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Lima – Perú
2018
Volumen 1
Índice
Volumen 1
PREFACIO
CRONOLOGÍA BÁSICA
INTRODUCCIÓN
I EL SIGLO XVIII. SURGIMIENTO DEL OCIO Y LAS DIVERSIONES
MODERNAS
Las viejas y las nuevas concepciones de la vida. Un país complejo:
caminos y hospedajes. Fiestas religiosas, ferias y diversiones. Los
lugares y momentos de las diversiones públicas limeñas. Una precisión
de contraste.
II DENTRO DE UN PROCESO MUNDIAL. LOS VIAJEROS, EL
DESCANSO ELITISTA Y LOS INICIOS DE LA DIVERGENCIA
Delineando la mirada sobre Lima. Los baños de Chorrillos y los
paseos a Amancaes. Imágenes corrosivas de Lima y la construcción de
arquetipos. El mar, el campo y el descanso de las elites. El desarrollo
del turismo en Occidente luego de 1830. La infraestructura limeña
para visitantes y sus propias complejidades. El inicio de la divergencia.
III MIRADAS EXTRANJERAS Y TOUR DEL PERÚ. LA CONSTRUCCIÓN
OCCIDENTAL DE UNA PERIFERIA DEL MUNDO EN EL SIGLO XIX
El Perú y los extranjeros. Las primeras miradas del turista: fijación
de los lugares de interés. Un país de privaciones pero atrayente. La
consolidación del tour del Perú: entre el paisaje y el indígena. La
persistencia de la visión del poblador rudo. La mirada foránea frente
al discurso local.
13
15
17
27
49
87
IV TURISMO SIN ESTADO. ELITES, MODERNIZACIÓN Y DISCURSO
PÚBLICO EN EL SIGLO XIX
El Perú de mediados de siglo: modernización, infraestructura material
y lugares de descanso. El Estado y la inicial producción discursiva
nacional. La elite frente a la mirada extranjera. ¿El Estado promueve
el Perú ante el mundo?: el asombro extranjero por el pasado y las
exposiciones universales. El encauce de una propuesta.
V LAS PRIMERAS EXPERIENCIAS CONTEMPORÁNEAS DE
TURISMO EN EL CAMBIO DE SIGLO (1880-1911)
Lima: la elite, el excursionismo y la publicidad. Cuzco: marginación,
indigenismo y discurso patrimonial. El surandino se abre al
turismo. Las narrativas multiformes sobre el Cuzco. Los inicios de la
conciencia conservacionista cuzqueña y estatal. Otras regiones: entre
el coleccionismo y la aventura. Ideas últimas.
VI AUTOS, CAMINOS Y CLASES MEDIAS EN LOS AÑOS VEINTE.
ENTRE EL ÍCONO CUZQUEÑO Y EL DESARROLLO DEL TURISMO
NACIONAL
La bicicleta, el auto y el turismo en el hemisferio norte y en América
Latina. El turismo y el Perú antes de 1920. El Oncenio de Leguía.
Las narrativas locales y la consolidación del Cuzco para el turismo
receptivo. El Touring Club Peruano y el turismo nacional. Un Perú por
conocer en la narrativa turística del Touring. Las guías del Perú y el
Segundo Congreso Sudamericano de Turismo. Las políticas turísticas
en la esfera pública.
VII AVIONES, CARRETERAS Y HOTELES. DEL APOYO AL FOMENTO
ESTATAL DEL TURISMO (1930-1950)
La acción estatal y el desarrollo del turismo en el Occidente
de entreguerras. Volando sobre los Andes. Esfuerzo privado,
aniversarios y políticas públicas. El dinamismo de Benavides:
carreteras, problemáticas hoteleras y desarrollo turístico. El gobierno
de Prado, fomento y turismo. Nacimiento y caída de un esfuerzo
estatal: la Corporación Nacional de Turismo. La Compañía Hotelera
del Perú: otro debate entre fomento o liberalismo en el mercado.
Transformaciones culturales y perspectivas finales.
119
137
165
209
Volumen 2
VIII LOS INICIOS DEL TURISMO MASIVO EN LOS AÑOS DORADOS:
CUZCO, JETS Y ESTADO PROMOTOR (1950-1970)
Liberalismo y turismo a inicios de los años cincuenta. El despertar
a la cruda realidad: Cuzco y la discusión sobre el lugar del Estado
y sus políticas públicas. Prado, el Estado y las nuevas dinámicas en
curso. CoturPerú: gestación e impulso al turismo. Las limitaciones
y problemáticas de CoturPerú. Planes, estadísticas y optimismo
regional. Desarrollo empresarial y los inicios de la democratización
del turismo nacional. Mostrar el paraíso: turismo, exotismo y
discriminación en ciernes.
IX ENTRE LAS ILUSIONES ESTATALES Y LA DEMOCRATIZACIÓN DE
LA PRÁCTICA TURÍSTICA. EL GOBIERNO REVOLUCIONARIO, EL
AUGE Y EL DESCANSO DE LOS PERUANOS (1970-1980)
La ilusión planificadora del Gobierno Revolucionario de la Fuerza
Armada. Choque con la realidad surandina: el Plan Copesco. La
gestión ortodoxa de una empresa pública: EnturPerú. La inversión
y apuesta privada en tiempos revueltos. La fuerza (y autonomía) del
turismo interno. La invención del turismo de costa: el Sur Chico. Fe en
el futuro e incertidumbre. El Perú en perspectiva a fines de la década.
X VIOLENCIA, INFORMALIDAD Y CRISIS GENERAL. LA SALVACIÓN
DEL TURISMO NACIONAL EN LA DÉCADA DE LOS OCHENTA
Unadécadadecambios:políticaspúblicas,impuestosyregionalización.
Terrorismo y turismo. La otra violencia, cruel suplicio del turista. El
patrimonio, la informalidad y el turismo. Y a pesar de todo Conozca el
Perú: la complejidad de las políticas publicitarias en la década. Cuzco,
a pesar de todo. ¡A viajar! La conquista del verano y de los feriados en
el sur, el norte y la sierra. La resistencia de EnturPerú y el inicio de su
agonía. Balance de la década.
XI DE LA CRISIS AL APOGEO: POLÍTICAS PÚBLICAS,
LIBERALIZACIÓN ECONÓMICA Y DINAMISMO EMPRESARIAL EN
LA DÉCADA DE LOS NOVENTA
El derrumbe del turismo entre 1990 y 1992. Políticas públicas en un
contexto de liberalización. Del FOPTUR a PromPerú: la promoción de
la imagen del Perú. El final de una empresa de turismo: EnturPerú.
Inversión privada, motor del turismo. Ideas remarcables.
9
65
111
171
13
XII CONTINUAR LA MARCHA: TURISMO, DIVERSIFICACIÓN DE
DESTINOS Y TRANSFORMACIÓN SOCIAL A FINES DEL SIGLO XX
Del terrorismo a la inseguridad informal de todos los días. Patrimonio:
entre el descuido, la lucha y la esperanza. El caso del Cuzco: turismo,
problemáticas de desarrollo y bricheraje a fines del siglo XX. Desde
Punta Sal y Máncora hasta el Titicaca y las selvas: recuperación y
diversidad de los destinos del turismo interno. El Sur Chico: las
playas, los deportes de aventura y la invención de Asia.
CONCLUSIÓN
SIGLAS UTILIZADAS
LISTA DE CUADROS
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
215
265
275
279
281
Prefacio
Este libro trata sobre la historia del turismo en el Perú desde un particular enfoque y
tomando en cuenta ciertos elementos considerados centrales, según se expone en la
introducción. Es un trabajo que espera establecer un fructífero diálogo académico sobre
la pertinencia del tema y un deseable interés de que repercuta en la profundización de
problemáticas hasta hoy poco abordadas.
Mi inclinación por los estudios en esta línea se remonta a inicios del actual siglo.
Dedicándome entonces a temas de religión y secularización en el Perú me interesé por
los asuntos patrimoniales, tanto de la Iglesia Católica como del Sur Chico. Fruto de ello
salieron sobre lo primero varios trabajos en torno al patrimonio, los bienes y el turismo
religiosos; sobre lo segundo, en un texto publicado por la Universidad de San Martín
de Porres (USMP), me atrajo el desarrollo de la economía turística regional y cómo las
poblaciones construyen su propio pasado, ofreciéndoselo al visitante bajo la forma de
un patrimonio. Ya entonces me proponía desarrollar un estudio más integral sobre el
particular, que superara esos estrechos marcos.
La oportunidad llegó en el año 2015, gracias a la gentileza de las autoridades de la USMP,
en particular de Johan Leuridan Huys, decano de la Facultad de Comunicaciones,
Turismo y Hotelería. Gracias a su apoyo pude dedicarme a la investigación y redacción
de este trabajo. Mi agradecimiento más sincero por ello.
También debo agradecer a quienes colaboraron con diversos aspectos de esta
investigación. La lista es larga: las personas que aceptaron gentilmente una entrevista,
formal o informal; los ayudantes de investigación que me apoyaron en el rastreo de
material periodístico del siglo XX: Yazmín Rodríguez y Xenia Vargas; las personas que
me facilitaron postales y fotografías, así como muchos otros que menciono en el texto.
Todos tienen mi reconocimiento.
Un primer avance lo publicó la revista Turismo y Patrimonio en el año 2016. Luego, a
inicios del 2017, se presentaron otros aportes, a manera de difusión, en el IX Coloquio
del Grupo Iberoamericano de Estudios Empresariales e Historia Económica (Buenos
Aires) y en el XXXV Congreso Internacional de LASA (Lima). Todo lo cual ha permitido,
sin duda, una mejora a partes puntuales del texto que ahora llega a sus manos.
Se publica gracias al esfuerzo compartido de la USMP y del MINCETUR – Ministerio de
Comercio Exterior y Turismo, las entidades mejor llamadas a promocionar los estudios
sobre turismo en el Perú.
15
Cronología Básica
Siglos XVI – XVII: Con el viajero aristócrata, dedicado a la contemplación, aparece
el grand tour –de aristócratas ingleses– como expresión del
turismo inicial.
Siglo XVIII: Formación en Europa de balnearios alrededor tanto de las fuentes
termales como de las aguas marítimas, así como aparición de las
estaciones invernales alpinas.
Inicios del siglo XIX: Desarrollo en Europa occidental, basados en el ocio y la diversión,
de los tres tipos de centros antes aludidos. En el Perú se desarrolla
igualmente el descanso y diversión alrededor del mar y el campo.
Entre 1830 y 1900: En Occidente, gracias a la formación de la economía capitalista,
la revolución tecnológica y sólidos mercados internos el turismo
alcanza niveles de complejidad. Aparecen los hoteles modernos,
agencias de viajes, restaurantes y medios de transportes eficaces.
En el Perú se desarrolla básicamente un turismo que depende
de los viajeros extranjeros y de las elites locales. Los destinos se
centran en lugares de interés cultural y en aquellos cercanos al
mar.
Entre 1900 y 1920: El turismo de extranjeros hacia Lima, Cuzco y otros lugares del
surandino aumenta lentamente su frecuencia. Empresas navieras,
la Peruvian Corporation y otras compañías, tanto como las elites
locales, ayudan en su diseño.
Entre 1920 y 1930: En un contexto de revolución de nuevos medios de transporte
–el auto, por ejemplo–, el turismo en el mundo sigue
incrementándose. En el Perú aparece el Touring Club Peruano
(1924), que apoya el desarrollo del turismo interno aunque
también el turismo receptivo. Las empresas privadas extranjeras
continúan promocionando al país y el Estado asume un inicial
interés en el tema.
16 17
Entre 1930 y 1950: Durante los duros años de entreguerras el turismo interno,
de carácter social, es muy promocionado entre los países
industrializados. Se hace conocido el transporte por vía aérea. En
el Perú hay un creciente interés del Estado por el turismo receptivo
y el nacional, tomando un decisivo protagonismo en su dirección,
creando hoteles públicos y en 1946 la Corporación Nacional de
Turismo, aunque en 1950 es liquidada.
Entre 1950 y 1970: En el mundo aparece el turismo de masas y los tour operadores
globales empiezan a manejar el negocio a escalas. Hace su
aparición el avión de amplio fuselaje. Mientras tanto en el Perú el
Touring primero y luego la Corporación de Turismo - CoturPerú
(1964) toman la dirección de la política del sector. Cuzco y la región
del surandino empiezan a transformarse con la llegada masiva de
turistas extranjeros. El turismo nacional también se desarrolla
hacia diversos puntos del país: Lima, la costa y la sierra central.
Entre 1970 y 1980: El turismo receptivo crece bastante en América Latina. En el Perú
son los años de los gobiernos militares de Velasco Alvarado y de
Morales Bermúdez. El Estado busca coordinar mejor la política
turística. Se crean la Empresa Nacional de Turismo - EnturPerú
(1969) y el Fondo de Promoción Turística - FOPTUR (1977),
mientras en el surandino se desarrolla el Plan Copesco. Hay
mucha campaña externa para la atracción del turismo. Igualmente
campañas nacionales. El empresariado invierte fuertes cantidades
en el negocio. Se crea la Cámara Nacional de Turismo - Canatur
(1971). El turismo nacional empieza a ser masivo, gracias a las
mejoras del mercado interno.
Entre 1980 y 1990: Década de la violencia subversiva al igual que de constantes
crisis económicas. Por estos y otros acontecimientos el turismo
receptivo tiene dificultades, pero el turismo nacional se amplía
y se convierte en el pilar de la actividad. Hacia 1990 empieza el
proceso de regionalización del Perú.
Entre 1990 y 2000: GobiernodeFujimori(1990-2000).Liberalizacióndelaeconomía,
venta de empresas públicas como EnturPerú y Aeroperú, y
concesión de ferrocarriles como los del surandino. Disminuye la
subversión, crece la economía y aparece la Comisión de Promoción
del Perú – PromPerú (1993). El turismo receptivo y el nacional se
expanden. Fuerte inversión privada en el sector.
Introducción
Cuandosehabladeturismocomoactividadeconómicaysocial,inmediatamente
nos fijamos en el viajero que decide llegar a un determinado lugar: solo, en
familia o con amigos. El ocio y el descanso lo mueven sin duda, pero también
la necesidad de conocer, de observar, de acumular información para su
comprensión del mundo. Muchos elementos intervienen en la movilización
del viajero, incluso de aquel que va a una determinada localidad por razones
laborales o familiares y decide dejar a un lado, momentáneamente, su labor
movilizadora para visitar un cierto lugar. La literatura sobre las problemáticas
detrás de una decisión de este tipo, que no es solo personal sino claramente
social, es amplia. En todo caso estamos ante un elemento esencial del hecho
turístico. Como lo es también el lugar visitable, el destino, un elemento que se
muestra casi siempre autónomo respecto de él y relevante de por sí. Lugar que
responde a decisiones locales de puesta en conocimiento y valor, a políticas
estatales, a percepciones sociales, todas ellas a veces combinadas. Igualmente
son esenciales otros aspectos, como la infraestructura necesaria para hacer
viable el contacto entre el sujeto y el objeto deseado: el alojamiento, los lugares
de comida –y sus singularidades–, los caminos y los medios de transporte;
así como las agencias u operadores que van uniendo todas estas realidades
materiales y sensoriales. Y por último, las políticas promotoras –sobre el
sujeto, desde el objeto– incentivadas por el Estado en todos sus niveles, como
también por las empresas privadas, por la sociedad local o nacional, etc.
La teoría sobre el turismo y los componentes que conforman esta actividad
han merecido muchos estudios académicos (Urry 1990, 1992 y 2004). La
historia de su surgimiento ha merecido un menor número de trabajos y es la
que nos lleva a diversas interrogantes.
La manera más común de historiar la actividad ha sido rastrear sus orígenes
más remotos siguiendo la pista de alguno de sus componentes actuales: los
hospedajes, los lugares de comida, las agencias, los transportes, los sitios de
interés, la acción pública del Estado o de las empresas privadas. Así podemos
hacer una historia de los alojamientos que nos remonte a los primeros tiempos
de la antigüedad, para revisar la realidad de las posadas o lugares de descanso de
los viajeros –comerciantes, funcionarios– desde el Antiguo Egipto o Sumeria; o,
18 19
FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
de viajes que se movilizan para unir a estos sujetos y a estos objetos– y del
resto de los componentes infraestructurales que se van transformando para
servir mejor al turista –transportes, alojamientos, lugares de comida, etc.–
(Khatchikian 2000; Urry 2004). En todo este escenario hay que señalar el
carácter muchas veces autónomo de estos componentes respecto del Estado
para el surgimiento de la actividad turística.
A veces es la acción de los visitantes, de los actores locales (la comunidad),
de los empresarios. En muchas ocasiones acompañados de procesos sociales
más vastos y complejos, como el surgimiento de sectores sociales nuevos –
como las burguesías– y sus nuevos intereses y gustos, el aumento de los
excedentes monetarios de los trabajadores y las conquistas sociales que les
permitan acceder al beneficio de que otros gozan, o el interés romántico que
despiertan ciertos lugares a los ojos de intelectuales dispuestos a darlos a
conocer. Diversos estudios que han abordado el surgimiento del turismo en
Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos, sea el turismo de sol y playas o el de
lugares de interés más bien culturales al interior de los países, han incidido en
estas problemáticas (Fine y Leopold 1990: 151-179; Gordon 2002; Inglis 2000;
Lencek y Bosler 1998; Urry 2004: 21-67; Walton 1997: 36-56 y 2000). Aunque
otras veces –y este es un fenómeno del siglo XX– es la acción deliberada del
Estado: promoviendo lugares de interés, programas de vacaciones para los
trabajadores, invirtiendo en infraestructuras específicas como ferrocarriles u
hospedajes. Los estudios que han abordado las actividades del gobierno nazi
en Alemania, del fascismo en Italia, de la Francia del Frente Popular, de los
Estados Unidos del New Deal, todos de los años de 1930; o de las políticas
públicas practicadas después de la Segunda Guerra Mundial, han insistido
en este fenómeno (Boyer 2002; Mandler 1997; Urry 2004: 32 y 78; Walton
2002). Lo mismo ha ocurrido en América Latina, particularmente para el
caso argentino, cuando se ha estudiado el régimen peronista y sus políticas
en la década de 1940 (Núñez y Vejsbjerg 2010; Pastoriza 2011; Piglia 2012).
La discusión teórica sobre la importancia estatal o la autonomía del proceso
respecto del Estado debe tomar en cuenta la realidad de cada lugar y resulta
esencial para entender las diferencias sustanciales que presentan los hechos
turísticos, tanto como el evaluar y analizar su impacto transformador en las
realidades locales.
El impacto transformador provocado por el turismo, tomando en cuenta
a los diversos actores de su intervención a la vez, ha merecido numerosos
estudios de antropología social y sociología en el mundo, en América Latina
y en el Perú de los últimos años, pero pocos de ellos desde una perspectiva
histórica (Baranowski y Furlough 2001). Son notables los trabajos de
en esta parte del mundo, desde el Arcaico o antes; por ejemplo, al hablar de la
ciudad de Caral, con sus recintos para quienes peregrinaban hasta aquel lugar
sagrado. Seguramente tendremos conciencia de que poco después surgieron
en esta parte de América los tambos o alojamientos a lo largo de los caminos
andinos y costeños, que continuarían en la época colonial y hasta tiempos muy
recientes. Si elegimos el ángulo de la infraestructura de los lugares para comer,
igualmente nos remontaremos a las posadas, mercados y otros sitios similares,
lo cual nos podría llevar a un análisis de cómo se comía y qué se comía en el
Perú, en la época precolombina, en la colonial y hasta nuestros días.
Pero todo ello nos indicaría simplemente la evolución de los hospedajes o de
los lugares de comida. Cuando hablamos de turismo debemos hablar de un
hombre interesado, por propia decisión, en visitar y conocer un determinado
lugar, no por razones de trabajo, por interés religioso o por obligación militar
–que lo vuelve concreto y específico en su actividad, la mayoría de veces con
pocas posibilidades de romper la razón de su movilidad–, sino por regocijo
personal, por distracción, interesado en el ocio y el consumo. Ello borra
en segundos cualquier deseo de hacer historia del turismo en tiempos tan
antiguos, pues cuando hablamos del sujeto consumidor estamos hablando
de los orígenes y desarrollo del capitalismo; salvo, por cierto, que queramos
hablar del raro y escaso viajero antiguo, medieval o renacentista, dedicado a
conocer espacios, lugares y tradiciones (Boyer 2002: 8-32; Cross 1990).
Así pues, el ocio –social, masivo– como actividad no laboral ni productiva,
no militar ni religiosa sino distractiva y consumidora de recursos diversos,
viene con el orden moderno y es un proceso que se abre paso en Europa
lentamente, a lo largo de los siglos XVIII y XIX, la época de la consolidación
del capitalismo, del nacimiento de los mercados de consumo de masas, y del
sujeto que organiza su tiempo y lo destina a variadas actividades más allá de
las tradicionales. Por ello Marc Boyer, John K. Walton o Dominique Jarrasé
la denominan la época de la “revolución turística”, para contrastarla con
otras revoluciones transformadoras del periodo (Boyer 2002: 14; Jarrasé
2002; Walton 2002). Entonces determinados lugares tienen un sentido,
cobran importancia para el individuo observador y consumidor. Un lugar
que anteriormente pudiera despertar la curiosidad de científicos, hombres de
negocios o funcionarios, pero nunca atractivo ni movilizador solo por afán de
apreciarlo y deleitarse con él, ahora sí lo será. Por ello el turismo está atado al
desarrollo del mercado, al cambio de mentalidad sobre el mundo, a la llamada
sociedad del consumo, y solo desde este enfoque podemos apreciar en el
proceso la dinámica de los elementos inherentes a esta actividad: el desarrollo
del lugar de interés –por mejora del acceso, por la promoción de las agencias
20 21
FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
la producción historiográfica argentina, en particular los trabajos de Melina
Piglia (2008, 2014) sobre la importancia del Automóvil Club Argentino y del
Touring Club Argentino en la promoción del turismo; o los trabajos de Elisa
Pastoriza (2011) sobre las vacaciones y el turismo argentino en el siglo XX, así
como sus intereses por las historias de la aparición de los balnearios (Pastoriza
2002). O el trabajo de Nelly da Cunha y Rossana Campodónico (2005). Pasos.
Revista de Turismo y Patrimonio Cultural ha sido y es también un buen
espacio para la recepción de diversas investigaciones en perspectiva histórica
sobre la región. Hay por supuesto muchos otros trabajos por países, pero
rescatamos estos por su sintonía con las temáticas que en términos globales
se plantean.
Pero, en el caso peruano, ¿ha sido factible desarrollar y contrastar un enfoque
histórico sobre las problemáticas arriba mencionadas?
Para empezar, adolecemos de una columna básica: no tenemos una historia
del turismo en el Perú, como visión general. ¿Desinterés? Una actividad vital
para la economía y sociedad peruana que no ha merecido un estudio histórico
concreto es algo que linda en lo inaudito, pero prueba el profundo desinterés
de la Academia y de las entidades públicas. La crítica no es tanto a los gestores
de la actividad –la comunidad local, los empresarios, los propios turistas–,
sino más bien al Estado –con universidades e instituciones dedicadas a la
investigación de las más diversas problemáticas nacionales– y a la Academia
en su conjunto. Esta última se ha interesado en historias de casi todas las
actividades económicas y sociales del país –historia agraria, historia de la
minería, historia de los bancos, etc.–, pero no de esta.
Si no contamos con estudios genéricos por lo menos contamos con algunos
que dedicados a ciertas características y problemáticas del turismo, se han
referido a su historia aunque en muy pocas líneas: en partes de artículos, libros
u otros recursos académicos. Y hay también algunos pocos trabajos que han
surgido con enfoques nuevos, particularmente centrados en el siglo XX, y
tomando al turismo como actividad económica y social, aunque ya en pleno
desarrollo. Mencionamos a este respecto el artículo de M. Carey (2012) sobre
el montañismo a mediados de siglo y su difícil relación con el entorno social
de la época. O los estudios de M. Rice (2014, 2014a) sobre el turismo y las
complejas relaciones sociales en el Cuzco de los años setenta. O el trabajo de
J. C. La Serna (2016) sobre la fiesta de la Virgen de la Candelaria y su relación
con el turismo en Puno. Son estudios puntuales y muy valiosos, pero que se
muestran fragmentados en una mirada de largo plazo que permita entender
la estructuración de una actividad en la que se necesita apreciar procesos y
John W. Walton (2005) y otros estudiosos en torno a cómo los procesos
de construcción del turismo pueden crear tensiones alrededor de las
representaciones e identidades que se forman o transforman. También el
estudio pionero de J. Towner (1985) sobre la construcción de una geografía
del turismo en el mundo occidental a través del tiempo.
