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Antes	del	inicio	de	la	historia	de	America	Singer,	otra	chica	llegó	a	palacio
para	competir	por	la	mano	de	otro	príncipe…
La	Reina	se	sitúa	en	el	tiempo	antes	de	lo	sucedido	en	La	Selección	y	está
narrado	desde	el	punto	de	vista	de	Amberly,	la	madre	del	príncipe	Maxon.
Descubre	cómo	se	conocieron	los	padres	de	Maxon	y	la	historia	de	cómo	una
chica	ordinaria	llamada	Amberly	se	convirtió	en	una	reina	muy	amada.
Kiera	Cass
La	Reina
La	Selección	-	0.5
ePub	r1.3
Titivillus	24.10.15
Título	original:	The	Queen
Kiera	Cass,	2014
Traducción:	Jorge	Rizzo
Editor	digital:	Titivillus
ePub	base	r1.2
Capítulo	1
Solo	llevaba	dos	semanas	y	aquel	era	mi	cuarto	dolor	de	cabeza.	¿Cómo	iba	a
explicarle	algo	así	al	príncipe?	Como	si	no	me	bastara	con	que	casi	todas	las
chicas	que	quedaban	fueran	Doses.	Como	si	mis	doncellas	no	tuvieran
suficiente	trabajo	haciendo	todo	lo	posible	para	suavizar	mis	manos
endurecidas	por	el	trabajo.	En	algún	momento,	tendría	que	hablarle	de	aquel
malestar	que	se	presentaba	una	y	otra	vez	sin	previo	aviso.	Bueno,	si	es	que
en	algún	momento	se	fijaba	en	mí.	La	reina	Abby	estaba	sentada	en	el	otro
extremo	de	la	Sala	de	las	Mujeres,	casi	como	si	quisiera	poner	espacio	de	por
medio.	Por	el	ligero	escalofrío	que	parecía	recorrerle	los	hombros,	tenía	la
sensación	de	que	no	estaba	precisamente	encantada	de	tenernos	allí.
Le	tendió	la	mano	a	una	doncella,	que	se	puso	a	hacerle	una	manicura
perfecta.	Sin	embargo,	incluso	con	todos	aquellos	cuidados,	la	reina	parecía
irritada.	No	lo	entendía,	pero	intenté	no	juzgarla.	Si	yo	perdiera	a	un	marido
tan	joven,	como	le	había	pasado	a	ella,	quizá	también	me	habría	endurecido.
Había	tenido	suerte	de	que	Porter	Schreave,	el	primo	de	su	difunto	marido,	la
hubiera	acogido	como	su	propia	consorte,	cosa	que	le	había	permitido
mantener	la	corona.
Examiné	la	sala,	observando	a	las	otras	chicas.	Gillian	era	una	Cuatro	como
yo,	pero	una	Cuatro	como	mandan	los	cánones:	sus	padres	eran	ambos	chefs
de	cocina	y,	por	la	descripción	que	hacía	de	nuestras	comidas,	tenía	la
sensación	de	que	ella	había	escogido	la	misma	profesión.	Leigh	y	Madison
estaban	estudiando	Veterinaria	y	visitaban	los	establos	siempre	que	se	lo
permitían.
Sabía	que	Nova	era	actriz	y	que	tenía	montones	de	fans	que	la	adoraban	y
que	deseaban	verla	en	el	trono.	Uma	era	gimnasta,	y	tenía	un	cuerpo	menudo
y	gracioso,	incluso	cuando	no	se	movía.	Varias	de	las	Doses	ni	siquiera	habían
decidido	aún	qué	querían	ser.	Supongo	que	si	alguien	me	pagara	los	gastos,
me	diera	de	comer	y	un	techo	bajo	el	que	vivir,	a	mí	tampoco	me	preocuparía
mucho.
Me	froté	mis	doloridas	sienes	y	sentí	la	piel	agrietada	y	encallecida	sobre	la
frente.	Paré	y	me	miré	las	manos,	estropeadas.
Era	imposible	que	me	escogiera.
Cerré	los	ojos	y	pensé	en	la	primera	vez	que	había	visto	al	príncipe	Clarkson.
Recordaba	la	sensación	que	tuve	cuando	estrechó	mi	mano	con	la	suya,	tan
fuerte.	Menos	mal	que	mis	doncellas	me	habían	encontrado	unos	guantes	de
encaje,	o	me	habría	enviado	a	casa	en	aquel	mismo	momento.	Estuvo	formal,
educado	e	inteligente.	Todo	lo	que	se	espera	de	un	príncipe.
En	las	dos	semanas	anteriores	ya	había	visto	que	no	sonreía	mucho.	Parecía
como	si	temiera	que	lo	fueran	a	juzgar	por	encontrarle	la	gracia	a	las	cosas.
Pero,	desde	luego,	cuando	sonreía	se	le	iluminaban	los	ojos.	Aquel	cabello
rubio	pajizo,	los	ojos	de	un	azul	claro,	aquella	apostura…	Era	perfecto.
Desgraciadamente,	yo	no.	Pero	debía	de	haber	un	modo	de	hacer	que	el
príncipe	Clarkson	se	fijara	en	mí.
Querida	Adele:
Sostuve	la	pluma	en	el	aire	un	minuto,	consciente	de	que	aquello	no	serviría
de	nada.	Aun	así…
Me	encuentro	muy	bien	en	palacio.	Es	bonito.	Bueno,	es	más	que	bonito,	es
enorme,	pero	no	sé	si	sería	capaz	de	encontrar	las	palabras	adecuadas	para
describirlo.	En	Angeles	el	ambiente	también	es	cálido,	pero	diferente	del	de
casa.	Tampoco	sé	cómo	explicarte	eso.	¿No	sería	fantástico	si	pudieras	venir,
ver	y	oler	todo	esto	por	ti	misma?	Y	sí,	hay	mucho	que	oler.
En	cuanto	a	la	competición,	aún	no	he	pasado	ni	un	segundo	a	solas	con	el
príncipe.
La	cabeza	me	dolía	mucho.	Cerré	los	ojos,	respirando	despacio,	obligándome
a	concentrarme.
Estoy	segura	de	que	has	visto	por	televisión	que	el	príncipe	Clarkson	ya	ha
enviado	a	ocho	chicas	a	casa,	todas	ellas	Cuatros,	Cincos,	y	esa	Seis.	Quedan
otras	dos	Cuatros,	y	unas	cuantas	Treses.	Me	pregunto	si	se	espera	de	él	que
escoja	una	Dos.	Supongo	que	tendría	sentido,	pero	lo	lamentaría	mucho.
¿Podrías	hacerme	un	favor?	¿Puedes	preguntarles	a	mamá	y	a	papá	si	por
casualidad	no	tenemos	a	algún	primo	o	alguien	en	las	castas	más	altas?
Tendría	que	habérselo	preguntado	yo	antes	de	irme.	Me	resultaría	muy	útil.
Me	estaba	invadiendo	aquella	sensación	de	náusea	que	a	veces	llega	con	los
dolores	de	cabeza.
Tengo	que	dejarte.	Aquí	no	dejan	de	pasar	cosas.	Te	volveré	a	escribir	muy
pronto.
Con	todo	mi	cariño,
AMBERLY
Me	sentía	débil.	Doblé	la	carta	y	la	metí	en	el	sobre,	donde	ya	había	escrito	la
dirección.	Volví	a	frotarme	las	sienes,	con	la	esperanza	de	que	la	suave
presión	me	aliviara	un	poco,	aunque	no	lo	hacía.
—¿Estás	bien,	Amberly?	—me	preguntó	Danica.
—Oh,	sí	—mentí—.	Debe	de	ser	el	cansancio,	o	algo	así.	Quizá	vaya	a	dar	un
paseo,	a	ver	si	así	me	circula	la	sangre.
Sonreí	a	Danica	y	a	Madeline,	y	salí	de	la	Sala	de	las	Mujeres	en	dirección	al
baño.	Un	poco	de	agua	fría	en	el	rostro	no	me	estropearía	el	maquillaje,	y
quizá	me	hiciera	sentir	algo	mejor.	Pero	antes	de	llegar	volví	a	sentir	aquel
mareo.	Apoyé	la	cabeza	contra	la	pared	esperando	que	pasara	y	me	dejé	caer,
poniéndome	en	cuclillas.
Aquello	no	tenía	ningún	sentido.	Todo	el	mundo	sabía	que	el	aire	y	el	agua	del
sur	de	Illéa	eran	malos.	Incluso	algunos	Doses	tenían	problemas	de	salud.
Pero	ahora	que	contaba	con	el	aire	limpio,	la	buena	comida	y	todos	los
cuidados	de	palacio,	¿no	debería	pasárseme?
Así	nunca	tendría	ocasión	de	darle	una	buena	impresión	al	príncipe	Clarkson.
¿Y	si	no	me	recuperaba	para	el	juego	de	cróquet	de	la	tarde?	Era	como	si	mis
sueños	se	me	escaparan	de	entre	los	dedos.	Quizá	fuera	mejor	asumir	la
derrota	lo	antes	posible.	Dolería	menos	a	largo	plazo.
—¿Qué	haces?
Me	separé	de	la	pared	instintivamente	y	vi	que	el	príncipe	Clarkson	me
miraba.
—Nada,	alteza.
—¿No	te	encuentras	bien?
—Sí,	claro	que	me	encuentro	bien	—dije,	poniéndome	en	pie.	Pero	aquello	fue
un	error.	Las	piernas	me	fallaron…	y	caí	al	suelo.
—¿Qué	te	pasa?	—dijo	él,	situándose	a	mi	lado.
—Lo	siento	—murmuré—.	Esto	es	humillante.
—Cierra	los	ojos	si	te	mareas	—dijo,	al	tiempo	que	me	cogía	en	brazos—.
Vamos	a	la	enfermería.
Aquello	sí	que	sería	una	buena	anécdota	para	contársela	a	mis	hijos:	que,	un
día,	el	rey	me	llevó	por	el	palacio	en	brazos,	como	si	fuera	una	pluma.	Me
gustaba	estar	entre	sus	brazos.	Siempre	me	había	preguntado	qué	se	sentiría.
—Oh,	Dios	mío	—exclamó	alguien.
Abrí	los	ojos	y	vi	que	era	una	enfermera.
—Creo	que	está	débil.	No	sé	qué	le	pasa	—dijo	Clarkson—.	No	parece	que
tenga	lesiones.
—Déjela	aquí,	alteza,	por	favor.
El	príncipe	Clarkson	me	puso	sobre	una	de	las	camas	que	había	en	aquella
sala	y	retiró	los	brazos	con	cuidado.	Esperaba	que	pudiera	ver	el
agradecimiento	en	mis	ojos.
Supuse	que	se	iría	de	inmediato,	pero	se	quedó	allí,	de	pie,	mientras	la
enfermera	me	tomaba	el	pulso.
—¿Has	comido	algo	hoy,	querida?	¿Has	bebido	bastante?
—Acabamos	de	desayunar	—respondió	él	por	mí.
—¿Te	encuentras	mal?
—No.	Bueno,	sí.	Quiero	decir…	En	realidad,	no	será	nada	—dije,	con	la
esperanza	de	que	pareciera	poca	cosa,	para	poder	llegar	a	tiempo	al	partido
de	cróquet.
Ella	me	miró	con	una	expresión	severa	y	dulce	a	la	vez.
—Siento	disentir,	pero	era	necesario	que	te	trajeran	aquí.
—Me	ocurre	constantemente	—respondí,	desanimada.
—¿Qué	quieres	decir?
No	era	mi	intención	confesar	aquello.	Suspiré,	intentando	encontrar	una
explicación.	Ahora	el	príncipe	vería	el	daño	que	me	había	hecho	la	vida	que
llevaba	en	Honduragua.
—Tengo	frecuentes	dolores	de	cabeza.	Y	a	veces	me	provocan	mareos	—dije,
tragando	saliva	y	preocupada	por	lo	que	pudiera	pensar	el	príncipe—.	En	casa
solía	acostarme	horas	antes	que	mis	hermanos,	y	eso	me	ayudaba	a	aguantar
la	jornada	de	trabajo.	Aquí	es	más	difícil	dormir	tantas	horas.
—Mmmmmm.	¿Algo	más,	aparte	de	los	dolores	de	cabeza	y	el	cansancio?
—No,	señora.
Clarkson	se	acercó	un	poco	más.	Esperaba	que	no	pudiera	oír	lo	fuerte	que
me	latía	el	corazón.
—¿Cuánto	tiempo	hace	que	tienes	este	problema?	Me	encogí	de	hombros.
—Unos	años,	quizá	más.	Para	mí	es	algo	normal.
—¿Existen	antecedentes	de	esta	dolencia	en	tu	familia?	—preguntó	la
enfermera,	preocupada.
Hice	una	pausa	antes	de	responder.
—No	exactamente.	Pero	a	mi	hermana	a	veces	le	sangra	la	nariz.
—¿No	será	que	procedes	de	una	familia	enfermiza?	—dijo	Clarkson,	con	una
nota	de	decepción	en	la	voz.
—No	—respondí,	a	modo	de	defensa	y	al	mismo	tiempo	algo	avergonzada—.
Es	que	vivo	en	Honduragua.
—Ah	—dijo	él,	levantando	las	cejas.	Aparentemente,	lo	entendía.
En	el	sur	había	mucha	polución;	aquello	no	era	ningún	secreto.	El	aire	estaba
contaminado.	El	agua	también.	Había	muchos	niños	con	deformidades,
mujeres	estériles	y	muertes	prematuras.	Cuando	los	rebeldes	hacían
incursiones,	dejaban	tras	de	sí	un	rastro	de	grafitis	exigiendo	respuestas	de
palacio	a	todo	aquello.	Lo	raro	era	que	toda	mi	familia	no	estuviera	tan
enferma	como	yo.	O	que	yo	no	estuviera	peor.
