Enseñar y Educar
Su nombre era Srta. Pérez. Mientras estuvo al frente de su clase de 5º
grado, el primer día de clase lo iniciaba diciendo a los niños una mentira.
Como la mayor parte de los profesores, ella miraba a sus alumnos y les
decía que a todos los quería por igual. Pero eso no era posible, porque
ahí en la primera fila, desparramado sobre su asiento, estaba un niño
llamado: Pedro Ramos.
Srta. Pérez había observado a Pedro desde el año anterior y había notado
que él no jugaba muy bien con otros niños, su ropa estaba muy
descuidada y constantemente necesitaba darse un buen baño.
Pedro comenzaba a ser un tanto desagradable. Llegó el momento en
que Srta. Pérez disfrutaba al marcar los trabajos de Pedro con un plumón
rojo haciendo una gran X y colocando un cero muy llamativo en la parte
superior de sus tareas.
En la escuela donde Srta. Pérez enseñaba, le era requerido revisar el
historial de cada niño, ella dejó el expediente de Pedro para el final.
Cuando ella revisó su expediente, se llevó una gran sorpresa. La Profesora
de primer grado escribió: "Pedro es un niño muy brillante con una sonrisa
sin igual. Hace su trabajo de una manera limpia y tiene muy buenos
modales... es un placer tenerlo cerca".
Su profesora de segundo grado escribió: "Pedro es un excelente
estudiante, se lleva muy bien con sus compañeros, pero se nota
preocupado porque su madre tiene una enfermedad incurable y el
ambiente en su casa debe ser muy difícil".
La profesora de tercer grado escribió: "Su madre ha muerto, ha sido
muy duro para él. El trata de hacer su mejor esfuerzo, pero su padre no
muestra mucho interés y el ambiente en su casa le afectará pronto si
no se toman ciertas medidas".
Su profesora de cuarto grado escribió: "Pedro se encuentra atrasado con
respecto a sus compañeros y no muestra mucho interés en la escuela.
No tiene muchos amigos y en ocasiones duerme en clase".
Ahora Srta. Pérez se había dado cuenta del problema y estaba apenada
con ella misma. Ella comenzó a sentirse peor cuando sus alumnos les
llevaron sus regalos de Navidad, envueltos con preciosos moños y
papel brillante, excepto Pedro. Su regalo estaba mal envuelto con un
papel amarillento que él había tomado de una bolsa de papel.
A Srta. Pérez le dio pánico abrir ese regalo en medio de los otros
presentes. Algunos niños comenzaron a reír cuando ella encontró un viejo
brazalete y un frasco de perfume con solo un cuarto de su contenido.
Ella detuvo las burlas de los niños al exclamar lo precioso que era el
brazalete mientras se lo probaba y se colocaba un poco del perfume
en su muñeca.
Pedro Ramos se quedó ese día al final de la clase el tiempo suficiente
para decir:
―Srta. Pérez, el día de hoy usted huele como solía oler mi mamá".
Después de que el niño se fue ella lloró por lo menos una hora..
Desde ese día, ella dejó de enseñarles a los niños aritmética, a leer y a
escribir. En lugar de eso, comenzó a educar a los niños. Srta. Pérez puso
atención especial en Pedro.
Conforme comenzó a trabajar con él, su cerebro comenzó a revivir.
Mientras más lo apoyaba, él respondía más rápido.
Para el final del ciclo escolar, Pedro se había convertido en uno de los
niños más aplicados de la clase y a pesar de su mentira de que quería a
todos sus alumnos por igual, Pedro se convirtió en uno de los consentidos
de la maestra.
Un año después, ella encontró una nota debajo de su puerta, era de
Pedro, diciéndole que ella había sido la mejor maestra que había
tenido en toda su vida. Seis años después por las mismas fechas, recibió
otra nota de Pedro, ahora escribía diciéndole que había terminado la
preparatoria siendo el tercero de su clase y ella seguía siendo la mejor
maestra que había tenido en toda su vida.
Cuatro años después, recibió otra carta que decía que a pesar de que
en ocasiones las cosas fueron muy duras, se mantuvo en la escuela y
pronto se graduaría con los más altos honores. Él le reiteró a Srta. Pérez
que seguía siendo la mejor maestra que había tenido en toda su vida y su
favorita.
Cuatro años después recibió otra carta. En esta ocasión le explicaba que
después de que concluyó su carrera, decidió viajar un poco. La carta le
explicaba que ella seguía siendo la mejor maestra que había tenido y su
favorita, pero ahora su nombre se había alargado un poco, la carta
estaba firmada por Pedro F. Ramos, MD.
La historia no termina aquí, existe una carta más que leer, Pedro ahora
decía que había conocido a una chica con la cual iba a casarse.
