Charles Rivera, nos vuelve a regalar uno de sus libros. Esta vez, nos traslada al s. XV, Una historia repleta de luchas, aventuras y supervivencia a través de las andanzas de nuestro vecino Tricio Egia.
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Prólogo
La Época Feudal
Desde antes del reinado de
Alfonso VIII, Rey de Castilla, el de
las “Navas de Tolosa” o el “Noble”,
y de Don Diego López de Haro II, el
Señorío de Vizcaya pasaba de unas
manos a otras en aquellos
convulsos tiempos de la Edad
Media Baja. Unas veces pertenecía
al Reino de León, otras al de
Navarra y/o al de Castilla, aunque
en el testamento de este rey se
hubiera recogido la independencia
del Señorío de Vizcaya.
La primera provincia vasca
que dejó de pertenecer al Reino de
Navarra fue Vizcaya, debido a que
en 1.179 Sancho el Sabio se ve
obligado a ceder algunos de sus
territorios al Reino de Castilla por la
presión impuesta por el Rey de Castilla Alfonso IX. De este modo, Vizcaya
recupera su “independencia” bajo el yugo del Reino de Castilla que
restaura los fueros del Señorío de Vizcaya a través de su nuevo Señor
Diego López de Haro II. El territorio alavés fue anexionado a la Corona de
Castilla en 1.200, después de haber estado 132 años ocupado. Ese mismo
año Guipúzcoa, que pertenecía al Reino de Navarra, fue invadido y
anexionado a la Corona de Castilla.
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Esta época feudal trajo a
Vizcaya en jaque, y aún más a
Las Encartaciones por el afán de
aventuras de los Nobles del
Viejo Señorío de Vizcaya, donde
la vida de las personas no valía
nada, sobre todo la de los
plebeyos que trabajaban sus
tierras a cambio de llevarse tan
solo algo de comer a la boca
todos los días después de
trabajar de sol a sol, donde el
señor de turno podía reclamar
el derecho de pernada cuando a
él le viniera en gana. Uno de estos Señores Feudales, quizá el más singular
y conocido fue Lope García de Salazar y Muñatones por el libro que él
escribió “Las Bienandanzas y Fortunas” estando preso por sus hijos en el
Castillo de Muñatones de Muskiz.
Fue en este siglo cuando surgió la Heráldica y la Caballería, cuerpo
de esforzados guerreros que ponían sus espadas y vidas al servicio de sus
señores, jurando defender la fe católica y al débil.
Para convertirse en Caballero eran necesarios bastantes años de
formación, al acabar estos años de adiestramiento, se celebraba una
solemne ceremonia, en la cual el mozo era armado Caballero. El niño
destinado a ello era educado hasta los siete años por la madre, edad en la
que el niño era literalmente arrebatado de sus faldas. La madre, orgullosa
de que su hijo se convirtiera en Caballero durante estos primeros años de
vida, le enseñaba las primeras cosas que un buen Caballero debía saber: el
Valor y la Rectitud. A tan temprana edad era enviado a la casa de algún
Señor rico al que servía como paje, al tiempo que era instruido en el
manejo de las armas. A los catorce años era ascendido a Escudero y seguía
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a su Señor a la guerra, llevando sus armas y cuidando de su caballo de
guerra. Después de tomar parte en innumerables guerras, era ascendido a
Caballero, pero debía pasar la prueba del manejo de la espada y otras
armas.
El día antes de la ceremonia, en la que se convertiría en Caballero,
debía ayunar y pasar la noche rezando y velando las armas. Al día
siguiente debía oír toda la misa de rodillas, y aquellas misas duraban una
eternidad, y con la espada al
cuello, recibía cada una de las
insignias de la Profesión. En ese
mismo momento, era cuando su
Padrino, con la espada de plano,
le daba tres golpes en el hombro,
convirtiéndole en Caballero en
Nombre de Dios y de los Santos
San Miguel y San Jorge. El recién
armado Caballero juraba cumplir
con todas las obligaciones de su
nueva tarea, entonces se le
entregaba la lanza, el caballo de
batalla, la capa y el escudo de
armas que eran la seña de
identidad en el campo de batalla
para distinguirse de los enemigos.
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La Heráldica, como tal,
tiene un origen guerrero y manó
de una manera espontánea en Europa en la segunda mitad del siglo XII, se
cree que la idearon los caballeros que marchaban a las Cruzadas para
distinguirse entre sí, llevando el escudo de armas del linaje al que
pertenecían dibujados en los escudos y en las gualdrapas de sus caballos.
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Estos escudos de armas pasaban de un linaje a otro. Solamente los
varones los heredaban. A partir del siglo XIII las damas y los religiosos
comenzaron a ostentar sus propios escudos de armas. El uso de tales
blasones no fue un privilegio exclusivo de los nobles, también lo fue de la
Gente Llana, la única diferencia era que a los nobles les permitían colocar
sobre sus blasones yelmos, espadas, y coronas, entre otros símbolos, en
cambio, la Gente Llana los debía ostentar sin utilizar ningún ornamento.
Los hijos bastardos de los Señores Feudales podían también utilizarlos
pero con el yelmo mirando hacia la izquierda.
Como todos los movimientos, la Heráldica ha sido víctima de todo
tipo de ideologías. En Francia, por ejemplo, en el siglo XIX, el arte del
blasón fue perseguido y casi erradicado. En España, su uso también fue
perseguido durante la República y muchas torres, entre ellas la de Sestao,
fueron destruidas.
La Ciencia del Blasón volvió a rehabilitarse a primeros del siglo XIX,
actualmente se
utiliza como una
ciencia auxiliar de
la historia de
cualquier Pueblo,
Cultura y/o
individuo.
Los
primeros siglos de la Reconquista recibe el nombre de Época Feudal. Estos
tiempos fueron muy duros y peligrosos, por eso los Hombres Libres
buscaban la protección de los Señores Feudales para que les protegieran a
ellos y a sus familias, así como a sus bienes, a cambio de esta protección
les entregaban a los Señores Feudales sus tierras, para volver a recibirlas
en calidad de feudo.
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Los Nobles o Grandes Señores vivían en torres o fortificaciones,
como el castillo de Muñatones de Muskiz, aquí en Vizcaya, donde nuestra
historia comienza. Estos nobles a menudo luchaban entre ellos, y a estas
guerras se las llamó Luchas de Bandos.
Otra de estas fortificaciones inexpugnables fue la ermita de
Gatelugatxe que fue utilizada como torre cuando el Rey Alfonso XI intentó
hacerse en 1.334 con el Señorío de Vizcaya declarándose una auténtica
Guerra Civil entre castellanos y vizcaínos. En esta torre se retiró el Señor
de Vizcaya Lope II (Cabeza Brava), estando sitiado durante más de un mes
hasta que las tropas castellanas se retiraron. Esta Guerra se produjo
porque el Señorío de Vizcaya era un territorio que gozó de organización
política propia desde el siglo XI hasta 1876, año en que las Juntas
Generales de Vizcaya y el régimen foral vizcaíno fueron abolidas. En 1379
el rey Juan I de Castilla se convirtió en señor de Vizcaya, porque lo heredó
de su madre, quedando dicho Señorío integrado definitivamente en la
corona de Castilla, lo que posteriormente se llamaría el Reino de España,
aunque Castilla y Vizcaya siguieron separadas administrativamente,
conservando cada una de ellas su identidad, leyes y cortes. Tanto es así
que Vizcaya tuvo bandera naval propia, una oficina de contratación y
consulado en Brujas, Bélgica. Y mantuvo dos aduanas en la frontera con
Castilla, una en Valmaseda y la otra en la Ciudad de Orduña. El Señorío de
Vizcaya lo han poseído los siguientes linajes: los Haro, los Vela-Ladrón de
Artajona, los Borgoña, los Lara, los Trastámara, la Corona de Castilla, y los
Borbones.
Estos Nobles vestían pesadas armaduras de hierro fabricadas por los
muchísimos herreros que poblaban las Encartaciones y el País Vasco. El
poder que algunos de estos señores llegaron a poseer fue tal que hasta se
enfrentaban al mismísimo Rey.
Cuando no había guerras o luchas, y para no perder la costumbre
del manejo de las armas, se organizaban torneos. Estos torneos se
organizaban por equipos o individualmente, que eran llamados “Justas”.
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Esta es una historia de amor, luchas de bandos, de miseria, de
piratas, vikingos, de raza y orgullo, que se origina en Las Merindades del
viejo Señorío de Vizcaya, nombre dado a una vasta extensión de tierra
merina.
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El Niño Tricio …………………………....... 9
La Muerte de Manuel ………………………. 19
El Plan Para Matar a Joaquín Narbona.. …. 22
Tricio El Escudero ………………………... .. 27
La Pesadilla Vuelve a los Pueblos ……….. .. 30
Lope El infiel ……………..…………………. 36
Tricio Se Enamora ……………….…………. 42
La Marcha Al Sur …………….…………….. 50
La Otra Castilla ………….…………………. 55
Lope Conoce Al Rey De Castilla …………. .. 59
La Primera Gran Batalla …………………. .. 63
Lope García de Salazar Vuelve a Casa ………. 66
Los Problemas de Lope García de Salazar ….. 71
La Muerte de Juana de Brutrón……………… 75
Lope García de Salazar se Enfrenta a Sus Hijos 79
La Fuga de Lope García de Salazar ………. … 83
Al Rey Lo Que Es Del Rey ……………….. … 86
La Decisión Final de los Reyes Católicos ……. 91
Nota del Autor ………………………………… 95
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Capítulo I
El Niño Tricio
Es el día de Año Nuevo del año 1.418 de Nuestro Señor Jesucristo y
la sequía sigue azotando y castigando a Vizcaya. No ha caído ni una gota
de agua desde el mes de abril y la cosecha ha sido muy, muy mala, además
hace un frio que pela. La península Ibérica está dividida en tres partes, en
Portugal reina Juan I, en el Califato de Granada Muhammad VIII, quién
acaba de heredar el trono a la muerte de su padre Yusuf III, y en Castilla
es Rey Juan II, y las continuas guerras contra el Moro no cesan, lo cual
incrementa aún más las penurias del pueblo.
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estaotarra está poniendo la mesa para rendir culto a nuestro Señor
Jesucristo, como todas las familias cristianas del Señorío de Vizcaya, al
lado tienen el Belén, compuesto por las figuras de la Virgen María, San
José y el Niño Jesús que Manuel ha hecho con un poco de arcilla. Por
suerte para ellos, no les falta comida que llevarse a la boca porque la
pesca de angulas ha sido buena en toda la comarca y las familias de los
pueblos de la Ría del Nervión podrán cenar angulas, que es el plato típico
de la gente humilde, además de castañas, nueces, setas y unas tortas que
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Soledad, que está a punto de dar a luz, ha preparado especialmente para
estas Navidades. Soledad y Manuel deben racionar la poca harina y
comida que les queda después de haber dado al Señor de Salazar y
Muñatones y al preboste la parte que les corresponde como dueños de la
prebostad y del feudo que esta y otras familias trabajan en el pequeño
reino que el tal señor posee, que va desde el valle de Somorrostro hasta
Baracaldo. Estas Navidades la familia no saboreará un trozo de cordero, ni
conejo ni gallina porque los guardan para venderlos en el mercado para
llegar a final de mes. Soledad está recogiendo la mesa, su marido Manuel
está atizando el fuego y poniendo más leña porque la noche va a ser
gélida. De repente, Soledad empieza a tener contracciones. Manuel
rápidamente pide a los dos mayores, Aniceto y Eustaquio, que vayan a
buscar a la mujer de Hermenegildo, el herrero, y a sus hijas para que
ayuden a su madre a traer al mundo a su hermano, como era habitual en
estos trances. Los dos chavales echan a correr cuesta arriba hasta Azeta,
como almas que lleva el diablo. Al poco rato, faltos de aliento, están de
vuelta con la mujer de Hermenegildo y sus dos hijas mayores para ayudar
a Soledad a traer al mundo a un nuevo
niño. Soledad cree que va a ser niño
porque todas las madres, viendo la tripa
de Soledad, dicen que va a ser un chaval,
por lo que Soledad ya tiene nombre para
él, Tricio. Y las entendidas no se
equivocan porque Soledad trae otro niño
a este mundo, lo cual agradó a Manuel,
que pensaba, “un hombre más para
ayudar en las tierras fértiles del Señor de
Salazar y Muñatones no nos viene mal,
más manos para trabajar la tierra”,
tierras que la familia trabajaba en la Benedicta, lugar que está en la ribera
del rio Nervión, rio que hace de frontera natural con el Reino de Navarra.