Respiré	hondo.	¿Qué	estaba	haciendo	en	aquel	lugar?	Me	había	pasado	las
semanas	anteriores	a	la	Selección	construyendo	este	cuento	de	hadas	en	mi
mente.	Pero,	por	mucho	que	lo	deseara	o	que	lo	soñara,	nunca	sería	digna	de
un	hombre	como	Clarkson.
Me	volví	para	que	no	me	viera	llorar.
—¿Puede	dejarme	sola,	por	favor?
Hubo	unos	segundos	de	silencio;	luego	oí	sus	pasos	al	alejarse.	En	el
momento	en	que	dejaron	de	oírse,	me	vine	abajo.
—Tranquila,	niña.	No	pasa	nada	—me	consoló	la	enfermera.	Estaba	tan	triste
que	me	abracé	con	fuerza	a	ella,	como	habría	abrazado	a	mi	madre	o	a	mis
hermanos—.	Esta	competición	provoca	grandes	tensiones,	y	eso	el	príncipe
Clarkson	lo	entiende.	Le	diré	al	médico	que	te	recete	algo	para	el	dolor	de
cabeza.	Ya	verás	cómo	te	ayuda.
—Llevo	enamorada	de	él	desde	que	tenía	siete	años.	Cada	año	le	he	cantado
el	cumpleaños	feliz	en	voz	baja,	contra	la	almohada,	para	que	mi	hermana	no
se	riera	de	mí	por	recordarlo.	Cuando	aprendí	a	escribir	en	caligrafía	inglesa,
practicaba	escribiendo	nuestros	nombres	juntos…,	y	resulta	que,	la	primera
vez	que	me	dirige	la	palabra,	me	pregunta	si	soy	una	chica	enfermiza.	—Hice
una	pausa	y	dejé	escapar	un	sollozo—.	Nunca	lo	conseguiré.
La	enfermera	no	intentó	discutir	conmigo.	Se	limitó	a	dejarme	llorar	mientras
le	embadurnaba	el	uniforme	con	mi	maquillaje.
Estaba	avergonzadísima.	Seguro	que,	en	el	futuro,	para	Clarkson	no	sería	más
que	la	chica	enfermiza	que	había	enviado	a	casa.	Estaba	convencida	de	que
había	perdido	la	oportunidad	de	ganarme	su	corazón.	No	habría	una	segunda
opción.
Capítulo	2
Resultó	que	al	cróquet	solo	pueden	jugar	seis	jugadores	a	la	vez,	lo	cual	a	mí
me	iba	de	perlas.	Me	senté	y	observé,	intentando	comprender	las	reglas	por	si
llegaba	mi	turno,	aunque	tenía	la	sensación	de	que	acabaríamos
aburriéndonos	todos	y	de	que	el	juego	terminaría	antes	de	que	todas
pudiéramos	jugar.
—¡Fíjate,	qué	brazos!	—suspiró	Maureen.
No	me	hablaba	a	mí,	pero	yo	miré	igualmente.	Clarkson	se	había	quitado	la
chaqueta	y	se	había	subido	las	mangas.	Estaba	muy,	muy	guapo.
—¿Cómo	puedo	conseguir	que	me	llegue	a	rodearme	con	ellos?	—bromeó
Keller⁠—.	No	es	fácil	fingir	una	lesión	jugando	al	cróquet.
Las	otras	chicas	se	rieron.	Clarkson	miró	hacia	ellas	esbozando	una	sonrisa.
Siempre	era	así:	todo	lo	hacía	de	un	modo	discreto.	Ahora	que	lo	pensaba,
nunca	le	había	oído	reírse.	Quizá	sí,	alguna	risa	corta	inesperada,	pero	no
había	nada	que	le	hiciera	tan	feliz	como	para	estallar	en	una	carcajada.
Aun	así,	la	sombra	de	una	sonrisa	en	su	rostro	bastó	para	dejarme	de	piedra.
A	mí	ya	me	valía.
Los	equipos	iban	desplazándose	por	el	campo.	Cuando	el	príncipe	se	situó
cerca,	no	pude	evitar	los	nervios.	Cuando	una	de	las	chicas	consiguió	dar	un
golpe	certero,	Clarkson	me	miró	por	un	momento	sin	mover	la	cabeza.	Yo
levanté	la	vista,	y	él	volvió	a	centrarse	en	el	juego.	Algunas	chicas	aplaudieron
el	golpe,	y	él	se	acercó.
—Ahí	han	puesto	una	mesa	con	refrescos	—dijo	en	voz	baja,	sin	establecer
contacto	visual⁠—.	A	lo	mejor	te	convendría	beber	un	poco	de	agua.
—No	tengo	sed.
—¡Bravo,	Clementine!	—le	gritó	a	una	chica	que	había	dado	otro	tiro
certero⁠—.	Aunque	así	sea.	La	deshidratación	puede	agravar	los	dolores	de
cabeza.	Puede	que	te	convenga.
Sus	ojos	se	encontraron	con	los	míos…	y	pasó	algo.	No	era	amor,
seguramente	ni	siquiera	afecto,	pero	sí	algo	un	grado	o	dos	más	allá	de	la
preocupación	desinteresada.
Sabía	que	no	podía	decirle	que	no,	así	que	me	puse	en	pie	y	me	acerqué	a	la
mesa.	Me	empecé	a	servir	agua,	pero	una	doncella	me	quitó	la	jarra	de	la
mano.
—Perdón	—murmuré—.	Aún	no	me	acostumbro.
—No	pasa	nada	—dijo	ella,	sonriendo⁠—.	Tome	algo	de	fruta.	En	un	día	tan
cálido	resulta	muy	refrescante.
Me	quedé	de	pie	junto	a	la	mesa,	comiendo	uvas	con	un	tenedor	diminuto.
Aquello	también	tenía	que	contárselo	a	Adele:	cubiertos	para	comer	fruta.
Clarkson	me	miró	unas	cuantas	veces,	aparentemente	comprobando	que	le
hubiera	hecho	caso.	No	sabría	decir	si	habían	sido	la	comida	o	sus	atenciones
lo	que	me	había	puesto	de	buen	humor.
No	me	llegó	el	turno	de	jugar.
Pasaron	tres	días	más	antes	de	que	Clarkson	volviera	a	hablarme.
Estábamos	acabando	de	cenar.	El	rey	se	había	excusado	sin	demasiada
ceremonia,	y	la	reina	casi	había	dado	cuenta	de	una	botella	de	vino	ella	sola.
Algunas	de	las	chicas	empezaron	a	despedirse	con	una	reverencia,	para	no
ver	a	la	reina,	que	apoyaba	la	cabeza	en	un	brazo,	cada	vez	más	aletargada.
Yo	era	la	única	que	quedaba	en	mi	mesa,	decidida	a	acabar	hasta	el	último
bocado	de	tarta	de	chocolate.
—¿Cómo	te	encuentras,	Amberly?
Levanté	la	cabeza	de	golpe.	Clarkson	se	había	acercado	sin	que	me	diera
cuenta.	Di	gracias	a	Dios	de	que	no	me	hubiera	pillado	con	la	boca	llena.
—Muy	bien.	¿Y	usted?
—Estupendamente,	gracias.
Hubo	un	breve	silencio,	mientras	esperaba	que	dijera	algo	más.	¿O	se	suponía
que	debía	hablar	yo?	¿Había	reglas	que	determinaran	quién	tenía	que	hablar
primero?
—Me	acabo	de	dar	cuenta	de	lo	largo	que	tienes	el	pelo	—comentó.
—Oh	—exclamé,	riéndome	un	poco	al	tiempo	que	bajaba	la	mirada.	El	cabello
me	llegaba	casi	hasta	la	cintura	en	esos	días.	Aunque	me	costaba	mucho
peinarlo,	resultaba	muy	adecuado	para	hacerme	recogidos,	algo	esencial	para
el	trabajo	en	la	granja⁠—.	Sí.	Me	va	bien	para	hacer	trenzados,	que	en	casa	me
resultaban	útiles.
—¿No	te	resulta	incómodo,	tan	largo?
—Hum…	No	sé,	alteza.	—Me	pasé	los	dedos	por	entre	el	cabello.	Llevaba	la
melena	limpia	y	peinada.	Quizá	yo	no	lo	veía,	y	me	daba	cierto	aspecto
descuidado⁠—.	¿Usted	qué	piensa?
Él	ladeó	la	cabeza.
—Tiene	un	color	muy	bonito.	No	sé	si	te	quedaría	mejor	algo	más	corto.	—Se
encogió	de	hombros	y	se	dispuso	a	marcharse⁠—.	Solo	era	una	idea	—dijo,
girándose	mientras	se	alejaba.
Me	quedé	allí	sentada	un	momento,	pensando.	Unos	segundos	más	tarde
abandonaba	mi	tarta	y	me	dirigía	a	la	habitación.	Mis	doncellas	estaban	allí,
esperándome,	como	siempre.
—Martha,	¿tú	te	atreverías	a	cortarme	el	pelo?
—Por	supuesto,	señorita.	Cortándole	un	par	de	centímetros	se	mantendrá	más
sano	—respondió,	dirigiéndose	al	baño.
—No	—dije	yo⁠—.	Lo	quiero	corto.
Ella	se	paró	de	golpe.
—¿Cómo	de	corto?
—Bueno…,	por	debajo	de	los	hombros,	pero	¿quizás	a	la	altura	de	las
escápulas?
—¡Eso	es	más	de	un	palmo,	señorita!
—Pues	sí.	¿Puedes	hacerlo?
Fui	al	baño	yo	también,	pasando	por	delante	de	ella.
—Creo	que	es	hora	de	hacer	algún	cambio.
Mis	doncellas	me	ayudaron	a	quitarme	el	vestido	y	me	pusieron	una	toalla
sobre	los	hombros.	Martha	se	puso	manos	a	la	obra;	cerré	los	ojos,	no	muy
segura	de	lo	que	estaba	haciendo.	Clarkson	pensaba	que	estaría	mejor	con	el
cabello	algo	más	corto,	y	Martha	se	aseguraría	de	que	fuera	lo
suficientemente	largo	como	para	poder	peinármelo	hacia	atrás.	No	había
nada	que	perder.
No	me	atreví	a	mirar	siquiera	hasta	que	acabó.	Me	quedé	escuchando	el	ruido
metálico	de	las	tijeras	una	y	otra	vez.	Notaba	que	cada	vez	cortaba	con	más
precisión,	asegurándose	de	dejarlo	todo	uniforme.	Poco	después,	se	detuvo.
—¿Qué	le	parece,	señorita?	—me	preguntó,	no	muy	convencida.
Abrí	los	ojos.	Al	principio,	ni	siquiera	noté	la	diferencia.	Pero	giré	la	cabeza
ligeramente	y	una	parte	de	mi	cabello	cayó	más	allá	del	hombro.	Tiré	de	otro
mechón	hacia	el	otro	lado,	y	era	como	si	tuviera	el	rostro	rodeado	por	un
marco	color	caoba.
Clarkson	tenía	razón.
—¡Me	encanta,	Martha!	—exclamé,	casi	sin	aliento,	acariciándome	los
mechones	por	todas	partes.
—Le	da	un	aspecto	mucho	más	maduro	—añadió	Cindly.
—Sí,	¿verdad?	—dije	yo,	asintiendo.
—¡Un	momento,	un	momento!	—exclamó	Emon,	que	corrió	hacia	el	joyero.
Buscó	y	rebuscó,	como	si	quisiera	algo	en	particular.	Por	fin	sacó	un	collar
con	unas	piedras	brillantes	rojas.	No	había	tenido	valor	de	ponérmelo	aún.
Me	recogí	el	pelo,	pues	supuse	que	querría	que	me	lo	probara,	pero	ella	tenía
otra	idea.	Lo	colocó	con	suavidad	sobre	mi	cabeza.	Era	tan	elaborado	que
recordaba	vagamente	una	corona.
Mis	doncellas	contuvieron	una	exclamación,	pero	yo	me	quedé	sin	aliento.
Había	pasado	muchos	años	imaginándome	al	príncipe	Clarkson	como	mi
marido,	pero	nunca	lo	había	visto	como	el	chico	que	podría	convertirme	en
princesa.	Por	primera	vez	me	di	cuenta	de	que	aquello	también	lo	deseaba.
No	tenía	muchos	contactos	ni	procedía	de	una	familia	rica,	pero	tenía	la
sensación	de	que	no	solo	podría	cumplir	con	el	papel,	sino	que	lo	haría
eficazmente.	Siempre	había	creído	que	encajaría	bien	con	Clarkson,	pero
quizá	también	fuera	una	buena	opción	para	la	monarquía.
Me	miré	al	espejo	y,	además	de	imaginar	el	apellido	Schreave	detrás	de	mi
nombre,	me	imaginé	el	cargo	de	«princesa»	delante.	En	aquel	instante,	me	di
cuenta	de	que	no	solo	lo	deseaba	a	él;	también	quería	la	corona	como	nunca
antes.
Capítulo	3
Le	pedí	a	Martha	que	me	buscara	una	cinta	para	el	pelo	con	pedrería	que
pudiera	ponerme	por	la	mañana	y	me	dejé	el	pelo	suelto.	Nunca	me	había
hecho	tanta	ilusión	ir	a	desayunar.	Estaba	segura	de	estar	guapa,	y	no	veía	el
momento	de	comprobar	si	Clarkson	también	lo	pensaba.
