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Tema 7
Los orígenes de la política internacional en la edad Moderna: expansión turca y
guerras de Italia (1494-1516)
1. La situación internacional a mediados del siglo XV
Desde mediados del cuatrocientos, la expansión otomana desde Asia Menor hacia Europa oriental había
motivado la transferencia de múltiples territorios a su soberanía. Los turcos, presentes desde el s. XIV en
Europa, donde eran dueños de Kosovo y Bulgaria, se apoderaron en 1453, durante el reinado de Mahomet II
de Constantinopla, la capital del Imperio bizantino y tras ella, entre 1453 y 1481, de la mayoría de los
territorios de las actuales Grecia, Macedonia, Albania y Bosnia – Herzegovina. En estas últimas zonas parte
de su población se fue convirtiendo al Islam. Pero no satisfechos con sus conquistas territoriales, los turcos
iniciaron una expansión marítima por el Egeo, el Jónico y el Mediterráneo oriental, donde chocaron pronto
con Venecia, poseedora de un imperio mediterráneo que se extendía desde el Adriático hasta Creta y Chipre.
En 1469 conquistaron Negroponto y sus incursiones se extendieron por la costa dálmata. En 1480,
traspasaron el Adriático y pusieron pie en la península italiana, con la conquista de Otranto. Cundió la alarma
en la Europa cristiana. Se forjó una liga integrada por Venecia, España, Francia, el Papado y Hungría, cuyas
fuerzas les obligaron a desalojar Italia y a retirarse a sus bases orientales.
A finales del s. XV, las Coronas de Castilla y Aragón se habían unido y ambas habían luchado
mancomunadamente entre 1481 y 1492 para incorporar el reino nazarí de Granada a Castilla. Tras su
anexión, la monarquía española se dispuso a intervenir activamente en Italia. En Francia, tras la muerte de
Luis XI en 1483, ascendió al trono Carlos VIII de Valois. Pocos territorios quedaban entonces para ser
integrados a la monarquía francesa y el nuevo soberano quiso protagonizar pronto una expansión hacia la
península italiana. Ahí colisionaron Francia y España. A fines del s. XV y durante la primera mitad del s.
XVI, las relaciones internacionales en Europa se explican por tres denominadores comunes:
– el antagonismo hispano – francés,
– la defensa de la Europa central frente a la expansión turca en el ámbito danubiano y de sus aliados
norteafricanos en el Mediterráneo, y
– las pugnas entre católicos y protestantes en Alemania, una vez iniciada la Reforma luterana.
El Emperador, que era al mismo tiempo el soberano de la Monarquía española, lideró el bando católico e
intentó con todas las fuerzas a su alcance defender la frontera de cristiandad frente a los turcos y berberiscos,
y la frontera de catolicidad frente a los protestantes a los que intentó doblegar sin éxito. Otros dos factores de
importancia que ayudan a explicar el desarrollo de los acontecimientos en esta época son:
– el despliegue de una nueva diplomacia renacentista y
– el uso de nuevas armas, principalmente las armas de fuego y la artillería.
Fruto de la negociación diplomática, veremos aparecer un conjunto de ligas internacionales, que se hacen y
deshacen con cierta facilidad, pero que tienen un denominador común. Suelen agrupar a diversas potencias
que se coaligan para hacer frente a otra más fuerte y establecer una especie de equilibrio, siempre frágil, en
una zona determinada, que a finales del s. XV y el primer cuarto del s. XVI, habitúa a ser la dividida
península italiana. Italia no logrará su unidad política hasta la segunda mitad del s. XIX y en aquella época
estaba fragmentada entre una serie de Estados independientes, que con frecuencia reclamaron intervenciones
extranjeras. Italia fue un auténtico tablero de ajedrez en el que movieron sus piezas las dos potencias, en
aquellos momentos, más fuertes de la cristiandad: España y Francia. Hasta 1526 las ligas se forjaron
fundamentalmente para frenar la expansión francesa. A partir de esta fecha se aglutinaron en torno a Francia
para intentar disminuir el poder español. La monarquía francesa, aunque su titular recibiera la denominación
de Rey Cristianísimo, no tuvo dificultades en aliarse con los turcos o con los protestantes, es decir, con los
enemigos de su enemigo, la Casa de Austria, con tal de menoscabar el poder de su adversario. La monarquía
española durante la primera mitad del s. XVI tuvo que hacer frente a una trilogía de antagonistas que fueron,
franceses, protestantes y turcos.
2. Italia a comienzos de los tiempos modernos
Italia era una “expresión geográfica”. Pero estaba muy bien poblada. Contaba con una próspera agricultura,
una industria pañera y sedera que competía en toda Europa y un poderoso comercio. Los banqueros
genoveses, juntamente con los alemanes, representaban el capital internacional del s. XVI especialmente en
su segunda mitad. Su riqueza estaba adornada por un apoyo incondicional a las artes. Era tan admirada por
los intelectuales y artistas europeos como codiciada por las potencias del momento. Desde la paz de Lodi de
1454, que abrió un período de relativa calma, Italia conoció una etapa de prosperidad y de florecimiento
artístico. Este mundo próspero y culto carecía de la más mínima unidad política. Ni siquiera contaban con
algo semejante a la unidad moral o virtual que daba el Imperio a Alemania. El número de sus estados podía
rondar los veinte y se agrupaban en repúblicas, ducados y marquesados. Algunos eran minúsculos, y sólo
Milán, Venecia, Florencia, los Estados Pontificios y Nápoles tenían una verdadera entidad territorial y
política. En realidad, salvo Venecia, los demás estaban dominados por el príncipe, con frecuencia
descendiente de un condottieri que se había servido de las guerras entre territorios vecinos o entre familias
para imponer su autoridad (como en el caso de los Sforza de Milán). Esta división, las rivalidades entre
estados, incluso los ancestrales bandos familiares, además de su riqueza y envidiable prestigio, convertían a
Italia en una tentación para los monarcas más ambiciosos del momento. La monarquía francesa y la
Monarquía Universal Católica, esgrimiendo viejos derechos o acudiendo en ayuda de una de las facciones
rivales, se disputaron la posesión de ciertos territorios considerados estratégicamente imprescindibles.
LOS ESTADOS PONTIFICIOS
Se extendían a ambos lados de los Apeninos centrales, aunque el poder del papa, como príncipe secular, no
era tan sólido y uniforme como en un principio se le supone. El papa era uno de los soberanos italianos más
débiles. La Curia se ocupaba el gobierno secular. Los negocios exteriores corrían a cargo de un cardenal
secretario y la hacienda, del camarlengo. Con demasiada frecuencia, los cargos más importantes fueron
encomendados a miembros de la familia del Santo Padre, lo que llevó a calificar el régimen pontificio de
nepotista. Como cualquier otro soberano de la época, aunque lo hizo circunstancialmente, el Papado se
esforzó por imponer su autoridad sobre sus dominios. Más importante fue su participación en los conflictos
del momento. La condición de jefe de la Cristiandad y de soberano temporal le dio un especial protagonismo
en la Europa del momento, convulsionada por la Reforma, las rivalidades entre la monarquía francesa y la
Monarquía Universal Católica y el asedio de los turcos. En este juego de fuerzas, el titular de la cátedra de
San Pedro se decantó por uno de los contendientes y le apoyó con su prestigio y sus recursos, pero también
participó en coaliciones encaminadas a frenar el avance del gran enemigo del cristianismo y de la
civilización occidental: el turco.