Esta familia humilde está compuesta por Manuel, Soledad, y un tropel de
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hijos e hijas, Aniceto, Eustaquio, Petra, Ramona, José y Rodolfo, y ahora el
benjamín Tricio.
Sestao es un enclave importante de la Merindad de las
Encartaciones por su estratégica ubicación, con la Torre de Sesto y la
ermita de Santa María que están situados en lo alto del monte Sesto y
conectadas visualmente con la Torre de la Sierra de la Villa de Portugalete,
villa amurallada que fuera fundada por María Díaz de Haro (La Buena) en
1.322. Posteriormente, se construiría la Basílica de Santa María de
Portugalete con los diezmos (impuestos) obtenidos por la parroquia de
Santa María de Sestao.
Estas fortificaciones eran muy apreciadas y de gran ayuda porque
estaban comunicadas visualmente entre sí para alertar a la población de
los barcos vikingos y/o
piratas que entraban por el
Abra, o de los Banderizos que
venía a atacar por el desierto
de la vega de Baracaldo o por
los navarros que cruzaban la
ría por las marismas de las
Arenas o por Lamiako, lugar
tenebroso para la gente de la
Margen Izquierda ya que
creían que en aquellos parajes
vivían brujas y lamias. Desde estas fortificaciones se alertaba a la gente de
cualquier ataque o intruso que pudiera merodear por la zona o entrar por
el estuario del Abra, encendiendo teas por la noche, si el tiempo era
bueno, y si había niebla o llovía se hacían sonar los cuernos para que la
gente se mantuviera dentro de las zonas amuralladas o a buen recaudo.
En las Encartaciones proliferaban las luchas que asolaban a esta
Merindad compuesta por las Anteiglesias de Abanto, Alonsotegui,
Arcentales, Valmaseda, Galdames, Gordejuela, Gueñes, Carranza,
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Lanestosa, Musques, Ortuella, Portugalete, El Valle de Trápaga, Santurce,
Baracaldo, Sestao, Sopuerta, Trucios, Zalla y Ciervana, estas luchas entre
Bandos eran interminables, ya que la venganza pasaba de padres a hijos, y
terminaban unas y empezaban otras, perturbando el quehacer diario del
pueblo llano. Por esa razón aumentaban los malhechores y el bandidaje,
de ahí el nombre de Encartaciones, que viene de “encartado”, persona
buscada por la justicia. Por tal motivo los “Hombres Buenos” de esta
merindad formaron un gobierno y establecieron un “fuero” (conjunto de
leyes) que se llamó, “De Uso y Costumbres”, el cual constaba de 45 leyes,
que fue redactado en 1.394, en tiempos del Corregidor González Moro y
aprobadas por los Reyes Católicos en 1.473 y en 1.476, este fuero fue
reformado en 1.503 por el corregidor Francisco Pérez Vargas e inscrito en
el fuero de Idoibaizaga (Gernika).
Es el quinto cumpleaños de Tricio y la familia está reunida para
cenar en el pequeño caserío de planta baja que su padre, hermanos y
hermanas han construido en el bosque de la Benedicta con las piedras que
han traído, con mucho esfuerzo, desde Simondrogas en su burro “Cagón”.
No hay mucho que comer porque las cosechas de los últimos años no han
sido buenas debido a un escarabajo que se come las legumbres y
hortalizas, además la cosecha de papas, lentejas y garbanzos ha sido
pésima, por lo que deben racionar la comida existente e intentar pescar
algo en la dársena de la Benedicta, mayormente mubles, que asados con
un poco de sal y tocino están muy buenos. Dan gracias a Dios que la
sequía acabó hace dos años y los pastos tienen suficiente hierba para dar
de comer al ganado, aunque tienen que andar con cuidado con los
cuatreros. Ellos, al menos, tienen algo que llevarse a la boca y pueden
hacer dos comidas al día. La noche es gélida, y al día siguiente deben ir
hasta la iglesia de Santa María a oír misa, las campas que hay desde su
casa hasta la iglesia estarán congeladas. El fuego afortunadamente arde,
ya que la leña no escasea porque siempre hay algún árbol que cortar y las
riadas dejan multitud de troncos por las orillas del rio Nervión. Es noche
cerrada, la familia se dispone a dormir en sus catres alrededor del fuego,
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los niños le piden a Manuel que cuente alguna historia del pasado, cuando
alguien llama a la puerta. Manuel se levanta y pregunta, “¿quién es?”
La voz familiar al otro lado de la puerta contesta, “soy
Hermenegildo, el herrero de la campa de Azeta”.
Manuel quita la tranca de la puerta y a la luz del hogar ve la cara de
su amigo a quien invita a pasar. Manuel le ofrece un trago del txakoli que
él elabora con las uvas que recoge de la parra delantera de su caserío
todos los otoños, “toma bebe un vaso, que debes estar congelado”, le
insiste Manuel.
Hermenegildo toma un sorbo de txakoli y se calienta delante del
fuego, se restriega las manos, se sienta, come unas castañas asadas que
Soledad había puesto en la mesa, y le pregunta a Manuel y a Soledad.
“¿habéis oído lo último sobre las andanzas de Lope García de Salazar
abuelo y el hijo del Señor Ochoa de Muñatones y Salazar?”.
Soledad responde con cara de cordero, “a decir verdad hemos
estado muy atareados por aquí limpiando las campas del Señor y no
hemos subido al pueblo aún.”
“No os preocupéis que os lo cuento antes de que me beba este
vaso de txakoli”, dijo él, y prosiguió, “cuando estaba en la torre de Sesto
herrando unos caballos han pasado unos juglares por allí que dicen que el
Señorito Lope García de Salazar ha tenido muchos hijos bastardos
esparcidos por toda la geografía del Reino de Castilla y del Señorío de
Vizcaya (posteriormente tuvo más de doscientos), y que su abuelo Lope
García de Salazar (Brazos de Hierro), el Hijo de Ochoa de Salazar, ha
muerto”.
Manuel le interrumpió para preguntarle, “¿quién, el de la batalla de
Toledo contra los Moros?
Hermenegildo asintió y continuó su relato, “Si hombre, el que
marchó a Toledo con su abuelo a reforzar el ejército del Rey Alfonso XI de
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Castilla (El Justiciero) con sus soldados para hacer frente al Moro, lo cual
acabó en una auténtica carnicería, y también dicen los juglares que para
parar tal carnicería el Califa pidió un duelo entre dos soldados de ambos
reinos, y que el Señor Lope García de Salazar (abuelo) le pidió al Rey que él
se batiría en duelo con cualquier moro que pisase la arena, y que el rey le
concedió tal Gracia, y que el día del duelo, dicen los trovadores, se
presentó un moro muy grande y corpulento, un gigante, que daba miedo a
todos los soldados del Reino, pero que el abuelo de nuestro Señor, que
también era muy corpulento y forzudo, salió a la arena a batirse en una
sangrienta pelea, y que por destreza y fuerza pudo darle un tajo en la tripa
por donde le salieron las tripas a dicho moro, y que cuando el moro estaba
en el suelo le cogió por los pelos y le cortó la cabeza, que la sostuvo con
una mano y se la enseñó al Rey, alardeado por todos los soldados
cristianos. Y también dicen los trovadores que este moro llevaba un
colgante con un escudo con trece estrellas amarillas, en fondo rojo, que
había traído de África, y que Lope García de Salazar le pidió al rey Juan II si
las podía tomar como escudo de armas propio, y que el rey consintió, y que
por esa razón cambió de escudo de armas. Y que el Rey le ha puesto de
mote “Lope Brazos de Hierro.”
“En un campo colorado,
de oro vi las trece estrellas,
y un gigante denodado,
que a morir determinado,
pasó de África con ellas,
a combatir por su ley,
y en Toledo ante el Rey,
le mató Lope García de
Salazar, aquel día
gran corona dio a sus fieles.”
(Blasón General, Coria, 1489)
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Los jóvenes que estaban sentados juntos al lar no se perdían ni una
palabra del relato de Hermenegildo, pero Tricio no solamente escuchaba
sino que soñaba con poder convertirse en Caballero algún día para vivir y
emular aquellas peligrosas hazañas a lomos de su corcel de batalla que
habían llevado a cabo los muchos señores de la Torre de Salazar con
apodos tan singulares como “Brazos de Hierro”, “El Sabio”, “El Bravo”, El
Moro, El Fraile, y otros.
Hermenegildo acabó su relato y partió a su casa después de un día
agotador de trabajo en la herrería haciendo espadas para los Salazar,
aunque un poco más caliente tras haberse comido las castañas de Soledad
y beberse tres vasos de txakoli.
Tricio en sus sueños se veía encima de un caballo blanco
guerreando contra los moros por Castilla, o en las luchas de bandos, o
persiguiendo bandidos por las Encartaciones, atravesándolas y llegando a
parajes tan lejanos e inhóspitos como Carranza o Lanestosa donde se
cobijaban tales fuera de la ley que asaltaban diligencias o cargamentos de
lana y trigo que procedían de Castilla y se dirigían hacia el puerto de
Portugalete para cargarlos en las galeras y enviarlos a países cuyos
nombres eran difíciles de pronunciar.
A la mañana siguiente, la familia se disponía a subir la cuesta de
Tumbaperros que iba hasta la ermita de Santa María para oír misa, dicha
cuesta estaba tan congelada que hasta los bueyes resbalaban y los niños la
usaban para deslizarse cuesta abajo con las alfombras que hacían sus
madres con cuerda de cáñamo. Al llegar a la Torre de Sesto, la familia se
topa con Joaquín, un vecino cuyas tierras lindan con las de Manuel, y le
increpa, “tus ovejas están entrando en mis pastos y se los están comiendo,
y tu perro, Tas, ha atacado a mis ovejas y ha matado a dos. Si no haces
algo, por mis cojones, que esto va a acabar muy mal.”
Manuel continuó su camino hacia el templo, pero Joaquín, que era
un potente hacendado y amigo del Señor de Salazar y de la Casa de
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Muñatones, no se quedó a gusto y fue a por Manuel, los dos hombres se
enzarzaron en una media pelea en la que tuvo que intervenir uno de los
caballeros del Señor de la Torre de Sesto para separarlos.
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Capítulo II
La Muerte de Manuel
Era un día cualquiera de primavera, Manuel ya había casado a sus
dos hijas Petra y Ramona. Aniceto y Eustaquio tenían previsto contraer
matrimonio ese mismo verano con dos doncellas del Valle de Trápaga que
habían conocido en el mercadillo de los sábados en Portugalete, el lugar
habitual de encuentro entre mozos y mozas. Las cosas le iban bien ya que
José y Rodolfo eran lo bastante grandes como para echar una mano en el
negocio de la pesca y en el caserío.
Aquel fatal día, Manuel estaba con Tricio inspeccionando las
campas colindantes con las de Joaquín Narbona cuando al salir del
bosquecillo oyeron rugidos de lobos. Permanecieron quietos hasta que los
lobos se marcharon. Se acercaron y vieron que dos ovejas estaban
muertas y otras heridas. De
repente, oyeron el galope de
una yegua, y a lo lejos
divisaron la estampa de
Joaquín sobre ella. Este nada
más llegar desmontó y
empezó a gritar a Manuel,
diciéndole, “qué, mirando lo
que ha hecho tu perro, te voy a
matar a ti y a tu perro. Ya te lo
advertí, y el que avisa no es
traidor”. Y sin mediar palabra
le asestó unos cuantos golpes a Manuel en la cabeza con su makila,
cayendo al suelo agarrándose la cabeza. Tricio al ver que a su padre le
brotaba sangre por todos lados se abalanzó sobre Joaquín quién le
propinó un fuerte tortazo y lo mando al suelo también. Joaquín volvió a
montarse en su yegua y desapareció a todo galope. Tricio se las arregló
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para llevar a su padre hasta la casa familiar donde fue asistido por el
curandero del pueblo que al ser avisado bajó rápidamente desde Albiz. Al
cabo de unas horas Manuel fallecía.
Los hijos mayores estaban faenando en el botecillo de vela
pescando sardinas que habían entrado al Abra y que empezaban a gustar
tanto a la gente porque eran sabrosas, asequibles y se asaban con un poco
de manteca y sal. Cuando llegaron a casa, a la hora del almuerzo, se
enteraron de lo que había sucedido. Los dos mayores, Aniceto y
Eustaquio, llenos de ira y queriendo vengar la muerte de su padre,
decidieron ir hasta la Punta a arreglar cuentas con Joaquín Narbona. Su
madre se interpuso, diciendo, “a tu padre le debemos dar tierra como
cristiano que es y dejar al Corregidor que haga su trabajo.”
