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CUANDO PAPÁ LASTIMA
Rayo Guzmán
Cuando papá lastima
Reconstruyendo la capa del superhéroe
El sueño del héroe es ser grande en todas partes. Víctor Hugo
Con amor y admiración para Roberto.
Para todos los padres del mundo que por ignorancia, inconsciencia, amor o
desamor lastiman a un hijo, a veces sin darsse cuenta.
–¿Has empleado todas tus fuerzas? –le preguntó el padre.
–Sí –respondió el niño.
–No –replicó el padre–. Aún no me has pedido que te ayude. Bruno Ferrero
Durante los últimos cinco años de mi vida me he dedicado a contar historias a
través del relato breve. El ejercicio literario ha dado a luz tres libros que
lograron conectar emocionalmente con sus distintos públicos. Regalos para
toda ocasión (MileStone 2012), se ha convertido en el libro de experiencias
femeninas al que acuden las lectoras para resucitar la llama de la esperanza,
motivarse y creer en sus talentos y virtudes cuando sienten desfallecer. Tú
princesa y yo sapo (MileStone, 2013), mi libro tributo al género masculino,
donde han quedado plasmadas las vivencias emocionales de muchos varones
que se atrevieron a abrir su corazón y nos permitieron conocer qué sucede
con ellos después de que besan a la princesa. Cuando mamá lastima
(MileStone 2015) llegó a ser la cereza del pastel de mi colección de relato
breve y las miles de historias recolectadas en el campo de la vida real,
compartidas generosamente por personas que confiaron en mí y se
arriesgaron a convertirse en personajes de mis libros, ahora son esos
personajes entrañables que nos conducen desde la lágrima a la sonrisa
caminando entre los senderos del amor incondicional, el amor de la madre.
Sin embargo, cuando recorrí todos los rincones posibles del país con la
conferencia del mismo nombre, «Cuando mamá lastima», con frecuencia
comencé a estuchar la siguiente pregunta: «¿Y Cuando papá lastima, lo vas a
escribir?»
También comenzaron a llegar mensajes a las redes sociales y, lo más
importante, testimonios de cientos de personas que, conmovidas por la
lectura de Cuando mamá lastima, estaban entusiasmadas y decididas a
compartir su experiencia y entregarla a mi vocación para escribir una historia
inspirada en ellos. A todos ellos mi gratitud y mi admiración eternas. La
convocatoria que acostumbro realizar en redes sociales lanzado una pregunta,
hizo posible la recepción de cientos de historias más. «¿Qué hace (hizo) tu
papá que te lastima?» era la pregunta, y las respuestas se fueron acumulando.
El resultado es este libro, escrito en el formato de mi colección de relato
breve, ya que también he escrito una narración larga, mi primera novela La
mujer de ceniza y el hombre que no podía escribir (Selector, 2017). Así que
he seguido la misma fórmula: las historias reales que leo y escucho, después
las utilizo para narrar en primera persona, a manera de testimonios, lo que
emergió de la realidad. Así construyo personajes que se parecen a los que me
regalaron su testimonio pero no son ellos. Al convertirse en personajes dejan
de ser una voz individual y comienzan a hablar por muchos otros.
El dolor como la experiencia de la que surge el crecimiento humano es una de
las premisas de vida que he tenido. Dicen mis amigos médicos que el dolor es
una sensación que se detona por el sistema nervioso central y que puede ser
constante o intermitente, puede ser agudo o puede ser espantosamente sordo,
lacerante. Sin embargo, y sin ser médico, estoy totalmente de acuerdo con
ellos en una cosa: el dolor avisa y ayuda a diagnosticar algún problema más
profundo. Por eso los títulos de mis libros, porque es ahí, donde te duele,
donde hay herida, donde tienes lastimado un trozo de tu corazón, es
precisamente ahí donde es posible que encuentres la maravillosa oportunidad
de sanar males más profundos o añejos y donde te convertirás en una mejor
persona.
Mis amigos médicos también me han dicho que existen dolores crónicos. Son
dolores a los que incluso te llegas a acostumbrar. Los extrañas cuando se van.
Ya viven contigo. Así tienden a ser las heridas provocadas por nuestros
padres, porque son antiguas, algunas a veces las negamos, otras las
escondemos tras vendajes (algunos muy bien elaborados alimentados por el
ego; otros no tanto, alimentados por un victimismo inútil), y tratamos de
fingir que todo se ha superado y que forma parte de un pasado. Hay quienes
convierten esos dolores en rencores enfermizos o resentimientos que dañan
no solamente su vida emocional, sino que llegan a somatizarse y convertirse
en serias enfermedades acompañadas también de dolores físicos.
Y sí, efectivamente, papá es una figura que a veces lastima. La figura paterna
es muy importante para el conveniente desarrollo de un ser humano. Sin
embargo, considero que al ser la figura de la madre una figura tan poderosa
en lo biopsicosocial, el rol del padre en determinados entornos
socioculturales se ha desvalorizado. Las mujeres hemos luchado durante años
por nuestros derechos, por el reconocimiento de nuestros talentos y
posibilidades humanas y por conseguir espacios de desarrollo distintos a la
cocina o a amamantar a un crío. Considero que todo esto también ha tenido
un efecto inesperado y tal vez colateral: mientras se iluminaba lo femenino se
ensombrecía lo masculino. Es el precio a pagar por tanto tiempo de
dominación masculina. De este modo, podemos constatar que en la
actualidad el varón se siente desubicado al pretender conquistar a una mujer
del siglo XXI que en nada se parece a su madre, ni a su abuela, y que en
distintos discursos cotidianos dice directa o indirectamente: «Yo no necesito
de un hombre para ser feliz».
La palabra «padre» proviene del latín pater, patris, cuyo significado es
patrono, protector, defensor, y tenemos que reconocer que la influencia que
tiene la figura paterna en la construcción psíquica de un ser humano es
innegable. Un padre transmite identidad, disciplina y vitalidad a la
personalidad de un hijo. El padre contemporáneo tiene características que tal
vez para sus antecesores serían del mundo femenino (como colaborar en las
labores domésticas), e incluso algunas penosas (como que la mujer tenga un
mejor puesto laboral o ingresos económicos mayores que los del varón).
Algunas veces podemos encontrar en el discurso de lo familiar que la figura
del padre es intercambiable: «Mi hijo no necesita un padre porque tiene
mucha madre». La sensación de que el padre es prescindible, la idea de que
en el fondo no es tan necesario para el adecuado desarrollo del niño, se
dispersan entre lo social e incluso en teorías que hablan de que el núcleo
familiar está constituido por la relación madre-hijo. Y así, madres solteras,
abandonadas, separadas o divorciadas crían hijos abrazando la infundada
creencia de que con su amor basta y que sus hijos pueden crecer
perfectamente sin un amor paterno. Sin embargo, a pesar de que
aparentemente el hijo(a) ha crecido adecuadamente sin la presencia de un
padre, los testimonios delatan que, en las profundidades del corazón de esos
seres, la ausencia paterna ha calado.
Como acostumbro en mis libros, relato historias inspiradas en experiencias
reales. Esto significa que los nombres de los personajes y muchas de las
circunstancias son inventados. Mi escritura se convierte en la voz de
personajes que representan a cientos de personas que abrieron sus corazones
y me mostraron sus heridas. A través de la ficción testimonial, sin juicios, sin
moralejas, sin pretensiones de aconsejar a nadie, simplemente cuento sus
vidas. Son estas historias que a continuación compartiré las que arrojan
revelaciones profundas desde las heridas de esos hijos lastimados, como el
hecho de que la influencia de un padre sobre sus hijos es irremplazable. El
padre, el primer amor de las hijas, el primer superhéroe de los hijos, el que
espanta los fantasmas por las noches y simula ser caballo por el día,
cabalgando con el crío sobre los hombros, la figura que se utiliza como
amenaza cuando la autoridad de la madre se vuelve débil. El que atemoriza y
protege a la vez, el que se convierte en el ideal del hombre para la niña que
cuando crece se enamora y busca en otro varón las características del
progenitor. Cada uno de los relatos nos permite constatar de lo importante
que es el padre en la vida de un hijo. La figura paterna se amalgama en el
desarrollo del individuo con los conceptos de autoridad, protección,
seguridad, liderazgo, iniciativa y audacia. Por otro lado, los conceptos de
infantilismo e inmadurez crónica están relacionados con la ausencia de la
figura paterna. Sin embargo, los seres humanos somos posibilidad
permanente. Cualquier herida en nuestros corazones puede ser sanada y
transformada en la fuente de fortaleza y de inspiración para una mejora
continua de nuestra calidad como personas. El sendero del perdón se transita
cuando se comprende, porque la comprensión en una de las manifestaciones
más luminosas del amor, ese amor que todo sana, que todo cura, que alimenta
lo mejor de nosotros mismos.
1. CON ELLA
No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos.
Friedrich Schiller
Lo que voy a contar lo he tenido escondido debajo de mis resentimientos más
profundos y de mis recuerdos más dolorosos. No obstante, he decidido
sacarlo de ahí y ponerlo en palabras porque es una manera de limpiar ese
espacio sucio de mi corazón. Donde hay herida sin sanar se corre el riesgo de
heredar ese dolor y ahora que nació mi hija he decidido liberarme de ese peso
para que ella no reciba de mí sentimientos inútiles que le hagan recorrer el
camino de la existencia con cargas que no le pertenecen. Por eso hablaré de
él. De mi padre.
Hace ocho años lo enterré vivo en mi memoria. No quise volver a saber de él.
Han sido ocho años de llorar bajo la regadera para que nadie me escuche, de
caminar por las mañanas acompañada de mi perro mientras lágrimas
inconscientes resbalan por mis mejillas. Ocho años de preguntarme una y otra
vez por qué hizo lo que hizo y con quien lo hizo. Por eso he decidido dar fin a
todo esto, porque tener en mis brazos a mi bebé me ha cimbrado y me he
dado cuenta de la gran responsabilidad que es invitar a habitar este mundo a
un ser humano, al que no solo le debo dar las condiciones físicas adecuadas
para su desarrollo, sino un entorno emocional sano que le permita crecer
feliz.
Hace treinta y dos años mi padre, Mauricio Grajales, me tomó en sus brazos
por primera vez. Soy hija única, producto de su matrimonio de veinticuatro
años con Elena Montiel, mi mamá. Veinticuatro años permanecieron juntos y
vivimos una historia familiar típica, aparentemente normal. Mi papá es un
reconocido cirujano especializado en columna. Vivimos siempre en una casa
heredada de mi abuelo paterno, en una de las colonias de clase alta de la
capital del país. Estudié en colegios caros y vestí ropa fina. No supe lo que
era un «no» de su parte. Mis caprichos o antojos eran cumplidos. Era su
consentida. Su muñeca, como él me decía. Crecí sentada sobre sus piernas
mientras escuchaba música clásica en su despacho o en su consultorio.
Caminando por los pasillos del hospital privado del cual era socio,
sintiéndome la princesa del doctor Grajales, la dueña del mundo y creciendo
bajo el manto protector de ese hombre guapo, talentoso y admirado. Mi
madre es una mujer que dedica hasta el día de hoy mucho tiempo a su
cuidado personal y es activa en la sociedad. Su vida pasa entre la peinadora y
los desayunos altruistas, con sus amigas, la mayoría esposas de médicos
conocidos por mi padre. Nuestro mundo era poco complicado, había un padre
que era excelente proveedor y exitoso, y una madre sofisticada y educada
para ser la compañera de un hombre como él. Reconozco que fui una niña
mimada y que mi padre era mi superhéroe. Todos los adjetivos positivos
posibles para describir a un hombre los usé para describir a mi papá: guapo,
fuerte, inteligente, decidido, sabio, cariñoso, protector, elegante, talentoso,
trabajador, dedicado, amoroso, consentidor, juguetón y más. Obviamente se
convirtió en mi prototipo de hombre. Crecí aspirando a conocer un príncipe
parecido a mi papá y al primer defecto que encontraba en mis pretendientes
los descartaba. El hombre que se ganara mi amor tendría que ser igual a papá.
Cuando el ídolo se volvió de carne y hueso y sus vestiduras de santo se
rasgaron, mi mundo se derrumbó con él.
En la secundaria conocí a Ernestina Mendívil. Nos volvimos inseparables.
Ella es hija de médico y yo también. Vivía a cuatro cuadras de mi casa en la
misma colonia, y compartía conmigo el gusto por la comida japonesa y por la
natación. Seguimos juntas en el bachillerato y, en el momento de decidir
carrera, las dos teníamos muy claro que queríamos estudiar medicina como
nuestros padres. Y así fue, nos inscribimos en la misma escuela de medicina
en una reconocida universidad privada y nos enfocamos en fabricar nuestro
futuro. Viajamos juntas a campamentos en Francia y en Alemania.
Compartimos departamento durante un verano en Seattle cuando fuimos a
cursar unas materias del bachillerato. Éramos confidentes y en varias
ocasiones lloramos juntas nuestras decepciones amorosas. Las dos nos
convertimos en jóvenes atléticas y glamorosas que vestíamos al último grito
de la moda y asistíamos a fiestas y conciertos. Ernestina pasaba mucho
tiempo en mi casa, veíamos series de televisión y escuchábamos música o
cocinábamos juntas comida asiática con ayuda de tutoriales de YouTube o
recetarios que bajábamos de internet. Mi madre llegó a considerarla una hija
más. Ernestina llegaba a mi hogar y abría el refrigerador o asaltaba la alacena
como si estuviera en su propia casa. Cuando salía de viaje con mis padres, mi
mamá siempre le compraba un regalo y se lo daba a nuestro regreso. Los
padres de Ernestina hacían lo mismo conmigo. Me estimaban mucho y yo
también me sentía una hija más en casa de ellos. Nunca me percaté de que
dejamos de ser dos adolescentes que corrían por el jardín correteando
mariposas mientras mi padre tomaba un coctel junto a la alberca. Nunca me
percaté de que ya éramos dos mujeres tomando en sol en bikini mientras mi
padre tomaba su trago ahí a un lado de nosotras.
Entramos a la universidad y algo comenzó a cambiar entre Ernestina y yo.
Comenzó a alejarse de mí y a poner pretextos para no acompañarme a algún
evento o para estudiar conmigo por las noches en mi casa. A veces le
mandaba mensajes de texto o por WhatsApp y no los respondía, ni siquiera
los veía. Eso era muy raro entre nosotras. Lo atribuí a la carga pesada que
comenzamos a tener en la escuela, a las tareas y a las actividades distintas
que abatieron nuestras nuevas vidas como estudiantes de medicina. Antes de
entrar a la universidad decidimos tomar todas las clases juntas. Sin embargo,
para el segundo semestre ella decidió tomar materias con otros profesores o
en horarios distintos a los míos, como si no quisiera estar mucho tiempo
conmigo. Lo seguí atribuyendo a que tal vez había llegado la hora anunciada
y cada una buscaría encontrar su futuro a su manera. Seguíamos tomando
café o saliendo a algún bar una vez por semana, ya no era a diario como
antes, pero la vida había cambiado y las rutinas también. Yo confiaba en que
nuestra amistad era indestructible y que persistiría a lo largo del tiempo y
resistiría todo. Todo... menos eso.
Eso que sucedió lo relato con un nudo en mi garganta y un dolor en el
vientre. Ese mismo nudo que se deshace en lágrimas bajo la ducha y se
convierte en colitis por las noches. Ese nudo que quiero deshacer y ese
vientre que quiero liberar del dolor escribiendo esto.
Una noche que salimos juntas a un bar comenzamos a hablar sobre los
hombres. Recuerdo que yo le hablé de un par de pretendientes que andaban
detrás de mí y ella me escuchaba a medias, porque la mitad de su atención
estaba constantemente en su celular. Le pregunté si ella estaba saliendo con
alguien y me dijo que había un hombre del que sentía se estaba enamorando
profundamente. Cuando le pedí que me enseñara una fotografía se puso
nerviosa y me dijo que prefería hacerlo después, cuando ya se concretara algo
con él, además de que no quería que yo la criticara porque se trataba de un
hombre mayor. Me sorprendió que saliera con alguien mayor y que además
me dijera que no me burlara de ella, puesto que entre nosotras jamás había
existido ningún tipo de burla, y menos cuando se trataba de nuestros
sentimientos por algo o por alguien. La misma situación se repitió dos
semanas después, cuando salimos otra vez a cenar. Ella escuchándome a
medias y la otra mitad de su atención concentrada en revisar su celular
periódicamente. Esa noche me dijo que tenía que irse. Dejó su parte de la
cuenta sobre la mesa y salió del restaurante apresurada. Ya era tarde y me
pareció extraño que tuviera que ir con urgencia a alguna parte a esas horas.
Pero no pregunté más. Pensé que ya tendríamos la oportunidad más adelante
de hablar con calma sobre su comportamiento tan raro de los últimos meses.
–Ernestina ya nos tiene olvidados –comentó mi madre mientras los tres
cenábamos en la cocina un sábado por la noche.
–¿Sí, verdad?, ha estado rara últimamente –respondí tratando de compartir
con mi madre mi preocupación por su alejamiento.
–¿A dónde van a querer ir en Semana Santa de vacaciones? –preguntó mi
papá, dándole inesperadamente un giro a la charla, como si quisiera evitar
hablar de mi amiga.
–¿Tú no la has visto, Mauricio? –insistió mamá.
–No, ¿por qué tendría que verla?, debe de estar ocupada con la escuela.
Estudiar medicina demanda mucho tiempo, ¿o no, Samantha? –dijo mi padre
con un tono de voz que intentó restar importancia a la pregunta de mi madre.
Asentí con la cabeza y me levanté de la mesa. Estaba cansada y tenía sueño.
Esa noche no pude dormir bien. Algo se había instalado en mis entrañas,
como si mi sexto sentido me hubiera inoculado un misterioso temor, una
enigmática sospecha se había incrustado en mi vientre.
Un par de semanas después vi en el Facebook de Ernestina una selfie que se
tomó en el interior de un vehículo. Me llamó la atención el respaldo del auto.
Era idéntico al respaldo del automóvil de mi padre. Y ese auto era único. Se
trataba de un Audi TT que él mismo mandó tapizar con la armadora. Piel gris
con un remache rojo en las orillas. Algo poco común. La sospecha se
alimentó de golpe y me puse a stalkearla. Entonces me di cuenta que tenía a
mi padre agregado entre sus contactos. Se me hizo muy extraño eso porque
mi padre usaba poco el Facebook y tenía agregados en su mayoría a colegas o
familiares. Pero a mis amigos no acostumbraba tenerlos en su red social.
Seguí buscando y me di cuenta de que a mi madre no la tenía, y hubiese sido
más normal que los tuviera a los dos. Mi madre usaba más el Facebook que
mi padre. Me pareció muy raro. Cuando le pregunté a Ernestina se puso
nerviosa y me explicó que lo hizo porque tenía que preguntarle de
emergencia algo de una tarea y creyó que sería más fácil por ese medio. Le
dije que me hubiese llamado para preguntarle por teléfono o yo le hubiera
proporcionado su correo electrónico. Pero cambió el tema y evadió las
preguntas que le hice. Entonces la sospecha se convirtió en obsesión y
comencé a buscar. Y dicen que el que busca, encuentra. Decidida a sacar esa
espina llena de duda de mi corazón, falté a clases y me dediqué a vigilar a mi
amiga desde lejos. Sin importarme las consecuencias en la escuela, decidí
dedicar más allá de mi tiempo libre para seguirla y observarla desde lejos.
Constaté que pasaba mucho tiempo en el celular. Que salía de clases y no se
iba con sus compañeros a ninguna parte. Subía a su auto y se iba en dirección
contraria a su casa. Entonces decidí seguirla. Y la duda se desvaneció. Se
detuvo afuera de un edificio de departamentos en la colonia Roma. Un
edificio que yo conocía a la perfección porque dos de los departamentos eran
propiedad de mi papá. Tuve que irme de ahí, pero me di a la tarea de llegar al
fondo del asunto. Deshacer la madeja de interrogantes que agobiaron mi
cerebro desde esa tarde. Llegué a casa y me puse a buscar las llaves del
edificio. Encontré también copias de las llaves de los dos departamentos que
eran propiedad de mi familia.
Así fue como los descubrí. Tres días después, volví a seguirla hasta el
edificio y entré después de ella. Por el número de piso en el que se detuvo el
elevador supe a cuál de los dos iba. Subí y los encontré. Desnudos y en la
cama. Revolcándose encima de mi dolor, de mi confianza, de mi amor por los
dos.
Mauricio Grajales cayó del pedestal donde lo puse. El ídolo se derrumbó. Al
superhéroe se le cayó la capa.
El dolor fue profundo y lacerante. Mi padre destruyó mis recuerdos felices de
infancia, de adolescencia. Destruyó mi amistad con Ernestina. Hoy que
escribo esto no sé si realmente pueda llamar amiga a alguien que hace lo que
ella hizo. No tuvieron tiempo de vestirse antes de que yo saliera de ahí con el
corazón desgarrado. Vagué por la ciudad durante horas en el auto. Llorando
sin consuelo y sin rumbo. No quería llegar a mi casa. No quería ver a mi
madre. Imaginaba el sufrimiento de ella al enterarse de lo que había entre
Ernestina y mi padre.
–Me enamoré –nos dijo con voz llena de determinación.
Mi madre y yo estábamos sentadas frente a papá en el salón principal de la
casa. Por primera vez en mi vida vi a mi madre perder la compostura y dar
gritos llenos de dolor insultando a mi padre con palabras que desconocía que
ella usara. Jamás la había escuchado utilizar semejantes expresiones. Desde
«poco hombre» hasta «hijo de puta». Fue una noche oscura, en la que en la
penumbra de esa sala vimos desbaratarse la historia de la familia perfecta y
observamos a mi padre como una bestia que sucumbía ante los mandatos del
deseo y de la carne. Con ella. Con mi mejor amiga.
La mansión Grajales se vendió y mi madre se fue a vivir a un pent-house en
Las Lomas. Yo me fui a terminar mi carrera al extranjero. Ernestina
abandonó la universidad y se casó con mi padre. Y la vida siguió. Porque así
es la vida, no se detiene y el tiempo es su aliado más valioso, ese que diluye
los hechos y convierte en imágenes borrosas los recuerdos dolorosos. Pero
los recuerdos habitan en la memoria del corazón.
Mientras hacía el internado conocí a Juan Pablo, un argentino amable y con
agallas. Decidido a convertirse en un gran cirujano pediatra. Yo me incliné
por la medicina interna. Decidimos casarnos al año de noviazgo y hasta el
momento siento haber tomado una de las mejores decisiones de mi vida. Ha
sido Juan Pablo el que me ha hablado de lo importante que es para mí
perdonar a mi padre. Ahora que nació nuestra hija, siento que ha llegado el
momento de escribir nuevos capítulos en el libro de mi alma. Mi niña tiene el
derecho de conocer a su abuelo. Y a ella. A Ernestina. Porque aunque me
duela, es la mujer que mi padre eligió para reinventarse. Ahora que soy
esposa, entiendo que tal vez la relación con mi madre no era tan buena como
ellos aparentaban. O tal vez es una historia más del hombre maduro que cae
rendido ante la carne joven. No lo sé. Solo ellos saben en el fondo qué había
en las entrañas de su matrimonio. Y solo mi padre sabe lo que lo llevó a
elegirla a ella, precisamente a ella... a mi mejor amiga.
Con el paso de los años, nos hemos enterado por otras personas o por
familiares de que llevan un matrimonio feliz. Ernestina dio a luz a un
varoncito hace cuatro años. Se la pasan juntos y ella acompaña a mi padre a
todas partes. Ella es la que ha estado a su lado cuando ha recibido
reconocimientos o cuando ha estado enfermo. Juan Pablo me dice que si fue
mi amiga tantos años no debe ser mala persona, y que mi padre tampoco. Que
así son las historias inesperadas del destino, y que aunque haya dolido, así
tenía que ser. Mi madre también ha empezado a rehacer su vida. Tiene un
novio alemán que la ha vuelto a hacer sentir como una adolescente. Se ha
pintado el cabello y ha regresado al gimnasio. Ha vuelto a sonreír. He sido yo
la que me he estado meciendo en el columpio del rencor todos estos años. Y
ha llegado el momento de bajarme.
Me abrió la puerta Ernestina. Vestía un traje sastre blanco de lino y con el
cabello corto. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando me vio. Me dio un
temeroso abrazo, al que respondí con recelo. Y detrás de ella apareció él. Con
más años, con más canas, más delgado, igual de guapo, con la misma sonrisa
encantadora que mataba mis miedos por las noches cuando le tenía miedo a la
oscuridad. Me abrigó en un abrazo en el que sentí una mezcla de ternura y
dolor, como si en ese silencioso contacto físico me dijera: «Yo también sufrí,
a mí también me ha dolido».