VENECIA
Venecia era la más poderosa de las repúblicas aristocráticas. Había extendido sus dominios por la llanura del
Po hasta el Adda. Además había llegado a construir un vasto imperio colonial que se extendía más allá del
Adriático en la costa oriental y por las islas del mar Jónico y del Egeo. Venecia contaba con una constitución
que fijaba los derechos de sus naturales y unas instituciones prestigiosas. El dux o dogo era el jefe del estado.
Se le representó siempre ostentosamente, pero el gobierno lo desempeñaba el Gran Consejo, con cerca de
2.000 miembros. A él le competía legislar y el nombramiento de cargos. Elegía el Senado, unos 300
miembros, que se ocupaba de la política exterior y recibía de sus embajadores las famosas relaciones, que
constituyen un documento histórico de gran interés. Todos los cargos estaban en poder de la nobleza, pero, a
diferencia de lo que ocurre en la Europa del momento, el grupo tenía un carácter muy abierto. Esta condición
y la corta duración de los cargos contrarrestaban los posibles abusos de su monopolio. Bien gobernada,
Venecia disponía de un buen ejército y de una flota de galeras movida con voluntarios venecianos. La
república dispuso de una potencia militar muy superior al resto de los estados italianos. Su imperio chocó
frontalmente con el turco, forzándole a mantener un difícil equilibrio en el que combinó con acierto las
treguas con alianzas en su contra, lo que no impidió la pérdida de sus colonias a manos de los otomanos. Más
grave para su economía que la pérdida de sus colonias fue la aparición, en el horizonte económico, de las
Indias Orientales y el control del mercado de las especias por los portugueses primero, y los holandeses,
después.
DUCADO DE MILÁN
El ducado de Milán fue la pieza más disputada en las guerras de Italia. En 1535 fue ocupado por Carlos V
que más tarde se lo cedió a su hijo Felipe II. Pero, ya para entonces, el gran estado construido por los
Visconti había perdido jirones importantes de su territorio a manos de los suizos y del propio Papado, hasta el
extremo de quedar reducido al espacio comprendido entre el Essio y el Adda. Sin embargo, estos cambios
apenas alteraron sus instituciones, fijadas sólidamente desde los tiempos de los Sforza. Durante el período de
dominación francesa, Luis XII creó un Senado de 15 miembros con funciones judiciales semejantes al
Parlamento de París. En 1541, Carlos V otorgó una nueva constitución, en la que cabe destacar como figuras
más importantes: un gobernador, que representaba al soberano, y el archicanciller, que presidía el Consejo
Secreto. En 1543, las protestas de las ciudades por un nuevo tributo dieron origen a la Congregationi di
Stato, asamblea que limitó en cierto sentido los poderes del gobernador.
FLORENCIA
En Florencia, los Médici acabaron con la endémica inestabilidad social. Sus reformas dotaron al gobierno de
la fuerza y la continuidad suficientes para hacer de Florencia una república poderosa. Con este fin
modificaron algunos puntos de la constitución. La elección por sorteo fue sustituida por una junta
previamente seleccionada, que permitía que la Signoria –la magistratura suprema— estuviera siempre
dominada por los amigos de los Médici. En 1480 fue instituido el Consejo de los Setenta, de donde se elegía
una junta encargada de la hacienda y de los asuntos exteriores. Durante su gobierno, aceptado sin reparos por
la mayoría de los ciudadanos, Florencia conoció una época de prosperidad económica, pero también artística,
debido al mecenazgo que desempeñó la familia. Incluso el potencial económico de estos banqueros y su
sapiencia política dieron a Florencia una incuestionable presencia en los asuntos de Italia.
DUCADO DE SABOYA
El ducado de Saboya, que se extendía al oeste de los Alpes y entre Francia e Italia, difícilmente puede
considerarse un estado italiano. En la propia Saboya, los marquesados de los Saluzzos y de Monferrato eran
independientes. Durante el mandato del duque Carlos III, sufrió una dura crisis. La expansión de la Reforma
provocó un período de inestabilidad y pérdida de algunos territorios, que fueron ocupados por Berna, quien a
su vez favorecía la independencia de Ginebra. La situación fue utilizada por Francisco I para hacerse con los
territorios situados al oeste de los Alpes, excepto Niza, y con la parte norte del Piamonte. La ocupación
francesa se prolongó hasta la firma del tratado de Cateau – Cambrésis, verdadero punto de partida del ducado
de Saboya que jugará un papel importante en el futuro. El duque Manuel Filiberto (1553 – 1580) recuperó la
mayor parte del territorio que había caído en manos de los franceses y suizos, y gobernó como soberano
absoluto.
REINO DE NÁPOLES
El reino de Nápoles era español desde 1504, pero su conquista no modificó sus instituciones. Simplemente,
el soberano se hizo representar por un alter ego, un virrey, que contaba con el asesoramiento de un Consejo.
La administración provincial estaba en manos de los gobernadores y de tribunales, denominados, como en
España, Audiencias. Nápoles presentaba diferencias con el resto de estados italianos. La nobleza tenía un
fuerte peso dentro de la sociedad napolitana, donde encontramos un feudalismo semejante al que podemos
hallar en otros territorios europeos.
3. Factores determinantes de las guerras de Italia (1494 a 1516)
A finales del s. XV la península italiana fue un tablero de ajedrez en el que combatieron las dos potencias
más fuertes de la cristiandad, Francia y España. Italia, rica y hermosa, es débil en el aspecto político. El
recurso al extranjero, que algunos Estados italianos van a practicar, hará de la península el centro de las
ambiciones rivales de España y Francia.
Francia, que acaba de heredar Provenza, hace valer las pretensiones dinásticas legadas por René d’Anjou, que
implican derechos sobre Nápoles, donde los angevinos se habían establecido en la Edad Media. Más tarde,
cuando a Carlos VIII le sucede su primo Luis XII, que por la ascendencia de su abuela considera tener
derechos sobre el Ducado de Milán, done reinan los Sforza, conduciendo a Francia nuevamente a varias
guerras en Italia. Aunque al principio obtuvo varias victorias, luego, los muchos aliados contra él, como el
Papa Julio II, Inglaterra, Fernando II de Aragón y Venecia, lo obligaron a abandonar sus pretensiones sobre
Milán.