“Ama, no le van a hacer nada al cabrón de Joaquín, y tú lo sabes. El
Corregidor es amigo suyo y va a salirse de rositas. Atestiguará cualquier
cosa que le valga para salir limpio de esto, como ya ha hecho en otras
ocasiones. Yo voy a vengar a mi padre, me cueste lo que me cueste”, dijo
Eustaquio, con el apoyo de los demás.
“Ante todo, vamos a esperar a que se celebre el juicio en la Casa-
Torre de la Villa de Portugalete. No creo que vaya a salirse de rositas
porque la gente apreciaba a tú padre y está encendida”, añadió Soledad.
Al día siguiente, como era tradición, con las campanas tocando a
muerto, Manuel fue llevado al Campo Santo en el carro del sepulturero
tirado por dos bueyes para ser enterrado en una caja de pino. Soledad y
sus hijos le hubieran querido enterrar junto al caserío familiar, como se
había hecho toda la vida, pero la Iglesia ya no lo permitía. La cabeza del
séquito funerario la componían la madre con los siete hijos y los yernos.
Aniceto, el heredero, llevaba en sus manos un gran muble, debería ser un
bacalao, como mandaba la tradición popular en el País Vasco, porque los
pobres llevaban un bacalao y los ricos un cordero que eran enterrados con
los muertos, pero a falta de pan, buenas son tortas. El resto de familiares,
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vecinos y amigos, que eran muchos, iban tras la carreta. Al paso de la
carreta funeraria por la Torre de Sesto, todos los hombres que estaban
esperando a lo largo del camino a que pasara el carro se quitaron la boina
y se santiguaron, las mujeres y los niños hicieron lo mismo. La misa se
celebró dentro del Campo Santo de Albiz que era compartido con la Villa
de Portugalete y en cuya entrada había dos cipreses muy altos. El servicio
religioso en memoria de Manuel fue solemne y corto porque el
cementerio estaba abarrotado de gente gritando improperios contra
Joaquín Narbona. Por tal razón, el fraile Domingo decidió rezar un par de
Padres Nuestros, entre muchos lloros y lágrimas, y dar la comunión y
concluir la misa oyendo muchos abruptos contra Joaquín Narbona. Al
acabar el enterramiento se colocó una lápida de madera que José había
grabado con el nombre de Manuel Egia.
La gente aunque tuviera mucho dinero no lo gastaba en tumbas
lujosas y caras porque los campos santos eran profanados muy a menudo
por los salteadores de tumbas. Y a pesar de que la ley era muy dura con
los profanadores de tumbas porque les esperaba el Toro de Falaris, lo cual
era un buen entretenimiento para la plebe, las tumbas eran igualmente
profanadas sin piedad. En las zonas de guerra contra los Moros, los
cristianos destruían los cementerios musulmanes y los musulmanes hacían
lo mismo con los cementerios cristianos.
Joaquín era un individuo de armas tomar, y cuando los hijos de
Manuel se topaban con él por Sestao, este se mofaba de ellos para
incitarles a que hicieran algo con lo que acusarles ante el Corregidor
Gonzalo para que les llevara a la cárcel de la Torre de Avellaneda. Estas
provocaciones eran constantes. Los dos mayores, sobre todo Aniceto que
estaba muy quemado, se reprimía tanto que algunas veces, cuando nadie
le veía, lloraba de rabia.
El juicio se celebró al cabo de dos semanas en el patio de la Torre de
Salazar de Portugalete a las siete de la tarde. El día era soleado y caluroso,
y el morbo y la creencia de que Joaquín Narbona iba a ser sentenciado a
20. 20
muerte allí mismo atrajeron a gente de todos los lugares de la Merindad
de las Encartaciones. La ciudad medieval estaba petada de gente, era
como ir de romería, y por supuesto, los comerciantes de la Villa hacían su
agosto. La gente buscaba un lugar a la sombra en las campas y huertos
que había fuera de las murallas de la Villa, otros acamparon alrededor del
templo gótico de la Basílica de Santa María de Portugalete levantada por
orden de la Señora de Vizcaya, Doña María Díaz de Haro. Este título
nobiliario de Conde de Haro lo creó en 1.430 Juan II de Castilla al donar la
villa de Haro a Pedro Fernández de Velasco en las Cortes de Medina del
Campo en gratitud a la ayuda recibida en la lucha contra Juan II de Aragón.
Sobre las seis de la tarde la gente ya estaba cogiendo sitio en la
parte oeste de la Torre de la Sierra (Salazar), se había nublado, y corría
una brisa que era de agradecer. Todo el mundo comentaba que Joaquín
Narbona sería encontrado culpable y sentenciado a muerte en el patíbulo
de madera que estaba siempre montado contra el muro oeste de la torre,
y que el verdugo le cortaría la cabeza para después cogerla por los pelos y
mostrársela a la gente para que esta gritara y quedará contenta, bueno
todos menos Joaquín y su familia.
A las siete en punto salió el Corregidor Gonzalo por la puerta de la
Torre de Salazar, y todo el mundo se puso de pie respetuosamente y los
cuchicheos se silenciaron. El Corregidor se sentó y todos los demás se
sentaron. Soledad estaba sentada a la derecha del Corregidor, Joaquín a la
izquierda. Peguntó el Corregidor a Soledad, “¿qué pruebas tienes para
acusar a Joaquín Narbona de la muerte de su marido, Señora?”
Soledad, muy enojada, dijo, “mi hijo pequeño estaba con su padre y
él lo vio todo”. – en este punto el Corregidor se levantó y jocosamente y
en voz alta, para que todos oyeran bien sus palabras, dijo “su… hijo
pequeño. Su… hijo pequeño. Que no diría su hijo pequeño, al que usted y
sus hermanos han adoctrinado para venir a este juicio a testificar contra el
Señor Joaquín Narbona. Mi hijo haría lo mismo.”
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Soledad juraba y perjuraba por Dios y todos los Santos que era
verdad, el pueblo murmuraba y algunos gritaban, “que le corten la cabeza
a ese hijo de puta que roba a la gente.” Joaquín repetía una y otra, “el día
del asesinato de Manuel yo estaba en Luchana comiendo para cerrar un
trato con unos clientes a quienes les había vendido unas ovejas merinas.
Estas personas pueden corroborar si es cierto lo que digo”.
El Corregidor, de nuevo, hizo silenciar a los congregados que no
paraban de murmurar, añadiendo, “el alguacil ha hablado con los testigos
de Joaquín y estos han corroborado todo lo dicho por él”, lo que fue
seguido por quejas e insultos. El Corregidor pidió silencio, y haciendo un
gesto a los caballeros, estos desenfundaron las espadas, todos los allí
presentes entendieron lo que aquello significaba, y todo el mundo se
calló, y entonces el Corregidor finalizó su alegato diciendo, “con estas
pruebas no puedo condenar a Joaquín Narbona y, por consiguiente, le
absuelvo de la acusación de asesinato”.
Nadie salió contento de aquel juicio más que Joaquín Narbona. Por
la noche hubo algunas algaradas por la Villa y por Sestao que los
Caballeros del Señor apaciguaron a golpe de espada hiriendo a varios
hombres.
22. 22
Capítulo III
El Plan Para Matar a Joaquín Narbona
Ya en casa, destrozados por aquella sentencia injusta, los hermanos
reclamaron justicia y venganza para su padre. Soledad no decía nada ya
que Aniceto era el heredero y el cabeza de familia, pero era consciente de
que tomarse la justicia por su mano acarrearía consecuencias nefastas
para los hermanos mayores y para la
familia.
Aniceto y Eustaquio comenzaron a
urdir un plan para matar a Joaquín. Tricio
le observaría desde por la mañana hasta
el anochecer para conocer lo que hacía
todos los días, y así poder matarle sin ser
vistos cuando él estuviera solo. (En la
Edad Media la gente era analfabeta ya
que solamente los curas, monjas y
eclesiásticos enseñaban a leer, escribir,
sumar, restar, dividir y multiplicar a los
hijos de la clase pudiente en sus
monasterios y conventos. En Sestao los
hijos de los Hombres Buenos
(Hacendados) iban a estudiar a un
pequeño monasterio que estaba siendo
construido en la Punta por los monjes
Carmelitas, las hijas iban a la pequeña abadía que había en Portugalete,
que después, en 1.614, se convertiría en el Convento de Santa Clara, los
hijos de los plebeyos comenzaban a trabajar a una edad temprana).
Tricio se levantaba temprano y llevándose algo para comer pasaba
el día entero vigilando al malvado Joaquín sin ser visto, a quién quería
matarle el mismo, con sus propias manos. Unas semanas después, con la
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información proporcionada por Tricio, Aniceto y Eustaquio salieron a por
Joaquín después de comer. Le pillaron solo, como había dicho Tricio, cerca
de un pequeño astillero que había en Simondrogas. Joaquín, él muy
fanfarrón y echado hacia delante, cuando vio a los dos hermanos
desmontó y con su makila en la mano, dijo, “¿qué venís también a que os
zurre como a vuestro padre y hermano? Cuando acabemos no vais a tener
ganas de meteros conmigo nunca más. A ver quién es el primero que tiene
cojones para morir como vuestro padre”.
Aniceto le dijo a Eustaquio que eso era cosa de él, que
permaneciera al margen, y dirigiéndose a Joaquín, gritó, “a ver si tienes
cojones de hacerme a mí lo que le hiciste a mi viejo”.
Joaquín era bastante más corpulento que Aniceto, pero este era
más joven y ágil, y le esquivaba todos los golpes. En el fragor de la pelea,
Joaquín, ya cansado, quiso tomar un respiro que Aniceto aprovechó para
darle en todas las costillas, cayendo a plomo, momento en el que Aniceto
le asestó tal golpe en la cabeza que sus sesos se desparramaron por la
hierba. Los dos hermanos echaron a correr para que nadie les viera y
dejaron el cuerpo tendido en aquella campa. A las pocas horas, ya al
atardecer, unos peones de Joaquín, que se dirigían a las chabolas de la
Sierra donde vivían, se percataron de que la yegua de Joaquín estaba
pastando y había buitres comiendo algo en la campa, otros sobrevolaban
la Campa del Muerto en círculo (nombre que se dio posteriormente a
dicha campa), y, creyendo que podía tratarse de una res o que algo malo
le había sucedido a su Señor, al acercarse, reconocieron el cuerpo medio
comido de Joaquín Narbona, le faltaban los ojos y parte del estómago.
Los dos hermanos llegaron a casa nerviosos pero contentos y
pusieron a su madre al día de lo que habían hecho, “Madre, ya se ha
hecho justicia”. Soledad no dijo nada, pero sabía que eso traería
consecuencias graves.
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Al anochecer, estando Soledad cenando con sus cinco hijos, ya que
Petra y Ramona estaban viviendo con sus maridos, Petra en Musques, que
había casado con un Caballero del Señor de Muñatones, y que se llevó una
dote de dos ovejas, y Ramona en Villarcayo, que había casado con un
comerciante de lana que conoció en el mercado que se celebraba todos
los sábados alrededor de la Torre de Salazar de Portugalete, y que se llevó
una dote de 20 fardos de lana y dos ovejas, y como Villarcayo era un lugar
muy lejano para desplazarse por la peligrosa ruta de la lana que se tardaba
hasta cuatro días en completar, madre e hija seguían en contacto a través
de alguien que se acercaba a Portugalete o que iba hasta Villarcayo,
oyeron los pasos de alguien que se acercaba al caserío, miraron por la
ventana y era Hermenegildo que tenía noticias de su hija Ramona porque
había estado tomando un trago en la posada con uno de Villarcayo que
había venido a comprar un par de bueyes para usar en la labranza y quería
que le dijera que estaba esperando un hijo y que le iba bien con su marido
y familia política. Soledad al oír esto se echó a llorar de pena y alegría. Al
acabar de hablar con Soledad, les dijo a los dos mayores lo siguiente, “en
la posada se habla de la muerte de Joaquín, y las pesquisas del Corregidor
apuntan a vosotros, sobre todo a Aniceto, ya que unos peones dicen que te
vieron salir corriendo del lugar. Hay mucho movimiento entre la guardia de
la Torre, creo que vendrán a por vosotros esta noche. Os he advertido,
haced lo que tengáis que hacer pero si os cogen ya sabéis lo que os va a
suceder. Me voy, no quiero que me vean por aquí si llegan. Que Dios os
bendiga”.