Detrás de mí, Juan Pablo cargando a nuestra hija. Entonces vi a mi padre
dirigir la mirada hacia ellos. Y los ojos se llenaron de agua, los abrazó en uno
solo para después pedirle a mi esposo que le cediera a la niña. Tomó a mi hija
en sus brazos y se sentó en el sillón. La besó mil veces en un minuto. Como
si en cada beso quisiera recuperar a su propia hija, esa que la traición alejó de
su corazón. Lo vi mirarla como el feligrés que observa con devoción a
Jesucristo. Con su amor desmesurado de abuelo. Y entonces se desbarató mi
rencor. Lo escuché sollozar y repetir una y otra vez: «Gracias, hija, gracias,
gracias... gracias.»
Maura hoy cumple seis meses y su abuelo viene a verla cada semana. A veces
viene solo y en otras lo acompaña Ernestina. La puerta de mi casa estará
siempre abierta para mi padre y su nueva familia, porque le he cerrado la
puerta al rencor. Porque quiero ser libre de espíritu para criar a mi hija en el
amor. Mi madre lo ha comprendido porque ella se ha vuelto a enamorar y
también vive una época de reconciliación con la esperanza. He podido
convivir con Ernestina en paz, sin intercambiar frases de reproche, siendo
cordial. Nuestra amistad nunca se recuperará de algo así pero la he
perdonado, aunque sé que jamás volveremos a ser las amigas que un día
fuimos. Ese día que mi padre tomó entre sus brazos a mi hija y vi el amor
desbordarse hacia ella en sus ojos, recordé también lo mucho que mi padre
me ama. Y ese día vi con mis ojos limpios de resentimiento cómo mi
superhéroe recuperó su capa.
2. EN LA TELEVISIÓN
Creo que en lo que nos convertimos depende de lo que nuestros padres nos
enseñan en los ratos perdidos, cuando no están tratando de enseñarnos.
Estamos
formados por pequeños trozos de sabiduría. Umberto Eco
Cuando escuchaba el motor de su automóvil mi corazón se aceleraba. Una
mezcla de temor y de tranquilidad se apoderaba de mi cuerpo entero. Temor
porque mi padre representaba todos los castigos posibles y tranquilidad
porque sí había vuelto a casa. Mi madre utilizaba todos los días la figura de
mi padre para atemorizarnos a mí y a mis hermanos. Cuando sentía su
autoridad debilitada ante nosotros acudía a la imagen de mi padre. «Esto lo
va a saber su padre y cuando llegue los va a castigar», «Si su padre un día se
va de la casa será por su culpa». Es por eso que los recuerdos de mi infancia
están plagados de temor. Muchos años creí que mi padre era una especie de
capataz y estaba segura de que cada tarde, cuando regresaba a casa, le pedía
un informe de nuestra conducta a mamá para entonces ejercer su autoridad y,
según la gravedad de la falta, otorgar el castigo a quien lo merecía.
Me llamo Pamela y soy la mayor de los tres hijos de Fabiola Larios y
Gustavo Mondragón. Gustavo, dos años menor que yo, y Fabio dos años
menor que Gustavo, por ser varones disfrutaron más de la convivencia con mi
padre. A ellos los llevaba a clases de fútbol soccer desde que cumplieron los
cinco años. Los sábados salían muy temprano de la casa con sus maletines y
sus uniformes y regresaban al atardecer. Mi padre era americanista de hueso
colorado, como acostumbraba decir, y mis hermanos heredaron su pasión por
ese equipo. Mis sábados eran destinados a acompañar a mi madre al
supermercado y a visitar a la abuela. Recuerdo que alguna vez le pedí a
mamá que me dejara ir con ellos al partido de fútbol pero no me dejo ir
porque eso era «asunto de hombres». Estoy convencida de que tuve un padre
presente pero ausente en gran medida debido a la dinámica familiar que de
alguna manera estaba determinada por las creencias y costumbres de mi
madre. La separación por géneros en el interior de mi familia hizo que
durante toda mi infancia conviviera muy poco con mi padre. Tal vez por eso
jugaba a idealizarlo, a imaginar cómo era. Siempre sentí mucha curiosidad
por saber cómo sentía en realidad, cómo pensaba, y me cuestionaba si en
verdad era el ser humano que nos describía mi madre. Con los años he
constatado que cada hijo puede desarrollar su propio concepto de unos padres
porque aunque hayan sido los mismos cada uno tiene una imagen particular
de ellos. Cuando entre hermanos hemos llegado a platicar sobre nuestro padre
me ha quedado claro que cada uno conoció a un Gustavo distinto.
Mi padre nació en un pueblo oaxaqueño llamado Tuxtepec. Creció en el seno
de una familia numerosa. Ocho hijos. Cuatro varones y cuatro mujeres. Él era
el mayor de todos. El Papaloapan mojó sus pies durante la infancia. Durante
las reuniones familiares, que era cuando se tomaba sus copas de mezcal,
acostumbraba contar sus aventuras a la orilla de ese río. En esas ocasiones
hasta llegué a escucharlo reír a carcajadas. Mi abuelo había sido un padre
rígido con sus vástagos y además murió joven, a los cuarenta y siete años,
dejando a la abuela con la carga de la familia sobre sus hombros y una viudez
que la convirtió en una mujer taciturna y amargada. La amargura caló en los
corazones de sus hijos, que abandonaron la casa materna tan pronto pudieron.
Se fueron uno a uno y se esparcieron por todo el territorio mexicano. Mi
padre tiene hermanos y hermanas esparcidas por diferentes regiones, desde la
zona del Itsmo de Tehuantepec hasta la ciudad fronteriza de Tijuana. Unos
que se casaron, otros que se fueron buscando fortuna o siguiendo a una novia.
Desconozco los detalles, solo cuento lo que sé. Mi padre tenía veinticinco
años cuando murió el abuelo y asumió por un par de años el rol del hijo
mayor y protector del clan, pero al ver que cada uno iba en busca de su
propio destino, y agobiado por el carácter de la abuela, decidió también
emigrar y encontró un trabajo en la ciudad de Puebla. Allá en Tuxtepec se
quedó la abuela y se dice que murió de amargura a los tres años de quedar
viuda.
Siempre que preguntábamos a nuestros padres sobre su noviazgo y el día de
su boda, tengo que admitir que era mi madre la que tomaba la palabra y se
ponía a describirnos la tarde en que mi padre la conoció en la fiesta de
cumpleaños de una amiga y que fue amor a primera vista. También nos decía
que a mi padre se le estaba yendo el tren. Fue directo con ella y a los seis
meses le pidió que fuera su esposa. Mi padre tenía treinta años y mi madre
veintidós. Se sumergieron en un matrimonio aparentemente estable y
tradicional. Mi padre trabajaba en una fábrica de cerámica, de la cual llegó a
ser socio con el paso de los años. Mi madre dedicada al hogar y al cuidado de
los hijos. Sin embargo, siempre tuve un padre ausente.
Era una ausencia presente. Es decir, ahí estaba don Gustavo, viendo la
televisión los domingos y todos alrededor suyo. Pero él y sus pensamientos
conformaban un mundo propio que solo era interrumpido por el gol de algún
jugador estrella o por la voz de mi madre pidiéndole que nos llamara la
atención por alguna travesura que cometíamos. Mi padre obedecía, sí, esa es
la palabra. Obedecía y nos decía «¡Compórtense!» o «¡Tranquilos!». Si lo
que habíamos hecho ameritaba algún tipo de castigo se levantaba para
encerrarnos en nuestra habitación o dictaminar que nos quedaríamos sin
postre o dinero durante la semana. Después regresaba a su mundo. Ese
mundo que estaba entre el televisor y su cuerpo y que desconocíamos todos.
Incluso mi madre.
Con mis hermanos no era cariñoso. Su amor lo demostraba comprándoles
pelotas, bicicletas y llevándolos de campamento cada verano. Yo era la
afortunada de vez en cuando. Entre nosotros había instantes secretos y sutiles
en los que afloraba una ternura inédita de su mirada y me acariciaba el
cabello o me apretaba las mejillas. Si valoro un recuerdo de mi niñez es esa
tarde en que mi madre había salido con unas amigas y mis hermanos estaban
haciendo tarea en el estudio. Mi padre estaba sentado en la sala viendo su
acostumbrado partido de fútbol y yo llegué y me senté al lado suyo. Cuando
vio que yo llevaba en mis brazos mi cuaderno de dibujo me lo pidió y
comenzó a hojearlo. Le gustó una jirafa pastando que dibujé con crayolas y
me dijo que era toda una artista. Me sentí importante. El reconocimiento de
un padre es un bálsamo maravilloso sobre el corazón de un hijo. Yo tenía
siete años. Hoy tengo cuarenta y no lo he olvidado.
Pasaron los años, los hijos fuimos creciendo y nuestros padres haciéndose
viejos. Mi hermano Gustavo salió de casa para irse a vivir a Monterrey y
estudiar Mecatrónica. Fabio se hizo vegano, le dio por la meditación y se fue
a vivir a la India con una novia que conoció en un encuentro espiritual. La
más alterada ante las decisiones de mi hermano menor fue mi madre. Mi
padre solo atinó a decirle: «Es tu vida, ya eres mayor de edad, solo te pido
que seas independiente y no nos pidas que comulguemos con tus ideas.» Con
el paso del tiempo se hizo más evidente el mundo alterno en que vivía mi
padre. Un mundo inaccesible para nosotros. Mi madre se puso a estudiar la
Biblia y se dedicó a hacer un sin fin de actividades religiosas con su nuevo
grupo de amistades. Mi padre se compró un televisor inteligente y con
esfuerzos aprendió a dominar sus funciones, luego se dedicó a acampar frente
al aparato durante tardes enteras. El negocio ya no demandaba tanto su
presencia y pasaba más tiempo en casa. Estaba en casa, pero en su mundo
personal, presente pero ausente.
Yo me convertí en una coleccionista de penas de amor. Nunca me gustó la
escuela y apenas terminé el bachillerato me dediqué por completo al
comercio. Con ayuda de mi padre abrí una tienda de artesanías en el centro de
Puebla. Todo parecía ir bien hasta que conocí a Julián, un bajista que tocaba
con un grupo en un bar de moda. Me enamoré y le entregué mi alma, mi
cuerpo y mi estabilidad económica porque nunca traía un peso encima y
encontró en mí una prestamista sin intereses ni plazos. Cuando terminó la
relación también mi negocio estaba en la quiebra. Otra vez mi padre me
rescató, me llevó con él a su negocio y me dio trabajo como secretaria del
gerente. Ahí conocí otra cara de mi padre, me di cuenta de que era un hombre
admirado y respetado por sus trabajadores y que tenía fama de honesto y
justo. El hombre castigador e injusto de mi infancia que me había construido
mamá con sus discursos no era el que trabajaba ahí desde hacía más de veinte
años. A través de otros comencé a conocer más de mi padre. Descubrí que
tenía un sentido del humor que rayaba en lo sarcástico y que tenía en su
escritorio una colección de poemas de Neruda. Supe por parte de varios
trabajadores la anécdota del perro Solovino. Mi madre nunca nos dejó tener
perros como mascotas, a lo más que llegó su benevolencia fue a permitirnos
un par de peces japoneses que murieron a escasos dos meses de que Fabio los
llevó a casa. Por eso fue conmovedor enterarme de que mi padre encontró
una noche en la bodega a un cachorro lastimado y lleno de pulgas al que
levantó de entre los trozos de barro y maderas viejas para llevarlo al
veterinario y al que cuidó hasta verlo sano y fuerte. Entonces decidió llevarlo
a la perrera para adopción, lo dejó ahí solo una noche. Al día siguiente volvió
por él y los empleados lo vieron llegar a la fábrica con el perro que ya portaba
una correa de cuero y una cadena y les dijo que sería el nuevo vigilante. Lo
llamó Solovino y durante siete años fue el más fiel de los veladores del
negocio. ¡Vaya sorpresa! Mi padre no solo veía televisión y trabajaba como
negro, también tenía sentimientos y le gustaban los perros. Una de las
empacadoras me dijo que cuando murió Solovino debido a un virus que lo
dejó en los huesos por tanta diarrea, mi padre se encerró en su oficina y más
de uno de los trabajadores lo vio con los ojos llorosos por la partida de su fiel
amigo. «Lo llevó con más de tres veterinarios pero no pudo salvarlo y eso le
dolió mucho», me dijo la empleada. Ni mi madre ni mis hermanos supimos
nunca de eso. Cuando le pregunté a mi padre por qué nunca nos había
hablado de Solovino me respondió que eran sus cosas, y que mi madre se
hubiera molestado de saber que andaba recogiendo animales callejeros. Lo
dijo en tono indiferente, restándole importancia, pero en su mirada pude
encontrar marcas de incomprensión. En ese tiempo que trabajé con él en la
fábrica me enredé sentimentalmente con Horacio. Llegó a entregar unos
paquetes a la oficina y su carácter efusivo y su manera tan colorida de
conversar me embaucó y caí enamorada. Otra relación desastrosa. A los
cuatro meses me enteré de que era casado cuando llegó la esposa a la fábrica
y me armó un lío entre gritos y ofensas y me exigió que dejara en paz a su
marido. Ahí me sorprendió la actitud de mi padre otra vez. Me llamó a su
despacho y me dijo:
–Pamela, deja de ver a ese hombre y aquí no ha pasado nada. Medita sobre
este asunto y pasa unos días en casa, regresarás al trabajo cuando lo crea
prudente. Y a tu madre de esto ni una sola palabra.
Recuerdo perfectamente su mirada al decirme eso. Era una mirada
comprensiva y compasiva. Una mirada que delataba una responsabilidad
propia en mi falta. Como si al fallar yo fallara él. Lo abracé con fuerza y con
mucho cariño. Ese fue el inicio de una nueva relación con mi papá.
Todos esos mensajes recibidos de mamá acerca de que mi padre era un
hombre duro, exigente, castigador, justiciero, estricto y sin sentimientos se
fueron diluyendo poco a poco al conocer a mi papá más y más. Decidí ir a
terapia porque no podía seguir teniendo relaciones tan efímeras y poco
saludables con el sexo opuesto. Me sentía perdida caminando en el túnel de la
vida pero, al parecer, comenzaba a percibir luz al final de ese trayecto.
Papá cayó enfermo con problemas coronarios. Estuvo en el hospital internado
un par de ocasiones y permanecí al lado de su cama sin separarme ni un
minuto. A mis hermanos les extrañó mi nueva cercanía con mi viejo y a mi
madre le importó lo mínimo, sólo atinó a imaginar que era porque yo prefería
estar ahí que trabajando en la fábrica. Así de distantes son a veces los mundos
interiores de quienes viven bajo un mismo techo. Mi padre me mandaba
mensajes de gratitud en su mirada y esos los llevo en mi corazón para
siempre. Mi psicóloga me insistía en que el avance que veía en mi terapia era
debido a que mi relación con papá era cada día mejor y más cercana. Ya no
me sentía huérfana de padre. Mi papá ya era una presencia en mi vida y no
una ausencia.
Durante su segunda estancia en el hospital conocí a Rodrigo, un joven
médico internista originario de Morelia. Me abordó en el elevador de una
manera amable y respetuosa. Mi espíritu ya estaba abierto a percepciones más
sanas emocionalmente y eso dio paso a una relación distinta a todas las que
tuve antes. Cuando mi padre volvió a casa, Rodrigo insistió en visitarlo para
dar seguimiento a su recuperación. Era obvio que quería algo en serio
conmigo y eso me llenó de júbilo. Mis ojos brillaban y entonces sucedió algo
inesperado.
–Pamela, hija, necesito hablar contigo –me dijo mi padre una tarde en que mi
madre estaba en sus estudios de Biblia y nos encontrábamos los dos a solas.
–Dime, papá, soy toda oídos –dije intrigada.
–El brillo de tus ojos me confirma que estás enamorada.
–Sí, papá, estoy muy enamorada de Rodrigo.
–Cásate, hija, así enamorada como estás es como se debe llegar al
matrimonio –sentenció en un tono tan profundo que me estremecí.
–Sí, papá, Rodrigo y yo ya hemos hablado de boda, estamos esperando a que
te recuperes para darle la noticia a la familia.
–Conmigo o sin mí, hija, defiende tu felicidad, estoy seguro que Rodrigo es
tu compañero de vida.
Esto último lo dijo con tristeza. Y fue ahí cuando me enteré del más grande
secreto de mi padre.
Abrió su corazón y me contó de Mayela, el gran amor de su vida. La conoció
a los dieciocho años. Sus casas estaban separadas por un par de calles. A sus
corazones los separaban las rencillas entre familias. Como Romeo y Julieta
tuvieron que esconder su amor rechazado por sus parentelas, que padecían
odios de antaño. Escondidos tras los manglares se juraron amor eterno y en
las tardes calurosas de verano recorrían la ribera del Papaloapan descalzos,
comiendo cocos y jícamas con chile. Se contaron sus sueños y se impusieron
metas comunes, se visualizaron con hijos y con sus vidas entrelazadas. La
ambición de «llegar a ser alguien» tomaba sentido en compañía de Mayela y
hacía que las aspiraciones de papá crecieran para brindarle un futuro digno a
su novia amada. Sin embargo, la rigidez de las ideas de mi abuelo y la
intransigencia de los padres de Mayela terminaron por separarlos. Después de
varios días de no poder comunicarse con ella, mi padre se enteró por un
vecino que la habían enviado a casarse a Oaxaca, la capital del estado, con el
hijo de un conocido de la madre de Mayela. Eran otros tiempos, otras
costumbres, otras ideas. Mi padre me habló de su cobardía, de cómo se quedó
inmóvil y no hizo nada por ir y arrancar de los brazos de aquel hombre a su
querida mujer. «Es algo con lo que he vivido hija, y es algo con lo que me
voy a morir encajado en la conciencia». Después murió el abuelo, mi papá
llegó a Puebla y conoció a mi mamá. Ese «amor a primera vista» del que
hablaba mi madre en las reuniones familiares no era otra cosa que lo que mi
padre puso en palabras como «una buena mujer con la que podría tener hijos
y formar una familia». Esa tarde entendí que mi padre veía en la televisión no
el partido de fútbol, sino los manglares y el Papaloapan, a Mayela corriendo a
su lado tomada de su mano y ese mundo que se quedó levitando en el
hubiera. Entendí entonces el temor permanente de mi madre de que él no
regresara a casa, y que nos contagiaba a mí y a mis hermanos
inconscientemente. Seguramente ella sabía que en mi padre habitaba ese
silencioso anhelo de irse a buscar en su pasado a saldar una cuenta pendiente.
Comprendí que mi padre se había quedado divagando en lo que pudo ser y no
fue y se limitó a conducirse con inercia por una vida prefabricada por los
conceptos y paradigmas escritos por la sociedad. Haciendo lo que se debe,
cuando no se luchó por lo que se quiere. Es tan fácil juzgar a los padres desde
la ignorancia de ser hijo cuando no se tiene la comunicación honesta y abierta
con ellos.
Papá murió tres meses después de entregarme en el altar. Y no se equivocó.
Rodrigo y yo hemos sido hasta la fecha un par de enamorados criando a
nuestros tres hijos. Mamá aún vive y sigue leyendo la Biblia y hablando de
papá como el amor de su vida, el padre ejemplar, trabajador y esposo fiel.
Mis hermanos lo recuerdan como el hombre exigente y duro que los obligaba
jugar futbol cada sábado. Yo lo llevo en mi corazón como el que recogió a
Solovino de la calle y el que me enseñó a reconocer el amor de un buen
hombre. Y ahora, aunque físicamente no está conmigo, lo siento presente.
Agradezco al destino que me dio la oportunidad de conocerlo más a fondo, de
comprenderlo y sin juicios amarlo profundamente.
3. SENTADA EN LA BANQUETA
Tener hijos no lo convierte a uno en padre, del mismo modo en que tener un
piano no lo vuelve pianista. Michael Levine
De niña me sentaba por las tardes en la banqueta esperarlo. Cuando veía su
tráiler dar la vuelta en la esquina al acercarse a casa me ponía de pie y
brincaba levantando las manos. Mi padre estacionaba con destreza su
inmenso vehículo y descendía de él para acariciarme la cabeza y
preguntarme: «¿Cómo está la luz de mis ojos?» Con mis cinco años a cuestas
esas palabras eran las más hermosas que podían escuchar mis infantiles oídos
y me hacía sentir la más importante de sus hijos.
Luz es mi nombre y dice mi madre que mi padre lo escogió porque así se
llamaba la tía que lo cuidó de niño cuando quedó huérfano de madre. Yo no
conocí a esa tía porque murió mucho antes de que mis padres se encontraran.
Soy la menor de seis hermanos, cuatro hombres y dos mujeres y en ese orden
de nacimiento. Ser la menor en una casa donde habitábamos ocho personas
tenía sus ventajas porque de alguna manera todos me cuidaban. Mis
hermanos se sentían mis protectores, sobre todo Julio, el mayor, que en aquel
entonces tenía diecisiete años. Sin embargo, para mí el mejor lugar del
mundo eran los brazos de mi padre. Me sentaba sobre sus piernas y me
mecía, después me abrazaba fuerte y me cantaba canciones de Vicente
Fernández. Cuando mi padre salía de viaje con su tráiler y pasaban varios
días sin que volviera a casa, mi consuelo era escuchar en la radio la estación
local de música ranchera que transmitía canciones de esas como las que a él
le gustaba cantarme.
No éramos ricos. Yo me daba cuenta porque vivíamos en una colonia alejada
del centro de la ciudad, donde apenas estaban instalando el drenaje y el
pavimentado, pero no faltaba que comer, todos íbamos a la escuela pública
siempre con un emparedado bajo el brazo y con algún dinerito para gastar.
Mi madre se dedicaba por completo a nosotros y los domingos vendía afuera
de la iglesia tamales preparados por ella. Como buena mujer de un trailero,
tenía su cuarto lleno de santos de esos que acompañan a los viajeros en sus
recorridos y nos sentaba a mi hermana Eulalia y a mí con ella por las tardes a
rezar dos o tres misterios del rosario para que Dios trajera con bien a casa a
nuestro señor padre. Nunca los escuchamos pelear delante de nosotros.
Nunca. Ellos siempre fueron cuidadosos y arreglaban sus diferencias cuando
nosotros dormíamos o no estábamos en casa. O tal vez lo hacían a gritos pero
lejos del hogar, en algunas de sus salidas a solas y sin hijos, que por cierto no
eran muy frecuentes. Tal vez por eso lo que pasó después fue tan doloroso
para todos, por lo sorpresivo y fulminante.
Mi padre no era cariñoso con todos sus hijos, mis hermanos mayores dicen
que jamás les demostró su amor, pero yo sí tengo recuerdos amorosos de su
parte, y tal vez es porque fui la más pequeña, o tal vez porque me puso el
nombre de su tía adorada, o tal vez yo le supe sacar lo bueno de su corazón.
No obstante, a pesar de su frialdad o rigidez en los tratos, era buen proveedor
y cuando estaba en casa se dedicaba a nosotros. Nos llevaba al parque y nos
compraba helados, nos traía ropa, sobre todo cuando hacía viajes a la frontera
y podía comprar bultos enteros, con lo que venía en ellos nos vestía a toda su
tribu en un dos por tres. Si el difunto era más grande mi madre se encargaba
de cortar, coser o ajustar vestidos, blusas, sacos, pantalones y asunto resuelto.
Había pan en la mesa y un techo bajo el que nos cobijábamos. Había una
madre que nos inculcaba respeto por ese hombre, aunque he de decir que
muchas veces ella misma nos lo alejaba cuando nos pedía que lo dejáramos
dormir porque venía cansado de tanto manejar y entonces pasábamos horas
lejos de su habitación para no molestarlo. Reitero, todo en apariencia era
normal, y nunca los vimos pelear delante de nosotros. Tampoco lo vimos
borracho ni agresivo. Mis hermanos y yo jamás recibimos un coscorrón de su
parte. Las nalgadas y los gritos provenían de mamá. Jamás imaginamos que
mi padre nos golpearía con el tiempo de la manera en que lo hizo. Sus golpes
no fueron físicos. Las heridas que nos provocó no dejaron moretones en el
cuerpo pero sí profundas llagas en nuestros corazones.
Una tarde de agosto me quedé sentada en la banqueta esperándolo. Acababa
de pasar mi cumpleaños número seis. Mi papá me compró un pastel color
rosa con sabor a vainilla y me cantaron las mañanitas. Ese fue el último
cumpleaños en el que me cantó una de Vicente Fernández. Se hizo de noche
y al ver que yo seguía sentada en la banqueta, mi madre salió y me dijo:
–Luz, entra ya, tu papá no volverá.
–Dijo que hoy lunes llegaba, aquí me quedo –dije emberrinchada.
–No, niña. No volverá hoy ni nunca.
Y entró a casa llorando. Fue entonces que mi corazón de niña se exaltó y
corrí detrás de ella. Mi madre se había dejado caer en el sillón que estaba
frente al televisor y veía al aparato con ojos perdidos en la nada mientras las
lágrimas escurrían por sus mejillas.
Me senté a su lado y ahí me quedé dormida. Al día siguiente todo normal,
levantarnos temprano, ir a la escuela, regresar, sentarnos a comer. A veces me
pregunto cómo fue posible seguir con la rutina de la vida cuando la vida se
había roto.