Peroessobretodoelenfoqueinterpretativo,ancladoenlarealidaddelsigloXIX
e inicios del siglo XX, como común denominador para entender el surgimiento
del turismo en el mundo occidental, el que ha merecido trabajos entrañables.
Marc Boyer (1996, 2000 y 2002) ha estudiado el surgimiento del turismo
como actividad para los siglos XVIII y XIX, acuñando el término de “invención
del turismo” y ha enfatizado el carácter autónomo aunque interrelacionado
del proceso respecto de la revolución industrial o de la revolución de las
tecnologías. Alain Corbin (1988, 1993) ha publicado un texto clásico dedicado
al surgimiento de la playa como lugar de descanso en Europa y Estados Unidos,
convirtiéndose en referencial para muchos estudios en el mundo sobre la
aparición del turismo de sol y playa. A ello agreguemos el estudio clásico de
Dean MacCannell (1976) sobre la vinculación de turismo, ocio y consumo como
elementos para entender su crecimiento en el mundo capitalista. Actualmente
hay portales y publicaciones de indispensable referencia para entender que
todas estas reflexiones continúan y se perfeccionan. Mencionemos a la italiana
Annale di Storia del Turismo (Istituto per la storia del Risorgimento italiano.
Comitato di Napoli) y a la anglosajona Journal of Tourism History.
Así como los estudios en perspectiva global se muestran sugerentes,
también los estudios sobre algunos países lo son. Cabe destacar, por su gran
repercusión, los trabajos para Gran Bretaña, en particular los de John K.
Walton: The English Seaside Resort: A Social History, 1750-1914 (1983) y
The British seaside: holidays and resorts in the twentieth century (2000);
y su recopilación, con James Walvin, Leisure in Britain, 1780-1939 (1983).
También el libro colectivo de Hartmut Berghoff et al. (2002), The Making
of Modern Tourism. The Cultural History of the British Experience, 1600-
2000. Para Francia, aparte de los textos de Marc Boyer (1997a, 2002a), es
particularmente notable el estudio de André Rauch (1996) sobre las vacaciones
en ese país. Para Suiza, la obra colectiva dirigida por Laurent Tissot (2003)
en torno a la construcción del turismo en los siglos XIX y XX nos da una
panorámica del proceso ocurrido y su repercusión en Europa. Para Estados
Unidos el trabajo de O. Löfgren (1999).
En América Latina los estudios sobre los orígenes y desarrollo del turismo
en esta perspectiva novedosa han sido más bien escasos, aunque rescatamos
22 23
FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
la mirada que esas personas van tejiendo sobre nuestra propia sociedad –
con sus diversas lecturas, con sus diversas problemáticas– en un sinfín de
posibilidades.
Así pues, mi pretensión es analizar una actividad hoy esencial para nosotros,
tomando en cuenta algunas de esas perspectivas. Me interesa discutir sus
orígenes, sus características iniciales, tanto como el rol del Estado, de la
comunidad y de los empresarios en su desarrollo. Me interesa asimismo
discutir sobre las políticas públicas –cuando se practicaron–, cómo se
institucionalizaron y sus diversas problemáticas. Pero también analizar al
actor central de esta historia: el turista. Ver cómo y por qué se movilizó hacia
ciertos lugares, apreciar la mirada que poseía sobre el lugar. En esa línea
consecuente quiero explorar, más allá del desarrollo del turismo practicado
por los extranjeros, el turismo de los propios peruanos. Me interesan su
desarrollo y sus propias complejidades, a la par del proceso general. Por cierto
no podemos descuidar el impacto de las interrelaciones de todos los actores
en juego –el Estado, el turista, los empresarios– sobre la comunidad y de la
comunidad sobre ellos. Algunos ejemplos habrá que plantear para examinar el
campo de las prácticas turísticas locales y la invención de tradiciones ocurridas.
Desarrollar estas ideas solo tiene sentido partiendo del siglo XIX, siglo de
apertura económica del Perú al mundo, de llegada de las nuevas tecnologías
propias de la revolución industrial, de nuevos estilos de vida, de nuevas formas
de diversión y contemplación –algunas ya en gestación desde el siglo XVIII– y
de personas que por ocio recorren el mundo en busca de aventuras, buscando
aprehender el planeta de manera singular. Nuestro punto de partida específico
será ese siglo, cuando el Perú además se convierte en un país independiente
y se abre al mundo, y nuestro arco de tiempo abarcará hasta el año 2000,
finalizando el siglo XX, cuando superada una serie de problemas sociales y
políticos el Perú ve crecer el número de personas que desde distintos lugares
llegan a conocerlo en sus diversos puntos de interés, como también que
millones de peruanos se vuelcan en forma fluida hacia esos u otros puntos
locales en búsqueda del descanso, la aventura y el conocimiento propios. El
texto cierra cuando las políticas públicas practicadas por el Estado toman su
actual rumbo, cuando se discute intensamente sobre lo que se muestra a los
ojos foráneos y propios –el patrimonio y sus dilemas por ejemplo–, cuando
nuevos imaginarios y lugares –que llegan al día de hoy– se construyen y se
acentúan las tendencias modernas, masivas y últimas del turismo mundial.
Será este un libro que al anclarse primero en el siglo XIX lleve a discutir
sobre los orígenes del turismo y sobre algunas problemáticas esenciales:
problemáticas como los que planteamos, solamente comprensibles en el
contraste con la realidad global, con fenómenos y discusiones que tienen raíces
sociales y económicas, cuando no de otro tipo, entendibles en dimensiones
históricas y escalas territoriales nacionales, a veces regionales. Por ejemplo, la
discusión sobre el momento de aparición del fenómeno.
Un razonamiento simple sería considerar que nuestra historiografía local,
siguiendo las investigaciones externas, debiera entender que los siglos
XVIII y XIX serían los siglos del surgimiento, lento por cierto, del sujeto
consumidor, de su carácter ocioso –aunque dicho fenómeno puede rastrearse
en las elites desde mucho antes–, de la concreción de los lugares de interés y
del también lento advenimiento de una infraestructura para que el turismo
sea posible y viable. Sería lo plausible. Empero, cuando se ha discutido sobre
el turismo en el Perú, se ha asumido a veces que su historia solo es posible en
torno al siglo XX y además asociada a ciertas políticas públicas (Fuller 2008:
117-121), lo cual deja por fuera toda la discusión historiográfica y sociológica
–por ejemplo anglosajona– sobre el real rol del Estado en el proceso, y sobre
un proceso peruano que fluye paralelo con lo que va aconteciendo en los
países del hemisferio norte. Si bien es cierto que la ubicación periférica
del Perú en el sistema capitalista dificulta el acceso a los interesados en
conocerlo, amén de otras circunstancias, y hace poco viable un turismo en
las mismas coordenadas que sus similares europeos contemporáneos, no
por ello podemos negarnos a ubicar y reconocer elementos de un proceso
local en gestación que nos sorprendería por su precocidad.
Otro ejemplo es preguntarnos sobre el rol del Estado, cuando lo hubo,
comparando la realidad acontecida en otras experiencias –la europea, por
ejemplo–:¿cuándosehizovitalentrenosotroselEstadoyporqué?,¿fuesiempre
su comportamiento en una determinada dirección?, ¿cuánto transformó la
realidad y el entorno con sus políticas? Nada de esto se ha discutido.
Tampoco sobre la importancia del turismo nacional. La creencia de que hablar
del turismo es hablar del practicado por los extranjeros es tan común entre
nosotros que la posibilidad de discutir, a partir de otras experiencias, sobre
cómo poco a poco la idea del viaje, la curiosidad y la exploración de los propios
peruanos sobre su país se volvió algo masivo, hasta el punto de que hoy siete
millones de personas en fechas de feriados largos se mueven a distintas partes
del país, no tiene más explicación que aceptarlo sin una base de realidad
histórica. La importancia de las vacaciones pagadas, de las carreteras, de los
buses y aviones, de la democratización de las prácticas antes efectuadas solo
por las elites no ha sido tema de discusión entre nosotros. Como tampoco
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
qué elementos fueron vitales en la consecución de la actividad en nuestro
medio, qué características presentaba el país para este fenómeno y cómo
se desarrollaron esos elementos en el tiempo. Será una revisión, a la luz
del proceso general, del desenvolvimiento lento y formativo de la actividad
en la periferia del mundo. Para luego trabajar esos mismos elementos en el
desarrollo del largo siglo XX, con el añadido de que evaluaremos de manera
más exhaustiva el rol del Estado, al turista nacional y a las comunidades
locales en la construcción de sus relaciones de cara a los visitantes; así como
buscaremos entender mínimamente el impacto transformador que todo ello
generó en el país.
Bajo estos objetivos hemos desarrollado el texto en doce capítulos: en el
primero se revisa la situación del Perú al momento de su entrada al siglo XIX,
se establece su conformación social y las nociones de diversiones públicas y
lugares de interés previos al inicio de los cambios significativos. En el segundo
capítulo se incide en los años iniciales del Perú independiente, se constata la
llegada de viajeros extranjeros, muchos por intereses comerciales, científicos
y políticos, pero también algunos con claro interés de aventura. Se revisa la
infraestructura existente y se discute si el proceso peruano es similar al que se
vive en otras partes del mundo. En el capítulo tercero se plantea la formación,
en una perspectiva global del turismo, de una periferia del mundo donde el Perú
está inserto, donde se muestra a los ojos y la mirada del turista –procedente
del hemisferio norte– bajo determinadas características. Es una discusión en
perspectiva imperial del turismo. Pero la dimensión transnacional del proceso
no puede estar completa si no analizamos la función del Estado. De ello trata
el capítulo cuarto, que lo estudia en un contexto de construcción nacional
basado en una elite con una cierta idea de la sociedad local, sus habitantes y
el fin que se persigue con su dominio. Estos cuatro primeros capítulos tienen
como objetivo construir una perspectiva para estudiar en el futuro el siglo XIX
y sus problemáticas, dialogando con la historiografía extranacional y buscando
entender la especificidad peruana en su seno.
El quinto capítulo se ubica en los inicios del siglo XX y busca entender la
llegada de turistas modernos, en tours, con agencias de viajes, y el interés
local de ciertas personas y empresas por promover el turismo en sus regiones,
mucho antes del acontecimiento de Machu Picchu (1911) como algunos
imaginan. Se menciona el surandino, Lima y la sierra central como lugares
en desarrollo. Este proceso de cara al turismo externo se combina con la
continuidad embrionaria de un turismo interno. El capítulo sexto prosigue en
los años veinte del nuevo siglo, relacionando tanto el turismo de extranjeros
como el naciente turismo interno de las clases medias urbanas en un escenario
de nuevas tecnologías, obras viales, pero también del desarrollo de instancias
sociales –como el Touring Club Peruano– o del mismo Estado que lentamente
se va comprometiendo en alentarlo. Trabaja igualmente cómo el Estado y
ciertas capas sociales “descubren” el país no solo para los foráneos, sino para
ellos mismos. El capítulo séptimo prosigue entendiendo el rol del Estado y de
los diversos grupos de interés que se han formado alrededor de la actividad
–hotelería, empresas navieras, núcleos de intelectuales, prensa–, así como
del propio dinamismo de las elites locales, de los debates en un contexto de
desarrollo de la aviación, de cimentación del mercado interno y discursos
sobre el progreso del país. Estos tres capítulos no solo nos describen la primera
mitad del siglo XX, sino que además ponen en perspectiva la gran importancia
que para diversas instituciones sociales y políticas tuvo el turismo interno,
en correlación con otras realidades del mundo, atado a la viabilidad y el
conocimiento del país. Pero no descuida el análisis del turismo receptivo.
El capítulo octavo, que parte de la mitad del siglo XX, se ocupa de la edad
dorada de la aviación, el jet y el turismo masivo que transforman a los países,
junto con la masificación del automóvil. Se dedica a explorar cómo el turismo
de extranjeros gana un protagonismo descollante, a pesar del consecuente
desarrollo del turismo nacional. Examina la transformación social y cultural
que acontece en el Cuzco y el surandino –aunque visible desde la primera mitad
del siglo–, pero también se detiene en el análisis de otras regiones; además
de entender la importancia de las políticas públicas y su impacto. El capítulo
noveno se ubica en la década de los años setenta. Reflexiona a la luz tanto de
la acción del Estado, de las comunidades locales y del empresariado, cómo
el turismo se volvió central en las discusiones para el desarrollo nacional y
enfatiza la fortaleza creciente del turismo nacional, la construcción de algunos
imaginarios que se fueron tejiendo, tanto como la naturaleza del turismo de
extranjeros. El capítulo décimo trabaja los difíciles años ochenta, marcados
por la violencia y la crisis económica. A contrapelo de lo que se cree, busca
entender hasta qué punto el turismo receptivo se derrumbó en aquellos años,
así como la importancia del turismo practicado por los peruanos. Los dos
últimos capítulos están dedicados a la década de los noventa, que cierra el siglo
XX. El primero se centra en las políticas públicas y su impacto sobre el sector
–el empresariado, la comunidad y el turista–, remarcando las modificaciones
que se produjeron en un contexto de cambios trascendentales en el ámbito
latinoamericano. El otro capítulo estudia el impacto que estos y otros
hechos generaron en el turismo desde el punto de vista social, enfatizando la
violencia, las transformaciones culturales existentes y las prácticas turísticas
–los lugares de interés– de los peruanos. En conjunto estos cinco últimos
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26
FERNANDO ARMAS ASIN
I. El siglo XVIII.
Surgimiento del ocio y las diversiones modernas
El Perú del siglo XVIII, previo a la época contemporánea, estaba moldeado por
características distintas a las que hoy conocemos. Políticamente el país era un
virreinato, dependiente de la corona española. Lo era desde el siglo XVI, tras
la conquista hispana de estas tierras, y para este tiempo seguía gobernado por
un virrey y por distintas autoridades en las intendencias y circunscripciones
menores en que se dividía el reino. Socialmente la población estaba segmentada
en estamentos –nobleza, clero y pueblo–, aunque en la práctica predominaba la
división étnica: blancos –formados por españoles y criollos–, mestizos, indios
y negros; estos últimos en su mayor parte en condición de esclavitud. Era el
resultado de la presencia, a través del tiempo, de la población indígena y de la
llegada posterior de la población blanca y negra, creando una diversidad étnica
y cultural que caracterizaba al país y a la América hispana. La población no era
muy numerosa entonces. Según el censo de 1791 del virrey Gil de Taboada, apenas
superaba los 1,25 millones de personas.
Sobre esta base el país iría presenciando una serie de cambios que lo
distinguirían claramente de la sociedad de los siglos anteriores, mostrando las
primeras señales de una modernidad que entonces se empezaba a cristalizar en
Europa. Unos primeros aires se dieron por ejemplo en el plano de las ideas, con
nuevas maneras de entender la vida, el trabajo y el ocio; el mayor aprecio por la
naturaleza y la sed por la investigación. Al mismo tiempo los espacios urbanos
comenzaron a mostrar otras transformaciones, especialmente en la ciudad
de Lima, con nuevas concepciones de las diversiones y lugares públicos que
entonces surgieron. Los viajeros extranjeros que pasaron por el Perú, muchos
de ellos científicos y en misiones oficiales, se percataron de estas sutilezas en
la vida, el descanso y los sitios de atracción. Pero también se dieron cuenta de
las continuidades. En las siguientes líneas desglosaremos este proceso para
acercarnos en mejores condiciones a mutaciones y permanencias que serán
vitales para el desarrollo postrero de las concepciones turísticas modernas.
capítulos, la mayor parte del libro, establecen los marcos referenciales para la
segunda mitad del siglo XX.
La conclusión resume brevemente el recorrido efectuado y recuerda los ejes
que han acompañado la discusión en el texto.
Creemos que este estudio es fundamental tanto para entender mejor los
orígenes de una actividad vital para el Perú como también para ejercer
académicamente una crítica a la incapacidad que hemos tenido en apreciar
los orígenes y el desarrollo del turismo, más allá de algunos datos sueltos y
recientes –muy recientes– con los que hemos querido referir su historia.
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
Las viejas y las nuevas concepciones de la vida
No hay duda de que la sociedad hasta inicios del siglo XVIII estuvo signada
por una cultura muy influida por el pensamiento religioso. La inmensa mayoría
de habitantes del país vivía en medios rurales, dedicados a sus actividades
agrarias, mientras en las ciudades, muy pequeñas, la vida transcurría entre
el trabajo artesanal, comercial, burocrático y religioso. Sin embargo, de esta
escasa población en una ciudad como Lima, por ejemplo, una quinta parte de
sus habitantes se dedicaba a la actividad religiosa (sacerdotes, frailes, monjas)
y otra quinta parte era esclava. Luego estaban los comerciantes, artesanos y
funcionarios del Estado virreinal. La vida pública de estos habitantes transcurría
entre asistir a los ritos religiosos en las numerosas iglesias, conventos y
monasterios que existían en esta como en las otras ciudades; ir a los mercados o
a las tiendas; o participar en las actividades de la vida burocrática.
La religión justificaba la existencia de las personas y le daba un sentido a lo que
se hacía de manera diaria. La ciudad se concebía como un espacio permanente
de trabajo y los fieles como conjunto buscaban teóricamente el bien común. Las
instituciones como el Cabildo, la Audiencia, los gremios y corporaciones debían
ayudar a este ideal envuelto en una vida de sacralidad y de trabajo. Los lugares
de esparcimiento, de distracciones colectivas eran muy escasos incluso para los
sectores altos: alguna reunión familiar, alguna celebración, era poco lo que se
podía conseguir. Las fiestas religiosas, las procesiones o acaso los oficios religiosos
diarios eran espacios más que de distracción, de comunión, de encuentro entre
todos los grupos sociales, mezclados en alabanza de una fe y de creencias que los
unían como comunidad.
Esto, por cierto, no quiere decir que la gente no se divirtiera, pero se trataba de
diversiones que en el espacio urbano eran de cierta manera controladas. En las
procesiones había tiempo para los convites, para la aglomeración en los atrios,
en las naves de las iglesias, para la conversación, para las posteriores danzas y
canciones. En ciertas fechas como la de Cuasimodo, en las navidades, o acaso en
la Semana Santa, había posibilidad de tiempo para la risa, para el desahogo. Pero
también es cierto que las distracciones –vigiladas entre otras instituciones por
hermandades o cofradías, a las cuales los fieles pertenecían, y que fungían como
elementos de contención, de orientación– eran impedidas, así como en la Europa
premoderna, de derivar en actitudes carnavalescas, de ruptura, de mundo al revés,
como Mijail Bajtin y otros han estudiado para distintos lugares (Bajtin 1990; Burke
1978). Aunque había escenarios para diversas actitudes marginales, y las chinganas,
chicherías y alojerías –que abundaban en ciudades como Lima– podían ser espacios El Cementerio General, construido a inicios del siglo XIX (M. A. Fuentes, 1867).
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
para la pelea, para la risa, para el canto y el baile entre indios, zambos, mulatos
o criollos. Pero eran espacios de descanso tolerados en una ciudad concebida –al
menos en las ideas, en las mentes de los funcionarios civiles y eclesiásticos– para el
trabajo y el objetivo de recrear en la tierra la ciudad de Dios.
Pero el siglo fue avanzando inexorable y con él la ciudad de Lima, y las otras
ciudades de manera más lenta, fueron testigos, al lado de estas actividades que
continuaron existiendo, de manifestaciones que claramente iban desacralizando
la vida cotidiana. Las elites, integradas por grupos de criollos y funcionarios
españoles pertenecientes a las actividades burocráticas civiles y eclesiásticas, y al
comercio, encontraron en la aparición de los salones, particularmente familiares,
espacios para la conversación amena, el intercambio de ideas y también para la
risa. Estos espacios privados, modernos, de sociabilidad, permitieron la novedad
de relaciones personales nuevas, directas, de diálogos más pausados al margen
de la calle, el portal o el atrio, la discusión de ideas filosóficas y teológicas, y la
aventura de empresas letradas novedosas. A fines del siglo XVIII, hacia 1790,
se forman sociedades o tertulias literarias que aglutinan a lo más selecto de la
aristocracia criolla y de la burocracia local alrededor de ideales de mejora social.
La Sociedad de Amantes del País es un ejemplo o la Sociedad Filarmónica (1787),
o las publicaciones como Mercurio Peruano (1791-1795).
Lima como espacio urbano fue cambiando y con él la mirada del hombre de
elite. Desde Europa, particularmente de España y Francia, llegan nuevos ideales
y visiones de la vida. A lo largo del siglo se había asistido a estas perspectivas:
valoración por el hombre, por su sabiduría, sed por el conocimiento científico, por
la aventura del viaje de aprendizaje. Mercurio Peruano, por cierto, encarna buena
parte de estos ideales, a fines de siglo, como en menor medida El Diario de Lima
(1790-1793) de Bausate y Mesa o el Semanario Crítico del franciscano Antonio
Olavarrieta (1791); pero también mucho antes la actitud de los funcionarios reales
que llegan a nuestras costas –Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1748), Ruiz y Pavón
(1777-1788) o Alejandro Malaspina (1789-1794), por ejemplo– recogiendo y
difundiendo información valiosa para la buena marcha del Estado. O los científicos
extranjeros, que obtienen autorización de la corona para penetrar en el imperio: la
Misión Geodésica Francesa de 1735-1743, con La Condamine al frente, que traza
y mide la línea ecuatorial; la misión mineralógica de Nordenflicht (1789-1810),
para ayudar al desarrollo moderno de la minería local; o las introspecciones de
Alexander von Humboldt (1801-1802), que recorre algunas regiones de nuestro
país tomando apuntes científicos valiosos. En Lima la elite intelectual también
participa de estos afanes científicos. Hipólito Unanue busca entender el clima de
la capital y su influencia sobre los temperamentos de los limeños (Observaciones
sobreelclimadeLima, 1806),mientras ElDiario deLima informacotidianamente
de la marcha del Estado, toma pulso permanente a la temperatura y clima de
la costa central, y nos muestra los datos de una sociedad en movimiento (sobre
todo comercial). Mercurio Peruano publica novedosas monografías sobre
minería, clima, temperaturas, estadísticas de la vida institucional pública limeña
y presenta datos sobre lugares y valles remotos del país. En suma, va tejiendo una
geografía del país, va difundiendo entre los letrados suscritos a la revista –unas
500 personas– una cierta idea del Perú.
La “idea del Perú”, frase famosa que luego se volvería recurrente. Incluso desde el
Estado, en donde hay la intención de seguir estos afanes científicos, se decide darle
mayor publicidad, sea a través del impreso oficial, como fue la Gaceta de Lima
(desde 1744), o a través de labores de confección y difusión de información sobre
el virreinato y sus peculiaridades. En esta perspectiva, debemos señalar la labor
del Cosmógrafo Mayor del reino que cada año, regularmente, publicaría desde
1799 el Almanaque Peruano y Guía de Forasteros, suerte de compendio de datos
dirigido a comerciantes, funcionarios y otros letrados que necesitaban, por sus
Vista del Puente de Lima, según M. A. Fuentes (1867).
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
actividades, enterarse de quién era quién en el aparato estatal –político, militar
y eclesiástico–. También susceptible de ser leído por algún forastero de paso por
el país, comprendía una primera parte de datos meteorológicos, calendario de
fiestas religiosas, datos útiles dentro del país, antes de presentar en una segunda
parte una guía sobre el Estado, sus funciones y personajes1
.
Las guías de forasteros tienen su origen en el mundo hispánico hacia el siglo XVII,
pero se vuelven populares en el siguiente. Bajo un formato estándar informan a la
población destinataria sobre el funcionamiento de las estructuras políticas del país,
pues –como se ha dicho– su fin es ilustrar, alentadas por una corona deseosa de que,
además de proporcionar información, se legitime un discurso de unidad y orden.