Si	hubiera	sido	más	lista	habría	llegado	de	las	primeras,	pero	me	entretuve
con	otras	chicas,	con	lo	que	perdí	la	ocasión	de	reclamar	la	atención	del
príncipe.	Cada	pocos	segundos	miraba	en	dirección	a	la	cabecera	de	la	mesa,
pero	Clarkson	estaba	pendiente	de	su	comida,	cortando	sus	gofres	con	jamón
con	la	máxima	diligencia;	solo	apartaba	la	vista	de	vez	en	cuando	para
observar	unos	papeles	que	tenía	al	lado.	Su	padre	prácticamente	se	limitaba	a
beber	café;	apenas	comía	alguna	cucharada	coincidiendo	con	alguna	pausa	en
la	lectura	de	sus	documentos.	Supuse	que	Clarkson	y	él	estarían	repasando	la
misma	información;	que	ambos	empezaran	tan	pronto	quería	decir	que	iban	a
tener	un	día	muy	ocupado.	La	reina	no	había	aparecido,	y	aunque	la	palabra
«resaca»	nunca	se	decía	en	voz	alta,	todos	la	teníamos	en	mente.
Una	vez	acabado	el	desayuno,	Clarkson	salió	con	el	rey,	a	hacer	lo	que	fuera
que	hacían	para	que	nuestro	país	funcionara	como	se	esperaba.
Suspiré.	Quizá	por	la	noche.
Ese	día,	la	Sala	de	las	Mujeres	estaba	tranquila.	Ya	habíamos	agotado	todas
las	conversaciones	sobre	nuestro	pasado:	todas	nos	conocíamos	y	nos
habíamos	acostumbrado	a	estar	juntas.	Me	senté	con	Madeline	y	Bianca,
como	casi	siempre.	Bianca	procedía	de	una	de	las	provincias	vecinas	a
Honduragua;	nos	habíamos	conocido	en	el	avión.	Madeline	ocupaba	la
habitación	contigua	a	la	mía,	y	su	doncella	había	llamado	a	mi	puerta	el
primer	día	para	pedirles	hilo	a	las	mías.	Media	hora	más	tarde,	más	o	menos,
Madeline	se	había	presentado	para	darnos	las	gracias,	y	nos	habíamos	hecho
amigas	enseguida.
Desde	el	principio,	la	jerarquía	se	había	impuesto	en	la	Sala	de	las	Mujeres.
Estábamos	acostumbradas	a	la	separación	por	grupos	ya	desde	antes	de
llegar	—las	del	nivel	Treses	aquí,	las	del	Cincos	allá—,	así	que	quizá	fuera
algo	natural	que	se	repitiera	el	patrón	en	palacio.	Y	aunque	no	nos	dividíamos
exclusivamente	por	castas,	yo	habría	deseado	que	las	divisiones	no	existieran
en	absoluto.	¿No	nos	igualaba	el	hecho	de	estar	todas	allí,	al	menos	mientras
durara	la	competición?	¿No	estábamos	pasando	exactamente	por	lo	mismo?
En	cualquier	caso,	en	aquel	momento	daba	la	impresión	de	que	estábamos
atravesando	un	vacío	existencial.	No	dejaba	de	desear	que	ocurriera	algo
para	que	tuviéramos	un	pretexto	para	hilar	una	conversación.
—¿Alguna	tiene	noticias	de	casa?	—pregunté,	intentando	iniciar	una	charla.
—Mi	madre	me	escribió	ayer	—respondió	Bianca,	levantando	la	cabeza—,	y
me	dijo	que	Hendly	se	había	prometido.	¿Os	lo	podéis	creer?	¿Cuánto	hace
que	se	fue?	¿Una	semana?
—¿De	qué	casta	es	él?	—preguntó	Madeline,	intrigada—.	¿Subirá	de	casta?
—¡Oh,	sí!	—exclamó	Bianca—.	¡Un	Dos!	Una	cosa	así	te	da	esperanzas,	¿no?
Quiero	decir,	que	yo	era	una	Tres	al	salir	de	casa,	pero	me	gusta	la	idea	de
casarme	con	un	actor,	en	lugar	de	con	un	médico	aburrido.
Madeline	asintió	y	soltó	una	risita.	Yo	no	estaba	tan	segura.
—¿Ya	lo	conocía	antes?	Antes	de	entrar	en	la	Selección,	quiero	decir.
Bianca	ladeó	la	cabeza,	como	si	hubiera	preguntado	algo	ridículo.
—No	creo.	Ella	era	una	Cinco;	él	es	un	Dos.
—Bueno,	creo	que	dijo	que	procedía	de	una	familia	de	músicos,	así	que	quizás
actuó	alguna	vez	para	él	—sugirió	Madeline.
—Bien	pensado	—respondió	Bianca—.	Puede	que	no	fueran	dos	completos
desconocidos.
—Ah…	—murmuré.
—¿Están	agrias	las	uvas?	—preguntó	Bianca.
—No	—respondí,	sonriendo—.	Si	Hendly	es	feliz,	me	alegro.	Pero	me	resulta
un	poco	raro,	eso	de	casarse	con	alguien	que	ni	siquiera	conoces.
Se	hizo	una	breve	pausa	hasta	que	habló	Madeline.
—¿Y	no	estamos	haciendo	eso	mismo	nosotras?
—¡No!	—exclamé—.	El	príncipe	no	es	un	extraño.
—¿De	verdad?	Entonces	cuéntame	todo	lo	que	sepas	de	él,	porque	yo	tengo	la
sensación	de	que	no	sé	nada.
—En	realidad…,	yo	tampoco	—confesó	Bianca.
Cogí	aire,	dispuesta	a	soltar	una	larga	lista	de	datos	sobre	Clarkson…,	pero,
en	realidad,	no	había	mucho	que	contar.
—No	digo	que	sepa	sus	secretos	más	íntimos,	pero	no	es	como	si	fuera
cualquier	chico	que	pasa	por	la	calle.	Hemos	crecido	con	él,	le	hemos	oído
hablar	en	el	Report	,	hemos	visto	su	cara	cientos	de	veces.	Puede	que	no
sepamos	todos	los	detalles,	pero	yo	tengo	una	impresión	muy	clara	de	lo	que
es.	¿Vosotras	no?
—Creo	que	tienes	razón	—dijo	Madeline,	sonriendo—.	No	es	que	hayamos
llegado	aquí	sin	saber	nada	de	él.
—Exactamente.
La	doncella	llegó	tan	en	silencio	que	no	reparé	en	ella	hasta	que	la	tuve	junto
al	oído,	susurrándome:
—Se	requiere	su	presencia	un	momento,	señorita.
La	miré,	confusa.	No	había	hecho	nada	malo.	Me	volví	hacia	las	chicas	y	me
encogí	de	hombros.	Me	puse	en	pie	y	la	seguí	hacia	la	puerta.
En	el	pasillo	hizo	una	reverencia	y	se	fue;	me	giré	y	me	encontré	con	el
príncipe	Clarkson.	Estaba	allí	de	pie,	con	aquella	sonrisa	a	medias	en	los
labios	y	algo	en	la	mano.
—Estaba	dejando	un	paquete	en	conserjería,	y	el	jefe	de	correos	tenía	esto
para	ti	—dijo,	sosteniendo	un	sobre	con	dos	dedos—.	Pensé	que	te	gustaría
recibirlo	cuanto	antes.
Me	acerqué	todo	lo	rápido	que	pude	sin	perder	la	compostura	y	tendí	la	mano
para	cogerlo.	Su	sonrisa	se	volvió	traviesa	en	el	momento	en	que	levantaba	el
brazo.
Solté	una	risita,	saltando	e	intentando	hacerme	con	el	sobre
desesperadamente.
—¡No	es	justo!
—¡Venga!
No	se	me	daba	mal	saltar,	pero	no	podía	hacerlo	con	aquellos	tacones;	incluso
con	ellos	era	algo	más	baja	que	él.	Pero	no	me	importó	no	conseguirlo,	porque
en	alguno	de	aquellos	intentos	fallidos	sentí	un	brazo	que	me	rodeaba	la
cintura.
Por	fin	me	dio	la	carta.	Tal	como	sospechaba,	era	de	Adele.	El	día	se	estaba
llenando	de	diminutos	detalles	felices.
—Te	has	cortado	el	cabello.
—Sí	—dije,	levantando	la	vista	de	la	carta.	Me	cogí	un	mechón	y	me	lo	pasé
por	delante	del	hombro—.	¿Le	gusta?
Había	algo	en	sus	ojos…	no	era	travesura,	ni	secretismo.
—Mucho.	—Al	momento	se	dio	media	vuelta	y	se	alejó	por	el	pasillo,	sin	ni
siquiera	mirar	atrás.
Tenía	razón	en	que	sabía	cosas	de	él.	Aun	así,	viéndole	en	el	día	a	día,	me
daba	cuenta	de	que	había	mucho	más	de	lo	que	había	observado	en	el	Report
.	No	obstante,	eso	no	me	desalentaba	lo	más	mínimo.
Al	contrario,	era	un	misterio	que	me	apetecía	mucho	descubrir.
Sonreí	y	abrí	la	carta	allí	mismo,	en	el	pasillo,	bajo	una	ventana,	para	ver
mejor.
Queridísima	Amberly:
Te	echo	tanto	de	menos	que	me	resulta	doloroso.	Tanto	como	pensar	en	todos
esos	vestidos	preciosos	que	te	pones	y	en	la	comida	que	debes	de	estar
probando.	¡Ni	siquiera	puedo	imaginar	los	aromas	que	olerás!	Ojalá	pudiera.
Mamá	casi	llora	cada	vez	que	te	ve	en	la	tele.	¡Pareces	una	Uno!	Si	no	supiera
ya	las	castas	de	todas	las	chicas,	estaría	convencida	de	que	todas	formáis
parte	de	la	familia	real.	Si	alguien	quisiera,	podría	fingir	que	esos	números	ni
siquiera	existen.	Aunque	desde	luego	para	ti	no	existen,	pequeña	señorita
Tres.
Hablando	de	eso,	ojalá	hubiera	algún	Dos	perdido	por	la	familia,	pero	ya
sabes	que	no	es	así.	He	preguntado,	y	hemos	sido	Cuatros	desde	siempre,	y
no	hay	más.	Las	únicas	incorporaciones	a	la	familia	dignas	de	mención	no	son
una	buena	noticia.
Ni	siquiera	sé	si	debería	decírtelo,	y	espero	que	nadie	lea	esta	carta	antes	que
tú,	pero	la	prima	Romina	está	embarazada.	Según	parece,	se	enamoró	de	un
Seis	que	conduce	el	camión	de	reparto	de	los	Rake.	Se	van	a	casar	este	fin	de
semana,	lo	cual	es	un	alivio	para	todo	el	mundo.	El	padre	(¿por	qué	no
recuerdo	su	nombre?)	se	niega	a	que	un	hijo	suyo	se	convierta	en	Ocho,	y	eso
es	más	de	lo	que	harían	algunos	hombres	más	maduros.	Así	que	siento	que	te
pierdas	la	boda,	pero	nos	alegramos	por	Romina.
En	cualquier	caso,	esa	es	la	familia	que	tienes	ahora	mismo.	Un	puñado	de
granjeros	y	alguna	prima	que	incumple	la	ley.	Tú	sigue	siendo	la	preciosa
niña	cariñosa	que	todos	sabemos	que	eres:	no	tengo	dudas	de	que	el	príncipe
se	enamorará	de	ti,	sin	pensar	en	tu	casta.
Todos	te	queremos.	Sigue	escribiendo.	Echo	de	menos	oír	tu	voz.	Tu
presencia	hace	que	las	cosas	por	aquí	parezcan	más	tranquilas,	y	creo	que	no
me	he	dado	cuenta	de	eso	hasta	que	te	has	ido.
Hasta	pronto,	princesa	Amberly.	¡No	te	olvides	de	tu	pobre	familia	cuando	te
pongan	la	corona!
Capítulo	4
Martha	me	estaba	desenredando	el	cabello.	Aunque	fuera	más	corto	que
antes,	no	era	una	tarea	fácil,	teniendo	en	cuenta	lo	espesa	que	era	mi	melena.
En	el	fondo,	esperaba	que	tardara	un	buen	rato.	Era	una	de	las	pocas	cosas
que	me	recordaban	a	mi	casa.	Si	cerraba	los	ojos	y	contenía	la	respiración,
podía	imaginar	que	era	Adele	la	que	me	pasaba	el	cepillo.
Mientras	imaginaba	el	color	grisáceo	de	mi	casa	y	a	mi	madre	tarareando
entre	los	ruidos	constantes	de	las	furgonetas	de	reparto,	alguien	llamó	a	la
puerta,	devolviéndome	de	nuevo	al	presente.
Cindly	corrió	a	abrir;	acto	seguido,	hizo	una	gran	reverencia.
—Alteza…
Me	puse	en	pie	y	me	llevé	los	brazos	al	pecho	en	un	gesto	automático,
sintiéndome	increíblemente	vulnerable.	El	camisón	era	finísimo.
—Martha	—susurré,	apremiándola.	Ella	deshizo	la	reverencia	y	levantó	la
cabeza—.	Mi	bata.	Por	favor.
Martha	fue	corriendo	a	traérmela,	mientras	yo	me	volvía	hacia	el	príncipe
Clarkson:
—Alteza,	qué	amable	al	venir	a	visitarme	—saludé,	con	una	reverencia	yo
también,	para	llevarme	de	nuevo	los	brazos	al	pecho,	inmediatamente
después.
—Quería	ir	a	tomar	algo	dulce	y	me	preguntaba	si	querrías	acompañarme.
¿Una	cita?	¿Había	venido	a	pedirme	una	cita?
Y	yo	estaba	en	camisón,	sin	maquillaje	y	con	el	cabello	a	medio	cepillar.
—Hum…	¿No	debería…	cambiarme?
Martha	me	pasó	la	bata,	que	me	puse	enseguida.
—No,	estás	bien	así	—insistió,	entrando	en	mi	habitación	como	si	fuera	la
suya	propia.	Claro	que,	en	el	fondo,	lo	era.
A	sus	espaldas,	Emon	y	Cindly	se	escabulleron	y	abandonaron	el	lugar.