Pasaron los días y ni el tráiler ni mi padre regresaron. Había tanto silencio
entre nosotros respecto al tema que sentía que cuando alguno de nosotros
decía algo se escuchaba en forma de eco, como si habláramos dentro de una
caverna vacía. Como a las dos semanas recuerdo que ya no pude con la
angustia que se había instalado en mi infantil pecho y abrí la boca durante la
comida:
–Mamá, ¿mi papá está muerto? –pregunté con inocencia.
–No, hija, pero para mí es como si lo estuviera –respondió mi madre con la
mirada metida en su plato de frijoles.
–Se fue con otra –dijo Julio, mi hermano mayor, también mirando su plato.
Y yo mirando las caras de todos y todos mirando hacia sus platos.
–¿Con otra qué? –pregunté con más inocencia.
–Con otra mujer –volvió a responder Julio, como queriendo evitar a mi madre
el dolor de la respuesta.
Y así salió nuestro padre de nuestras vidas y entró la miseria a nuestra casa.
Se me salió la luz de mis ojos. Dicen que mi mirada ávida y despierta se
volvió entristecida. Se metió a nuestra vida el hambre, la enfermedad, la
soledad, y a mí un vacío en el corazón tan inmenso que solo puede ser
provocado por la ausencia del amor de ese a quien creíste tu héroe.
En mi alma de niña de seis años eso es incomprensible y además increíble.
Me llevó mucho tiempo convencerme de que mi padre no iba a regresar a
casa. Seguí sentándome en la banqueta por las tardes a esperarlo. Meses. Ahí
sentada en la banqueta vi a mi madre sacar en cajas sus pertenencias para
entregárselas a un compadre que se las haría llegar a papá. Mi madre empezó
a vender tamales todas las noches y mis hermanos a trabajar haciendo
mandados o limpiando zapatos. Julio el mayor dejó la escuela y se puso a
trabajar en el mercado de abastos cargando bultos. Nuestra familia
quedó mutilada de una forma dolorosa y ese dolor dio paso a
resentimientos muy profundos que nos han acompañado durante
toda nuestra vida.
Mi padre Raymundo, ese que un día me dejó sentada en la
banqueta, nació en un rancho de cien habitantes al oeste del estado
de Jalisco. De andar rápido y erguido, alto para el hombre promedio de la
región, acostumbrado a cantar rancheras y a conducir
casi desde niño. Hijo de trailero, en trailero se convirtió y se casó
con Juventina mi madre a la edad de veintidós. Ella recién cumplidos los
dieciocho, un par de jóvenes educados para formar familia
y tener retoños. Sin aspiraciones complicadas, gente sencilla y de
ascendencia humilde. Sus familias conocidas y del mismo rumbo.
Se asentaron en Guadalajara a los dos años de casados y con Julio
el primogénito de brazos. Después llegarían Juventino, Melquiades, Fabricio,
Eulalia y por último yo, la luz de los ojos de mi
padre. Quedó huérfano de madre muy chico, lo crió una hermana
de su padre, la famosa tía Luz, y se hizo vago desde los doce que
salió a manejar con el abuelo y mostró tanta habilidad que a esa
temprana edad logró dominar el portentoso vehículo de doble
caja. Solo sabía hacer sumas y restas y apenas juntar las letras para
leer el periódico, pero nadie le ganaba sentado al volante. Se hizo
de fama en el gremio y trabajó duró para hacerse de su propia
unidad con ayuda de un crédito. Dicen que no supo de otros
cariños que los de la tía Luz, que mi abuelo era duro y mandón.
Cuentan los que lo conocieron en aquellos años que se hizo
coqueto y cantador, aunque jamás bebedor, pero si adicto al café
y a la aspirina. Le gustaba levantar muchachas en la carretera y a
más de una le pagó el aventón con besos y algo más. Cuentan,
dicen, eso es lo que he recolectado a lo largo de los años de boca
de conocidos y parientes. Los retazos de su historia los he tenido
que coleccionar poco a poco y a veces con miedo, porque asomarse al pasado
da temor, aunque ayuda a comprender mucho de lo que sucede en nuestras
vidas. Raymundo fue un hombre reservado con sus cosas, eso me ha quedado
claro, pues ni a Melchor su compadre y mejor amigo le llegó a contar
secretos que con el paso de los años salieron a flote. Melchor fue quien se
enteró por azar de que tenía otra mujer, otra familia y otros hijos. Fue a él a
quien le dijo que estaba muy enamorado y que había decidido abandonar a
Juventina e irse a vivir con Susana. Y sorprendió a Melchor, a Juventina y a
todos. Sobre todo a mí, que seguía sentada en la banqueta esperándolo sin
saber que tenía dos medios hermanos, uno que solo me llevaba un par de
meses y que cumplía años en junio, cuando yo los cumplía en agosto.
Susana era de Puebla, y la conoció en una cafetería al pie de la autopista en
donde ella trabajaba de mesera. Ahora que soy mayor pudiera decir que tal
vez fue un flechazo, o eso que llaman amor a primera vista, y eso lo puedo
comprender, pero lo que me ha costado entender es la manera tan cobarde de
su abandono. ¿Qué pasaba por la mente de don Raymundo cuando se fue sin
decirnos adiós? ¿Acaso se le olvidó de súbito que la Luz de sus ojos lo
esperaba sentada en la banqueta?
Cuando fui creciendo y me di cuenta de la magnitud de su conducta pasé
noches enteras preguntándome cómo fue capaz de irse sin decirme nada,
cómo se olvidó de mí como quien olvida un saco sobre el respaldo de una
silla en un restaurante y le da pereza volver a recogerlo. Lloré noches
completas su ausencia. Y hasta hoy en día cada vez que veo pasar un tráiler,
no puedo evitar pensar aunque sea involuntariamente en mi papá.
Mi hermano Julio tomó su lugar y ayudó a mi madre varios años a mantener
económicamente a la familia. Mi hermano Melquiades enfermó de leucemia
y murió a los diecisiete años, dos años después de que mi padre se hubiera
ido. Había tanta pobreza, dolor y desolación entre nosotros que a veces
pienso que mi hermano se dejó morir y se fue rápido para no hacer más denso
nuestro sufrimiento. Todos creíamos que don Raymundo se aparecería el día
de su entierro, pero no fue así. Solo hizo llegar con su compadre Melchor un
sobre con unos cuantos billetes que mi madre recibió en contra de su
dignidad pero obligada por la miseria. Eulalia, mi hermana mayor, salió
embarazada a los quince y se fue a vivir con el padre de su hijo a un rancho
lejos de la ciudad, allá por los Altos y la vemos muy poco. Julio se enamoró
de una buena muchacha y se casó, tuvieron gemelos, dos niños regordetes y
rositas de la piel, y entonces le dijo a mi madre que ya no iba a poder
ayudarnos como siempre porque ya ahora él tenía que ver por su propia
familia. Los que nos quedamos con mi madre aprendimos a hacer tamales, y
ampliamos el menú con corundas, tacos de papa y frijol al vapor y un buen
día quitamos la sala de la casa y pusimos mesas y sillas y convertimos el
primer cuarto de nuestra humilde vivienda en una cenaduría. Entre todos
atendíamos cada noche a los clientes y poco a poco fuimos teniendo fama en
la colonia hasta que tomamos la decisión de rentar un localito en la esquina y
lo nombramos Cenaduría Juve. De ese negocito producto de nuestra
necesidad por subsistir pudo salir lo suficiente para que yo estudiara. Otra vez
el privilegio de ser la menor me benefició y por ser lista pude cursar la
secundaria, el bachillerato y luego conseguí una beca en la escuela de
enfermería. Me titulé y comencé a trabajar en una clínica privada. Mi madre
ya había ampliado el local con ayuda de todos sus hijos y tenía hasta dos
empleadas. Nos emocionaba verla sentada detrás de la caja registradora
dedicada a cobrar y ya lejos de los hornos y de las ollas. Envejecida de su piel
y arrugada de su corazón, al que clausuró por siempre para el amor de otro
hombre. Juventino se casó y se quedó a vivir con nosotros, sus dos hijos se
convirtieron en la alegría de la casa y en la adoración de la abuela. Fabricio se
fue a Estados Unidos invitado por un primo lejano y allá se hizo de una novia
norteamericana. Le va bien y hasta el día de hoy no deja de mandar dólares
para lo que puedan servirnos. Cada uno a su manera digirió la ausencia de
don Raymundo. Julio por ejemplo lo mató y jamás volvió a mencionar su
nombre, cuando alguien le preguntaba por su padre, les respondía que estaba
en el panteón enterrado. Los demás fuimos menos duros con el recuerdo de
nuestro progenitor, no lo dimos por muerto, pero tampoco por vivo.
Simplemente acumulamos la vida y crecimos e hicimos nuestros propios
juicios y conjeturas. A mi madre nunca la agobiamos con preguntas, bastante
tuvo que cargar a cuestas con la traición de su compañero y la muerte de un
hijo.
Los rumores no faltaron, y a la cenaduría llegaban a cuentagotas pero
llegaban. Que habían visto a mi padre cerca de la casa, que iba con Susana y
dos muchachos, bien vestidos y en un coche de modelo reciente. Que lo
habían encontrado en el bautizo del hijo de fulano y que se veía viejo y que
ya le había dado por tomar tequila. Que mis medios hermanos se parecían a
nosotros. Historias, decires de la gente acomedida para llevar y traer chismes.
Yo escuchaba pero evitaba engancharme con esa información. Me bastaba
con sentarme un rato en la banqueta para volver a revivir su abandono y
ponerme de pie con la decisión de seguir adelante a pesar de él. No me fue
sencillo, sobre todo en lo amoroso. Rehuí a los noviazgos durante toda la
secundaria y hasta mi madre llegó a preguntarme si era marimacha. No era
que no me atrajeran los hombres, lo que no me atraía era la idea de
enamorarme de un hombre para que después me abandonara. Mi hermana
Eulalia se hizo adicta a las pastillas para dormir y creo que su adicción es
producto de ese mismo miedo a ser abandonada por su esposo, al que vigila
en exceso y con quien pelea por todo, aunque la veo muy poco es evidente
que su vida emocional no es saludable. Hasta el día de hoy consume
medicamentos para los nervios y sigue en un matrimonio inestable. Yo tuve
mi primer novio a los veinte y lo conocí en el hospital en el que entré a hacer
prácticas cuando comencé a estudiar enfermería. Se llamaba Joel y era un
muchacho decente que trabajaba en el departamento de contabilidad. Sin
embargo con una vez que llegó una hora tarde a una cita lo mandé a volar.
Así de poca tolerancia a esperar padecí por mucho tiempo. Me hacía recordar
esa banqueta y ese abandono que he descrito. Hasta que cumplí los
veinticuatro y después de dos años de terapia con un psicólogo y de horas
charlando con un sacerdote pude comenzar a comprender a don Raymundo.
Y lo hice por mí, por liberar mi espíritu de semejante peso. No se puede vivir
bien con el alma cargada de rencor y de tristeza. Se tiene que regalar uno
mismo la paz que brinda comprender y perdonar a quien comete algo
equivocado, aunque cuando se trata de un padre es un proceso doloroso y a
veces lento. En el consultorio de mi psicólogo conocí a Francisco, mi esposo.
Llegó a entregar unas cajas con documentos porque trabajaba en una empresa
de paquetería y nos pusimos a platicar no recuerdo si del clima o si me
preguntó la hora. Lo que sí recuerdo es que su sonrisa sincera y mi nueva
disposición de abrir mi corazón se conjugaron y me esperó en la puerta del
edificio para acompañarme a mi casa. Desde esa tarde no nos hemos
separado, llevamos juntos siete años y tenemos dos hermosos hijos varones,
José Francisco de tres años y Benjamín de uno.
Y así iba la vida, con sus mareas altas, sus olas que revuelcan a uno de vez en
cuando y sus mareas bajas. Mi madre en la colonia con su cenaduría y su caja
registradora. Mis hermanos en sus vidas y yo en la propia. Y como siempre
cuando uno ya no hace preguntas porque cree conocer todas las respuestas, la
vida te sorprende y te vuelve a ofrecer una lección.
Me tocó el turno vespertino en la clínica y llegué esa tarde directo a urgencias
porque me dijeron que acababa de llegar un accidentado. Entré a la sala y
tomé la tablilla del expediente, y antes de leer el nombre ahí escrito corrí la
cortina para descubrir en la camilla un rostro familiar. Leí la tablilla:
Raymundo Montes. Ahí estaba mi padre, víctima de un accidente
automovilístico. Con el rostro ensangrentado, hematomas en el rostro y las
dos piernas deshechas. Traumatismo craneal severo, fracturas y dolor en todo
su cuerpo. No pude atenderlo, me paralicé y en ese instante entró el médico
de guardia a dar instrucciones de traslado. Tuve que pedirle a una compañera
que me supliera porque no me sentía bien. Cuando salí de la sala de urgencias
y recorrí el pasillo pude por fin conocer a la tal Susana. Supe que era ella
porque se dirigió a la camilla donde llevaban a mi padre rumbo al quirófano.
Lloraba desconsolada. Mis medios hermanos no tardaron en presentarse. Y
yo ahí, detrás del mostrador de enfermeras observando todo, con un temblor
de manos y piernas que no podía controlar con nada. Mis compañeras de
trabajo se dieron cuenta y me recomendaron irme a casa. Tampoco pude
hacer eso. Algo me sucedió que no quería estar ahí pero tampoco irme.
Quería saber cómo estaba mi padre, estar enterada de su estado clínico y sentí
miedo de que muriera. Sí, así de ilógico, de irónico, de extraño, pero así fue.
Sería la sangre o sería el recuerdo, pero cuando supe que había salido de la
operación a la que fue sometido, sentí el impulso de ir a verlo. Y lo hice.
Era media noche, y una pequeña luz de luna se colaba por la ventana de la
reducida habitación. Por la puerta se coló la Luz de sus ojos. Y ahí, sabiendo
que él seguía inconsciente, de pie al lado de su cama le dije: «Papá, soy Luz,
tu hija». Al escuchar tal declaración, Susana, quien dormitaba sentada en la
penumbra en el sillón junto a la cama, encendió la lámpara y me dijo:
–Así que tú eres la famosa Luz, a la que tanto ha extrañado tu padre, la que
cada que veía a una niña sentada en una banqueta le sacaba el llanto por los
ojos.
Lo demás se dio porque así estaba escrito. Susana y yo salimos de la
habitación y nos sentamos en la cafetería del hospital a charlar durante más
de tres horas.
–Tu padre nunca volvió a buscarlos porque tu madre se lo impidió siempre.
Nunca le perdonó que hubiese formado otra familia conmigo, y te he de decir
que cuando yo me enamoré de tu padre no sabía que era casado, y cuando lo
supe ya estaba embarazada y más enamorada que nunca. Yo estaba dispuesta
a ser siempre la otra, nunca le exigí a tu padre que los dejara, pero tu madre
no le dio otra opción que alejarse de sus vidas. Si un pecado ha cometido tu
padre, Luz, ha sido ser cobarde, porque muchas veces le dije: «Ve y búscalos,
son tus hijos y mis hijos son sus hermanos», pero él me decía que ya había
dejado pasar mucho tiempo, que le daba vergüenza aparecerse así como si
nada, y entonces, Luz, se nos pasó la vida. Así de simple y de complicado, así
de incomprensible y de doloroso.
Incomprensible y doloroso. Por eso comprender ayuda, libera y aligera el
peso de un corazón con huellas de abandono.
La noche siguiente murió mi padre. Se fue de este mundo con todos sus
errores y defectos, con todos sus temores y debilidades. Me tocó estar
presente, como enfermera y como hija. Nunca recobró la consciencia, pero a
mí me gusta imaginar que sí se dio cuenta de que yo estuve presente en esa
habitación y que sintió que con mi mano bajé sus párpados para cerrar sus
ojos por última vez mientras le decía al oído:
–Papá, espérame en la banqueta hasta que yo llegue.
Y así quiero imaginar que será. Que el día que me toque reunirme con él voy
a poder llegar hasta él y que me estará esperando para abrazarme, sentarme
sobre sus piernas y cantarme. Que me dará las gracias por esperarlo en la
banqueta con ilusión, que todo eso que le dijo a Susana me lo dirá a mí de
frente, me contará cómo lloró por mí noches enteras recordando a la Luz de
sus ojos esperándolo en la banqueta. Porque me gusta y me hace bien pensar
bien de mi padre, porque ya me hice mucho daño pensando mal de quien hizo
lo que hizo porque no supo hacer otra cosa.
De todos mis hermanos solamente Fabricio me acompañó al funeral. A mi
madre no le pedí explicaciones porque ya a mi edad debo aprender a
comprender a los dos, y dejarles su universo de pareja intacto y concentrarme
en mi corazón de hija. Eso es sano para mí, me hace mucho bien y le hace
bien a mis hijos, a quien les quiero heredar memorias saludables.
Sigo sentándome en la banqueta por las tardes cuando puedo, y si veo un
tráiler pasar elevo mi mirada al firmamento y lanzo besos al infinito, porque
haciendo esto es como he podido recuperar la luz de mis ojos.
4. CUENTOS PARA NO DORMIR
El problema con el aprendizaje de ser padres es que los hijos son los
maestros. Robert Brault
Mi madre lo conoció en un bar una de esas noches en las que sus amigas de la
oficina la convencieron de que después de una larga jornada de trabajo se
merecían un par de tragos para relajarse y olvidarse un poco de los números.
Ella trabajaba en un despacho contable y se la pasaba sentada en un escritorio
durante ocho horas seis días a la semana. Su vida era tan rutinaria que dejarse
llevar hasta un bar cuando lo que más anhelaba era quitarse los zapatos y el
sostén para dejarse caer sobre su cama era algo tan impensable como lo era
algún día teñirse el cabello de rosa. Sin embargo, así como sucede lo
inevitable, eso que ya está escrito desde antes de nacer, mi madre asistió a la
cita con su destino. Cuenta que lo vio llegar vestido de negro. Camiseta de
cuello de tortuga y un pantalón ceñido que revelaba su atlético cuerpo. Lo
primero que pensó fue: un dandy ochentero que seguramente se cree sacado
de un sueño. Pero la sorprendió desde el momento en que clavó la mirada de
sus negros ojos en las pupilas de mi madre, y después, al sonreír y ver esos
dientes alineados y sinceros, ella cayó rendida y supo desde ese instante que
algo iba a suceder en ese encuentro.
Y así fue, una amiga en común los presentó y lo demás fue sencillo, fluyeron
en una charla que transitó por los libros, las playas mexicanas y las metas y
sueños personales. Agustín Corona conquistó a Mariana Jiménez. Y ese día
mi madre eligió al hombre que sería mi padre. Ella contadora de números y él
contador de historias. A lo largo de los años Agustín Corona se ganó el apodo
del «cuentacuentos». Así nos decía mamá, porque según ella desde que su
vida se unió a la de él, las mentiras y el engaño fueron parte de lo cotidiano.
No obstante, ahora que soy una veinteañera de profundos ojos negros,
herencia de don Agustín, puedo entender perfectamente a mi madre. Era
inevitable enamorarse de un hombre tan encantador y simpático como mi
papá. Los recuerdos de mi infancia están invadidos de sus chistes e historias
sobre marcianos y duendes que rondaban debajo de mi cama por las noches y
de los que obviamente él me rescataba. Los monstruos más inverosímiles,
como caballos cabezones con piel de cocodrilo y dientes de conejo o bolas
peludas con ojos saltones, rebotaban sin parar en mitad de historias cuyo
objetivo era darme miedo para que inevitablemente corriera a su regazo y le
dijera: «Papito, quédate a mi lado, no te vayas». Así es, en mi infancia no
faltaron cuentos por las noches antes de dormir, ni ocurrencias durante la
sobremesa (que por lo general ridiculizaban a la maestra que me había
regañado ese día en la escuela, o incluso sobre alguna conducta dramática de
parte de mamá), tampoco faltaron juegos de mesa ni canciones inventadas
durante el trayecto en automóvil cada mañana cuando papá me llevaba a la
escuela. Pero de cuentos no vivíamos, y mi madre poco a poco tuvo que
hacerse responsable de las cuentas de la casa. Había historias pero no dinero
para pagar la electricidad, ni para comprar la leche y los pañales de mi
hermano menor que nació justo tres semanas después de que yo cumplí
cuatro años. Más gastos, más historias. Más cuentas y más cuentos. Mi padre
no solo inventaba historias para divertir a sus críos. También inventaba
historias para que el casero aguantara un par de semanas más para recibir el
pago del alquiler, o al carnicero para que le diera un kilo de bisteces a crédito,
o al sastre para que le zurciera los pantalones sin cobrarle. Don Agustín
Corona pasaba de un trabajo temporal en el que duraba tres meses a otro de
medio tiempo en el que apenas ajustaba la quincena. Cuando comencé a
crecer y tuve consciencia de mis calcetas rotas y de mi ropa interior
remendada, las historias de papá dejaron de ser divertidas. En repetidas
ocasiones, con la oreja bien pegada a la puerta, pude escuchar las discusiones
entre mi madre y mi padre. Discutían cuando creían que mi hermano y yo ya
dormíamos. Lo que llegué a escuchar era una lista de reclamos de mamá por
la conducta irresponsable de mi papá. Ella usaba adjetivos como «holgazán»,
«mantenido», «mediocre», incluso la escuché llamarlo «poco hombre». Yo
me negaba a aceptar que mi padre fuera una persona que mereciera tales
calificativos. Sin embargo, conforme pasaban los años y aumentaban las
carencias mi corazón me decía que mi protector anti monstruos era en el
fondo un cobarde que se escondía bajo las faldas de mi madre para enfrentar
la vida. Qué duro es cuando la persona que crees que te va a cuidar y a
procurar que no te falte nada, resulta ser un niño más que habita el hogar y en
quien poco a poco dejas de confiar cuando descubres que es más fácil que tú
lo cuides a él que él a ti. Mi madre se convirtió en una madre ausente y tuvo
que trabajar doble turno para mantenernos a sus tres hijos. Y sí, el mayor era
don Agustín, ese que un día la enamoró con sus historias y su sonrisa. Ese
hombre que ahora era como un hijo más que exigía alimento y cuidados al
igual que mi hermano menor y yo. En dos ocasiones mi madre lo corrió de la
casa, las mismas que volvió a los dos días para arrodillarse ante ella y
lloriquear su perdón. Se fueron acabando poco a poco las oportunidades que
ella le daba, inundando de desilusión nuestros corazones. Tener un padre sin
carácter acorta la infancia. Yo no pude quedarme sin hacer nada y meramente
observar a mamá trabajar como desquiciada para poder sostener el hogar, y
tan pronto cumplí quince años conseguí un trabajo de medio tiempo como
mesera en un restaurante de comida rápida. Uno de los momentos más
incómodos que he vivido fue cuando un sábado por la noche, mi padre entró
a mi habitación para pedirme prestado dinero, y dárselo a mi madre para
pagar el teléfono. ¡Don Agustín Corona, el cautivador, pidiéndole prestado
dinero a su hija adolescente! Eso fue demasiado. No supe si lo que estaba
sintiendo por mi padre era lástima o vergüenza. ¿Cómo se inutiliza un
hombre de esa manera? La respuesta estaba en mi abuela. Cuando él hablaba
de su madre y de cómo lo sacó adelante ella sola (fue madre soltera y mi
padre hijo único), podía darme cuenta del vínculo codependiente y enfermizo
que existía entre ellos. Conforme acumulaba años iba comprendiendo mejor
el porqué de su comportamiento. Mi abuela le describió un mundo de fantasía
en el cual mi padre era el rey y solo tenía que pedirle a sus súbditos lo que
necesitara. Como es obvio, su primer súbdito fue su propia madre que vivió
para cumplirle cada uno de sus caprichos. Prefería cambiarlo de escuela que
cambiar su conducta y llamaba «locas» a cada una de las profesoras de mi
padre que osaron llamarle la atención o exigirle el cumplimiento de reglas o
deberes. Así llegó a la universidad a estudiar filosofía, donde solo
permaneció dos semestres «porque los maestros estaban locos y no
reconocían su brillantez». Desertor de carrera, de escuelas, de compromisos,
haciendo trampas y contando cuentos para salir de embrollos, cubriendo sus
temores con la máscara de la simpatía y escondiendo su inseguridad en su rol
de cautivador. Trabajó lo mismo de periodista que de barman, como
supervisor de calidad en una embotelladora y también de representante
artístico. Mil disfraces laborales para esconder su inutilidad, llamando a todo
esto su «búsqueda personal» o «exploración de talentos». Lo más triste era su
inconsciencia. Mi padre llegó a creerse sus propios cuentos, a convertirse en
personaje de sus propias historias, que con el correr del tiempo pasaron de
historias divertidas a ser historias de horror. El príncipe se convirtió en
mendigo, el sapo se transformó en piojo y la bruja se comió a los enanos.