Explicaba que su padre había muerto hacía un par de años y le
preguntaba a Srta. Pérez si le gustaría ocupar en su boda el lugar que
usualmente es reservado para la madre del novio, por supuesto Mrs.
Thompson acepto y adivinen...
Ella llega usando el viejo brazalete y se aseguró de usar el perfume que
Pedro recordaba que usó su madre la última Navidad que pasaron
juntos. Se dieron un gran abrazo y el Dr. Ramos le susurró al oído, "Gracias
Srta. Pérez por creer en mí. Muchas gracias por hacerme sentir
importante y mostrarme que yo puedo hacer la diferencia".
Srta. Pérez con lágrimas en los ojos, tomó aire y dijo, "Pedro, te equivocas,
tú fuiste el que me enseñó a mí que yo puedo hacer la diferencia.
"No sabía cómo educar hasta que te conocí".
Disfruta tu café
Un grupo de profesionales, todos triunfadores en sus respectivas carreras,
se juntó para visitar a su antiguo profesor. Pronto la charla
devino en quejas acerca del interminable 'stress' que les producía el
trabajo y la vida en general. El profesor les ofreció café, fue a la
cocina y pronto regresó con una cafetera grande y una selección de
tazas de lo más ecléctica: de porcelana, plástico, vidrio, cristal, unas
sencillas y baratas, otras decoradas, unas caras, otras realmente
exquisitas... Tranquilamente les dijo que escogieran una taza y se
sirvieran un poco del café recién preparado.
Cuando lo hubieron hecho, el viejo maestro se aclaró la garganta y con
mucha calma y paciencia se dirigió al grupo: 'Se habrán dado cuenta de
que todas las tazas que lucían bonitas se terminaron primero y quedaron
pocas de las más sencillas y baratas; lo que es natural, ya que cada quien
prefiere lo mejor para sí mismo.
Ésa es realmente la causa de muchos de sus problemas relativos al 'stress.'
Continuó: 'Les aseguro que la taza no le añadió calidad al café. En verdad
la taza solamente disfraza o reviste lo que bebemos.
Lo que ustedes querían era el café, no la taza, pero instintivamente
buscaron las mejores. Después se pusieron a mirar las tazas de los
demás. Ahora piensen en esto: La vida es el café. Los trabajos, el dinero, la
posición social, etc. son meras tazas, que le dan forma y
soporte a la vida y el tipo de taza que tengamos no define ni cambia
realmente la calidad de vida que llevemos.
A menudo, por concentrarnos sólo en la taza dejamos de disfrutar el café.
¡Disfruten su café! La gente más feliz no es la que tiene lo mejor de todo
sino la que hace lo mejor con lo que tiene; así pues, recuérdenlo:
DISFRUTA TU CAFÉ............
El primer día de escuela1
Lunes, 17 de octubre
¡Se terminaron las vacaciones! Los tres meses que he pasado en el campo
han sido para mí como un sueño, y esta mañana mi madre me ha traído a
la sección Bareti para inscribirme en la tercera elemental. ¡Con qué poca
gana acudía yo a la escuela, mientras añoraba el campo, los pájaros y los
árboles que había dejado!
Van llegando chiquillos y chiquillos, y en las librerías de los alrededores se
ve a mucha gente: papás y mamás de los niños que compran carteras,
lápices, plumillas y cuanto ha de hacernos falta. En la puerta de la
escuela, el bedel se esfuerza por mantener orden entre el tropel de
pequeños que van entrando.
El vestíbulo del colegio está abarrotado de señoras, caballeros, mujeres del
pueblo, criadas; todos con un niño de la mano y sendos paquetes de
material escolar. Ahora mismo tengo la impresión de que me resulta
simpática esta vieja escalera que tantas veces he recorrido durante tres
años. Aquí está la puerta de mi clase… i No, no! Es la del curso pasado;
ahora tengo que ir al piso principal.
—Ya nos separamos para siempre, ¿verdad, Enrique?
Confieso que estas palabras me impresionaron profundamente; era mi
antiguo profesor de la segunda, un hombre alegre, cariñoso, con su pelo
siempre revuelto, que me miraba con tristeza. No supe qué contestarle:
también a mí me daba mucha pena separarme de él porque era todo un
caballero y como un padre para nosotros.
He encontrado más gordos y más altos a algunos de mis compañeros que
saludan a gritos en medio de toda esta algarabía. También observo a unos
pequeñines que se resisten a entrar en el aula, defendiéndose como
potrillos, y otros que, al verse solos, rompen a llorar hasta que sus mamás
respectivas se vuelven desde la puerta para tratar de consolarles. La
profesora toma a uno en brazos, luego acaricia a otro, reparte bombones
y se multiplica en atenciones hacia sus nuevos discípulos que no cesan en
1
Corazón de Edmundo de Amicis
su griterío. Mi hermanito se porta mejor: parece que le ha caído en gracia
la maestra Delcato y el niño está muy quieto en su asiento.