Martha	me	miró	a	la	espera	de	recibir	instrucciones;	al	ver	que	yo	asentía,	se
fue	también.
—¿Te	gusta	tu	habitación?	—preguntó	Clarkson—.	Es	algo	pequeña.
Solté	una	risa.
—Supongo	que	a	alguien	que	haya	crecido	en	un	palacio	puede	parecérselo.
Pero	a	mí	me	gusta.
—No	tiene	muchas	vistas	—añadió,	acercándose	a	la	ventana.
—Pero	me	gusta	el	ruido	del	agua	de	la	fuente.	Y,	cuando	alguien	llega	en
coche,	oigo	el	crujir	de	la	grava.	Estoy	acostumbrada	a	mucho	ruido.
—¿Qué	tipo	de	ruido?	—dijo	él,	con	una	mueca.
—Altavoces	con	la	música	fuerte.	Nunca	había	pensado	que	eso	no	ocurría	en
todas	las	ciudades	hasta	que	llegué	aquí.	O	los	motores	de	los	camiones	y	las
motos.	Ah,	y	los	perros.	Estoy	acostumbrada	a	oír	ladridos.
—Menuda	serenata	nocturna	—observó,	acercándose—.	¿Estás	lista?
Busqué	discretamente	mis	zapatillas,	las	localicé	junto	a	la	cama	y	fui	a
ponérmelas.
—Sí.
Él	se	dirigió	a	la	puerta,	me	miró	y	me	tendió	el	brazo.	Me	mordí	el	labio	para
esconder	la	sonrisa	y	me	fui	a	su	lado.
No	parecía	gustarle	demasiado	que	le	tocaran.	Observé	que	casi	siempre
caminaba	con	las	manos	tras	la	espalda	y	que	mantenía	el	paso	ligero.	Incluso
en	aquel	momento,	mientras	paseábamos	por	los	pasillos,	iba	a	un	ritmo	que
desde	luego	no	era	de	paseo.
Teniendo	eso	en	cuenta,	el	hecho	de	que	hubiera	bromeado	sobre	la	carta	el
otro	día	y	el	de	que	ahora	quisiera	estar	en	mi	compañía	adquirían	un	nuevo
valor.
—¿Adónde	vamos?
—Hay	un	salón	precioso	en	el	segundo	piso,	con	unas	vistas	excelentes	de	los
jardines.
—¿Le	gustan	los	jardines?
—Me	gusta	«mirarlos».
Yo	me	reí,	pero	lo	decía	completamente	en	serio.
Llegamos	ante	unas	puertas	dobles	abiertas,	y	pude	sentir	el	aire	fresco
incluso	desde	el	pasillo.	Solo	unas	velas	iluminaban	la	sala.	Tenía	la	sensación
de	que	el	corazón	podía	estallarme	de	felicidad.	En	realidad,	tuve	que
llevarme	la	mano	al	pecho	para	asegurarme	de	que	seguía	ahí,	intacto.
Había	tres	grandes	ventanales	abiertos;	las	vaporosas	cortinas	se	movían
empujadas	por	la	brisa.	Frente	al	ventanal	central,	había	una	mesita	con	un
adorno	floral	precioso	y	dos	sillas.	A	su	lado	vi	un	carrito	con	al	menos	ocho
tipos	diferentes	de	dulces.
—Las	señoritas	primero	—dijo	él,	indicando	el	carrito	con	un	gesto.
No	pude	evitar	sonreír	al	acercarme.	Estábamos	solos.	Aquello	lo	había	hecho
para	mí.	Era	la	materialización	de	todos	mis	sueños	de	infancia	y	juventud.
Intenté	concentrarme	en	lo	que	tenía	delante.	Vi	bombones,	y	todos	tenían
formas	diferentes;	era	imposible	adivinar	su	contenido.	Detrás	había	unas
tartas	en	miniatura	con	nata	montada	encima	que	olían	a	limón,	mientras	que,
en	primer	término,	había	unos	pastelitos	de	hojaldre	rociados	con	algo	que	no
distinguía.
—No	sé	qué	elegir	—confesé.
—Pues	no	elijas	—dijo	él,	que	cogió	un	plato	y	colocó	en	él	un	dulce	de	cada.
Lo	colocó	en	la	mesa	y	me	apartó	la	silla.	Me	puse	delante	y	dejé	que	me	la
ajustara;	luego	esperé	a	que	se	sirviera.
Cuando	lo	hizo,	me	eché	a	reír	otra	vez.
—¿Ya	tiene	bastante?	—bromeé.
—Me	gustan	las	tartaletas	de	fresa	—se	defendió.	Había	amontonado	cinco	o
seis	en	su	plato—.	Bueno,	así	que	eres	una	Cuatro.	¿A	qué	te	dedicas?	—dijo,
mientras	cogía	un	trozo	de	tarta	con	el	tenedor	y	se	la	llevaba	a	la	boca.
—Trabajo	en	una	granja	—expliqué,	jugueteando	con	un	bombón.
—¿Tenéis	una	granja?
—Más	o	menos.
Dejó	el	tenedor	y	se	me	quedó	mirando.
—Mi	abuelo	tenía	un	cafetal.	Se	lo	dejó	a	mi	tío,	porque	es	el	mayor,	así	que
mi	padre,	mi	madre,	mis	hermanos	y	yo	trabajamos	en	él	—confesé.
Él	guardó	silencio	un	momento.
—Bueno	y…	¿qué	es	lo	que	haces	exactamente?
Dejé	de	nuevo	el	bombón	en	el	plato	y	apoyé	las	manos	en	el	regazo.
—Sobre	todo	recolecto	los	granos.	Y	a	veces	ayudo	en	el	tostado	del	café.
Él	siguió	callado.
—Antes	ocupaba	zonas	montañosas	de	difícil	acceso,	el	cafetal,	quiero	decir,
pero	ahora	hay	muchas	carreteras,	lo	que	facilita	el	transporte,	pero	aumenta
la	polución.	Mi	familia	y	yo	vivimos	en…
—Para.
Bajé	la	mirada.	No	podía	ocultarle	lo	que	hacía.
—¿Eres	una	Cuatro,	pero	haces	el	trabajo	de	una	Siete?	—preguntó	en	voz
baja.
Asentí.
—¿Se	lo	has	contado	a	alguien?
Pensé	en	mis	conversaciones	con	las	otras	chicas.	Solía	dejar	que	hablaran	de
sí	mismas.	Yo	contaba	cosas	de	mis	hermanos	y	disfrutaba	comentando	los
programas	de	televisión	que	veían	las	otras,	pero	estaba	segura	de	que	no	les
había	hablado	de	mi	trabajo.
—No,	no	creo.
Miró	al	techo	y	luego	volvió	a	mirarme	a	mí.
—No	debes	contárselo	a	nadie.	Nunca.	Si	te	preguntan,	tu	familia	posee	un
cafetal,	y	tú	ayudas	en	la	gestión.	No	des	detalles	y	nunca	des	a	entender	que
haces	un	trabajo	manual.	¿Está	claro?
—Sí,	alteza.
Me	miró	un	momento	más,	como	para	asegurarse	de	que	lo	entendía.	Pero	no
hacía	falta;	con	aquella	orden	me	bastaba.	Nunca	se	me	ocurriría	incumplirla.
Siguió	comiendo,	clavando	el	tenedor	con	más	agresividad	que	antes.	Yo
estaba	tan	nerviosa	que	no	podía	probar	bocado.
—¿Le	he	ofendido,	alteza?
Irguió	la	cabeza	y	la	ladeó	levemente.
—¿Cómo	se	te	ocurre	decir	eso?
—Parece…	disgustado.
—Qué	cosas	tienen	las	chicas	—murmuró	en	un	tono	muy	bajo—.	No,	no	me
has	ofendido.	Me	gustas.	¿Por	qué	crees	que	estamos	aquí?
—Para	que	pueda	compararme	con	las	Doses	y	las	Treses	y	confirmar	su
decisión	de	enviarme	a	casa	—dije,	sin	pensarlo.
No	sé	cómo	me	salió.	Era	como	si	mis	mayores	preocupaciones	se	disputaran
el	espacio	en	mi	mente	y	una	de	ellas	se	me	hubiera	escapado.	Volví	a	bajar	la
cabeza.
—Amberly	—murmuró.	Levanté	la	vista	y	lo	miré	desde	detrás	de	las
pestañas.	Había	un	rastro	de	sonrisa	en	su	rostro.	Acercó	la	mano	por	encima
de	la	mesa.	Con	cautela,	como	si	la	burbuja	pudiera	estallar	en	el	momento	en
que	tocara	mi	piel	endurecida	por	el	trabajo,	apoyé	mi	mano	sobre	la	suya—.
No	voy	a	enviarte	a	casa.	Al	menos	hoy	no.
Sentí	los	ojos	húmedos,	pero	parpadeé	para	hacer	desaparecer	las	lágrimas.
—Me	encuentro	en	una	situación	muy	particular	—explicó—.	Solo	intento
descubrir	los	pros	y	los	contras	de	cada	una	de	mis	opciones.
—El	que	haga	el	trabajo	de	una	Siete	será	un	contra,	supongo…
—Por	supuesto	—respondió,	pero	sin	rastro	de	malicia	en	su	voz—.	Así	que,
por	lo	que	a	mí	respecta,	eso	queda	entre	nosotros.
Asentí	mínimamente.
—¿Algún	otro	secreto	que	quieras	compartir	conmigo?
Retiró	la	mano	poco	a	poco	y	volvió	a	ponerse	a	cortar	porciones	de	tartaleta.
Intenté	hacer	lo	mismo.
—Bueno,	ya	sabe	que	enfermo	de	vez	en	cuando.
Hizo	una	pausa.
—Sí.	¿De	qué	se	trata,	exactamente?
—No	estoy	segura.	Siempre	he	tenido	dolores	de	cabeza,	y	a	veces	me	agoto.
Las	condiciones	de	vida	en	Honduragua	no	son	las	mejores.
Asintió.
—Mañana,	tras	el	desayuno,	en	lugar	de	ir	a	la	Sala	de	las	Mujeres,	ve	a	la
enfermería.	Quiero	que	el	doctor	Mission	te	haga	un	examen.	Si	necesitas
algo,	estoy	seguro	de	que	él	podrá	ayudarte.
—De	acuerdo.
Por	fin	conseguí	tomar	un	bocado	de	la	pasta	de	hojaldre;	me	entraron	ganas
de	soltar	un	suspiro,	de	lo	buena	que	estaba.	En	mi	casa,	los	postres	eran	una
rareza.
—¿Y	tienes	hermanos?
—Sí,	un	hermano	y	dos	hermanas,	todos	mayores.
—Da	la	impresión	de	que…	—Hizo	una	mueca—.	La	casa	estará	siempre	llena.
Me	reí.
—A	veces.	Yo	comparto	cama	con	Adele,	que	es	dos	años	mayor	que	yo.	Aquí
me	resulta	hasta	raro	dormir	sin	ella.	A	veces	amontono	unas	cuantas
almohadas	al	lado	para	hacerme	a	la	idea	de	que	está	ahí.
—Ahora	tienes	toda	la	cama	para	ti	—dijo,	moviendo	la	cabeza	con	aire
pensativo.
—Sí,	pero	no	estoy	acostumbrada.	No	estoy	acostumbrada	a	nada	de	todo
esto.	La	comida	me	resulta	rara.	La	ropa	también.	Incluso	los	olores	son
diferentes,	pero	no	sé	muy	bien	qué	es	lo	que	es.
Dejó	los	cubiertos	sobre	la	mesa:
—¿Me	estás	diciendo	que	mi	casa	huele	mal?
Por	un	segundo	me	asusté,	pensando	que	le	habría	ofendido,	pero	en	los	ojos
tenía	un	brillo	que	indicaba	que	bromeaba.
—¡En	absoluto!	Pero	es	diferente.	Serán	los	libros	viejos,	la	hierba	o	lo	que
usan	las	criadas	para	limpiar…	Ojalá	pudiera	embotellarlo,	para	llevar	ese
olor	siempre	conmigo.
—De	todos	los	recuerdos	posibles,	ese	es	con	mucho	el	más	peculiar	que	he
oído	nunca	—comentó.
—¿Querría	uno	de	Honduragua?	Tenemos	una	basura	de	primera.
Contuvo	la	sonrisa	una	vez	más,	como	si	temiera	dejar	escapar	una	risa.
—Muy	generoso	por	tu	parte.	¿Estoy	poniéndome	impertinente	al	hacerte
todas	estas	preguntas?	¿Hay	algo	que	tú	quisieras	saber	de	mí?
—¡Todo!	—exclamé,	abriendo	bien	los	ojos—.	¿Qué	es	lo	que	más	le	gusta	de
su	trabajo?	¿Qué	lugares	del	mundo	ha	visitado?	¿Ha	participado	en	la
elaboración	de	alguna	ley?	¿Cuál	es	su	color	favorito?
Meneó	la	cabeza	y	me	miró	otra	vez	con	una	de	esas	sonrisas	a	medias.
—Azul,	azul	marino.	Y	deja	de	llamarme	de	usted.	Por	lo	demás,
prácticamente	puedes	nombrar	cualquier	país	del	planeta,	que	ya	lo	habré
visto.	Mi	padre	quiere	que	tenga	una	cultura	muy	amplia.	Illéa	es	un	gran
país,	pero,	en	realidad,	es	joven.	El	paso	siguiente	para	asegurar	nuestra
posición	en	el	mundo	es	hacer	alianzas	con	países	más	afianzados.	—
Chasqueó	la	lengua,	pensativo—.	A	veces,	creo	que	mi	padre	desearía	que
hubiera	sido	una	chica,	para	poder	casarme	con	quien	más	conviniera	para
asegurar	esas	alianzas.
—Supongo	que	será	demasiado	tarde	para	que	lo	vuelvan	a	intentar,	¿no?
La	sonrisa	desapareció.