Ya era casi de noche, la guardia estaba formada en el patio de
Armas de la Torre de Sesto para bajar a la Benedicta a apresar a los dos
hermanos cuando empezaron a oírse los cuernos del pequeño puerto
pesquero de Santurce, después sonaron los de la Torre de Salazar de
Portugalete, y acto seguido el vigía de la Torre de Sesto de Sestao alertaba
a población de que un barco enemigo entraba por el Abra. Posteriormente
las doce torres de los señores de Baracaldo hacían sonar los cuernos con
virulencia. El Señor de la Torre de Luchana tensaba la cadena que tenía
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colocada de un lado a otro del rio Nervión para que no pudiera pasar
ningún barco que se dirigiera al puerto de Bilbao si no había pagado el
correspondiente peaje antes.
Este momento de consternación y temor que suponía la entrada de
tres barcos vikingos provenientes de Normandía, que se adentraban ría
arriba, que normalmente solían desembarcar en Santurce para expoliar la
aldea y para secuestrar mujeres, niños y hombres para hacerles esclavos,
fue aprovechado por los dos hermanos para escapar y adentrarse en el
corazón de la Merindad de las Encartaciones.
Cuando se divisaba alguno de estos barcos vikingos o piratas, la
gente de Santurce corría al monte Cabieces o al Serantes a esconderse en
las cuevas y bosques, los de Portugalete y Sestao se cobijaban dentro de
las murallas de las respectivas torres. Pero estos salteadores, la mayoría
de las veces, se valían de la bruma o niebla para no ser vistos y así asaltar
las poblaciones costeras. Estos tres barcos en cuestión subieron ría arriba,
adentrándose en aguas de Portugalete, la zona de la ría que va desde
Portugalete hasta la Benedicta estaba repleta de bancos de arena en los
cuales, si no se conocía la zona, los barcos embarrancaban. Y uno de ellos
así lo hizo. Error que fue aprovechado por la guardia de la Torre de Salazar
para lanzarles cientos de flechas incendiarias. Al cabo de unas horas, de
dicho barco y de los tripulantes no quedaba nada más que cenizas. Los
otros dos prosiguieron hacia Luchana. El que iba abriendo camino topó
con la cadena que atravesaba la ría, momento en que salió la guardia del
Señor de Luchana de las dos torres peaje que había a ambos lados de la ría
y comenzaron a lanzarles flechas incendiarias y piedras con sus catapultas.
Los pocos vikingos que sobrevivieron y pudieron llegar a la orilla fueron
hechos esclavos. Mientras tanto, los dos hermanos estaban ya en
Musques, camino de Arcentales, donde había tenido lugar una batalla en
la que el Señor de Vizcaya expulsó a los Moros de su Señorío, y que desde
entonces tal hazaña se ha recogido en la leyenda del escudo de armas de
esta Anteiglesia, “Por Pasar La Puente, Ponerme A La Muerte”.
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Acamparon en la ribera del rio Mayor, donde pasaron la noche.
Cansados, hambrientos y asustados no sabían lo que hacer. Así que
decidieron pasar la noche en una pequeña cueva que encontraron, para
por la mañana ver las cosas más claras.
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Capítulo IV
Tricio El Escudero
José y Rodolfo había comprado más ovejas y vendían muchos
corderos a los lugareños y a la gente que venía de Baracaldo, Portugalete y
el Valle de Trápaga, otros hasta pasaban de Aspe en bote para comprar
aquellos sabrosos corderos para degustarlos por Navidad o en las fiestas
patronales de sus respectivos pueblos. Además, el negocio de la pesca iba
viento en popa y habían contratado dos mozos de la Ibería para que
s
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l
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e
r
a
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a
f
a
enar con ellos, y el tema Narbona estaba un poco olvidado, porque a
partir del trágico desenlace más pastores comenzaron a quejarse de los
lobos por lo que el Señor de la Torre de Sesto decidió dar una batida por la
zona matando a dos lobos enormes que se escondían en la zona de la
Sierra. Pero Soledad, aunque le iba bien a la familia, estaba inquieta, no
estaba a gusto del todo, porque sabía que en cualquier momento podía
encenderse la mecha entre los señores feudales y comenzar de nuevo la
Guerra de Bandos, lo que suponía hambre, angustia y miseria para el
pueblo, ya que los señores expropiaban la mayor parte del ganado y el
grano, que por otra parte les “pertenecían”, pero ella no quería que su
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hijo pequeño estuviera toda la vida pasando hambre y penurias, así que al
enterarse de que Lope García de Salazar, el mismo que a los 16 años
había tomado la espada para combatir a los Marroquines de Sámano en la
batalla de Santullán con el propósito de honrar y restituir la reputación de
su padre Ochoa que se había visto mancillada por perder una batalla
contra este linaje, y que desde entonces no había dejado de guerrear
dejando el Señorío de Vizcaya ensangrentado, iba a casarse con Doña
Juana de Butrón y Múgica, una hermosa muchacha, alta, esbelta, bien
educada, que se decía que casaría con algún príncipe de algún reino de
Europa, un casamiento este acordado desde hacía tiempo por ambas
familias con el beneplácito del Señor de Vizcaya, y que tal enlace se iba a
celebrar en el castillo de Muñatones para reforzar aún más la alianza entre
los dos linajes y hacer frente a los Gamboínos liderados por el Señor de
Gamboa a quién apoyaba el Reino de Navarra, los Oñacinos por el
contrario seguían al Señor de Oñaz que tenía como aliada a la Corona de
Castilla, pidió a su hija Petra que hablara con el mismísimo Señor de la
Torre de Salazar para que se llevara a su hijo Tricio como paje.
Los trovadores y juglares relataban con pelos y señales por las
calles de los pueblos de las Encartaciones la lujosa boda y daban detalles
de la gente importante que había acudido, y de cómo habían engalanado
con estandartes de los dos linajes el pueblo de Musques, y decían que el
padre de Lope García de Salazar se había encaprichado de la hermosa
Doña Juana de Butrón y Muxica y que después de comer hasta saciarse y
beber vino de rioja abundantemente quería hacer uso del Derecho de
Pernada, como correspondía al Señor de la Torre de Muñatones, cosa que
no hizo gracia a su hijo, teniendo padre e hijo una pelea, y que este le
clavo un cuchillo en el hombro a su padre, que casi le mata.
Un mes después, de aquel año de 1.425, Tricio comenzó su carrera
de banderizo en la Casa-Torre de San Martín de Muñatones. En aquella
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casa-torre aprendería lo bueno y lo malo de la profesión, así como las
andanzas de su Señor Lope García de Salazar.
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Capítulo V
La Pesadilla Vuelve a los Pueblos
Las Guerras de Banderizos volvieron a recrudecerse, lo que no
agradaba al Rey de Castilla porque en cualquier momento el Rey de
Navarra podía atacar y necesitaría a todos los soldados del Reino
disponibles. Pero al poco tiempo de aquella boda señorial pasó lo
inevitable. El Señor de la Torre de Oñaz pidió ayuda al Señor Ochoa de
Muñatones de la Torre de San Julían de Musques para que se dirigiera
hasta Amorebieta con su hijo Lope García de Salazar y con su ejército para
unirse al Bando Oñacino y hacer frente al Bando Gamboíno. A su paso por
“Arrigorriaga” las tropas de Ochoa de Muñatones arrasaron literalmente
el pueblo, quemaron los pastos y caseríos, que al ser de madera ardían
fácilmente, mataron a todo bicho viviente que se cruzaba en su camino,
violaron a las mujeres que no se habían escondido o refugiado en algún
sitio que no estuviera a la vista de los soldados del Señor de Muñatones.
Tricio no creía lo que sus ojos estaban viendo, aquello no lo contaban los
trovadores o juglares que visitaban Portugalete o Sestao porque lo tenían
prohibido. Al cabo de unas horas de intensa matanza aquel lugar se
parecía más a un matadero que a cualquier otra cosa que el Paje Tricio
hubiera visto antes. Aquel lugar, posteriormente, recibiría el nombre de
Arrigorriaga, por el color rojo de la sangre que tiñó las piedras de aquel
paraje. Tricio aquel día supo lo que era ser partícipe de aquellas luchas
fratricidas entre hermanos de la tierra. Cuando todo aquello acabó, las
tropas del Señor de Muñatones acamparon en Iragorri. Los soldados
sentados alrededor de las hogueras, en las que estaban asando algunas de
las ovejas, vacas y cerdos de los rebaños que habían capturado como
botín de guerra, comentaban la batalla y su participación. Uno de ellos, el
primer espada de la Casa de Muñatones, se alardeaba al explicar cómo
había matado a un chaval de tan solo unos trece años, “el muy osado sale
de la cuadra del caserío con una hoz gritándome que me iba a arrancar el
corazón y que se lo iba a dar de comer a los cerdos. Desmonte de mi
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caballo, fui hacia él, le di un espadazo en la mano derecha con la que
sujetaba la hoz y se la corté de cuajo. ¡Oye! Como lloraba de dolor, pues le
corté la otra y luego cuando estaba retorciéndose de dolor en el suelo le
saqué el corazón”.
Tricio, como los demás pajes, estaban aterrorizados por lo que
oían. Su cuñado, que estaba por allí, se acercó y le dijo, “cuando ellos
vienen a las Encartaciones y nuestra gente es sorprendida, ellos hacen lo
mismo. Amor con amor se paga. No lo olvides”.
De esta forma Tricio fue aprendiendo la profesión y
endureciéndose por fuera y por dentro. Aquellos siglos feudales fueron
muy duros, como lo eran también las gentes que los vivieron.
Al día siguiente llegaron a un paraje llamado La Cruz, y antes de
dirigirse a Amorebieta donde se celebraría la cruel batalla de Amorebieta,
oyeron misa delante de ella para que el Señor Todo Poderoso les diera Su
bendición y les protegiera en el campo de batalla de Astepe. Aquella
batalla de Astepe duró una semana larga, al cabo de la cual los dos bandos
se retiraron. De los 1.350 hombres que componían los dos Bandos
solamente 660 regresaron a casa, y muchos de estos regresaron con
algún miembro mutilado. Algunos de estos inválidos regresaban a casa
con sus esposas con unos pocos maravedíes en sus bolsillos, otros, para
sobrevivir, deberían mendigar por las calles de los pueblos. En Sestao se
les veía en la puerta de la ermita de Santa María donde la gente se
apiadaba de ellos dándoles dinero o comida. Otros morían de frio cuando
llegaba el invierno, o de infecciones contraídas por vivir en cuevas donde
las ratas les mordían y porque la poca higiene que había en la Edad Media
brillaba por su ausencia.
Al año siguiente de esta atroz Batalla de Amorebieta le siguió la
Batalla de Navarra entre el Rey de Navarra y el Rey de Castilla que tuvo
lugar en la Ribera de Navarra donde muchos guerreros vizcaínos murieron
también. En aquella batalla Tricio fue ascendido a Escudero por su
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valentía y predisposición a salvaguardar la propiedad del Rey de Castilla.
Una de estas veces, en la que los Pajes y Escuderos quedaban en la
retaguardia, en el campamento base, al cuidado de los animales, el grano,
el vino y el dinero que sus Señores llevaban para dar de comer y pagar a
los vasallos, unos bandidos aprovechando la falta de centinelas y soldados
para atacar el campamento, pero Tricio, liderando a los demás pajes y
escuderos, no se amedrantó y con la espada en las manos les hicieron
frente, matando a la mayoría de ellos y haciendo prisionero al cabecilla y
algunos de sus secuaces. Cuando el Rey de Castilla Juan II regresó de la
batalla, ya por la tarde, y vio como estos jóvenes, alguno de ellos heridos
de consideración, habían resuelto el tema les ascendió a Escuderos y
Caballeros, firmando así un documento para que sus Señores iniciasen la
ceremonia correspondiente. A los bandidos se les empaló hasta morir y se
les dejó allí para que todo el mundo viera lo que les pasaba a los bandidos
y prófugos.
Cuando no había que batallar estos vasallos lo pasaban muy mal
porque les encantaba guerrear y cabalgar de un lugar a otro. Eran jóvenes
y la inactividad les quemaba y les hacía más agresivos. Y los Señores
Feudales tampoco estaban contentos teniéndoles por el patio de armas
bebiendo, holgazaneando o metiéndose con la gente del pueblo,
principalmente con las damas, lo cual les generaban muchas quejas de la
Gente Llana. En la Casa-Torre se realizaban las tareas domésticas
normales, cocinar, limpiar, atender al Señor, a la Señora y a su
descendencia, y estas tareas las llevaban a cabo las mozas, que a menudo
casaban con estos vasallos. Las tareas duras, como sacar la mierda de la
cloaca, las hacían los esclavos o prisioneros de guerra, hasta que después
de unos años y habiéndose “integrado” en la sociedad eran liberados y
puestos a disposición de la tropa.