España tiene intereses opuestos. Por una parte es heredera de la política mediterránea de los reyes de Aragón,
marcada por la conquista de Sicilia y Cerdeña, de la que Nápoles parece como continuación lógica. Además,
España tenía también “derechos” sobre el país. Por una parte, el emperador Maximiliano y su sucesor Carlos
V eran absolutamente contrarios a la dominación francesa sobre el Milanesado, pues el Imperio había
ejercido durante mucho tiempo una especie de protectorado sobre el norte de Italia.
4. Protagonistas y fases de la pugna por Italia
Tras estos acontecimientos se desarrollaron los conflictos en Italia de 1494 a 1516 y que, con algunas
variantes, se producen siempre de la misma manera:
a) En una primera fase, las divisiones de Italia son un factor esencial. Algunos Estados italianos
recurren al extranjero para solucionar querellas. Carlos VIII, favorecido por una rebelión
antiaragonesa, conquistó en Nápoles, pero pronto se encontró con dificultades ante un ejército que
amenazaba con cortarle la retirada por el norte. Junto a España se alinearon Venecia, Génova, Milán,
el Papa, Inglaterra y el Imperio. Aislado, el monarca francés emprendió la retirada, teniendo que
recurrir a las armas en Fornovo (1495). Las fuerzas venecianas e hispánicas atacaron las
guarniciones francesas en Nápoles, donde cayó la última plaza bajo dominio francés, Tarento en
1497. Había comenzado un periodo de guerras hispano-francesas. La alianza antifrancesa fue
reforzada diplomáticamente por medio de enlaces matrimoniales. Más tarde, en 1504 quedaba
asegurado el dominio hispánico en el sur de Italia, mientras el Milanesado, en el norte, permanecía
en manos francesas. Luís XII, por el tratado de Lyon, reconocía a Fernando el Católico como rey de
Nápoles.
b) Pero cada vez se produce una segunda fase que destruye buena parte de los resultados obtenidos al
finalizar la primera. Cuando acaban sus querellas, los italianos encuentran molesta la presencia de
extranjeros, “bárbaros”, y tratan de liquidarlos enfrentándolos unos con otros, es decir, arrojando a
los franceses contra los españoles o los imperiales con la eventual ayuda de los suizos. Las batallas
más duras se produjeron siempre en esta segunda fase, porque oponían ejércitos que sabían combatir.
El año 1516 marca el final de las guerras de Italia, en el estricto sentido de la expresión, gracias a toda una
serie de acuerdos: el concordato de Bolonia firmado entre Francia y León X; el tratado de Noyon establecido
entre los reyes de Francia y de España; la “paz perpetua” entre Francia y Suiza. Italia paga los gastos de la
paz, pues, ésta consagra la división de las influencias entre Francia (Milanesado, Piamonte, Génova) y
España (Nápoles y Sicilia); solamente Venecia y el papado conservan una independencia real. El tratado
hispano-francés de Noyon ratificaba diplomáticamente la conquista de francesa de Milán, en una nueva fase
de aproximación entre ambas monarquías protagonizada por los consejeros flamencos de Carlos V, muerto
ya Fernando el Católico. El tratado de Noyon marcó un momentáneo modelo de concordia del que España,
debido a las acciones hostiles de Francisco I de Francia, tuvo que desmarcarse muy pronto. El equilibrio
italiano, mediante la hegemonía francesa en el norte y española en el sur, no se prolongó más de una década,
hasta la batalla de Pavía, que dio la supremacía definitiva en Italia a la monarquía española durante casi dos
siglos. Tras esta batalla, Francisco firma en 1526 el Tratado de Madrid donde renunciará definitivamente al
Milanesado, Nápoles, Flandes, Artois y Borgoña.
5. El imperio turco. Organización y fases de su expansión.
El Imperio turco no pertenece a Europa, salvo aquellas tierras que ha podido conquistar con sus tropas. Su
universo mental, su forma de entender y ejercer el poder, su religión y su cultura nada tienen que ver con el
cristianismo, ni con la herencia grecorromana, ni tampoco con el escolasticismo occidental. El Imperio
otomano era una forma de despotismo oriental que estaba cimentada sobre la autoridad del sultán. Desde su
origen de jefe supremo elegido entre los descendientes de Osmán, había ido lentamente, y al compás de sus
conquistas, enriqueciendo sus títulos hasta convertirse en la suprema autoridad religiosa y civil. Él es el
señor y todos los demás son sus esclavos. En este mundo, los turcos constituyeron siempre una casta aparte,
pero dejaron practicar su religión a los vencidos y de ellos se sirvieron tanto en el ejército como en la
administración (el gran visir, jefe de la jerarquía imperial, raras veces era musulmán). Este imperio había
sido producto de la conquista. De ahí, la importancia del ejército, que era reclutado entre asiáticos y
europeos. Su fuerza estaba en contar con unidades especializadas que desde su más tierna infancia eran
entrenadas en el ejercicio de las armas. Entre esa tropa de élite destacaban los jenízaros: niños cristianos
arrancados a sus familias, educados en el Islam y sometidos a una estricta disciplina militar. En tiempos de
guerra, el sultán contrataba mercenarios y movilizaba los contingentes proporcionados por los titulares de los
timars: tierras y rentas a cambio de soldados en proporción. Un complejo número de tributos mantenía el
imperio: diezmos que pagaban los musulmanes, capitaciones, impuestos sobre la tierra, derechos de aduana,
tributos de los pueblos sometidos. Todo ello representaba una suma importante que, según algunos
historiadores, era el doble de las rentas percibidas por Carlos V. Mehmet II (1432-1481) inició la
centralización administrativa, que se aceleró con su biznieto Solimán I el Magnífico (1494-1566). El
imperio fue dividido en circunscripciones (sandjaks) que eran gobernadas por beys que eran los encargados
de mantener el orden, presidían los tribunales, convocaban tropas y cobraban los impuestos. Algunas de estas
circunscripciones eran administradas por los pachás, y las más pequeñas por los beglerbeys. Solimán fue
sobre todo un legislador. Su códice, el Kanuname, constituye una extraordinaria recopilación hecha con la
ayuda de grandes juristas. Embelleció y modernizó su capital, Estambul, que a fines del s. XVI llegó a
superar ampliamente el medio millón de habitantes., Era la ciudad más populosa y cosmopolita de Europa
una síntesis casi perfecta de lo que realmente era el Imperio turco. Los turcos constituían la mayoría de su
población, pero también había judíos, griegos y cristianos renegados procedentes de todos los países del
Mediterráneo. La ciudad debía su fortuna a su puerto entre el mar de Mármara y el mar Negro y a su
condición de punto de destino de las caravanas de Oriente. La conquista de Constantinopla –a la que llamó
Estambul— por Mehmet II (1451-1481) en 1453 fue considerada por la tradicional división tripartita de la
Historia como punto de partida de la Edad Moderna. Desde su ascensión al trono en 1451, este sultán
continuó la expansión por Europa que se había iniciado con anterioridad (Serbia,1459, Bosnia, 1463/64,
Grecia, el Egeo, el Adriático o el Mar Negro). El avance continuó también por Anatolia. A su muerte,
Mehemet II había ampliado considerablemente sus dominios pero había dejado varios problemas pendientes:
la posición en Valaquia y Moldavia no estaba consolidada, y las tensiones con Persia y Egipto eran grandes.
