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(Casi)
                             como los demás
                                                    I   I   I

                                          Juan Senís Fernández




         recomen
Relato




                          cuentos para la diversidad
                   dad




     +10
                                                                 6
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             iño
ario se quitó la mochila de la espalda, y mientras le sujetaba las

M         asas con la mano derecha, con la izquierda abrió la cremallera
          y sacó una bolsa de plástico transparente llena de caramelos.
La miró con tristeza por un momento, con la expresión un poco culpa-
ble de quien se ve obligado a sacrificar a un animalito indefenso, y des-
pués de volver la cabeza a ambos lados de la calle para asegurarse de que
nadie lo veía, la tiró a la papelera que tenía ante él. Luego, con gran
rapidez, cerró la mochila, se la volvió a colgar de la espalda y salió




                                                                               (Casi) como los demás
corriendo hacia su casa, pues ya iba con retraso. Cuando llegó, la comi-
da estaba ya sobre la mesa, pero los regalos no. Así que Mario tuvo que
esperar el aperitivo, los platos y el postre, y soportar a sus padres y a su
hermana cantando desafinadamente un Cumpleaños feliz que le pareció
tan desangelado como el propio comedor en el que habían comido, lleno
                                                                               I
de cajas, de plásticos con burbujas apilados, y de muebles y adornos sin
                                                                                 1
colocar.
Al recibir su regalo (una caja sorprendentemente ligera, que le hacía
temer lo peor) Mario pensó lo diferente que había sido ese octavo cum-
pleaños suyo de los anteriores, en los que más de quince voces habían
chillado el Cumpleaños feliz, en que había recibido otros tantos regalos.
Qué desastre, siguió lamentándose Mario mientras desenvolvía el rega-
lo, que hubieran tenido que mudarse a Oviedo sólo tres días antes de su
cumpleaños. Y qué… ¡qué pedazo de regalo le habían hecho sus padres!,
pensó al fin Mario al destapar la caja y encontrar dentro dos entradas
para el partido entre el Oviedo y el Real Madrid que iba a celebrarse el
                        domingo siguiente. Qué suerte haberse mudado a Oviedo precisamen-
                        te una semana antes de ese partido, se dijo Mario mientras daba las gra-
                        cias a sus padres, y siguió diciéndoselo todo el día, hasta en la cama esa
                        noche, con las entradas sobre la mesita de noche, al alcance de su vista
                        y de su mano. Dentro de lo malo…
                        Pero al día siguiente Mario se las arregló para seguir teniendo un moti-
                        vo para sentirse desgraciado: no podía presumir ante nadie en el colegio
(Casi) como los demás




                        de las entradas porque no era demasiado amigo de nadie de la clase
                        como para hacerlo sin quedar como un creído. Por eso se duchó, se vis-
                        tió y desayunó poniendo su mejor cara de desgraciado, para ver si sus
                        padres, en un ataque de cordura dado su lamentable estado, se apiada-
I                       ban de él y le dejaban no ir al colegio. Pero nada de eso ocurrió, claro
  2                     está, y como todas las mañanas desde hacía tres días Mario salió de casa
                        con la cartera a las nueve menos veinte. Había recorrido apenas dos-
                        cientos metros cuando sintió que alguien o algo le tiraba de la mochi-
                        la. Nada más notarlo, se encontró ante él a Roberto, un chico de su
                        clase, que le impedía el paso, al tiempo que oía detrás de él una voz de
                        chica (que identificó como la de Mónica, también de su clase) diciendo
                        “Mira a quién tenemos aquí, al tiracaramelos de la clase”. “¿Quién,
                        yo?”, respondió Mario, con una sorpresa fingida. “¡Quién va a ser!” Yo
                        no veo a nadie más de la clase por aquí, y tampoco había nadie más
                        ayer, cuando te vimos tirar los caramelos a la papelera”. Mario se acor-
dó entonces de que el día anterior, al tirar los caramelos, había mirado
a ambos lados de la calle pero no detrás de él. Como si le hubiera leído
el pensamiento, Mónica le soltó que había que ser idiota para hacer algo
así sin asegurarse bien de que nadie le veía, y añadió que no estaba nada
bien tirar los caramelos que tendría que haber repartido en la clase, pues
eso era ser muy mal compañero. “¿Verdad, Roberto?”, pidió opinión a
su amigo. “Claro, pero estamos dispuestos a darte otra oportunidad si
haces algo para remediarlo”. “Es una especie de trato –continuó Móni-