Solo a mediados del siglo XIX sufrirán modificaciones estas guías, dando paso a un
cierto tono creativo. Para algunos fueron los antecedentes de las modernas guías de
turismo (Cuéllar 2014: 176-201). Hipólito Unanue como Cosmógrafo Mayor editó
entre 1793 y 1797 la Guía Política, Eclesiástica y Militar del Virreynato del Perú,
planteando en general una idea del país y una cronología de hechos históricos,
pero no un calendario en el sentido estricto del término. Luego expuso los datos
consabidos de la estructura del Estado peruano (Unanue 1797). A partir de 1799
el Cosmógrafo Gabriel Moreno comienza la publicación del Almanaque peruano
y guía de forasteros, y lo hará por muchos años (Moreno 1802, 1804, 1806). Con
él la estructura del almanaque y guía adquiere una estandarización, como en otros
lugares de América, siguiendo el patrón descrito de dos partes inalterables. Por
ejemplo, el de 1803 trae, aparte de información inicial meteorológica y calendario,
solo unas peculiares noticias geológicas; para luego anexar los tradicionales estados
político, religioso y militar del reino. El de 1805 en lugar de noticias geológicas trae
noticias cosmológicas como única novedad. El de 1807 un elogio a un profesor de
matemáticas y noticias sobre vacunas. Entre 1812 y 1814 hemos estudiado tres
almanaques del sacerdote Francisco Romero, que como Cosmógrafo continúa esa
práctica (Romero 1813). Hacia 1815 este compendio se edita bajo el cuidado del
nuevo Cosmógrafo, José Gregorio Paredes. En general con ese título el Almanaque
se publicó anualmente entre 1799 y 1821.
1 Pedro Peralta y Barnuevo, José de Mosquera y Villarroel, y Juan Rehr publicaron calendarios con pro-
nósticos del tiempo, eclipses y fiestas en la primera mitad del siglo XVIII. Se tienen registradas, entre 1733
y 1798, publicaciones anuales de estos conocimientos de los tiempos, con un claro tránsito hacia las guías.
Así el Cosmógrafo Mayor don Cosme Bueno publicó entre 1757 y 1798 El conocimiento del tiempo, con in-
formaciones astronómicas, meteorológicas, guía de forasteros y una buena descripción geográfica del país
(Morales Cama y Morales Cama 2010).
Guía de Unanue de 1797 y Almanaque peruano de 1803 y 1812.
La sed de conocimiento, por parte de la elite y de los funcionarios del Estado,
estaba llevando entonces a una mejor comprensión del país. Aunque es bueno
decir que los destinatarios de estos documentos eran preferentemente ellos
mismos. Los forasteros de paso por el virreinato, sea por cuestiones mercantiles
o por afán científico o de servicio al Estado, eran muy pocos. Servía para reforzar
una identidad de grupo y un conocimiento sobre su propia tierra.
Un país complejo: caminos y hospedajes
A fines de la época virreinal el grueso de la población (un 80%) vivía masivamente
en los medios rurales, sobre todo en el campo serrano. La costa estaba entonces
muy poco poblada: la costa rural, de pequeños valles entre desiertos y lomas,
estaba regada de haciendas y parcelas agrícolas, habitadas, por ejemplo en la
parte central y norte, por mucha población negra –la mayoría en condición
de esclavitud–, así como por población mestiza e indígena. Las ciudades, muy
pequeñas –Lima tenía 50 mil habitantes y Piura, Lambayeque, Trujillo, Ica y
Moquegua apenas entre 2 a 12 mil habitantes-, eran básicamente núcleos urbanos
dedicados a ser residencias de familias importantes de la región, así como lugares
dedicados al comercio y la producción de artesanías necesarias para la vida.
Mientras en la sierra, por otro lado, la presencia de la comunidad indígena era
manifiesta, al lado de pequeñas haciendas y otras propiedades particulares. Se
calcula que había más de cinco mil comunidades en todo el país, y en ellas o en las
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
haciendas habitaba buena parte del total de la población indígena. Las ciudades
de sierra –Arequipa, Cajamarca, Jauja, Tarma, Huamanga, Cuzco, Puno– eran
un poco más grandes que la mayoría de las de la costa, pobladas por mestizos e
indios, dedicados igualmente al comercio, la producción artesanal, cuando no
a las actividades burocráticas de la vida civil o eclesiástica. La Amazonía recién
se conocía, y salvo las misiones religiosas –en Amazonas, San Martín, Ocopa o
el Urubamba– y algunos poblados en la selva alta norte o central –Moyobamba,
Huánuco–, era considerada una zona de frontera, peligrosa y de difícil acceso.
Este país, de geografía tan compleja –la costa casi desértica, la sierra de grandes
montañas y quebradas, la selva de bosques frondosos–, no solo estaba poco
poblado, sino que además las distancias –según diversas visiones de la época– se
hacían interminables: los desiertos costeños eran inacabables, la penetración a
los Andes, subiendo a dos, tres o cuatro mil metros de altitud, se volvía fatigosa,
epopéyica y compleja. Para los viajeros, sobre todo comerciantes que con sus
recuas de animales recorrían los caminos, era una tarea titánica desplazarse
durante diez o quince días por caminos tortuosos, jalando sus animales y
cargas, a veces exponiéndose –sobre todo en los caminos costeños, cercanos
a las ciudades– a la violencia de los bandoleros –asaltantes de caminos–, pero
por sobre todo acostumbrándose en esas largas jornadas a una soledad casi
absoluta, a compartir con el ayudante o el eventual compañero lo único que
podía ilusionarlos: llegar a un tambo, comer algo para combatir el martirio del
viaje y continuar hasta la ciudad de destino.
Los caminos eran de herradura, desnivelados, hechos para las bestias de carga
antes que para el hombre. Apenas marcados, y en la costa con solo la huella
dejada por los anteriores viajeros entre la arena del desierto, eran más o menos
los mismos desde hacía siglos. Algunos databan de la época prehispánica –como
ciertos tramos del Qapaq Ñan-, otros habían sido creados posteriormente, pero
en general eran pocos estos trazos a inicios del siglo XIX. En verdad más que
resultadodeunaconstrucción,muchosdeelloshabíansurgidodelpropiotránsito
de los comerciantes y funcionarios, quienes finalmente volvían tradicional el
recorrido. Trayectos a pie, en bestias de carga y a veces en carretas eran lo único
que enlazaba al país. Los principales caminos eran los de la costa, que recorrían
todo el litoral, desde Tumbes hasta las alejadas zonas de Tarapacá, ya en el
extremo sur. De esta manera se unía Lima con Trujillo y Piura por el norte, o por
el sur Lima con Cañete, Chincha, Ica o Arequipa. También había caminos que
recorrían longitudinalmente la sierra, desde Zepita (Puno), pasando por Cuzco,
Huamanga, Huancavelica, Cerro de Pasco, Huaraz, Cajamarca, etc. Y por cierto
toda una serie de caminos que enlazaban los centros poblados de la costa con
los poblados o centros de producción de la sierra. Uno salía de Lima, por Lurín,
subía hasta Huarochirí y luego alcanzaba la sierra central para tomar después
los caminos longitudinales; otro iba hasta Lunahuaná y de allí a Huancavelica y
Huamanga; otro salía hacia San Pedro de Carabayllo y subía luego por la sierra
de Lima hasta llegar a otra porción de la sierra central; en fin, había caminos
que enlazaban Arequipa con Puno o con Cuzco, Ica o Cañete con la sierra de
Ayacucho o con la de Junín, Lambayeque con Cajamarca, etc. Los arrieros,
aquellos comerciantes itinerantes que se dedicaban a llevar o traer mercancías
entre ciudades, sabían a la perfección qué caminos tomar y cuándo usar otros
alternativos, según las circunstancias climatológicas o los problemas sociales
que pudieran encontrar.
Recorrer estos caminos dependía mucho de la prisa, del esfuerzo u objetivos del
comerciante o del viajero. El trayecto entre Lima y Cuzco, por la sierra central
y luego por Huancavelica y Huamanga, bien podía llevar desde mes y medio
hasta tres meses o más, según las paradas y descansos que se hicieran en cada
ciudad por la que se pasaba. Por supuesto, a galope de caballo, el correo hacía
ese recorrido en doce días. Igual tiempo para unos o para otros podía llevar el
recorrido entre Lima y Piura.
Por otro lado los caminos principales estaban regados de tambos cada cierta
distancia, tal vez a una jornada a caballo. Había muchos en la ruta de Arequipa
a Puno o de Arequipa a Cuzco, o entre estas dos ciudades serranas, por ejemplo.
Como también entre Lima y la sierra central o a lo largo de la costa. En la ruta
de Huamanga a Cuzco, que llevaba ocho jornadas, había siete tambos; en la de
Huamanga a Palpa otros siete, y ocho si era hasta Ica; de Huancavelica a Ica se
hacían seis jornadas visitando cinco tambos y el propio existente en la ciudad
de destino (Urrutia 1983: 48-54; Valderrama y Escalante 1983: 69). El tambo
básicamente consistía en una o dos edificaciones precarias, administradas por
una familia, donde podía encontrarse algo de comida, un lugar de descanso para
el comerciante y forraje para los animales. Además de estos humildes albergues,
desde 1768 se había creado una Administración General de Correos, teniendo
rutas que cubrir en sus enlaces: las llamadas carreras. Había una a lo largo
de la costa, otra que conectaba Lima con Cuzco, y una tercera que conectaba
la capital con Cerro de Pasco y Huánuco, en la selva central. Desperdigadas
para cubrir esas rutas, había postas –también llamadas pascanas o paradores–
para el correo, donde el viajero anónimo podía conseguir algo de comida o
alojamiento. Alonso Carrió de la Vandera, que recorrió la ruta de Buenos Aires
al Cuzco en 1773, se dio cuenta de lo frágil de toda esta infraestructura. Su
descripción de cada región, de cada lugar de descanso y las fatigas del viaje es
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
una crónica vívida del significado de estos desplazamientos a fines del periodo
virreinal (Carrió de la Vandera 1773).
Esta realidad de infraestructura terrestre era complementada por los enlaces
navieros que existían a lo largo de la costa. Hasta 1840, cuando apareció la
navegación a vapor, había pequeños barcos veleros que unían los distintos
puertos de la costa. Demoraban dos días en recorrer la distancia del Callao a
Pisco, dieciocho para llegar a Arica, cuatro a Huanchaco o seis a Paita (Basadre
1983, I: 136). Eran naves que transportaban pasajeros y carga entre los puertos
costeños, contribuyendo en algo a enlazar el litoral. Si no eran usados para el
transporte de mercancías lo eran por comerciantes y funcionarios deseosos de
viajar un poco más rápido, a pesar del costo superior que les suponía.
Si los caminos eran harto difíciles para un viajero, descansando en tambos
y postas, tampoco era mejor su situación al llegar a las ciudades de destino.
Fueran de costa o de sierra no había mayores diferencias para el arriero y
sus ayudantes, o para el comerciante que iba a hacer negocios específicos:
hospedarse en un tambo urbano y pasar de uno a tres días antes de volver a
partir. Allí comería, dejaría a sus bestias de carga descansar y pastar, y sería
su lugar de trabajo. Había cantidad de tambos en todas las ciudades –Lima,
Arequipa o Cuzco–, en los barrios o en la periferia. Si se conocía a alguien, un
familiar, un compañero de negocios o un compadre –y los comerciantes tenían
muchos, regados por los pueblos– se alojaría en la casa de estos por el tiempo
requerido.
En cambio, para los comerciantes más acomodados o para los funcionarios
públicos y eclesiásticos en viaje, o para los científicos que por sus misiones
debían visitar estas ciudades, las posibilidades eran más amplias: alojarse en
casa de algún vecino, sea como invitado, tomando una pensión o alquilando
un cuarto o un “departamento” –habitación con baño y tal vez una pequeña
salita– en alguna casa cuzqueña, arequipeña o huamanguina. La vida se haría
más llevadera y sería libre de comer en esa casa o buscar comida en la ciudad.
También, por supuesto, existían los que se hospedarían o comerían en lugares
diseñados para este tipo de viajeros.
En las grandes ciudades del país –Lima, Arequipa, Cuzco, Trujillo, Huamanga
y muy poco o nada en el resto de pequeñas ciudades– había posadas
específicas: los bodegones o fondas, que ofrecían albergue y comida, con
establo para los animales, las cabalgaduras y espacio para los sirvientes:
“lugar para la recepción, el descanso y el alojamiento de aquellos que van de
viaje” (Khatchikian 2000: 80). Allí los viajeros, comerciantes o funcionarios
de paso compartirían vivencias con otros personajes de la ciudad que acudían
a estos lugares en procura de comida. Por cierto, si no quisiesen comer allí
sus alternativas eran amplias dada la existencia de picanterías, que las había
muchas en Cuzco o Arequipa por ejemplo, así como de chicherías, pulperías y
chinganas. Hacia 1752 se decía que en Arequipa funcionaban más de tres mil
chicherías (Chambers 2003: 124).
Fiestas religiosas, ferias y diversiones
Las diversiones públicas en las ciudades y fuera de ellas eran variadas según los
lugares. Todavía primaba, a diferencia de Lima, la importancia de la religión
en muchos de ellos, y las fiestas de la Epifanía, Pascua y Semana Santa, Corpus
Christi, Asunción de la Virgen, Día de Todos los Santos, Inmaculada Concepción
o Navidad eran propicias para ser espacios de encuentros familiares y de regocijo
popular. Unidas a otras celebraciones en honor a santos y o a efemérides civiles
–natalicio del rey, jura de lealtad, etc.– permitían la congregación de la gente
en templos y plazas, para luego trasladarse por las calles donde se visitaban los
altares levantados por las cofradías, se escuchaba a los músicos en sus serenatas
y se terminaba casi siempre en una picantería o una chichería, en una pelea
Martes de Carnaval de Arequipa, según grabado de P. Marcoy (1869).
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
de gallos, en una corrida de toros, en sitios de juegos de azar o contemplando
los fuegos artificiales (Chambers 2003: 133). Una festividad muy celebrada en
Arequipa era la de carnavales, tras el tiempo de Cuaresma, donde la gente se
concentraba en las calles y tiraba huevos y pinturas.
Así pues, picanterías, chinganas o chicherías eran los lugares –como las fiestas
callejeras– para el encuentro popular, el alcohol, la algarabía y a veces la violencia,
diversiones urbanas públicas muy de antiguo régimen, pero que contrastaban con
la sociabilidad de las clases altas, ancladas en la reunión familiar, en la comida
o agasajos a invitados, como era común en casi todas las ciudades importantes
del país, a veces matizados por la lenta aparición de una vida de salón –tomar
el chocolate, compartir un momento de ocio–, como se empezó a generalizar en
Arequipa, por ejemplo, al final del periodo virreinal.
Igual que en los espacios urbanos, en el campo primaban también las fiestas de
santos patronos, las peregrinaciones y el culto religioso como expresiones de
la sociabilidad de la gente, de confluencia y de renovación de los compromisos
de los fieles, donde las individualidades se disolvían en pro de la comunidad.
Por cierto, cada ciudad o región tenía sus marcadas diferencias, según los ciclos
agrícolas o las devociones locales, pero en general hay que advertir la importancia
manifiesta de lo religioso a fines de la época colonial en esos lugares, lo cual
no significa que no hubiera espacio para alguna forma de sociabilidad distinta,
aunque fuese escasa.
Para los pocos viajeros que no eran comerciantes –funcionarios o acaso algún
científico–, ¿qué lugares de diversión o de encuentro se les abrían en estas
ciudades o en estas regiones que visitaban? Seguramente si estaban en Cuzco,
Arequipa o Huamanga sus amigos los llevarían a visitar iglesias, a comer en
alguna picantería o si estaban específicamente en Arequipa tal vez a la campiña
buscando explorar los extramuros de la ciudad. En Cuzco o Cajamarca sería de
interés algún lugar arqueológico. Aunque todavía sin la persistencia que veremos
luego, a fines del periodo colonial se van configurando dos espacios novedosos
para el forastero ignoto: visitar la ciudad en sí, como espacio de conocimiento
o visitar la naturaleza o los sitios arqueológicos de los alrededores. ¿Hay algún
interés por la multitud, distinto al de las procesiones, del mercado, del espacio
urbano tradicional? Por ejemplo, ¿por los congregados en las ferias rurales? Había
muchas ferias o lugares de encuentro mercantiles en pequeños pueblos y grandes
ferias regionales anuales, como la de Huancayo –ciudad que empieza a crecer a
fines del siglo XVIII, a mitad de camino entre los tambos de Jauja y Huambo–; la
de Santiago de Cocharcas o la de Atunsulla en la actual Ayacucho; la de Tungasuca El Paseo de los Descalzos, según M. A. Fuentes (1867).
y Coporaque en Cuzco; o la de Vilque, en Puno, que congregaba a comerciantes
de toda la macrorregión sur. ¿Hay algún interés por ellas? Son ferias ubicadas en
cruces de caminos estratégicos, anuales, que funcionaban a la par del calendario
religioso y agrario de los pueblos. Por ejemplo, el domingo de Resurrección se
realizaba la feria de Acuchimay en la región de la Huamanga colonial, que como
las de Matará, Chupas, Ungahuasi o Coracora, atraía a muchos comerciantes y
mercancías de la costa, sierra central y sur (Urrutia 1983: 47-64). O la de Vilque,
en Pentecostés, a donde llegaban comerciantes tanto desde la sierra central o la
costa sur como de Salta, Tucumán y Jujuy en la actual Argentina. El interés es
nulo todavía en nuestro visitante ignoto, que básicamente se circunscribe a los
pequeños espacios circundantes de su momentáneo lugar de residencia. Estamos
hablando, además, de unos cuantos visitantes con este rasgo definido, como ya se
dijo, a fines del periodo virreinal.
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
Los lugares y momentos de las diversiones públicas limeñas
La ciudad de Lima como espacio urbano cambia aceleradamente a mediados del
siglo XVIII. Hasta entonces era una urbe amurallada que más o menos había
permanecido así desde hacía más de un siglo. Comprendía un sector urbano
central, el barrio de San Lázaro –en el Rímac– y parte de Santiago del Cercado,
en los extramuros. Como ya se dijo, la vida religiosa colmaba la ciudad, y la vida
pública se restringía a las fiestas religiosas y a espacios de diversión momentáneos
como las que ocurrían en mercados, alojerías, chinganas, picanterías o chicherías,
estas últimas muy de raíz popular. Entonces, dos sucesos cambiarían las cosas: el
terremoto de 1746, que destruyó gran parte de la ciudad, y la labor que se efectuó
particularmente durante el largo gobierno del virrey Manuel Amat y Juniet (1761-
1776), consistente en una serie de obras públicas que buscaron crear nuevos
espacios de diversión y distracción para la población.
Efectivamente, tras el terremoto, la nueva dinámica se comprobó de inmediato
con el traslado del viejo local del teatro a un nuevo emplazamiento (1749), seguido
ya en tiempos del virrey Amat con su mejora y con la construcción del nuevo
Coliseo de Gallos (1762) en la plazuela de Santa Catalina, cerca de la muralla
(Aragón 2004: 367). Así empezaba, desde la esfera civil, el reordenamiento de las
diversiones pues, por ejemplo, las peleas de gallos, organizadas por las plebes, se
hacían en todo lugar y de manera desordenada. Habría ahora un recinto cerrado
para ir y visualizar el espectáculo, y abrirlo a otros sectores sociales, ya que “en
algunos días suele ser crecido el concurso de todas las clases”, según refería en
una crónica el Mercurio (6, 20-I-1791: 42). Luego seguirían la construcción de
la Plaza de Toros de Acho (1768), el Paseo de Aguas (1770), la Alameda de Acho
(1773) y la reparación de la Alameda Vieja. Obras todas efectuadas durante el
gobierno de Amat y Juniet y en el espacio del quinto cuartel o barrio de la ciudad
–el actual distrito de El Rímac–, la zona de la ciudad que se proyectaba en su
expansión hacia los Andes cercanos.
Estas obras llevaron a la creación de un espacio geográfico continuo y definido
nunca antes visto, propio para las diversiones de los habitantes de la ciudad. Que
permitía a todos los sectores sociales, en mayor o menor medida, participar de
ellas y desarrollar un ocio moderno. Para las elites el paseo por los Descalzos se
volvió una diversión urbana para la cual se preparaban con mucha dedicación.
Era de una asistencia casi obligada, especialmente los domingos o en Año Nuevo,
o en Reyes, o en alguna festividad tradicional. Entonces se llenaba el lugar de
coches y calesas, con los hombres mostrando sus mejores trajes y las mujeres sus
vestidos más elegantes, para diferenciarse entre tanta gente distinguida. Aunque
el recato tradicional limeño, contra el que se sublevó luego el ilustrado Rossi y
Rubi desde las páginas del Mercurio Peruano, hacía que la gente no saliera de
sus calesas y conversara entre sí a través de las ventanas, pues pasearse a pie era
muy mal visto. Otro sitio para divertirse era la Alameda de Acho, en Piedra Liza,
un lugar más tranquilo.
Pero como hemos mencionado, el espacio de diversión y esparcimiento superó el
marco urbano y se proyectó hacia la zona rural cercana: Amancaes. A diferencia
del pasado, cuando se tenía miedo de traspasar los marcos de las murallas por
los constantes asaltos y el bandolerismo en las chacras aledañas, los limeños
empezaron a visualizar Amancaes como un espacio propio, prolongación del
descanso y la diversión frente a los días de trabajo. Así la gente podía acudir
entre junio y septiembre a estas pampas, tanto como pasear en la concurrida
Alameda Vieja o de los Descalzos. Dice Joseph Rossi y Rubi, en su artículo “Idea
de las diversiones públicas de Lima” (Mercurio, 4, 13-I-1791) que las salidas a
las pampas de Amancaes eran extraordinarias en tiempos de lomas, cuando
reverdecían colinas y quebradas, y florecían los campos: “estas diversiones, por
Alameda de Acho, según M. A. Fuentes (1867). Paseo en la Alameda Nueva, detalle de J. M.
Rugendas (1975).
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
lo que tienen de rural, deleitan y no tienen malas consecuencias, sino cuando hay
exceso de comida, y cuando media la determinación de dormir a cielo raso, o en
un ranchito”, y entonces puede haber “confusiones” (Ibíd.: 36). Acudía tanto la
gente de la aristocracia criolla como mestizos e incluso indios, aunque es verdad
que algunos de estos últimos en condición de sirvientes o para vender sus picantes
y otras viandas a unos limeños deseosos del descanso placentero, de salir de la
rutina y de merecido solaz al aire libre.
Por cierto, este cambio urbano llevó a una valoración urbanística de El Rímac,
que fue el destino de la inversión privada: en 1770 comenzó la construcción de la
Quinta de Presa. Nuevos aires, despercudidos de la religión, se alzaban entre las
iglesias y conventos (Ramón 1999: 295-324). La vieja ciudad colonial, donde cerca
de un tercio de edificios era religioso, se abría a una nueva dinámica. Apareció con
el Teatro de Comedias un nuevo hábito por el ocio cultural, aunque el Mercurio
se quejaba de que los gustos plebeyos todavía predominaban en él; como también
en la diversión que se daba en la Plaza de Toros, donde los aristócratas podían ir
elegantes –mostrándose ante los demás– pero al mezclarse con los vendedores
de agua, existentes entre gente tan variada, arriesgaban su seguridad. La elite
disponía también de un salón de juego de pelota para su distracción, lugar
más bien apartado del tumulto popular (Mercurio, 4: 28-29). Completará esta
transformación, a fines de siglo, la creación del Jardín Botánico. Como decía el
propio Amat y Juniet, se trataba de crear espacios para el “desahogo de los ánimos
en (los) tiempos que se conceden al descanso” (Amat y Juniet (1947 [1776]): 169).
Sin embargo, este surgimiento de las modernas diversiones públicas va
acompañado todavía de la intensidad de las viejas fiestas religiosas. En estos años
obispos y otros eclesiásticos luchan por evitar su desborde e impedir que estas se
conviertan también en ocasiones de diversión públicas modernas, desacralizadas.
El arzobispo de Lima, Pedro Antonio Barroeta (1751-1758), ordenó que en las
procesiones,entierrosydemásfiestasreligiosassesuprimieranlosbailesymelodías
profanas, siendo sustituidas por música sacra y cantos gregorianos. Uno de sus
sucesores posteriores, Bartolomé de Las Heras (1806-1821), participó igualmente
de estas ideas. Era la tendencia de la época, y en Trujillo, el nuevo obispo Baltasar
Jaime Martínez de Compañón (1779-1790), a través de sus constantes viajes
por su dilatada diócesis, que abarcaba todo el norte del Perú, buscó asimismo el
control moral de las costumbres; como lo hizo el obispo de Arequipa, Pedro José
Chávez de la Rosa (1788-1809), con una campaña para reformar las costumbres
de la feligresía. Como expresó el obispo José Carrión y Marfil: los responsables
del nacimiento de estas nuevas tendencias que se combatían eran claramente “la
libertad francesa, sus traducciones y exposición halagüeña de las pasiones” y la
llegada de extranjeros, con sus cómplices, los funcionarios (Odriozola 1863, I:
240-247).
