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Prólogo
No tenía aún veinte años y se estaba muriendo.
Yacía en una calle de Londres cuyos adoquines mojados
estaban impregnados del perfume del tiempo. Vacía e inhós-
pita, la fría noche se hacía eco de su soledad.
No todo el mundo lo echaría de menos. Al menos, no
la mayoría de mujeres y algunos hombres respetables.
Pero en su día lo amaron hombres de riqueza e influencia,
hombres de alta cuna y bajas pasiones. Y él les había correspon-
dido… por un precio adecuado.
Se hallaba en un lugar que había exhalado el aliento
del placer. En sus salones, las reinas del ocio se reunían,
dispuestas a hacer realidad las fantasías de los hombres. En
sus habitaciones, el placer se buscaba y se obtenía. Entre sus
muros, las mujeres dominaban a los hombres.
Pero le había llegado la hora. El cartel de «SE VENDE»
estaba clavado sobre la puerta.
El Imperio del Placer había disfrutado de su último cliente.
Como una cama sin hacer después de una noche de
pasión, el burdel yacía ahora desolado y olvidado. Sábanas
blancas cubrían los muebles, las ventanas estaban cerradas y
la puerta, antaño siempre abierta, tenía la llave echada. Las
cortesanas hacía tiempo que se habían ido; los clientes se
habían esfumado. Habían desaparecido todas las personas
alegres de vida disoluta…
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Pero él se negaba a marcharse. Como el cartel de madera
que se balanceaba en un clavo oxidado, también en su vida
sentía esa oscilación típica de un péndulo. Como sucedía con
las mujeres despechadas, el Imperio del Placer no permanecería
callado por mucho tiempo.
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Uno
En dos ocasiones, Athena McAllister pensó que había
encontrado al hombre de su vida.
La primera vez que ocurrió tenía quince años. Él tenía
dieciséis, el pelo rubio y era muy apuesto. Era el hijo de un
vizconde que estaba de vacaciones de un internado en el ex-
tranjero. Estuvo hablando con ella con educación, como debe
ser en un joven caballero pero, por encima de su melena peli-
rroja, miraba a una jovencita más hermosa en el baile.
A los diecinueve conoció a otro hombre, un vizconde
hecho y derecho. Tenía veinte años, era rubio y atractivo y no
tuvo más que palabras de admiración por el intenso color de
su pelo. Le habló de sus viajes a Italia y a América, y cuando
empezó a sonar la música, rodeó sus generosas curvas y se fue
a bailar con una muchacha más linda en el baile.
Por lo tanto observaba, no sin cierta inquietud, al rubio
y atractivo Calvin Bretherton, cuyas maneras y atuendo indi-
caban generaciones de la riqueza de la que ella ahora carecía.
A los veintiocho, a Athena ya se le había pasado la edad casa-
dera y todo el mundo esperaba que viviera su vida en una
cierta penuria aristocrática. Pero el conde iba buscando una
esposa y Athena sucumbió a esa esperanza frustrante a la vez
que persistente de que quizá él fuera su última oportunidad
de casarse bien o de casarse a fin de cuentas.
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MICHELLE MARCOS
Hester miró a su amiga mientras le daba una copa
de vino.
—Tienes la mirada de un gato que acaba de ver a un
pajarillo confiado. ¿A quién miras?
Athena le dio un sorbo y el vino le dejó en la boca, que
notaba algo seca, un estallido de dulzor.
—A nadie.
Hester frunció los labios mientras echaba un vistazo al
grupo de hombres que había en la sala de baile.
—Ahí está el general Thomason, lord Ryebrook, el
obispo… no puede ser el obispo.
Athena sonrió y puso los ojos en blanco.
—Detrás de él.
Hester entrecerró los ojos.
—Mmm. Lord Stockdale. Muy apuesto, sí señor.
Conozco mucho a su familia. Es el ojito derecho de su ma-
dre, ¿sabes?
Athena sonrió, satisfecha.
—Seguro que es el ojito derecho de muchas mujeres.
Hester soltó una carcajada.
—Siempre he tenido debilidad por los hombres de ojos
azules. Sentémonos. Quizá se acerque y se presente.
Athena tomó asiento al lado de su amiga en el conjunto
de butacas dispuestas junto a la chimenea —el rincón del
popurrí, como lo llamaba ella— donde se reunían viudas,
solteronas y otras mujeres marchitas. Sonrió sin mucho afán
al escuchar la conversación entre la baronesa Basinghall, una
mujer rotunda, y su última hija soltera, una muchacha igual
de aburrida que su madre, que versaba sobre qué tés eran la
mejor cura para los dolores de cabeza y cómo hacer cataplasmas
para los juanetes.