Decepción. Esa es la palabra que resume este cuento. Mi hermano y yo
crecimos decepcionados, con un padre sin autoridad, negligente, sin
aspiraciones. Mi madre se puso a mi padre sobre el lomo y lo cargó durante
toda su vida. Ella murió primero, a consecuencia de una influenza que se
transformó en neumonía justo tres meses antes de que naciera mi primer hijo.
Hoy tengo treinta y siete años, quince de casada con un hombre que me lleva
quince años de edad. Era esperarse. Dice mi terapeuta que a la hora de la
elección de pareja mi inconsciente emergió con desenfreno en búsqueda del
padre de reemplazo y que además fuera una persona seria. Es decir, que no
me contara cuentos, ni me hiciera reír con historias fantásticas para luego
hacerme llorar con la realidad. Soy feliz en mi matrimonio y amo a mis dos
hijos. Sin embargo, hasta hace tres años aún evitaba visitar a mi padre. No
podía con su falta de carácter (a la que él llama optimismo), no podía con su
conformismo (a lo que él le llama no ser materialista), no soportaba su forma
irresponsable de observar la vida (a lo que él llama vivir relajado y sin
estrés). Simplemente me rebasaba la convivencia con él. Me daba vergüenza
que mis hijos lo conocieran a fondo y miedo de que terminaran como yo
decepcionados de él. Prefería que lo idealizaran en la distancia. Mi esposo
insistió en que sanar esa herida me iba a dar una paz que merecía y que
comprender a mi padre iba a eliminar mis zonas grises. Estoy en ese camino,
transitando ese proceso y poco a poco intentando soltar el rencor y el
resentimiento que su manera de conducirse como padre sembró en mi
corazón de hija. Tengo que confesar que llegué a negarlo, a cruzarme de
acera cuando en una tarde cualquiera me lo topaba caminando por la calle,
para evitar tener que escuchar sus cuentos infinitos. Me declaro culpable de
ello y siento una tristeza profunda en mi corazón ser como he sido con mi
papá. Seguiré en terapia el tiempo que sea necesario, y debo reconocer mis
pequeños logros. He dejado de sentir ese temor exagerado ante los problemas
económicos, he logrado conservar mi empleo actual como diseñadora de
modas (carrera que yo me pagué a mí misma trabajando como mesera), he
logrado ser más estable en mi relación con mi esposo. He dado pequeños
avances y he logrado dirigirme hacia la zona de la autoconfianza y volver a
creer en el amor. Tener un padre como el mío tuvo su lado positivo e integró
en mi personalidad un aliento de perseverancia que me hace terminar lo que
empiezo, desde un libro hasta un proyecto laboral. No me gustan las cosas a
medias y aprendí a tomar el toro por los cuernos y a no correr ante la
adversidad. Por eso hace tres meses decidí ir a buscarlo y pedirle perdón. Me
enterneció su inconsciencia permanente (ya no me exasperó) y lo abracé con
cariño cuando me dijo:
–¿Por qué me pides perdón, Mariela? Tú siempre has sido buena hija, y mi
mejor maestra.
Se le escurrieron unas lágrimas imprudentes sobre la ajada piel de sus
mejillas.
–¿Qué pude haberte enseñado yo papá? –dije con voz estrujada por un nudo
en la garganta.
–Me enseñaste cómo se cumplen las metas, aquí sentado he visto cómo logras
lo que te propones, me has puesto el ejemplo y mira... –hizo una pausa, sacó
de un cajón un puño de hojas engargoladas y lo puso en mis manos.
Eran cien cuentos para niños, escritos durante su vida entera que vivió a
medias.
–Por fin he terminado un libro de cuentos que empecé a escribir cuando nació
tu primer hijo.
Y mi primer hijo cumplió doce años el mes pasado.
–Lo envié a una editorial y les ha parecido fantástico. Esperé un año la
respuesta pero por fin han decidido publicarlo.
El nudo en la garganta se transformó en un río. Mis lágrimas de esa tarde
lavaron mi resentimiento y mi culpa. Besé a mi padre en la frente y me
felicité en silencio por haberme atrevido a comprenderlo a tiempo. Por
regalarme la dicha de reconciliarme con él en un abrazo y no ante una tumba.
Tres meses después entró a mi casa con su libro de cuentos recién salido de la
imprenta, con una amorosa dedicatoria para la familia y firmado así:
«Agustín Corona, cuentacuentos». En ese libro estaban los monstruos de mi
infancia. Mi papá los sacó de debajo de mi cama y los encarceló entre sus
líneas para que jamás se escapen y me dejen en paz de una vez y para
siempre.
5. PARA QUE NO SE ME OLVIDE
La decisión de tener un hijo es trascendental. Es decidir para siempre que
vas a tener tu corazón caminando fuera de tu cuerpo. Elizabeth Stone
Dicen que todos somos ejemplo para alguien, que nada es inútil en la
economía espiritual. Que unos servimos de ejemplo a seguir y otros como
ejemplo a evitar. Esto último ha sido mi padre para mí. Mi propósito como
padre es no ser como mi propio padre. Por eso soy un papá que intenta
caminar al lado de sus hijos y no llevándolos a empujones por el camino ni
desesperado con su lento andar de niños. Trato de ser paciente con ellos y de
respetar su individualidad. Dejarlos ser lo que son, y que no sientan que están
obligados a ser como yo. En tres palabras: aceptarlos como son. Tengo dos
hijos, Martín, hoy de ocho años, y Felipe de seis. Dos varones que alumbran
mi camino con sus sonrisas y deshacen mis estructuras mentales con sus
travesuras, que a veces son inofensivas y otras tantas en el momento
temerarias, pero que terminan con el paso del tiempo convirtiéndose en
anécdotas que relato una y otra vez durante reuniones familiares.
Carlos Durán fue mi papá. Un hombre del campo e hijo tercero de una
familia de doce hijos. Mis abuelos eran campesinos de la zona de los altos de
Jalisco. Cuando tuvieron una sucesión de malas temporadas de cosecha
decidieron abandonar el rancho y se fueron a Guadalajara buscando una
fuente de ingreso que les permitiera alimentar a su numerosa prole. Tal vez
por eso sus hijos, aunque tenían un techo donde pasar la noche, se criaron en
las calles, entre mercados y avenidas vendiendo cosas para ayudar a llevar
comida a la mesa. Nunca conocieron un hogar. De esos doce cinco eran
mujeres. Mis tías, todas casadas a edad temprana y con sujetos foráneos que
se las llevaron lejos. A dos de ellas a Colima, a otras dos a la capital del país.
La otra no recuerdo a dónde se fue después de casarse pero, según se cuenta,
murió joven en un accidente automovilístico. Parentela que nunca conocí sino
por fotos color sepia, intemporales y borrosas. Los hombres (entre ellos mi
padre, se forjaron en las calles de Tlaquepaque o de Tonalá, a donde los
mandaban los abuelos a vender fruta, cubetas de peltre o trapos de hilo para
limpiar el piso. De los siete machos tres emigraron a Estados Unidos tras el
sueño americano. Uno murió en el desierto intentando cruzar. Dos se
quedaron del otro lado, trabajando en las yardas, manteniendo impecables los
jardines de los americanos mientras ellos vivían hacinados en departamentos
diminutos junto a salvadoreños y ecuatorianos. Se hicieron adictos a la
mariguana y a la hamburguesa. Mandaban dólares cuando podían y con eso
subsistieron los abuelos hasta morir. Uno detrás del otro. Así como
compartieron la miseria, la ignorancia y las creencias, del mismo modo
compartieron la muerte. La abuela murió un martes y el abuelo ocho días
después. En mi trabajo de reconstrucción interior tuve que recopilar los
pedazos del rompecabezas de mi genealogía emocional para acomodarlos
buscando la comprensión que me diera la paz que tanto anhelaba mi alma
llena de rencores hacia mi papá. Saber todo esto que les cuento me hizo
entender más de Carlos Durán y de por qué fue conmigo tan duro.
El «macho» típico, ese que presume la cantidad de alcohol que puede beber
sin perder la consciencia, ese que se lía a golpes con otros hombres a la
menor provocación solo para hacer alarde de su habilidad para pelear o de su
alto umbral de dolor. Ese era mi padre. Ese que sin consideración ni
vergüenza hablaba del sexo ocasional con varias mujeres (sin importarle
incluso que sus hijos estuviéramos presentes). Con poca consciencia moral y
exagerado en la imagen que tenía de sí mismo. Rudo con nosotros sus hijos.
Meloso con cualquier mujer que no fuera mi madre. Testarudo y presuntuoso.
Impaciente con sus hijos y condescendiente con extraños. Besaculos con la
gente rica y altanero con los más pobres que él. Su autoridad estaba sostenida
en la violencia de su lenguaje y en su fuerza física. El cinturón fue su gran
aliado a la hora de sembrar disciplina o de poner orden en la casa. Lo usó con
mi madre. Lo usó con mis hermanos y conmigo. Violencia y temor
amalgamados. A eso le llamaba amor, y nos decía que era su forma de
preocuparse por nosotros y por nuestra educación. ¿Qué esperar de quien
creció sin la brújula del afecto? Sin embargo dolió. Dolieron esas palabras
expulsadas sin piedad: «Eres un imbécil», «no llores, que pareces marica»,
«me da vergüenza que seas mi hijo», «te voy a dar unos buenos golpes para
que llores por algo», «ni pareces mi hijo», etc. Mi padre nunca soportó que
sus cuatro hijos estuviéramos de parte de mi madre durante las discusiones.
Todavía recuerdo las noches que pasé encogido sobre el catre tapándome los
oídos para no escuchar las ofensas que borracho le decía a mamá durante las
madrugadas. Insultos que hoy día me parecen aberraciones. Frases
irrepetibles que siguen lastimando no solo mis oídos, también mi alma. A los
cuatro hermanos nos urgía crecer para enfrentarnos a él y defender a mamá.
Tres veces mi hermano Héctor, el mayor, se lió a golpes con mi padre, dos
salió victorioso y una quedó bañado en sangre cuando Carlos Duran se quitó
el cinturón y con la hebilla del mismo le golpeó el rostro. Mis dos hermanas
menores se fueron con los primeros tipos que pasaron. Las dos se casaron sin
haber cumplido los dieciocho. Eulalia, la mayor, cuando toma tequila se pone
brava y jura que nuestro padre llegó a tocarla por las noches cuando tenía
doce años y que le miraba los senos que empezaban a crecerle. No sé si por
vergüenza o por temor nunca lo dijo, hasta ahora que han pasado muchos
años. Mi madre envejeció más rápido que él a pesar de ser dos años más
joven. La tristeza surcó su rostro como si el maltrato de ese hombre al que
ella eligió como compañero, se dibujara en su rostro en forma de arrugas. Se
enfermó de todo. De la columna, de la cadera, de los ovarios, de la tiroides,
del corazón. Hasta que una embolia reventó en mil imágenes su cerebro y su
espíritu se elevó hacia el firmamento, lejos del alcance de mi padre, allá
donde no la seguirían arañando sus celos ni su menosprecio.
No había cumplido cuarenta días de muerta mi madre cuando don Carlos
Durán ya se había comprometido con una mujer veinte años menor que él.
Una mesera de una cantina que acostumbraba frecuentar. Me dio coraje, pero
después repensé el asunto y me dije a mí mismo que era mejor que tuviera a
alguien con quien entretenerse y así dejaría de molestarnos a mis hermanos y
a mí. Sin embargo no dejó de doler otra vez su comportamiento. A los nueve
meses nació nuestro medio hermano y Carlos Durán se convirtió en el padre
cariñoso y consecuente que nunca tuvimos. Lo vimos cargar y besar a su
nuevo hijo y presumir sus gracias con toda la colonia. De haber sido posible
hubiera llamado a algún periodista para que le hiciera un reportaje sobre su
nuevo retoño y todas las cualidades que ese niño tenía. Lo vimos prodigarle
los besos y las caricias que nos fueron negadas a nosotros. Mi hermano
Héctor me decía que era porque para ese bebé no era padre sino abuelo,
debido a la edad en que lo engendró. Sin embargo dolía, sobre todo porque
cuando fueron naciendo sus nietos a ninguno le hizo fiesta ni caso, de hecho a
algunos los conoció ya pasado el año de nacidos. Por eso desde el día que
conocí a Giovanna, la que hoy es mi esposa, y visualicé un futuro con ella
formando una familia, me puse como propósito no ser como mi padre. Para
muchos su padre es un ejemplo a seguir, un hombre a imitar. Para mí es un
ejemplo de lo que no quiero ser y un hombre al que perdonar para liberarme
de esa carga emocional que lacera mi alma. Soy creyente y mi Dios me
permitió tener la oportunidad de vaciar todo ese dolor. Gracias al padre
Miguel, el encargado de la parroquia de mi barrio, pude en confesión
expulsar mis más tristes y oscuros sentimientos hacia mi papá. El sacerdote,
con amplios conocimientos de psicología y una vocación espiritual
maravillosa, pudo conducirme por el sendero del perdón y de la comprensión.
Dejé de juzgar a mi padre y comencé a entender que alguien como él, que
nunca recibió cuidados ni afecto, creció como un discapacitado emocional
ofreciendo lo que había recibido, es decir, repitiendo moldes de conducta y
hábitos desafortunados de convivencia familiar.
Ese trabajo interior me ayudó mucho, sobre todo cuando una tarde llegó la
esposa de mi padre a buscarme y me dijo que había decidido acudir a mí
porque estaba muy preocupada. Mi padre llevaba meses teniendo conductas
extrañas. Encontraba su cartera en el refrigerador y cuando ella le preguntaba
por qué la había puesto ahí mi padre se desconcertaba y con enojo le decía
que él no había hecho eso. Olvidaba sus compromisos de trabajo, no acudía a
sus citas y una ocasión tuvo que ir a buscarlo a una colonia alejada porque
una persona lo encontró caminando y tuvo que revisar su identificación para
localizarla y decirle que mi padre estaba con la mirada extraviada y sin
rumbo, caminando por aquellas calles sin saber quién era ni hacia dónde se
dirigía. En otra ocasión, cuando un vendedor ambulante lo detuvo en la calle
para ofrecerle escobas, mi padre le compró una y en un arranque le regaló
todo el dinero que traía en la cartera ante la mirada atónita y furiosa de su
mujer. Me contó que empezó a dejar de frecuentar la cantina y a sus amigos,
que comenzó a aislarse y permanecía horas frente al televisor, incluso
ignoraba a su hijo pequeño (que por entonces tenía ocho años). Dejó de jugar
con él, de ir a misa, de acompañarla a hacer las compras al mercado y la
pérdida de la memoria se fue acentuando. Estar fuera de la casa lo alteraba, se
ponía ansioso y de mal humor. Despertaba y no sabía qué día era e incluso en
ocasiones no sabía en dónde estaba, y cuando ella le decía: «Carlos, estás en
tu casa, en tu cama», volteaba a verla entre enojado y asustado. Sus
problemas de atención y de orientación se acentuaron. Pero sobre todo la
pérdida de la memoria. El diagnóstico fue fulminante: Alzheimer. Hablamos
con mis hermanos y entre todos decidimos no abandonarlo (a pesar de que
cada uno de nosotros teníamos nuestras heridas y resentimientos), y junto con
la esposa buscamos todos los recursos posibles de apoyo médico y asistencia.
Sin embargo mi padre se fue poco a poco caminando día tras día a ese lugar
llamado olvido. Se fue directo hacia ese sitio donde no existe el tiempo y
donde los rostros pierden su nombre. Hacia la inmovilidad y la penumbra.
Respirando sin existir.
Se le olvidó su existencia. Se le olvidó todo el daño que nos hizo. Se le
olvidó todo el daño que recibió su alma y que lo convirtió en ese hombre sin
consciencia que creyó que podía hacer y deshacer a su antojo con sus seres
queridos. Y para que no se me olvide, decidí perdonarlo, trascenderlo y
agradecer la fortaleza que trajo a mi espíritu el tener un padre como él. Para
que no se me olvide día a día le digo a mis hijos cuánto los amo y a mi mujer
lo valiosa que es para mí, me repito una y otra vez que comprender quién fue
mi padre me ayuda a no ser como él.
–Tu papá ha olvidado todo –me dijo su esposa bañada en llanto.
–Pero yo no –respondí y la abracé, agradecido con esa mujer a quien le tocó
cuidarlo hasta el último día de su olvido.
Ma. del Rayo Guzmán Centeno
6. SIN AGALLAS
Todos los consejos que los padres dan a la juventud tienen por finalidad
impedir que sean jóvenes. Francis de Croisset
Se supone que un padre es protector y te enseña a defenderte. El mío no. Mi
padre es un hombre temeroso que practica la preocupación como deporte. La
consecuencia de su conducta ha sido que tengo que admitir que soy un inútil
que va caminando por la vida cargando un costal lleno de miedos y esperando
que otros resuelvan mis problemas porque no tengo iniciativa y me da pavor
el conflicto. Al menos eso dice mi actual terapeuta. He pasado por los
divanes de varios psicólogos, he deambulado por especialistas de varias
corrientes psicológicas y he consumido ansiolíticos y antidepresivos durante
largos periodos de mi existencia. Todos me dicen los mismo, que me faltó
orientación y guía de parte de papá, que me sobreprotegió y que por eso
aprendí que el mundo es un sitio peligroso además de haber mutilado mis
talentos y mis capacidades. Lo hizo por amor, pero me lastimó
inconscientemente.
No jugué futbol porque la segunda vez que me llevó a un partido en la
escuela me caí y me raspé las rodillas, entonces mi padre decidió que ese era
un deporte peligroso. No aprendí karate porque me podían lastimar. No soy
un hombre musculoso porque en los gimnasios se corre el riesgo de alguna
lesión que, según mi papá, me podía llevar al hospital. No ingiero comida
picante porque me puede irritar el estómago y mi padre decía que eso
provocaba cáncer de colon. Mi madre es una mujer abnegada y educada para
obedecer a su marido, así que nunca cuestionó las decisiones de mi papá
relacionadas con mi educación. Fui el hijo mayor y conmigo mostraron su
ignorancia y sus miedos y me sobreprotegieron sin mesura. Mi hermana
menor tuvo la suerte ser mujer y crecer más apegada a mi mamá, ya que, en
el pensamiento de mi padre, los hombres crecen cerca del padre y las mujeres
de la madre. Creo que eso ayudó a mi hermana a padecer un poco menos de
la asfixiante conducta de papá. Ella es más segura y se rebeló a muchas de
sus decisiones. Por mi mente nunca pasó la idea de no hacer lo que mi padre
me decía.
Puedo hacer una extensa lista de las cosas que dejé de hacer por los temores
de mi padre. No fui a ninguna excursión de la escuela porque en los bosques
hay animales peligrosos. No sé nadar porque las albercas son peligrosas y
puedo ahogarme (aunque la alberca tenga menos profundidad que mi
estatura). Sigo solo porque las mujeres son malas (excepto mi madre, mi
abuela, mis tías y mi hermana), y me pueden romper el corazón. Además era
confuso en su disciplina, por un lado no me dejaba hacer muchas cosas, pero
por otro me permitía muchas otras, como permanecer horas frente al televisor
dejando de lado mis deberes, (los que luego me ayudaba a hacer por las
noches), o me compraba lo que yo quería (siempre y cuando no representara
ningún peligro para mi integridad personal) y no me ponía límites en
situaciones que según los especialistas debió hacerlo. Tal vez lo hizo porque
él creció con un padre ausente y se enfrentó a problemas difíciles desde
temprana edad, tuvo que trabajar desde los catorce años y además forjarse un
futuro él mismo. Empezó vendiendo tornillos y tuercas en una ferretería y
con el paso de los años se hizo de sus propio negocio, que expandió abriendo
varias sucursales en distintas ciudades del país. Cualquiera pensaría que don
Esteban Garza, mi papá, iba a heredarle a su hijo las agallas para lograr sus
metas en la vida y su capacidad de tomar buenas decisiones en los negocios.
Sin embargo, cuando se convirtió en padre hizo exactamente lo contrario. Me
resolvió la vida basado en la premisa de «no quiero que pases por lo que yo
pasé». Por eso mi vida se convirtió en una estancia pasiva y cómoda en este
planeta. Lo más triste de todo es que vivo sin agallas, la valentía está ausente
de mi vida y el miedo se apodera de mí con mucha facilidad. Lo mismo
siento miedo de iniciar un negocio y fracasar que de invitar a una chica a
salir. El miedo es parte de mi psicología y de una manera enfermiza me
cobija a pesar de mis intentos por zafarme de sus garras. Mis amigos me han
puesto los apodos típicos de alguien como yo: gallina, maricón, miedoso,
nenita y demás. Sin embargo, reconozco que en mi zona de confort la vida se
me pasa fácil, huyo al conflicto y le doy la vuelta a discusiones o
enfrentamientos. Si un color definiera las personalidades humanas,
seguramente el mío sería el gris. Y así deambulo por mi destino, ese que se
estructuró con temores y con mucha precaución, ese destino que no sé si me
pertenece o si murió el día que don Esteban Garza falleció. Tengo treinta y
ocho años y hace dos que mi padre murió de un infarto. Entre divanes y
terapias me aferro a la esperanza de que un día, al abrir los ojos, la mente me
muestre un nuevo recorrido donde el panorama sea menos cobarde.
Mañana será un día especial, iré a mi primer campamento a un maravilloso
lugar que se llama Huasca de Ocampo, en el Estado de Hidalgo, su nombre
en nahua significa «lugar de la alegría o del regocijo», y haré algo a pesar de
todos mis miedos ahora que papá no está: me deslizaré a mil metros de altura
por la tirolesa de ese lugar, y espero que aferrado a ese sistema de cables y
poleas pueda llegar a recuperar mi valentía y dejar de sentirme un inútil. Me
prometo a mí mismo no cerrar los ojos, no escuchar mis vocecillas internas
que susurran mis temores y lanzar al vacío la sobreprotección de papá, y
aferrarme a su recuerdo con amor, con respeto, recuperando sus cualidades y
abandonando sus temores infundados. Y así como mi padre con amor me
hizo un inútil, con este acto de amor a mí mismo recuperar mis agallas.
7. A TRAVÉS DEL CRISTAL
No crecen los niños. Los padres también lo hacen. Por mucho que
observemos qué hacen nuestros hijos con sus vidas, ellos también observan
qué hacemos nosotros con la nuestra. Joyce Maynard
Me gusta mucho ver a través de las ventanas, pero solo cuando los cristales
son limpios y no se distorsiona lo que hay del otro lado del cristal. Es una
fijación poco común, pero es de los residuos que me han quedado después de
una infancia en la cual de manera recurrente contemplé lo que sucedía a mi
alrededor a través del cristal de una botella. Me recuerdo de cuatro o cinco
años, con mi estatura apenas saliendo unos centímetros de la mesa del
comedor, de pie observando la cara de mi padre a través de su botella. Su
rostro se distorsionaba con la curvatura del cristal, o a veces la contemplaba
verdosa porque ese era el color del vidrio que contenía el líquido que tomaba.
A veces era brandy, otras veces mezcal, y su preferido era el ron. Cuando la
economía de la familia mejoraba compraba botellas más finas, pero cuando
las vacas eran flacas, lo que el bolsillo le permitiera. El alcohol acompañó su
vida y embriagó nuestras infancias. Uno de los recuerdos más dolorosos fue
precisamente el que observé ahí de pie con mis centímetros de niño de cuatro
años a través de una botella cuya etiqueta decía: Tequila Cuervo. Del otro
lado del cristal mi madre llorando con los codos sobre la mesa y sus lágrimas
empapando sus mejillas. Mi padre con su botella frente a él y un vaso en su
mano, medio lleno, que bebía de un solo trago y le perforaba el cerebro.
Bebió un vaso, dos, y después arrojó el vaso y lo estrelló contra la pared. Yo
corrí a esconderme a mi recámara y busqué protección debajo de mis cobijas.
Después los gritos de ambos, el llanto de mi madre y luego golpes. Sí, golpes
sobre el rostro y la espalda de mi madre. Y yo, con mi consciencia de niño,
sintiendo miedo de que a mí también me golpeara, y al mismo tiempo ganas
de arrojarme sobre él y de una patada alejarlo de mamá. Pero me quedé ahí,
enroscado en mi cama y tapado con mi cobija de osos azules. Llorando como
se llora a los cuatro años, sin comprensión de lo que sucede pero lleno de
temores y de tristeza.