                                                                             (Casi) como los demás
ca–. Si haces lo que te decimos, no le contamos al resto de la clase lo
que has hecho. Si no lo haces, se lo decimos, y las consecuencias pue-
den ser muy malas. Tú decides”.
Dos horas y media más tarde, durante el recreo, Mario se hallaba dis-
puesto a cumplir con su parte del trato. Le parecía fácil, incluso dema-     I
siado fácil para ser verdad, y eso le preocupaba. Pero para tranquilizar-      3
se se dijo que Mónica y Roberto quizás sólo querían asustarle presen-
tando como un desafío algo que era una tontería. Porque, desde luego,
no se podía decir que preguntarle a Óscar, un chico de su clase, que
cómo estaba su madre fuera muy difícil. Animado por este pensamien-
to, Mario se acercó a Óscar –que, como de costumbre, estaba sentado
en un banco, solo, oyendo música y leyendo un cómic– y tuvo que repe-
tir tres veces “Oye” (hasta convertirlo en un “OYE”) para lograr que
Óscar hiciese caso. Cuando éste por fin le oyó, se quitó los cascos y, con
un gesto que contenía un poco de asco y un mucho de fastidio, lanzó
un “¿Qué quieres?” tan brusco que a Mario se le quitaron de repente
                        las ganas de preguntarle nada. Pero sabía que Mónica y Roberto lo
                        observaban, cosa que tampoco se le había pasado por alto a Óscar, quien
                        gritó, tras mirarlos de reojo: “Venga, suéltalo ya, venga. No te cortes”.
                        “¿Cómo está tu madre?”, dijo Mario en un suspiro, con voz tembloro-
                        sa, y evitando los ojos de Óscar. “¡Vete a la mierda!”, le respondió
                        Óscar, “¡y vosotros también!”, añadió mirando a Mónica y Roberto,
                        que se reían a carcajadas. Mario, sin comprender nada, miró alternati-
(Casi) como los demás




                        vamente a Óscar, que ya había vuelto a ponerse los cascos y a la lectu-
                        ra de su cómic, y a Mónica y Roberto, quienes seguían riéndose con
                        más ganas aún, y decidió ir hacia ellos. En cuanto llegó a su lado lo feli-
                        citaron y le preguntaron con gran amabilidad que qué le habían regala-
                        do. Mario se lo dijo, y ellos parecieron impresionados. “¿En serio?”,
I
                        dijeron antes de estallar de nuevo en carcajadas y de guiar a Mario a un
  4
                        rincón del patio para que les contara a los demás lo de su fantástico
                        regalo.
                        Mario disfrutó de su regalo al fin el domingo siguiente, pero para
                        entonces había perdido gran parte de la ilusión por él. Porque en el rin-
                        cón del patio al que le condujeron Mónica y Roberto le esperaba, en
                        efecto, un grupo de chicos y chicas de la clase; pero no para escuchar
                        cuál era su regalo sino para llamarle tiracaramelos, mal compañero, y
                        para decirle que se fuera con su novio Óscar y sus dos padres maricas a
                        tirar caramelos y a vestirse de mujer. Por suerte para Mario, sonó el tim-
bre de fin del recreo, y aquella brigada insultadora se disolvió con rapi-
dez. Mario se quedó parado en medio del patio, solo, mirando cómo los
demás niños volvían a clase en grupos o en parejas, y se sintió más tris-
te que nunca, más incluso que el último día en su antiguo colegio,
cuando no pudo evitar echarse a llorar mientras sostenía con una mano
el balón de reglamento que le había regalado toda la clase y decía adiós
con la otra.
Ahora era mucho peor porque no se sentía triste: se sentía solo. Y ese