En una de estas ocasiones, de paz y calma entre los Señores
Feudales de Vizcaya, estando Tricio afilando su espada sentado en las
escaleras de la Torre de Muñatones, ya que los Escuderos llevaban espada
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y escudo, y cabalgaban detrás de su señor, un grupo de Caballeros que
habían venido desde Carranza protegiendo un cargamento de lana y grano
estaban relatando cómo un grupo de Encartados liderados por los
hermanos Egia habían asaltado y matado a todos los componentes de
dicha expedición en el alto de Sangrices, y que el grupo de forajidos
ascendía a más de treinta hombres. Él no dijo nada, no quería mencionar
el nombre de sus hermanos, y astutamente se mantuvo al margen. Pero
en cuanto tuviera la ocasión de acercarse a la Benedicta a visitar a su
madre se lo contaría con pelos y señales. Y así lo hizo a la semana
siguiente.
Nada más llegar a Sestao Tricio puso al día a la familia sobre lo que
había oído de sus hermanos en Muñatones. Su madre se alegró de saber
que sus hijos estaban bien, y llorando como una magdalena, añadió, “tus
hermanos van a acabar mal. Acabarán en el patíbulo. Por todas las
Encartaciones no se hace más que hablar de ellos y de sus hazañas, y
mucha gente joven les alaba y les apoya, lo que enerva aún más al Señor
porque desde que vuestros hermanos se hicieron forajidos más y más
jóvenes han hecho lo mismo. El Rey ya ha puesto precio a sus cabezas.
Todavía no he superado la muerte de tu padre, y ahora esto, no sé qué va
a ser de mí”.
Tener un proscrito en casa ya era algo de que avergonzarse, pero
dos ya era lo más de lo más. Por otra parte, la gente joven de Sestao
simpatizaba con Aniceto y Eustaquio y con los encartados y dejaban sus
hogares para unirse a las muchas bandas que atosigaban y robaban a las
caravanas de mercaderes porque sabían que si seguían en los pueblos,
bajo el yugo opresor del señor feudal, no tendrían futuro y estarían al
antojo de la oligarquía. La huída de esta mano de obra joven preocupaba
mucho a los Señores Feudales.
Aquel año hubo una sequía como nunca se había conocido jamás.
El agua escaseaba y además, en primavera, hubo una plaga de langostas
que se habían comido todo lo que los aldeanos plantaban. Todos los días
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moría alguna res y los buitres del Argalario no daban abasto, ya que había
animales muertos desperdigados por todas las encartaciones y demás
merindades del Señorío de Vizcaya. Se les veía cruzar la ría hacia tierras
navarras de la Merindad de Uribe y el Txoriherri. Y como colofón, ese año
hay un brote de Peste Negra o Bubónica o de Gran Pestilencia que se
propagó velozmente por toda la Margen Izquierda, desde Santurce hasta
Bilbao, debido a que mucha gente, al no tener nada que comer, se comía
las ratas que atrapaban. Cuando cogían varias las mantenían en jaulas y
las pulgas les infectaban la enfermedad. La población de la zona quedó
muy mermada. Todos los días se queman muchos cadáveres en la campa
del Carmen y el olor del humo era tan intenso y desagradable que llegaba
hasta la Villa de Portugalete y al pueblo de Santurce, haciendo vomitar a
mucha gente. Esta merma de la población era un síntoma de debilidad
porque los pueblos necesitaban hombres para defender los pueblos y
trabajar los campos y granjas. Los primeros que se infectaban y padecían
dicha enfermedad eran los vagabundos y los veteranos de guerra inválidos
que dormían en lugares sucios donde las ratas campaban a su albedrio y
había pulgas por doquier. Al cabo de de una semana les salían unas
pústulas a los infectados que al rascárselas reventaban saliendo un líquido
(pus) pestilente. Además, en algunos caseríos mataban a los gatos para
comérselos o creyendo que también transmitían la enfermedad porque
estos representaban al Maligno (Lucifer), lo que dio pie a que las ratas se
multiplicaran rápidamente. Al cabo de un tiempo el contagio era tan
intenso que los cuerpos de los que morían se dejaban en plena calle
porque la gente sana tenía miedo de contagiarse y dejaban que los buitres
y otras alimañas se los comieran. Algunos de estos infectados eran
expulsados fuera de las murallas de los pueblos y los Señores de la zona
envían a sus arqueros a matarlos, creyendo que así se solucionaría el
problema de la plaga.
En plena plaga, se acercaron hasta el Castillo de Muñatones unos
templarios que se dirigían a Ponferrada custodiando el Camino de
Santiago para que les dieran acomodo y comida. Estos soldados cristianos
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llevaban una cruz roja pintada en su capa para ser reconocidos desde lejos
y no confundirlos con los bandidos, aunque los bandidos muy a menudo
utilizaban esta triquiñuela para engañar y atacar a los cargamentos y
caravanas que cruzaban las Encartaciones. Estos templarios le comentaron
a Ochoa de Muñatones que habían visto que la Peste Negra había
aniquilado pueblos enteros del Camino y que el único remedio para
acabar con la plaga era quemar todos los cuerpos y tener gatos y perros
especializados en la caza de ratas. Acto y seguido, siguiendo las directrices
de dichos templarios, el Señor de Muñatones ordenó a sus vasallos que
fueran por todas las casas a informar a sus moradores de que debían
quemar todos los cadáveres y que empezaran a adiestrar gatos y perros
con los que matar y diezmar la población de ratas.
Pero a “Perro Flaco Todo Son Pulgas” y la diezmada población de
la Margen Izquierda salió de “Guatemala Para Meterse En Guatepeor”,
cuando un brote de gripe les golpeó, llevándose por delante a ancianos y a
la gente que había quedado débil y sufría problemas respiratorios. Aquel
año la población de Sestao pasó de tener una población de unas 280
personas a apenas unas ciento veinte almas. La mayoría de los
supervivientes eran hombres.
Ante esta disyuntiva, Lope García de Salazar pide a su padre que le
deje hacer algunas incursiones en el territorio regido por los Gamboínos
con el fin de raptar mujeres para repoblar las zonas diezmadas. Su padre
consintió y al cabo de dos semanas regresó con más de 60 mujeres fértiles
a las que casó con los jóvenes y viudos de la Margen Izquierda para que
les dieran muchos hijos y así repoblar la zona rápidamente.
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Capítulo VI
Lope El infiel
Lope tuvo una veintena de hijos con su Mujer Juana de Butrón de
los cuales solamente seis varones y tres hembras sobrevivieron. Lope
García de Salazar siempre tenía unas fuertes discusiones con Juana porque
no estaba de acuerdo con sus correrías y juergas. En todas las
Encartaciones era conocida la afición de Lope a las mujeres bonitas y se
sabía que mantenía a varias mancebas en diferentes lugares de la
geografía de las Encartaciones, de ahí que la vox populi le asignara más de
doscientos hijos bastardos, que, cuando llegaban a la pubertad les ponía a
sus órdenes para batallar por los campos de Vizcaya y de Castilla o a cargo
de los muchos negocios que él tenía desperdigados por todos los pueblos
para así hacerse con el control de toda la actividad comercial que se
desarrollaba en buena parte del Señorío de Vizcaya. Estos rumores
llegaban hasta la Casa-Torre de San Martín a través de la servidumbre, que
entre tarea y tarea doméstica, los comentaban, hasta que llegó a oídos de
Doña Juana que los tenía bien puestos. Estas peleas llegaron a oídos del
Conde de Haro, Señor de Vizcaya, y hasta el mismísimo Rey de Castilla,
que también estaba harto de las tropelías que cometía Lope.
Una mañana llegó un emisario del Rey Juan II ordenándole que
limpiara la Merindad de las Encartaciones de bandidos y forajidos. El Rey
sabía que esto iba a ser una tarea difícil y arriesgada pero quería mantener
a Lope ocupado para así mantener la paz entre los dos bandos y continuar
con el desarrollo y la prosperidad que el Señorío de Vizcaya estaba
experimentando. Un sinfín de herrerías se estaban montando en las orillas
de cualquier riachuelo, ya que los muchos reinos que componían Europa
demandaban escudos, lanzas, espadas y otros artículos que se fabricaban
con el popular hierro vasco que salía de las entrañas de los montes de
Triano, además de los prósperos astilleros reales de Erandio que no
paraban de construir barcos para el ejército de Castilla y para los
pescadores de toda la cornisa cantábrica, que iba desde Galicia hasta las
37. 37
Landas de Aquitania. Los puertos vizcaínos de Portugalete, Bermeo,
Castro-Urdiales y Bilbao no daban abasto, y cada vez más mano de obra
era necesaria. El Rey y el Señor de Vizcaya querían que tales Guerras de
Banderizos acabaran para así comenzar la industrialización del Señorío
que estaba alejado de las guerras contra el reino Nazarí.
Temprano por la mañana, Lope García de Salazar forma a sus
vasallos en la explanada que hay frente al Castillo de Muñatones para
supervisar si todos van bien equipados con sus espadas, arcos, mazas de
pinchos y otros artilugios que se empleaban para matar forajidos y
“Perros”, su padre Ochoa está observando la formación militar desde lo
alto de las murallas del Castillo de Muñatones. Entre estos soldados está
Tricio, que ya lleva más de un mes trabajando como Caballero de la Casa
de Muñatones. Tal título se lo ha ganado a pulso en las muchas batallas
tenidas codo con codo con su Señor Lope García de Salazar. Pero Tricio no
está contento, sabe que en los bosques frondosos del corazón de las
Encartaciones se va a topar con sus hermanos que lideran la Banda de los
Egia. Algunos paisanos de San Esteban de Carranza han informado al
Capitán de la Guardia de la Casa de Muñatones que la banda de los Egia se
esconde en los frondosos montes que hay entre Lanzas Agudas y la
población de Mena, y que es un lugar inhóspito y de brujería, y que
también hay una gran cantidad de lobos.
El corazón de Tricio ahora está partido. Es consciente de que sus
hermanos hicieron justicia a su padre y que él, de haber sido mayor,
hubiera hecho lo mismo y ahora en vez de ser un Caballero estaría con sus
dos hermanos guerreando como bandido. Sentado sobre su corcel se
pregunta cómo responderá cuando se tope con sus hermanos. La sangre
tira.
Aquel amargo día, el grueso del ejército puso rumbo a Sopuerta
para acampar y pasar la noche. Llegaron a Sopuerta al atardecer y
acamparon en el Carral, al lado de la Torre de Garay, en las orillas del rio
Mayor, donde el Señor de la Torre recibió a Lope García de Salazar a quien
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invitó a que pasara la noche en su Casa-Torre. El Señor de la Torre de
Garay, así como los Señores de las Torres sitas en el Valle de Sopuerta
(Urrutia, Revilla, Villa, Merino, Puente, Alcedo, Rivas y Llano) le facilitaron
más vasallos porque los hermanos Egia y sus secuaces también solían
hacer incursiones en su territorio por lo que la población de la zona estaba
más que harta y atemorizada y querían que acabara el bandidaje en sus
zonas de influencia.
Al día siguiente, desde Sopuerta se dirigieron al Valle de Villaverde,
al atravesar Arcentales, Lope requirió soldados para la Causa de las
Encartaciones al Señor de la Torre de Puente que guerreaba al lado de los
Marroquines, el Señor de la Torre de Puente era reacio a darle los
hombres exigidos por el Señor de Vizcaya y los dos Señores tuvieron sus
más y sus menos, pero la trifulca se zanjo cuando Lope le recordó que la
orden provenía del mismo Rey de Castilla y que podía ser arrestado y
acusado de traición.
Con más hombres en sus filas, Lope se dirigió a Villaverde.
Acamparon en el barrio de La Matanza durante unas horas para que los
hombres descansaran y se bañaran en el rio Aguera, para después subir
monte arriba hasta la Cerca, y posteriormente bajar hasta la Torre de
Ahedo, en Concha, donde establecer el campamento para recuperar
fuerzas con el fin de dirigirse hasta Lanzas Agudas al día siguiente y
adentrarse en los impenetrables bosques de Ordunte donde los forajidos
se habían escondido al enterarse de que tropas reales venían a por ellos.
La banda de los Egia en ese momento estaba compuesta por más de
sesenta fornidos hombres que estaban dispuestos a todo y que conocían
aquellos montes como la palma de su mano.
Al amanecer, todo el mundo estaba en el rio Carranza
refrescándose porque la noche había sido calurosa y pegajosa, y nadie
había pegado ojo, y porque aquella batalla no iba a ser a campo abierto,
como era habitual, mirándose a los ojos, viendo la expresión de miedo de
sus contrincantes, aquello, en cambio, iba a ser una escaramuza,
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envueltos por la bruma y la espesura de los montes de Ordunte. Sabían
que muchos de los más de trescientos hombres que entrarían en aquel
inmenso bosque no saldrían, quedarían allí muertos o malheridos a
merced de las alimañas que les descuartizarían al anochecer, cuando el
bosque estuviera en calma, y que se oirían los gritos que darían sus
compañeros y enemigos moribundos al estar siendo comidos por los
feroces lobos. Ese pensamiento lo tenían siempre todos los soldados antes
de entrar en acción. Incluso los más valientes y audaces. Por eso, siempre,
desde por la mañana temprano, se emborrachaban con agua ardiente
antes de enfrentarse a la muerte.