Sin embargo, era imposible no entender que la ciudad sufría una interesante
modificación en su dinámica. Podemos decir que se abren no solamente nuevos
espacios de diversión pública, sino que estos refuerzan una nueva sociabilidad
urbana. Como decía Rossi y Rubi, se notaban los cambios y en los nuevos cafés que
existían en la ciudad se asistía no solo a almorzar sino también a discutir, como en
Europa, y había motivos de sobra, pues el Mercurio o el Diario de Lima, daban pie
para una variada conversación entre los letrados. Hacia 1791 había en Lima cinco
cafés, habiendo sido creado el primero en 1771: eran los situados en las calles de
Santo Domingo, La Merced, Bodegones, Plumeros y Del Rastro. Había mesas de
billar y de trucos, se servían helados y todo tipo de bebidas, llenándose de personas
en las mañanas y a la hora de siesta (Mercurio, 12, 10-II-1791: 110). Al parecer
hubo más cafés que los referidos, la mayoría regentados por extranjeros, sobre todo
franceses o italianos, que habían traído el gusto por estos recintos y por esta bebida,
que se ofrecía con cada vez mayor intensidad. En 1815 los cafés eran ocho y estaban
Tapadas en la Alameda, detalle de J. M. Rugendas (1975).
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
en las calles de Bodegones, Santo Domingo, San Agustín, La Merced, El Puente,
Abajo el Puente, Mercaderes y la Inquisición (Holguín 2013: 30, 54).
También se combinaban tales lugares de diversión con diversas alojerías, donde
se servían mates o aloja, un tipo de bebida dulce muy consumida en aquellos años
entre los sectores altos de la ciudad; y por cierto se combinaban con chinganas,
pulperías y chicherías, lugares de congregación de los sectores populares de la
ciudad. Las chinganas y pulperías estaban regadas por la ciudad y en el barrio de
Santa Ana no había calle que no tuviera alguna. Se reunían negros, indios, mestizos
o criollos pobres, siendo cotidianas tanto la violencia como la risa (Cosamalón
1999: 205-220). La gente, por sus actividades y necesidades de ocio, buscaba estos
lugares de encuentro al margen de su casa o trabajo, para tomar una bebida o alguna
colación ligera. La necesidad de una comida más consistente para comerciantes,
transeúntes o funcionarios de paso por la ciudad llevó a que surgiera una gran
cantidad de bodegones –lugares donde se comía lo que hubiera o lo que se podía
preparar–, mesas redondas (como pensiones, comida a precio fijo para comensales
fijos), o cocinerías, no siempre permanentes, que ofrecían platos más modestos
para un público también popular. Complementaban ello las picanterías, ya muy
numerosas en Lima.
Las zonas comerciales como El Rímac, las zonas cercanas a las entradas de la
ciudad, allí donde hubiera movimiento humano se llenaban de estos lugares,
algunos con sitio fijo otros con carácter ambulatorio –pensando en las modestas
cocinerías o picanterías–.
Solo al final de este periodo aparecen en Lima las fondas, que reemplazan a los
bodegones. Ofrecían alojamiento y comida. Ello ocurre luego de 1778, siendo
ejemplo la de la calle de Petateros, cercana a la Plaza Mayor; o la de Cayetano,
hacia 1806, que al parecer servía muy buena comida. Hacia 1815 había muchas
otras como las de las calles La Merced, Mantas, Ánimas, Pescadería o Abajo el
Puente, o la del Caballo Blanco, en Lártiga.
Así pues, se multiplicaban los espacios y los lugares para la distracción, sea para
los paseos, sea para la conversación, sea para comer algo o para alojarse. Eso
sí, estaban destinados al deleite y satisfacción de los propios habitantes de la
ciudad. Los forasteros –personas de paso, que por breves días o semanas estaban
en la ciudad– eran muy pocos, como se mencionó. Algún comerciante, que se
alojaba en un humilde tambo en la periferia o en una fonda, y que comería en una
picantería o en una mesa redonda, o acaso en la misma fonda. O algún científico o
funcionario real, que también se hospedaría en fondas o comería en estos lugares,
si es que por su prestigio no lo haría en la casa de un vecino de cierto nombre en la
ciudad. En todo caso recorrería las calles, las iglesias e iría, con el resto de vecinos,
a los espacios públicos de diversión recién establecidos.
Una precisión de contraste
El humanismo y los viajeros hicieron posible conocer, entre los siglos XVI y XVII,
algunos lugares de Europa y apreciarlos (como quedó registrado, por ejemplo,
en el Diario de viaje de Michel de Montaigne), así como la imprenta permitió la
aparición de textos que hoy pueden considerarse antecedentes de las primeras
guías, como la Guía de caminos de Francia de 1552, Viajes en Francia, realizada
para conocimiento y comodidad de franceses y extranjeros de 1589, o el Fiel
conductor para los viajes en Francia, Inglaterra, Alemania y España en 1654 de
Coulón, con descripción de caminos, hospedajes y sitios de interés; aunque estos
textos pueden considerarse como fruto, desde el siglo XVI, de los constantes viajes
que los aristócratas jóvenes ingleses –promovidos por la corona– realizaban al
continente europeo, buscando conocer las culturas y las organizaciones políticas
de dichos lugares. Aprendizaje para la vida diplomática y política, estos viajes
podían ser el petit tour, que comprendía París y el sudoeste de Francia; o el grand
tour, que luego de desembarcar en Calais, ir a París, al sudeste, al Mediodía –el
Midi– y a la Borgoña se extendían a Italia, Alemania y Europa Central. “Faire le
grand tour”, fue una frase a partir de la cual derivarían a inicios del siglo XIX los
términos “turista” y “turismo”.
Es en el siglo XVIII cuando se consolida el grand tour –algunos lo ven como
el recorrido Calais-Roma– y entonces se vuelve normal ver por los caminos
al “inglés viajero”, que de acomodada posición económica exigía hospedajes
cómodos y seguros en su ruta, contribuyendo a elevar los estándares de los
establecimientos y a la mejora de los caminos. Según Edward Gibbon en 1785
unos 40 mil ingleses, entre amos y sirvientes, se movían en las rutas (Bertrand
2002; Black 2003; Boyer 1997 y 2002: 13; Khatchikian 2000: 70-71; Towner
1985; Withey 1997).
La invención inglesa del tour no es gratuita. El modelo educativo inglés del
siglo XVIII veía en el viaje un elemento fundamental de la formación, que daba
carácter al aristócrata. Luego el modelo fue imitado por otras aristocracias
europeas, en viaje por Francia o Italia (Boyer 2002: 18).
Paralelo a este turismo de movimiento, se consolida para el mismo siglo un
turismo restringido a un espacio concreto: en la primera parte del siglo el de los
baños termales y luego un turismo de naturaleza y de mar.
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
El interés de las clases altas por los baños termales es muy anterior al siglo XVIII,
pero es en estos años cuando despierta un renovado interés, en un contexto de ver
a la naturaleza de manera distinta y complementar la curación de enfermedades
con la necesidad del descanso. En Bélgica florece Spa, pero fue en Gran Bretaña
donde la “revolución de Bath”, en palabras de Marc Boyer, a inicios de la centuria,
se convirtió en modelo para otros lugares de Europa: transformar sus fuentes de
aguas medicinales en estaciones de lujo. La nueva y vieja aristocracia, y también la
naciente burguesía, concurrían a Bath, balneario convertido en un laboratorio social
de descanso. Reuniones sociales, bailes y juegos de azar daban el marco para este
tipo de prácticas. Pronto aparecieron las estaciones de Baden-Baden, Hombourg,
Kissingen, Montecatini o Aix-en-Savoie en Europa continental. Se inauguró con
los años una auténtica temporada estival (como época de descanso) alrededor de
las aguas y los baños. Cuando a comienzos del siglo XIX Bath estaba cambiando
su identidad para convertirse en una ciudad residencial y de jubilación –proceso
que marca su decadencia– surgieron nuevas ciudades spa como Cheltenham,
Leamington y Harrogate. Hay pues un factor de descubrimiento territorial a partir
de la búsqueda y desarrollo de estos lugares (Borsay 2000 y 2000a: 3-17; Boyer
2002: 19; Jarrasé 2002: 33-49; Davis y Borsali 1996; Neale 1981).
Las estaciones tuvieron una clientela de rentistas. En las listas de visitantes de
estas, el 85% lo conformaban rentistas o propietarios, de edad muy diversa. Una
décima parte estaba compuesta por clérigos, hombres de leyes y oficiales. Los
comerciantes e industriales eran una minoría (Boyer 2002: 21).
La historiografía no británica ha realzado que los británicos no fueron los únicos
inventores de este tipo de turismo, puesto que los suizos también jugaron un
importante papel. Se ha notado cómo diversos pensadores ilustrados –como
Rousseau– exaltaron a la montaña, a la Suiza mítica, consagrándose lugares que
empezaronaservisitadoscomoloslagosdemontaña,lascascadasyloscircos,cuya
atracción aumentó desde finales del siglo XVIII, aunque en todo momento ligada a
una mirada cultural, civilizada, pues se descartaba –a diferencia del romanticismo
posterior– la naturaleza pura o salvaje. La “invención” de los glaciares y del Mont-
Blanc fueron novedades esenciales. Se debe mucho a los ingleses, pero también a
los suizos de Ginebra y de Zurich. Pronto las posibilidades se fueron ampliando:
los valles del Rin y del Ródano, así como los Pirineos se convirtieron en nuevos
atractivos, o resurgieron viejos lugares (Vaucluse, la Grande Chartreuse). (Boyer
2002: 19; Jarrasé 2002: 37-38; Tissot 2003).
El invierno en el Midi fue una invención británica, a fines de ese siglo XVIII, en
un espacio geográfico que cubre Niza y Hyères. Acompañado de la contemplación
de la naturaleza, de los naranjos aclimatados, de octubre a abril el invierno en el
Midi se convirtió en la temporada que atraía a los rentistas más ricos; no en mayo,
pues para la “gente del mundo” no era conveniente ni concebible pasar el verano
en Niza, Hyères o Cannes. Así, las estaciones invernales se multiplicaron por la
Riviera: Cannes, Menton, Gras, San Remo. Otras se crearon en el sudoeste (Pau,
Arcachon), en la costa italiana y más lejos aún (al oeste: Mallorca, Málaga, Estoril
y Madeira; al sur Córcega, Malta y Argelia; y al este Corfú y Egipto) (Boyer 2002:
20-21; Khatchikian 2000: 177-179).
El siglo se teje de guardianes culturales, de “gate-keepers” como los denomina
Marc Boyer, visionarios y emprendedores como Richard Nash, Windham, Smolett
o Sterne, que proponen prácticas de ociosidad, migraciones codificadas y lugares
de excepción, en la época del grand tour, ampliando los horizontes del turismo.
“La revolución turística del siglo XVIII es contemporánea de la revolución
industrial. No es, por tanto, su hija. Los descubrimientos turísticos de esa centuria
no derivan de los progresos técnicos de esa época, ya que no fueron hechos por
clases ascendentes que entonces se enriquecieron en los negocios y en la política.
Al contrario, las invenciones del turismo fueron hechas por privilegiados de
nacimiento y también de la cultura” (Boyer 2002: 21).
Como John K. Walton (1983) y Fine y Leopold (1990: 151-179) lo han aseverado,
hay que aprender entonces a disociar un proceso del otro.
Pero ¿cuánto de todo ello podemos verificar para el caso peruano? Llegados
a 1821 y al momento de la independencia política del país se ha asistido a una
transformación cotidiana interesante en un espacio urbano como el de Lima, con
el nacimiento de diversiones públicas nuevas que conviven con las tradicionales
religiosas. Hay un nuevo sentido del ocio que no queda sin consecuencias, ligado
a los sectores aristocráticos, pero que de cierta manera involucra también a los
sectores populares. El proceso no ha estado libre de tensión entre una visión
tradicional y otra moderna de la vida.
Por otro lado, en el resto del país priman todavía los calendarios religiosos y
agrarios como expresiones de las diversiones para una población diversa y amorfa.
Los viajeros –funcionarios o científicos– con algún interés por la observación, y
en cierto modo por el ocio momentáneo –conocer, mirar–, son pocos todavía, casi
imperceptiblesparaelrestodelapoblación.Losmovimientosmigratoriosinternos
son básicamente laborales o motivados por peregrinaciones religiosas puntuales,
pero el país ha sufrido cambios que serán esenciales para las transformaciones
que inmediatamente se producirán.
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FERNANDO ARMAS ASIN
No tenemos entre nosotros ni estaciones invernales ni “Spa”, en el sentido
de auténticas estaciones de descanso, con las comodidades del caso, para la
aristocracia.Peroallíyalláhay sectoresaltossedientosdelocioydelasdiversiones,
que encuentran para el caso de Lima, en los espacios recién construidos, un
canal moderno de diferenciación. Comprobamos entonces un primer hecho que
podríamos denominar de inicio del fenómeno.
II. Dentro de un proceso mundial.
Los viajeros, el descanso elitista y los inicios de
la divergencia
El desarrollo de las estaciones de moda para el descanso en Gran Bretaña y Europa
continental permitió a la burguesía una manera más asequible y directa de compartir
los beneficios de la aristocracia sin gastar tanto en la adquisición del capital cultural –
la educación y la experiencia del grand tour–, aunque se constata que a fines del siglo
XVIII e inicios del siguiente ya grandes burgueses participan también de este viaje.
Pero más importante, como se ha visto, fue el traslado de la experiencia del recorrido
a Italia al recorrido por las cordilleras de los Alpes y hacia el Midi. En ese contexto
romántico aparece la palabra “turista” como adjetivo que califica al viajero inglés rico
y curioso, que con su guía visita los lugares previamente descritos y presentados a
sus ojos, que se traslada a las estaciones calificadas “chic” –término también del siglo
XIX–, buscándose a sí mismo en un contexto de descanso (Boyer 2002: 14; Walton
2002: 73)2
.
Las estancias más prestigiosas se levantaron en las localidades termales de moda,
muy numerosas. Como algunos además tomaron la costumbre, en primavera y en
otoño, en su ida al Midi o a su retorno, de pararse en el camino, surgieron pronto
nuevas estaciones en las orillas de los lagos montañosos, siendo las de mayor
notoriedad las existentes en los lagos italianos. Hubo igualmente otras estaciones
dispersas como Montreux y Vevey, en los lagos suizos de Interlaken o Bregenz, en
los macizos hercinianos de Alemania o en Annecy.
Por otro lado, y dado que un grupo muy reducido de alpinistas aristócratas y
burgueses buscaba escalar cimas con sus guías, en los meses de junio y octubre
Chamonix se convirtió en un lugar referencial del alpinismo, no teniendo en el
siglo XIX más rival que Zermatt. Las estancias al pie de las montañas comenzaron
a interesar a un número cada vez mayor de turistas.
2 Actitud que a fines del siglo, 1889, llevaría a T. Veblen y a otros a cuestionar el despilfarro de esta clase
ociosa (véase su obra The Theory of the Leisure Class).
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FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
En la segunda mitad del siglo XVIII se habían puesto de moda los baños de mar,
debido a sus supuestas capacidades curativas, mejores que las de los baños termales
clásicos, adquiriendo los lugares connotaciones terapéuticas. Por ello inicialmente no
era cuestión de nadar, jugar en la arena ni mucho menos tomar baños de sol. Hubo
pues un cambio en el atractivo que ejerce el mar, que había sido considerado un lugar
para los pescadores y otros lugareños, y en donde exponerse a los rayos solares era
la mejor constatación del trabajo arduo de las clases inferiores. “La exposición al sol
no se consideraba elegante, pues se suponía reservada a los aldeanos y a la gente
de condición social inferior que se veía obligada a realizar sus labores al aire libre”
(Khatchikian 2000: 141). La tez de color natural había sido una garantía de la clase
ociosa. Sin embargo esto cambiaría lentamente (Ibíd.: 96, 141; Urry 2004: 34-35;
Walton 1983). Las estaciones marinas más reputadas se encontraban a orillas del
Báltico, del Mar del Norte, de La Mancha y del Atlántico, hasta San Sebastián.
Así, tanto el turista aristocrático como el burgués rentista –que invertía
celosamente sus ingresos en las diversiones– se movilizaban con las estaciones del
año: en invierno a ciertos lugares de recreo o a lugares de descanso y distracción;
en verano a las estaciones termales o al mar.
Sostenemos que al igual que en otros procesos políticos, económicos y sociales,
el desarrollo de los elementos de lo que hoy denominamos la actividad turística
se dio acá paralelamente a lo que acontecía en el hemisferio norte, por lo menos
en sus orígenes. Contra lo que tradicionalmente se ha supuesto: que mientras el
turismo se empieza a desarrollar en Europa, en esta parte del mundo no existía ni
rastro o asomo de él, creemos que más bien este fenómeno se fue dando en forma
asombrosa, con características comparables, que debieran llevarnos a un análisis
más profundo sobre los desarrollos simultáneos y múltiples en el mundo de fines
del siglo XVIII e inicios del siglo XIX.
En este capítulo vamos a estudiar el turismo como práctica social limeña en
la primera mitad del siglo XIX. Nos centraremos en los relatos de los diversos
extranjeros que arribaron a la capital y delinearon una cierta mirada sobre la
ciudad y sus lugares de interés. Específicamente tales relatos nos ayudarán a
mostrar lo que las elites locales consideraban sus lugares de ocio y diversión, sea
en Lima o en sus alrededores. Además nos deben ayudar a delimitar cómo era la
oferta de hospedaje o culinaria que se ofrecía al visitante o al lugareño, así como
la infraestructura de transporte operativa por entonces. Esto, por cierto, debe ser
corroborado desde otras fuentes, para así darnos una idea del ocio y el descanso
a inicios del siglo XIX. Lo cual debe contribuir a entender de qué desarrollo del
turismo hablamos cuando nos referimos al existente en el Perú.
Delineando la mirada sobre Lima
Lima despertaba un interés por recorrerla y conocerla desde el momento en que
se llegaba a ella por variados motivos. Y por cierto por describirla en múltiples
detalles. Algunos aspectos remotos de ello, en el tránsito a la modernidad, los
rastreamos en los distintos viajeros del siglo XVIII, como Frézier o Dombey, que
la conocieron y escribieron acerca de ella. Pero la novedad ahora será lo recurrente
e incisivo de ese interés y su impacto en la nueva mirada europea que sobre la
periferia del mundo se va tejiendo. Son europeos que llegan en misiones militares,
acaso diplomáticas o comerciales, a veces incluso que se afincan en la ciudad,
dándonos cuenta de la vida de los pobladores y las peculiares observaciones que
sobre sus gustos, intereses o aficiones desarrollan.
El proceso es constructivo y empieza con descripciones rudimentarias, como
las que nos ofrece el mercader y viajero norteamericano Amasa Delano, según
su texto publicado en Boston en 1817, en donde describe la visita que hizo
a la Inquisición y a la Casa de la Moneda, entre 1805 y 1806, gracias a unos
sacerdotes amigos que fueron sus guías. Su narrativa es sobria y sin la fineza
y detalles que mostraría luego el también viajero y comerciante Julien Mellet,
Encuentro en la Alameda, según M.A. Fuentes (1867).
52 53
FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ
de nacionalidad francesa, en el libro que publicó en la editorial Chez Masson et
Fils de París en 1824 sobre su periplo por América del Sur. Entonces recordaría
Mellet que recorrió las calles de Lima en 1815, caminó por la Plaza mayor, fue
al Rímac, a la Alameda y a la Plaza de Acho. Describió a las mujeres, la saya
y el manto, reconociendo que los vestidos de las limeñas estaban cambiando
gracias a los sombreros y los trajes europeos. Incluso almorzó con algunas
limeñas en una picantería, fue a una fonda y se sorprendió de sus habilidades
para la comida, admirándose de la chicha (Delano 1971; Mellet 1971: 83-90).
Esta precisión sobre los lugares de diversión y de distracción de la Lima urbana
la comparte con otros viajeros, como el marino ruso Vasilii M. Golovnin, de paso
por el Callao en 1818, quien describió en un texto que luego publicaría en San
Petersburgo en 1822, que el señor Abadía, su contacto oficial en Lima, no solo le
permitió sentirse a gusto en el Callao y Lima, sino que lo hospedó en su casa y lo
llevó a ver los conventos de La Merced, San Agustín y Santo Domingo, que luego
fueron al río Rímac, y en otros días a visitar la Casa de la Moneda y el Cementerio
Presbítero Maestro (Golovnin 1971). Vivencias similares comparte asimismo el
marino inglés A. Caldleugh, en misión oficial por las costas del Pacífico, que
publicaría luego en Londres en 1825, en dos volúmenes, las impresiones de su
visita oficial a las autoridades virreinales en 1821, comentando que luego de
una recepción en Palacio aprovechó con otros marinos para visitar las calles
de Lima, sus iglesias y Abajo el Puente, un sitio muy concurrido y “visitado por
todos los que llegan a Lima por primera vez”; luego se fue al Rímac, a visitar la
Alameda, el Paseo de Aguas, la Plaza de Toros y después al Cementerio. Aunque
no sabemos, por sus rápidas descripciones, si solo pasó por los exteriores de
estos lugares o los visitó con meticulosidad (Caldleugh 1971: 175-198).
De lo que sí estamos seguros es que tanto Caldleugh como Golovnin recorrieron
la ciudad pero no salieron de ella a explorar otros lugares allende las murallas.
Mellet al parecer sí lo hizo y describió que a dos leguas al sur de Lima estaba
Buena Vista o Chorrillos, donde en verano los limeños se trasladaban a tomar
baños y se dedicaban a las diversiones y los juegos. Expresando que había allí
muchos “hoteles, cafés y juegos” e indicando que también algunos solían ir a
Lurín, a siete leguas; lugar donde, aunque no tuviera baños, se jugaba mucho,
haciendo grandes negociados los “dueños de café y posaderos”.
Esta imagen inicial sobre un espacio todavía impreciso también la brinda el
noble y marino francés Camille de Roquefeuil, de paso por el puerto del Callao y
nuestras costas en 1817, quien se refirió a los edificios de Lima –la Universidad de
San Marcos, la Casa de la Moneda, las iglesias–, a las fiestas religiosas que apreció
–Domingo de Ramos, Pascua–, así como a las limeñas y a los lugares de diversión
existentes dentro de la ciudad: la Alameda del Callao, el teatro, las corridas de toros
y las peleas de gallos en el Coliseo, donde muchos asistían sin mayor distinción
de clases. Al parecer se paseó por la Alameda Nueva, en el Rímac, y dio cuenta de
cómo un catalán, al final de esta, había establecido unos baños fríos, de veinte pies
de diámetro por tres de profundidad, cobrando una módica suma para refrescarse
en tiempos de verano, aunque había que llevar su propia ropa. Hizo una excursión
al sur y visitó Miraflores, Barranco y Lurín, pasando por el sitio arqueológico de
Pachacámac, que describió, aunque curiosamente no Chorrillos, señal de que tal
vez no visitó ese lugar de descanso (Roquefeuil 1971: 131-138).
Su cierta parquedad en referir algunos datos externos de la ciudad nos recuerda a
un escritor tardío como el inglés Guillermo Miller, quien en las Memorias de sus
años de servicio militar en las campañas por la independencia, describe algunos
de los lugares por donde pasó. En el capítulo XVI hizo una reseña por entonces ya
clásica de Lima: su Plaza de Armas, Catedral, los bailes, las tapadas, las corridas
de toros; aseverando que cerca de los portales de la Plaza Mayor había varios
cafés que colocaban sillas y bancas en las inmediaciones para que la gente tomara
helados, limonadas, etc. (Miller 1975, I: 269). Pero cuando habla de Chorrillos solo
menciona que “es el sitio de moda para ir a bañarse durante una corta temporada,
donde se ganaban y perdían sumas inmensas” (Miller 1975, I: 278).