Pero la cuestión más importante estaba en la sucesión. Mehmet II había elevado al rango de ley la antigua
costumbre otomana de que el sultán debía eliminar a sus rivales mediante la ejecución de sus hermanos e
hijos. Pero no la cumplió. Tras su muerte, sus hijos Bayaceto (Beyacid) y Jem se disputaron violentamente el
trono. Venció el primero en 1481, pero Jem, que logró escapar, consiguió asilo entre los hospitalarios de
Rodas, que más tarde lo enviaron a Francia. El miedo a que los príncipes cristianos se sirvieran de Jem
mantuvo a Bayaceto inmovilizado. Si bien es verdad que en 1483 ocupó Herzegovina y casi toda Bosnia
quedó bajo control otomano, el conflicto en los Balcanes se limitó fundamentalmente a escaramuzas
fronterizas. Sólo Venecia pareció interesar a los turcos. La guerra (1499 – 1502 y 1503) resultó un gran
triunfo para Bayaceto. En el Adriático y en la península de Morea, Venecia perdió una gran parte de sus
dominios, que pasaron a engrosar los del turco. Este avance presagiaba el futuro dominio otomano sobre el
Mediterráneo, al convertirse, con el apoyo de los corsarios musulmanes en una potencia marítima. De nuevo,
Persia y la sucesión emergieron como problemas principales. Los hijos de Bayaceto, Corcuol, Ahmed y
Selim, se enfrentaron por su herencia. De los tres fue Selim el que acabó imponiéndose a sus hermanos.
Incluso destronó a su padre, que se vio obligado a retirarse a su ciudad natal. Como sultán, su primera
preocupación fue acabar con sus hermanos y sus hijos. Después se ocupó de Persia y, más tarde, de Egipto.
Incorporó el dominio de los mamelucos, convirtiéndose en el primer sultán otomano honrado como servidor
de las ciudades santas de La Meca y Medina. Con los cristianos mantuvo la paz pero sus intenciones de cara
al futuro parecían claras: en 1515 construía un gran arsenal en Estambul y emprendió la construcción de una
nueva flota. Fue un sultán terrible, aunque protector del saber y de la literatura. La política de Selim tuvo en
su hijo Solimán o Suleiman (1520 – 1566) un magnífico continuador. Con él culminó el proceso de
expansión: toma de Belgrado (1521) y de la fortaleza de Rodas (1522), derrota del rey húngaro Luis II en la
batalla de Mohacs y ocupación de la llanura húngara. Fernando de Habsburgo sólo consiguió mantener una
pequeña parte de Hungría al oeste del lago Balatón. En 1529 fue sitiada Viena, mientras el terror se
apoderaba de Europa. Pero no todo estaba ganado. Había sometido a la península balcánica, pero en las
zonas montañosas el dominio era difícil como ocurría en Moldavia y Valaquia, donde los tártaros hacían
frecuentes penetraciones. Los Cárpatos y Transilvania, cubierta de bosques, no estaban verdaderamente
sometidas. En todo este mundo, el poder turco sólo fue estable en las grandes llanuras de Hungría a partir de
1541. En un intento de acabar con la inestabilidad en la región, los turcos realizarán un último esfuerzo en
1566. Con un poderoso ejército intentaron someter toda la zona, pero la muerte de Solimán hizo fracasar la
expedición y volvió a emerger, una vez más, el problema sucesorio. Durante el reinado de Solimán, el
Imperio turco conoció su máxima extensión y su mayor prestigio. Desde 1566 hasta fines de la centuria, la
frontera permaneció estática. El Imperio turco no consiguió sobrepasar los límites de 1566.
6. Las transformaciones militares en los comienzos de la modernidad
Por otro lado desde finales del s. XV y comienzos del s. XVI asistimos a cambios importantes en el arte de la
guerra. Se fue popularizando el uso de armas de fuego. De las bombardas y culebrinas de comienzos del
cuatrocientos se pasó a los cañones, primero de bronce y después de hierro de los siglos XVI y XVII. La
artillería cada vez más potente puso a prueba la resistencia de unas no tan inasequibles murallas, que
debieron adaptarse para no caer ante el fuego artillero. Muros, torreones y fortalezas comenzaron a cambiar
su fisonomía durante la segunda mitad del s. XV y el s. XVI. Se construyeron en su entorno anchos
terraplenes protectores, que servían también para abrir fuego contra el enemigo, y se edificaron gruesos
bastiones poligonales, formando salientes, que permitían el tiro oblicuo en varias direcciones, diseñados por
ingenieros militares. La altura de las torres se limitó y dejó de ser un objetivo ya que constituían un blanco
demasiado fácil para la artillería. Progresó la técnica de las minas, cuya potencia podía resquebrajar la mole
de las fortificaciones operando desde el subsuelo. La arcabucería y las largas picas usadas por la infantería
hicieron retroceder el decisivo papel jugado hasta entonces por la caballería. La guerra produjo una fuerte
demanda de armas de fuego. La aparición de la artillería no supuso una mutación radical del arte de la guerra
y una desaparición del armamento clásico usado hasta entonces. Las armas tradicionales, las armas blancas y
las de carácter defensivo –lanzas, flechas, espadas, escudos, puñales, alabardas— siguieron siendo
abundantemente empleadas y la caballería tampoco sufrió una crisis repentina. Pero su efectividad fue más
limitada al tener que enfrentarse al uso cada vez más generalizado del nuevo armamento. Los ejércitos no
eran permanentes. Se nutrían fundamentalmente de mercenarios, de procedencia plurinacional y de creencias
multirreligiosas, reclutados específicamente para una o varias campañas, que, en ocasiones, faltos de paga,
protagonizaron desmanes y llegaron a cometer abusos, como el saqueo de ciudades para procurarse
beneficios a través del botín. Sin embargo, todos estos avances implicaron un crecimiento desmesurado del
gasto militar, que obligó a reformas fiscales y al aumento de la presión tributaria.
Los años que transcurren desde las primeras guerras de Italia hasta la de los Países Bajos fueron más
decisivos en la evolución de las artes bélicas que cualquier período subsiguiente hasta el s. XVIII. Época de
cambios importantes –se habla de “revolución militar”.
Ya en las primeras guerras de Italia los ejércitos españoles comenzaron a ganar fama en Europa. El
contingente más esencial, la infantería estaba compuesta –a imitación de los suizos— por formaciones
macizas de piqueros, auxiliados cada vez más por arcabuceros y mosqueteros que había desplazado a
arqueros y ballesteros. La infantería era apoyada, a su vez, por dos tipos de caballería, la pesada –con
armadura completa, lanza larga, y cuya importancia fue decayendo rápidamente—, y la ligera –sin armadura
y con lanza corta y espada—. La artillería ligera, capaz de seguir con facilidad la marcha de los ejércitos, fue
haciéndose cada vez más importante, con un eficacia demostrada tanto en el sitio de plazas fuertes –lo que
obligó a un reforzamiento de las fortificaciones— como en el campo de batalla.