—Creo	que	hace	mucho	que	se	les	pasó	la	ocasión.
Aquello	era	algo	más	que	una	declaración,	pero	no	quise	insistir.
—Lo	que	más	me	gusta	de	mi	trabajo	es	lo	estructurado	que	está.	Todo	sigue
un	orden.	Alguien	me	plantea	un	problema,	y	yo	encuentro	un	modo	de
solucionarlo.	No	me	gusta	dejar	las	cosas	a	medias	o	sin	resolver,	aunque	eso
no	suele	ser	un	problema.	Soy	el	príncipe,	y	un	día	seré	rey.	Mi	palabra	es	la
ley.
Los	ojos	se	le	iluminaron	con	aquellas	palabras.	Era	la	primera	vez	que	lo	veía
apasionarse	por	algo.	Y	lo	entendía.	Aunque	yo	no	codiciaba	el	poder,	era
consciente	de	lo	atractivo	que	podía	resultar.
Siguió	mirándome:	una	sensación	cálida	me	recorría	las	venas.	Quizá	fuera
porque	estábamos	solos,	o	porque	parecía	tan	seguro	de	sí	mismo,	pero,	de
pronto,	sentí	intensamente	su	presencia.	Era	como	si	cada	nervio	de	mi
cuerpo	estuviera	conectado	a	cada	nervio	del	suyo;	mientras	estábamos	allí
sentados,	una	extraña	carga	eléctrica	empezó	a	acumularse	en	la	sala.
Clarkson	trazaba	círculos	con	el	dedo	sobre	la	mesa,	evitando	apartar	la
mirada.	A	mí	se	me	aceleró	la	respiración.	Cuando	dejé	que	mis	ojos	se
posaran	en	su	pecho,	tuve	la	impresión	de	que	a	él	le	había	pasado	lo	mismo.
Observé	cómo	se	movían	sus	manos.	Parecían	decididas,	curiosas,	sensuales,
nerviosas…	La	lista	se	fue	alargando	en	mi	cabeza	mientras	contemplaba	los
caminos	que	iba	trazando	sobre	la	mesa.
En	el	pasado	había	soñado	con	sus	besos,	por	supuesto,	pero	un	beso
raramente	era	solo	un	beso.	Sin	duda,	me	cogería	de	las	manos,	de	la	cintura
o	de	la	barbilla.	Pensé	en	mis	dedos,	aún	ásperos	tras	años	de	trabajo	manual,
y	me	preocupé	pensando	en	qué	pensaría	si	volvía	a	tocarle.	En	aquel
momento,	tenía	unas	ganas	terribles	de	hacerlo.
Se	aclaró	la	garganta	y	apartó	la	mirada,	rompiendo	el	hechizo:
—Supongo	que	debería	acompañarte	de	nuevo	a	tu	habitación.	Es	tarde.
Apreté	los	labios	y	aparté	la	mirada	yo	también.	Si	me	lo	hubiera	pedido,	me
habría	quedado	con	él	hasta	ver	el	amanecer	juntos.
Se	puso	en	pie	y	le	seguí	hasta	el	pasillo	principal.	No	tenía	muy	claro	qué
debía	pensar	de	nuestra	breve	cita	nocturna.	A	decir	verdad,	parecía	algo	más
que	una	entrevista.	Al	pensarlo	se	me	escapó	una	risita.	Me	miró.
—¿Qué	es	eso	tan	divertido?
Pensé	en	decirle	que	no	era	nada.	Pero	quería	que	acabara	conociéndome,	y
eso	supondría	superar	mis	nervios.
—Bueno…	—empecé	a	decir,	pero	vacilé.	«Así	es	como	os	conoceréis,
Amberly.	Tenéis	que	hablar»,	pensé—.	¿Así	es	como	sueles	actuar	con	las
chicas	que	te	gustan?	¿Las	interrogas?
Él	puso	los	ojos	en	blanco,	no	enfadado,	pero	como	si	yo	tuviera	que
entenderlo:
—Se	te	olvida	que	hasta	hace	muy	poco	yo	nunca…
El	ruido	de	un	portazo	interrumpió	de	golpe	nuestra	conversación.	Reconocí	a
la	reina	al	instante.	Quise	hacerle	una	reverencia,	pero	Clarkson	me	apartó,
escondiéndome	en	otro	pasillo	de	un	empujón.
—¡No	se	te	ocurra	dejarme	con	la	palabra	en	la	boca!	—resonó	la	voz	del	rey
por	toda	la	planta.
—Me	niego	a	hablar	contigo	cuando	estás	así	—respondió	la	reina,	con	la	voz
algo	pastosa.
Clarkson	me	rodeó	con	los	brazos,	ocultándome	aún	más.	Pero	me	dio	la
impresión	de	que	él	necesitaba	el	abrazo	más	que	yo.
—¡Tus	gastos	de	este	mes	son	insultantes!	—rugió	el	rey—.	No	puedes	seguir
así.	¡Este	tipo	de	comportamiento	es	lo	que	pondrá	este	país	en	manos	de	los
rebeldes!
—Oh,	no,	querido	marido	—respondió	ella	con	una	voz	edulcorada—.	Te
pondrá	«a	ti»	en	manos	de	los	rebeldes.	Y	créeme:	no	le	importará	a	nadie.
—¡Vuelve	aquí,	zorra	conspiradora!
—¡Porter,	suéltame!
—Si	crees	que	me	puedes	hundir	con	un	puñado	de	vestidos	carísimos,	estás
muy	equivocada.
Uno	de	los	dos	golpeó	al	otro,	o	eso	me	pareció	oír.	Clarkson	me	soltó.	Agarró
el	pomo	de	una	de	las	puertas	y	lo	giró,	pero	estaba	cerrado	con	llave.	Se	fue
al	siguiente,	que	se	abrió.	Me	agarró	del	brazo	y	me	metió	con	un	empujón,
cerrando	la	puerta	a	nuestras	espaldas.
Se	puso	a	caminar	arriba	y	abajo,	agarrándose	el	cabello	con	las	manos	como
si	sintiera	la	tentación	de	arrancárselo.	Se	dirigió	al	sofá,	agarró	un	cojín	y	lo
destrozó,	haciéndolo	jirones.	Cuando	acabó,	cogió	otro	cojín.
Le	dio	tal	puñetazo	a	una	mesita	auxiliar	que	la	rompió.
Tiró	varios	jarrones	contra	la	repisa	de	piedra	de	la	chimenea.
Rasgó	las	cortinas.
Mientras	tanto,	yo	me	quedaba	pegada	a	la	pared,	junto	a	la	puerta,	deseando
volatilizarme.	Quizá	debería	haber	salido	corriendo	a	pedir	ayuda.	Pero	no
podía	dejarle	solo	en	aquel	estado.
Una	vez	liberada	toda	la	rabia,	Clarkson	recordó	que	estaba	allí.	Atravesó	la
habitación	a	la	carrera	y	se	plantó	delante	de	mí,	señalándome	a	la	cara	con
un	dedo:
—Si	le	cuentas	a	alguien	lo	que	has	oído,	o	lo	que	he	hecho,	que	Dios	me
perdone,	pero…
—Clarkson…	—dije	yo,	moviendo	la	cabeza	antes	de	que	acabara	la	frase.
—¿No	debes	decir	ni	una	palabra,	lo	entiendes?	—Me	soltó	con	lágrimas	de
rabia	brillándole	en	los	ojos.
Levanté	las	manos,	acercándolas	a	su	rostro.	Se	echó	un	poco	atrás.	Paré	y
volví	a	intentarlo,	acercándome	más	despacio	esta	vez.	Tenía	las	mejillas
calientes,	ligeramente	humedecidas	por	el	sudor.
—No	hay	nada	que	contar	—prometí.
Tenía	la	respiración	aceleradísima.
—Por	favor,	siéntate	—le	pedí.	Él	vaciló—.	Un	momento.
Asintió.
Lo	llevé	hasta	una	silla	y	me	senté	en	el	suelo	a	su	lado.
—Mete	la	cabeza	entre	las	rodillas	y	respira.
Me	miró,	como	interrogándome,	pero	obedeció.	Le	puse	la	mano	sobre	la
nuca,	acariciándole	el	cuello	con	los	dedos.
—Los	odio	—murmuró—.	Los	odio.
—Chist.	Intenta	calmarte.
Levantó	la	vista.
—Lo	digo	de	verdad.	Los	odio.	Cuando	sea	rey,	los	mandaré	muy	lejos.
—Espero	que	no	sea	al	mismo	sitio	a	los	dos	—dije	entre	dientes.
Respiró	hondo.	Y	luego	se	rio.	Fue	una	risa	profunda,	genuina,	de	esas	que	no
puedes	cortar	aunque	lo	intentes.	Así	que	sabía	reír.	Era	algo	que	tenía
enterrado,	oculto	detrás	de	todo	lo	que	estaba	obligado	a	sentir,	a	pensar	y	a
gestionar.	Ahora	lo	entendía	todo	mucho	mejor.	No	volvería	a	juzgar	sus
sonrisas,	que	bastante	trabajo	le	costaban.
—Es	un	milagro	que	el	palacio	aún	se	mantenga	en	pie.
Suspiró.	Por	fin	parecía	haberse	calmado.
A	riesgo	de	volver	a	encender	la	mecha,	volví	a	preguntar:
—¿Siempre	ha	sido	así?
Asintió.
—Bueno,	cuando	era	pequeño,	no	tanto.	Pero	ahora	no	se	soportan.	Nunca	he
sabido	por	qué.	Ambos	son	fieles.	O,	si	tienen	algún	lío,	se	les	da
estupendamente	ocultarlo.	Tienen	todo	lo	que	necesitan,	y	mi	abuela	me	dijo
que	antes	estaban	muy	enamorados.	No	tiene	sentido.
—No	es	fácil	ocupar	su	posición.	Ni	la	tuya.	Quizá	les	haya	acabado	pesando.
—¿Así	que	eso	es	lo	que	me	espera?	¿Yo	acabaré	siendo	él,	mi	esposa	será
ella,	y	acabaremos	por	estallar?
Levanté	la	mano	de	nuevo	y	se	la	apoyé	en	el	rostro.	Esta	vez	no	se	echó
atrás.	Más	bien	al	contrario.	Y	aunque	sus	ojos	aún	reflejaban	preocupación,
parecía	aliviado.
—No.	Tú	no	tienes	que	ser	nada	que	no	quieras	ser.	¿Te	gusta	el	orden?	Pues
planifica,	prepárate.	Imagina	el	rey,	el	marido	y	el	padre	que	quieres	ser,	y
haz	lo	que	haga	falta	para	conseguirlo.
Me	miró,	casi	con	compasión:
—Me	enternece	que	pienses	que	eso	es	lo	único	que	hace	falta.
Capítulo	5
Era	la	primera	vez	que	me	hacían	un	examen	médico.	De	pronto,	caí	en	que,
si	llegaba	a	ser	princesa,	los	exámenes	pasarían	a	ser	algo	habitual	en	mi
vida.	Eso	me	horrorizaba.
El	doctor	Mission	era	amable	y	paciente,	pero	me	sentía	incómoda	dejando
que	un	extraño	me	viera	desnuda.	Me	extrajo	sangre,	me	hizo	varias
radiografías	y	me	palpó	por	todas	partes,	en	busca	de	cualquier	cosa	fuera	de
la	norma.
Cuando	salí	de	allí,	estaba	exhausta.	Por	supuesto,	no	había	dormido	bien.
Eso	no	ayudaba.	El	príncipe	Clarkson	me	había	dejado	en	la	puerta	de	la
habitación	y	se	había	despedido	dándome	un	beso	en	la	mano.	Y	entre	la
emoción	al	sentir	su	tacto	y	la	preocupación	por	su	estado	emocional,	tardé
bastante	en	dormirme.
Entré	en	la	Sala	de	las	Mujeres,	algo	nerviosa	por	tener	que	mirar	a	la	reina
Abby	a	los	ojos.	Me	preocupaba	que	tuviera	alguna	marca	visible	en	el
cuerpo.	Por	supuesto,	también	podría	ser	que	ella	fuera	la	que	le	hubiera
pegado	al	rey.	No	estaba	segura	de	querer	saberlo.
Pero	de	lo	que	estaba	convencida	era	de	que	no	quería	que	nadie	más	lo
supiera.
La	reina	no	estaba	allí,	así	que	entré	y	me	senté	junto	a	Madeline	y	Bianca.
—Hola,	Amberly.	¿Dónde	estabas	esta	mañana?	—preguntó	Bianca.
—¿Has	estado	enferma	otra	vez?	—añadió	Madeline.
—Sí,	pero	ahora	me	encuentro	mucho	mejor.	—No	estaba	segura	de	si	el
examen	médico	era	un	secreto	o	no,	pero	decidí	ser	discreta	de	momento.
—¡Mejor,	porque	te	lo	has	perdido	todo!	—dijo	Madeline,	acercándose	y
bajando	la	voz—.	Se	rumorea	que	Tia	se	ha	acostado	con	Clarkson	esta	noche.
El	corazón	se	me	encogió.
—¿Qué?
—Fíjate	—dijo	Bianca,	mirando	por	encima	del	hombro	hacia	la	ventana,
donde	estaba	sentada	Tia,	junto	a	Pesha	y	Marcy—.	Mira	lo	satisfecha	que	se
la	ve.
—Pero	eso	va	contra	las	normas	—dije	yo—.	Va	contra	la	ley.
—¿Y	eso	a	quién	le	importa?	—susurró	Bianca—.	¿Tú	le	dirías	que	no?
Pensé	en	el	modo	en	que	me	había	mirado	la	noche	anterior,	en	cómo	sus
dedos	recorrían	la	superficie	de	la	mesa.	Bianca	tenía	razón;	no	le	habría
dicho	que	no.
—Pero	¿es	cierto?	¿O	es	solo	un	rumor?	—pregunté.