Espuesunprocesoestedeirdelineandopocoapoconosololoslugaresdediversión,
sino de descanso y ocio de los limeños, siendo los aportes de los británicos Hall,
Mathison y Stevenson mucho mejores. Basil Hall, marino y viajero, publicó las
impresiones de sus misiones por el mundo en varias obras, siendo la referente a
Perú, Chile y México impresa en 1824 en dos volúmenes. Ejerció tanta influencia
sobre el público lector europeo que en 1825 se hizo una segunda edición y luego
esta obra fue traducida al francés y al alemán. En parte de los extractos de su
diario habla de Lima, hacia 1821, de sus mujeres, de la saya y el manto. “Ningún
viajero (…) entró nunca a una gran ciudad sin sufrir desencantos, y la capital del
Perú no es una excepción a esta regla”. Habla en forma insistente de las iglesias
como lugares de visita y del teatro como sitio de distracción. Y luego nos narra su
estancia en Miraflores, buscando los ranchos apacibles donde la gente limeña de
la elite iba a descansar en verano, aunque percibió que no había ningún bañista
en la playa y los bancos para sentarse en las afueras de las casas-ranchos estaban
vacíos, como las glorietas y otros lugares de descanso –por las circunstancias de
las guerras– (Hall 1971: 195-268)3
. El marino inglés Gilbert F. Mathison, por su
3 Existe una reciente edición de parte de sus memorias (Hall 2016).
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  • 2.
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  • 5. Índice Volumen 1 PREFACIO CRONOLOGÍA BÁSICA INTRODUCCIÓN I EL SIGLO XVIII. SURGIMIENTO DEL OCIO Y LAS DIVERSIONES MODERNAS Las viejas y las nuevas concepciones de la vida. Un país complejo: caminos y hospedajes. Fiestas religiosas, ferias y diversiones. Los lugares y momentos de las diversiones públicas limeñas. Una precisión de contraste. II DENTRO DE UN PROCESO MUNDIAL. LOS VIAJEROS, EL DESCANSO ELITISTA Y LOS INICIOS DE LA DIVERGENCIA Delineando la mirada sobre Lima. Los baños de Chorrillos y los paseos a Amancaes. Imágenes corrosivas de Lima y la construcción de arquetipos. El mar, el campo y el descanso de las elites. El desarrollo del turismo en Occidente luego de 1830. La infraestructura limeña para visitantes y sus propias complejidades. El inicio de la divergencia. III MIRADAS EXTRANJERAS Y TOUR DEL PERÚ. LA CONSTRUCCIÓN OCCIDENTAL DE UNA PERIFERIA DEL MUNDO EN EL SIGLO XIX El Perú y los extranjeros. Las primeras miradas del turista: fijación de los lugares de interés. Un país de privaciones pero atrayente. La consolidación del tour del Perú: entre el paisaje y el indígena. La persistencia de la visión del poblador rudo. La mirada foránea frente al discurso local. 13 15 17 27 49 87
  • 6. IV TURISMO SIN ESTADO. ELITES, MODERNIZACIÓN Y DISCURSO PÚBLICO EN EL SIGLO XIX El Perú de mediados de siglo: modernización, infraestructura material y lugares de descanso. El Estado y la inicial producción discursiva nacional. La elite frente a la mirada extranjera. ¿El Estado promueve el Perú ante el mundo?: el asombro extranjero por el pasado y las exposiciones universales. El encauce de una propuesta. V LAS PRIMERAS EXPERIENCIAS CONTEMPORÁNEAS DE TURISMO EN EL CAMBIO DE SIGLO (1880-1911) Lima: la elite, el excursionismo y la publicidad. Cuzco: marginación, indigenismo y discurso patrimonial. El surandino se abre al turismo. Las narrativas multiformes sobre el Cuzco. Los inicios de la conciencia conservacionista cuzqueña y estatal. Otras regiones: entre el coleccionismo y la aventura. Ideas últimas. VI AUTOS, CAMINOS Y CLASES MEDIAS EN LOS AÑOS VEINTE. ENTRE EL ÍCONO CUZQUEÑO Y EL DESARROLLO DEL TURISMO NACIONAL La bicicleta, el auto y el turismo en el hemisferio norte y en América Latina. El turismo y el Perú antes de 1920. El Oncenio de Leguía. Las narrativas locales y la consolidación del Cuzco para el turismo receptivo. El Touring Club Peruano y el turismo nacional. Un Perú por conocer en la narrativa turística del Touring. Las guías del Perú y el Segundo Congreso Sudamericano de Turismo. Las políticas turísticas en la esfera pública. VII AVIONES, CARRETERAS Y HOTELES. DEL APOYO AL FOMENTO ESTATAL DEL TURISMO (1930-1950) La acción estatal y el desarrollo del turismo en el Occidente de entreguerras. Volando sobre los Andes. Esfuerzo privado, aniversarios y políticas públicas. El dinamismo de Benavides: carreteras, problemáticas hoteleras y desarrollo turístico. El gobierno de Prado, fomento y turismo. Nacimiento y caída de un esfuerzo estatal: la Corporación Nacional de Turismo. La Compañía Hotelera del Perú: otro debate entre fomento o liberalismo en el mercado. Transformaciones culturales y perspectivas finales. 119 137 165 209 Volumen 2 VIII LOS INICIOS DEL TURISMO MASIVO EN LOS AÑOS DORADOS: CUZCO, JETS Y ESTADO PROMOTOR (1950-1970) Liberalismo y turismo a inicios de los años cincuenta. El despertar a la cruda realidad: Cuzco y la discusión sobre el lugar del Estado y sus políticas públicas. Prado, el Estado y las nuevas dinámicas en curso. CoturPerú: gestación e impulso al turismo. Las limitaciones y problemáticas de CoturPerú. Planes, estadísticas y optimismo regional. Desarrollo empresarial y los inicios de la democratización del turismo nacional. Mostrar el paraíso: turismo, exotismo y discriminación en ciernes. IX ENTRE LAS ILUSIONES ESTATALES Y LA DEMOCRATIZACIÓN DE LA PRÁCTICA TURÍSTICA. EL GOBIERNO REVOLUCIONARIO, EL AUGE Y EL DESCANSO DE LOS PERUANOS (1970-1980) La ilusión planificadora del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada. Choque con la realidad surandina: el Plan Copesco. La gestión ortodoxa de una empresa pública: EnturPerú. La inversión y apuesta privada en tiempos revueltos. La fuerza (y autonomía) del turismo interno. La invención del turismo de costa: el Sur Chico. Fe en el futuro e incertidumbre. El Perú en perspectiva a fines de la década. X VIOLENCIA, INFORMALIDAD Y CRISIS GENERAL. LA SALVACIÓN DEL TURISMO NACIONAL EN LA DÉCADA DE LOS OCHENTA Unadécadadecambios:políticaspúblicas,impuestosyregionalización. Terrorismo y turismo. La otra violencia, cruel suplicio del turista. El patrimonio, la informalidad y el turismo. Y a pesar de todo Conozca el Perú: la complejidad de las políticas publicitarias en la década. Cuzco, a pesar de todo. ¡A viajar! La conquista del verano y de los feriados en el sur, el norte y la sierra. La resistencia de EnturPerú y el inicio de su agonía. Balance de la década. XI DE LA CRISIS AL APOGEO: POLÍTICAS PÚBLICAS, LIBERALIZACIÓN ECONÓMICA Y DINAMISMO EMPRESARIAL EN LA DÉCADA DE LOS NOVENTA El derrumbe del turismo entre 1990 y 1992. Políticas públicas en un contexto de liberalización. Del FOPTUR a PromPerú: la promoción de la imagen del Perú. El final de una empresa de turismo: EnturPerú. Inversión privada, motor del turismo. Ideas remarcables. 9 65 111 171
  • 7. 13 XII CONTINUAR LA MARCHA: TURISMO, DIVERSIFICACIÓN DE DESTINOS Y TRANSFORMACIÓN SOCIAL A FINES DEL SIGLO XX Del terrorismo a la inseguridad informal de todos los días. Patrimonio: entre el descuido, la lucha y la esperanza. El caso del Cuzco: turismo, problemáticas de desarrollo y bricheraje a fines del siglo XX. Desde Punta Sal y Máncora hasta el Titicaca y las selvas: recuperación y diversidad de los destinos del turismo interno. El Sur Chico: las playas, los deportes de aventura y la invención de Asia. CONCLUSIÓN SIGLAS UTILIZADAS LISTA DE CUADROS REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 215 265 275 279 281 Prefacio Este libro trata sobre la historia del turismo en el Perú desde un particular enfoque y tomando en cuenta ciertos elementos considerados centrales, según se expone en la introducción. Es un trabajo que espera establecer un fructífero diálogo académico sobre la pertinencia del tema y un deseable interés de que repercuta en la profundización de problemáticas hasta hoy poco abordadas. Mi inclinación por los estudios en esta línea se remonta a inicios del actual siglo. Dedicándome entonces a temas de religión y secularización en el Perú me interesé por los asuntos patrimoniales, tanto de la Iglesia Católica como del Sur Chico. Fruto de ello salieron sobre lo primero varios trabajos en torno al patrimonio, los bienes y el turismo religiosos; sobre lo segundo, en un texto publicado por la Universidad de San Martín de Porres (USMP), me atrajo el desarrollo de la economía turística regional y cómo las poblaciones construyen su propio pasado, ofreciéndoselo al visitante bajo la forma de un patrimonio. Ya entonces me proponía desarrollar un estudio más integral sobre el particular, que superara esos estrechos marcos. La oportunidad llegó en el año 2015, gracias a la gentileza de las autoridades de la USMP, en particular de Johan Leuridan Huys, decano de la Facultad de Comunicaciones, Turismo y Hotelería. Gracias a su apoyo pude dedicarme a la investigación y redacción de este trabajo. Mi agradecimiento más sincero por ello. También debo agradecer a quienes colaboraron con diversos aspectos de esta investigación. La lista es larga: las personas que aceptaron gentilmente una entrevista, formal o informal; los ayudantes de investigación que me apoyaron en el rastreo de material periodístico del siglo XX: Yazmín Rodríguez y Xenia Vargas; las personas que me facilitaron postales y fotografías, así como muchos otros que menciono en el texto. Todos tienen mi reconocimiento. Un primer avance lo publicó la revista Turismo y Patrimonio en el año 2016. Luego, a inicios del 2017, se presentaron otros aportes, a manera de difusión, en el IX Coloquio del Grupo Iberoamericano de Estudios Empresariales e Historia Económica (Buenos Aires) y en el XXXV Congreso Internacional de LASA (Lima). Todo lo cual ha permitido, sin duda, una mejora a partes puntuales del texto que ahora llega a sus manos. Se publica gracias al esfuerzo compartido de la USMP y del MINCETUR – Ministerio de Comercio Exterior y Turismo, las entidades mejor llamadas a promocionar los estudios sobre turismo en el Perú.
  • 8. 15 Cronología Básica Siglos XVI – XVII: Con el viajero aristócrata, dedicado a la contemplación, aparece el grand tour –de aristócratas ingleses– como expresión del turismo inicial. Siglo XVIII: Formación en Europa de balnearios alrededor tanto de las fuentes termales como de las aguas marítimas, así como aparición de las estaciones invernales alpinas. Inicios del siglo XIX: Desarrollo en Europa occidental, basados en el ocio y la diversión, de los tres tipos de centros antes aludidos. En el Perú se desarrolla igualmente el descanso y diversión alrededor del mar y el campo. Entre 1830 y 1900: En Occidente, gracias a la formación de la economía capitalista, la revolución tecnológica y sólidos mercados internos el turismo alcanza niveles de complejidad. Aparecen los hoteles modernos, agencias de viajes, restaurantes y medios de transportes eficaces. En el Perú se desarrolla básicamente un turismo que depende de los viajeros extranjeros y de las elites locales. Los destinos se centran en lugares de interés cultural y en aquellos cercanos al mar. Entre 1900 y 1920: El turismo de extranjeros hacia Lima, Cuzco y otros lugares del surandino aumenta lentamente su frecuencia. Empresas navieras, la Peruvian Corporation y otras compañías, tanto como las elites locales, ayudan en su diseño. Entre 1920 y 1930: En un contexto de revolución de nuevos medios de transporte –el auto, por ejemplo–, el turismo en el mundo sigue incrementándose. En el Perú aparece el Touring Club Peruano (1924), que apoya el desarrollo del turismo interno aunque también el turismo receptivo. Las empresas privadas extranjeras continúan promocionando al país y el Estado asume un inicial interés en el tema.
  • 9. 16 17 Entre 1930 y 1950: Durante los duros años de entreguerras el turismo interno, de carácter social, es muy promocionado entre los países industrializados. Se hace conocido el transporte por vía aérea. En el Perú hay un creciente interés del Estado por el turismo receptivo y el nacional, tomando un decisivo protagonismo en su dirección, creando hoteles públicos y en 1946 la Corporación Nacional de Turismo, aunque en 1950 es liquidada. Entre 1950 y 1970: En el mundo aparece el turismo de masas y los tour operadores globales empiezan a manejar el negocio a escalas. Hace su aparición el avión de amplio fuselaje. Mientras tanto en el Perú el Touring primero y luego la Corporación de Turismo - CoturPerú (1964) toman la dirección de la política del sector. Cuzco y la región del surandino empiezan a transformarse con la llegada masiva de turistas extranjeros. El turismo nacional también se desarrolla hacia diversos puntos del país: Lima, la costa y la sierra central. Entre 1970 y 1980: El turismo receptivo crece bastante en América Latina. En el Perú son los años de los gobiernos militares de Velasco Alvarado y de Morales Bermúdez. El Estado busca coordinar mejor la política turística. Se crean la Empresa Nacional de Turismo - EnturPerú (1969) y el Fondo de Promoción Turística - FOPTUR (1977), mientras en el surandino se desarrolla el Plan Copesco. Hay mucha campaña externa para la atracción del turismo. Igualmente campañas nacionales. El empresariado invierte fuertes cantidades en el negocio. Se crea la Cámara Nacional de Turismo - Canatur (1971). El turismo nacional empieza a ser masivo, gracias a las mejoras del mercado interno. Entre 1980 y 1990: Década de la violencia subversiva al igual que de constantes crisis económicas. Por estos y otros acontecimientos el turismo receptivo tiene dificultades, pero el turismo nacional se amplía y se convierte en el pilar de la actividad. Hacia 1990 empieza el proceso de regionalización del Perú. Entre 1990 y 2000: GobiernodeFujimori(1990-2000).Liberalizacióndelaeconomía, venta de empresas públicas como EnturPerú y Aeroperú, y concesión de ferrocarriles como los del surandino. Disminuye la subversión, crece la economía y aparece la Comisión de Promoción del Perú – PromPerú (1993). El turismo receptivo y el nacional se expanden. Fuerte inversión privada en el sector. Introducción Cuandosehabladeturismocomoactividadeconómicaysocial,inmediatamente nos fijamos en el viajero que decide llegar a un determinado lugar: solo, en familia o con amigos. El ocio y el descanso lo mueven sin duda, pero también la necesidad de conocer, de observar, de acumular información para su comprensión del mundo. Muchos elementos intervienen en la movilización del viajero, incluso de aquel que va a una determinada localidad por razones laborales o familiares y decide dejar a un lado, momentáneamente, su labor movilizadora para visitar un cierto lugar. La literatura sobre las problemáticas detrás de una decisión de este tipo, que no es solo personal sino claramente social, es amplia. En todo caso estamos ante un elemento esencial del hecho turístico. Como lo es también el lugar visitable, el destino, un elemento que se muestra casi siempre autónomo respecto de él y relevante de por sí. Lugar que responde a decisiones locales de puesta en conocimiento y valor, a políticas estatales, a percepciones sociales, todas ellas a veces combinadas. Igualmente son esenciales otros aspectos, como la infraestructura necesaria para hacer viable el contacto entre el sujeto y el objeto deseado: el alojamiento, los lugares de comida –y sus singularidades–, los caminos y los medios de transporte; así como las agencias u operadores que van uniendo todas estas realidades materiales y sensoriales. Y por último, las políticas promotoras –sobre el sujeto, desde el objeto– incentivadas por el Estado en todos sus niveles, como también por las empresas privadas, por la sociedad local o nacional, etc. La teoría sobre el turismo y los componentes que conforman esta actividad han merecido muchos estudios académicos (Urry 1990, 1992 y 2004). La historia de su surgimiento ha merecido un menor número de trabajos y es la que nos lleva a diversas interrogantes. La manera más común de historiar la actividad ha sido rastrear sus orígenes más remotos siguiendo la pista de alguno de sus componentes actuales: los hospedajes, los lugares de comida, las agencias, los transportes, los sitios de interés, la acción pública del Estado o de las empresas privadas. Así podemos hacer una historia de los alojamientos que nos remonte a los primeros tiempos de la antigüedad, para revisar la realidad de las posadas o lugares de descanso de los viajeros –comerciantes, funcionarios– desde el Antiguo Egipto o Sumeria; o,
  • 10. 18 19 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ de viajes que se movilizan para unir a estos sujetos y a estos objetos– y del resto de los componentes infraestructurales que se van transformando para servir mejor al turista –transportes, alojamientos, lugares de comida, etc.– (Khatchikian 2000; Urry 2004). En todo este escenario hay que señalar el carácter muchas veces autónomo de estos componentes respecto del Estado para el surgimiento de la actividad turística. A veces es la acción de los visitantes, de los actores locales (la comunidad), de los empresarios. En muchas ocasiones acompañados de procesos sociales más vastos y complejos, como el surgimiento de sectores sociales nuevos – como las burguesías– y sus nuevos intereses y gustos, el aumento de los excedentes monetarios de los trabajadores y las conquistas sociales que les permitan acceder al beneficio de que otros gozan, o el interés romántico que despiertan ciertos lugares a los ojos de intelectuales dispuestos a darlos a conocer. Diversos estudios que han abordado el surgimiento del turismo en Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos, sea el turismo de sol y playas o el de lugares de interés más bien culturales al interior de los países, han incidido en estas problemáticas (Fine y Leopold 1990: 151-179; Gordon 2002; Inglis 2000; Lencek y Bosler 1998; Urry 2004: 21-67; Walton 1997: 36-56 y 2000). Aunque otras veces –y este es un fenómeno del siglo XX– es la acción deliberada del Estado: promoviendo lugares de interés, programas de vacaciones para los trabajadores, invirtiendo en infraestructuras específicas como ferrocarriles u hospedajes. Los estudios que han abordado las actividades del gobierno nazi en Alemania, del fascismo en Italia, de la Francia del Frente Popular, de los Estados Unidos del New Deal, todos de los años de 1930; o de las políticas públicas practicadas después de la Segunda Guerra Mundial, han insistido en este fenómeno (Boyer 2002; Mandler 1997; Urry 2004: 32 y 78; Walton 2002). Lo mismo ha ocurrido en América Latina, particularmente para el caso argentino, cuando se ha estudiado el régimen peronista y sus políticas en la década de 1940 (Núñez y Vejsbjerg 2010; Pastoriza 2011; Piglia 2012). La discusión teórica sobre la importancia estatal o la autonomía del proceso respecto del Estado debe tomar en cuenta la realidad de cada lugar y resulta esencial para entender las diferencias sustanciales que presentan los hechos turísticos, tanto como el evaluar y analizar su impacto transformador en las realidades locales. El impacto transformador provocado por el turismo, tomando en cuenta a los diversos actores de su intervención a la vez, ha merecido numerosos estudios de antropología social y sociología en el mundo, en América Latina y en el Perú de los últimos años, pero pocos de ellos desde una perspectiva histórica (Baranowski y Furlough 2001). Son notables los trabajos de en esta parte del mundo, desde el Arcaico o antes; por ejemplo, al hablar de la ciudad de Caral, con sus recintos para quienes peregrinaban hasta aquel lugar sagrado. Seguramente tendremos conciencia de que poco después surgieron en esta parte de América los tambos o alojamientos a lo largo de los caminos andinos y costeños, que continuarían en la época colonial y hasta tiempos muy recientes. Si elegimos el ángulo de la infraestructura de los lugares para comer, igualmente nos remontaremos a las posadas, mercados y otros sitios similares, lo cual nos podría llevar a un análisis de cómo se comía y qué se comía en el Perú, en la época precolombina, en la colonial y hasta nuestros días. Pero todo ello nos indicaría simplemente la evolución de los hospedajes o de los lugares de comida. Cuando hablamos de turismo debemos hablar de un hombre interesado, por propia decisión, en visitar y conocer un determinado lugar, no por razones de trabajo, por interés religioso o por obligación militar –que lo vuelve concreto y específico en su actividad, la mayoría de veces con pocas posibilidades de romper la razón de su movilidad–, sino por regocijo personal, por distracción, interesado en el ocio y el consumo. Ello borra en segundos cualquier deseo de hacer historia del turismo en tiempos tan antiguos, pues cuando hablamos del sujeto consumidor estamos hablando de los orígenes y desarrollo del capitalismo; salvo, por cierto, que queramos hablar del raro y escaso viajero antiguo, medieval o renacentista, dedicado a conocer espacios, lugares y tradiciones (Boyer 2002: 8-32; Cross 1990). Así pues, el ocio –social, masivo– como actividad no laboral ni productiva, no militar ni religiosa sino distractiva y consumidora de recursos diversos, viene con el orden moderno y es un proceso que se abre paso en Europa lentamente, a lo largo de los siglos XVIII y XIX, la época de la consolidación del capitalismo, del nacimiento de los mercados de consumo de masas, y del sujeto que organiza su tiempo y lo destina a variadas actividades más allá de las tradicionales. Por ello Marc Boyer, John K. Walton o Dominique Jarrasé la denominan la época de la “revolución turística”, para contrastarla con otras revoluciones transformadoras del periodo (Boyer 2002: 14; Jarrasé 2002; Walton 2002). Entonces determinados lugares tienen un sentido, cobran importancia para el individuo observador y consumidor. Un lugar que anteriormente pudiera despertar la curiosidad de científicos, hombres de negocios o funcionarios, pero nunca atractivo ni movilizador solo por afán de apreciarlo y deleitarse con él, ahora sí lo será. Por ello el turismo está atado al desarrollo del mercado, al cambio de mentalidad sobre el mundo, a la llamada sociedad del consumo, y solo desde este enfoque podemos apreciar en el proceso la dinámica de los elementos inherentes a esta actividad: el desarrollo del lugar de interés –por mejora del acceso, por la promoción de las agencias
