1. Ensayo sobre una angustia creciente
Por Jorge Fernández Díaz
Director de ADNcultura
Sábado 18 de julio de 2009 | Publicado en edición impresa
Sabemos que los libros salvan. Que con ellos se puede amueblar el mundo, adquirir lucidez, desarrollar la
imaginación, estimular nuestro conocimiento y nuestra creatividad, y armar el disco rígido de la inteligencia.
También sabemos que son fuente infinita de placer. No estamos seguros, sin embargo, de que esta defensa un
poco obvia de la palabra escrita no sea ya un anacronismo y que la civilización humana no esté avanzando de
una manera irreversible hacia la cultura audiovisual.
Las nuevas generaciones ya no necesitan vivir la emoción de una batalla narrada por Conrad, Salgari o
Fenimore Cooper. Les basta con entrar en la virtualidad que les propone un videojuego para sentir lo que
nosotros sentíamos. ¿O sienten otra cosa? Tampoco parece hacerles falta viajar por mundos exóticos de la
mano de Verne, Kipling, Welles o Kapuscinski. Pueden encontrar al azar, y ver simultáneamente History
Channel y Discovery Channel, Animal Planet y National Geographic en el cable y viajar con los sentidos por
esos mundos pasados, actuales y futuros. Nosotros buceábamos en la colección Robin Hood, estos chicos
bucean en YouTube y en Google.
La cultura de la imagen es facilista. La lectura, en comparación, exige un esfuerzo. Y esta brecha generacional
que se ha abierto entre nosotros y ellos es abismal, inédita, y nos enfrenta con varias paradojas. Queremos
imponerles a nuestros hijos un placer que además los preparará para progresar y encarar la vida. Pero para
nuestros hijos ese "placer" no resulta tan placentero: es una propuesta lenta en un mundo rápido. Una carreta
contra un avión supersónico. Y eso vulnera entonces el mismísimo propósito que tiene para nosotros la lectura:
el disfrute. Nuestros hijos ya no disfrutan tanto, aunque leen obedeciendo muchas veces el mandato parental o
social. "Si no leen, serán perdedores", parece susurrarles la escuela y la familia. Y entonces leen por obligación,
que es el camino más seguro para terminar aborreciendo visceralmente la lectura.
En el medio, hay niños y adolescentes que hacen convivir perfectamente la televisión, el cine, la web y la
PlayStation con las novelas y los cuentos. Cada vez que veo un adolescente leyendo un libro en el tren, siento
una extraña dicha. Si ese libro es una novela y averiguo que no se la impuso la escuela ni los dictados del
marketing, me entran ganas irrefrenables de abrazarlo y hasta pedirle un autógrafo. Confieso quizá, con este
deseo, mi anacronismo. A mí un libro me llevó a otro, y esa cadena feliz no me ha abandonado nunca. No
conozco el aburrimiento, que es un mal de época para las nuevas generaciones. Aunque muchas veces me
pregunto si dentro de treinta años no seremos mirados como dinosaurios, defensores de una lengua muerta. Tal
vez para entonces la cultura libresca sea ya un recuerdo y el prestigio de la cultura visual haya ascendido al
centro del escenario cultural.
Tendemos a creer que el libro como artefacto tendrá igualmente larga duración, y sabemos que hoy se lee en
otros soportes y de otras maneras a las que los lectores clásicos estamos acostumbrados. Es más: tal vez en
términos absolutos se esté leyendo, contradictoriamente, como nunca antes en la historia de la humanidad. Es
una época confusa, amigos. De transición. Donde no hay tiempo para casi nada, donde la industria del libro
infantojuvenil es próspera, y donde las antiguas certezas resbalan de los estantes.
Lo que describo, con marchas y contramarchas, es una angustia creciente. Y esa angustia es el fondo de la
cuestión que hoy nos ocupa: la lectura de los chicos y de los jóvenes.
Graciela Melgarejo, una extraordinaria periodista que lee sin prejuicios, lejos de esnobismos y cerca del sentido
común, indaga esta vez la conducta de esos lectores debutantes. Y Ema Wolf, reconocida escritora de género,
la acompaña con una columna sobre el tema. Graciela, además, entrega una lista de cinco libros recomendados
para iniciar a chicos que están en el momento crucial entre ser lectores o no serlo jamás.
jdiaz@lanacion.com.ar