actuar sin que sepamos nunca cómo ni porqué. Casi, casi se podría asegurar que el hijo de la Cordera, luego del paseíto – un paseíto de no más de dos cuadras – lucía más contento… *** Para salir de la estancia en dirección a Minas por los cerros del Vicheo, con el forcito 37, calzado con “rodado de campaña” (18 pulgadas), no había mayores inconvenientes si la huella se encaraba a partir de la estancia de La
  • 24. Lata. Para eso, en lugar del camino del medio, totalmente intransitable en la época, había que rodar a través de los potreros del Sauce, la Isla y del Arbolito, donde, en el vértice de este último, formado por el encuentro del camino de la cuchilla del Arbolito con el ya nombrado del medio, estaba la portera. Así, sorteando piedras y zanjas, y abriendo las correspondientes porteras, se llegaba al almacén de Ortegui, de cara a la ruta 8. De ahí hasta Montevideo, la escollera y el mar, siguiendo siempre por el lomo de la cuchilla, no había como perderse: ruta 8, camino a Maldonado, 8 de Octubre, 18 de Julio, Sarandí… Desde la altura del Vicheo, mirando hacia los cerros de los Perdidos, en ese rumbo, el viajero tuvo un sentido recuerdo para la estancia de La Calera, que la sucesión de su abuelo Nicolás había vendido uno o dos años antes a Bernardo Aramburu, el amigo que venía de dejar la suya – 20.000 cuadras – ubicada en las sierras del Aguará (Batoví, Tacuarembó). Con ese adiós por lo bajo, tan particular y definitivo que regalamos a lo que no volveremos a ver, el viajero subrayó la despedida haciendo desfilar por la memoria solo lo bueno de aquellos irrepetibles tiempos de la Calera. Apenas el coche entró en el camino asfaltado – el otro mundo – la estancia del Penitente fue quedando atrás; fue quedando atrás solo espacial o geográficamente, porque lo cierto es que a medida que el auto se alejaba se iban instalando en el ánimo del viajero, los primeros síntomas de una morriña que habría de acompañarlo siempre.