Las cosas no mejoraron con los años, el alcohol se convirtió en el pan de cada
día para mi padre, quien al despertar se abrazaba a su botella como el
náufrago se abraza a un madero suspendido sobre el mar. Fuimos tres los
hijos de Casimiro Muñoz, un hombre nacido en la ciudad de Puebla que
emigró a la capital del país buscando fortuna y la encontró en el ramo
restaurantero. Puso un restaurante popular llamado La Joya y le fue tan bien
que al paso de los años se transformó en un restaurante elegante de comida
internacional. Ahí conoció a mi madre, quien trabajó para él de cajera y luego
se convirtió en su compañera de ruta y de dolor. Yo nací a los tres meses de
que ellos se casaron en una iglesia del barrio de Coyoacán, pues mi madre ya
estaba embarazada. Mis hermanos llegaron años después, Catalina, la que me
sigue tres años después, y Jacinto, cinco años mayor que yo. Tal vez mi
madre esperó tres años después de mi nacimiento como presagiando que las
cosas no salieran bien con don Casimiro, pero le ganó el amor y al parecer
esos tres primeros años no fueron tan devastadores como los que siguieron,
pues mi padre bebía pero no en exceso. Como dicen por ahí, «bebedor de
fines de semana». Pero así como la familia creció, también del mismo modo
creció la necesidad de mi padre por beber, hizo de la botella su compañera
cotidiana y desde que tengo uso de razón lo recuerdo con una en la mano o a
su lado en espera de ser ingerida. Su «fiel compañera», como la llamaba. Mi
madre, Liliana Cázares, es ocho años menor que mi padre, una mujer
paciente y tolerante porque a pesar de todo permaneció a su lado hasta su
muerte. Lo enterró en un ataúd al lado de sus borracheras y sus botellas para
luego convertirlo en un esposo ejemplar y quedar como viuda mártir, algo
que hasta la fecha no logro comprender, solo mi madre sabe por qué después
de vivir semejante infierno lo llora y lo extraña. Yo no extraño a mi papá. Es
duro hacer tal afirmación pero es la verdad. Prefiero saberlo difunto que
rondando por ahí tambaleándose e insultando a sus hijos. A mí mi padre me
avergonzaba, me causaba temor y rechazo. Cuando mis amigos iban a
visitarme sentía un miedo exagerado y una ansiedad extrema de pensar que
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  • 1.
  • 3. Rayo Guzmán Cuando papá lastima Reconstruyendo la capa del superhéroe El sueño del héroe es ser grande en todas partes. Víctor Hugo Con amor y admiración para Roberto. Para todos los padres del mundo que por ignorancia, inconsciencia, amor o desamor lastiman a un hijo, a veces sin darsse cuenta. –¿Has empleado todas tus fuerzas? –le preguntó el padre. –Sí –respondió el niño. –No –replicó el padre–. Aún no me has pedido que te ayude. Bruno Ferrero Durante los últimos cinco años de mi vida me he dedicado a contar historias a través del relato breve. El ejercicio literario ha dado a luz tres libros que lograron conectar emocionalmente con sus distintos públicos. Regalos para toda ocasión (MileStone 2012), se ha convertido en el libro de experiencias femeninas al que acuden las lectoras para resucitar la llama de la esperanza, motivarse y creer en sus talentos y virtudes cuando sienten desfallecer. Tú princesa y yo sapo (MileStone, 2013), mi libro tributo al género masculino, donde han quedado plasmadas las vivencias emocionales de muchos varones que se atrevieron a abrir su corazón y nos permitieron conocer qué sucede con ellos después de que besan a la princesa. Cuando mamá lastima (MileStone 2015) llegó a ser la cereza del pastel de mi colección de relato breve y las miles de historias recolectadas en el campo de la vida real, compartidas generosamente por personas que confiaron en mí y se arriesgaron a convertirse en personajes de mis libros, ahora son esos personajes entrañables que nos conducen desde la lágrima a la sonrisa caminando entre los senderos del amor incondicional, el amor de la madre. Sin embargo, cuando recorrí todos los rincones posibles del país con la conferencia del mismo nombre, «Cuando mamá lastima», con frecuencia comencé a estuchar la siguiente pregunta: «¿Y Cuando papá lastima, lo vas a
  • 4. escribir?» También comenzaron a llegar mensajes a las redes sociales y, lo más importante, testimonios de cientos de personas que, conmovidas por la lectura de Cuando mamá lastima, estaban entusiasmadas y decididas a compartir su experiencia y entregarla a mi vocación para escribir una historia inspirada en ellos. A todos ellos mi gratitud y mi admiración eternas. La convocatoria que acostumbro realizar en redes sociales lanzado una pregunta, hizo posible la recepción de cientos de historias más. «¿Qué hace (hizo) tu papá que te lastima?» era la pregunta, y las respuestas se fueron acumulando. El resultado es este libro, escrito en el formato de mi colección de relato breve, ya que también he escrito una narración larga, mi primera novela La mujer de ceniza y el hombre que no podía escribir (Selector, 2017). Así que he seguido la misma fórmula: las historias reales que leo y escucho, después las utilizo para narrar en primera persona, a manera de testimonios, lo que emergió de la realidad. Así construyo personajes que se parecen a los que me regalaron su testimonio pero no son ellos. Al convertirse en personajes dejan de ser una voz individual y comienzan a hablar por muchos otros. El dolor como la experiencia de la que surge el crecimiento humano es una de las premisas de vida que he tenido. Dicen mis amigos médicos que el dolor es una sensación que se detona por el sistema nervioso central y que puede ser constante o intermitente, puede ser agudo o puede ser espantosamente sordo, lacerante. Sin embargo, y sin ser médico, estoy totalmente de acuerdo con ellos en una cosa: el dolor avisa y ayuda a diagnosticar algún problema más profundo. Por eso los títulos de mis libros, porque es ahí, donde te duele, donde hay herida, donde tienes lastimado un trozo de tu corazón, es precisamente ahí donde es posible que encuentres la maravillosa oportunidad de sanar males más profundos o añejos y donde te convertirás en una mejor persona. Mis amigos médicos también me han dicho que existen dolores crónicos. Son dolores a los que incluso te llegas a acostumbrar. Los extrañas cuando se van. Ya viven contigo. Así tienden a ser las heridas provocadas por nuestros padres, porque son antiguas, algunas a veces las negamos, otras las escondemos tras vendajes (algunos muy bien elaborados alimentados por el ego; otros no tanto, alimentados por un victimismo inútil), y tratamos de
  • 5. fingir que todo se ha superado y que forma parte de un pasado. Hay quienes convierten esos dolores en rencores enfermizos o resentimientos que dañan no solamente su vida emocional, sino que llegan a somatizarse y convertirse en serias enfermedades acompañadas también de dolores físicos. Y sí, efectivamente, papá es una figura que a veces lastima. La figura paterna es muy importante para el conveniente desarrollo de un ser humano. Sin embargo, considero que al ser la figura de la madre una figura tan poderosa en lo biopsicosocial, el rol del padre en determinados entornos socioculturales se ha desvalorizado. Las mujeres hemos luchado durante años por nuestros derechos, por el reconocimiento de nuestros talentos y posibilidades humanas y por conseguir espacios de desarrollo distintos a la cocina o a amamantar a un crío. Considero que todo esto también ha tenido un efecto inesperado y tal vez colateral: mientras se iluminaba lo femenino se ensombrecía lo masculino. Es el precio a pagar por tanto tiempo de dominación masculina. De este modo, podemos constatar que en la actualidad el varón se siente desubicado al pretender conquistar a una mujer del siglo XXI que en nada se parece a su madre, ni a su abuela, y que en distintos discursos cotidianos dice directa o indirectamente: «Yo no necesito de un hombre para ser feliz». La palabra «padre» proviene del latín pater, patris, cuyo significado es patrono, protector, defensor, y tenemos que reconocer que la influencia que tiene la figura paterna en la construcción psíquica de un ser humano es innegable. Un padre transmite identidad, disciplina y vitalidad a la personalidad de un hijo. El padre contemporáneo tiene características que tal vez para sus antecesores serían del mundo femenino (como colaborar en las labores domésticas), e incluso algunas penosas (como que la mujer tenga un mejor puesto laboral o ingresos económicos mayores que los del varón). Algunas veces podemos encontrar en el discurso de lo familiar que la figura del padre es intercambiable: «Mi hijo no necesita un padre porque tiene mucha madre». La sensación de que el padre es prescindible, la idea de que en el fondo no es tan necesario para el adecuado desarrollo del niño, se dispersan entre lo social e incluso en teorías que hablan de que el núcleo familiar está constituido por la relación madre-hijo. Y así, madres solteras, abandonadas, separadas o divorciadas crían hijos abrazando la infundada creencia de que con su amor basta y que sus hijos pueden crecer
  • 6. perfectamente sin un amor paterno. Sin embargo, a pesar de que aparentemente el hijo(a) ha crecido adecuadamente sin la presencia de un padre, los testimonios delatan que, en las profundidades del corazón de esos seres, la ausencia paterna ha calado. Como acostumbro en mis libros, relato historias inspiradas en experiencias reales. Esto significa que los nombres de los personajes y muchas de las circunstancias son inventados. Mi escritura se convierte en la voz de personajes que representan a cientos de personas que abrieron sus corazones y me mostraron sus heridas. A través de la ficción testimonial, sin juicios, sin moralejas, sin pretensiones de aconsejar a nadie, simplemente cuento sus vidas. Son estas historias que a continuación compartiré las que arrojan revelaciones profundas desde las heridas de esos hijos lastimados, como el hecho de que la influencia de un padre sobre sus hijos es irremplazable. El padre, el primer amor de las hijas, el primer superhéroe de los hijos, el que espanta los fantasmas por las noches y simula ser caballo por el día, cabalgando con el crío sobre los hombros, la figura que se utiliza como amenaza cuando la autoridad de la madre se vuelve débil. El que atemoriza y protege a la vez, el que se convierte en el ideal del hombre para la niña que cuando crece se enamora y busca en otro varón las características del progenitor. Cada uno de los relatos nos permite constatar de lo importante que es el padre en la vida de un hijo. La figura paterna se amalgama en el desarrollo del individuo con los conceptos de autoridad, protección, seguridad, liderazgo, iniciativa y audacia. Por otro lado, los conceptos de infantilismo e inmadurez crónica están relacionados con la ausencia de la figura paterna. Sin embargo, los seres humanos somos posibilidad permanente. Cualquier herida en nuestros corazones puede ser sanada y transformada en la fuente de fortaleza y de inspiración para una mejora continua de nuestra calidad como personas. El sendero del perdón se transita cuando se comprende, porque la comprensión en una de las manifestaciones más luminosas del amor, ese amor que todo sana, que todo cura, que alimenta lo mejor de nosotros mismos. 1. CON ELLA No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos. Friedrich Schiller
  • 7. Lo que voy a contar lo he tenido escondido debajo de mis resentimientos más profundos y de mis recuerdos más dolorosos. No obstante, he decidido sacarlo de ahí y ponerlo en palabras porque es una manera de limpiar ese espacio sucio de mi corazón. Donde hay herida sin sanar se corre el riesgo de heredar ese dolor y ahora que nació mi hija he decidido liberarme de ese peso para que ella no reciba de mí sentimientos inútiles que le hagan recorrer el camino de la existencia con cargas que no le pertenecen. Por eso hablaré de él. De mi padre. Hace ocho años lo enterré vivo en mi memoria. No quise volver a saber de él. Han sido ocho años de llorar bajo la regadera para que nadie me escuche, de caminar por las mañanas acompañada de mi perro mientras lágrimas inconscientes resbalan por mis mejillas. Ocho años de preguntarme una y otra vez por qué hizo lo que hizo y con quien lo hizo. Por eso he decidido dar fin a todo esto, porque tener en mis brazos a mi bebé me ha cimbrado y me he dado cuenta de la gran responsabilidad que es invitar a habitar este mundo a un ser humano, al que no solo le debo dar las condiciones físicas adecuadas para su desarrollo, sino un entorno emocional sano que le permita crecer feliz. Hace treinta y dos años mi padre, Mauricio Grajales, me tomó en sus brazos por primera vez. Soy hija única, producto de su matrimonio de veinticuatro años con Elena Montiel, mi mamá. Veinticuatro años permanecieron juntos y vivimos una historia familiar típica, aparentemente normal. Mi papá es un reconocido cirujano especializado en columna. Vivimos siempre en una casa heredada de mi abuelo paterno, en una de las colonias de clase alta de la capital del país. Estudié en colegios caros y vestí ropa fina. No supe lo que era un «no» de su parte. Mis caprichos o antojos eran cumplidos. Era su consentida. Su muñeca, como él me decía. Crecí sentada sobre sus piernas mientras escuchaba música clásica en su despacho o en su consultorio. Caminando por los pasillos del hospital privado del cual era socio, sintiéndome la princesa del doctor Grajales, la dueña del mundo y creciendo bajo el manto protector de ese hombre guapo, talentoso y admirado. Mi madre es una mujer que dedica hasta el día de hoy mucho tiempo a su cuidado personal y es activa en la sociedad. Su vida pasa entre la peinadora y los desayunos altruistas, con sus amigas, la mayoría esposas de médicos conocidos por mi padre. Nuestro mundo era poco complicado, había un padre
  • 8. que era excelente proveedor y exitoso, y una madre sofisticada y educada para ser la compañera de un hombre como él. Reconozco que fui una niña mimada y que mi padre era mi superhéroe. Todos los adjetivos positivos posibles para describir a un hombre los usé para describir a mi papá: guapo, fuerte, inteligente, decidido, sabio, cariñoso, protector, elegante, talentoso, trabajador, dedicado, amoroso, consentidor, juguetón y más. Obviamente se convirtió en mi prototipo de hombre. Crecí aspirando a conocer un príncipe parecido a mi papá y al primer defecto que encontraba en mis pretendientes los descartaba. El hombre que se ganara mi amor tendría que ser igual a papá. Cuando el ídolo se volvió de carne y hueso y sus vestiduras de santo se rasgaron, mi mundo se derrumbó con él. En la secundaria conocí a Ernestina Mendívil. Nos volvimos inseparables. Ella es hija de médico y yo también. Vivía a cuatro cuadras de mi casa en la misma colonia, y compartía conmigo el gusto por la comida japonesa y por la natación. Seguimos juntas en el bachillerato y, en el momento de decidir carrera, las dos teníamos muy claro que queríamos estudiar medicina como nuestros padres. Y así fue, nos inscribimos en la misma escuela de medicina en una reconocida universidad privada y nos enfocamos en fabricar nuestro futuro. Viajamos juntas a campamentos en Francia y en Alemania. Compartimos departamento durante un verano en Seattle cuando fuimos a cursar unas materias del bachillerato. Éramos confidentes y en varias ocasiones lloramos juntas nuestras decepciones amorosas. Las dos nos convertimos en jóvenes atléticas y glamorosas que vestíamos al último grito de la moda y asistíamos a fiestas y conciertos. Ernestina pasaba mucho tiempo en mi casa, veíamos series de televisión y escuchábamos música o cocinábamos juntas comida asiática con ayuda de tutoriales de YouTube o recetarios que bajábamos de internet. Mi madre llegó a considerarla una hija más. Ernestina llegaba a mi hogar y abría el refrigerador o asaltaba la alacena como si estuviera en su propia casa. Cuando salía de viaje con mis padres, mi mamá siempre le compraba un regalo y se lo daba a nuestro regreso. Los padres de Ernestina hacían lo mismo conmigo. Me estimaban mucho y yo también me sentía una hija más en casa de ellos. Nunca me percaté de que dejamos de ser dos adolescentes que corrían por el jardín correteando mariposas mientras mi padre tomaba un coctel junto a la alberca. Nunca me percaté de que ya éramos dos mujeres tomando en sol en bikini mientras mi
  • 9. padre tomaba su trago ahí a un lado de nosotras. Entramos a la universidad y algo comenzó a cambiar entre Ernestina y yo. Comenzó a alejarse de mí y a poner pretextos para no acompañarme a algún evento o para estudiar conmigo por las noches en mi casa. A veces le mandaba mensajes de texto o por WhatsApp y no los respondía, ni siquiera los veía. Eso era muy raro entre nosotras. Lo atribuí a la carga pesada que comenzamos a tener en la escuela, a las tareas y a las actividades distintas que abatieron nuestras nuevas vidas como estudiantes de medicina. Antes de entrar a la universidad decidimos tomar todas las clases juntas. Sin embargo, para el segundo semestre ella decidió tomar materias con otros profesores o en horarios distintos a los míos, como si no quisiera estar mucho tiempo conmigo. Lo seguí atribuyendo a que tal vez había llegado la hora anunciada y cada una buscaría encontrar su futuro a su manera. Seguíamos tomando café o saliendo a algún bar una vez por semana, ya no era a diario como antes, pero la vida había cambiado y las rutinas también. Yo confiaba en que nuestra amistad era indestructible y que persistiría a lo largo del tiempo y resistiría todo. Todo... menos eso. Eso que sucedió lo relato con un nudo en mi garganta y un dolor en el vientre. Ese mismo nudo que se deshace en lágrimas bajo la ducha y se convierte en colitis por las noches. Ese nudo que quiero deshacer y ese vientre que quiero liberar del dolor escribiendo esto. Una noche que salimos juntas a un bar comenzamos a hablar sobre los hombres. Recuerdo que yo le hablé de un par de pretendientes que andaban detrás de mí y ella me escuchaba a medias, porque la mitad de su atención estaba constantemente en su celular. Le pregunté si ella estaba saliendo con alguien y me dijo que había un hombre del que sentía se estaba enamorando profundamente. Cuando le pedí que me enseñara una fotografía se puso nerviosa y me dijo que prefería hacerlo después, cuando ya se concretara algo con él, además de que no quería que yo la criticara porque se trataba de un hombre mayor. Me sorprendió que saliera con alguien mayor y que además me dijera que no me burlara de ella, puesto que entre nosotras jamás había existido ningún tipo de burla, y menos cuando se trataba de nuestros sentimientos por algo o por alguien. La misma situación se repitió dos semanas después, cuando salimos otra vez a cenar. Ella escuchándome a
  • 10. medias y la otra mitad de su atención concentrada en revisar su celular periódicamente. Esa noche me dijo que tenía que irse. Dejó su parte de la cuenta sobre la mesa y salió del restaurante apresurada. Ya era tarde y me pareció extraño que tuviera que ir con urgencia a alguna parte a esas horas. Pero no pregunté más. Pensé que ya tendríamos la oportunidad más adelante de hablar con calma sobre su comportamiento tan raro de los últimos meses. –Ernestina ya nos tiene olvidados –comentó mi madre mientras los tres cenábamos en la cocina un sábado por la noche. –¿Sí, verdad?, ha estado rara últimamente –respondí tratando de compartir con mi madre mi preocupación por su alejamiento. –¿A dónde van a querer ir en Semana Santa de vacaciones? –preguntó mi papá, dándole inesperadamente un giro a la charla, como si quisiera evitar hablar de mi amiga. –¿Tú no la has visto, Mauricio? –insistió mamá. –No, ¿por qué tendría que verla?, debe de estar ocupada con la escuela. Estudiar medicina demanda mucho tiempo, ¿o no, Samantha? –dijo mi padre con un tono de voz que intentó restar importancia a la pregunta de mi madre. Asentí con la cabeza y me levanté de la mesa. Estaba cansada y tenía sueño. Esa noche no pude dormir bien. Algo se había instalado en mis entrañas, como si mi sexto sentido me hubiera inoculado un misterioso temor, una enigmática sospecha se había incrustado en mi vientre. Un par de semanas después vi en el Facebook de Ernestina una selfie que se tomó en el interior de un vehículo. Me llamó la atención el respaldo del auto. Era idéntico al respaldo del automóvil de mi padre. Y ese auto era único. Se trataba de un Audi TT que él mismo mandó tapizar con la armadora. Piel gris con un remache rojo en las orillas. Algo poco común. La sospecha se alimentó de golpe y me puse a stalkearla. Entonces me di cuenta que tenía a mi padre agregado entre sus contactos. Se me hizo muy extraño eso porque mi padre usaba poco el Facebook y tenía agregados en su mayoría a colegas o familiares. Pero a mis amigos no acostumbraba tenerlos en su red social. Seguí buscando y me di cuenta de que a mi madre no la tenía, y hubiese sido más normal que los tuviera a los dos. Mi madre usaba más el Facebook que mi padre. Me pareció muy raro. Cuando le pregunté a Ernestina se puso nerviosa y me explicó que lo hizo porque tenía que preguntarle de emergencia algo de una tarea y creyó que sería más fácil por ese medio. Le dije que me hubiese llamado para preguntarle por teléfono o yo le hubiera
  • 11. proporcionado su correo electrónico. Pero cambió el tema y evadió las preguntas que le hice. Entonces la sospecha se convirtió en obsesión y comencé a buscar. Y dicen que el que busca, encuentra. Decidida a sacar esa espina llena de duda de mi corazón, falté a clases y me dediqué a vigilar a mi amiga desde lejos. Sin importarme las consecuencias en la escuela, decidí dedicar más allá de mi tiempo libre para seguirla y observarla desde lejos. Constaté que pasaba mucho tiempo en el celular. Que salía de clases y no se iba con sus compañeros a ninguna parte. Subía a su auto y se iba en dirección contraria a su casa. Entonces decidí seguirla. Y la duda se desvaneció. Se detuvo afuera de un edificio de departamentos en la colonia Roma. Un edificio que yo conocía a la perfección porque dos de los departamentos eran propiedad de mi papá. Tuve que irme de ahí, pero me di a la tarea de llegar al fondo del asunto. Deshacer la madeja de interrogantes que agobiaron mi cerebro desde esa tarde. Llegué a casa y me puse a buscar las llaves del edificio. Encontré también copias de las llaves de los dos departamentos que eran propiedad de mi familia. Así fue como los descubrí. Tres días después, volví a seguirla hasta el edificio y entré después de ella. Por el número de piso en el que se detuvo el elevador supe a cuál de los dos iba. Subí y los encontré. Desnudos y en la cama. Revolcándose encima de mi dolor, de mi confianza, de mi amor por los dos. Mauricio Grajales cayó del pedestal donde lo puse. El ídolo se derrumbó. Al superhéroe se le cayó la capa. El dolor fue profundo y lacerante. Mi padre destruyó mis recuerdos felices de infancia, de adolescencia. Destruyó mi amistad con Ernestina. Hoy que escribo esto no sé si realmente pueda llamar amiga a alguien que hace lo que ella hizo. No tuvieron tiempo de vestirse antes de que yo saliera de ahí con el corazón desgarrado. Vagué por la ciudad durante horas en el auto. Llorando sin consuelo y sin rumbo. No quería llegar a mi casa. No quería ver a mi madre. Imaginaba el sufrimiento de ella al enterarse de lo que había entre Ernestina y mi padre. –Me enamoré –nos dijo con voz llena de determinación. Mi madre y yo estábamos sentadas frente a papá en el salón principal de la casa. Por primera vez en mi vida vi a mi madre perder la compostura y dar gritos llenos de dolor insultando a mi padre con palabras que desconocía que ella usara. Jamás la había escuchado utilizar semejantes expresiones. Desde «poco hombre» hasta «hijo de puta». Fue una noche oscura, en la que en la
  • 12. penumbra de esa sala vimos desbaratarse la historia de la familia perfecta y observamos a mi padre como una bestia que sucumbía ante los mandatos del deseo y de la carne. Con ella. Con mi mejor amiga. La mansión Grajales se vendió y mi madre se fue a vivir a un pent-house en Las Lomas. Yo me fui a terminar mi carrera al extranjero. Ernestina abandonó la universidad y se casó con mi padre. Y la vida siguió. Porque así es la vida, no se detiene y el tiempo es su aliado más valioso, ese que diluye los hechos y convierte en imágenes borrosas los recuerdos dolorosos. Pero los recuerdos habitan en la memoria del corazón. Mientras hacía el internado conocí a Juan Pablo, un argentino amable y con agallas. Decidido a convertirse en un gran cirujano pediatra. Yo me incliné por la medicina interna. Decidimos casarnos al año de noviazgo y hasta el momento siento haber tomado una de las mejores decisiones de mi vida. Ha sido Juan Pablo el que me ha hablado de lo importante que es para mí perdonar a mi padre. Ahora que nació nuestra hija, siento que ha llegado el momento de escribir nuevos capítulos en el libro de mi alma. Mi niña tiene el derecho de conocer a su abuelo. Y a ella. A Ernestina. Porque aunque me duela, es la mujer que mi padre eligió para reinventarse. Ahora que soy esposa, entiendo que tal vez la relación con mi madre no era tan buena como ellos aparentaban. O tal vez es una historia más del hombre maduro que cae rendido ante la carne joven. No lo sé. Solo ellos saben en el fondo qué había en las entrañas de su matrimonio. Y solo mi padre sabe lo que lo llevó a elegirla a ella, precisamente a ella... a mi mejor amiga. Con el paso de los años, nos hemos enterado por otras personas o por familiares de que llevan un matrimonio feliz. Ernestina dio a luz a un varoncito hace cuatro años. Se la pasan juntos y ella acompaña a mi padre a todas partes. Ella es la que ha estado a su lado cuando ha recibido reconocimientos o cuando ha estado enfermo. Juan Pablo me dice que si fue mi amiga tantos años no debe ser mala persona, y que mi padre tampoco. Que así son las historias inesperadas del destino, y que aunque haya dolido, así tenía que ser. Mi madre también ha empezado a rehacer su vida. Tiene un novio alemán que la ha vuelto a hacer sentir como una adolescente. Se ha pintado el cabello y ha regresado al gimnasio. Ha vuelto a sonreír. He sido yo la que me he estado meciendo en el columpio del rencor todos estos años. Y ha llegado el momento de bajarme. Me abrió la puerta Ernestina. Vestía un traje sastre blanco de lino y con el cabello corto. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando me vio. Me dio un