                                                                             (Casi) como los demás
intenso sentimiento de soledad no se le había ido el día siguiente, ni
cuando Mónica y Roberto se acercaron a él de nuevo para darle la enho-
rabuena por haber pasado con éxito la prueba de admisión en su grupo,
ni cuando lo instaron a jugar al fútbol con ellos, ni siquiera cuando
todos le abrazaron y vitorearon tras meter un gol.                           I
Como cuando nos quitamos un gorro o una gorra y tenemos la impre-              5
sión de que lo seguimos llevando puesto, el sentimiento seguía ahí, e
incluso seguía estando ahí el domingo por la tarde, mientras veía el par-
tido entre el Madrid y el Oviedo en el estadio, fingiendo, para no
defraudar a su padre, un entusiasmo que había perdido durante la sema-
na. Pero, de repente, el Oviedo marcó un inesperado gol y toda la grada
se puso a saltar y a gritar. El padre de Mario lo cogió en brazos, y desde
esa altura vio cómo Óscar era levantado en volandas y casi lanzado al
aire por dos hombres altos y fuertes que daban alaridos con voces ron-
cas. En ese fugaz momento, Óscar, sin sus cascos, sin sus cómics y sin
su cara de pena de siempre, le pareció un desconocido. Más que nada
                        porque era la primera vez que lo había visto feliz. Formaban un alegre
                        trío Óscar y los dos señores que había con él, de los que Mario dedujo
                        que eran sus padres, aunque no eran para nada como le habían conta-
                        do los de su clase, o como él mismo pensaba que eran los maricas: no
                        parecían dos mujeres, ni iban maquillados, con bolsos y tacones, como
                        habían dicho Mónica y Roberto. Eso era mentira: los padres de Óscar
                        eran altos, grandotes y cachas como jugadores de rugby, tenían barba y
(Casi) como los demás




                        pinta de deportistas, mucho más que su propio padre, que era delgado,
                        llevaba gafas y siempre estaba leyendo, y que ahora, al compararlo con
                        los dos hombretones vestidos con la camiseta del Oviedo que habían
                        zarandeado a Óscar, le parecía a Mario más marica y blando que ellos.
                        Y desde luego parecía gustarles el fútbol mucho más que a su padre.
I

  6                     Mario pensó en lo guay que debía ser tener dos papás para poder ir con
                        ellos al fútbol, y no como pasaba en su casa, donde a nadie le gustaba
                        el fútbol, o en casa de sus amigos del pueblo, donde siempre había lío
                        porque al padre le gustaba y a la madre no, y el padre siempre bajando
                        al bar a ver los partidos con sus hijos y la madre se enfadaba porque la
                        dejaba sola y no le parecía bien que llevase a los hijos a un bar. Y de
                        repente, en una rara mezcla de sentimientos en la que se unían la ale-
                        gría por el gol y la intensidad de los acontecimientos de la última sema-
                        na, Mario se sorprendió envidiando a Óscar, odiándose a sí mismo por
                        haber sido tan malo con él sin saberlo, odiando aún más a Mónica,
Roberto y sus amigos por haberle engañado ya dos veces y prometién-
dose que, por mucho que le costase y por muy en riesgo que pusiera su
fama en la clase, se disculparía con Óscar el lunes e intentaría hacerse
amigo suyo.




                                                                           (Casi) como los demás
                                                                           I

                                                                             7
cuentos para la diversidad

    1.    A clase como si nada - Celia Díaz Pardo
    2.    Adolescencia - Juana Cortés Amunárriz
    3.    Artyon - Felisa Benítez Izuel
    4.    Boda en Regaliz - Fátima Verona Martel
    5.    Carlos y el fútbol - Roberto Ismael Castón Alonso
    6.    (Casi) como los demás - Juan Senís Fernández
    7.    Compañeras - Juana Cortés Amunárriz
    8.    De Kiev a la Alcarria - Miguel Ángel González Merino
    9.    Dos padres - José Luis Muñoz
   10.    El cumpleaños - Elena Verdi
   11.    Jarabes mágicos - Herminia Dionís Piquero
   12.    La princesa valiente - Arancha Sánchez-Apellániz Sanz
   13.    La tortuga Suga y el concurso de disfraces - Elena orión
   14.    Los amantes del mar - Nicanor Suárez Hernández
   15.    Luci - Juana Cortés Amunárriz
   16.    Max - Javier Termenón
   17.    Me quieren - Javier Termenón
   18.    Mi amigo Vania - Esperanza Mendieta
   19.    Mis tíos favoritos - José Antonio Cortés Amunárriz
   20.    Ni carne ni sopa - Pola Gutiérrez Alegre
   21.    Nicolás tiene dos mamás - Juan Carlos Manteca y Natascha Rosen
   22.    Sedna. Un planeta diferente - Lorena Castro Salillas
   23.    Un suspiro ha nacido - Noelia Verona Martel
   24.    Una familia diferente - Sergio Zeni Beni