  • 11. 20 21 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ la producción historiográfica argentina, en particular los trabajos de Melina Piglia (2008, 2014) sobre la importancia del Automóvil Club Argentino y del Touring Club Argentino en la promoción del turismo; o los trabajos de Elisa Pastoriza (2011) sobre las vacaciones y el turismo argentino en el siglo XX, así como sus intereses por las historias de la aparición de los balnearios (Pastoriza 2002). O el trabajo de Nelly da Cunha y Rossana Campodónico (2005). Pasos. Revista de Turismo y Patrimonio Cultural ha sido y es también un buen espacio para la recepción de diversas investigaciones en perspectiva histórica sobre la región. Hay por supuesto muchos otros trabajos por países, pero rescatamos estos por su sintonía con las temáticas que en términos globales se plantean. Pero, en el caso peruano, ¿ha sido factible desarrollar y contrastar un enfoque histórico sobre las problemáticas arriba mencionadas? Para empezar, adolecemos de una columna básica: no tenemos una historia del turismo en el Perú, como visión general. ¿Desinterés? Una actividad vital para la economía y sociedad peruana que no ha merecido un estudio histórico concreto es algo que linda en lo inaudito, pero prueba el profundo desinterés de la Academia y de las entidades públicas. La crítica no es tanto a los gestores de la actividad –la comunidad local, los empresarios, los propios turistas–, sino más bien al Estado –con universidades e instituciones dedicadas a la investigación de las más diversas problemáticas nacionales– y a la Academia en su conjunto. Esta última se ha interesado en historias de casi todas las actividades económicas y sociales del país –historia agraria, historia de la minería, historia de los bancos, etc.–, pero no de esta. Si no contamos con estudios genéricos por lo menos contamos con algunos que dedicados a ciertas características y problemáticas del turismo, se han referido a su historia aunque en muy pocas líneas: en partes de artículos, libros u otros recursos académicos. Y hay también algunos pocos trabajos que han surgido con enfoques nuevos, particularmente centrados en el siglo XX, y tomando al turismo como actividad económica y social, aunque ya en pleno desarrollo. Mencionamos a este respecto el artículo de M. Carey (2012) sobre el montañismo a mediados de siglo y su difícil relación con el entorno social de la época. O los estudios de M. Rice (2014, 2014a) sobre el turismo y las complejas relaciones sociales en el Cuzco de los años setenta. O el trabajo de J. C. La Serna (2016) sobre la fiesta de la Virgen de la Candelaria y su relación con el turismo en Puno. Son estudios puntuales y muy valiosos, pero que se muestran fragmentados en una mirada de largo plazo que permita entender la estructuración de una actividad en la que se necesita apreciar procesos y John W. Walton (2005) y otros estudiosos en torno a cómo los procesos de construcción del turismo pueden crear tensiones alrededor de las representaciones e identidades que se forman o transforman. También el estudio pionero de J. Towner (1985) sobre la construcción de una geografía del turismo en el mundo occidental a través del tiempo. Peroessobretodoelenfoqueinterpretativo,ancladoenlarealidaddelsigloXIX e inicios del siglo XX, como común denominador para entender el surgimiento del turismo en el mundo occidental, el que ha merecido trabajos entrañables. Marc Boyer (1996, 2000 y 2002) ha estudiado el surgimiento del turismo como actividad para los siglos XVIII y XIX, acuñando el término de “invención del turismo” y ha enfatizado el carácter autónomo aunque interrelacionado del proceso respecto de la revolución industrial o de la revolución de las tecnologías. Alain Corbin (1988, 1993) ha publicado un texto clásico dedicado al surgimiento de la playa como lugar de descanso en Europa y Estados Unidos, convirtiéndose en referencial para muchos estudios en el mundo sobre la aparición del turismo de sol y playa. A ello agreguemos el estudio clásico de Dean MacCannell (1976) sobre la vinculación de turismo, ocio y consumo como elementos para entender su crecimiento en el mundo capitalista. Actualmente hay portales y publicaciones de indispensable referencia para entender que todas estas reflexiones continúan y se perfeccionan. Mencionemos a la italiana Annale di Storia del Turismo (Istituto per la storia del Risorgimento italiano. Comitato di Napoli) y a la anglosajona Journal of Tourism History. Así como los estudios en perspectiva global se muestran sugerentes, también los estudios sobre algunos países lo son. Cabe destacar, por su gran repercusión, los trabajos para Gran Bretaña, en particular los de John K. Walton: The English Seaside Resort: A Social History, 1750-1914 (1983) y The British seaside: holidays and resorts in the twentieth century (2000); y su recopilación, con James Walvin, Leisure in Britain, 1780-1939 (1983). También el libro colectivo de Hartmut Berghoff et al. (2002), The Making of Modern Tourism. The Cultural History of the British Experience, 1600- 2000. Para Francia, aparte de los textos de Marc Boyer (1997a, 2002a), es particularmente notable el estudio de André Rauch (1996) sobre las vacaciones en ese país. Para Suiza, la obra colectiva dirigida por Laurent Tissot (2003) en torno a la construcción del turismo en los siglos XIX y XX nos da una panorámica del proceso ocurrido y su repercusión en Europa. Para Estados Unidos el trabajo de O. Löfgren (1999). En América Latina los estudios sobre los orígenes y desarrollo del turismo en esta perspectiva novedosa han sido más bien escasos, aunque rescatamos
  • 12. 22 23 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ la mirada que esas personas van tejiendo sobre nuestra propia sociedad – con sus diversas lecturas, con sus diversas problemáticas– en un sinfín de posibilidades. Así pues, mi pretensión es analizar una actividad hoy esencial para nosotros, tomando en cuenta algunas de esas perspectivas. Me interesa discutir sus orígenes, sus características iniciales, tanto como el rol del Estado, de la comunidad y de los empresarios en su desarrollo. Me interesa asimismo discutir sobre las políticas públicas –cuando se practicaron–, cómo se institucionalizaron y sus diversas problemáticas. Pero también analizar al actor central de esta historia: el turista. Ver cómo y por qué se movilizó hacia ciertos lugares, apreciar la mirada que poseía sobre el lugar. En esa línea consecuente quiero explorar, más allá del desarrollo del turismo practicado por los extranjeros, el turismo de los propios peruanos. Me interesan su desarrollo y sus propias complejidades, a la par del proceso general. Por cierto no podemos descuidar el impacto de las interrelaciones de todos los actores en juego –el Estado, el turista, los empresarios– sobre la comunidad y de la comunidad sobre ellos. Algunos ejemplos habrá que plantear para examinar el campo de las prácticas turísticas locales y la invención de tradiciones ocurridas. Desarrollar estas ideas solo tiene sentido partiendo del siglo XIX, siglo de apertura económica del Perú al mundo, de llegada de las nuevas tecnologías propias de la revolución industrial, de nuevos estilos de vida, de nuevas formas de diversión y contemplación –algunas ya en gestación desde el siglo XVIII– y de personas que por ocio recorren el mundo en busca de aventuras, buscando aprehender el planeta de manera singular. Nuestro punto de partida específico será ese siglo, cuando el Perú además se convierte en un país independiente y se abre al mundo, y nuestro arco de tiempo abarcará hasta el año 2000, finalizando el siglo XX, cuando superada una serie de problemas sociales y políticos el Perú ve crecer el número de personas que desde distintos lugares llegan a conocerlo en sus diversos puntos de interés, como también que millones de peruanos se vuelcan en forma fluida hacia esos u otros puntos locales en búsqueda del descanso, la aventura y el conocimiento propios. El texto cierra cuando las políticas públicas practicadas por el Estado toman su actual rumbo, cuando se discute intensamente sobre lo que se muestra a los ojos foráneos y propios –el patrimonio y sus dilemas por ejemplo–, cuando nuevos imaginarios y lugares –que llegan al día de hoy– se construyen y se acentúan las tendencias modernas, masivas y últimas del turismo mundial. Será este un libro que al anclarse primero en el siglo XIX lleve a discutir sobre los orígenes del turismo y sobre algunas problemáticas esenciales: problemáticas como los que planteamos, solamente comprensibles en el contraste con la realidad global, con fenómenos y discusiones que tienen raíces sociales y económicas, cuando no de otro tipo, entendibles en dimensiones históricas y escalas territoriales nacionales, a veces regionales. Por ejemplo, la discusión sobre el momento de aparición del fenómeno. Un razonamiento simple sería considerar que nuestra historiografía local, siguiendo las investigaciones externas, debiera entender que los siglos XVIII y XIX serían los siglos del surgimiento, lento por cierto, del sujeto consumidor, de su carácter ocioso –aunque dicho fenómeno puede rastrearse en las elites desde mucho antes–, de la concreción de los lugares de interés y del también lento advenimiento de una infraestructura para que el turismo sea posible y viable. Sería lo plausible. Empero, cuando se ha discutido sobre el turismo en el Perú, se ha asumido a veces que su historia solo es posible en torno al siglo XX y además asociada a ciertas políticas públicas (Fuller 2008: 117-121), lo cual deja por fuera toda la discusión historiográfica y sociológica –por ejemplo anglosajona– sobre el real rol del Estado en el proceso, y sobre un proceso peruano que fluye paralelo con lo que va aconteciendo en los países del hemisferio norte. Si bien es cierto que la ubicación periférica del Perú en el sistema capitalista dificulta el acceso a los interesados en conocerlo, amén de otras circunstancias, y hace poco viable un turismo en las mismas coordenadas que sus similares europeos contemporáneos, no por ello podemos negarnos a ubicar y reconocer elementos de un proceso local en gestación que nos sorprendería por su precocidad. Otro ejemplo es preguntarnos sobre el rol del Estado, cuando lo hubo, comparando la realidad acontecida en otras experiencias –la europea, por ejemplo–:¿cuándosehizovitalentrenosotroselEstadoyporqué?,¿fuesiempre su comportamiento en una determinada dirección?, ¿cuánto transformó la realidad y el entorno con sus políticas? Nada de esto se ha discutido. Tampoco sobre la importancia del turismo nacional. La creencia de que hablar del turismo es hablar del practicado por los extranjeros es tan común entre nosotros que la posibilidad de discutir, a partir de otras experiencias, sobre cómo poco a poco la idea del viaje, la curiosidad y la exploración de los propios peruanos sobre su país se volvió algo masivo, hasta el punto de que hoy siete millones de personas en fechas de feriados largos se mueven a distintas partes del país, no tiene más explicación que aceptarlo sin una base de realidad histórica. La importancia de las vacaciones pagadas, de las carreteras, de los buses y aviones, de la democratización de las prácticas antes efectuadas solo por las elites no ha sido tema de discusión entre nosotros. Como tampoco
  • 13. 24 25 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ qué elementos fueron vitales en la consecución de la actividad en nuestro medio, qué características presentaba el país para este fenómeno y cómo se desarrollaron esos elementos en el tiempo. Será una revisión, a la luz del proceso general, del desenvolvimiento lento y formativo de la actividad en la periferia del mundo. Para luego trabajar esos mismos elementos en el desarrollo del largo siglo XX, con el añadido de que evaluaremos de manera más exhaustiva el rol del Estado, al turista nacional y a las comunidades locales en la construcción de sus relaciones de cara a los visitantes; así como buscaremos entender mínimamente el impacto transformador que todo ello generó en el país. Bajo estos objetivos hemos desarrollado el texto en doce capítulos: en el primero se revisa la situación del Perú al momento de su entrada al siglo XIX, se establece su conformación social y las nociones de diversiones públicas y lugares de interés previos al inicio de los cambios significativos. En el segundo capítulo se incide en los años iniciales del Perú independiente, se constata la llegada de viajeros extranjeros, muchos por intereses comerciales, científicos y políticos, pero también algunos con claro interés de aventura. Se revisa la infraestructura existente y se discute si el proceso peruano es similar al que se vive en otras partes del mundo. En el capítulo tercero se plantea la formación, en una perspectiva global del turismo, de una periferia del mundo donde el Perú está inserto, donde se muestra a los ojos y la mirada del turista –procedente del hemisferio norte– bajo determinadas características. Es una discusión en perspectiva imperial del turismo. Pero la dimensión transnacional del proceso no puede estar completa si no analizamos la función del Estado. De ello trata el capítulo cuarto, que lo estudia en un contexto de construcción nacional basado en una elite con una cierta idea de la sociedad local, sus habitantes y el fin que se persigue con su dominio. Estos cuatro primeros capítulos tienen como objetivo construir una perspectiva para estudiar en el futuro el siglo XIX y sus problemáticas, dialogando con la historiografía extranacional y buscando entender la especificidad peruana en su seno. El quinto capítulo se ubica en los inicios del siglo XX y busca entender la llegada de turistas modernos, en tours, con agencias de viajes, y el interés local de ciertas personas y empresas por promover el turismo en sus regiones, mucho antes del acontecimiento de Machu Picchu (1911) como algunos imaginan. Se menciona el surandino, Lima y la sierra central como lugares en desarrollo. Este proceso de cara al turismo externo se combina con la continuidad embrionaria de un turismo interno. El capítulo sexto prosigue en los años veinte del nuevo siglo, relacionando tanto el turismo de extranjeros como el naciente turismo interno de las clases medias urbanas en un escenario de nuevas tecnologías, obras viales, pero también del desarrollo de instancias sociales –como el Touring Club Peruano– o del mismo Estado que lentamente se va comprometiendo en alentarlo. Trabaja igualmente cómo el Estado y ciertas capas sociales “descubren” el país no solo para los foráneos, sino para ellos mismos. El capítulo séptimo prosigue entendiendo el rol del Estado y de los diversos grupos de interés que se han formado alrededor de la actividad –hotelería, empresas navieras, núcleos de intelectuales, prensa–, así como del propio dinamismo de las elites locales, de los debates en un contexto de desarrollo de la aviación, de cimentación del mercado interno y discursos sobre el progreso del país. Estos tres capítulos no solo nos describen la primera mitad del siglo XX, sino que además ponen en perspectiva la gran importancia que para diversas instituciones sociales y políticas tuvo el turismo interno, en correlación con otras realidades del mundo, atado a la viabilidad y el conocimiento del país. Pero no descuida el análisis del turismo receptivo. El capítulo octavo, que parte de la mitad del siglo XX, se ocupa de la edad dorada de la aviación, el jet y el turismo masivo que transforman a los países, junto con la masificación del automóvil. Se dedica a explorar cómo el turismo de extranjeros gana un protagonismo descollante, a pesar del consecuente desarrollo del turismo nacional. Examina la transformación social y cultural que acontece en el Cuzco y el surandino –aunque visible desde la primera mitad del siglo–, pero también se detiene en el análisis de otras regiones; además de entender la importancia de las políticas públicas y su impacto. El capítulo noveno se ubica en la década de los años setenta. Reflexiona a la luz tanto de la acción del Estado, de las comunidades locales y del empresariado, cómo el turismo se volvió central en las discusiones para el desarrollo nacional y enfatiza la fortaleza creciente del turismo nacional, la construcción de algunos imaginarios que se fueron tejiendo, tanto como la naturaleza del turismo de extranjeros. El capítulo décimo trabaja los difíciles años ochenta, marcados por la violencia y la crisis económica. A contrapelo de lo que se cree, busca entender hasta qué punto el turismo receptivo se derrumbó en aquellos años, así como la importancia del turismo practicado por los peruanos. Los dos últimos capítulos están dedicados a la década de los noventa, que cierra el siglo XX. El primero se centra en las políticas públicas y su impacto sobre el sector –el empresariado, la comunidad y el turista–, remarcando las modificaciones que se produjeron en un contexto de cambios trascendentales en el ámbito latinoamericano. El otro capítulo estudia el impacto que estos y otros hechos generaron en el turismo desde el punto de vista social, enfatizando la violencia, las transformaciones culturales existentes y las prácticas turísticas –los lugares de interés– de los peruanos. En conjunto estos cinco últimos
  • 14. 27 26 FERNANDO ARMAS ASIN I. El siglo XVIII. Surgimiento del ocio y las diversiones modernas El Perú del siglo XVIII, previo a la época contemporánea, estaba moldeado por características distintas a las que hoy conocemos. Políticamente el país era un virreinato, dependiente de la corona española. Lo era desde el siglo XVI, tras la conquista hispana de estas tierras, y para este tiempo seguía gobernado por un virrey y por distintas autoridades en las intendencias y circunscripciones menores en que se dividía el reino. Socialmente la población estaba segmentada en estamentos –nobleza, clero y pueblo–, aunque en la práctica predominaba la división étnica: blancos –formados por españoles y criollos–, mestizos, indios y negros; estos últimos en su mayor parte en condición de esclavitud. Era el resultado de la presencia, a través del tiempo, de la población indígena y de la llegada posterior de la población blanca y negra, creando una diversidad étnica y cultural que caracterizaba al país y a la América hispana. La población no era muy numerosa entonces. Según el censo de 1791 del virrey Gil de Taboada, apenas superaba los 1,25 millones de personas. Sobre esta base el país iría presenciando una serie de cambios que lo distinguirían claramente de la sociedad de los siglos anteriores, mostrando las primeras señales de una modernidad que entonces se empezaba a cristalizar en Europa. Unos primeros aires se dieron por ejemplo en el plano de las ideas, con nuevas maneras de entender la vida, el trabajo y el ocio; el mayor aprecio por la naturaleza y la sed por la investigación. Al mismo tiempo los espacios urbanos comenzaron a mostrar otras transformaciones, especialmente en la ciudad de Lima, con nuevas concepciones de las diversiones y lugares públicos que entonces surgieron. Los viajeros extranjeros que pasaron por el Perú, muchos de ellos científicos y en misiones oficiales, se percataron de estas sutilezas en la vida, el descanso y los sitios de atracción. Pero también se dieron cuenta de las continuidades. En las siguientes líneas desglosaremos este proceso para acercarnos en mejores condiciones a mutaciones y permanencias que serán vitales para el desarrollo postrero de las concepciones turísticas modernas. capítulos, la mayor parte del libro, establecen los marcos referenciales para la segunda mitad del siglo XX. La conclusión resume brevemente el recorrido efectuado y recuerda los ejes que han acompañado la discusión en el texto. Creemos que este estudio es fundamental tanto para entender mejor los orígenes de una actividad vital para el Perú como también para ejercer académicamente una crítica a la incapacidad que hemos tenido en apreciar los orígenes y el desarrollo del turismo, más allá de algunos datos sueltos y recientes –muy recientes– con los que hemos querido referir su historia.
  • 15. 28 29 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ Las viejas y las nuevas concepciones de la vida No hay duda de que la sociedad hasta inicios del siglo XVIII estuvo signada por una cultura muy influida por el pensamiento religioso. La inmensa mayoría de habitantes del país vivía en medios rurales, dedicados a sus actividades agrarias, mientras en las ciudades, muy pequeñas, la vida transcurría entre el trabajo artesanal, comercial, burocrático y religioso. Sin embargo, de esta escasa población en una ciudad como Lima, por ejemplo, una quinta parte de sus habitantes se dedicaba a la actividad religiosa (sacerdotes, frailes, monjas) y otra quinta parte era esclava. Luego estaban los comerciantes, artesanos y funcionarios del Estado virreinal. La vida pública de estos habitantes transcurría entre asistir a los ritos religiosos en las numerosas iglesias, conventos y monasterios que existían en esta como en las otras ciudades; ir a los mercados o a las tiendas; o participar en las actividades de la vida burocrática. La religión justificaba la existencia de las personas y le daba un sentido a lo que se hacía de manera diaria. La ciudad se concebía como un espacio permanente de trabajo y los fieles como conjunto buscaban teóricamente el bien común. Las instituciones como el Cabildo, la Audiencia, los gremios y corporaciones debían ayudar a este ideal envuelto en una vida de sacralidad y de trabajo. Los lugares de esparcimiento, de distracciones colectivas eran muy escasos incluso para los sectores altos: alguna reunión familiar, alguna celebración, era poco lo que se podía conseguir. Las fiestas religiosas, las procesiones o acaso los oficios religiosos diarios eran espacios más que de distracción, de comunión, de encuentro entre todos los grupos sociales, mezclados en alabanza de una fe y de creencias que los unían como comunidad. Esto, por cierto, no quiere decir que la gente no se divirtiera, pero se trataba de diversiones que en el espacio urbano eran de cierta manera controladas. En las procesiones había tiempo para los convites, para la aglomeración en los atrios, en las naves de las iglesias, para la conversación, para las posteriores danzas y canciones. En ciertas fechas como la de Cuasimodo, en las navidades, o acaso en la Semana Santa, había posibilidad de tiempo para la risa, para el desahogo. Pero también es cierto que las distracciones –vigiladas entre otras instituciones por hermandades o cofradías, a las cuales los fieles pertenecían, y que fungían como elementos de contención, de orientación– eran impedidas, así como en la Europa premoderna, de derivar en actitudes carnavalescas, de ruptura, de mundo al revés, como Mijail Bajtin y otros han estudiado para distintos lugares (Bajtin 1990; Burke 1978). Aunque había escenarios para diversas actitudes marginales, y las chinganas, chicherías y alojerías –que abundaban en ciudades como Lima– podían ser espacios El Cementerio General, construido a inicios del siglo XIX (M. A. Fuentes, 1867).
  • 16. 30 31 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ para la pelea, para la risa, para el canto y el baile entre indios, zambos, mulatos o criollos. Pero eran espacios de descanso tolerados en una ciudad concebida –al menos en las ideas, en las mentes de los funcionarios civiles y eclesiásticos– para el trabajo y el objetivo de recrear en la tierra la ciudad de Dios. Pero el siglo fue avanzando inexorable y con él la ciudad de Lima, y las otras ciudades de manera más lenta, fueron testigos, al lado de estas actividades que continuaron existiendo, de manifestaciones que claramente iban desacralizando la vida cotidiana. Las elites, integradas por grupos de criollos y funcionarios españoles pertenecientes a las actividades burocráticas civiles y eclesiásticas, y al comercio, encontraron en la aparición de los salones, particularmente familiares, espacios para la conversación amena, el intercambio de ideas y también para la risa. Estos espacios privados, modernos, de sociabilidad, permitieron la novedad de relaciones personales nuevas, directas, de diálogos más pausados al margen de la calle, el portal o el atrio, la discusión de ideas filosóficas y teológicas, y la aventura de empresas letradas novedosas. A fines del siglo XVIII, hacia 1790, se forman sociedades o tertulias literarias que aglutinan a lo más selecto de la aristocracia criolla y de la burocracia local alrededor de ideales de mejora social. La Sociedad de Amantes del País es un ejemplo o la Sociedad Filarmónica (1787), o las publicaciones como Mercurio Peruano (1791-1795). Lima como espacio urbano fue cambiando y con él la mirada del hombre de elite. Desde Europa, particularmente de España y Francia, llegan nuevos ideales y visiones de la vida. A lo largo del siglo se había asistido a estas perspectivas: valoración por el hombre, por su sabiduría, sed por el conocimiento científico, por la aventura del viaje de aprendizaje. Mercurio Peruano, por cierto, encarna buena parte de estos ideales, a fines de siglo, como en menor medida El Diario de Lima (1790-1793) de Bausate y Mesa o el Semanario Crítico del franciscano Antonio Olavarrieta (1791); pero también mucho antes la actitud de los funcionarios reales que llegan a nuestras costas –Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1748), Ruiz y Pavón (1777-1788) o Alejandro Malaspina (1789-1794), por ejemplo– recogiendo y difundiendo información valiosa para la buena marcha del Estado. O los científicos extranjeros, que obtienen autorización de la corona para penetrar en el imperio: la Misión Geodésica Francesa de 1735-1743, con La Condamine al frente, que traza y mide la línea ecuatorial; la misión mineralógica de Nordenflicht (1789-1810), para ayudar al desarrollo moderno de la minería local; o las introspecciones de Alexander von Humboldt (1801-1802), que recorre algunas regiones de nuestro país tomando apuntes científicos valiosos. En Lima la elite intelectual también participa de estos afanes científicos. Hipólito Unanue busca entender el clima de la capital y su influencia sobre los temperamentos de los limeños (Observaciones sobreelclimadeLima, 1806),mientras ElDiario deLima informacotidianamente de la marcha del Estado, toma pulso permanente a la temperatura y clima de la costa central, y nos muestra los datos de una sociedad en movimiento (sobre todo comercial). Mercurio Peruano publica novedosas monografías sobre minería, clima, temperaturas, estadísticas de la vida institucional pública limeña y presenta datos sobre lugares y valles remotos del país. En suma, va tejiendo una geografía del país, va difundiendo entre los letrados suscritos a la revista –unas 500 personas– una cierta idea del Perú. La “idea del Perú”, frase famosa que luego se volvería recurrente. Incluso desde el Estado, en donde hay la intención de seguir estos afanes científicos, se decide darle mayor publicidad, sea a través del impreso oficial, como fue la Gaceta de Lima (desde 1744), o a través de labores de confección y difusión de información sobre el virreinato y sus peculiaridades. En esta perspectiva, debemos señalar la labor del Cosmógrafo Mayor del reino que cada año, regularmente, publicaría desde 1799 el Almanaque Peruano y Guía de Forasteros, suerte de compendio de datos dirigido a comerciantes, funcionarios y otros letrados que necesitaban, por sus Vista del Puente de Lima, según M. A. Fuentes (1867).