Al	fin	y	al	cabo,	había	pasado	conmigo	gran	parte	de	la	noche.	No	toda,	claro:
quedaban	muchas	horas	entre	el	momento	en	que	nos	habíamos	separado	y
cuando	había	vuelto	a	verle,	a	la	hora	del	desayuno.
—Ella	se	muestra	muy	evasiva	al	respecto	—respondió	Madeline.
—Bueno,	tampoco	es	que	sea	asunto	nuestro.	—Recogí	las	cartas	que	habían
dejado	tiradas	por	la	mesa	y	me	puse	a	barajar.
Bianca	echó	la	cabeza	atrás	y	suspiró	con	fuerza.	Madeline	apoyó	una	mano
sobre	la	mía.
—Sí	que	es	asunto	nuestro.	Esto	cambia	las	reglas	del	juego.
—Esto	no	es	un	juego	—respondí—.	Al	menos	para	mí.
Madeline	estaba	a	punto	de	decir	algo	más,	pero	en	aquel	momento	la	puerta
se	abrió	de	golpe.	En	el	umbral	apareció	la	reina	Abby,	furiosa.
Si	tenía	algún	cardenal,	lo	escondía	muy	bien.
—¿Quién	de	vosotras	es	Tia?
Todas	nos	giramos	hacia	la	ventana,	donde	estaba	Tia,	paralizada	y	blanca
como	el	papel.
—¿Y	bien?
Tia	levantó	la	mano	lentamente;	la	reina	se	dirigió	hacia	ella	muy	decidida,
con	los	ojos	encendidos.	Esperaba	que,	cualquiera	que	fuera	el	reproche	que
fuera	a	hacerle	la	reina,	se	lo	hiciera	en	privado.	Por	desgracia,	ese	no	era	el
plan.
—¿Te	has	acostado	con	mi	hijo?	—le	preguntó,	sin	preocuparse	lo	más	mínimo
por	la	discreción.
—Su	majestad,	no	es	más	que	un	rumor	—respondió	ella,	con	apenas	un	hilo
de	voz,	pero	el	silencio	en	la	sala	era	tal	que	yo	oía	hasta	la	respiración	de
Madeline.
—¡Que	no	has	hecho	nada	por	atajar!
Tia	balbució,	iniciando	quizá	cinco	frases	diferentes	antes	de	decidirse	por
una.
—Si	no	respondes	a	los	rumores,	acaban	desapareciendo.	Negar	algo	con
vehemencia	siempre	implica	que	eres	culpable.
—Así	pues,	¿lo	niegas	o	no?
Atrapada.
—No	lo	he	hecho,	majestad.
No	creo	que	importara	si	decía	la	verdad	o	si	mentía.	El	destino	de	Tia	estaba
sellado	antes	de	decir	la	primera	palabra.
La	reina	Abby	la	agarró	por	el	cabello	y	tiró	de	ella	hacia	la	puerta.
—Te	vas	ahora	mismo.
Tia	chilló	de	dolor	y	protestó:
—¡Pero	eso	solo	lo	puede	hacer	el	príncipe	Clarkson,	majestad!	¡Son	las
normas!
—¡También	está	en	las	normas	no	ser	una	zorra!	—le	gritó	la	reina.
Tia	tropezó	y	cayó;	la	reina	la	mantenía	en	pie	cogida	por	el	pelo.	Mientras
intentaba	ponerse	en	pie	de	nuevo,	la	reina	Abby	la	lanzó	al	pasillo,
haciéndola	caer	de	nuevo	al	suelo.
—¡FUERA…	DE…	AQUÍ!
Cerró	de	un	portazo	y,	de	inmediato,	se	giró	hacia	el	resto	de	nosotras.	Se
tomó	su	tiempo	para	escrutarnos	una	a	una,	asegurándose	de	que	éramos
conscientes	de	su	poder.
—Que	quede	muy	claro	—dijo	muy	despacio,	avanzando	lentamente	por	entre
los	sofás	y	las	butacas	en	las	que	estábamos	sentadas,	con	un	aire	imponente
y	aterrador	a	la	vez—:	si	alguna	de	vosotras,	mocosas	engreídas,	piensa	que
puede	meterse	en	mi	casa	y	quitarme	la	corona,	que	se	lo	piense	muy	bien.
Se	detuvo	frente	a	un	grupito	de	chicas	situadas	junto	a	la	pared.
—Y	si	creéis	que	podéis	comportaros	como	escoria	y	seguir	aspirando	al
trono,	no	sabéis	lo	que	os	espera	—añadió,	plantándole	un	dedo	en	la	cara	a
Piper—.	¡No	lo	toleraré!
Piper	tuvo	que	echar	la	cabeza	hacia	atrás,	empujada	por	el	dedo	de	la	reina,
pero	no	reaccionó	al	dolor	hasta	que	la	reina	Abby	hubo	pasado	de	largo.
—Soy	la	reina.	Y	la	gente	me	adora.	Si	queréis	casaros	con	mi	hijo	y	vivir	en
mi	casa,	tendréis	que	ser	todo	lo	que	yo	os	diga:	obedientes…,	refinadas	y…
calladas.
Se	fue	abriendo	paso	por	entre	las	mesas	y	se	detuvo	frente	a	Bianca,
Madeline	y	yo.
—A	partir	de	ahora,	vuestra	única	misión	será	presentaros	donde	os	manden,
ser	unas	damas,	sentaros	y	sonreír.
Sus	ojos	se	cruzaron	con	los	míos	en	el	momento	en	que	acababa	su	discurso
y	yo,	estúpidamente,	me	tomé	aquello	como	una	orden.	Así	que	sonreí.	A	la
reina	no	le	hizo	ninguna	gracia:	se	puso	muy	recta	y	me	quitó	la	sonrisa	de	la
cara	de	un	bofetón.
Solté	un	gruñido	y	caí	sobre	la	mesa.	No	me	atreví	a	moverme.
—Tenéis	diez	minutos	para	dejar	todo	esto	despejado.	Hoy	recibiréis	todas	las
comidas	en	las	habitaciones.	No	quiero	oíros	chistar	a	ninguna.
Oí	que	la	puerta	se	cerraba,	pero	quise	asegurarme:
—¿Se	ha	ido?
—Sí.	¿Estás	bien?	—preguntó	Madeline,	sentándose	delante	de	mí.
—La	cara	me	duele	como	si	me	la	hubiera	abierto.	—Me	puse	en	pie,	pero	la
mejilla	me	ardía	y	el	dolor	se	extendía	por	mi	cuerpo.
—¡Oh,	Dios	mío!	—exclamó	Bianca—.	¡Te	ha	dejado	la	marca	de	la	mano!
—¿Piper?	—dije—.	¿Dónde	está	Piper?
—Aquí	—respondió,	entre	lágrimas.
Me	puse	en	pie	y	la	vi	acercándose.
—¿Estás	bien?
—Me	duele	un	poco	—dijo,	pasándose	la	mano	por	el	lugar	donde	la	reina	le
había	clavado	el	dedo;	vi	la	medialuna	que	había	dejado	la	uña.
—Tienes	una	pequeña	marca,	pero,	con	un	poco	de	maquillaje,	será	fácil
cubrirla.
Se	me	echó	a	los	brazos.	Ambas	nos	abrazamos.
—¿Qué	bicho	le	ha	picado?	—preguntó	Nova,	poniendo	voz	al	pensamiento	de
todas.
—A	lo	mejor	es	su	manera	de	proteger	a	su	familia	—sugirió	Skye.
Cordaye	resopló,	frunciendo	los	labios:
—Todas	hemos	visto	cómo	bebe.	Se	olía	a	la	legua.
—En	la	tele	siempre	está	encantadora	—reflexionó	Kelsa,	confusa	con	todo
aquello.
—Escuchad	—dije	yo—.	Una	de	nosotras	sabrá	un	día	lo	que	es	ser	reina.
Debe	de	sufrir	una	presión	tremenda.	Se	ve	incluso	desde	fuera.	—Hice	una
pausa	y	me	froté	la	mejilla.	Estaba	ardiendo—.	De	momento,	creo	que
deberíamos	intentar	evitar	a	la	reina	todo	lo	que	podamos.	Y	no	le
mencionemos	esto	a	Clarkson.	No	creo	que	hablarle	mal	de	su	madre,	haya
hecho	lo	que	haya	hecho,	nos	haga	ningún	bien	a	ninguna.
—¿Se	supone	que	tenemos	que	pasar	esto	por	alto?	—preguntó	Neema,
indignada.
—Yo	no	puedo	obligaros	—respondí,	encogiéndome	de	hombros—.	Pero	es	lo
que	voy	a	hacer	yo.
Volví	a	abrazar	a	Piper	y	las	dos	nos	quedamos	allí,	en	silencio.	Antes
esperaba	poder	llegar	a	crear	lazos	de	unión	con	aquellas	chicas	hablando	de
música,	aprendiendo	a	maquillarnos	juntas…	Nunca	había	imaginado	que
sería	un	miedo	común	lo	que	nos	uniría	como	hermanas.
Capítulo	6
Decidí	que	nunca	se	lo	preguntaría.	Si	el	príncipe	Clarkson	se	había	acostado
con	Tia,	no	quería	saberlo.	Y	si	no	lo	había	hecho	y	se	lo	preguntaba,	sería
como	romper	nuestro	vínculo	de	confianza	mutua	antes	incluso	de	crearlo.	Lo
más	probable	es	que	fuera	un	rumor,	sin	duda	lanzado	por	la	propia	Tia	para
intimidarnos	a	las	demás,	y	estaba	claro	que	le	había	salido	el	tiro	por	la
culata.
Aquellas	cosas	más	valía	olvidarlas.
Lo	que	no	podía	olvidar	era	el	intenso	dolor	en	el	rostro.	Habían	pasado	horas
tras	el	bofetón,	y,	sin	embargo,	aún	sentía	el	dolor	palpitante.
—Es	hora	de	cambiar	el	hielo	—dijo	Emon,	pasándome	otra	compresa	fría.
—Gracias.	—Le	di	la	que	tenía	puesta.
Al	volver	a	mi	habitación	y	pedirles	algo	a	mis	doncellas	para	aliviar	el	dolor,
ellas	me	preguntaron	cuál	de	las	seleccionadas	me	había	pegado,	asegurando
que	irían	a	decírselo	inmediatamente	al	príncipe.	Les	había	dicho	que	no
había	sido	ninguna	de	las	chicas.	No	podía	ser	ninguno	de	los	criados.	Ellas
sabían	que	había	estado	en	la	Sala	de	las	Mujeres	toda	la	mañana,	así	que
solo	quedaba	una	opción.
No	hicieron	más	preguntas.	Lo	sabían.
—Al	ir	a	buscar	el	hielo,	he	oído	que	la	reina	se	va	a	tomar	unas	breves
vacaciones	sola	la	semana	que	viene	—comentó	Martha,	sentada	en	el	suelo
junto	a	mi	cama.
Yo	estaba	sentada	de	cara	a	la	ventana,	mirando	a	la	vez	a	la	pared	y	al	cielo
abierto.
—¿Ah,	sí?
Ella	sonrió.
—Parece	que	tener	tantas	visitas	en	palacio	la	ha	puesto	de	los	nervios,	así
que	el	rey	le	ha	sugerido	que	se	tome	algo	de	tiempo	libre.
Puse	los	ojos	en	blanco.	Primero	se	lamentaba	de	lo	mucho	que	gastaba	ella
en	vestidos,	y	luego	la	mandaba	de	vacaciones.	Claro	que	no	sería	yo	la	que	se
quejara.	Una	semana	sin	ella,	en	aquel	momento,	me	parecía	una	bendición.
—¿Aún	le	duele?	—preguntó	Martha.
Aparté	la	mirada	y	asentí.
—No	se	preocupe,	señorita,	para	cuando	acabe	el	día,	se	le	habrá	pasado.
Habría	querido	decirle	que,	en	realidad,	el	problema	no	era	el	dolor.	Mi
verdadera	preocupación	era	que	aquello	no	fuera	un	indicio	de	lo	difícil	que
podía	llegar	a	ser	la	vida	como	princesa.	Como	poco,	sería	un	reto.
Como	mucho,	podía	llegar	a	ser	una	tortura.
Repasé	los	datos	de	los	que	disponía:	en	el	pasado,	el	rey	y	la	reina	se	habían
querido,	pero	ahora	ambos	hacían	un	esfuerzo	por	contener	su	odio.	La	reina
era	una	alcohólica	y	estaba	obsesionada	con	la	posesión	de	la	corona.	El	rey,
como	poco,	estaba	al	borde	del	ataque	de	nervios.	Y	Clarkson…
Él	hacía	lo	que	podía	para	parecer	resignado,	tranquilo,	controlado.	Sin
embargo,	debajo	de	todo	eso	había	una	risa	infantil.	Y,	cuando	estallaba,	le
costaba	un	esfuerzo	supremo	volver	a	recomponerse.
No	es	que	el	sufrimiento	a	mí	me	fuera	algo	ajeno.	Yo	había	trabajado	hasta	el
punto	del	agotamiento	físico.	Había	soportado	un	calor	sofocante.	Aunque
como	Cuatro	disponía	de	cierto	nivel	de	seguridad	económica,	vivía	casi	en	la
pobreza.
Sería	una	dura	prueba.	Una	más.	Eso,	claro,	si	el	príncipe	Clarkson	me
escogía	a	mí.
Pero	si	me	acababa	eligiendo	significaría	que	me	quería,	¿no?	¿Y	eso	no	haría
que	todo	lo	demás	valiera	la	pena?
—¿En	qué	está	pensando,	señorita?	—me	preguntó	Martha.
Sonreí	y	le	tendí	la	mano.
—En	el	futuro.	Lo	cual	no	tiene	sentido,	supongo.	Será	lo	que	tenga	que	ser.