Los bandidos escondidos por zonas estratégicas de los bosques de
Ordunte tenían el mismo miedo, aunque su miedo era diferente porque
ellos ya habían sido sentenciados a muerte, y hasta ese momento la
habían esquivado. Sabían que todo el tiempo que estuvieran vivos era un
regalo que apreciaban mucho y que su vida ya no podía ser de otra
manera, que ellos luchaban para sobrevivir y para no ser apresados.
Aniceto y Eustaquio Egia eran inteligentes y habían hecho de
aquella banda de forajidos un ejército disciplinado, jerarquizado y
orgulloso de saber que fuera de los lindes de las murallas de las villas ellos
eran los amos y señores, y que su ley imperaba, como la ley de los Señores
Feudales que tenía subyugado al pueblo. La Gente Llana no quería ni
Señores Feudales ni Forajidos porque sabían que debían pagar diezmos
tanto a unos como a los otros, pero en la Merindad de las Encartaciones y
en el norte de Burgos, concretamente en el Valle de Mena, luchaban dos
bandos los “Feudales” y los “Encartados” para hacerse con el control de
dicho territorio, teniendo a los ciudadanos a merced de ellos.
Aniceto el día antes de la batalla envío a dos de sus hombres hasta
Concha haciéndose pasar por peregrinos que iban a Santiago de
Compostela para enterarse del número de hombres con los que contaba
Lope. El mejor lugar para enterarse de tales cosas era la hostería, a donde
se dirigieron a comer y beber algo. Pedro, uno de los hombres de
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confianza de los Egia, se acercó a la hostelera y la dijo, “queremos comer y
beber algo. Venimos de Oquendo y nos dirigimos a Santiago y al cruzar
Lanzas Agudas hemos visto que hay muchas tropas preparándose para el
combate. ¿Qué pasa? ¿Estamos a salvo o tenemos que irnos?”
La hostelera respondió con una sonrisa en los labios, “son las
tropas del Señor de Muñatones y Salazar que han llegado hasta aquí en
nombre del Rey Juan II de Castilla a cazar a la Banda de los Egia. No os
preocupéis, no corréis peligro alguno, podéis estar todo el tiempo que
deseéis. Concha es un sitio seguro y la comida y la bebida son excelentes”.
Un paisano que estaba sentado en la mesa contigua bebiendo y
medio borracho se acercó a ellos y les empezó a rajar. Ellos le invitaron a
otro trago, y este les dijo, “ha venido hasta el propio Lope García de
Salazar y su audaz y temido Caballero Tricio Egia de Sestao”. Los dos
forajidos al oír el nombre Egia y la localidad se miraron sorprendidos, pero
no dijeron nada. El paisano, ya un poco piripi, siguió rajando y poniéndoles
al día de todo lo que había visto.
Cuando se echó la noche, los dos hombres, ocultos por la oscuridad
y sus disfraces, se adentraron en el bosque y desaparecieron. Al llegar al
escondite de la banda, estos dos encartados informaron a los hermanos
Egia. Eustaquio era partidario de hacer frente a las tropas del Rey, pero
Aniceto, más cabal y sosegado dijo, “se que en nuestro terreno les
podemos derrotar porque podemos utilizar el arte de las guerrillas, atacar
y huir, y en unos pocos días se habrán ido, pero son muchos, y muchos de
nosotros moriremos o nos dejarán malheridos, así que nos dividiremos en
dos grupos y unos nos dirigiremos hacia los montes de Oquendo y los otros
hacia los montes del Cabrío, y al cabo de una semana nos reunimos en la
cuevas de Lanestosa para construir un nuevo campamento en el bosque”
Dirigiéndose hacia el exilio, Aniceto y Eustaquio hablaban del tal
Tricio Egia de Sestao, al menos sabían que estaba vivo, hubieran querido
bajar hasta Lanzas Agudas a abrazarle, pero aquel Tricio no era ya el niño,
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el hermano, que habían dejado en Sestao años atrás. Y los dos se
preguntaban si algún día verían a su ya anciana madre y a sus hermanos y
hermanas.
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Capítulo VII
Tricio Se Enamora
Aquella batalla no se celebró porque las tropas de Lope no
encontraron al enemigo y volvieron a Muñatones felices, sobre todo sus
vasallos, que al fin de cuentas, volvían vivos y con más maravedíes en sus
alforjas.
Después de regresar a San Martín, y como todo estaba en calma,
Tricio pidió una semana de permiso para visitar a su familia, ya que tenían
noticias de que estaba un poco delicada.
Salió para Sestao al canto del gallo, estaba clareando ya cuando
bordeaba las marismas de la playa de la Arena hacía Abanto encima de su
corcel pensando como encontraría a su madre y hermanos ya casados con
dos aldeanas de la vega de Romo, que celebraron la boda y el banquete el
mismo día para ahorrar gastos, boda a la que Tricio no pudo asistir porque
estaba batallando con su Señor de la Torre de Salazar. Hizo un alto en
Gallarta, en el taller del herrero para dejar descansar a su caballo. Él se
dirigió a la Hospedería a desayunar algo antes de cruzar Ortuella. Al cabo
de un rato regresó a por su caballo para bajar hasta la aldea de mineros
de Ortuella, cruzando Urioste para bajar hasta el barrio de Salcedillo, pasó
por delante de la Torre de Salcedo, y cruzó el puente de Piedra sobre el rio
Ballonti para subir hasta la Torre de Sesto, desde donde ya se divisaba el
caserío familiar.
Al bajar por la Campa de Tumbaperros paró un momento para
observar la columna de humo que salía por la chimenea del caserío
familiar que tan buenos y amargos momentos le traía y la imponente vista
del Abra donde tantas veces había ido a pescar en el barco de su padre,
saliendo temprano por la mañana para pescar salmonetes y para coger
mejillones en las rocas de la pequeña aldea de Ciervana, que después su
madre prepararía para que el tropel de hijos los comieran antes de irse al
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catre. Al llegar a la entrada, vio que había muchos niños y niñas
correteando tras un gato, supuso que eran sus sobrinos y sobrinas. Hacía
fresco, y su madre, que era muy friolera, estaría sentada junto al fuego. Al
acercarse, los niños dejaron de corretear y se le quedaron mirando
perplejos porque no habían visto nunca a un Caballero del Rey, alto y
fuerte. Uno de sus sobrinos miraba sobre todo a la espada y al escudo que
Tricio llevaba a un lado del caballo portando las 13 estrellas de la Casa de
Salazar.
“Soy vuestro tío Tricio, hermano de vuestros padres. Me conoceréis
de oídas, supongo”, dijo Tricio.
Los niños estaban tan embelesados que no articulaban palabra.
Uno de ellos, Fortunato, con la cara llena de pecas y sucia, dijo muy
orgulloso, “sí, ya sabemos quién eres. Todo el mundo en Sestao y en el
mercado habla de ti”.
Tricio desmontó y todos querían coger el caballo para llevarlo a la
cuadra y darle de comer y beber y estar con él. Tricio entró en el caserío y
allí, sentada, al lado del fuego, estaba su madre llorando de alegría. Tricio,
después de abrazar a su madre y darle un montón de besos, se sentó y le
contó todas sus andanzas y como había ido hasta Carranza y que allí supo
que sus hermanos estaban bien. Los días pasaban rápidamente con sus
dos hermanos y cuñadas que hablaban vascuence y un poco de
castellano. Tricio preguntaba a sus dos hermanos José y Rodolfo, “¿cómo
os entendéis con ellas?”.
Ellos decían, “el amor lo soluciona todo. Ellas han aprendido un poco
de castellano, que nos viene bien cuando vamos al mercado a vender
nuestros productos, y nosotros hemos aprendido un poco de vascuence,
que también nos viene bien para nuestro negocio de pesca”. Aquella
semana que Tricio pasó con su familia la disfrutó al máximo. Pastoreando
con su caballo, ayudando a sus hermanos con las ovejas y con algunas
vacas que habían comprado para vender leche y queso. Él estaba
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agradecido a sus hermanos y cuñadas porque su madre se encontraba
feliz y atendida, y no la faltaba de nada. Pero al terminar aquella semana,
llegó un emisario de la Torre de Salazar con un mensaje de Lope
instándole a que regresara a San Martín para adherirse al ejército del
Señorío de Vizcaya que saldría desde Valmaseda hasta Villarcayo para
reforzar las tropas del Rey porque el ejército almorávide había llegado de
Soria hasta el norte de Burgos y estaba raptando a todas las mujeres
vírgenes de la zona de Villarcayo para llevárselas al Al-Andalus.
Las mujeres que eran raptadas, si eran rescatadas en ruta hacia el
Al-Andalus aún tenían muchas posibilidades de ser acogidas en el seno
familiar. Cuando eran rescatadas al cabo de unos meses o años no eran
bien recibidas ni por sus familias ni por la sociedad que habían dejado
atrás. La mayoría de ellas pasaban un segundo calvario al regresar con los
suyos. Algunas se suicidaban por la presión que padecían, otras se iban de
sus pueblos y se dedicaban a la prostitución en las muchas hosterías que
había desperdigadas por toda Castilla, sobre todo en hosterías y posadas
que estaban cerca de la frontera con el reino de Granada donde había
muchos soldados necesitados de amor y dispuestos a gastarse todos los
ahorros.
El grueso del ejército almorávide fue interceptado por las fuerzas
del Rey en Zamora. Por lo tanto, los vasallos de Lope García de Salazar
volvieron a Villarcayo donde permanecieron un tiempo antes de regresar
al Señorío de Vizcaya y donde Lope tuvo muchos problemas con los
señores y hacendados del lugar porque su apetito sexual era insaciable.
Tricio durante el tiempo que estuvo hospedado en el Castillo de
Pereda hacia ojitos a una doncella alta, morena, más bien entradita en
carnes, que para él era una lamia, como las que su padre le había descrito
cuando paseaban por la orilla del rio Nervión controlando las ovejas.
Enseguida entablaron una relación sentimental que acabó en casamiento.
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En la Edad Media las relaciones eran breves, sobre todo cuando se
trataba de Caballeros y soldados porque su vida solía ser corta y no podían
estar cortejando a la doncella durante mucho tiempo. Así que Tricio
acompañaba a Josefa a su casa todas las tardes paseando por la ribera del
rio Nela. Le contaba cómo era el Señorío de Vizcaya de verde, le hablaba
de Sestao, del caserío done su familia vivía, y le contaba historias que su
padre le había contado cuando él era un niño.
Una tarde, durante uno de estos paseos, le contó a Josefa la
historia de una lamia que vivía en Lamiako, allí sentados al borde del río,
con los pies metidos en el agua y mirando a las truchas que venían a ver a
la pareja de enamorados.
“Una lamia en el Señorío de Vizcaya es una mujer muy hermosa,
como tú, pero que tiene los pies de pato, –Josefa no perdía palabra de lo
que Tricio decía– normalmente estas lamias son buenas pero por ser
brujas la gente las rechaza y no las dejan integrarse en la sociedad, así que
viven alejadas de la gente o solas en un paraje llamado Lamiako, que está
en la otra orilla del rio Nervión, que es mucho más ancho que este y que
fluye entre las tierras de mi caserío de Sestao y el Reino de Navarra. Esta
lamia, en cuestión, quiere integrarse y compra una casita en Sestao, en la
campa de San Pedro. Es un poco huraña y desconfiada y le cuesta mucho
hacer amigos, por tal razón no se relaciona con los paisanos del Sestao,
por lo que la gente comienza a chismorrear de ella, diciendo que es una
bruja, que no tiene padres, ni hermanos o hermanas, y que nadie la visita.
Un buen día Juan Méndez, que es un mozo del pueblo, pasa por la
campa de San Pedro porque quiere depositar unas flores en la ermita del
mismo nombre, que es nuestro patrón, y ve a Antonia con quien cruza
miradas, y entienden que es amor a primera vista. Juan, sin pensárselo,
retrocede y aprovechando la ocasión, le pregunta, “oye, tú eres nueva
porque nunca te he visto antes por Sestao”. Ella asiente y entablan una
relación. Quedan para verse todas las tardes y pasear hasta la Sierra y
hablar de ellos. Pero el amor no es un camino de rosas y un día los padres
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de Juan, cenando, le comentan, “hijo en el pueblo dicen que Antonia es
una lamia. Y si quieres comprobarlo mira a ver si puedes ver sus pies por
debajo de las faldas”.
