1. DRÁCULA Abraham Stoker I.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER Bistritz, 3 de mayo. Salí
de Münich a las 8:35 de la noche del primero de mayo, llegué a Viena a la mañana siguiente,
temprano; debí haber llegado a las seis cuarenta y seis; el tren llevaba una hora de retraso. Budapest
parece un lugar maravilloso, a juzgar por lo poco que pude ver de ella desde el tren y por la pequeña
caminata que di por sus calles. Temí alejarme mucho de la estación, ya que, como habíamos llegado
tarde, saldríamos lo más cerca posible de la hora fijada. La impresión que tuve fue que estábamos
saliendo del oeste y entrando al este. Por el más occidental de los espléndidos puentes sobre el
Danubio, que aquí es de gran anchura y profundidad, llegamos a los lugares en otro tiempo sujetos
al dominio de los turcos... [fragmento de Drácula, de Bram Stoker, pág. 217]
...y cerró los ojos, apretándolos con fuerza, como lo hace un niño cuando le están lavando la cara
con jabón. Había algo patético en él que me emocionó; asimismo, recibí una lección, puesto que me
parecía que había un niño frente a mí..., solamente un niño, aunque sus rasgos faciales reflejaban el
cansancio y la barba que aparecía sobre sus mejillas era blanca. Era evidente que estaba sufriendo
algún proceso de desarreglo mental y, sabiendo cómo sus estados anímicos anteriores parecían haber
interpretado cosas que eran aparentemente extrañas para él, creí conveniente introducirme en sus
pensamientos tanto como fuera posible, para acompañarlo. El primer paso era el de volver a
ganarme su confianza, de modo que le pregunté, hablando con mucha fuerza, para que pudiera
oírme, a pesar de que tenía los oídos cubiertos: —¿Quiere usted un poco de azúcar para volver a
atraer a sus moscas?
Pareció despertarse de pronto y movió la cabeza. Con una carcajada, dijo: —¡No! ¡las moscas son de
poca importancia, después de todo! —hizo una ligera pausa, y añadió —: Pero, de todos modos, no
quiero que sus almas me anden zumbando en los oídos. —¿O las arañas? —continué diciendo. —
¡No quiero arañas! ¿Para qué sirven las arañas? No tienen nada para comer o... —guardó silencio
repentinamente, como si se acordara de algún tópico prohibido. "¡Vaya, vaya!", me dije para mis
adentros. "Es la segunda vez que se detiene repentinamente ante la palabra, ¿qué significa esto?"
Renfield se dio cuenta de que había cometido un error, ya que se apresuró a continuar, como para
distraer mi atención e impedir que me fijara en ello. —No tengo ningún interés en absoluto en esos
animales. "Ratas, ratones y otros animales semejantes", como dice Shakespeare. Puede decirse que
no tienen importancia. Ya he sobrepasado todas esas tonterías. Sería lo mismo que le pidiera usted a
un hombre que comiera moléculas con palillos, que el tratar de interesarme en los carnívoros,
cuando sé lo que me espera. —Ya comprendo —le dije—. Desea usted animales grandes en los que
poder clavar sus dientes, ¿no es así? ¿Qué le parecería un elefante para su desayuno? —¡Está usted
diciendo tonterías absolutamente ridículas! Se estaba despertando mucho, de modo que me dispuse a
ahondar un poco más el asunto. —Me pregunto —le dije, pensativamente— a qué se parece el alma
de un elefante. Obtuve el efecto que deseaba, ya que volvió a bajar de las alturas y a convertirse en
un niño. —¡No quiero el alma de un elefante, ni ningún alma en absoluto! —dijo. Durante unos
momentos, permaneció sentado, como abatido. Repentinamente se puso en pie, con los ojos
brillantes y todos los signos de una gran excitación cerebral. —¡Váyase al infierno con sus almas!
—gritó—. ¿Por qué me molesta con sus almas? ¿Cree que no tengo ya bastante con qué
preocuparme, sufrir y distraerme, sin pensar en las almas? Tenía un aspecto tan hostil que pensé que
se disponía a llevar a cabo otro ataque homicida, de modo que hice sonar mi silbato. Sin embargo,
en el momento en que lo hice se calmó y dijo, en tono de excusa: —Perdóneme, doctor; perdí el
control. No necesita usted ayuda de ninguna especie. Estoy tan preocupado que me irrito con
facilidad. Si conociera usted el problema al que tengo que enfrentarme y al que tengo que buscar una
solución, me tendría lástima, me toleraría y me excusaría. Le ruego que no me metan en una camisa
de fuerza. Deseo reflexionar y no puedo hacerlo cuando tengo el cuerpo atado. ¡Estoy seguro de que
usted lo comprenderá!