—Usted	es	un	encanto,	señorita.	Él	sería	afortunado	de	tenerla	como	esposa.
—Y	yo	sería	afortunada	de	tenerlo	a	él.
Era	cierto.	Era	todo	lo	que	siempre	había	deseado.	Lo	que	me	asustaba	era
todo	lo	que	venía	detrás.
Danica	se	probó	otro	par	de	zapatos	de	Bianca.
—¡Me	quedan	perfectos!	Vale,	yo	me	quedo	estos,	y	tú	te	quedas	los	míos
azules.
—Hecho.	—Bianca	estrechó	la	mano	de	Danica	y	sonrió	de	oreja	a	oreja.
Nadie	nos	había	dicho	que	no	pudiéramos	ir	a	la	Sala	de	las	Mujeres	el	resto
de	la	semana,	pero	todas	habíamos	optado	por	evitarla.	Solíamos	reunirnos	en
grupos	e	íbamos	de	dormitorio	en	dormitorio,	probándonos	la	ropa	de	una	y
de	otra,	y	charlando,	como	siempre.
Solo	que	ahora	era	diferente.	Sin	la	reina,	las	chicas	nos	convertíamos	en…,
bueno,	eso,	en	chicas.	Todas	parecían	de	mejor	humor.	En	lugar	de
preocuparnos	por	el	protocolo	o	de	mantener	unas	formas	impecables,	nos
permitíamos	ser	las	chicas	que	éramos	antes	de	que	nos	seleccionaran,	las
chicas	que	éramos	en	casa.
—Danica,	creo	que	tenemos	más	o	menos	la	misma	talla.	Estoy	segura	de	que
tengo	vestidos	que	te	irían	muy	bien	con	esos	zapatos	—propuse.
—Te	tomo	la	palabra.	Tus	vestidos	son	de	los	más	bonitos.	Los	tuyos	y	los	de
Cordaye.	¿Has	visto	las	cosas	que	le	hacen	sus	doncellas?
Suspiré.	No	sabía	cómo	lo	hacían,	pero	las	doncellas	de	Cordaye	conseguían
que	las	telas	de	los	vestidos	le	sentaran	como	a	nadie.	Los	vestidos	de	Nova
también	estaban	un	punto	por	encima	de	los	demás.	Me	pregunté	si	quien
ganara	la	Selección	podría	elegir	a	sus	doncellas.	Yo	dependía	tanto	de
Martha,	Cindly	y	Emon	que	no	me	imaginaba	poder	estar	en	palacio	sin	ellas.
—¿Sabéis	lo	que	me	resulta	extraño?	—dije.
—¿Qué?	—respondió	Madeline,	mientras	revolvía	el	joyero	de	Bianca.
—Que	un	día	esto	no	será	así.	Al	final,	una	de	nosotras	estará	aquí,	sola.
Danica	se	sentó	a	mi	lado,	junto	a	la	mesa	de	Bianca.
—Lo	sé.	¿Crees	que	en	parte	puede	ser	ese	el	motivo	de	que	la	reina	esté	tan
enfadada?	Quizás	haya	pasado	demasiado	tiempo	sola.
Madeline	negó	con	la	cabeza.
—Creo	que	eso	es	por	decisión	propia.	Podía	tener	los	invitados	que	quisiera.
Podría	traerse	a	toda	una	familia	a	palacio.
—Salvo	que	al	rey	le	moleste.
—Es	cierto.	—Madeline	volvió	a	fijar	la	atención	en	el	joyero—.	No	consigo
entender	mucho	al	rey.	Parece	distanciado	de	todo.	¿Creéis	que	Clarkson	será
así?
—No	—respondí	yo,	sonriendo	para	mis	adentros—.	Clarkson	tiene	su	propia
personalidad.
Nadie	añadió	nada	más;	cuando	levanté	la	vista	me	encontré	de	frente	la
sonrisa	maliciosa	de	Danica.
—¿Qué?
—Lo	tienes	mal	—dijo,	casi	como	si	le	diera	lástima.
—¿Qué	quieres	decir?
—Estás	enamorada	de	él.	Mañana	mismo	podrían	decirte	que	se	divierte
pateando	a	cachorrillos	de	perro,	y	seguirías	suspirando	por	él.
Erguí	la	espalda	y	levanté	la	cabeza	un	poco.
—Cabe	la	posibilidad	de	que	se	case	conmigo.	¿No	debería	quererle?
Madeline	chasqueó	la	lengua.	Danica	insistió:
—Sí,	bueno,	pero,	por	cómo	te	comportas,	parece	como	si	lo	quisieras	desde
siempre.
Me	sonrojé	e	intenté	no	pensar	en	la	vez	en	que	le	sisé	unas	monedas	del
monedero	a	mamá	para	comprar	un	sello	con	su	cara.	Aún	lo	tenía,	pegado	a
un	papel,	y	lo	usaba	como	punto	de	libro.
—Lo	respeto	—aduje—.	Es	el	príncipe.
—Es	más	que	eso.	Sacrificarías	tu	vida	por	él.
No	respondí.
—¡Lo	harías!	¡Oh,	Dios	mío!
—Voy	a	buscar	esos	vestidos	—dije,	poniéndome	en	pie—.	Enseguida	vuelvo.
Intenté	no	asustarme	con	todo	lo	que	me	pasaba	por	la	cabeza.	Como	se
trataba	de	una	elección	entre	él	y	yo,	no	me	veía	capaz	de	no	ponerle	a	él	por
delante.	Él	era	el	príncipe;	como	tal,	era	un	activo	de	valor	incalculable	para
el	país.	Pero	no	solo	eso:	también	tenía	un	enorme	valor	para	mí.
Me	encogí	de	hombros	y	me	propuse	no	pensar	más	en	ello.
Además,	no	parecía	que	fuera	a	darse	el	caso.
Capítulo	7
Siempre	me	costaba	adaptarme	a	las	cegadoras	luces	del	estudio.	Eso,
sumado	al	peso	de	los	vestidos	cargados	de	joyas	que	mis	doncellas	insistían
en	que	me	pusiera	para	el	Report	,	hacía	que	aquella	hora	me	resultara
insufrible.
El	nuevo	reportero	estaba	entrevistando	a	las	chicas.	Aún	quedábamos
bastantes,	con	lo	que	resultaba	fácil	pasar	desapercibida.	De	momento,	aquel
era	mi	objetivo.	Pero,	si	me	tenían	que	entrevistar,	no	estaría	tan	mal	si	era
Gavril	Fadaye	quien	hacía	las	preguntas.
El	anterior	comentarista	real,	Barton	Allory,	se	había	retirado	la	misma	noche
en	que	se	habían	revelado	las	candidatas	a	la	Selección;	había	compartido
aquella	emisión	con	su	sustituto,	elegido	a	dedo.	Gavril,	de	veintidós	años,
procedente	de	una	respetable	familia	de	Doses,	era	un	tipo	con	una	gran
personalidad	y	que	enseguida	te	caía	bien.	Me	entristeció	ver	marcharse	a
Barton…,	pero	no	demasiado.
—Lady	Piper,	¿cuál	opina	que	debería	ser	el	principal	papel	de	una	princesa?
—preguntó	Gavril	con	una	sonrisa	reluciente	que	hizo	que	Madeline	me	diera
un	codazo	disimuladamente.
Piper	mostró	una	sonrisa	encantadora	y	respiró	con	fuerza.	Volvió	a	respirar.
Y	luego	el	silencio	se	volvió	incómodo.
Fue	entonces	cuando	me	di	cuenta	de	que	aquella	era	una	pregunta	que	todas
deberíamos	temer.	Miré	en	dirección	a	la	reina,	que	iba	a	tomar	un	avión
inmediatamente	después	de	que	se	apagaran	las	cámaras.	Ella	estaba
observando	a	Piper,	desafiándola	a	hablar,	después	de	habernos	advertido
que	mantuviéramos	silencio.
Observé	el	monitor:	el	miedo	en	su	rostro	resultaba	insufrible.
—¿Piper?	—le	susurró	Pesha,	a	su	lado.
Finalmente,	la	chica	negó	con	la	cabeza.
A	Gavril	se	le	notaba	en	los	ojos	que	estaba	buscando	un	modo	desesperado
de	salvar	la	situación,	de	salvarla	a	ella.	Barton	habría	sabido	qué	hacer,	por
supuesto.	Pero	Gavril	era	demasiado	inexperto.
Levanté	la	mano.	Gavril	miró	en	mi	dirección,	aliviado.
—El	otro	día	tuvimos	una	larga	conversación	sobre	esto.	Supongo	que	Piper
no	sabe	por	dónde	empezar.	—Solté	una	risita,	y	algunas	chicas	me	siguieron
—.	Todas	estamos	de	acuerdo	en	que	nuestra	obligación	prioritaria	es	para
con	el	príncipe.	Servirle	a	él	es	servir	a	Illéa.	Puede	que	parezca	raro,	pero	el
que	nosotras	cumplamos	con	nuestro	papel	ayudará	al	príncipe	a	cumplir	con
el	suyo.
—Bien	dicho,	Lady	Amberly.	—Gavril	sonrió	y	pasó	a	la	pregunta	siguiente.
Yo	no	miré	a	la	reina.	Me	concentré	en	mantener	la	postura	erguida,	pese	al
dolor	de	cabeza	que	empezaba	a	dejarse	sentir.	¿Sería	cosa	de	la	tensión?	Y	si
ese	era	el	caso,	¿por	qué	se	presentaban	sin	motivo	algunas	veces?
Observé	en	los	monitores	que	las	cámaras	no	me	enfocaban	a	mí	ni	a	las
chicas	de	mi	fila,	así	que	decidí	pasarme	la	mano	por	la	frente.	Era	evidente
que	la	piel	se	me	estaba	volviendo	más	tersa.	Tenía	ganas	de	apoyar	la	cabeza
sobre	el	brazo,	pero	eso	era	impensable.	Aunque	se	me	excusara	un	gesto	tan
impropio,	el	vestido	tampoco	me	lo	permitiría.
Erguí	el	cuerpo,	concentrándome	en	la	respiración.	El	dolor	avanzaba	a	ritmo
constante,	pero	me	obligué	a	mantener	la	posición.	No	era	la	primera	vez	que
me	enfrentaba	a	aquel	malestar,	y	en	condiciones	mucho	peores.	«Esto	no	es
nada	—me	dije—.	Lo	único	que	tengo	que	hacer	es	seguir	sentada».
Las	preguntas	no	parecían	acabarse	nunca,	aunque	creo	que	Gavril	no	había
hablado	con	todas	las	chicas.	En	un	momento	dado,	las	cámaras	dejaron	de
filmar.	Fue	entonces	cuando	recordé	que	ahí	no	acababa	el	día.	Aún	me
quedaba	la	cena	antes	de	poder	volver	a	mi	habitación.	Solía	durar	una	hora,
más	o	menos.
—¿Te	encuentras	bien?	—preguntó	Madeline.
—Será	el	cansancio	—dije,	asintiendo.
Oímos	una	risa	y	nos	giramos.	El	príncipe	Clarkson	estaba	hablando	con
algunas	de	las	chicas	de	la	primera	fila.
—Me	gusta	cómo	lleva	hoy	el	pelo	—comentó	Madeline.
Se	disculpó	levantando	un	dedo	ante	las	chicas	con	las	que	estaba	hablando	y
rodeó	al	grupo	con	la	vista	fija	en	mí.	Cuando	se	acercó	hice	una	leve
reverencia;	en	el	momento	en	que	volví	a	erguirme,	sentí	su	mano	tras	la
espalda,	agarrándome	de	forma	que	los	demás	no	nos	vieran	el	rostro.
—¿Te	encuentras	mal?
Suspiré.
—He	intentado	ocultarlo.	Me	duele	muchísimo	la	cabeza.	Necesito	estirarme.
—Cógete	de	mi	brazo.	—Me	mostró	el	codo	y	yo	le	rodeé	el	brazo	con	mi
mano—.	Sonríe.
Arqueé	los	labios.	A	pesar	del	malestar,	con	él	allí	resultaba	más	fácil.
—Te	agradezco	mucho	que	vinieras	a	nuestra	cita	—dijo,	lo	suficientemente
alto	como	para	que	pudieran	oírlo	las	chicas	que	estaban	más	cerca—.	Estoy
intentando	recordar	qué	postre	es	el	que	más	te	gusta.
No	respondí,	pero	mantuve	la	sonrisa	hasta	que	salimos	del	estudio.	Sin
embargo,	en	cuanto	rebasamos	la	puerta,	no	pude	aguantar	más.	Cuando
llegamos	al	final	del	pasillo,	Clarkson	me	cogió	en	brazos.
—Vamos	a	que	te	vea	el	médico.
Cerré	los	ojos	con	fuerza.	Volvía	a	sentir	náuseas;	un	sudor	frío	me	cubría	el
cuerpo.	Pero	me	sentía	más	cómoda	entre	sus	brazos	de	lo	que	podría	estar
en	una	silla	o	en	una	cama.	Incluso	con	todo	el	movimiento,	estar	hecha	un
ovillo	con	la	cabeza	apoyada	en	su	hombro	me	parecía	lo	mejor	del	mundo.
En	la	enfermería	había	una	enfermera	nueva,	pero	igual	de	amable	que	la
anterior.	Ayudó	a	Clarkson	a	meterme	en	una	cama,	con	las	piernas	apoyadas
sobre	una	almohada.
—El	médico	está	durmiendo	—dijo—.	Se	ha	pasado	la	noche	entera	en	pie,	y
gran	parte	del	día	ayudando	en	el	parto	de	dos	doncellas	diferentes.	¡Dos
niños,	uno	tras	otro!	¡Con	solo	quince	minutos	de	diferencia!
—No	hace	falta	que	le	molesten	—respondí,	sonriendo	ante	la	feliz	noticia—.