  • 13. temeroso abrazo, al que respondí con recelo. Y detrás de ella apareció él. Con más años, con más canas, más delgado, igual de guapo, con la misma sonrisa encantadora que mataba mis miedos por las noches cuando le tenía miedo a la oscuridad. Me abrigó en un abrazo en el que sentí una mezcla de ternura y dolor, como si en ese silencioso contacto físico me dijera: «Yo también sufrí, a mí también me ha dolido». Detrás de mí, Juan Pablo cargando a nuestra hija. Entonces vi a mi padre dirigir la mirada hacia ellos. Y los ojos se llenaron de agua, los abrazó en uno solo para después pedirle a mi esposo que le cediera a la niña. Tomó a mi hija en sus brazos y se sentó en el sillón. La besó mil veces en un minuto. Como si en cada beso quisiera recuperar a su propia hija, esa que la traición alejó de su corazón. Lo vi mirarla como el feligrés que observa con devoción a Jesucristo. Con su amor desmesurado de abuelo. Y entonces se desbarató mi rencor. Lo escuché sollozar y repetir una y otra vez: «Gracias, hija, gracias, gracias... gracias.» Maura hoy cumple seis meses y su abuelo viene a verla cada semana. A veces viene solo y en otras lo acompaña Ernestina. La puerta de mi casa estará siempre abierta para mi padre y su nueva familia, porque le he cerrado la puerta al rencor. Porque quiero ser libre de espíritu para criar a mi hija en el amor. Mi madre lo ha comprendido porque ella se ha vuelto a enamorar y también vive una época de reconciliación con la esperanza. He podido convivir con Ernestina en paz, sin intercambiar frases de reproche, siendo cordial. Nuestra amistad nunca se recuperará de algo así pero la he perdonado, aunque sé que jamás volveremos a ser las amigas que un día fuimos. Ese día que mi padre tomó entre sus brazos a mi hija y vi el amor desbordarse hacia ella en sus ojos, recordé también lo mucho que mi padre me ama. Y ese día vi con mis ojos limpios de resentimiento cómo mi superhéroe recuperó su capa. 2. EN LA TELEVISIÓN Creo que en lo que nos convertimos depende de lo que nuestros padres nos enseñan en los ratos perdidos, cuando no están tratando de enseñarnos. Estamos formados por pequeños trozos de sabiduría. Umberto Eco
  • 14. Cuando escuchaba el motor de su automóvil mi corazón se aceleraba. Una mezcla de temor y de tranquilidad se apoderaba de mi cuerpo entero. Temor porque mi padre representaba todos los castigos posibles y tranquilidad porque sí había vuelto a casa. Mi madre utilizaba todos los días la figura de mi padre para atemorizarnos a mí y a mis hermanos. Cuando sentía su autoridad debilitada ante nosotros acudía a la imagen de mi padre. «Esto lo va a saber su padre y cuando llegue los va a castigar», «Si su padre un día se va de la casa será por su culpa». Es por eso que los recuerdos de mi infancia están plagados de temor. Muchos años creí que mi padre era una especie de capataz y estaba segura de que cada tarde, cuando regresaba a casa, le pedía un informe de nuestra conducta a mamá para entonces ejercer su autoridad y, según la gravedad de la falta, otorgar el castigo a quien lo merecía. Me llamo Pamela y soy la mayor de los tres hijos de Fabiola Larios y Gustavo Mondragón. Gustavo, dos años menor que yo, y Fabio dos años menor que Gustavo, por ser varones disfrutaron más de la convivencia con mi padre. A ellos los llevaba a clases de fútbol soccer desde que cumplieron los cinco años. Los sábados salían muy temprano de la casa con sus maletines y sus uniformes y regresaban al atardecer. Mi padre era americanista de hueso colorado, como acostumbraba decir, y mis hermanos heredaron su pasión por ese equipo. Mis sábados eran destinados a acompañar a mi madre al supermercado y a visitar a la abuela. Recuerdo que alguna vez le pedí a mamá que me dejara ir con ellos al partido de fútbol pero no me dejo ir porque eso era «asunto de hombres». Estoy convencida de que tuve un padre presente pero ausente en gran medida debido a la dinámica familiar que de alguna manera estaba determinada por las creencias y costumbres de mi madre. La separación por géneros en el interior de mi familia hizo que durante toda mi infancia conviviera muy poco con mi padre. Tal vez por eso jugaba a idealizarlo, a imaginar cómo era. Siempre sentí mucha curiosidad por saber cómo sentía en realidad, cómo pensaba, y me cuestionaba si en verdad era el ser humano que nos describía mi madre. Con los años he constatado que cada hijo puede desarrollar su propio concepto de unos padres porque aunque hayan sido los mismos cada uno tiene una imagen particular de ellos. Cuando entre hermanos hemos llegado a platicar sobre nuestro padre me ha quedado claro que cada uno conoció a un Gustavo distinto. Mi padre nació en un pueblo oaxaqueño llamado Tuxtepec. Creció en el seno
  • 15. de una familia numerosa. Ocho hijos. Cuatro varones y cuatro mujeres. Él era el mayor de todos. El Papaloapan mojó sus pies durante la infancia. Durante las reuniones familiares, que era cuando se tomaba sus copas de mezcal, acostumbraba contar sus aventuras a la orilla de ese río. En esas ocasiones hasta llegué a escucharlo reír a carcajadas. Mi abuelo había sido un padre rígido con sus vástagos y además murió joven, a los cuarenta y siete años, dejando a la abuela con la carga de la familia sobre sus hombros y una viudez que la convirtió en una mujer taciturna y amargada. La amargura caló en los corazones de sus hijos, que abandonaron la casa materna tan pronto pudieron. Se fueron uno a uno y se esparcieron por todo el territorio mexicano. Mi padre tiene hermanos y hermanas esparcidas por diferentes regiones, desde la zona del Itsmo de Tehuantepec hasta la ciudad fronteriza de Tijuana. Unos que se casaron, otros que se fueron buscando fortuna o siguiendo a una novia. Desconozco los detalles, solo cuento lo que sé. Mi padre tenía veinticinco años cuando murió el abuelo y asumió por un par de años el rol del hijo mayor y protector del clan, pero al ver que cada uno iba en busca de su propio destino, y agobiado por el carácter de la abuela, decidió también emigrar y encontró un trabajo en la ciudad de Puebla. Allá en Tuxtepec se quedó la abuela y se dice que murió de amargura a los tres años de quedar viuda. Siempre que preguntábamos a nuestros padres sobre su noviazgo y el día de su boda, tengo que admitir que era mi madre la que tomaba la palabra y se ponía a describirnos la tarde en que mi padre la conoció en la fiesta de cumpleaños de una amiga y que fue amor a primera vista. También nos decía que a mi padre se le estaba yendo el tren. Fue directo con ella y a los seis meses le pidió que fuera su esposa. Mi padre tenía treinta años y mi madre veintidós. Se sumergieron en un matrimonio aparentemente estable y tradicional. Mi padre trabajaba en una fábrica de cerámica, de la cual llegó a ser socio con el paso de los años. Mi madre dedicada al hogar y al cuidado de los hijos. Sin embargo, siempre tuve un padre ausente. Era una ausencia presente. Es decir, ahí estaba don Gustavo, viendo la televisión los domingos y todos alrededor suyo. Pero él y sus pensamientos conformaban un mundo propio que solo era interrumpido por el gol de algún jugador estrella o por la voz de mi madre pidiéndole que nos llamara la atención por alguna travesura que cometíamos. Mi padre obedecía, sí, esa es
  • 16. la palabra. Obedecía y nos decía «¡Compórtense!» o «¡Tranquilos!». Si lo que habíamos hecho ameritaba algún tipo de castigo se levantaba para encerrarnos en nuestra habitación o dictaminar que nos quedaríamos sin postre o dinero durante la semana. Después regresaba a su mundo. Ese mundo que estaba entre el televisor y su cuerpo y que desconocíamos todos. Incluso mi madre. Con mis hermanos no era cariñoso. Su amor lo demostraba comprándoles pelotas, bicicletas y llevándolos de campamento cada verano. Yo era la afortunada de vez en cuando. Entre nosotros había instantes secretos y sutiles en los que afloraba una ternura inédita de su mirada y me acariciaba el cabello o me apretaba las mejillas. Si valoro un recuerdo de mi niñez es esa tarde en que mi madre había salido con unas amigas y mis hermanos estaban haciendo tarea en el estudio. Mi padre estaba sentado en la sala viendo su acostumbrado partido de fútbol y yo llegué y me senté al lado suyo. Cuando vio que yo llevaba en mis brazos mi cuaderno de dibujo me lo pidió y comenzó a hojearlo. Le gustó una jirafa pastando que dibujé con crayolas y me dijo que era toda una artista. Me sentí importante. El reconocimiento de un padre es un bálsamo maravilloso sobre el corazón de un hijo. Yo tenía siete años. Hoy tengo cuarenta y no lo he olvidado. Pasaron los años, los hijos fuimos creciendo y nuestros padres haciéndose viejos. Mi hermano Gustavo salió de casa para irse a vivir a Monterrey y estudiar Mecatrónica. Fabio se hizo vegano, le dio por la meditación y se fue a vivir a la India con una novia que conoció en un encuentro espiritual. La más alterada ante las decisiones de mi hermano menor fue mi madre. Mi padre solo atinó a decirle: «Es tu vida, ya eres mayor de edad, solo te pido que seas independiente y no nos pidas que comulguemos con tus ideas.» Con el paso del tiempo se hizo más evidente el mundo alterno en que vivía mi padre. Un mundo inaccesible para nosotros. Mi madre se puso a estudiar la Biblia y se dedicó a hacer un sin fin de actividades religiosas con su nuevo grupo de amistades. Mi padre se compró un televisor inteligente y con esfuerzos aprendió a dominar sus funciones, luego se dedicó a acampar frente al aparato durante tardes enteras. El negocio ya no demandaba tanto su presencia y pasaba más tiempo en casa. Estaba en casa, pero en su mundo personal, presente pero ausente.
  • 17. Yo me convertí en una coleccionista de penas de amor. Nunca me gustó la escuela y apenas terminé el bachillerato me dediqué por completo al comercio. Con ayuda de mi padre abrí una tienda de artesanías en el centro de Puebla. Todo parecía ir bien hasta que conocí a Julián, un bajista que tocaba con un grupo en un bar de moda. Me enamoré y le entregué mi alma, mi cuerpo y mi estabilidad económica porque nunca traía un peso encima y encontró en mí una prestamista sin intereses ni plazos. Cuando terminó la relación también mi negocio estaba en la quiebra. Otra vez mi padre me rescató, me llevó con él a su negocio y me dio trabajo como secretaria del gerente. Ahí conocí otra cara de mi padre, me di cuenta de que era un hombre admirado y respetado por sus trabajadores y que tenía fama de honesto y justo. El hombre castigador e injusto de mi infancia que me había construido mamá con sus discursos no era el que trabajaba ahí desde hacía más de veinte años. A través de otros comencé a conocer más de mi padre. Descubrí que tenía un sentido del humor que rayaba en lo sarcástico y que tenía en su escritorio una colección de poemas de Neruda. Supe por parte de varios trabajadores la anécdota del perro Solovino. Mi madre nunca nos dejó tener perros como mascotas, a lo más que llegó su benevolencia fue a permitirnos un par de peces japoneses que murieron a escasos dos meses de que Fabio los llevó a casa. Por eso fue conmovedor enterarme de que mi padre encontró una noche en la bodega a un cachorro lastimado y lleno de pulgas al que levantó de entre los trozos de barro y maderas viejas para llevarlo al veterinario y al que cuidó hasta verlo sano y fuerte. Entonces decidió llevarlo a la perrera para adopción, lo dejó ahí solo una noche. Al día siguiente volvió por él y los empleados lo vieron llegar a la fábrica con el perro que ya portaba una correa de cuero y una cadena y les dijo que sería el nuevo vigilante. Lo llamó Solovino y durante siete años fue el más fiel de los veladores del negocio. ¡Vaya sorpresa! Mi padre no solo veía televisión y trabajaba como negro, también tenía sentimientos y le gustaban los perros. Una de las empacadoras me dijo que cuando murió Solovino debido a un virus que lo dejó en los huesos por tanta diarrea, mi padre se encerró en su oficina y más de uno de los trabajadores lo vio con los ojos llorosos por la partida de su fiel amigo. «Lo llevó con más de tres veterinarios pero no pudo salvarlo y eso le dolió mucho», me dijo la empleada. Ni mi madre ni mis hermanos supimos nunca de eso. Cuando le pregunté a mi padre por qué nunca nos había hablado de Solovino me respondió que eran sus cosas, y que mi madre se hubiera molestado de saber que andaba recogiendo animales callejeros. Lo
  • 18. dijo en tono indiferente, restándole importancia, pero en su mirada pude encontrar marcas de incomprensión. En ese tiempo que trabajé con él en la fábrica me enredé sentimentalmente con Horacio. Llegó a entregar unos paquetes a la oficina y su carácter efusivo y su manera tan colorida de conversar me embaucó y caí enamorada. Otra relación desastrosa. A los cuatro meses me enteré de que era casado cuando llegó la esposa a la fábrica y me armó un lío entre gritos y ofensas y me exigió que dejara en paz a su marido. Ahí me sorprendió la actitud de mi padre otra vez. Me llamó a su despacho y me dijo: –Pamela, deja de ver a ese hombre y aquí no ha pasado nada. Medita sobre este asunto y pasa unos días en casa, regresarás al trabajo cuando lo crea prudente. Y a tu madre de esto ni una sola palabra. Recuerdo perfectamente su mirada al decirme eso. Era una mirada comprensiva y compasiva. Una mirada que delataba una responsabilidad propia en mi falta. Como si al fallar yo fallara él. Lo abracé con fuerza y con mucho cariño. Ese fue el inicio de una nueva relación con mi papá. Todos esos mensajes recibidos de mamá acerca de que mi padre era un hombre duro, exigente, castigador, justiciero, estricto y sin sentimientos se fueron diluyendo poco a poco al conocer a mi papá más y más. Decidí ir a terapia porque no podía seguir teniendo relaciones tan efímeras y poco saludables con el sexo opuesto. Me sentía perdida caminando en el túnel de la vida pero, al parecer, comenzaba a percibir luz al final de ese trayecto. Papá cayó enfermo con problemas coronarios. Estuvo en el hospital internado un par de ocasiones y permanecí al lado de su cama sin separarme ni un minuto. A mis hermanos les extrañó mi nueva cercanía con mi viejo y a mi madre le importó lo mínimo, sólo atinó a imaginar que era porque yo prefería estar ahí que trabajando en la fábrica. Así de distantes son a veces los mundos interiores de quienes viven bajo un mismo techo. Mi padre me mandaba mensajes de gratitud en su mirada y esos los llevo en mi corazón para siempre. Mi psicóloga me insistía en que el avance que veía en mi terapia era debido a que mi relación con papá era cada día mejor y más cercana. Ya no me sentía huérfana de padre. Mi papá ya era una presencia en mi vida y no una ausencia.
  • 19. Durante su segunda estancia en el hospital conocí a Rodrigo, un joven médico internista originario de Morelia. Me abordó en el elevador de una manera amable y respetuosa. Mi espíritu ya estaba abierto a percepciones más sanas emocionalmente y eso dio paso a una relación distinta a todas las que tuve antes. Cuando mi padre volvió a casa, Rodrigo insistió en visitarlo para dar seguimiento a su recuperación. Era obvio que quería algo en serio conmigo y eso me llenó de júbilo. Mis ojos brillaban y entonces sucedió algo inesperado. –Pamela, hija, necesito hablar contigo –me dijo mi padre una tarde en que mi madre estaba en sus estudios de Biblia y nos encontrábamos los dos a solas. –Dime, papá, soy toda oídos –dije intrigada. –El brillo de tus ojos me confirma que estás enamorada. –Sí, papá, estoy muy enamorada de Rodrigo. –Cásate, hija, así enamorada como estás es como se debe llegar al matrimonio –sentenció en un tono tan profundo que me estremecí. –Sí, papá, Rodrigo y yo ya hemos hablado de boda, estamos esperando a que te recuperes para darle la noticia a la familia. –Conmigo o sin mí, hija, defiende tu felicidad, estoy seguro que Rodrigo es tu compañero de vida. Esto último lo dijo con tristeza. Y fue ahí cuando me enteré del más grande secreto de mi padre. Abrió su corazón y me contó de Mayela, el gran amor de su vida. La conoció a los dieciocho años. Sus casas estaban separadas por un par de calles. A sus corazones los separaban las rencillas entre familias. Como Romeo y Julieta tuvieron que esconder su amor rechazado por sus parentelas, que padecían odios de antaño. Escondidos tras los manglares se juraron amor eterno y en las tardes calurosas de verano recorrían la ribera del Papaloapan descalzos, comiendo cocos y jícamas con chile. Se contaron sus sueños y se impusieron metas comunes, se visualizaron con hijos y con sus vidas entrelazadas. La ambición de «llegar a ser alguien» tomaba sentido en compañía de Mayela y hacía que las aspiraciones de papá crecieran para brindarle un futuro digno a su novia amada. Sin embargo, la rigidez de las ideas de mi abuelo y la intransigencia de los padres de Mayela terminaron por separarlos. Después de varios días de no poder comunicarse con ella, mi padre se enteró por un vecino que la habían enviado a casarse a Oaxaca, la capital del estado, con el
  • 20. hijo de un conocido de la madre de Mayela. Eran otros tiempos, otras costumbres, otras ideas. Mi padre me habló de su cobardía, de cómo se quedó inmóvil y no hizo nada por ir y arrancar de los brazos de aquel hombre a su querida mujer. «Es algo con lo que he vivido hija, y es algo con lo que me voy a morir encajado en la conciencia». Después murió el abuelo, mi papá llegó a Puebla y conoció a mi mamá. Ese «amor a primera vista» del que hablaba mi madre en las reuniones familiares no era otra cosa que lo que mi padre puso en palabras como «una buena mujer con la que podría tener hijos y formar una familia». Esa tarde entendí que mi padre veía en la televisión no el partido de fútbol, sino los manglares y el Papaloapan, a Mayela corriendo a su lado tomada de su mano y ese mundo que se quedó levitando en el hubiera. Entendí entonces el temor permanente de mi madre de que él no regresara a casa, y que nos contagiaba a mí y a mis hermanos inconscientemente. Seguramente ella sabía que en mi padre habitaba ese silencioso anhelo de irse a buscar en su pasado a saldar una cuenta pendiente. Comprendí que mi padre se había quedado divagando en lo que pudo ser y no fue y se limitó a conducirse con inercia por una vida prefabricada por los conceptos y paradigmas escritos por la sociedad. Haciendo lo que se debe, cuando no se luchó por lo que se quiere. Es tan fácil juzgar a los padres desde la ignorancia de ser hijo cuando no se tiene la comunicación honesta y abierta con ellos. Papá murió tres meses después de entregarme en el altar. Y no se equivocó. Rodrigo y yo hemos sido hasta la fecha un par de enamorados criando a nuestros tres hijos. Mamá aún vive y sigue leyendo la Biblia y hablando de papá como el amor de su vida, el padre ejemplar, trabajador y esposo fiel. Mis hermanos lo recuerdan como el hombre exigente y duro que los obligaba jugar futbol cada sábado. Yo lo llevo en mi corazón como el que recogió a Solovino de la calle y el que me enseñó a reconocer el amor de un buen hombre. Y ahora, aunque físicamente no está conmigo, lo siento presente. Agradezco al destino que me dio la oportunidad de conocerlo más a fondo, de comprenderlo y sin juicios amarlo profundamente. 3. SENTADA EN LA BANQUETA Tener hijos no lo convierte a uno en padre, del mismo modo en que tener un piano no lo vuelve pianista. Michael Levine
  • 21. De niña me sentaba por las tardes en la banqueta esperarlo. Cuando veía su tráiler dar la vuelta en la esquina al acercarse a casa me ponía de pie y brincaba levantando las manos. Mi padre estacionaba con destreza su inmenso vehículo y descendía de él para acariciarme la cabeza y preguntarme: «¿Cómo está la luz de mis ojos?» Con mis cinco años a cuestas esas palabras eran las más hermosas que podían escuchar mis infantiles oídos y me hacía sentir la más importante de sus hijos. Luz es mi nombre y dice mi madre que mi padre lo escogió porque así se llamaba la tía que lo cuidó de niño cuando quedó huérfano de madre. Yo no conocí a esa tía porque murió mucho antes de que mis padres se encontraran. Soy la menor de seis hermanos, cuatro hombres y dos mujeres y en ese orden de nacimiento. Ser la menor en una casa donde habitábamos ocho personas tenía sus ventajas porque de alguna manera todos me cuidaban. Mis hermanos se sentían mis protectores, sobre todo Julio, el mayor, que en aquel entonces tenía diecisiete años. Sin embargo, para mí el mejor lugar del mundo eran los brazos de mi padre. Me sentaba sobre sus piernas y me mecía, después me abrazaba fuerte y me cantaba canciones de Vicente Fernández. Cuando mi padre salía de viaje con su tráiler y pasaban varios días sin que volviera a casa, mi consuelo era escuchar en la radio la estación local de música ranchera que transmitía canciones de esas como las que a él le gustaba cantarme. No éramos ricos. Yo me daba cuenta porque vivíamos en una colonia alejada del centro de la ciudad, donde apenas estaban instalando el drenaje y el pavimentado, pero no faltaba que comer, todos íbamos a la escuela pública siempre con un emparedado bajo el brazo y con algún dinerito para gastar. Mi madre se dedicaba por completo a nosotros y los domingos vendía afuera de la iglesia tamales preparados por ella. Como buena mujer de un trailero, tenía su cuarto lleno de santos de esos que acompañan a los viajeros en sus recorridos y nos sentaba a mi hermana Eulalia y a mí con ella por las tardes a rezar dos o tres misterios del rosario para que Dios trajera con bien a casa a nuestro señor padre. Nunca los escuchamos pelear delante de nosotros. Nunca. Ellos siempre fueron cuidadosos y arreglaban sus diferencias cuando nosotros dormíamos o no estábamos en casa. O tal vez lo hacían a gritos pero lejos del hogar, en algunas de sus salidas a solas y sin hijos, que por cierto no eran muy frecuentes. Tal vez por eso lo que pasó después fue tan doloroso
  • 22. para todos, por lo sorpresivo y fulminante. Mi padre no era cariñoso con todos sus hijos, mis hermanos mayores dicen que jamás les demostró su amor, pero yo sí tengo recuerdos amorosos de su parte, y tal vez es porque fui la más pequeña, o tal vez porque me puso el nombre de su tía adorada, o tal vez yo le supe sacar lo bueno de su corazón. No obstante, a pesar de su frialdad o rigidez en los tratos, era buen proveedor y cuando estaba en casa se dedicaba a nosotros. Nos llevaba al parque y nos compraba helados, nos traía ropa, sobre todo cuando hacía viajes a la frontera y podía comprar bultos enteros, con lo que venía en ellos nos vestía a toda su tribu en un dos por tres. Si el difunto era más grande mi madre se encargaba de cortar, coser o ajustar vestidos, blusas, sacos, pantalones y asunto resuelto. Había pan en la mesa y un techo bajo el que nos cobijábamos. Había una madre que nos inculcaba respeto por ese hombre, aunque he de decir que muchas veces ella misma nos lo alejaba cuando nos pedía que lo dejáramos dormir porque venía cansado de tanto manejar y entonces pasábamos horas lejos de su habitación para no molestarlo. Reitero, todo en apariencia era normal, y nunca los vimos pelear delante de nosotros. Tampoco lo vimos borracho ni agresivo. Mis hermanos y yo jamás recibimos un coscorrón de su parte. Las nalgadas y los gritos provenían de mamá. Jamás imaginamos que mi padre nos golpearía con el tiempo de la manera en que lo hizo. Sus golpes no fueron físicos. Las heridas que nos provocó no dejaron moretones en el cuerpo pero sí profundas llagas en nuestros corazones. Una tarde de agosto me quedé sentada en la banqueta esperándolo. Acababa de pasar mi cumpleaños número seis. Mi papá me compró un pastel color rosa con sabor a vainilla y me cantaron las mañanitas. Ese fue el último cumpleaños en el que me cantó una de Vicente Fernández. Se hizo de noche y al ver que yo seguía sentada en la banqueta, mi madre salió y me dijo: –Luz, entra ya, tu papá no volverá. –Dijo que hoy lunes llegaba, aquí me quedo –dije emberrinchada. –No, niña. No volverá hoy ni nunca. Y entró a casa llorando. Fue entonces que mi corazón de niña se exaltó y corrí detrás de ella. Mi madre se había dejado caer en el sillón que estaba frente al televisor y veía al aparato con ojos perdidos en la nada mientras las lágrimas escurrían por sus mejillas.