                                                                           diseño y maquetación: itziar olaberria
   25.    Una familia muy especial - Juana Cortés Amunárriz
   26.    Villa Pared y Villa Sol - Emmanuel Vila Ibarlucea
   27.    Yo - Esperanza Fernández



© 2005 COGAM. Colectivo de Gays, Lesbianas y Tansexuales de Madrid
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Casi como los demás relata la soledad de un niño al mudarse de ciudad

  • 1. (Casi) como los demás I I I Juan Senís Fernández recomen Relato cuentos para la diversidad dad +10 6 o pa as ra n s/ iño
  • 2. ario se quitó la mochila de la espalda, y mientras le sujetaba las M asas con la mano derecha, con la izquierda abrió la cremallera y sacó una bolsa de plástico transparente llena de caramelos. La miró con tristeza por un momento, con la expresión un poco culpa- ble de quien se ve obligado a sacrificar a un animalito indefenso, y des- pués de volver la cabeza a ambos lados de la calle para asegurarse de que nadie lo veía, la tiró a la papelera que tenía ante él. Luego, con gran rapidez, cerró la mochila, se la volvió a colgar de la espalda y salió (Casi) como los demás corriendo hacia su casa, pues ya iba con retraso. Cuando llegó, la comi- da estaba ya sobre la mesa, pero los regalos no. Así que Mario tuvo que esperar el aperitivo, los platos y el postre, y soportar a sus padres y a su hermana cantando desafinadamente un Cumpleaños feliz que le pareció tan desangelado como el propio comedor en el que habían comido, lleno I de cajas, de plásticos con burbujas apilados, y de muebles y adornos sin 1 colocar. Al recibir su regalo (una caja sorprendentemente ligera, que le hacía temer lo peor) Mario pensó lo diferente que había sido ese octavo cum- pleaños suyo de los anteriores, en los que más de quince voces habían chillado el Cumpleaños feliz, en que había recibido otros tantos regalos. Qué desastre, siguió lamentándose Mario mientras desenvolvía el rega- lo, que hubieran tenido que mudarse a Oviedo sólo tres días antes de su cumpleaños. Y qué… ¡qué pedazo de regalo le habían hecho sus padres!, pensó al fin Mario al destapar la caja y encontrar dentro dos entradas
  • 3. para el partido entre el Oviedo y el Real Madrid que iba a celebrarse el domingo siguiente. Qué suerte haberse mudado a Oviedo precisamen- te una semana antes de ese partido, se dijo Mario mientras daba las gra- cias a sus padres, y siguió diciéndoselo todo el día, hasta en la cama esa noche, con las entradas sobre la mesita de noche, al alcance de su vista y de su mano. Dentro de lo malo… Pero al día siguiente Mario se las arregló para seguir teniendo un moti- vo para sentirse desgraciado: no podía presumir ante nadie en el colegio (Casi) como los demás de las entradas porque no era demasiado amigo de nadie de la clase como para hacerlo sin quedar como un creído. Por eso se duchó, se vis- tió y desayunó poniendo su mejor cara de desgraciado, para ver si sus padres, en un ataque de cordura dado su lamentable estado, se apiada- I ban de él y le dejaban no ir al colegio. Pero nada de eso ocurrió, claro 2 está, y como todas las mañanas desde hacía tres días Mario salió de casa con la cartera a las nueve menos veinte. Había recorrido apenas dos- cientos metros cuando sintió que alguien o algo le tiraba de la mochi- la. Nada más notarlo, se encontró ante él a Roberto, un chico de su clase, que le impedía el paso, al tiempo que oía detrás de él una voz de chica (que identificó como la de Mónica, también de su clase) diciendo “Mira a quién tenemos aquí, al tiracaramelos de la clase”. “¿Quién, yo?”, respondió Mario, con una sorpresa fingida. “¡Quién va a ser!” Yo no veo a nadie más de la clase por aquí, y tampoco había nadie más ayer, cuando te vimos tirar los caramelos a la papelera”. Mario se acor-