Juan no quería creer a su familia y les decía, “Antonia es una buena
persona y pienso casarme con ella”. Pero los padres y hermanos de Juan
insistían una y otra vez. Ya harto de esa situación, un día, decidió
preguntarle sin tapujos a Antonia, y en uno de estos paseos, le preguntó,
“dice la gente que eres una lamia, pero yo no me lo creo”.
Antonia contestó, “y si lo fuera, ¿cambiaría algo nuestro amor?”
Juan no sabía que responder y continuaron andando en silencio de
regreso a casa, cuando Antonia rompió el hielo diciendo, “vale, te voy a
dar una muestra de mi amor por ti. Ves esa casa, pues está noche a las
doce en punto va a nacer un niño. Le van a dejar en la cuna solo unos
instantes y una araña negra vas a descender del techo y le va a picar y el
niño morirá”.
Juan la preguntaba, “¿cómo sabes esas cosas?”.
Antonia no contestó, le dio un beso y se metió en su casa.
Durante la cena Juan estuvo callado. Cenó y se sentó al lado del
fuego pensando en lo que Antonia le había dicho. Era un poco antes de
media noche, él ya estaba en el camastro preocupado por lo que Antonia
le había dicho, por lo que se levantó, se vistió y salió a dar un paseo. Justo
era media noche cuando oyó a un bebé llorar. No se lo podía creer. Sabía
que Atilana estaba embarazada, pero no le tocaba dar a luz aún. Inquieto,
se acercó a la casa, tocó la aldaba, y apareció Atanasio, el marido de
Atilana, a quién preguntó, “he oído los lloros de un niño. ¿Ha dado a luz tu
mujer?
Atanasio asentó, diciendo, “no tocaba, pero se ha adelantado. Todo
ha salido bien, gracias a Dios”.
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Juan hizo amago de irse, pero retrocedió sobre sus pasos y antes de
que Atanasio cerrara la puerta pidió ver a la criatura. Atanasio le invitó a
entrar, dirigiéndose a la habitación donde estaba su mujer muy fatigada.
El bebé estaba en una cuna de madera que Atanasio había hecho. Al mirar
hacia la cuna, vio como una araña negra descendía del techo. Sin
pensárselo, Juan, se acercó y la mató con su boina. Le dio la enhorabuena
a Atanasio y se marchó un poco perturbado por lo que había hecho, ya
que estaba sucediendo todo lo que le había contado Antonia. Echó a
correr a casa de Antonia. Cuando llegó la puerta estaba entreabierta y no
había ningún candil encendido y comenzó a llamarla a grito pelado, pero
no obtuvo respuesta alguna por lo que se dirigió a la habitación. Encendió
un candil, y allí en la penumbra vio a Antonia muerta en el suelo, en medio
de un charco de sangre, con los pies de pato a la vista”.
Al acabar el relato Josefa besó a Tricio y le dijo, levantándose la
falda, “yo no soy una de esas lamias que tenéis en el Señorío de Vizcaya,
mira mis pies”.
En ese instante Tricio le pidió que se casara con él.
Tricio pidió la mano de Josefa a su padre quien consintió. Además
tuvo que pedir el permiso de casamiento al Señor del Castillo de Pereda y
a su Señor Lope García de Salazar que también consintieron. Tricio y
Josefa se casaron en Villarcayo, de regalo de bodas el Señor de Pereda le
dio a Tricio como dote dos yeguas árabes, que los recién casados se
llevaron para Musques y el Señor Lope García de Salazar en
reconocimiento por los servicios prestados le regalo el feudo de Cueto y
Simondrogas con el fin de poblar tal solar, que con los maravedíes que él
había ahorrado construyó un caserío en la zona de Rebonza, empleando a
una familia de Sestao para que cultivara la finca y cuidara del ganado,
además él sabía que el comercio de la lana estaba en auge por lo que
montó una tintorería que le dio mucho dinero ya que la gente se pirraba
por los coloridos vestidos y prendas de vestir que luego se hacían con la
lana que su negocio elaboraba. Pero tales talleres de tinte no eran
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bienvenidos cerca de las casas porque la orina de las personas que se
compraba para usarla como catalizador del tinte daba un olor que echaba
para atrás.
---
El Rey estaba ya más que harto de Lope porque no hacía más que
recibir quejas de él. Unas veces por emprender sus propias batallas contra
los señores del otro Bando de Banderizos, otras porque se metía con las
mujeres de los Hombres Buenos, y el Rey de Castilla tenían otros
problemas más serios que atender en la frontera sur de Castilla y que le
preocupaban mucho más. Así que en medio de uno de estos conflictos, el
Rey Enrique IV dictaminó el destierro de Lope García de Salazar a la
frontera más meridional del Reino de Castilla para que aplacara toda su
furia contra el Moro, a los otros parientes Mayores (primogénito de un
linaje) y aliados de los dos bandos los desterró a otros lugares de la
frontera donde había conflictos con el Reino de Granada. Lope pidió a
Tricio que le acompañara, quién, sin pensárselo, consintió.
Josefa imploró a Tricio que no fuera. “Ya has cumplido los 39 y ya
has hecho bastante por el Señor, ahora tienes que velar por tus hijos
(Álvaro, Manuel, Federico, Rosa y Julián) y quedarte al frente de tus
negocios en vez de marchar hasta tierras moras donde te van a matar”.
Pero Tricio era un hombre inquieto que le gustaba dormir en los
bosques o en los páramos y cazar para sobrevivir, y el afán de aventuras y
de cabalgar con sus hombres hasta parajes que nadie había visto jamás le
superaba, y además sabía que si regresaba vivo el Rey le recompensaría
con prebendas. Josefa sabía que no le iba hacer cambiar de parecer y que
se iría al Al-Andalus a conquistar Granada y, si no le mataban guerreando,
volvería mutilado o ya viejo y consumido, pero las mujeres de los
Caballeros debían pasar aquello solas. Al fin y al cabo, no estaría sola,
tenía a su suegra, cuñados, cuñadas, sobrinos y sobrinas en Sestao que le
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echarían una mano para cobrar los diezmos del caserío de Rebonza y las
ganancias del taller de tinte. Pero Musques estaba lejos para estar al día
de los negocios de su marido, así que antes de que Tricio marchara hacia
el sur, le comentó su intención de trasladarse a vivir a Sestao y construir
un buen caserío de madera para estar al tanto de los negocios familiares.
A Tricio le encantó la idea, porque él sabía que cuando él regresara, al
cabo de cuatro años, tendría que dejar de guerrear y afincarse de nuevo
en Sestao, algo que había sido la ilusión de su vida.
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Capítulo VIII
La Marcha Al Sur
Aquel día de 1.457, el mismo Rey Enrique que le había concedido a
él y a su mujer la facultad de dejar a su hijo Lope de Salazar heredero
universal de todos sus bienes y del Prebostazgo de la villa de Portugalete
le desterraba a la Frontera Sur.
En estos casos, antes de que las tropas marcharan a la guerra, en
este caso a Villa Ximena de la Frontera, en tierras de Cádiz, el Preboste de
Musques, con la ayuda de los monjes carmelitas, celebraba una solemne
misa, como mandaba la tradición, con el fin de bendecir a los soldados
cristianos que entregaban su alma al Todo Poderoso en nombre de la
reconquista de Castilla.
El Preboste era el clérigo que se encargaba de mantener la fe
cristiana del pueblo y tenía más poder que el mismísimo Señor de Vizcaya,
ya que era el representante del Papa y de Nuestro Señor en la Tierra para
que la gente dedicara su existencia a Dios y a la Iglesia. Él era quien
cobraba los diezmos de los feudos que la Iglesia poseía en todas las
Parroquias y las rentas de los puestos del mercado que todos los sábados
se montaban alrededor de la iglesia de San Julián de Musques, también
estaba a cargo de investigar los casos de brujería y herejía, y
conjuntamente con el Corregidor dictaba sentencia y las penas que se les
imponían a los brujos, herejes, adúlteras, homosexuales, prostitutas,
bandidos y ladrones. Estas penas se aplicaban en el Medievo utilizando
unas máquinas de tortura como:
El Toro de Falaris que era de bronce y hueco para colocar a la
víctima dentro y quemarla viva. Al asarse la víctima, el humo salía
constantemente por los orificios nasales del toro que parecía enfadado y
la gente aplaudía.
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El Aplastapulgares era un enorme tornillo con el que se aplastaba
primero la uña, luego los nudillos, etc.
El Potro era un camastro de madera sobre el cual la víctima era
tumbada, atándola unas cuerdas a las extremidades que se iban tensando
hasta dislocar o arrancar los miembros de la víctima.
La Rueda era un artilugio en la que ataban al reo que iba girando
despacio hasta que se asaba como un pollo.
La Hoguera normalmente era utilizada con los brujos y las brujas
quienes eran atados a una estaca colocada en el centro de la fogata para
que se quemasen.
La Picota estaba compuesta por dos tablas de madera que se
podían abrir mediante unas bisagras, tenía un agujero en el centro donde
se colocaba la cabeza de la víctima sujetándola por el cuello y otros dos
agujeros más pequeños para sujetarle las manos para que el pueblo
entero le tirara de todo, desde verdura podrida hasta excrementos
humanos, y aunque los objetos contundentes estaban prohibidos, porque
se trataba de una pena leve, algunos despiadados le tiraban piedras que
muy a menudo les infringían heridas graves o incluso la muerte.
La Doncella de Hierro se colocaba verticalmente en las plazas de
las Casas-Torres y era un artefacto de metal, parecido a un sarcófago,
donde se metía a la víctima para que al cerrar la puerta trece púas, que
estaban colocadas estratégicamente, penetraran en el cuerpo de la
persona que había sido sentenciada a una muerte lenta. Tales púas se
clavaban en trece puntos del cuerpo para que la víctima se desangrase y
permaneciera viva mucho tiempo y muriera agonizando. Los perros y las
ratas se acercaban a beber la sangre que manaba del sarcófago.
La Hija del Carroñero era un dispositivo que consistía en una
estructura metálica compuesta por aros y tuercas, dentro de la cual se
colocaba a la víctima, para ir apretando los aros y los tornillos poco a poco
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con el fin de romper los huesos, costillas, rodillas y esternón para luego
despedazarla.
La Araña de Hierro se utilizaba con las brujas, prostitutas y
adúlteras para arrancarlas los senos y mutilarlas.
Y por último, la Pera de la Angustia que era utilizada
exclusivamente con las brujas, los homosexuales y los herejes, era el
artefacto favorito de los Prebostes. Este artefacto cuando estaba cerrado
tenía forma de pera, pero al abrirse desplegaba unas cuchillas que
cortaban a la víctima por dentro para que al dejarlas libres murieran
desangradas por las muchas heridas internas que tenían en la vagina o en
el ano.
El Preboste tenía dos caras, era atento y educado con la gente
pudiente para sacarles dinero para edificar iglesias, todas las que pudiera,
también era una forma de dar trabajo a la clase pobre de la Edad Media, y
era temido por aquellos que no seguían sus doctrinas y mandatos
religiosos.
Al final de la misa las tropas se reunieron con sus familias y amigos
en la explanada del Castillo de Muñatones, Lope García de Salazar miraba
hacía la torre y allí hacía a su padre Ochoa de Salazar, que había muerto
en 1.439, diciéndole, “hijo que no te pase lo que a mí, que las faldas te
pierden”. Salieron de Musques, en formación, vitoreados por todos, los
más allegados lloraban, posiblemente aquella sería la última vez que
verían la cara de sus amados esposos, hijos y amigos, ya que se iban a
pasar cuatros años al inferno, a luchar contra “El Perro”. Comandados por
Lope García de Salazar y Tricio Egia de Sestao, las tropas se dirigieron al
alto de Avellaneda, donde estaba la Torre de Avellaneda y la prisión de la
Merindad, para llegar hasta Valmaseda, y de allí dirigirse a la puebla de
Mena y adentrarse en el camino de Villarcayo.
La Banda de los Egia seguía de cerca los movimientos de las tropas
del Señor de Salazar porque unos días antes habían visto acampados por
53. 53
la zona de Mena algunos grupos de almorávides, y creían que estaban
preparando una emboscada a las tropas del Señor de Salazar en el puerto
de montaña del Cabrío, y Aniceto y Eustaquio estaban preocupados por su
hermano pequeño.