Pero ella seguía mirando al objeto de su cada vez
mayor anhelo. Entonces Calvin echó la cabeza hacia atrás y se
rió por algo que había dicho el general. Ella sonrió. Las mejillas
se levantaban sobre una hilera de dientes blancos y perfectos
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APRENDIZ DE SEDUCTORA
y, por un instante, Athena imaginó que era a ella a quien
sonreía. El abrigo Burdeos se le ajustaba al cuerpo como una
segunda piel y dejaba prácticamente al descubierto unos bra-
zos largos y musculosos que la harían sentir en el séptimo
cielo si la abrazasen. Y esos ojos azul celeste, tan carismáticos
y hermosos, mirándola con deseo… Athena espiró, gozando
de ese placer que imaginaba.
De repente, Calvin miró en su dirección y el corazón le
dio un vuelco. El sueño se hizo realidad cuando se separó del
grupo de hombres y empezó a acercarse a ella. Al verle andar
le pareció que el tiempo discurría con mayor lentitud y se le
aceleraba el pulso. Nerviosa, respiraba entrecortadamente.
Él sonrió aún más al acercarse y Athena parpadeó tímida-
mente. Era increíblemente delicioso… como una porción de
pastel de mazapán. Toda la seguridad se hacía añicos bajo esa
hermosa mirada. Su habitual presunción de que no necesitaba
a ningún hombre, sobre todo dirigida a las matronas más pe-
sadas, se evaporaba con la llama de la expectativa a medida
que el cuerpo perfecto de Calvin se le iba acercando.
Y en un abrir y cerrar de sus tímidos ojos verdes, el
cuerpo perfecto de Calvin pasó de largo. Se detuvo frente a dos
muchachas, francesas y esbeltas, que había al otro extremo de
la sala de baile y les hizo una reverencia.
A Athena se le partió el corazón. De adolescente, que
la ignoraran de esa forma habría destruido su frágil confianza
durante meses. Pero ahora era una mujer. Su confianza ya no
se basaba en la belleza. Al fin y al cabo era una mujer culta e
inteligente. Si Calvin Bretheton se dignara a hablar con ella,
quizá pudiera convencerle de que era digna de su atención.
—Por favor, excúsenme, señoras. —Athena dejó la
copa en una mesa y se levantó.
—¿Dónde vas? —susurró Hester.
—Como él no viene hacia mí, yo iré hasta él.
Hester se le plantó en frente y le bloqueó la salida.
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—¿Estás loca? ¡No puedes ir hasta un hombre y pre-
sentarte! ¡No deberías ser tan atrevida!
—No tengo esperanzas de pescar un marido si me quedo
pegada a la pared como una fregona vieja.
—Athena, hace mucho que no asistes a un baile en
Londres. Existen ciertas reglas de conducta a las que debes ce-
ñirte. Tienes que comportarte con el decoro que corresponde a tu
edad y a tus estrecheces.
—Oye, con ese comentario me haces parecer una mula
de carga. Aún queda vida en mi interior, Hester.
Hester frunció el ceño y sus delicadas cejas negras
mientras miraba alrededor, nerviosa.
—Solamente te pido que pienses en lo que pueda decir
luego la gente. Para alguien como tú, la línea que separa la
solterona de la prostituta es muy borrosa.
Athena suspiró. Hester tenía razón: la reputación era
algo importantísimo. Como solterona, al menos la invitaban a
fiestas como ésa. Si perdía la baza de la respetabilidad, la vida
sería mucho más solitaria. Las buenas maneras dictaban que
se sentara en silencio, en compañía de otras damas viudas,
solteras y sin compañía hasta que un caballero se le acercara.
Ocurría muy pocas veces y nunca era el hombre al que quería
conocer de verdad. Y ésa había sido su suerte en la vida…
condenada por la decencia y la falta de experiencia.
Observó a las dos hermanas morenas que hechizaban a
Calvin con su sonsonete de acento francés. Mientras las da-
miselas parpadeaban y se reían con coquetería tras sus abanicos
de madreperla, ella estaba sentada en el grupo de mujeres
vestidas de negro y con los pies llenos de juanetes.
Prostituta sería, pues.
Ojalá.