  • 4. dó entonces de que el día anterior, al tirar los caramelos, había mirado a ambos lados de la calle pero no detrás de él. Como si le hubiera leído el pensamiento, Mónica le soltó que había que ser idiota para hacer algo así sin asegurarse bien de que nadie le veía, y añadió que no estaba nada bien tirar los caramelos que tendría que haber repartido en la clase, pues eso era ser muy mal compañero. “¿Verdad, Roberto?”, pidió opinión a su amigo. “Claro, pero estamos dispuestos a darte otra oportunidad si haces algo para remediarlo”. “Es una especie de trato –continuó Móni- (Casi) como los demás ca–. Si haces lo que te decimos, no le contamos al resto de la clase lo que has hecho. Si no lo haces, se lo decimos, y las consecuencias pue- den ser muy malas. Tú decides”. Dos horas y media más tarde, durante el recreo, Mario se hallaba dis- puesto a cumplir con su parte del trato. Le parecía fácil, incluso dema- I siado fácil para ser verdad, y eso le preocupaba. Pero para tranquilizar- 3 se se dijo que Mónica y Roberto quizás sólo querían asustarle presen- tando como un desafío algo que era una tontería. Porque, desde luego, no se podía decir que preguntarle a Óscar, un chico de su clase, que cómo estaba su madre fuera muy difícil. Animado por este pensamien- to, Mario se acercó a Óscar –que, como de costumbre, estaba sentado en un banco, solo, oyendo música y leyendo un cómic– y tuvo que repe- tir tres veces “Oye” (hasta convertirlo en un “OYE”) para lograr que Óscar hiciese caso. Cuando éste por fin le oyó, se quitó los cascos y, con un gesto que contenía un poco de asco y un mucho de fastidio, lanzó
  • 5. un “¿Qué quieres?” tan brusco que a Mario se le quitaron de repente las ganas de preguntarle nada. Pero sabía que Mónica y Roberto lo observaban, cosa que tampoco se le había pasado por alto a Óscar, quien gritó, tras mirarlos de reojo: “Venga, suéltalo ya, venga. No te cortes”. “¿Cómo está tu madre?”, dijo Mario en un suspiro, con voz tembloro- sa, y evitando los ojos de Óscar. “¡Vete a la mierda!”, le respondió Óscar, “¡y vosotros también!”, añadió mirando a Mónica y Roberto, que se reían a carcajadas. Mario, sin comprender nada, miró alternati- (Casi) como los demás vamente a Óscar, que ya había vuelto a ponerse los cascos y a la lectu- ra de su cómic, y a Mónica y Roberto, quienes seguían riéndose con más ganas aún, y decidió ir hacia ellos. En cuanto llegó a su lado lo feli- citaron y le preguntaron con gran amabilidad que qué le habían regala- do. Mario se lo dijo, y ellos parecieron impresionados. “¿En serio?”, I dijeron antes de estallar de nuevo en carcajadas y de guiar a Mario a un 4 rincón del patio para que les contara a los demás lo de su fantástico regalo. Mario disfrutó de su regalo al fin el domingo siguiente, pero para entonces había perdido gran parte de la ilusión por él. Porque en el rin- cón del patio al que le condujeron Mónica y Roberto le esperaba, en efecto, un grupo de chicos y chicas de la clase; pero no para escuchar cuál era su regalo sino para llamarle tiracaramelos, mal compañero, y para decirle que se fuera con su novio Óscar y sus dos padres maricas a tirar caramelos y a vestirse de mujer. Por suerte para Mario, sonó el tim-
  • 6. bre de fin del recreo, y aquella brigada insultadora se disolvió con rapi- dez. Mario se quedó parado en medio del patio, solo, mirando cómo los demás niños volvían a clase en grupos o en parejas, y se sintió más tris- te que nunca, más incluso que el último día en su antiguo colegio, cuando no pudo evitar echarse a llorar mientras sostenía con una mano el balón de reglamento que le había regalado toda la clase y decía adiós con la otra. Ahora era mucho peor porque no se sentía triste: se sentía solo. Y ese (Casi) como los demás intenso sentimiento de soledad no se le había ido el día siguiente, ni cuando Mónica y Roberto se acercaron a él de nuevo para darle la enho- rabuena por haber pasado con éxito la prueba de admisión en su grupo, ni cuando lo instaron a jugar al fútbol con ellos, ni siquiera cuando todos le abrazaron y vitorearon tras meter un gol. I Como cuando nos