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  • 1. Tema 7 Los orígenes de la política internacional en la edad Moderna: expansión turca y guerras de Italia (1494-1516) 1. La situación internacional a mediados del siglo XV Desde mediados del cuatrocientos, la expansión otomana desde Asia Menor hacia Europa oriental había motivado la transferencia de múltiples territorios a su soberanía. Los turcos, presentes desde el s. XIV en Europa, donde eran dueños de Kosovo y Bulgaria, se apoderaron en 1453, durante el reinado de Mahomet II de Constantinopla, la capital del Imperio bizantino y tras ella, entre 1453 y 1481, de la mayoría de los territorios de las actuales Grecia, Macedonia, Albania y Bosnia – Herzegovina. En estas últimas zonas parte de su población se fue convirtiendo al Islam. Pero no satisfechos con sus conquistas territoriales, los turcos iniciaron una expansión marítima por el Egeo, el Jónico y el Mediterráneo oriental, donde chocaron pronto con Venecia, poseedora de un imperio mediterráneo que se extendía desde el Adriático hasta Creta y Chipre. En 1469 conquistaron Negroponto y sus incursiones se extendieron por la costa dálmata. En 1480, traspasaron el Adriático y pusieron pie en la península italiana, con la conquista de Otranto. Cundió la alarma en la Europa cristiana. Se forjó una liga integrada por Venecia, España, Francia, el Papado y Hungría, cuyas fuerzas les obligaron a desalojar Italia y a retirarse a sus bases orientales. A finales del s. XV, las Coronas de Castilla y Aragón se habían unido y ambas habían luchado mancomunadamente entre 1481 y 1492 para incorporar el reino nazarí de Granada a Castilla. Tras su anexión, la monarquía española se dispuso a intervenir activamente en Italia. En Francia, tras la muerte de Luis XI en 1483, ascendió al trono Carlos VIII de Valois. Pocos territorios quedaban entonces para ser integrados a la monarquía francesa y el nuevo soberano quiso protagonizar pronto una expansión hacia la península italiana. Ahí colisionaron Francia y España. A fines del s. XV y durante la primera mitad del s. XVI, las relaciones internacionales en Europa se explican por tres denominadores comunes: – el antagonismo hispano – francés, – la defensa de la Europa central frente a la expansión turca en el ámbito danubiano y de sus aliados norteafricanos en el Mediterráneo, y – las pugnas entre católicos y protestantes en Alemania, una vez iniciada la Reforma luterana. El Emperador, que era al mismo tiempo el soberano de la Monarquía española, lideró el bando católico e intentó con todas las fuerzas a su alcance defender la frontera de cristiandad frente a los turcos y berberiscos, y la frontera de catolicidad frente a los protestantes a los que intentó doblegar sin éxito. Otros dos factores de importancia que ayudan a explicar el desarrollo de los acontecimientos en esta época son: – el despliegue de una nueva diplomacia renacentista y – el uso de nuevas armas, principalmente las armas de fuego y la artillería. Fruto de la negociación diplomática, veremos aparecer un conjunto de ligas internacionales, que se hacen y deshacen con cierta facilidad, pero que tienen un denominador común. Suelen agrupar a diversas potencias que se coaligan para hacer frente a otra más fuerte y establecer una especie de equilibrio, siempre frágil, en una zona determinada, que a finales del s. XV y el primer cuarto del s. XVI, habitúa a ser la dividida península italiana. Italia no logrará su unidad política hasta la segunda mitad del s. XIX y en aquella época estaba fragmentada entre una serie de Estados independientes, que con frecuencia reclamaron intervenciones extranjeras. Italia fue un auténtico tablero de ajedrez en el que movieron sus piezas las dos potencias, en aquellos momentos, más fuertes de la cristiandad: España y Francia. Hasta 1526 las ligas se forjaron fundamentalmente para frenar la expansión francesa. A partir de esta fecha se aglutinaron en torno a Francia para intentar disminuir el poder español. La monarquía francesa, aunque su titular recibiera la denominación de Rey Cristianísimo, no tuvo dificultades en aliarse con los turcos o con los protestantes, es decir, con los enemigos de su enemigo, la Casa de Austria, con tal de menoscabar el poder de su adversario. La monarquía española durante la primera mitad del s. XVI tuvo que hacer frente a una trilogía de antagonistas que fueron, franceses, protestantes y turcos. 2. Italia a comienzos de los tiempos modernos Italia era una “expresión geográfica”. Pero estaba muy bien poblada. Contaba con una próspera agricultura, una industria pañera y sedera que competía en toda Europa y un poderoso comercio. Los banqueros genoveses, juntamente con los alemanes, representaban el capital internacional del s. XVI especialmente en su segunda mitad. Su riqueza estaba adornada por un apoyo incondicional a las artes. Era tan admirada por los intelectuales y artistas europeos como codiciada por las potencias del momento. Desde la paz de Lodi de
  • 2. 1454, que abrió un período de relativa calma, Italia conoció una etapa de prosperidad y de florecimiento artístico. Este mundo próspero y culto carecía de la más mínima unidad política. Ni siquiera contaban con algo semejante a la unidad moral o virtual que daba el Imperio a Alemania. El número de sus estados podía rondar los veinte y se agrupaban en repúblicas, ducados y marquesados. Algunos eran minúsculos, y sólo Milán, Venecia, Florencia, los Estados Pontificios y Nápoles tenían una verdadera entidad territorial y política. En realidad, salvo Venecia, los demás estaban dominados por el príncipe, con frecuencia descendiente de un condottieri que se había servido de las guerras entre territorios vecinos o entre familias para imponer su autoridad (como en el caso de los Sforza de Milán). Esta división, las rivalidades entre estados, incluso los ancestrales bandos familiares, además de su riqueza y envidiable prestigio, convertían a Italia en una tentación para los monarcas más ambiciosos del momento. La monarquía francesa y la Monarquía Universal Católica, esgrimiendo viejos derechos o acudiendo en ayuda de una de las facciones rivales, se disputaron la posesión de ciertos territorios considerados estratégicamente imprescindibles. LOS ESTADOS PONTIFICIOS Se extendían a ambos lados de los Apeninos centrales, aunque el poder del papa, como príncipe secular, no era tan sólido y uniforme como en un principio se le supone. El papa era uno de los soberanos italianos más débiles. La Curia se ocupaba el gobierno secular. Los negocios exteriores corrían a cargo de un cardenal secretario y la hacienda, del camarlengo. Con demasiada frecuencia, los cargos más importantes fueron encomendados a miembros de la familia del Santo Padre, lo que llevó a calificar el régimen pontificio de nepotista. Como cualquier otro soberano de la época, aunque lo hizo circunstancialmente, el Papado se esforzó por imponer su autoridad sobre sus dominios. Más importante fue su participación en los conflictos