  • 23. Me senté a su lado y ahí me quedé dormida. Al día siguiente todo normal, levantarnos temprano, ir a la escuela, regresar, sentarnos a comer. A veces me pregunto cómo fue posible seguir con la rutina de la vida cuando la vida se había roto. Pasaron los días y ni el tráiler ni mi padre regresaron. Había tanto silencio entre nosotros respecto al tema que sentía que cuando alguno de nosotros decía algo se escuchaba en forma de eco, como si habláramos dentro de una caverna vacía. Como a las dos semanas recuerdo que ya no pude con la angustia que se había instalado en mi infantil pecho y abrí la boca durante la comida: –Mamá, ¿mi papá está muerto? –pregunté con inocencia. –No, hija, pero para mí es como si lo estuviera –respondió mi madre con la mirada metida en su plato de frijoles. –Se fue con otra –dijo Julio, mi hermano mayor, también mirando su plato. Y yo mirando las caras de todos y todos mirando hacia sus platos. –¿Con otra qué? –pregunté con más inocencia. –Con otra mujer –volvió a responder Julio, como queriendo evitar a mi madre el dolor de la respuesta. Y así salió nuestro padre de nuestras vidas y entró la miseria a nuestra casa. Se me salió la luz de mis ojos. Dicen que mi mirada ávida y despierta se volvió entristecida. Se metió a nuestra vida el hambre, la enfermedad, la soledad, y a mí un vacío en el corazón tan inmenso que solo puede ser provocado por la ausencia del amor de ese a quien creíste tu héroe. En mi alma de niña de seis años eso es incomprensible y además increíble. Me llevó mucho tiempo convencerme de que mi padre no iba a regresar a casa. Seguí sentándome en la banqueta por las tardes a esperarlo. Meses. Ahí sentada en la banqueta vi a mi madre sacar en cajas sus pertenencias para entregárselas a un compadre que se las haría llegar a papá. Mi madre empezó a vender tamales todas las noches y mis hermanos a trabajar haciendo mandados o limpiando zapatos. Julio el mayor dejó la escuela y se puso a trabajar en el mercado de abastos cargando bultos. Nuestra familia quedó mutilada de una forma dolorosa y ese dolor dio paso a resentimientos muy profundos que nos han acompañado durante toda nuestra vida.
  • 24. Mi padre Raymundo, ese que un día me dejó sentada en la banqueta, nació en un rancho de cien habitantes al oeste del estado de Jalisco. De andar rápido y erguido, alto para el hombre promedio de la región, acostumbrado a cantar rancheras y a conducir casi desde niño. Hijo de trailero, en trailero se convirtió y se casó con Juventina mi madre a la edad de veintidós. Ella recién cumplidos los dieciocho, un par de jóvenes educados para formar familia y tener retoños. Sin aspiraciones complicadas, gente sencilla y de ascendencia humilde. Sus familias conocidas y del mismo rumbo. Se asentaron en Guadalajara a los dos años de casados y con Julio el primogénito de brazos. Después llegarían Juventino, Melquiades, Fabricio, Eulalia y por último yo, la luz de los ojos de mi padre. Quedó huérfano de madre muy chico, lo crió una hermana de su padre, la famosa tía Luz, y se hizo vago desde los doce que salió a manejar con el abuelo y mostró tanta habilidad que a esa temprana edad logró dominar el portentoso vehículo de doble caja. Solo sabía hacer sumas y restas y apenas juntar las letras para leer el periódico, pero nadie le ganaba sentado al volante. Se hizo de fama en el gremio y trabajó duró para hacerse de su propia unidad con ayuda de un crédito. Dicen que no supo de otros cariños que los de la tía Luz, que mi abuelo era duro y mandón. Cuentan los que lo conocieron en aquellos años que se hizo coqueto y cantador, aunque jamás bebedor, pero si adicto al café y a la aspirina. Le gustaba levantar muchachas en la carretera y a más de una le pagó el aventón con besos y algo más. Cuentan, dicen, eso es lo que he recolectado a lo largo de los años de boca de conocidos y parientes. Los retazos de su historia los he tenido que coleccionar poco a poco y a veces con miedo, porque asomarse al pasado da temor, aunque ayuda a comprender mucho de lo que sucede en nuestras vidas. Raymundo fue un hombre reservado con sus cosas, eso me ha quedado claro, pues ni a Melchor su compadre y mejor amigo le llegó a contar secretos que con el paso de los años salieron a flote. Melchor fue quien se enteró por azar de que tenía otra mujer, otra familia y otros hijos. Fue a él a quien le dijo que estaba muy enamorado y que había decidido abandonar a Juventina e irse a vivir con Susana. Y sorprendió a Melchor, a Juventina y a todos. Sobre todo a mí, que seguía sentada en la banqueta esperándolo sin saber que tenía dos medios hermanos, uno que solo me llevaba un par de
  • 25. meses y que cumplía años en junio, cuando yo los cumplía en agosto. Susana era de Puebla, y la conoció en una cafetería al pie de la autopista en donde ella trabajaba de mesera. Ahora que soy mayor pudiera decir que tal vez fue un flechazo, o eso que llaman amor a primera vista, y eso lo puedo comprender, pero lo que me ha costado entender es la manera tan cobarde de su abandono. ¿Qué pasaba por la mente de don Raymundo cuando se fue sin decirnos adiós? ¿Acaso se le olvidó de súbito que la Luz de sus ojos lo esperaba sentada en la banqueta? Cuando fui creciendo y me di cuenta de la magnitud de su conducta pasé noches enteras preguntándome cómo fue capaz de irse sin decirme nada, cómo se olvidó de mí como quien olvida un saco sobre el respaldo de una silla en un restaurante y le da pereza volver a recogerlo. Lloré noches completas su ausencia. Y hasta hoy en día cada vez que veo pasar un tráiler, no puedo evitar pensar aunque sea involuntariamente en mi papá. Mi hermano Julio tomó su lugar y ayudó a mi madre varios años a mantener económicamente a la familia. Mi hermano Melquiades enfermó de leucemia y murió a los diecisiete años, dos años después de que mi padre se hubiera ido. Había tanta pobreza, dolor y desolación entre nosotros que a veces pienso que mi hermano se dejó morir y se fue rápido para no hacer más denso nuestro sufrimiento. Todos creíamos que don Raymundo se aparecería el día de su entierro, pero no fue así. Solo hizo llegar con su compadre Melchor un sobre con unos cuantos billetes que mi madre recibió en contra de su dignidad pero obligada por la miseria. Eulalia, mi hermana mayor, salió embarazada a los quince y se fue a vivir con el padre de su hijo a un rancho lejos de la ciudad, allá por los Altos y la vemos muy poco. Julio se enamoró de una buena muchacha y se casó, tuvieron gemelos, dos niños regordetes y rositas de la piel, y entonces le dijo a mi madre que ya no iba a poder ayudarnos como siempre porque ya ahora él tenía que ver por su propia familia. Los que nos quedamos con mi madre aprendimos a hacer tamales, y ampliamos el menú con corundas, tacos de papa y frijol al vapor y un buen día quitamos la sala de la casa y pusimos mesas y sillas y convertimos el primer cuarto de nuestra humilde vivienda en una cenaduría. Entre todos atendíamos cada noche a los clientes y poco a poco fuimos teniendo fama en la colonia hasta que tomamos la decisión de rentar un localito en la esquina y lo nombramos Cenaduría Juve. De ese negocito producto de nuestra necesidad por subsistir pudo salir lo suficiente para que yo estudiara. Otra vez el privilegio de ser la menor me benefició y por ser lista pude cursar la
  • 26. secundaria, el bachillerato y luego conseguí una beca en la escuela de enfermería. Me titulé y comencé a trabajar en una clínica privada. Mi madre ya había ampliado el local con ayuda de todos sus hijos y tenía hasta dos empleadas. Nos emocionaba verla sentada detrás de la caja registradora dedicada a cobrar y ya lejos de los hornos y de las ollas. Envejecida de su piel y arrugada de su corazón, al que clausuró por siempre para el amor de otro hombre. Juventino se casó y se quedó a vivir con nosotros, sus dos hijos se convirtieron en la alegría de la casa y en la adoración de la abuela. Fabricio se fue a Estados Unidos invitado por un primo lejano y allá se hizo de una novia norteamericana. Le va bien y hasta el día de hoy no deja de mandar dólares para lo que puedan servirnos. Cada uno a su manera digirió la ausencia de don Raymundo. Julio por ejemplo lo mató y jamás volvió a mencionar su nombre, cuando alguien le preguntaba por su padre, les respondía que estaba en el panteón enterrado. Los demás fuimos menos duros con el recuerdo de nuestro progenitor, no lo dimos por muerto, pero tampoco por vivo. Simplemente acumulamos la vida y crecimos e hicimos nuestros propios juicios y conjeturas. A mi madre nunca la agobiamos con preguntas, bastante tuvo que cargar a cuestas con la traición de su compañero y la muerte de un hijo. Los rumores no faltaron, y a la cenaduría llegaban a cuentagotas pero llegaban. Que habían visto a mi padre cerca de la casa, que iba con Susana y dos muchachos, bien vestidos y en un coche de modelo reciente. Que lo habían encontrado en el bautizo del hijo de fulano y que se veía viejo y que ya le había dado por tomar tequila. Que mis medios hermanos se parecían a nosotros. Historias, decires de la gente acomedida para llevar y traer chismes. Yo escuchaba pero evitaba engancharme con esa información. Me bastaba con sentarme un rato en la banqueta para volver a revivir su abandono y ponerme de pie con la decisión de seguir adelante a pesar de él. No me fue sencillo, sobre todo en lo amoroso. Rehuí a los noviazgos durante toda la secundaria y hasta mi madre llegó a preguntarme si era marimacha. No era que no me atrajeran los hombres, lo que no me atraía era la idea de enamorarme de un hombre para que después me abandonara. Mi hermana Eulalia se hizo adicta a las pastillas para dormir y creo que su adicción es producto de ese mismo miedo a ser abandonada por su esposo, al que vigila en exceso y con quien pelea por todo, aunque la veo muy poco es evidente que su vida emocional no es saludable. Hasta el día de hoy consume medicamentos para los nervios y sigue en un matrimonio inestable. Yo tuve
  • 27. mi primer novio a los veinte y lo conocí en el hospital en el que entré a hacer prácticas cuando comencé a estudiar enfermería. Se llamaba Joel y era un muchacho decente que trabajaba en el departamento de contabilidad. Sin embargo con una vez que llegó una hora tarde a una cita lo mandé a volar. Así de poca tolerancia a esperar padecí por mucho tiempo. Me hacía recordar esa banqueta y ese abandono que he descrito. Hasta que cumplí los veinticuatro y después de dos años de terapia con un psicólogo y de horas charlando con un sacerdote pude comenzar a comprender a don Raymundo. Y lo hice por mí, por liberar mi espíritu de semejante peso. No se puede vivir bien con el alma cargada de rencor y de tristeza. Se tiene que regalar uno mismo la paz que brinda comprender y perdonar a quien comete algo equivocado, aunque cuando se trata de un padre es un proceso doloroso y a veces lento. En el consultorio de mi psicólogo conocí a Francisco, mi esposo. Llegó a entregar unas cajas con documentos porque trabajaba en una empresa de paquetería y nos pusimos a platicar no recuerdo si del clima o si me preguntó la hora. Lo que sí recuerdo es que su sonrisa sincera y mi nueva disposición de abrir mi corazón se conjugaron y me esperó en la puerta del edificio para acompañarme a mi casa. Desde esa tarde no nos hemos separado, llevamos juntos siete años y tenemos dos hermosos hijos varones, José Francisco de tres años y Benjamín de uno. Y así iba la vida, con sus mareas altas, sus olas que revuelcan a uno de vez en cuando y sus mareas bajas. Mi madre en la colonia con su cenaduría y su caja registradora. Mis hermanos en sus vidas y yo en la propia. Y como siempre cuando uno ya no hace preguntas porque cree conocer todas las respuestas, la vida te sorprende y te vuelve a ofrecer una lección. Me tocó el turno vespertino en la clínica y llegué esa tarde directo a urgencias porque me dijeron que acababa de llegar un accidentado. Entré a la sala y tomé la tablilla del expediente, y antes de leer el nombre ahí escrito corrí la cortina para descubrir en la camilla un rostro familiar. Leí la tablilla: Raymundo Montes. Ahí estaba mi padre, víctima de un accidente automovilístico. Con el rostro ensangrentado, hematomas en el rostro y las dos piernas deshechas. Traumatismo craneal severo, fracturas y dolor en todo su cuerpo. No pude atenderlo, me paralicé y en ese instante entró el médico de guardia a dar instrucciones de traslado. Tuve que pedirle a una compañera que me supliera porque no me sentía bien. Cuando salí de la sala de urgencias y recorrí el pasillo pude por fin conocer a la tal Susana. Supe que era ella porque se dirigió a la camilla donde llevaban a mi padre rumbo al quirófano.
  • 28. Lloraba desconsolada. Mis medios hermanos no tardaron en presentarse. Y yo ahí, detrás del mostrador de enfermeras observando todo, con un temblor de manos y piernas que no podía controlar con nada. Mis compañeras de trabajo se dieron cuenta y me recomendaron irme a casa. Tampoco pude hacer eso. Algo me sucedió que no quería estar ahí pero tampoco irme. Quería saber cómo estaba mi padre, estar enterada de su estado clínico y sentí miedo de que muriera. Sí, así de ilógico, de irónico, de extraño, pero así fue. Sería la sangre o sería el recuerdo, pero cuando supe que había salido de la operación a la que fue sometido, sentí el impulso de ir a verlo. Y lo hice. Era media noche, y una pequeña luz de luna se colaba por la ventana de la reducida habitación. Por la puerta se coló la Luz de sus ojos. Y ahí, sabiendo que él seguía inconsciente, de pie al lado de su cama le dije: «Papá, soy Luz, tu hija». Al escuchar tal declaración, Susana, quien dormitaba sentada en la penumbra en el sillón junto a la cama, encendió la lámpara y me dijo: –Así que tú eres la famosa Luz, a la que tanto ha extrañado tu padre, la que cada que veía a una niña sentada en una banqueta le sacaba el llanto por los ojos. Lo demás se dio porque así estaba escrito. Susana y yo salimos de la habitación y nos sentamos en la cafetería del hospital a charlar durante más de tres horas. –Tu padre nunca volvió a buscarlos porque tu madre se lo impidió siempre. Nunca le perdonó que hubiese formado otra familia conmigo, y te he de decir que cuando yo me enamoré de tu padre no sabía que era casado, y cuando lo supe ya estaba embarazada y más enamorada que nunca. Yo estaba dispuesta a ser siempre la otra, nunca le exigí a tu padre que los dejara, pero tu madre no le dio otra opción que alejarse de sus vidas. Si un pecado ha cometido tu padre, Luz, ha sido ser cobarde, porque muchas veces le dije: «Ve y búscalos, son tus hijos y mis hijos son sus hermanos», pero él me decía que ya había dejado pasar mucho tiempo, que le daba vergüenza aparecerse así como si nada, y entonces, Luz, se nos pasó la vida. Así de simple y de complicado, así de incomprensible y de doloroso. Incomprensible y doloroso. Por eso comprender ayuda, libera y aligera el peso de un corazón con huellas de abandono. La noche siguiente murió mi padre. Se fue de este mundo con todos sus errores y defectos, con todos sus temores y debilidades. Me tocó estar
  • 29. presente, como enfermera y como hija. Nunca recobró la consciencia, pero a mí me gusta imaginar que sí se dio cuenta de que yo estuve presente en esa habitación y que sintió que con mi mano bajé sus párpados para cerrar sus ojos por última vez mientras le decía al oído: –Papá, espérame en la banqueta hasta que yo llegue. Y así quiero imaginar que será. Que el día que me toque reunirme con él voy a poder llegar hasta él y que me estará esperando para abrazarme, sentarme sobre sus piernas y cantarme. Que me dará las gracias por esperarlo en la banqueta con ilusión, que todo eso que le dijo a Susana me lo dirá a mí de frente, me contará cómo lloró por mí noches enteras recordando a la Luz de sus ojos esperándolo en la banqueta. Porque me gusta y me hace bien pensar bien de mi padre, porque ya me hice mucho daño pensando mal de quien hizo lo que hizo porque no supo hacer otra cosa. De todos mis hermanos solamente Fabricio me acompañó al funeral. A mi madre no le pedí explicaciones porque ya a mi edad debo aprender a comprender a los dos, y dejarles su universo de pareja intacto y concentrarme en mi corazón de hija. Eso es sano para mí, me hace mucho bien y le hace bien a mis hijos, a quien les quiero heredar memorias saludables. Sigo sentándome en la banqueta por las tardes cuando puedo, y si veo un tráiler pasar elevo mi mirada al firmamento y lanzo besos al infinito, porque haciendo esto es como he podido recuperar la luz de mis ojos. 4. CUENTOS PARA NO DORMIR El problema con el aprendizaje de ser padres es que los hijos son los maestros. Robert Brault Mi madre lo conoció en un bar una de esas noches en las que sus amigas de la oficina la convencieron de que después de una larga jornada de trabajo se merecían un par de tragos para relajarse y olvidarse un poco de los números. Ella trabajaba en un despacho contable y se la pasaba sentada en un escritorio durante ocho horas seis días a la semana. Su vida era tan rutinaria que dejarse llevar hasta un bar cuando lo que más anhelaba era quitarse los zapatos y el sostén para dejarse caer sobre su cama era algo tan impensable como lo era
  • 30. algún día teñirse el cabello de rosa. Sin embargo, así como sucede lo inevitable, eso que ya está escrito desde antes de nacer, mi madre asistió a la cita con su destino. Cuenta que lo vio llegar vestido de negro. Camiseta de cuello de tortuga y un pantalón ceñido que revelaba su atlético cuerpo. Lo primero que pensó fue: un dandy ochentero que seguramente se cree sacado de un sueño. Pero la sorprendió desde el momento en que clavó la mirada de sus negros ojos en las pupilas de mi madre, y después, al sonreír y ver esos dientes alineados y sinceros, ella cayó rendida y supo desde ese instante que algo iba a suceder en ese encuentro. Y así fue, una amiga en común los presentó y lo demás fue sencillo, fluyeron en una charla que transitó por los libros, las playas mexicanas y las metas y sueños personales. Agustín Corona conquistó a Mariana Jiménez. Y ese día mi madre eligió al hombre que sería mi padre. Ella contadora de números y él contador de historias. A lo largo de los años Agustín Corona se ganó el apodo del «cuentacuentos». Así nos decía mamá, porque según ella desde que su vida se unió a la de él, las mentiras y el engaño fueron parte de lo cotidiano. No obstante, ahora que soy una veinteañera de profundos ojos negros, herencia de don Agustín, puedo entender perfectamente a mi madre. Era inevitable enamorarse de un hombre tan encantador y simpático como mi papá. Los recuerdos de mi infancia están invadidos de sus chistes e historias sobre marcianos y duendes que rondaban debajo de mi cama por las noches y de los que obviamente él me rescataba. Los monstruos más inverosímiles, como caballos cabezones con piel de cocodrilo y dientes de conejo o bolas peludas con ojos saltones, rebotaban sin parar en mitad de historias cuyo objetivo era darme miedo para que inevitablemente corriera a su regazo y le dijera: «Papito, quédate a mi lado, no te vayas». Así es, en mi infancia no faltaron cuentos por las noches antes de dormir, ni ocurrencias durante la sobremesa (que por lo general ridiculizaban a la maestra que me había regañado ese día en la escuela, o incluso sobre alguna conducta dramática de parte de mamá), tampoco faltaron juegos de mesa ni canciones inventadas durante el trayecto en automóvil cada mañana cuando papá me llevaba a la escuela. Pero de cuentos no vivíamos, y mi madre poco a poco tuvo que hacerse responsable de las cuentas de la casa. Había historias pero no dinero para pagar la electricidad, ni para comprar la leche y los pañales de mi hermano menor que nació justo tres semanas después de que yo cumplí cuatro años. Más gastos, más historias. Más cuentas y más cuentos. Mi padre
  • 31. no solo inventaba historias para divertir a sus críos. También inventaba historias para que el casero aguantara un par de semanas más para recibir el pago del alquiler, o al carnicero para que le diera un kilo de bisteces a crédito, o al sastre para que le zurciera los pantalones sin cobrarle. Don Agustín Corona pasaba de un trabajo temporal en el que duraba tres meses a otro de medio tiempo en el que apenas ajustaba la quincena. Cuando comencé a crecer y tuve consciencia de mis calcetas rotas y de mi ropa interior remendada, las historias de papá dejaron de ser divertidas. En repetidas ocasiones, con la oreja bien pegada a la puerta, pude escuchar las discusiones entre mi madre y mi padre. Discutían cuando creían que mi hermano y yo ya dormíamos. Lo que llegué a escuchar era una lista de reclamos de mamá por la conducta irresponsable de mi papá. Ella usaba adjetivos como «holgazán», «mantenido», «mediocre», incluso la escuché llamarlo «poco hombre». Yo me negaba a aceptar que mi padre fuera una persona que mereciera tales calificativos. Sin embargo, conforme pasaban los años y aumentaban las carencias mi corazón me decía que mi protector anti monstruos era en el fondo un cobarde que se escondía bajo las faldas de mi madre para enfrentar la vida. Qué duro es cuando la persona que crees que te va a cuidar y a procurar que no te falte nada, resulta ser un niño más que habita el hogar y en quien poco a poco dejas de confiar cuando descubres que es más fácil que tú lo cuides a él que él a ti. Mi madre se convirtió en una madre ausente y tuvo que trabajar doble turno para mantenernos a sus tres hijos. Y sí, el mayor era don Agustín, ese que un día la enamoró con sus historias y su sonrisa. Ese hombre que ahora era como un hijo más que exigía alimento y cuidados al igual que mi hermano menor y yo. En dos ocasiones mi madre lo corrió de la casa, las mismas que volvió a los dos días para arrodillarse ante ella y lloriquear su perdón. Se fueron acabando poco a poco las oportunidades que ella le daba, inundando de desilusión nuestros corazones. Tener un padre sin carácter acorta la infancia. Yo no pude quedarme sin hacer nada y meramente observar a mamá trabajar como desquiciada para poder sostener el hogar, y tan pronto cumplí quince años conseguí un trabajo de medio tiempo como mesera en un restaurante de comida rápida. Uno de los momentos más incómodos que he vivido fue cuando un sábado por la noche, mi padre entró a mi habitación para pedirme prestado dinero, y dárselo a mi madre para pagar el teléfono. ¡Don Agustín Corona, el cautivador, pidiéndole prestado dinero a su hija adolescente! Eso fue demasiado. No supe si lo que estaba sintiendo por mi padre era lástima o vergüenza. ¿Cómo se inutiliza un
  • 32. hombre de esa manera? La respuesta estaba en mi abuela. Cuando él hablaba de su madre y de cómo lo sacó adelante ella sola (fue madre soltera y mi padre hijo único), podía darme cuenta del vínculo codependiente y enfermizo que existía entre ellos. Conforme acumulaba años iba comprendiendo mejor el porqué de su comportamiento. Mi abuela le describió un mundo de fantasía en el cual mi padre era el rey y solo tenía que pedirle a sus súbditos lo que necesitara. Como es obvio, su primer súbdito fue su propia madre que vivió para cumplirle cada uno de sus caprichos. Prefería cambiarlo de escuela que cambiar su conducta y llamaba «locas» a cada una de las profesoras de mi padre que osaron llamarle la atención o exigirle el cumplimiento de reglas o deberes. Así llegó a la universidad a estudiar filosofía, donde solo permaneció dos semestres «porque los maestros estaban locos y no reconocían su brillantez». Desertor de carrera, de escuelas, de compromisos, haciendo trampas y contando cuentos para salir de embrollos, cubriendo sus temores con la máscara de la simpatía y escondiendo su inseguridad en su rol de cautivador. Trabajó lo mismo de periodista que de barman, como supervisor de calidad en una embotelladora y también de representante artístico. Mil disfraces laborales para esconder su inutilidad, llamando a todo esto su «búsqueda personal» o «exploración de talentos». Lo más triste era su inconsciencia. Mi padre llegó a creerse sus propios cuentos, a convertirse en personaje de sus propias historias, que con el correr del tiempo pasaron de historias divertidas a ser historias de horror. El príncipe se convirtió en mendigo, el sapo se transformó en piojo y la bruja se comió a los enanos. Decepción. Esa es la palabra que resume este cuento. Mi hermano y yo crecimos decepcionados, con un padre sin autoridad, negligente, sin aspiraciones. Mi madre se puso a mi padre sobre el lomo y lo cargó durante toda su vida. Ella murió primero, a consecuencia de una influenza que se transformó en neumonía justo tres meses antes de que naciera mi primer hijo. Hoy tengo treinta y siete años, quince de casada con un hombre que me lleva quince años de edad. Era esperarse. Dice mi terapeuta que a la hora de la elección de pareja mi inconsciente emergió con desenfreno en búsqueda del padre de reemplazo y que además fuera una persona seria. Es decir, que no me contara cuentos, ni me hiciera reír con historias fantásticas para luego hacerme llorar con la realidad. Soy feliz en mi matrimonio y amo a mis dos hijos. Sin embargo, hasta hace tres años aún evitaba visitar a mi padre. No podía con su falta de carácter (a la que él llama optimismo), no podía con su
  • 33. conformismo (a lo que él le llama no ser materialista), no soportaba su forma irresponsable de observar la vida (a lo que él llama vivir relajado y sin estrés). Simplemente me rebasaba la convivencia con él. Me daba vergüenza que mis hijos lo conocieran a fondo y miedo de que terminaran como yo decepcionados de él. Prefería que lo idealizaran en la distancia. Mi esposo insistió en que sanar esa herida me iba a dar una paz que merecía y que comprender a mi padre iba a eliminar mis zonas grises. Estoy en ese camino, transitando ese proceso y poco a poco intentando soltar el rencor y el resentimiento que su manera de conducirse como padre sembró en mi corazón de hija. Tengo que confesar que llegué a negarlo, a cruzarme de acera cuando en una tarde cualquiera me lo topaba caminando por la calle, para evitar tener que escuchar sus cuentos infinitos. Me declaro culpable de ello y siento una tristeza profunda en mi corazón ser como he sido con mi papá. Seguiré en terapia el tiempo que sea necesario, y debo reconocer mis pequeños logros. He dejado de sentir ese temor exagerado ante los problemas económicos, he logrado conservar mi empleo actual como diseñadora de modas (carrera que yo me pagué a mí misma trabajando como mesera), he logrado ser más estable en mi relación con mi esposo. He dado pequeños avances y he logrado dirigirme hacia la zona de la autoconfianza y volver a creer en el amor. Tener un padre como el mío tuvo su lado positivo e integró en mi personalidad un aliento de perseverancia que me hace terminar lo que empiezo, desde un libro hasta un proyecto laboral. No me gustan las cosas a medias y aprendí a tomar el toro por los cuernos y a no correr ante la adversidad. Por eso hace tres meses decidí ir a buscarlo y pedirle perdón. Me enterneció su inconsciencia permanente (ya no me exasperó) y lo abracé con cariño cuando me dijo: –¿Por qué me pides perdón, Mariela? Tú siempre has sido buena hija, y mi mejor maestra. Se le escurrieron unas lágrimas imprudentes sobre la ajada piel de sus mejillas. –¿Qué pude haberte enseñado yo papá? –dije con voz estrujada por un nudo en la garganta. –Me enseñaste cómo se cumplen las metas, aquí sentado he visto cómo logras lo que te propones, me has puesto el ejemplo y mira... –hizo una pausa, sacó de un cajón un puño de hojas engargoladas y lo puso en mis manos. Eran cien cuentos para niños, escritos durante su vida entera que vivió a
  • 34. medias. –Por fin he terminado un libro de cuentos que empecé a escribir cuando nació tu primer hijo. Y mi primer hijo cumplió doce años el mes pasado. –Lo envié a una editorial y les ha parecido fantástico. Esperé un año la respuesta pero por fin han decidido publicarlo. El nudo en la garganta se transformó en un río. Mis lágrimas de esa tarde lavaron mi resentimiento y mi culpa. Besé a mi padre en la frente y me felicité en silencio por haberme atrevido a comprenderlo a tiempo. Por regalarme la dicha de reconciliarme con él en un abrazo y no ante una tumba. Tres meses después entró a mi casa con su libro de cuentos recién salido de la imprenta, con una amorosa dedicatoria para la familia y firmado así: «Agustín Corona, cuentacuentos». En ese libro estaban los monstruos de mi infancia. Mi papá los sacó de debajo de mi cama y los encarceló entre sus líneas para que jamás se escapen y me dejen en paz de una vez y para siempre. 5. PARA QUE NO SE ME OLVIDE La decisión de tener un hijo es trascendental. Es decidir para siempre que vas a tener tu corazón caminando fuera de tu cuerpo. Elizabeth Stone Dicen que todos somos ejemplo para alguien, que nada es inútil en la economía espiritual. Que unos servimos de ejemplo a seguir y otros como ejemplo a evitar. Esto último ha sido mi padre para mí. Mi propósito como padre es no ser como mi propio padre. Por eso soy un papá que intenta caminar al lado de sus hijos y no llevándolos a empujones por el camino ni desesperado con su lento andar de niños. Trato de ser paciente con ellos y de respetar su individualidad. Dejarlos ser lo que son, y que no sientan que están obligados a ser como yo. En tres palabras: aceptarlos como son. Tengo dos hijos, Martín, hoy de ocho años, y Felipe de seis. Dos varones que alumbran mi camino con sus sonrisas y deshacen mis estructuras mentales con sus travesuras, que a veces son inofensivas y otras tantas en el momento temerarias, pero que terminan con el paso del tiempo convirtiéndose en anécdotas que relato una y otra vez durante reuniones familiares. Carlos Durán fue mi papá. Un hombre del campo e hijo tercero de una
  • 35. familia de doce hijos. Mis abuelos eran campesinos de la zona de los altos de Jalisco. Cuando tuvieron una sucesión de malas temporadas de cosecha decidieron abandonar el rancho y se fueron a Guadalajara buscando una fuente de ingreso que les permitiera alimentar a su numerosa prole. Tal vez por eso sus hijos, aunque tenían un techo donde pasar la noche, se criaron en las calles, entre mercados y avenidas vendiendo cosas para ayudar a llevar comida a la mesa. Nunca conocieron un hogar. De esos doce cinco eran mujeres. Mis tías, todas casadas a edad temprana y con sujetos foráneos que se las llevaron lejos. A dos de ellas a Colima, a otras dos a la capital del país. La otra no recuerdo a dónde se fue después de casarse pero, según se cuenta, murió joven en un accidente automovilístico. Parentela que nunca conocí sino por fotos color sepia, intemporales y borrosas. Los hombres (entre ellos mi padre, se forjaron en las calles de Tlaquepaque o de Tonalá, a donde los mandaban los abuelos a vender fruta, cubetas de peltre o trapos de hilo para limpiar el piso. De los siete machos tres emigraron a Estados Unidos tras el sueño americano. Uno murió en el desierto intentando cruzar. Dos se quedaron del otro lado, trabajando en las yardas, manteniendo impecables los jardines de los americanos mientras ellos vivían hacinados en departamentos diminutos junto a salvadoreños y ecuatorianos. Se hicieron adictos a la mariguana y a la hamburguesa. Mandaban dólares cuando podían y con eso subsistieron los abuelos hasta morir. Uno detrás del otro. Así como compartieron la miseria, la ignorancia y las creencias, del mismo modo compartieron la muerte. La abuela murió un martes y el abuelo ocho días después. En mi trabajo de reconstrucción interior tuve que recopilar los pedazos del rompecabezas de mi genealogía emocional para acomodarlos buscando la comprensión que me diera la paz que tanto anhelaba mi alma llena de rencores hacia mi papá. Saber todo esto que les cuento me hizo entender más de Carlos Durán y de por qué fue conmigo tan duro. El «macho» típico, ese que presume la cantidad de alcohol que puede beber sin perder la consciencia, ese que se lía a golpes con otros hombres a la menor provocación solo para hacer alarde de su habilidad para pelear o de su alto umbral de dolor. Ese era mi padre. Ese que sin consideración ni vergüenza hablaba del sexo ocasional con varias mujeres (sin importarle incluso que sus hijos estuviéramos presentes). Con poca consciencia moral y exagerado en la imagen que tenía de sí mismo. Rudo con nosotros sus hijos. Meloso con cualquier mujer que no fuera mi madre. Testarudo y presuntuoso.