quitamos un gorro o una gorra y tenemos la impre- 5 sión de que lo seguimos llevando puesto, el sentimiento seguía ahí, e incluso seguía estando ahí el domingo por la tarde, mientras veía el par- tido entre el Madrid y el Oviedo en el estadio, fingiendo, para no defraudar a su padre, un entusiasmo que había perdido durante la sema- na. Pero, de repente, el Oviedo marcó un inesperado gol y toda la grada se puso a saltar y a gritar. El padre de Mario lo cogió en brazos, y desde esa altura vio cómo Óscar era levantado en volandas y casi lanzado al aire por dos hombres altos y fuertes que daban alaridos con voces ron- cas. En ese fugaz momento, Óscar, sin sus cascos, sin sus cómics y sin
  • 7. su cara de pena de siempre, le pareció un desconocido. Más que nada porque era la primera vez que lo había visto feliz. Formaban un alegre trío Óscar y los dos señores que había con él, de los que Mario dedujo que eran sus padres, aunque no eran para nada como le habían conta- do los de su clase, o como él mismo pensaba que eran los maricas: no parecían dos mujeres, ni iban maquillados, con bolsos y tacones, como habían dicho Mónica y Roberto. Eso era mentira: los padres de Óscar eran altos, grandotes y cachas como jugadores de rugby, tenían barba y (Casi) como los demás pinta de deportistas, mucho más que su propio padre, que era delgado, llevaba gafas y siempre estaba leyendo, y que ahora, al compararlo con los dos hombretones vestidos con la camiseta del Oviedo que habían zarandeado a Óscar, le parecía a Mario más marica y blando que ellos. Y desde luego parecía gustarles el fútbol mucho más que a su padre. I 6 Mario pensó en lo guay que debía ser tener dos papás para poder ir con ellos al fútbol, y no como pasaba en su casa, donde a nadie le gustaba el fútbol, o en casa de sus amigos del pueblo, donde siempre había lío porque al padre le gustaba y a la madre no, y el padre siempre bajando al bar a ver los partidos con sus hijos y la madre se enfadaba porque la dejaba sola y no le parecía bien que llevase a los hijos a un bar. Y de repente, en una rara mezcla de sentimientos en la que se unían la ale- gría por el gol y la intensidad de los acontecimientos de la última sema- na, Mario se sorprendió envidiando a Óscar, odiándose a sí mismo por haber sido tan malo con él sin saberlo, odiando aún más a Mónica,
  • 8. Roberto y sus amigos por haberle engañado ya dos veces y prometién- dose que, por mucho que le costase y por muy en riesgo que pusiera su fama en la clase, se disculparía con Óscar el lunes e intentaría hacerse amigo suyo. (Casi) como los demás I 7
  • 9. cuentos para la diversidad 1. A clase como si nada - Celia Díaz Pardo 2. Adolescencia - Juana Cortés Amunárriz 3. Artyon - Felisa Benítez Izuel 4. Boda en Regaliz - Fátima Verona Martel 5. Carlos y el fútbol - Roberto Ismael Castón Alonso 6. (Casi) como los demás - Juan Senís Fernández 7. Compañeras - Juana Cortés Amunárriz 8. De Kiev a la Alcarria - Miguel Ángel González Merino 9. Dos padres - José Luis Muñoz 10. El cumpleaños - Elena Verdi 11. Jarabes mágicos - Herminia Dionís Piquero 12. La princesa valiente - Arancha Sánchez-Apellániz Sanz 13. La tortuga Suga y el concurso de disfraces - Elena orión 14. Los amantes del mar - Nicanor Suárez Hernández 15. Luci - Juana Cortés Amunárriz 16. Max - Javier Termenón 17. Me quieren - Javier Termenón 18. Mi amigo Vania - Esperanza Mendieta 19. Mis tíos favoritos - José Antonio Cortés Amunárriz 20. Ni carne ni sopa - Pola Gutiérrez Alegre 21. Nicolás tiene dos mamás - Juan Carlos Manteca y Natascha Rosen 22. Sedna. Un planeta diferente - Lorena Castro Salillas 23. Un suspiro ha nacido - Noelia Verona Martel 24. Una familia diferente - Sergio Zeni Beni diseño y maquetación: itziar olaberria 25. Una familia muy especial - Juana Cortés Amunárriz 26. Villa Pared y Villa Sol - Emmanuel Vila Ibarlucea 27. Yo - Esperanza Fernández © 2005 COGAM. Colectivo de Gays, Lesbianas y Tansexuales de Madrid www.cogam.org