A mí me ha correspondido el maestro Perbono, y en su sección estamos
cincuenta y cuatro alumnos, entre ellos unos quince compañeros míos de
la clase anterior. Uno de éstos es Deroso, el que siempre sacaba el primer
premio en nuestra clase del año pasado. Pero, iay, qué triste es la escuela
cuando recordamos los bosques y las montañas de nuestras vacaciones!
Acaban de dar las diez. Ahora entra en la sala nuestro nuevo profesor.
¡Qué alto es! El anterior era tan chiquitín que casi parecía un alumno;
además, siempre estaba de broma con nosotros. Este tiene la voz muy
ronca y nos mira fijamente, uno a uno, como si quisiera vernos por dentro.
Debe ser un señor muy serio, porque no le adivinamos ni una sonrisa. ―¡Dios
mío! —me digo—. ¡Nos quedan nueve meses de trabajos, de exámenes
mensuales, de fatigas! ―. Ya me figuro que también ustedes lo habrán
pensado más de una vez… Pero, ¿verdad que es impresionante?
A la salida no me entretuve con nadie. ¡Necesitaba encontrar a mi madre,
besarle la mano, contarle todo, todo, todo!
— ¡Animo, Enrique! —me dijo ella—. Estudiaremos juntos las lecciones y
verás qué fácilmente las aprendes.
Esto me causó gran alegría, pero… en una palabra: que la nueva clase no
me ha gustado tanto como la otra; aquel maestro era muy bueno, siempre
de buen humor; éste…, no sé, me parece terriblemente serio. ¡Ojalá me
equivoque!
La escuela
Si querido Enrique; el estudio es duro para ti, pero oye piensa un poco y
considera ¡que despreciables y estériles serian tus días si no fueses a la
escuela! Piensa en los obreros que vana a la escuela por la noche,
después de haber trabajado todo el día; piensa en los niños mudos y
ciegos que, sin embargo, estudian; y hasta en los presos que también
aprender a leer y escribir.
Si este movimiento cesase, la humanidad caería en la barbarie. Valor pues,
pequeño soldado tus libros son tus armas.
―Tu padre‖
El maestro de mi padre
Entonces…- dijo el anciano- , permítame estimado señor, permítame.
Y adelantándose abrazo a mi padre; su cabeza blanca apenas le llegada
a los hombros. Mi padre apoyo la mejilla sobre su frente.
- Tenga la bondad de acompañarme – dijo el maestro.
Se volvió y sin hablar emprendió el camino hacia su casa. En pocos
minutos llegamos a una acera ante una pequeña casa con dos puertas,
una de las cuales tenía un trozo de pared encalado a su alrededor.
El maestro abrió la otra puerta y nos hizo entrar en una habitación de
paredes blancas. En un rincón había un catre con una colcha a cuadritos
blancos y azules, en otra una mesa con una pequeña biblioteca; cuatro
sillas y un viejo mapa clavado en la pared; se sentía un buen olor a
manzanas. Nos sentamos los tres. Mi padre y el maestro se miraron un
momento en silencio.
- ¡Bottini!- exclamo luego el anciano, fijando la mirada en el piso de
ladrillos ajedrezado por la luz del sol-. ¡Oh, me acuerdo muy bien! ¡Su
madre era muy buena señora! Usted, el primer año estuvo bastante
tiempo en el primer banco de la izquierda, junto a la ventana. ¡Mire
usted si me acuerdo! Me parece estar viendo su cabeza rizada.
Luego se quedó un momento pensativo.
- Era un chico vivaracho, ¿eh?, mucho. Han pasado 40 años ¿no es
verdad? Ha sido muy amable acordándose de su pobre maestro.
Han venido otros, ¿sabe?, años atrás, a visitarme aquí, antiguos
alumnos, un coronel, sacerdotes, varios señores.
- Me alegro, me alegro de todo corazón. Se lo agradezco. Hacía
mucho tiempo que no venía nadie. Y temo que usted sea el último,
estimado señor.
- ¡Pero qué dice, por favor! – exclamo mi padre-. Esta usted bien, se le
ve todavía fuerte. No debe usted decir eso.
- No, no- repuso el maestro-; ¿ve este temblor?- y mostró las manos-.
Ésta es una mala señal. Me atacó hace tres años, cuando todavía
daba clases. Al principio no le hice caso; creía que se me pasaría.