del momento. La condición de jefe de la Cristiandad y de soberano temporal le dio un especial protagonismo en la Europa del momento, convulsionada por la Reforma, las rivalidades entre la monarquía francesa y la Monarquía Universal Católica y el asedio de los turcos. En este juego de fuerzas, el titular de la cátedra de San Pedro se decantó por uno de los contendientes y le apoyó con su prestigio y sus recursos, pero también participó en coaliciones encaminadas a frenar el avance del gran enemigo del cristianismo y de la civilización occidental: el turco. VENECIA Venecia era la más poderosa de las repúblicas aristocráticas. Había extendido sus dominios por la llanura del Po hasta el Adda. Además había llegado a construir un vasto imperio colonial que se extendía más allá del Adriático en la costa oriental y por las islas del mar Jónico y del Egeo. Venecia contaba con una constitución que fijaba los derechos de sus naturales y unas instituciones prestigiosas. El dux o dogo era el jefe del estado. Se le representó siempre ostentosamente, pero el gobierno lo desempeñaba el Gran Consejo, con cerca de 2.000 miembros. A él le competía legislar y el nombramiento de cargos. Elegía el Senado, unos 300 miembros, que se ocupaba de la política exterior y recibía de sus embajadores las famosas relaciones, que constituyen un documento histórico de gran interés. Todos los cargos estaban en poder de la nobleza, pero, a diferencia de lo que ocurre en la Europa del momento, el grupo tenía un carácter muy abierto. Esta condición y la corta duración de los cargos contrarrestaban los posibles abusos de su monopolio. Bien gobernada, Venecia disponía de un buen ejército y de una flota de galeras movida con voluntarios venecianos. La república dispuso de una potencia militar muy superior al resto de los estados italianos. Su imperio chocó frontalmente con el turco, forzándole a mantener un difícil equilibrio en el que combinó con acierto las treguas con alianzas en su contra, lo que no impidió la pérdida de sus colonias a manos de los otomanos. Más grave para su economía que la pérdida de sus colonias fue la aparición, en el horizonte económico, de las Indias Orientales y el control del mercado de las especias por los portugueses primero, y los holandeses, después. DUCADO DE MILÁN El ducado de Milán fue la pieza más disputada en las guerras de Italia. En 1535 fue ocupado por Carlos V que más tarde se lo cedió a su hijo Felipe II. Pero, ya para entonces, el gran estado construido por los Visconti había perdido jirones importantes de su territorio a manos de los suizos y del propio Papado, hasta el extremo de quedar reducido al espacio comprendido entre el Essio y el Adda. Sin embargo, estos cambios apenas alteraron sus instituciones, fijadas sólidamente desde los tiempos de los Sforza. Durante el período de dominación francesa, Luis XII creó un Senado de 15 miembros con funciones judiciales semejantes al Parlamento de París. En 1541, Carlos V otorgó una nueva constitución, en la que cabe destacar como figuras más importantes: un gobernador, que representaba al soberano, y el archicanciller, que presidía el Consejo Secreto. En 1543, las protestas de las ciudades por un nuevo tributo dieron origen a la Congregationi di Stato, asamblea que limitó en cierto sentido los poderes del gobernador.
  • 3. FLORENCIA En Florencia, los Médici acabaron con la endémica inestabilidad social. Sus reformas dotaron al gobierno de la fuerza y la continuidad suficientes para hacer de Florencia una república poderosa. Con este fin modificaron algunos puntos de la constitución. La elección por sorteo fue sustituida por una junta previamente seleccionada, que permitía que la Signoria –la magistratura suprema— estuviera siempre dominada por los amigos de los Médici. En 1480 fue instituido el Consejo de los Setenta, de donde se elegía una junta encargada de la hacienda y de los asuntos exteriores. Durante su gobierno, aceptado sin reparos por la mayoría de los ciudadanos, Florencia conoció una época de prosperidad económica, pero también artística, debido al mecenazgo que desempeñó la familia. Incluso el potencial económico de estos banqueros y su sapiencia política dieron a Florencia una incuestionable presencia en los asuntos de Italia. DUCADO DE SABOYA El ducado de Saboya, que se extendía al oeste de los Alpes y entre Francia e Italia, difícilmente puede considerarse un estado italiano. En la propia Saboya, los marquesados de los Saluzzos y de Monferrato eran independientes. Durante el mandato del duque Carlos III, sufrió una dura crisis. La expansión de la Reforma provocó un período de inestabilidad y pérdida de algunos territorios, que fueron ocupados por Berna, quien a su vez favorecía la independencia de Ginebra. La situación fue utilizada por Francisco I para hacerse con los territorios situados al oeste de los Alpes, excepto Niza, y con la parte norte del Piamonte. La ocupación francesa se prolongó hasta la firma del tratado de Cateau – Cambrésis, verdadero punto de partida del ducado de Saboya que jugará un papel importante en el futuro. El duque Manuel Filiberto (1553 – 1580) recuperó la mayor parte del territorio que había caído en manos de los franceses y suizos, y gobernó como soberano absoluto. REINO DE NÁPOLES El reino de Nápoles era español desde 1504, pero su conquista no modificó sus instituciones. Simplemente, el soberano se hizo representar por un alter ego, un virrey, que contaba con el asesoramiento de un Consejo. La administración provincial estaba en manos de los gobernadores y de tribunales, denominados, como en España, Audiencias. Nápoles presentaba diferencias con el resto de estados italianos. La nobleza tenía un fuerte peso dentro de la sociedad napolitana, donde encontramos un feudalismo semejante al que podemos hallar en otros territorios europeos. 3. Factores determinantes de las guerras de Italia (1494 a 1516) A finales del s. XV la península italiana fue un tablero de ajedrez en el que combatieron las dos potencias más fuertes de la cristiandad, Francia y España. Italia, rica y hermosa, es débil en el aspecto político. El recurso al extranjero, que algunos Estados italianos van a practicar, hará de la península el centro de las ambiciones rivales de España y Francia. Francia, que acaba de heredar Provenza, hace valer las pretensiones dinásticas legadas por René d’Anjou, que implican derechos sobre Nápoles, donde los angevinos se habían establecido en la Edad Media. Más tarde, cuando a Carlos VIII le sucede su primo Luis XII, que por la ascendencia de su abuela considera tener derechos sobre el Ducado de Milán, done reinan los Sforza, conduciendo a Francia nuevamente a varias guerras en Italia. Aunque al principio obtuvo varias victorias, luego, los muchos aliados contra él, como el Papa Julio II, Inglaterra, Fernando II de Aragón y Venecia, lo obligaron a abandonar sus pretensiones sobre Milán. España tiene intereses opuestos. Por una parte es heredera de la política mediterránea de los reyes de Aragón, marcada por la conquista de Sicilia y Cerdeña, de la que Nápoles parece como continuación lógica. Además, España tenía también “derechos” sobre el país. Por una parte, el emperador Maximiliano y su sucesor Carlos V eran absolutamente contrarios a la dominación francesa sobre el Milanesado, pues el Imperio había ejercido durante mucho tiempo una especie de protectorado sobre el norte de Italia. 4. Protagonistas y fases de la pugna por Italia Tras estos acontecimientos se desarrollaron los conflictos en Italia de 1494 a 1516 y que, con algunas variantes, se producen siempre de la misma manera: a) En una primera fase, las divisiones de Italia son un factor esencial. Algunos Estados italianos recurren al extranjero para solucionar querellas. Carlos VIII, favorecido por una rebelión antiaragonesa, conquistó en Nápoles, pero pronto se encontró con dificultades ante un ejército que amenazaba con cortarle la retirada por el norte. Junto a España se alinearon Venecia, Génova, Milán, el Papa, Inglaterra y el Imperio. Aislado, el monarca francés emprendió la retirada, teniendo que recurrir a las armas en Fornovo (1495). Las fuerzas venecianas e hispánicas atacaron las guarniciones francesas en Nápoles, donde cayó la última plaza bajo dominio francés, Tarento en
  • 4. 1497. Había comenzado un periodo de guerras hispano-francesas. La alianza antifrancesa fue reforzada diplomáticamente por medio de enlaces matrimoniales. Más tarde, en 1504 quedaba asegurado el dominio hispánico en el sur de Italia, mientras el Milanesado, en el norte, permanecía en manos francesas. Luís XII, por el tratado de Lyon, reconocía a Fernando el Católico como rey de Nápoles. b) Pero cada vez se produce una segunda fase que destruye buena parte de los resultados obtenidos al finalizar la primera. Cuando acaban sus querellas, los italianos encuentran molesta la presencia de extranjeros, “bárbaros”, y tratan de liquidarlos enfrentándolos unos con otros, es decir, arrojando a los franceses contra los españoles o los imperiales con la eventual ayuda de los suizos. Las batallas más duras se produjeron siempre en esta segunda fase, porque oponían ejércitos que sabían combatir. El año 1516 marca el final de las guerras de Italia, en el estricto sentido de la expresión, gracias a toda una serie de acuerdos: el concordato de Bolonia firmado entre Francia y León X; el tratado de Noyon establecido entre los reyes de Francia y de España; la “paz perpetua” entre Francia y Suiza. Italia paga los gastos de la paz, pues, ésta consagra la división de las influencias entre Francia (Milanesado, Piamonte, Génova) y España (Nápoles y Sicilia); solamente Venecia y el papado conservan una independencia real. El tratado hispano-francés de Noyon ratificaba diplomáticamente la conquista de francesa de Milán, en una nueva fase de aproximación entre ambas monarquías protagonizada por los consejeros flamencos de Carlos V, muerto ya Fernando el Católico. El tratado de Noyon marcó un momentáneo modelo de concordia del que España, debido a las acciones hostiles de Francisco I de Francia, tuvo que desmarcarse muy pronto. El equilibrio italiano, mediante la hegemonía francesa en el norte y española en el sur, no se prolongó más de una década, hasta la batalla de Pavía, que dio la supremacía definitiva en Italia a la monarquía española durante casi dos siglos. Tras esta batalla, Francisco firma en 1526 el Tratado de Madrid donde renunciará definitivamente al Milanesado, Nápoles, Flandes, Artois y Borgoña. 5. El imperio turco. Organización y fases de su expansión. El Imperio turco no pertenece a Europa, salvo aquellas tierras que ha podido conquistar con sus tropas. Su universo mental, su forma de entender y ejercer el poder, su religión y su cultura nada tienen que ver con el cristianismo, ni con la herencia grecorromana, ni tampoco con el escolasticismo occidental. El Imperio otomano era una forma de despotismo oriental que estaba cimentada sobre la autoridad del sultán. Desde su origen de jefe supremo elegido entre los descendientes de Osmán, había ido lentamente, y al compás de sus conquistas, enriqueciendo sus títulos hasta convertirse en la suprema autoridad religiosa y civil. Él es el señor y todos los demás son sus esclavos. En este mundo, los turcos constituyeron siempre una casta aparte, pero dejaron practicar su religión a los vencidos y de ellos se sirvieron tanto en el ejército como en la administración (el gran visir, jefe de la jerarquía imperial, raras veces era musulmán). Este imperio había sido producto de la conquista. De ahí, la importancia del ejército, que era reclutado entre asiáticos y europeos. Su fuerza estaba en contar con unidades especializadas que desde su más tierna infancia eran entrenadas en el ejercicio de las armas. Entre esa tropa de élite destacaban los jenízaros: niños cristianos arrancados a sus familias, educados en el Islam y sometidos a una estricta disciplina militar. En tiempos de guerra, el sultán contrataba mercenarios y movilizaba los contingentes proporcionados por los titulares de los timars: tierras y rentas a cambio de soldados en proporción. Un complejo número de tributos mantenía el imperio: diezmos que pagaban los musulmanes, capitaciones, impuestos sobre la tierra, derechos de aduana, tributos de los pueblos sometidos. Todo ello representaba una suma importante que, según algunos historiadores, era el doble de las rentas percibidas por Carlos V. Mehmet II (1432-1481) inició la centralización administrativa, que se aceleró con su biznieto Solimán I el Magnífico (1494-1566). El imperio fue dividido en circunscripciones (sandjaks) que eran gobernadas por beys que eran los encargados de mantener el orden, presidían los tribunales, convocaban tropas y cobraban los impuestos. Algunas de estas circunscripciones eran administradas por los pachás, y las más pequeñas por los beglerbeys. Solimán fue sobre todo un legislador. Su códice, el Kanuname, constituye una extraordinaria recopilación hecha con la ayuda de grandes juristas. Embelleció y modernizó su capital, Estambul, que a fines del s. XVI llegó a superar ampliamente el medio millón de habitantes., Era la ciudad más populosa y cosmopolita de Europa una síntesis casi perfecta de lo que realmente era el Imperio turco. Los turcos constituían la mayoría de su población, pero también había judíos, griegos y cristianos renegados procedentes de todos los países del Mediterráneo. La ciudad debía su fortuna a su puerto entre el mar de Mármara y el mar Negro y a su condición de punto de destino de las caravanas de Oriente. La conquista de Constantinopla –a la que llamó Estambul— por Mehmet II (1451-1481) en 1453 fue considerada por la tradicional división tripartita de la Historia como punto de partida de la Edad Moderna. Desde su ascensión al trono en 1451, este sultán continuó la expansión por Europa que se había iniciado con anterioridad (Serbia,1459, Bosnia, 1463/64,
  • 5. Grecia, el Egeo, el Adriático o el Mar Negro). El avance continuó también por Anatolia. A su muerte, Mehemet II había ampliado considerablemente sus dominios pero había dejado varios problemas pendientes: la posición en Valaquia y Moldavia no estaba consolidada, y las tensiones con Persia y Egipto eran grandes. Pero la cuestión más importante estaba en la sucesión. Mehmet II había elevado al rango de ley la antigua costumbre otomana de que el sultán debía eliminar a sus rivales mediante la ejecución de sus hermanos e hijos. Pero no la cumplió. Tras su muerte, sus hijos Bayaceto (Beyacid) y Jem se disputaron violentamente el trono. Venció el primero en 1481, pero Jem, que logró escapar, consiguió asilo entre los hospitalarios de Rodas, que más tarde lo enviaron a Francia. El miedo a que los príncipes cristianos se sirvieran de Jem mantuvo a Bayaceto inmovilizado. Si bien es verdad que en 1483 ocupó Herzegovina y casi toda Bosnia quedó bajo control otomano, el conflicto en los Balcanes se limitó fundamentalmente a escaramuzas fronterizas. Sólo Venecia pareció interesar a los turcos. La guerra (1499 – 1502 y 1503) resultó un gran triunfo para Bayaceto. En el Adriático y en la península de Morea, Venecia perdió una gran parte de sus dominios, que pasaron a engrosar los del turco. Este avance presagiaba el futuro dominio otomano sobre el Mediterráneo, al convertirse, con el apoyo de los corsarios musulmanes en una potencia marítima. De nuevo, Persia y la sucesión emergieron como problemas principales. Los hijos de Bayaceto, Corcuol, Ahmed y Selim, se enfrentaron por su herencia. De los tres fue Selim el que acabó imponiéndose a sus hermanos. Incluso destronó a su padre, que se vio obligado a retirarse a su ciudad natal. Como sultán, su primera preocupación fue acabar con sus hermanos y sus hijos. Después se ocupó de Persia y, más tarde, de Egipto. Incorporó el dominio de los mamelucos, convirtiéndose en el primer sultán otomano honrado como servidor de las ciudades santas de La Meca y Medina. Con los cristianos mantuvo la paz pero sus intenciones de cara al futuro parecían claras: en 1515 construía un gran arsenal en Estambul y emprendió la construcción de una nueva flota. Fue un sultán terrible, aunque protector del saber y de la literatura. La política de Selim tuvo en su hijo Solimán o Suleiman (1520 – 1566) un magnífico continuador. Con él culminó el proceso de expansión: toma de Belgrado (1521) y de la fortaleza de Rodas (1522), derrota del rey húngaro Luis II en la batalla de Mohacs y ocupación de la llanura húngara. Fernando de Habsburgo sólo consiguió mantener una pequeña parte de Hungría al oeste del lago Balatón. En 1529 fue sitiada Viena, mientras el terror se apoderaba de Europa. Pero no todo estaba ganado. Había sometido a la península balcánica, pero en las zonas montañosas el dominio era difícil como ocurría en Moldavia y Valaquia, donde los tártaros hacían frecuentes penetraciones. Los Cárpatos y Transilvania, cubierta de bosques, no estaban verdaderamente sometidas. En todo este mundo, el poder turco sólo fue estable en las grandes llanuras de Hungría a partir de 1541. En un intento de acabar con la inestabilidad en la región, los turcos realizarán un último esfuerzo en 1566. Con un poderoso ejército intentaron someter toda la zona, pero la muerte de Solimán hizo fracasar la expedición y volvió a emerger, una vez más, el problema sucesorio. Durante el reinado de Solimán, el Imperio turco conoció su máxima extensión y su mayor prestigio. Desde 1566 hasta fines de la centuria, la frontera permaneció estática. El Imperio turco no consiguió sobrepasar los límites de 1566. 6. Las transformaciones militares en los comienzos de la modernidad Por otro lado desde finales del s. XV y comienzos del s. XVI asistimos a cambios importantes en el arte de la guerra. Se fue popularizando el uso de armas de fuego. De las bombardas y culebrinas de comienzos del cuatrocientos se pasó a los cañones, primero de bronce y después de hierro de los siglos XVI y XVII. La artillería cada vez más potente puso a prueba la resistencia de unas no tan inasequibles murallas, que debieron adaptarse para no caer ante el fuego artillero. Muros, torreones y fortalezas comenzaron a cambiar su fisonomía durante la segunda mitad del s. XV y el s. XVI. Se construyeron en su entorno anchos terraplenes protectores, que servían también para abrir fuego contra el enemigo, y se edificaron gruesos bastiones poligonales, formando salientes, que permitían el tiro oblicuo en varias direcciones, diseñados por ingenieros militares. La altura de las torres se limitó y dejó de ser un objetivo ya que constituían un blanco demasiado fácil para la artillería. Progresó la técnica de las minas, cuya potencia podía resquebrajar la mole de las fortificaciones operando desde el subsuelo. La arcabucería y las largas picas usadas por la infantería hicieron retroceder el decisivo papel jugado hasta entonces por la caballería. La guerra produjo una fuerte demanda de armas de fuego. La aparición de la artillería no supuso una mutación radical del arte de la guerra y una desaparición del armamento clásico usado hasta entonces. Las armas tradicionales, las armas blancas y las de carácter defensivo –lanzas, flechas, espadas, escudos, puñales, alabardas— siguieron siendo abundantemente empleadas y la caballería tampoco sufrió una crisis repentina. Pero su efectividad fue más limitada al tener que enfrentarse al uso cada vez más generalizado del nuevo armamento. Los ejércitos no eran permanentes. Se nutrían fundamentalmente de mercenarios, de procedencia plurinacional y de creencias multirreligiosas, reclutados específicamente para una o varias campañas, que, en ocasiones, faltos de paga, protagonizaron desmanes y llegaron a cometer abusos, como el saqueo de ciudades para procurarse
  • 6. beneficios a través del botín. Sin embargo, todos estos avances implicaron un crecimiento desmesurado del gasto militar, que obligó a reformas fiscales y al aumento de la presión tributaria. Los años que transcurren desde las primeras guerras de Italia hasta la de los Países Bajos fueron más decisivos en la evolución de las artes bélicas que cualquier período subsiguiente hasta el s. XVIII. Época de cambios importantes –se habla de “revolución militar”. Ya en las primeras guerras de Italia los ejércitos españoles comenzaron a ganar fama en Europa. El contingente más esencial, la infantería estaba compuesta –a imitación de los suizos— por formaciones macizas de piqueros, auxiliados cada vez más por arcabuceros y mosqueteros que había desplazado a arqueros y ballesteros. La infantería era apoyada, a su vez, por dos tipos de caballería, la pesada –con armadura completa, lanza larga, y cuya importancia fue decayendo rápidamente—, y la ligera –sin armadura y con lanza corta y espada—. La artillería ligera, capaz de seguir con facilidad la marcha de los ejércitos, fue haciéndose cada vez más importante, con un eficacia demostrada tanto en el sitio de plazas fuertes –lo que obligó a un reforzamiento de las fortificaciones— como en el campo de batalla.