  • 17. 32 33 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ actividades, enterarse de quién era quién en el aparato estatal –político, militar y eclesiástico–. También susceptible de ser leído por algún forastero de paso por el país, comprendía una primera parte de datos meteorológicos, calendario de fiestas religiosas, datos útiles dentro del país, antes de presentar en una segunda parte una guía sobre el Estado, sus funciones y personajes1 . Las guías de forasteros tienen su origen en el mundo hispánico hacia el siglo XVII, pero se vuelven populares en el siguiente. Bajo un formato estándar informan a la población destinataria sobre el funcionamiento de las estructuras políticas del país, pues –como se ha dicho– su fin es ilustrar, alentadas por una corona deseosa de que, además de proporcionar información, se legitime un discurso de unidad y orden. Solo a mediados del siglo XIX sufrirán modificaciones estas guías, dando paso a un cierto tono creativo. Para algunos fueron los antecedentes de las modernas guías de turismo (Cuéllar 2014: 176-201). Hipólito Unanue como Cosmógrafo Mayor editó entre 1793 y 1797 la Guía Política, Eclesiástica y Militar del Virreynato del Perú, planteando en general una idea del país y una cronología de hechos históricos, pero no un calendario en el sentido estricto del término. Luego expuso los datos consabidos de la estructura del Estado peruano (Unanue 1797). A partir de 1799 el Cosmógrafo Gabriel Moreno comienza la publicación del Almanaque peruano y guía de forasteros, y lo hará por muchos años (Moreno 1802, 1804, 1806). Con él la estructura del almanaque y guía adquiere una estandarización, como en otros lugares de América, siguiendo el patrón descrito de dos partes inalterables. Por ejemplo, el de 1803 trae, aparte de información inicial meteorológica y calendario, solo unas peculiares noticias geológicas; para luego anexar los tradicionales estados político, religioso y militar del reino. El de 1805 en lugar de noticias geológicas trae noticias cosmológicas como única novedad. El de 1807 un elogio a un profesor de matemáticas y noticias sobre vacunas. Entre 1812 y 1814 hemos estudiado tres almanaques del sacerdote Francisco Romero, que como Cosmógrafo continúa esa práctica (Romero 1813). Hacia 1815 este compendio se edita bajo el cuidado del nuevo Cosmógrafo, José Gregorio Paredes. En general con ese título el Almanaque se publicó anualmente entre 1799 y 1821. 1 Pedro Peralta y Barnuevo, José de Mosquera y Villarroel, y Juan Rehr publicaron calendarios con pro- nósticos del tiempo, eclipses y fiestas en la primera mitad del siglo XVIII. Se tienen registradas, entre 1733 y 1798, publicaciones anuales de estos conocimientos de los tiempos, con un claro tránsito hacia las guías. Así el Cosmógrafo Mayor don Cosme Bueno publicó entre 1757 y 1798 El conocimiento del tiempo, con in- formaciones astronómicas, meteorológicas, guía de forasteros y una buena descripción geográfica del país (Morales Cama y Morales Cama 2010). Guía de Unanue de 1797 y Almanaque peruano de 1803 y 1812. La sed de conocimiento, por parte de la elite y de los funcionarios del Estado, estaba llevando entonces a una mejor comprensión del país. Aunque es bueno decir que los destinatarios de estos documentos eran preferentemente ellos mismos. Los forasteros de paso por el virreinato, sea por cuestiones mercantiles o por afán científico o de servicio al Estado, eran muy pocos. Servía para reforzar una identidad de grupo y un conocimiento sobre su propia tierra. Un país complejo: caminos y hospedajes A fines de la época virreinal el grueso de la población (un 80%) vivía masivamente en los medios rurales, sobre todo en el campo serrano. La costa estaba entonces muy poco poblada: la costa rural, de pequeños valles entre desiertos y lomas, estaba regada de haciendas y parcelas agrícolas, habitadas, por ejemplo en la parte central y norte, por mucha población negra –la mayoría en condición de esclavitud–, así como por población mestiza e indígena. Las ciudades, muy pequeñas –Lima tenía 50 mil habitantes y Piura, Lambayeque, Trujillo, Ica y Moquegua apenas entre 2 a 12 mil habitantes-, eran básicamente núcleos urbanos dedicados a ser residencias de familias importantes de la región, así como lugares dedicados al comercio y la producción de artesanías necesarias para la vida. Mientras en la sierra, por otro lado, la presencia de la comunidad indígena era manifiesta, al lado de pequeñas haciendas y otras propiedades particulares. Se calcula que había más de cinco mil comunidades en todo el país, y en ellas o en las
  • 18. 34 35 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ haciendas habitaba buena parte del total de la población indígena. Las ciudades de sierra –Arequipa, Cajamarca, Jauja, Tarma, Huamanga, Cuzco, Puno– eran un poco más grandes que la mayoría de las de la costa, pobladas por mestizos e indios, dedicados igualmente al comercio, la producción artesanal, cuando no a las actividades burocráticas de la vida civil o eclesiástica. La Amazonía recién se conocía, y salvo las misiones religiosas –en Amazonas, San Martín, Ocopa o el Urubamba– y algunos poblados en la selva alta norte o central –Moyobamba, Huánuco–, era considerada una zona de frontera, peligrosa y de difícil acceso. Este país, de geografía tan compleja –la costa casi desértica, la sierra de grandes montañas y quebradas, la selva de bosques frondosos–, no solo estaba poco poblado, sino que además las distancias –según diversas visiones de la época– se hacían interminables: los desiertos costeños eran inacabables, la penetración a los Andes, subiendo a dos, tres o cuatro mil metros de altitud, se volvía fatigosa, epopéyica y compleja. Para los viajeros, sobre todo comerciantes que con sus recuas de animales recorrían los caminos, era una tarea titánica desplazarse durante diez o quince días por caminos tortuosos, jalando sus animales y cargas, a veces exponiéndose –sobre todo en los caminos costeños, cercanos a las ciudades– a la violencia de los bandoleros –asaltantes de caminos–, pero por sobre todo acostumbrándose en esas largas jornadas a una soledad casi absoluta, a compartir con el ayudante o el eventual compañero lo único que podía ilusionarlos: llegar a un tambo, comer algo para combatir el martirio del viaje y continuar hasta la ciudad de destino. Los caminos eran de herradura, desnivelados, hechos para las bestias de carga antes que para el hombre. Apenas marcados, y en la costa con solo la huella dejada por los anteriores viajeros entre la arena del desierto, eran más o menos los mismos desde hacía siglos. Algunos databan de la época prehispánica –como ciertos tramos del Qapaq Ñan-, otros habían sido creados posteriormente, pero en general eran pocos estos trazos a inicios del siglo XIX. En verdad más que resultadodeunaconstrucción,muchosdeelloshabíansurgidodelpropiotránsito de los comerciantes y funcionarios, quienes finalmente volvían tradicional el recorrido. Trayectos a pie, en bestias de carga y a veces en carretas eran lo único que enlazaba al país. Los principales caminos eran los de la costa, que recorrían todo el litoral, desde Tumbes hasta las alejadas zonas de Tarapacá, ya en el extremo sur. De esta manera se unía Lima con Trujillo y Piura por el norte, o por el sur Lima con Cañete, Chincha, Ica o Arequipa. También había caminos que recorrían longitudinalmente la sierra, desde Zepita (Puno), pasando por Cuzco, Huamanga, Huancavelica, Cerro de Pasco, Huaraz, Cajamarca, etc. Y por cierto toda una serie de caminos que enlazaban los centros poblados de la costa con los poblados o centros de producción de la sierra. Uno salía de Lima, por Lurín, subía hasta Huarochirí y luego alcanzaba la sierra central para tomar después los caminos longitudinales; otro iba hasta Lunahuaná y de allí a Huancavelica y Huamanga; otro salía hacia San Pedro de Carabayllo y subía luego por la sierra de Lima hasta llegar a otra porción de la sierra central; en fin, había caminos que enlazaban Arequipa con Puno o con Cuzco, Ica o Cañete con la sierra de Ayacucho o con la de Junín, Lambayeque con Cajamarca, etc. Los arrieros, aquellos comerciantes itinerantes que se dedicaban a llevar o traer mercancías entre ciudades, sabían a la perfección qué caminos tomar y cuándo usar otros alternativos, según las circunstancias climatológicas o los problemas sociales que pudieran encontrar. Recorrer estos caminos dependía mucho de la prisa, del esfuerzo u objetivos del comerciante o del viajero. El trayecto entre Lima y Cuzco, por la sierra central y luego por Huancavelica y Huamanga, bien podía llevar desde mes y medio hasta tres meses o más, según las paradas y descansos que se hicieran en cada ciudad por la que se pasaba. Por supuesto, a galope de caballo, el correo hacía ese recorrido en doce días. Igual tiempo para unos o para otros podía llevar el recorrido entre Lima y Piura. Por otro lado los caminos principales estaban regados de tambos cada cierta distancia, tal vez a una jornada a caballo. Había muchos en la ruta de Arequipa a Puno o de Arequipa a Cuzco, o entre estas dos ciudades serranas, por ejemplo. Como también entre Lima y la sierra central o a lo largo de la costa. En la ruta de Huamanga a Cuzco, que llevaba ocho jornadas, había siete tambos; en la de Huamanga a Palpa otros siete, y ocho si era hasta Ica; de Huancavelica a Ica se hacían seis jornadas visitando cinco tambos y el propio existente en la ciudad de destino (Urrutia 1983: 48-54; Valderrama y Escalante 1983: 69). El tambo básicamente consistía en una o dos edificaciones precarias, administradas por una familia, donde podía encontrarse algo de comida, un lugar de descanso para el comerciante y forraje para los animales. Además de estos humildes albergues, desde 1768 se había creado una Administración General de Correos, teniendo rutas que cubrir en sus enlaces: las llamadas carreras. Había una a lo largo de la costa, otra que conectaba Lima con Cuzco, y una tercera que conectaba la capital con Cerro de Pasco y Huánuco, en la selva central. Desperdigadas para cubrir esas rutas, había postas –también llamadas pascanas o paradores– para el correo, donde el viajero anónimo podía conseguir algo de comida o alojamiento. Alonso Carrió de la Vandera, que recorrió la ruta de Buenos Aires al Cuzco en 1773, se dio cuenta de lo frágil de toda esta infraestructura. Su descripción de cada región, de cada lugar de descanso y las fatigas del viaje es
  • 19. 36 37 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ una crónica vívida del significado de estos desplazamientos a fines del periodo virreinal (Carrió de la Vandera 1773). Esta realidad de infraestructura terrestre era complementada por los enlaces navieros que existían a lo largo de la costa. Hasta 1840, cuando apareció la navegación a vapor, había pequeños barcos veleros que unían los distintos puertos de la costa. Demoraban dos días en recorrer la distancia del Callao a Pisco, dieciocho para llegar a Arica, cuatro a Huanchaco o seis a Paita (Basadre 1983, I: 136). Eran naves que transportaban pasajeros y carga entre los puertos costeños, contribuyendo en algo a enlazar el litoral. Si no eran usados para el transporte de mercancías lo eran por comerciantes y funcionarios deseosos de viajar un poco más rápido, a pesar del costo superior que les suponía. Si los caminos eran harto difíciles para un viajero, descansando en tambos y postas, tampoco era mejor su situación al llegar a las ciudades de destino. Fueran de costa o de sierra no había mayores diferencias para el arriero y sus ayudantes, o para el comerciante que iba a hacer negocios específicos: hospedarse en un tambo urbano y pasar de uno a tres días antes de volver a partir. Allí comería, dejaría a sus bestias de carga descansar y pastar, y sería su lugar de trabajo. Había cantidad de tambos en todas las ciudades –Lima, Arequipa o Cuzco–, en los barrios o en la periferia. Si se conocía a alguien, un familiar, un compañero de negocios o un compadre –y los comerciantes tenían muchos, regados por los pueblos– se alojaría en la casa de estos por el tiempo requerido. En cambio, para los comerciantes más acomodados o para los funcionarios públicos y eclesiásticos en viaje, o para los científicos que por sus misiones debían visitar estas ciudades, las posibilidades eran más amplias: alojarse en casa de algún vecino, sea como invitado, tomando una pensión o alquilando un cuarto o un “departamento” –habitación con baño y tal vez una pequeña salita– en alguna casa cuzqueña, arequipeña o huamanguina. La vida se haría más llevadera y sería libre de comer en esa casa o buscar comida en la ciudad. También, por supuesto, existían los que se hospedarían o comerían en lugares diseñados para este tipo de viajeros. En las grandes ciudades del país –Lima, Arequipa, Cuzco, Trujillo, Huamanga y muy poco o nada en el resto de pequeñas ciudades– había posadas específicas: los bodegones o fondas, que ofrecían albergue y comida, con establo para los animales, las cabalgaduras y espacio para los sirvientes: “lugar para la recepción, el descanso y el alojamiento de aquellos que van de viaje” (Khatchikian 2000: 80). Allí los viajeros, comerciantes o funcionarios de paso compartirían vivencias con otros personajes de la ciudad que acudían a estos lugares en procura de comida. Por cierto, si no quisiesen comer allí sus alternativas eran amplias dada la existencia de picanterías, que las había muchas en Cuzco o Arequipa por ejemplo, así como de chicherías, pulperías y chinganas. Hacia 1752 se decía que en Arequipa funcionaban más de tres mil chicherías (Chambers 2003: 124). Fiestas religiosas, ferias y diversiones Las diversiones públicas en las ciudades y fuera de ellas eran variadas según los lugares. Todavía primaba, a diferencia de Lima, la importancia de la religión en muchos de ellos, y las fiestas de la Epifanía, Pascua y Semana Santa, Corpus Christi, Asunción de la Virgen, Día de Todos los Santos, Inmaculada Concepción o Navidad eran propicias para ser espacios de encuentros familiares y de regocijo popular. Unidas a otras celebraciones en honor a santos y o a efemérides civiles –natalicio del rey, jura de lealtad, etc.– permitían la congregación de la gente en templos y plazas, para luego trasladarse por las calles donde se visitaban los altares levantados por las cofradías, se escuchaba a los músicos en sus serenatas y se terminaba casi siempre en una picantería o una chichería, en una pelea Martes de Carnaval de Arequipa, según grabado de P. Marcoy (1869).
  • 20. 38 39 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ de gallos, en una corrida de toros, en sitios de juegos de azar o contemplando los fuegos artificiales (Chambers 2003: 133). Una festividad muy celebrada en Arequipa era la de carnavales, tras el tiempo de Cuaresma, donde la gente se concentraba en las calles y tiraba huevos y pinturas. Así pues, picanterías, chinganas o chicherías eran los lugares –como las fiestas callejeras– para el encuentro popular, el alcohol, la algarabía y a veces la violencia, diversiones urbanas públicas muy de antiguo régimen, pero que contrastaban con la sociabilidad de las clases altas, ancladas en la reunión familiar, en la comida o agasajos a invitados, como era común en casi todas las ciudades importantes del país, a veces matizados por la lenta aparición de una vida de salón –tomar el chocolate, compartir un momento de ocio–, como se empezó a generalizar en Arequipa, por ejemplo, al final del periodo virreinal. Igual que en los espacios urbanos, en el campo primaban también las fiestas de santos patronos, las peregrinaciones y el culto religioso como expresiones de la sociabilidad de la gente, de confluencia y de renovación de los compromisos de los fieles, donde las individualidades se disolvían en pro de la comunidad. Por cierto, cada ciudad o región tenía sus marcadas diferencias, según los ciclos agrícolas o las devociones locales, pero en general hay que advertir la importancia manifiesta de lo religioso a fines de la época colonial en esos lugares, lo cual no significa que no hubiera espacio para alguna forma de sociabilidad distinta, aunque fuese escasa. Para los pocos viajeros que no eran comerciantes –funcionarios o acaso algún científico–, ¿qué lugares de diversión o de encuentro se les abrían en estas ciudades o en estas regiones que visitaban? Seguramente si estaban en Cuzco, Arequipa o Huamanga sus amigos los llevarían a visitar iglesias, a comer en alguna picantería o si estaban específicamente en Arequipa tal vez a la campiña buscando explorar los extramuros de la ciudad. En Cuzco o Cajamarca sería de interés algún lugar arqueológico. Aunque todavía sin la persistencia que veremos luego, a fines del periodo colonial se van configurando dos espacios novedosos para el forastero ignoto: visitar la ciudad en sí, como espacio de conocimiento o visitar la naturaleza o los sitios arqueológicos de los alrededores. ¿Hay algún interés por la multitud, distinto al de las procesiones, del mercado, del espacio urbano tradicional? Por ejemplo, ¿por los congregados en las ferias rurales? Había muchas ferias o lugares de encuentro mercantiles en pequeños pueblos y grandes ferias regionales anuales, como la de Huancayo –ciudad que empieza a crecer a fines del siglo XVIII, a mitad de camino entre los tambos de Jauja y Huambo–; la de Santiago de Cocharcas o la de Atunsulla en la actual Ayacucho; la de Tungasuca El Paseo de los Descalzos, según M. A. Fuentes (1867). y Coporaque en Cuzco; o la de Vilque, en Puno, que congregaba a comerciantes de toda la macrorregión sur. ¿Hay algún interés por ellas? Son ferias ubicadas en cruces de caminos estratégicos, anuales, que funcionaban a la par del calendario religioso y agrario de los pueblos. Por ejemplo, el domingo de Resurrección se realizaba la feria de Acuchimay en la región de la Huamanga colonial, que como las de Matará, Chupas, Ungahuasi o Coracora, atraía a muchos comerciantes y mercancías de la costa, sierra central y sur (Urrutia 1983: 47-64). O la de Vilque, en Pentecostés, a donde llegaban comerciantes tanto desde la sierra central o la costa sur como de Salta, Tucumán y Jujuy en la actual Argentina. El interés es nulo todavía en nuestro visitante ignoto, que básicamente se circunscribe a los pequeños espacios circundantes de su momentáneo lugar de residencia. Estamos hablando, además, de unos cuantos visitantes con este rasgo definido, como ya se dijo, a fines del periodo virreinal.
  • 21. 40 41 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ Los lugares y momentos de las diversiones públicas limeñas La ciudad de Lima como espacio urbano cambia aceleradamente a mediados del siglo XVIII. Hasta entonces era una urbe amurallada que más o menos había permanecido así desde hacía más de un siglo. Comprendía un sector urbano central, el barrio de San Lázaro –en el Rímac– y parte de Santiago del Cercado, en los extramuros. Como ya se dijo, la vida religiosa colmaba la ciudad, y la vida pública se restringía a las fiestas religiosas y a espacios de diversión momentáneos como las que ocurrían en mercados, alojerías, chinganas, picanterías o chicherías, estas últimas muy de raíz popular. Entonces, dos sucesos cambiarían las cosas: el terremoto de 1746, que destruyó gran parte de la ciudad, y la labor que se efectuó particularmente durante el largo gobierno del virrey Manuel Amat y Juniet (1761- 1776), consistente en una serie de obras públicas que buscaron crear nuevos espacios de diversión y distracción para la población. Efectivamente, tras el terremoto, la nueva dinámica se comprobó de inmediato con el traslado del viejo local del teatro a un nuevo emplazamiento (1749), seguido ya en tiempos del virrey Amat con su mejora y con la construcción del nuevo Coliseo de Gallos (1762) en la plazuela de Santa Catalina, cerca de la muralla (Aragón 2004: 367). Así empezaba, desde la esfera civil, el reordenamiento de las diversiones pues, por ejemplo, las peleas de gallos, organizadas por las plebes, se hacían en todo lugar y de manera desordenada. Habría ahora un recinto cerrado para ir y visualizar el espectáculo, y abrirlo a otros sectores sociales, ya que “en algunos días suele ser crecido el concurso de todas las clases”, según refería en una crónica el Mercurio (6, 20-I-1791: 42). Luego seguirían la construcción de la Plaza de Toros de Acho (1768), el Paseo de Aguas (1770), la Alameda de Acho (1773) y la reparación de la Alameda Vieja. Obras todas efectuadas durante el gobierno de Amat y Juniet y en el espacio del quinto cuartel o barrio de la ciudad –el actual distrito de El Rímac–, la zona de la ciudad que se proyectaba en su expansión hacia los Andes cercanos. Estas obras llevaron a la creación de un espacio geográfico continuo y definido nunca antes visto, propio para las diversiones de los habitantes de la ciudad. Que permitía a todos los sectores sociales, en mayor o menor medida, participar de ellas y desarrollar un ocio moderno. Para las elites el paseo por los Descalzos se volvió una diversión urbana para la cual se preparaban con mucha dedicación. Era de una asistencia casi obligada, especialmente los domingos o en Año Nuevo, o en Reyes, o en alguna festividad tradicional. Entonces se llenaba el lugar de coches y calesas, con los hombres mostrando sus mejores trajes y las mujeres sus vestidos más elegantes, para diferenciarse entre tanta gente distinguida. Aunque el recato tradicional limeño, contra el que se sublevó luego el ilustrado Rossi y Rubi desde las páginas del Mercurio Peruano, hacía que la gente no saliera de sus calesas y conversara entre sí a través de las ventanas, pues pasearse a pie era muy mal visto. Otro sitio para divertirse era la Alameda de Acho, en Piedra Liza, un lugar más tranquilo. Pero como hemos mencionado, el espacio de diversión y esparcimiento superó el marco urbano y se proyectó hacia la zona rural cercana: Amancaes. A diferencia del pasado, cuando se tenía miedo de traspasar los marcos de las murallas por los constantes asaltos y el bandolerismo en las chacras aledañas, los limeños empezaron a visualizar Amancaes como un espacio propio, prolongación del descanso y la diversión frente a los días de trabajo. Así la gente podía acudir entre junio y septiembre a estas pampas, tanto como pasear en la concurrida Alameda Vieja o de los Descalzos. Dice Joseph Rossi y Rubi, en su artículo “Idea de las diversiones públicas de Lima” (Mercurio, 4, 13-I-1791) que las salidas a las pampas de Amancaes eran extraordinarias en tiempos de lomas, cuando reverdecían colinas y quebradas, y florecían los campos: “estas diversiones, por Alameda de Acho, según M. A. Fuentes (1867). Paseo en la Alameda Nueva, detalle de J. M. Rugendas (1975).
  • 22. 42 43 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ lo que tienen de rural, deleitan y no tienen malas consecuencias, sino cuando hay exceso de comida, y cuando media la determinación de dormir a cielo raso, o en un ranchito”, y entonces puede haber “confusiones” (Ibíd.: 36). Acudía tanto la gente de la aristocracia criolla como mestizos e incluso indios, aunque es verdad que algunos de estos últimos en condición de sirvientes o para vender sus picantes y otras viandas a unos limeños deseosos del descanso placentero, de salir de la rutina y de merecido solaz al aire libre. Por cierto, este cambio urbano llevó a una valoración urbanística de El Rímac, que fue el destino de la inversión privada: en 1770 comenzó la construcción de la Quinta de Presa. Nuevos aires, despercudidos de la religión, se alzaban entre las iglesias y conventos (Ramón 1999: 295-324). La vieja ciudad colonial, donde cerca de un tercio de edificios era religioso, se abría a una nueva dinámica. Apareció con el Teatro de Comedias un nuevo hábito por el ocio cultural, aunque el Mercurio se quejaba de que los gustos plebeyos todavía predominaban en él; como también en la diversión que se daba en la Plaza de Toros, donde los aristócratas podían ir elegantes –mostrándose ante los demás– pero al mezclarse con los vendedores de agua, existentes entre gente tan variada, arriesgaban su seguridad. La elite disponía también de un salón de juego de pelota para su distracción, lugar más bien apartado del tumulto popular (Mercurio, 4: 28-29). Completará esta transformación, a fines de siglo, la creación del Jardín Botánico. Como decía el propio Amat y Juniet, se trataba de crear espacios para el “desahogo de los ánimos en (los) tiempos que se conceden al descanso” (Amat y Juniet (1947 [1776]): 169). Sin embargo, este surgimiento de las modernas diversiones públicas va acompañado todavía de la intensidad de las viejas fiestas religiosas. En estos años obispos y otros eclesiásticos luchan por evitar su desborde e impedir que estas se conviertan también en ocasiones de diversión públicas modernas, desacralizadas. El arzobispo de Lima, Pedro Antonio Barroeta (1751-1758), ordenó que en las procesiones,entierrosydemásfiestasreligiosassesuprimieranlosbailesymelodías profanas, siendo sustituidas por música sacra y cantos gregorianos. Uno de sus sucesores posteriores, Bartolomé de Las Heras (1806-1821), participó igualmente de estas ideas. Era la tendencia de la época, y en Trujillo, el nuevo obispo Baltasar Jaime Martínez de Compañón (1779-1790), a través de sus constantes viajes por su dilatada diócesis, que abarcaba todo el norte del Perú, buscó asimismo el control moral de las costumbres; como lo hizo el obispo de Arequipa, Pedro José Chávez de la Rosa (1788-1809), con una campaña para reformar las costumbres de la feligresía. Como expresó el obispo José Carrión y Marfil: los responsables del nacimiento de estas nuevas tendencias que se combatían eran claramente “la libertad francesa, sus traducciones y exposición halagüeña de las pasiones” y la llegada de extranjeros, con sus cómplices, los funcionarios (Odriozola 1863, I: 240-247). Sin embargo, era imposible no entender que la ciudad sufría una interesante modificación en su dinámica. Podemos decir que se abren no solamente nuevos espacios de diversión pública, sino que estos refuerzan una nueva sociabilidad urbana. Como decía Rossi y Rubi, se notaban los cambios y en los nuevos cafés que existían en la ciudad se asistía no solo a almorzar sino también a discutir, como en Europa, y había motivos de sobra, pues el Mercurio o el Diario de Lima, daban pie para una variada conversación entre los letrados. Hacia 1791 había en Lima cinco cafés, habiendo sido creado el primero en 1771: eran los situados en las calles de Santo Domingo, La Merced, Bodegones, Plumeros y Del Rastro. Había mesas de billar y de trucos, se servían helados y todo tipo de bebidas, llenándose de personas en las mañanas y a la hora de siesta (Mercurio, 12, 10-II-1791: 110). Al parecer hubo más cafés que los referidos, la mayoría regentados por extranjeros, sobre todo franceses o italianos, que habían traído el gusto por estos recintos y por esta bebida, que se ofrecía con cada vez mayor intensidad. En 1815 los cafés eran ocho y estaban Tapadas en la Alameda, detalle de J. M. Rugendas (1975).