Pero, por el contrario, continuó y fue en aumento. Llegó un día, la
primera vez que hice un borrón en el cuaderno de un alumno, fue
un golpe mortal para mí, querido señor! Seguí adelante, bastante
bien por algún tiempo; pero al fin no pude más. Después de sesenta
años de enseñanza debía decir adiós a la escuela, a los alumnos, al
trabajo. Fue duro, ¿sabe?, muy duro. La última vez que di clases me
acompañaron todos a casa y me agasajaron; pero yo estaba triste,
comprendía que mi vida había acabado. Ya el año pasado había
perdido a mi mujer y a mi único hijo. No me quedaron más que dos
nietos, campesinos. Ahora vivo con algunos cientos de liras de
pensión. No hago nada; los días parecen interminables. Mi única
ocupación, vea usted, es hojear mis viejos libros de escuela,
colecciones de periódicos escolares, alguno que otro libro que me
han regalado. Ahí están mis recuerdos – dijo señalando la pequeña
biblioteca-, todo mi pasado.. No me queda otra cosa en el mundo.
Esa mirada me decía ¡Ánimo!, y ese gesto que era una honesta promesa
de protección, de afecto de indulgencia, yo nunca los he olvidado, han
quedado grabados en mi corazón para siempre; este recuerdo es el que
me ha hecho venir desde Turin. Y aquí me tiene, después de 44 años, para
decirle:‖Gracias, querido maestro‖.
El maestro guardó silencio. Me acariciaba los cabellos con una mano
temblorosa. Mientras tanto mi padre miraba aquellos muros desnudos, el
lecho humilde, un trozo de pan y una botellita de aceite que estaba sobre
la ventana, y parecía decir ―Pobre maestro, ¿después de sesenta años de
trabajo, es éste todo su premio?‖
Pero el bueno del viejo estaba contento y empezó hablar con vivacidad
de nuestra familia, de otros maestros de aquellos años y de los
condiscípulos de mi padre, quien no podía acordarse de todos, y uno
daba al otro noticia de éste y de aquél. Cuando mi padre interrumpió la
conversación para rogarle que bajase al pueblo para almorzar con
nosotros, él repuso vivamente:
- No, gracias, se lo agradezco mucho.
Más parecía indeciso. Mi padre le tomó las manos e insistió.
- ¿Pero cómo me las arreglaré para comer con estas manos que
temblequean de esta manera? – dijo el maestro-. ¡Es un martirio
también para los demás!
- Nosotros lo ayudaremos, maestro- dijo mi padre.
Entonces acepto, sacudiendo la cabeza y sonriendo.
-¡Hermoso día!- dijo cuando cerramos la puerta- ¡Un día maravilloso
querido señor Bottini! ¡Le aseguro que no lo olvidaré mientras viva!
-¡A la suya, mi querido maestro!- repuso mi padre apretándole la
mano.
Desde el fondo de la sala el posadero y otras personas miraban y sonreían
como contentos por el agasajo que se tributaba al maestro de su pueblo.
Cuando salimos eran más de las dos y el maestro quiso acompañarme a la
estación. Mi padre le dio nuevamente el brazo y el anciano me tomo de la
mano; yo llevaba el bastón. La gente se detenía para mirarnos porque
todos lo conocían; algunos lo saludaban. En un cierto punto del camino
oímos a través de una ventana muchas voces de niños que leían a coro,
deletreando. El anciano se detuvo y pareció entristecerse.
- Esto, querido señor Bottini, es lo que me apena. Oír las voces de los
niños de la escuela y no estar ahí, pensar que esta otro.
- No maestro- le dijo mi padre reanudando la marcha-, usted tiene
aún muchos hijos, dispersos por el mundo, que lo recuerda como yo
siempre lo he recordado.
- -No, no- repuso con tristeza-; no tengo ya escuela, no tengo a mis
hijos. Y sin hijos no viviré mucho.
- No diga eso maestro, no piense en eso! ¡De todos modos, usted ha
hecho mucho bien!¡Ha empleado su vida noblemente!
Luego lo bese y sentí su cara toda húmeda. Mi padre me introdujo en el
vagón y cuando subía él quito rápidamente el tosco bastón de la mano
del maestro poniendo en su lugar la hermosa caña de pomo de plata con
sus iniciales grabadas, diciéndole:
- Consérvelo como recuerdo mío
El anciano intentó devolvérselo y coger el suyo, pero mi padre ya estaba
dentro del vagón y había cerrado la portezuela.
- ¡Adiós, mi buen maestro!
- ¡Adiós, hijo mío!- repuso el anciano mientras el tren empezaba a
moverse-.¡Que Dios lo bendiga por el consuelo que ha traído a un
pobre viejo!
¡Hasta la vista!- grito mi padre con voz conmovida.
- ¡Allá arriba!
Y desapareció de nuestra vista así, con la mano en alto.