El documento habla sobre la importancia de la caridad y la luz que trae. Cita al profeta Isaías diciendo que sólo seremos luz para los demás a través de encender el fuego de la caridad al compartir nuestro pan con el hambriento y ayudar a los necesitados. También advierte que nuestra fe cristiana puede volverse insignificante si no tiene fuerza interior y sólo se basa en gestos externos. Finalmente, cita a San Pablo diciendo que la conversión al cristianismo se debe más al ejemplo de amor y caridad que a
1. LA SAL Y LA LUZ DE LA CARIDAD
1.- Cuando partas tu pan con el hambriento, brillará tu luz en las tinieblas. Es importante la
aportación que hace hoy el profeta Isaías a las palabras de Cristo en el evangelio. Los siglos que
separan la existencia del profeta Isaías de la existencia de Cristo no impiden ver en este texto del profeta
una maravillosa aplicación a lo que Cristo recomienda a sus discípulos. Cristo nos dice que seamos luz y
que seamos sal para iluminar y para dar sabor cristiano a la vida de los demás. El profeta nos dice que
sólo seremos luz para los demás si encendemos en nuestro corazón el fuego de la caridad. Lo dice con
palabras tan bellas que es mejor repetirlas que interpretarlas. “Cuando partas tu pan con el hambriento,
hospedes a los pobres sin techo, vistas al desnudo y no te cierres a tu propia carne, entonces romperá tu
luz como la aurora, te abrirá camino la justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al
Señor y te responderá, gritarás y te dirá ‘aquí estoy’”. Este texto del profeta, como sabemos, es un texto
referido al ayuno. El ayuno que no te abre al prójimo es un ayuno estéril. El ayuno aquí no se refiere sólo
a privarse de comida, sino a desterrar la opresión, la maledicencia y la violencia. Lo que nos dice hoy el
profeta Isaías es tan válido para nosotros, los cristianos del siglo XXI, como lo era para los judíos de los
siglos séptimo y octavo, antes de Cristo. El rostro de Dios se manifiesta más en la misericordia que en el
cumplimiento de normas, leyes y ritos. Al final de nuestra vida no nos van a juzgar por las bellas palabras
que hayamos dicho, ni por los muchos rosarios que hayamos rezado –es solo un ejemplo-; al final de
nuestras vidas nos juzgarán por el amor, por nuestro amor a Dios manifestado en nuestro amor al
prójimo. Este es el mandamiento de Jesús. Si nuestra vida está dirigida por el amor al prójimo
desembocará necesariamente en Dios. Si nuestra luz ha brillado a lo largo de nuestra vida en acciones
de caridad y justicia, Dios, al final, nos mirará complacido y nos dirá “aquí estoy”. La semana que viene,
en el lanzamiento de la campaña de Manos Unidas, tendremos una ocasión más para “partir el pan con
el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al desnudo y no cerrarnos a nuestra propia carne”.
2.- Si la sal se vuelve sosa, no sirve más que para tirarla fuera. La sal física no se puede volver
nunca sosa; es químicamente imposible. Pero la sal de la vida, la que debe dar sabor, y saber, y
sabiduría, a nuestra vida, sí puede perder fuerza y terminar disolviéndose en la apatía y la vulgaridad.
Entonces sólo vale para tirarla fuera. Eso es lo peor que puede pasarle a nuestro cristianismo personal y
social: que se haga anodino, y convencional, y ropaje puramente externo. Entonces puede ser tirado
fuera, porque puede ser sustituido fácilmente por otros credos y costumbres sociales igualmente
convencionales. Y es que si nuestro cristianismo no tiene fuerza interior, no es una gran luz del alma, se
quedará sólo en eso, en gestos externos y en costumbres sociales y convencionales. Más pronto que
tarde, terminará en la insignificancia y en la nada. Igualmente, si nuestra luz sólo alumbra debajo del
celemín, los demás, el mundo, no verán, ni se sentirán iluminados por nuestra luz.
3.- Mi palabra y mi predicación no fueron sino en la manifestación y el poder del Espíritu. San
Pablo les dice a los primeros cristianos de Corinto que no les atrajo él a la fe en Cristo con palabras
sabias y cultas, sino que el verdadero artífice de la evangelización fue el poder del Espíritu que residía en
él. Por eso, les dice, debe quedaros claro que vuestra fe no debe apoyarse en la sabiduría humana, sino
en la gracia y el poder de Dios que habite en vosotros. Si creemos que vamos a convertir y a evangelizar
al mundo con razones científicas estamos muy equivocados. No será la luz de nuestra razón científica la
que convertirá al mundo, sino la luz de nuestro amor y de nuestra caridad. Las razones cultas de
nuestros teólogos influyen menos en la conversión al cristianismo, que el ejemplo de caridad y amor que
nos han dado la Madre Teresa de Calcuta y tantos misioneros esparcidos por el mundo.