  • 23. 44 45 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ en las calles de Bodegones, Santo Domingo, San Agustín, La Merced, El Puente, Abajo el Puente, Mercaderes y la Inquisición (Holguín 2013: 30, 54). También se combinaban tales lugares de diversión con diversas alojerías, donde se servían mates o aloja, un tipo de bebida dulce muy consumida en aquellos años entre los sectores altos de la ciudad; y por cierto se combinaban con chinganas, pulperías y chicherías, lugares de congregación de los sectores populares de la ciudad. Las chinganas y pulperías estaban regadas por la ciudad y en el barrio de Santa Ana no había calle que no tuviera alguna. Se reunían negros, indios, mestizos o criollos pobres, siendo cotidianas tanto la violencia como la risa (Cosamalón 1999: 205-220). La gente, por sus actividades y necesidades de ocio, buscaba estos lugares de encuentro al margen de su casa o trabajo, para tomar una bebida o alguna colación ligera. La necesidad de una comida más consistente para comerciantes, transeúntes o funcionarios de paso por la ciudad llevó a que surgiera una gran cantidad de bodegones –lugares donde se comía lo que hubiera o lo que se podía preparar–, mesas redondas (como pensiones, comida a precio fijo para comensales fijos), o cocinerías, no siempre permanentes, que ofrecían platos más modestos para un público también popular. Complementaban ello las picanterías, ya muy numerosas en Lima. Las zonas comerciales como El Rímac, las zonas cercanas a las entradas de la ciudad, allí donde hubiera movimiento humano se llenaban de estos lugares, algunos con sitio fijo otros con carácter ambulatorio –pensando en las modestas cocinerías o picanterías–. Solo al final de este periodo aparecen en Lima las fondas, que reemplazan a los bodegones. Ofrecían alojamiento y comida. Ello ocurre luego de 1778, siendo ejemplo la de la calle de Petateros, cercana a la Plaza Mayor; o la de Cayetano, hacia 1806, que al parecer servía muy buena comida. Hacia 1815 había muchas otras como las de las calles La Merced, Mantas, Ánimas, Pescadería o Abajo el Puente, o la del Caballo Blanco, en Lártiga. Así pues, se multiplicaban los espacios y los lugares para la distracción, sea para los paseos, sea para la conversación, sea para comer algo o para alojarse. Eso sí, estaban destinados al deleite y satisfacción de los propios habitantes de la ciudad. Los forasteros –personas de paso, que por breves días o semanas estaban en la ciudad– eran muy pocos, como se mencionó. Algún comerciante, que se alojaba en un humilde tambo en la periferia o en una fonda, y que comería en una picantería o en una mesa redonda, o acaso en la misma fonda. O algún científico o funcionario real, que también se hospedaría en fondas o comería en estos lugares, si es que por su prestigio no lo haría en la casa de un vecino de cierto nombre en la ciudad. En todo caso recorrería las calles, las iglesias e iría, con el resto de vecinos, a los espacios públicos de diversión recién establecidos. Una precisión de contraste El humanismo y los viajeros hicieron posible conocer, entre los siglos XVI y XVII, algunos lugares de Europa y apreciarlos (como quedó registrado, por ejemplo, en el Diario de viaje de Michel de Montaigne), así como la imprenta permitió la aparición de textos que hoy pueden considerarse antecedentes de las primeras guías, como la Guía de caminos de Francia de 1552, Viajes en Francia, realizada para conocimiento y comodidad de franceses y extranjeros de 1589, o el Fiel conductor para los viajes en Francia, Inglaterra, Alemania y España en 1654 de Coulón, con descripción de caminos, hospedajes y sitios de interés; aunque estos textos pueden considerarse como fruto, desde el siglo XVI, de los constantes viajes que los aristócratas jóvenes ingleses –promovidos por la corona– realizaban al continente europeo, buscando conocer las culturas y las organizaciones políticas de dichos lugares. Aprendizaje para la vida diplomática y política, estos viajes podían ser el petit tour, que comprendía París y el sudoeste de Francia; o el grand tour, que luego de desembarcar en Calais, ir a París, al sudeste, al Mediodía –el Midi– y a la Borgoña se extendían a Italia, Alemania y Europa Central. “Faire le grand tour”, fue una frase a partir de la cual derivarían a inicios del siglo XIX los términos “turista” y “turismo”. Es en el siglo XVIII cuando se consolida el grand tour –algunos lo ven como el recorrido Calais-Roma– y entonces se vuelve normal ver por los caminos al “inglés viajero”, que de acomodada posición económica exigía hospedajes cómodos y seguros en su ruta, contribuyendo a elevar los estándares de los establecimientos y a la mejora de los caminos. Según Edward Gibbon en 1785 unos 40 mil ingleses, entre amos y sirvientes, se movían en las rutas (Bertrand 2002; Black 2003; Boyer 1997 y 2002: 13; Khatchikian 2000: 70-71; Towner 1985; Withey 1997). La invención inglesa del tour no es gratuita. El modelo educativo inglés del siglo XVIII veía en el viaje un elemento fundamental de la formación, que daba carácter al aristócrata. Luego el modelo fue imitado por otras aristocracias europeas, en viaje por Francia o Italia (Boyer 2002: 18). Paralelo a este turismo de movimiento, se consolida para el mismo siglo un turismo restringido a un espacio concreto: en la primera parte del siglo el de los baños termales y luego un turismo de naturaleza y de mar.
  • 24. 46 47 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ El interés de las clases altas por los baños termales es muy anterior al siglo XVIII, pero es en estos años cuando despierta un renovado interés, en un contexto de ver a la naturaleza de manera distinta y complementar la curación de enfermedades con la necesidad del descanso. En Bélgica florece Spa, pero fue en Gran Bretaña donde la “revolución de Bath”, en palabras de Marc Boyer, a inicios de la centuria, se convirtió en modelo para otros lugares de Europa: transformar sus fuentes de aguas medicinales en estaciones de lujo. La nueva y vieja aristocracia, y también la naciente burguesía, concurrían a Bath, balneario convertido en un laboratorio social de descanso. Reuniones sociales, bailes y juegos de azar daban el marco para este tipo de prácticas. Pronto aparecieron las estaciones de Baden-Baden, Hombourg, Kissingen, Montecatini o Aix-en-Savoie en Europa continental. Se inauguró con los años una auténtica temporada estival (como época de descanso) alrededor de las aguas y los baños. Cuando a comienzos del siglo XIX Bath estaba cambiando su identidad para convertirse en una ciudad residencial y de jubilación –proceso que marca su decadencia– surgieron nuevas ciudades spa como Cheltenham, Leamington y Harrogate. Hay pues un factor de descubrimiento territorial a partir de la búsqueda y desarrollo de estos lugares (Borsay 2000 y 2000a: 3-17; Boyer 2002: 19; Jarrasé 2002: 33-49; Davis y Borsali 1996; Neale 1981). Las estaciones tuvieron una clientela de rentistas. En las listas de visitantes de estas, el 85% lo conformaban rentistas o propietarios, de edad muy diversa. Una décima parte estaba compuesta por clérigos, hombres de leyes y oficiales. Los comerciantes e industriales eran una minoría (Boyer 2002: 21). La historiografía no británica ha realzado que los británicos no fueron los únicos inventores de este tipo de turismo, puesto que los suizos también jugaron un importante papel. Se ha notado cómo diversos pensadores ilustrados –como Rousseau– exaltaron a la montaña, a la Suiza mítica, consagrándose lugares que empezaronaservisitadoscomoloslagosdemontaña,lascascadasyloscircos,cuya atracción aumentó desde finales del siglo XVIII, aunque en todo momento ligada a una mirada cultural, civilizada, pues se descartaba –a diferencia del romanticismo posterior– la naturaleza pura o salvaje. La “invención” de los glaciares y del Mont- Blanc fueron novedades esenciales. Se debe mucho a los ingleses, pero también a los suizos de Ginebra y de Zurich. Pronto las posibilidades se fueron ampliando: los valles del Rin y del Ródano, así como los Pirineos se convirtieron en nuevos atractivos, o resurgieron viejos lugares (Vaucluse, la Grande Chartreuse). (Boyer 2002: 19; Jarrasé 2002: 37-38; Tissot 2003). El invierno en el Midi fue una invención británica, a fines de ese siglo XVIII, en un espacio geográfico que cubre Niza y Hyères. Acompañado de la contemplación de la naturaleza, de los naranjos aclimatados, de octubre a abril el invierno en el Midi se convirtió en la temporada que atraía a los rentistas más ricos; no en mayo, pues para la “gente del mundo” no era conveniente ni concebible pasar el verano en Niza, Hyères o Cannes. Así, las estaciones invernales se multiplicaron por la Riviera: Cannes, Menton, Gras, San Remo. Otras se crearon en el sudoeste (Pau, Arcachon), en la costa italiana y más lejos aún (al oeste: Mallorca, Málaga, Estoril y Madeira; al sur Córcega, Malta y Argelia; y al este Corfú y Egipto) (Boyer 2002: 20-21; Khatchikian 2000: 177-179). El siglo se teje de guardianes culturales, de “gate-keepers” como los denomina Marc Boyer, visionarios y emprendedores como Richard Nash, Windham, Smolett o Sterne, que proponen prácticas de ociosidad, migraciones codificadas y lugares de excepción, en la época del grand tour, ampliando los horizontes del turismo. “La revolución turística del siglo XVIII es contemporánea de la revolución industrial. No es, por tanto, su hija. Los descubrimientos turísticos de esa centuria no derivan de los progresos técnicos de esa época, ya que no fueron hechos por clases ascendentes que entonces se enriquecieron en los negocios y en la política. Al contrario, las invenciones del turismo fueron hechas por privilegiados de nacimiento y también de la cultura” (Boyer 2002: 21). Como John K. Walton (1983) y Fine y Leopold (1990: 151-179) lo han aseverado, hay que aprender entonces a disociar un proceso del otro. Pero ¿cuánto de todo ello podemos verificar para el caso peruano? Llegados a 1821 y al momento de la independencia política del país se ha asistido a una transformación cotidiana interesante en un espacio urbano como el de Lima, con el nacimiento de diversiones públicas nuevas que conviven con las tradicionales religiosas. Hay un nuevo sentido del ocio que no queda sin consecuencias, ligado a los sectores aristocráticos, pero que de cierta manera involucra también a los sectores populares. El proceso no ha estado libre de tensión entre una visión tradicional y otra moderna de la vida. Por otro lado, en el resto del país priman todavía los calendarios religiosos y agrarios como expresiones de las diversiones para una población diversa y amorfa. Los viajeros –funcionarios o científicos– con algún interés por la observación, y en cierto modo por el ocio momentáneo –conocer, mirar–, son pocos todavía, casi imperceptiblesparaelrestodelapoblación.Losmovimientosmigratoriosinternos son básicamente laborales o motivados por peregrinaciones religiosas puntuales, pero el país ha sufrido cambios que serán esenciales para las transformaciones que inmediatamente se producirán.
  • 25. 49 48 FERNANDO ARMAS ASIN No tenemos entre nosotros ni estaciones invernales ni “Spa”, en el sentido de auténticas estaciones de descanso, con las comodidades del caso, para la aristocracia.Peroallíyalláhay sectoresaltossedientosdelocioydelasdiversiones, que encuentran para el caso de Lima, en los espacios recién construidos, un canal moderno de diferenciación. Comprobamos entonces un primer hecho que podríamos denominar de inicio del fenómeno. II. Dentro de un proceso mundial. Los viajeros, el descanso elitista y los inicios de la divergencia El desarrollo de las estaciones de moda para el descanso en Gran Bretaña y Europa continental permitió a la burguesía una manera más asequible y directa de compartir los beneficios de la aristocracia sin gastar tanto en la adquisición del capital cultural – la educación y la experiencia del grand tour–, aunque se constata que a fines del siglo XVIII e inicios del siguiente ya grandes burgueses participan también de este viaje. Pero más importante, como se ha visto, fue el traslado de la experiencia del recorrido a Italia al recorrido por las cordilleras de los Alpes y hacia el Midi. En ese contexto romántico aparece la palabra “turista” como adjetivo que califica al viajero inglés rico y curioso, que con su guía visita los lugares previamente descritos y presentados a sus ojos, que se traslada a las estaciones calificadas “chic” –término también del siglo XIX–, buscándose a sí mismo en un contexto de descanso (Boyer 2002: 14; Walton 2002: 73)2 . Las estancias más prestigiosas se levantaron en las localidades termales de moda, muy numerosas. Como algunos además tomaron la costumbre, en primavera y en otoño, en su ida al Midi o a su retorno, de pararse en el camino, surgieron pronto nuevas estaciones en las orillas de los lagos montañosos, siendo las de mayor notoriedad las existentes en los lagos italianos. Hubo igualmente otras estaciones dispersas como Montreux y Vevey, en los lagos suizos de Interlaken o Bregenz, en los macizos hercinianos de Alemania o en Annecy. Por otro lado, y dado que un grupo muy reducido de alpinistas aristócratas y burgueses buscaba escalar cimas con sus guías, en los meses de junio y octubre Chamonix se convirtió en un lugar referencial del alpinismo, no teniendo en el siglo XIX más rival que Zermatt. Las estancias al pie de las montañas comenzaron a interesar a un número cada vez mayor de turistas. 2 Actitud que a fines del siglo, 1889, llevaría a T. Veblen y a otros a cuestionar el despilfarro de esta clase ociosa (véase su obra The Theory of the Leisure Class).
  • 26. 50 51 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ En la segunda mitad del siglo XVIII se habían puesto de moda los baños de mar, debido a sus supuestas capacidades curativas, mejores que las de los baños termales clásicos, adquiriendo los lugares connotaciones terapéuticas. Por ello inicialmente no era cuestión de nadar, jugar en la arena ni mucho menos tomar baños de sol. Hubo pues un cambio en el atractivo que ejerce el mar, que había sido considerado un lugar para los pescadores y otros lugareños, y en donde exponerse a los rayos solares era la mejor constatación del trabajo arduo de las clases inferiores. “La exposición al sol no se consideraba elegante, pues se suponía reservada a los aldeanos y a la gente de condición social inferior que se veía obligada a realizar sus labores al aire libre” (Khatchikian 2000: 141). La tez de color natural había sido una garantía de la clase ociosa. Sin embargo esto cambiaría lentamente (Ibíd.: 96, 141; Urry 2004: 34-35; Walton 1983). Las estaciones marinas más reputadas se encontraban a orillas del Báltico, del Mar del Norte, de La Mancha y del Atlántico, hasta San Sebastián. Así, tanto el turista aristocrático como el burgués rentista –que invertía celosamente sus ingresos en las diversiones– se movilizaban con las estaciones del año: en invierno a ciertos lugares de recreo o a lugares de descanso y distracción; en verano a las estaciones termales o al mar. Sostenemos que al igual que en otros procesos políticos, económicos y sociales, el desarrollo de los elementos de lo que hoy denominamos la actividad turística se dio acá paralelamente a lo que acontecía en el hemisferio norte, por lo menos en sus orígenes. Contra lo que tradicionalmente se ha supuesto: que mientras el turismo se empieza a desarrollar en Europa, en esta parte del mundo no existía ni rastro o asomo de él, creemos que más bien este fenómeno se fue dando en forma asombrosa, con características comparables, que debieran llevarnos a un análisis más profundo sobre los desarrollos simultáneos y múltiples en el mundo de fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX. En este capítulo vamos a estudiar el turismo como práctica social limeña en la primera mitad del siglo XIX. Nos centraremos en los relatos de los diversos extranjeros que arribaron a la capital y delinearon una cierta mirada sobre la ciudad y sus lugares de interés. Específicamente tales relatos nos ayudarán a mostrar lo que las elites locales consideraban sus lugares de ocio y diversión, sea en Lima o en sus alrededores. Además nos deben ayudar a delimitar cómo era la oferta de hospedaje o culinaria que se ofrecía al visitante o al lugareño, así como la infraestructura de transporte operativa por entonces. Esto, por cierto, debe ser corroborado desde otras fuentes, para así darnos una idea del ocio y el descanso a inicios del siglo XIX. Lo cual debe contribuir a entender de qué desarrollo del turismo hablamos cuando nos referimos al existente en el Perú. Delineando la mirada sobre Lima Lima despertaba un interés por recorrerla y conocerla desde el momento en que se llegaba a ella por variados motivos. Y por cierto por describirla en múltiples detalles. Algunos aspectos remotos de ello, en el tránsito a la modernidad, los rastreamos en los distintos viajeros del siglo XVIII, como Frézier o Dombey, que la conocieron y escribieron acerca de ella. Pero la novedad ahora será lo recurrente e incisivo de ese interés y su impacto en la nueva mirada europea que sobre la periferia del mundo se va tejiendo. Son europeos que llegan en misiones militares, acaso diplomáticas o comerciales, a veces incluso que se afincan en la ciudad, dándonos cuenta de la vida de los pobladores y las peculiares observaciones que sobre sus gustos, intereses o aficiones desarrollan. El proceso es constructivo y empieza con descripciones rudimentarias, como las que nos ofrece el mercader y viajero norteamericano Amasa Delano, según su texto publicado en Boston en 1817, en donde describe la visita que hizo a la Inquisición y a la Casa de la Moneda, entre 1805 y 1806, gracias a unos sacerdotes amigos que fueron sus guías. Su narrativa es sobria y sin la fineza y detalles que mostraría luego el también viajero y comerciante Julien Mellet, Encuentro en la Alameda, según M.A. Fuentes (1867).
  • 27. 52 53 FERNANDO ARMAS ASIN UNA HISTORIA DEL TURISMO EN EL PERÚ de nacionalidad francesa, en el libro que publicó en la editorial Chez Masson et Fils de París en 1824 sobre su periplo por América del Sur. Entonces recordaría Mellet que recorrió las calles de Lima en 1815, caminó por la Plaza mayor, fue al Rímac, a la Alameda y a la Plaza de Acho. Describió a las mujeres, la saya y el manto, reconociendo que los vestidos de las limeñas estaban cambiando gracias a los sombreros y los trajes europeos. Incluso almorzó con algunas limeñas en una picantería, fue a una fonda y se sorprendió de sus habilidades para la comida, admirándose de la chicha (Delano 1971; Mellet 1971: 83-90). Esta precisión sobre los lugares de diversión y de distracción de la Lima urbana la comparte con otros viajeros, como el marino ruso Vasilii M. Golovnin, de paso por el Callao en 1818, quien describió en un texto que luego publicaría en San Petersburgo en 1822, que el señor Abadía, su contacto oficial en Lima, no solo le permitió sentirse a gusto en el Callao y Lima, sino que lo hospedó en su casa y lo llevó a ver los conventos de La Merced, San Agustín y Santo Domingo, que luego fueron al río Rímac, y en otros días a visitar la Casa de la Moneda y el Cementerio Presbítero Maestro (Golovnin 1971). Vivencias similares comparte asimismo el marino inglés A. Caldleugh, en misión oficial por las costas del Pacífico, que publicaría luego en Londres en 1825, en dos volúmenes, las impresiones de su visita oficial a las autoridades virreinales en 1821, comentando que luego de una recepción en Palacio aprovechó con otros marinos para visitar las calles de Lima, sus iglesias y Abajo el Puente, un sitio muy concurrido y “visitado por todos los que llegan a Lima por primera vez”; luego se fue al Rímac, a visitar la Alameda, el Paseo de Aguas, la Plaza de Toros y después al Cementerio. Aunque no sabemos, por sus rápidas descripciones, si solo pasó por los exteriores de estos lugares o los visitó con meticulosidad (Caldleugh 1971: 175-198). De lo que sí estamos seguros es que tanto Caldleugh como Golovnin recorrieron la ciudad pero no salieron de ella a explorar otros lugares allende las murallas. Mellet al parecer sí lo hizo y describió que a dos leguas al sur de Lima estaba Buena Vista o Chorrillos, donde en verano los limeños se trasladaban a tomar baños y se dedicaban a las diversiones y los juegos. Expresando que había allí muchos “hoteles, cafés y juegos” e indicando que también algunos solían ir a Lurín, a siete leguas; lugar donde, aunque no tuviera baños, se jugaba mucho, haciendo grandes negociados los “dueños de café y posaderos”. Esta imagen inicial sobre un espacio todavía impreciso también la brinda el noble y marino francés Camille de Roquefeuil, de paso por el puerto del Callao y nuestras costas en 1817, quien se refirió a los edificios de Lima –la Universidad de San Marcos, la Casa de la Moneda, las iglesias–, a las fiestas religiosas que apreció –Domingo de Ramos, Pascua–, así como a las limeñas y a los lugares de diversión existentes dentro de la ciudad: la Alameda del Callao, el teatro, las corridas de toros y las peleas de gallos en el Coliseo, donde muchos asistían sin mayor distinción de clases. Al parecer se paseó por la Alameda Nueva, en el Rímac, y dio cuenta de cómo un catalán, al final de esta, había establecido unos baños fríos, de veinte pies de diámetro por tres de profundidad, cobrando una módica suma para refrescarse en tiempos de verano, aunque había que llevar su propia ropa. Hizo una excursión al sur y visitó Miraflores, Barranco y Lurín, pasando por el sitio arqueológico de Pachacámac, que describió, aunque curiosamente no Chorrillos, señal de que tal vez no visitó ese lugar de descanso (Roquefeuil 1971: 131-138). Su cierta parquedad en referir algunos datos externos de la ciudad nos recuerda a un escritor tardío como el inglés Guillermo Miller, quien en las Memorias de sus años de servicio militar en las campañas por la independencia, describe algunos de los lugares por donde pasó. En el capítulo XVI hizo una reseña por entonces ya clásica de Lima: su Plaza de Armas, Catedral, los bailes, las tapadas, las corridas de toros; aseverando que cerca de los portales de la Plaza Mayor había varios cafés que colocaban sillas y bancas en las inmediaciones para que la gente tomara helados, limonadas, etc. (Miller 1975, I: 269). Pero cuando habla de Chorrillos solo menciona que “es el sitio de moda para ir a bañarse durante una corta temporada, donde se ganaban y perdían sumas inmensas” (Miller 1975, I: 278). Espuesunprocesoestedeirdelineandopocoapoconosololoslugaresdediversión, sino de descanso y ocio de los limeños, siendo los aportes de los británicos Hall, Mathison y Stevenson mucho mejores. Basil Hall, marino y viajero, publicó las impresiones de sus misiones por el mundo en varias obras, siendo la referente a Perú, Chile y México impresa en 1824 en dos volúmenes. Ejerció tanta influencia sobre el público lector europeo que en 1825 se hizo una segunda edición y luego esta obra fue traducida al francés y al alemán. En parte de los extractos de su diario habla de Lima, hacia 1821, de sus mujeres, de la saya y el manto. “Ningún viajero (…) entró nunca a una gran ciudad sin sufrir desencantos, y la capital del Perú no es una excepción a esta regla”. Habla en forma insistente de las iglesias como lugares de visita y del teatro como sitio de distracción. Y luego nos narra su estancia en Miraflores, buscando los ranchos apacibles donde la gente limeña de la elite iba a descansar en verano, aunque percibió que no había ningún bañista en la playa y los bancos para sentarse en las afueras de las casas-ranchos estaban vacíos, como las glorietas y otros lugares de descanso –por las circunstancias de las guerras– (Hall 1971: 195-268)3 . El marino inglés Gilbert F. Mathison, por su 3 Existe una reciente edición de parte de sus memorias (Hall 2016).