La marcha del grueso de la tropa cristiana era lenta por el intenso
calor que hacía en el norte de Castilla, así que Lope ordenó un alto en el
camino, cerca de un arroyo, para que los hombres descansaran y se
refrescaran. No tomó ninguna precaución creyendo que estaban a salvo
de los forajidos, error que los almorávides aprovecharon para salir entre
unos peñascos y del bosque sorprendiendo a las tropas cristianas. Muchos
cristianos que tenían la espada a mano pudieron afortunadamente cogerla
y enfrentarse a los almorávides, pero los hombres de Salazar estaban
atrapados entre dos frentes. Los que estaban en el arroyo murieron
decapitados. El arroyo, en cuestión de segundos, parecía una vena gigante
echando sangre y se tiñó de un rojo chillón. Cuando todo parecía perdido,
ya que los soldados cristianos estaban peleando desde el suelo contra los
soldados almorávides montados a caballo, los forajidos de la Banda de los
Egia salieron, espada en mano, en ayuda de los hombres de Lope, y para
ayudarse a ellos mismos, porque los moros mataban tanto a los soldados
cristianos como a los forajidos que se cruzaban en su camino. El primo del
Califa, que lideraba aquella expedición, vio que se habían vuelto las tornas
y decidió retirarse con los hombres que aún seguían vivos hacia los riscos
del Alto de Bocos. En aquella escaramuza veintiséis vasallos cristianos
resultaron muertos y fueron enterrados en una fosa común, con la
bendición del monje carmelita que acompañaba al Señor de Salazar;
nueve resultaron heridos de consideración, que fueron llevados de vuelta
a Musques. A los moros muertos o malheridos no se les daba tierra y eran
dejados en el campo de batalla para que los buitres dieran cuenta de ellos
o les remataran, y porque la superstición decía que sus almas vagarían por
el infierno eternamente, o eso creían los cristianos. Los presos que
estaban ilesos o podían mantenerse en pie morían torturados atrozmente
en el centro de un círculo formado por todos los soldados. Todos ellos,
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antes de morir, con las manos atadas, padecían las torturas más macabras
que eran llevadas a cabo por los veteranos para que los vasallos nobeles
supieran lo que les esperaba allí abajo. Este ritual se practicaba para saber
quién tendría miedo de ser capturado y podía desertar y así arrestarle y
ejecutarle. Era una llamada de atención. Uno de los horrores que se
hacían tanto con los soldados cristianos como con los moros capturados
era rajarles la tripa y atársela a un poste y echarles un perro soldado para
que al correr los intestinos del reo se salieran de la cavidad torácica y se
desparramasen por el suelo hasta morir ante el regocijo de todos.
Aquel día Tricio se reunió con sus hermanos a quienes casi no
reconoció. Estando en la tienda de campaña los tres hermanos con Lope
García de Salazar, Tricio pidió a Lope que intercediera por sus hermanos y
sus hombres, diciéndole, “sabe mi Señor que yo nunca le he pedido nada.
Ahora le pido que interceda ante el Señor de Vizcaya, el Conde de Haro,
para que indulte a mis hermanos y a sus hombres por tan heroica hazaña
que han llevado a cabo hoy mis hermanos y por salvarnos de una muerte
atroz si no hubiera sido por ellos, y es de bien nacido que el Rey de Castilla
les otorgue tal indulto”.
Lope García de Salazar, que era muy inteligente y sabía que
necesitaba hombres valientes y dispuestos a defender la causa cristiana,
respondió, “estoy de acuerdo contigo y le voy a pedir al Rey, a través del
Señor de Vizcaya, no solamente que indulte a tus hermanos y a sus
hombres, que han probado valentía de hidalgos, sino que les otorgue las
mismas prebendas que ha mis hombres cuando regresemos de Tierra
Mora, que no son otras que feudos y títulos, pero con una condición, que
se unan a nosotros y se conviertan en vasallos míos”.
Los hermanos Egia y sus hombres acogieron la noticia con alegría y
esperanza y desde aquel día cabalgaron junto a Lope. Tal indulto les llegó
del recién estrenado Rey Enrique IV entrando en la plaza de la Catedral de
Burgos.
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Capítulo IX
La Otra Castilla
Todas las tropas que llegaban a Burgos de los diferentes Señoríos
del Norte acampaban en los bosquecillos que había alrededor de la
Catedral de Santa María de Burgos. Al día siguiente oían misa para ser
bendecidos de nuevo y adherirse a la disciplina de las tropas de algún
duque o conde para cruzar Burgos en una semana y subir por el puerto de
Somosierra que les llevaría hasta el pueblo de Madrid donde descansarían
durante una semana para proseguir camino hasta el desfiladero de
Despeñaperros situado en Sierra Morena, Jaén. Este desfiladero que hoy
en día se usa para diferencia las dos Españas, diciendo “de Despeñaperros
para arriba…” “de Despeñaperros para abajo…“, es llamado así porque en
1.212 un ejército compuesto por soldados de los reinos cristianos de
Aragón, Navarra y Portugal y
liderados por el Reino de Castilla
se enfrentó a los almorávides en la
Batalla de las Navas de Tolosa,
Navarra, derrotando a los
almorávides. Los almorávides que
siguieron vivos fueron perseguidos
llamándoles “perros” hasta el
Desfiladero de Despeñaperros
lugar donde fueron interceptados
y despeñados. Este nombre tan cruel perduraría por los siglos de los siglos.
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Durante aquellas expediciones morían muchos soldados debido a
muchas causas y enfermedades. La influenza (Gripe) era muy temida y
todos los otoños se cobraba un montón de gente. Otra de las causas eran
los muchos lobos que poblaban la península ibérica porque cuando los
soldados se adentraban en los bosques para hacer sus necesidades, eran
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atacados por los lobos y despedazados en cuestión de segundos; otros
morían por las mordeduras de las muchas víboras que los romanos habían
traído del Magreb siglos atrás para usarlas como instrumentos mortíferos
para matar a sus contendientes políticos y que habían poblado la
península. Los perros que eran adiestrados para atacar a los moros
contraían la rabia al ser mordidos por otros animales, salvajes o
domésticos, que a su vez mordían a los soldados que al contraer la
enfermedad eran atados a un poste para que no pudieran morder a otros
soldados, padeciendo una muerte atroz. Otros eran matados por los
bandidos o por los almorávides. Los problemas gástricos debido a las
muchas lombrices intestinales que ingerían era una constante, muriendo
de diarrea, vómitos y desnutrición. Otros morían gangrenados. A los más
afortunados les cortaban alguna parte de su cuerpo que estaba
gangrenada, agarrados por varios soldados para que no se movieran de
dolor. Muchos soldados también se quedaban ciegos por las muchas
enfermedades oculares existentes. Las enfermedades más temidas y
horribles en la Edad Media eran las de transmisión sexual como la
gonorrea y la sífilis, que era la reina por el peaje que se cobraba entre la
población y por lo contagiosa que era. Constaba de tres fases, durante la
fase primaria la gente contagiada notaba una pequeña llaga, aunque podía
haber muchas más, creyendo que la llaga se la había producido alguna
pulga o garrapata en las partes nobles del cuerpo. Esta llaga solía tener un
aspecto redondo y no producía dolor y al cabo de unas seis semanas
desaparecía, por lo que la gente no les daba mucha importancia, solo se
aplicaban agua ardiente para desinfectar la zona. Durante la fase
secundaria solían brotar erupciones en la piel o llagas en la boca, pene,
vagina y/o ano. Normalmente el cuerpo presentaba puntos duros de color
rojo o marrón rojizo en las manos o en las plantas de los pies, y como no
les picaba, o no eran muy visibles, tampoco les daban mucha importancia.
Otros síntomas eran la fiebre, inflamación de las glándulas linfáticas, dolor
de garganta, pérdida parcial del cabello, dolores de cabeza, pérdida de
peso, dolor muscular, fatiga y problemas intestinales, en esta fase sus
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órganos internos quedaban dañados por lo que la mayoría de ellos morían
durante esta fase avanzada. Tras esta fase llegaba la última, la persona
infectada creía que había superado la enfermedad porque todos estos
síntomas habían desaparecido, aunque seguían teniendo sífilis y
manteniendo relaciones sexuales y continuaban contagiando a otras
personas, al cabo de unos años las personas que habían sufrido esta
horrible enfermedad, normalmente era una enfermedad de nobles y
guerreros, padecían problemas de movimiento, coordinación, parálisis
parciales, entumecimiento muscular, ceguera y demencia y eran
abandonados en conventos. En el Medievo una simple infección de orina
podía acabar con la vida de cualquiera. Otras enfermedades como la
sarna, la tuberculosis y la lepra, como la gente era muy supersticiosa, se
creía que las padecían las personas que habían perdido la fe y que no
llevaban una vida acorde con las creencias católicas por lo que Dios les
castigaba de esa forma, pudriéndoseles la carne por fuera y por dentro y
eran abandonados en lugares apartados de la mano de Dios, como la isla
de Garraitz o de San Nicolás de Lekeitio.
Además de todas estas calamidades, peligros y penurias que debían
pasar los vasallos del Rey de Castilla, había otras, los moros.
La esperanza de vida de un soldado raso era de unos cuarenta
años. En el Señorío de Vizcaya la esperanza de vida superaba los sesenta.
Para los soldados vascos el paisaje había cambiado. Las llanuras
eran interminables y el sol arreaba como un mazo en los yelmos de hierro
por lo que tenían que parar muy a menudo para que la tropa y los caballos
descansaran a la sombra y al lado de algún riachuelo.
Ya en tierras manchegas, pasaron por Aranjuez y llegando a Yepes
vieron una columna de humo, el hijo del Conde de Haro, Pedro Fernández
de Velasco, envío a algunos jinetes para cerciorarse de que no había
moros. Los jinetes volvieron y le informaron al hijo del Conde de Haro de
que los moros habían arrasado el pueblo. Al llegar a Yepes la estampa era
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horrenda. Las casas de adobe habían sido destruidas, el grano saqueado y
el que no pudieron llevarse lo quemaron. Los hombres habían sido
literalmente masacrados y las mujeres jóvenes que no pudieron huir
raptadas. Pedro ordenó a Lope García de Salazar que acampara en Yepes
con sus hombres durante un tiempo antes de proseguir camino hacia Villa
Ximena para ayudar a la gente que aún seguía viva a reconstruir la
pequeña aldea antes de que llegara el crudo invierno.
Ayudaron a los hombres, niños y mujeres a hacer la mezcla de
barro y paja para hacer la masa con la que hacer ladrillos, y de aquel roce
salieron varios matrimonios con las mozas locales. En una sola semana los
hombres de Lope hicieron suficientes ladrillos de adobe con los que poner
en pie y en marcha aquel pueblecito manchego de nuevo. Permanecieron
en Yepes más de un mes antes de dirigirse a Toledo. Dejaron atrás amigos
y mujeres que esperarían a sus maridos a que volvieran de aquella
“Cruzada” para irse con ellos y con los hijos que llevaban en sus vientres a
vivir al Viejo Señorío de Vizcaya, aunque sabían que muchos de aquellos
intrépidos vasallos no volverían de tierras moras.
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Capítulo X
Lope Conoce Al Rey De Castilla
Lope García de Salazar llegó a Toledo donde acampó en la ribera
del rio Tajo. Ordenó a sus hombres que se asearan porque iban a entrar
en la ciudad amurallada, donde estaba el rey de Castilla esperándoles
para darles las gracias por la labor humanitaria realizada en el pueblo de
Yepes, para después oír misa en la Capilla Real de la Santa Cruz de la
Catedral de Toledo. Desde la “Ciudad Imperial” o de “Las Tres Culturas”, la
cristiana, judía y musulmana, proseguirían hacia Ciudad Real al día
siguiente, y de allí cruzarían el legendario desfiladero de Despeñaperros
para adentrarse en tierras de Jaén y llegar a las míticas ciudades de
Córdoba y Sevilla con el fin
de adentrarse en las
peligrosas tierras de Cádiz,
donde conjuntamente con
el ejército de cristianos local
debía atosigar y mantener
dentro del Reino de
Granada a los almorávides
por la frontera sur, mientras
las tropas del Rey de Castilla
atacaban y diezmaban el ya
débil ejercito almohade y cortaban la ruta de los almorávides hacía el mar.
Pero los almorávides que eran unos feroces guerreros, al frente de su
califa, Abu Nasr Sa’id, no iban a entregar su tierra sin antes luchar hasta la
muerte.
Lope García de Salazar entró en Toledo con sus hombres erguidos
encima de sus corceles y la infantería desfilando cruzando el Puente de
Alcántara para reunirse con el Rey de Castilla. Todo el mundo les vitoreaba
y les tiraba flores y piropos. Aquel inolvidable día Lope mantuvo la
siguiente conversación con el Rey de Castilla: