1. Hoy quiero deprimirme. Llorar toda la noche y luego seguir llorando. Quiero
llorar porque todo parece demasiado triste. Demasiado absorbente. Demasiado
insoportable.
No soporta la fragilidad de mi vida. Ni la de mi existencia. No soporto saber el
inminente desenlace de mi destino. Que no es ni trágico, ni absurdo, sino
común. Justo como Bukowski dijo alguna vez, voy de la vagina de mi madre,
directo al panteón. Se me va la vida tan rápido que ni siquiera tengo tiempo de
de tenme y de cir: “Mie rda, sí, e stoy viva.”
Y hay tantas cosas que quiero hacer y decir. Quiero vivir y vivir y vivir y no
morir jamás. ¿Alguna vez te cansas de vivir? Quizás sí. Quizás llega un punto
donde el dolor es demasiado insoportable y la única forma de aliviarlo y
deshacernos de él es enterrándonos a nosotros mismo.
Y entonces, ¿Para que vivimos? ¿Nacemos para morir? ¿Vivimos para morir?
¿Morimos para morir? De una o de otra manera todos terminamos igual de
muertos. Unos más podridos que otros, pero al final, igual de nauseabundos.
Y que cruel y dulce es esa metáfora.
¡Que efímera y sublime!
¡Putrefactos cadáveres bailando en la oscuridad! ¡Danzando con la piel
cayéndose a pedazos! ¡Bailando, bailando! ¡Cantando con sus bocas
asquerosas! Y tropezando, cayendo, hundiéndose en el barro.
Oh, oh.
Podridos, podridos. Destrozados, para siempre perdidos. Todos ellos. Todos.
Todos. Todos. Todos. Todos. Todos. Todos. Todos. Todos. Todos. Todos. Todos.
¿Y Dios? ¿Dónde está el Señor Misericordioso del que todos hablan? ¡¿Dónde
esta!?