  • 36. Impaciente con sus hijos y condescendiente con extraños. Besaculos con la gente rica y altanero con los más pobres que él. Su autoridad estaba sostenida en la violencia de su lenguaje y en su fuerza física. El cinturón fue su gran aliado a la hora de sembrar disciplina o de poner orden en la casa. Lo usó con mi madre. Lo usó con mis hermanos y conmigo. Violencia y temor amalgamados. A eso le llamaba amor, y nos decía que era su forma de preocuparse por nosotros y por nuestra educación. ¿Qué esperar de quien creció sin la brújula del afecto? Sin embargo dolió. Dolieron esas palabras expulsadas sin piedad: «Eres un imbécil», «no llores, que pareces marica», «me da vergüenza que seas mi hijo», «te voy a dar unos buenos golpes para que llores por algo», «ni pareces mi hijo», etc. Mi padre nunca soportó que sus cuatro hijos estuviéramos de parte de mi madre durante las discusiones. Todavía recuerdo las noches que pasé encogido sobre el catre tapándome los oídos para no escuchar las ofensas que borracho le decía a mamá durante las madrugadas. Insultos que hoy día me parecen aberraciones. Frases irrepetibles que siguen lastimando no solo mis oídos, también mi alma. A los cuatro hermanos nos urgía crecer para enfrentarnos a él y defender a mamá. Tres veces mi hermano Héctor, el mayor, se lió a golpes con mi padre, dos salió victorioso y una quedó bañado en sangre cuando Carlos Duran se quitó el cinturón y con la hebilla del mismo le golpeó el rostro. Mis dos hermanas menores se fueron con los primeros tipos que pasaron. Las dos se casaron sin haber cumplido los dieciocho. Eulalia, la mayor, cuando toma tequila se pone brava y jura que nuestro padre llegó a tocarla por las noches cuando tenía doce años y que le miraba los senos que empezaban a crecerle. No sé si por vergüenza o por temor nunca lo dijo, hasta ahora que han pasado muchos años. Mi madre envejeció más rápido que él a pesar de ser dos años más joven. La tristeza surcó su rostro como si el maltrato de ese hombre al que ella eligió como compañero, se dibujara en su rostro en forma de arrugas. Se enfermó de todo. De la columna, de la cadera, de los ovarios, de la tiroides, del corazón. Hasta que una embolia reventó en mil imágenes su cerebro y su espíritu se elevó hacia el firmamento, lejos del alcance de mi padre, allá donde no la seguirían arañando sus celos ni su menosprecio. No había cumplido cuarenta días de muerta mi madre cuando don Carlos Durán ya se había comprometido con una mujer veinte años menor que él. Una mesera de una cantina que acostumbraba frecuentar. Me dio coraje, pero después repensé el asunto y me dije a mí mismo que era mejor que tuviera a
  • 37. alguien con quien entretenerse y así dejaría de molestarnos a mis hermanos y a mí. Sin embargo no dejó de doler otra vez su comportamiento. A los nueve meses nació nuestro medio hermano y Carlos Durán se convirtió en el padre cariñoso y consecuente que nunca tuvimos. Lo vimos cargar y besar a su nuevo hijo y presumir sus gracias con toda la colonia. De haber sido posible hubiera llamado a algún periodista para que le hiciera un reportaje sobre su nuevo retoño y todas las cualidades que ese niño tenía. Lo vimos prodigarle los besos y las caricias que nos fueron negadas a nosotros. Mi hermano Héctor me decía que era porque para ese bebé no era padre sino abuelo, debido a la edad en que lo engendró. Sin embargo dolía, sobre todo porque cuando fueron naciendo sus nietos a ninguno le hizo fiesta ni caso, de hecho a algunos los conoció ya pasado el año de nacidos. Por eso desde el día que conocí a Giovanna, la que hoy es mi esposa, y visualicé un futuro con ella formando una familia, me puse como propósito no ser como mi padre. Para muchos su padre es un ejemplo a seguir, un hombre a imitar. Para mí es un ejemplo de lo que no quiero ser y un hombre al que perdonar para liberarme de esa carga emocional que lacera mi alma. Soy creyente y mi Dios me permitió tener la oportunidad de vaciar todo ese dolor. Gracias al padre Miguel, el encargado de la parroquia de mi barrio, pude en confesión expulsar mis más tristes y oscuros sentimientos hacia mi papá. El sacerdote, con amplios conocimientos de psicología y una vocación espiritual maravillosa, pudo conducirme por el sendero del perdón y de la comprensión. Dejé de juzgar a mi padre y comencé a entender que alguien como él, que nunca recibió cuidados ni afecto, creció como un discapacitado emocional ofreciendo lo que había recibido, es decir, repitiendo moldes de conducta y hábitos desafortunados de convivencia familiar. Ese trabajo interior me ayudó mucho, sobre todo cuando una tarde llegó la esposa de mi padre a buscarme y me dijo que había decidido acudir a mí porque estaba muy preocupada. Mi padre llevaba meses teniendo conductas extrañas. Encontraba su cartera en el refrigerador y cuando ella le preguntaba por qué la había puesto ahí mi padre se desconcertaba y con enojo le decía que él no había hecho eso. Olvidaba sus compromisos de trabajo, no acudía a sus citas y una ocasión tuvo que ir a buscarlo a una colonia alejada porque una persona lo encontró caminando y tuvo que revisar su identificación para localizarla y decirle que mi padre estaba con la mirada extraviada y sin rumbo, caminando por aquellas calles sin saber quién era ni hacia dónde se
  • 38. dirigía. En otra ocasión, cuando un vendedor ambulante lo detuvo en la calle para ofrecerle escobas, mi padre le compró una y en un arranque le regaló todo el dinero que traía en la cartera ante la mirada atónita y furiosa de su mujer. Me contó que empezó a dejar de frecuentar la cantina y a sus amigos, que comenzó a aislarse y permanecía horas frente al televisor, incluso ignoraba a su hijo pequeño (que por entonces tenía ocho años). Dejó de jugar con él, de ir a misa, de acompañarla a hacer las compras al mercado y la pérdida de la memoria se fue acentuando. Estar fuera de la casa lo alteraba, se ponía ansioso y de mal humor. Despertaba y no sabía qué día era e incluso en ocasiones no sabía en dónde estaba, y cuando ella le decía: «Carlos, estás en tu casa, en tu cama», volteaba a verla entre enojado y asustado. Sus problemas de atención y de orientación se acentuaron. Pero sobre todo la pérdida de la memoria. El diagnóstico fue fulminante: Alzheimer. Hablamos con mis hermanos y entre todos decidimos no abandonarlo (a pesar de que cada uno de nosotros teníamos nuestras heridas y resentimientos), y junto con la esposa buscamos todos los recursos posibles de apoyo médico y asistencia. Sin embargo mi padre se fue poco a poco caminando día tras día a ese lugar llamado olvido. Se fue directo hacia ese sitio donde no existe el tiempo y donde los rostros pierden su nombre. Hacia la inmovilidad y la penumbra. Respirando sin existir. Se le olvidó su existencia. Se le olvidó todo el daño que nos hizo. Se le olvidó todo el daño que recibió su alma y que lo convirtió en ese hombre sin consciencia que creyó que podía hacer y deshacer a su antojo con sus seres queridos. Y para que no se me olvide, decidí perdonarlo, trascenderlo y agradecer la fortaleza que trajo a mi espíritu el tener un padre como él. Para que no se me olvide día a día le digo a mis hijos cuánto los amo y a mi mujer lo valiosa que es para mí, me repito una y otra vez que comprender quién fue mi padre me ayuda a no ser como él. –Tu papá ha olvidado todo –me dijo su esposa bañada en llanto. –Pero yo no –respondí y la abracé, agradecido con esa mujer a quien le tocó cuidarlo hasta el último día de su olvido. Ma. del Rayo Guzmán Centeno 6. SIN AGALLAS
  • 39. Todos los consejos que los padres dan a la juventud tienen por finalidad impedir que sean jóvenes. Francis de Croisset Se supone que un padre es protector y te enseña a defenderte. El mío no. Mi padre es un hombre temeroso que practica la preocupación como deporte. La consecuencia de su conducta ha sido que tengo que admitir que soy un inútil que va caminando por la vida cargando un costal lleno de miedos y esperando que otros resuelvan mis problemas porque no tengo iniciativa y me da pavor el conflicto. Al menos eso dice mi actual terapeuta. He pasado por los divanes de varios psicólogos, he deambulado por especialistas de varias corrientes psicológicas y he consumido ansiolíticos y antidepresivos durante largos periodos de mi existencia. Todos me dicen los mismo, que me faltó orientación y guía de parte de papá, que me sobreprotegió y que por eso aprendí que el mundo es un sitio peligroso además de haber mutilado mis talentos y mis capacidades. Lo hizo por amor, pero me lastimó inconscientemente. No jugué futbol porque la segunda vez que me llevó a un partido en la escuela me caí y me raspé las rodillas, entonces mi padre decidió que ese era un deporte peligroso. No aprendí karate porque me podían lastimar. No soy un hombre musculoso porque en los gimnasios se corre el riesgo de alguna lesión que, según mi papá, me podía llevar al hospital. No ingiero comida picante porque me puede irritar el estómago y mi padre decía que eso provocaba cáncer de colon. Mi madre es una mujer abnegada y educada para obedecer a su marido, así que nunca cuestionó las decisiones de mi papá relacionadas con mi educación. Fui el hijo mayor y conmigo mostraron su ignorancia y sus miedos y me sobreprotegieron sin mesura. Mi hermana menor tuvo la suerte ser mujer y crecer más apegada a mi mamá, ya que, en el pensamiento de mi padre, los hombres crecen cerca del padre y las mujeres de la madre. Creo que eso ayudó a mi hermana a padecer un poco menos de la asfixiante conducta de papá. Ella es más segura y se rebeló a muchas de sus decisiones. Por mi mente nunca pasó la idea de no hacer lo que mi padre me decía. Puedo hacer una extensa lista de las cosas que dejé de hacer por los temores de mi padre. No fui a ninguna excursión de la escuela porque en los bosques hay animales peligrosos. No sé nadar porque las albercas son peligrosas y
  • 40. puedo ahogarme (aunque la alberca tenga menos profundidad que mi estatura). Sigo solo porque las mujeres son malas (excepto mi madre, mi abuela, mis tías y mi hermana), y me pueden romper el corazón. Además era confuso en su disciplina, por un lado no me dejaba hacer muchas cosas, pero por otro me permitía muchas otras, como permanecer horas frente al televisor dejando de lado mis deberes, (los que luego me ayudaba a hacer por las noches), o me compraba lo que yo quería (siempre y cuando no representara ningún peligro para mi integridad personal) y no me ponía límites en situaciones que según los especialistas debió hacerlo. Tal vez lo hizo porque él creció con un padre ausente y se enfrentó a problemas difíciles desde temprana edad, tuvo que trabajar desde los catorce años y además forjarse un futuro él mismo. Empezó vendiendo tornillos y tuercas en una ferretería y con el paso de los años se hizo de sus propio negocio, que expandió abriendo varias sucursales en distintas ciudades del país. Cualquiera pensaría que don Esteban Garza, mi papá, iba a heredarle a su hijo las agallas para lograr sus metas en la vida y su capacidad de tomar buenas decisiones en los negocios. Sin embargo, cuando se convirtió en padre hizo exactamente lo contrario. Me resolvió la vida basado en la premisa de «no quiero que pases por lo que yo pasé». Por eso mi vida se convirtió en una estancia pasiva y cómoda en este planeta. Lo más triste de todo es que vivo sin agallas, la valentía está ausente de mi vida y el miedo se apodera de mí con mucha facilidad. Lo mismo siento miedo de iniciar un negocio y fracasar que de invitar a una chica a salir. El miedo es parte de mi psicología y de una manera enfermiza me cobija a pesar de mis intentos por zafarme de sus garras. Mis amigos me han puesto los apodos típicos de alguien como yo: gallina, maricón, miedoso, nenita y demás. Sin embargo, reconozco que en mi zona de confort la vida se me pasa fácil, huyo al conflicto y le doy la vuelta a discusiones o enfrentamientos. Si un color definiera las personalidades humanas, seguramente el mío sería el gris. Y así deambulo por mi destino, ese que se estructuró con temores y con mucha precaución, ese destino que no sé si me pertenece o si murió el día que don Esteban Garza falleció. Tengo treinta y ocho años y hace dos que mi padre murió de un infarto. Entre divanes y terapias me aferro a la esperanza de que un día, al abrir los ojos, la mente me muestre un nuevo recorrido donde el panorama sea menos cobarde. Mañana será un día especial, iré a mi primer campamento a un maravilloso lugar que se llama Huasca de Ocampo, en el Estado de Hidalgo, su nombre
  • 41. en nahua significa «lugar de la alegría o del regocijo», y haré algo a pesar de todos mis miedos ahora que papá no está: me deslizaré a mil metros de altura por la tirolesa de ese lugar, y espero que aferrado a ese sistema de cables y poleas pueda llegar a recuperar mi valentía y dejar de sentirme un inútil. Me prometo a mí mismo no cerrar los ojos, no escuchar mis vocecillas internas que susurran mis temores y lanzar al vacío la sobreprotección de papá, y aferrarme a su recuerdo con amor, con respeto, recuperando sus cualidades y abandonando sus temores infundados. Y así como mi padre con amor me hizo un inútil, con este acto de amor a mí mismo recuperar mis agallas. 7. A TRAVÉS DEL CRISTAL No crecen los niños. Los padres también lo hacen. Por mucho que observemos qué hacen nuestros hijos con sus vidas, ellos también observan qué hacemos nosotros con la nuestra. Joyce Maynard Me gusta mucho ver a través de las ventanas, pero solo cuando los cristales son limpios y no se distorsiona lo que hay del otro lado del cristal. Es una fijación poco común, pero es de los residuos que me han quedado después de una infancia en la cual de manera recurrente contemplé lo que sucedía a mi alrededor a través del cristal de una botella. Me recuerdo de cuatro o cinco años, con mi estatura apenas saliendo unos centímetros de la mesa del comedor, de pie observando la cara de mi padre a través de su botella. Su rostro se distorsionaba con la curvatura del cristal, o a veces la contemplaba verdosa porque ese era el color del vidrio que contenía el líquido que tomaba. A veces era brandy, otras veces mezcal, y su preferido era el ron. Cuando la economía de la familia mejoraba compraba botellas más finas, pero cuando las vacas eran flacas, lo que el bolsillo le permitiera. El alcohol acompañó su vida y embriagó nuestras infancias. Uno de los recuerdos más dolorosos fue precisamente el que observé ahí de pie con mis centímetros de niño de cuatro años a través de una botella cuya etiqueta decía: Tequila Cuervo. Del otro lado del cristal mi madre llorando con los codos sobre la mesa y sus lágrimas empapando sus mejillas. Mi padre con su botella frente a él y un vaso en su mano, medio lleno, que bebía de un solo trago y le perforaba el cerebro. Bebió un vaso, dos, y después arrojó el vaso y lo estrelló contra la pared. Yo corrí a esconderme a mi recámara y busqué protección debajo de mis cobijas. Después los gritos de ambos, el llanto de mi madre y luego golpes. Sí, golpes
  • 42. sobre el rostro y la espalda de mi madre. Y yo, con mi consciencia de niño, sintiendo miedo de que a mí también me golpeara, y al mismo tiempo ganas de arrojarme sobre él y de una patada alejarlo de mamá. Pero me quedé ahí, enroscado en mi cama y tapado con mi cobija de osos azules. Llorando como se llora a los cuatro años, sin comprensión de lo que sucede pero lleno de temores y de tristeza. Las cosas no mejoraron con los años, el alcohol se convirtió en el pan de cada día para mi padre, quien al despertar se abrazaba a su botella como el náufrago se abraza a un madero suspendido sobre el mar. Fuimos tres los hijos de Casimiro Muñoz, un hombre nacido en la ciudad de Puebla que emigró a la capital del país buscando fortuna y la encontró en el ramo restaurantero. Puso un restaurante popular llamado La Joya y le fue tan bien que al paso de los años se transformó en un restaurante elegante de comida internacional. Ahí conoció a mi madre, quien trabajó para él de cajera y luego se convirtió en su compañera de ruta y de dolor. Yo nací a los tres meses de que ellos se casaron en una iglesia del barrio de Coyoacán, pues mi madre ya estaba embarazada. Mis hermanos llegaron años después, Catalina, la que me sigue tres años después, y Jacinto, cinco años mayor que yo. Tal vez mi madre esperó tres años después de mi nacimiento como presagiando que las cosas no salieran bien con don Casimiro, pero le ganó el amor y al parecer esos tres primeros años no fueron tan devastadores como los que siguieron, pues mi padre bebía pero no en exceso. Como dicen por ahí, «bebedor de fines de semana». Pero así como la familia creció, también del mismo modo creció la necesidad de mi padre por beber, hizo de la botella su compañera cotidiana y desde que tengo uso de razón lo recuerdo con una en la mano o a su lado en espera de ser ingerida. Su «fiel compañera», como la llamaba. Mi madre, Liliana Cázares, es ocho años menor que mi padre, una mujer paciente y tolerante porque a pesar de todo permaneció a su lado hasta su muerte. Lo enterró en un ataúd al lado de sus borracheras y sus botellas para luego convertirlo en un esposo ejemplar y quedar como viuda mártir, algo que hasta la fecha no logro comprender, solo mi madre sabe por qué después de vivir semejante infierno lo llora y lo extraña. Yo no extraño a mi papá. Es duro hacer tal afirmación pero es la verdad. Prefiero saberlo difunto que rondando por ahí tambaleándose e insultando a sus hijos. A mí mi padre me avergonzaba, me causaba temor y rechazo. Cuando mis amigos iban a visitarme sentía un miedo exagerado y una ansiedad extrema de pensar que