1. En aquel entonces
El silencio de San Mamés
Raúl Gómez Samperio
Lo recuerdo impactado. Como cuando oí por la radio los disparos de Tejero
en las Cortes, o cuando vi por la televisión cómo ardían las Torres
Gemelas. Pero en esta ocasión, yo estuve allí. Fue un silencio que
estremeció a miles de personas, unánimemente enmudecidas. Es cierto que
sólo fueron unos segundos, porque enseguida estallaron brotes de delirios
que rebotaban en el eco de aquel vacío de voces calladas, de bocas
semiabiertas que agujereaban miles de caras incrédulas. Eran delirios de
una minoría racinguista que nunca dejó de ser silenciosa, pero que emergió
enérgica para celebrar el milagro de un gol y la aparición de un nuevo
ídolo.
Todo empezó cuando Quique Setién y Ánder Garitano estrecharon sus
manos en el centro del campo. Unos tres mil seguidores del Racing se
habían desplazado a San Mamés, salpicando sus distintivos verdes y
blancos por las inmediaciones del campo. El club santanderino había
regresado a Primera División, y la visita a Bilbao, después de tantos años
deambulando por la Segunda División, con el amargo paso por la Segunda
B, era un aliciente más para la afición racinguista que había recuperado el
entusiasmo. Pero el equipo que dirigía Javier Irureta no estaba atravesando
un buen momento. Después de un inicio liguero bastante aceptable para ser
un recién ascendido, se enfrentaba en la decimoséptima jornada al Athletic
Club de Bilbao con el bagaje de haber perdido los tres últimos partidos
contra el R. C. D. de la Coruña (1-0), Real Oviedo (1-2) y Atlético de
Madrid (4-0). Por su parte, el Athletic Club había iniciado una racha de
excelentes resultados que invitaba a apostar por una victoria inevitable de
los vizcaínos. Pero ya se sabe, el fútbol no es siempre como se piensa.
En el viejo San Mamés, con el clásico pantalón negro y camiseta blanca,
saltaron al terreno de juego Ceballos, Torrecilla, Merino, Pablo,
Zigmantovich, Gelucho, Mutiu, Esteban Torre, Geli, Quique Setién y
Radchenko. Aunque el Athletic se mostró superior, el Racing mantuvo la
confianza en sí mismo y pronto advirtió que no iba a ser un visitante fácil
2. de doblegar. No hubo goles en la primera parte, pero fue el Racing el
equipo que más cerca estuvo de marcar, aunque el penalti que Larrainzar
hizo a Radchenko no fue señalado por el árbitro, Juan Andújar Oliver.
En la segunda parte, la defensa cántabra comenzó a debilitarse y la
delantera vizcaína aumentó sus opciones. Tuvo tres ocasiones claras en las
botas de Larrainzar, Guerrero y Eskurza, que anunciaban la llegada del gol
local. Y el gol vino gracias al oportunismo de Ciganda, un jugador que
comenzaría a especializarse en batir la portería racinguista, y que en esta
ocasión remató en el área pequeña un rechace de Ceballos a un duro
disparo de Julen Guerrero. Se cumplía el minuto 55.
Encajar un gol produce sensaciones amargas. Los jugadores se miran por
un momento buscando respuestas que no se encuentran y enseguida los
ojos ponen su punto de mira en la hierba, mientras se camina cabizbajo
hacia el círculo central. Es el pitido del saque el que obliga a levantar la
cabeza, a respirar hondo y a eludir el impetuoso arranque de quienes
acaban de ponerse por delante en el marcador. Cuando se supera esta
embestida, se produce un proceso de cambio de actitud. Irureta sale del
banquillo y da instrucciones a Michel Pineda para salir al campo. Durante
el cambio, le indica a Quique que adelante su posición. En el Athletic, las
sensaciones giran alrededor de la misión cumplida.
La salida de Pineda es providencial. Recoge un balón al borde del área y su
disparo establece un empate que deja fría a la parroquia de rojo y blanco.
Efectivamente, encajar un gol produce sensaciones amargas e invitan a un
proceso de cambio, y los vascos vuelven a buscar la victoria. Pero al
Racing se le ha olvidado cambiar. La dinámica de buscar el empate
continúa en las botas de sus futbolistas. Cuando todo parecía destinado a un
empate a uno, Dmitry Radchenko se negó rotundamente a aceptar el
resultado. Recogió el balón en el centro del campo y esperó a que Mutiu
estuviera en disposición de acompañarle para hacer una pared. Cuando
recibió la pelota devuelta del nigeriano, el ruso intensificó su carrera con
zancadas eléctricas y frescas, impropias del minuto 88 en el que se
desenvolvía la jugada. Estiraba la pierna para tocar el balón con la puntera
cambiando la trayectoria de la carrera a su conveniencia. Fueron sólo
cuatro toques con su pie derecho. El primero fue para controlar la
devolución de Mutiu. Con el segundo se coló entre dos rivales que a punto
estuvieron de darse de morros intentando parar la afilada penetración hacia
3. el centro de la portería. El tercero superó la entrada desesperada del central,
que se tiró al suelo para alargar su voluntad fracasada de arrebatar el balón
a aquel espigado jugador. Y el cuarto, ¡oh el cuarto! El cuarto se ejecutó
justo en la media luna que corona el área. Fue un toque diferente a los
rápidos y breves que lo precedieron, un toque acompañando el balón hacia
arriba, levantando una vaselina sobre el guardameta Valencia, que había
salido hasta más allá del punto de penalti para evitar la inercia del avance
del delantero. Yo vi aquella jugada justo detrás de la portería. La vaselina
era tan alta y seca, que me pareció eterno su vuelo. Incluso presentí que era
demasiada alta, y que el bote en el suelo podía elevar el balón por encima
del larguero. Acaso eso mismo pensaba Radchenko cuando, inmóvil y
expectante, miraba la pelota estirando el cuello. Fue cuando estalló el
silencio, el gran silencio de San Mamés. Y el balón entró. Y Radchenko se
arrodilló, se sentó sobre sus talones y lanzó el grito del triunfo hacia el
cielo. Lo recuerdo impactado. Como cuando oí por la radio los disparos de
Tejero en las Cortes, o cuando vi por la televisión cómo ardían las Torres
Gemelas. Pero en esta ocasión, yo estuve allí.
¿Que por qué se llama la catedral? Lo comprendí aquel día, cuando escuché
aquel silencio de iglesia, silencio de devotos rezando, silencio de plegarias
de arrepentidos y penitentes, venerando a un nuevo ídolo (devorador de
leones) que desbancó a San Mamés de los altares de aquel templo del
fútbol.