No	es	más	que	un	dolor	de	cabeza.	Ya	se	me	pasará.
—Tonterías	—respondió	Clarkson—.	Vaya	a	buscar	a	una	doncella	y	que	nos
traigan	la	cena	aquí.	Esperaremos	al	doctor	Mission.
La	enfermera	asintió	y	se	puso	en	marcha.
—No	hacía	falta	que	hicieras	eso	—susurré—.	El	médico	ha	pasado	una	mala
noche,	y	yo	no	tengo	nada	grave.
—Sería	una	negligencia	por	mi	parte	si	no	me	asegurara	de	que	se	ocupan	de
ti	como	corresponde.
Intenté	interpretar	aquello	como	algo	romántico,	pero	sonaba	más	bien	como
si	se	sintiera	obligado.	Aun	así,	si	hubiera	querido,	habría	podido	ir	a	comer
con	las	otras,	pero	no,	había	elegido	quedarse	conmigo.
Picoteé	algo	de	la	cena,	por	no	ser	maleducada,	aunque	aún	me	encontraba
mal.	La	enfermera	me	trajo	una	medicina.	Cuando	el	doctor	Mission	apareció,
con	el	cabello	aún	mojado	de	la	ducha,	me	sentía	mucho	mejor.	El	dolor
intenso,	que	antes	era	como	una	campana	resonando	desbocada,	se	había
convertido	más	bien	en	una	campanilla.
—Siento	el	retraso,	alteza	—se	disculpó	el	médico,	con	una	reverencia.
—No	hay	problema	—respondió	el	príncipe	Clarkson—.	Hemos	disfrutado	de
una	cena	espléndida	en	su	ausencia.
—¿Cómo	va	la	cabeza,	señorita?	—dijo	el	doctor	Mission,	cogiéndome	la
muñeca	entre	los	dedos	para	tomarme	el	pulso.
—Mucho	mejor.	La	enfermera	me	ha	dado	una	medicina	que	me	ha	ido
estupendamente.
Sacó	una	linternita	y	me	enfocó	los	ojos.
—Quizá	debería	tomar	algo	a	diario.	Sé	que	intenta	combatir	los	dolores
cuando	se	presentan,	pero	podríamos	intentar	evitarlos	antes	de	que
aparezcan.	No	hay	nada	seguro,	pero	veré	qué	puedo	darle.
—Gracias	—respondí,	cruzando	los	brazos	sobre	el	regazo—.	¿Cómo	están	los
niños?
—Absolutamente	perfectos	—dijo	el	médico,	eufórico—.	Sanos	y	gordos.
Sonreí,	pensando	en	las	dos	nuevas	vidas	que	habían	iniciado	su	andadura	en
palacio	aquel	mismo	día.	¿Serían	grandes	amigos	y	le	contarían	a	todo	el
mundo	la	historia	de	su	nacimiento,	tan	próximo	en	el	espacio	y	en	el	tiempo?
—Hablando	de	bebés,	quería	hablar	con	usted	de	los	resultados	de	sus
análisis.
La	alegría	desapareció	de	mi	rostro,	de	mi	cuerpo	entero.	Me	senté	más
erguida	aún,	preparándome	para	la	mala	noticia.	Por	su	rostro,	estaba	claro
que	estaba	a	punto	de	sentenciarme.
—Los	test	muestran	diferentes	toxinas	en	la	sangre.	Si	los	valores	siguen	tan
altos	semanas	después	de	alejarse	de	su	región	natal,	debo	suponer	que
serían	mucho	más	altos	cuando	estaba	allí.	Para	algunas	personas,	eso	no
sería	un	problema.	El	cuerpo	responde,	se	ajusta	y	puede	seguir	viviendo	sin
ningún	efecto	secundario.	Por	lo	que	me	ha	contado	de	su	familia,	diría	que
dos	de	sus	hermanos	están	haciendo	eso	exactamente.
—Pero	una	de	tus	hermanas	tiene	hemorragias	nasales,	¿no?	—preguntó
Clarkson.
Asentí.
—¿Y	usted	tiene	constantes	migrañas?	—preguntó	el	médico.
Asentí	de	nuevo.
—Supongo	que	su	cuerpo	no	está	anulando	esas	toxinas.	A	partir	de	las
pruebas	y	de	algunos	de	los	datos	personales	que	me	ha	dado,	yo	diría	que
esos	accesos	de	fatiga,	náuseas	y	dolor	proseguirán,	probablemente	durante
el	resto	de	su	vida.
Suspiré.	Bueno,	eso	no	era	peor	que	lo	que	estaba	experimentando	en	aquel
momento.	Y,	por	lo	menos,	Clarkson	no	parecía	molesto.
—También	tengo	motivos	para	estar	preocupado	por	su	salud	reproductiva.
Me	lo	quedé	mirando	con	los	ojos	como	platos.	Por	el	rabillo	del	ojo	vi	que
Clarkson	cambiaba	de	postura	en	la	silla.
—Pero…	¿por	qué?	Mi	madre	ha	tenido	cuatro	hijos.	Y	tanto	ella	como	mi
padre	proceden	de	familias	numerosas.	Simplemente	me	canso,	nada	más.
El	doctor	Mission	mantuvo	su	imagen	compuesta,	profesional,	como	si	no
estuviera	dispuesto	a	hablar	de	los	aspectos	más	personales	de	mi	vida.
—Sí,	y	aunque	la	genética	ayuda,	basándome	en	las	pruebas,	parece	que	su
cuerpo	sería…	un	hábitat	no	favorable	para	un	feto.	Y	que	cualquier	niño	que
pudiera	concebir	—hizo	una	pausa,	se	quedó	mirando	al	príncipe	un	momento
y	luego	volvió	a	mirarme	a	mí—	no	sería	apto	para…	determinadas	tareas.
Determinadas	tareas.	Como	que	no	sería	lo	suficientemente	brillante,	lo
suficientemente	sano	o	lo	suficientemente	bueno	como	para	ser	príncipe.
El	estómago	se	me	encogió.
—¿Está	seguro?	—pregunté	con	un	hilo	de	voz.
Clarkson	tenía	los	ojos	fijos	en	el	médico,	a	la	espera	de	que	le	confirmara	esa
noticia.	Aquella,	sin	duda,	era	una	información	vital	para	él.
—En	el	mejor	de	los	casos.	Eso,	si	consigue	concebir.
—Discúlpenme.	—Salté	de	la	cama	y	corrí	hasta	el	baño	que	había	junto	a	la
entrada	de	la	enfermería,	me	metí	en	un	cubículo	y	vomité	hasta	no	poder
más.
Capítulo	8
Pasó	una	semana.	Clarkson	ni	siquiera	me	miraba.	Yo	estaba	destrozada.	En
mi	ingenuidad,	había	creído	que	sería	posible.	Tras	superar	la	incomodidad	de
nuestra	primera	conversación,	él	había	buscado	cualquier	motivo	para
propiciar	un	encuentro	conmigo,	para	cuidarme.
Evidentemente,	eso	era	cosa	del	pasado.
Estaba	segura	de	que	un	día,	muy	pronto,	Clarkson	me	mandaría	a	casa.
Luego,	pasaría	un	tiempo,	pero	mi	corazón	se	recuperaría.	Con	un	poco	de
suerte	conocería	a	otra	persona	y…	¿qué	le	diría?	No	ser	capaz	de	dar	un
heredero	digno	al	trono	era	algo	teórico,	quizás	una	hipótesis	lejana.	Pero	¿no
poder	dar	un	hijo	a	un	Cuatro?	La	idea	me	resultaba	insoportable.
Solo	comía	cuando	creía	que	la	gente	me	miraba.	Solo	dormía	cuando	estaba
demasiado	agotada	como	para	no	hacerlo.	A	mi	cuerpo	no	le	importaba	yo,	así
que	¿por	qué	iba	a	preocuparme	yo	por	él?
La	reina	volvió	de	sus	vacaciones,	los	Reports	continuaron,	los	días	pasados
allí	sentadas,	como	muñecas,	iban	sucediéndose.	A	mí	todo	aquello	ya	no	me
importaba.
Estaba	en	la	Sala	de	las	Mujeres,	sentada	junto	a	la	ventana.	El	sol	me
recordaba	Honduragua,	aunque	aquí	había	menos	humedad.	Me	puse	a	rezar,
rogándole	a	Dios	que	Clarkson	me	enviara	a	casa.	Estaba	demasiado
avergonzada	como	para	escribir	a	mi	familia	y	contarles	las	malas	noticias,
pero	sentirme	rodeada	de	todas	aquellas	chicas	y	de	sus	aspiraciones	a	subir
de	casta	empeoraba	aún	más	las	cosas.	Yo	tenía	límites.	No	podía	compartir
sus	mismas	aspiraciones.	Al	menos	en	casa	no	tendría	que	pensar	más	en	ello.
Madeline	se	me	acercó	por	detrás	y	me	frotó	la	espalda	con	la	mano.
—¿Estás	bien?
No	sin	esfuerzo,	esbocé	una	sonrisa.
—Solo	estoy	cansada.	No	es	nada	nuevo.
—¿Estás	segura?	—Se	pasó	la	mano	bajo	el	vestido	para	alisarlo	y	se	sentó—.
Pareces…	diferente.
—¿Cuáles	son	tus	objetivos	en	la	vida,	Madeline?
—¿Qué	quieres	decir?
—Quiero	decir	exactamente	eso.	¿Qué	sueños	tienes?	Si	pudieras	sacarle	el
máximo	partido	a	la	vida,	¿qué	le	pedirías?
Ella	sonrió	con	timidez.
—Sería	princesa,	por	supuesto.	Con	montones	de	admiradores	y	fiestas	cada
fin	de	semana,	y	Clarkson	pendiente	de	mí.	¿Tú	no?
—Es	un	sueño	precioso.	Y	si	tuvieras	que	pedirle	«lo	mínimo»	a	la	vida,	¿qué
le	pedirías?
—¿Lo	mínimo?	¿Por	qué	iba	nadie	a	pedir	lo	mínimo	de	la	vida?	—Sonrió
divertida,	pese	a	no	comprenderme.
—Pero	¿no	debería	haber	un	mínimo	aceptable	que	la	vida	debería	darnos?
¿Es	demasiado	pedir	un	trabajo	que	no	odies	o	contar	con	algo	propio	que
sabes	que	no	puedes	perder?	¿Es	demasiado	pedir?	¿Incluso	para	alguien
desgraciado?	¿No	podría	tener	eso	yo,	al	menos?	—La	voz	se	me	quebró	y	me
llevé	los	dedos	a	la	boca,	como	si	mis	dedos	diminutos	pudieran	contener
aquel	dolor.
—¿Amberly?	—susurró	Madeline—.	¿Qué	pasa?
Meneé	la	cabeza.
—Nada,	necesito	descansar.
—No	deberías	estar	aquí.	Déjame	que	te	acompañe	a	tu	habitación.
—La	reina	se	enfadará.
Madeline	chasqueó	la	lengua.
—¿Y	cuándo	no	está	enfadada?
Suspiré.
—Cuando	está	borracha.
La	risa	de	Madeline	esta	vez	fue	más	ligera	y	auténtica;	se	tapó	la	boca	para
no	llamar	la	atención.	Verla	así	me	animaba,	y	cuando	se	levantó	me	costó
menos	seguirla.
No	hizo	más	preguntas,	pero	pensé	que	se	lo	contaría	antes	de	irme.	Sería
agradable	tener	a	alguien	en	quien	confiar.
Cuando	llegué	a	mi	habitación,	me	volví	y	la	abracé.	Tardé	un	rato	en	soltarla.
Ella	no	me	apremió.	Al	menos	en	aquel	momento	contaba	con	ese	mínimo
afecto	necesario	en	la	vida.
Me	fui	hasta	la	cama,	pero	antes	de	meterme	dentro	me	dejé	caer	de	rodillas
y	junté	las	manos,	como	si	rezara:	«¿Estoy	pidiendo	demasiado?».
Pasó	otra	semana.	Clarkson	envió	a	casa	a	dos	de	las	chicas.	Deseé	con	todas
mis	fuerzas	que	me	hubiera	mandado	de	vuelta	a	mí.
—¿Por	qué	no	yo?
Sabía	que	Clarkson	podía	resultar	duro,	pero	no	me	parecía	alguien	cruel.	No
pensaba	que	pudiera	querer	hacerme	soñar	con	una	posición	inalcanzable
para	mí.
Me	sentí	como	si	estuviera	sonámbula,	pasando	por	la	competición	como	un
fantasma	recorriendo	una	y	otra	vez	las	últimas	fases	de	su	vida.	El	mundo	me
parecía	una	sombra	de	sí	mismo.	Y	yo	iba	arrastrándome	por	él,	fría	y
cansada.
Las	chicas	no	tardaron	mucho	en	cansarse	de	hacer	preguntas.	De	vez	en
cuando,	sentía	el	peso	de	sus	miradas	sobre	mí.	Pero	yo	solía	apartarme.	Así
parecían	entender	que	no	valía	la	pena	el	esfuerzo	de	pedirme	una
explicación.	Llegué	a	pasar	desapercibida	a	ojos	de	la	reina…	De	hecho,	pasé
desapercibida	a	ojos	de	todo	el	mundo.	Y	no	me	importaba	estar	apartada	de
todo,	sola	con	mis	preocupaciones.
Podría	haber	seguido	así	infinitamente.	Cierto	día,	tan	anodino	y	triste	como
los	anteriores,	estaba	tan	distraída	que	ni	siquiera	me	di	cuenta	de	que
recogían	el	comedor.	No	noté	nada	hasta	ver	a	alguien	vestido	con	traje	justo
delante,	al	otro	lado	de	la	mesa.
—Te	encuentras	mal.
Alcé	la	vista,	vi	a	Clarkson	y	aparté	los	ojos	casi	a	la	misma	velocidad.
—No,	es	que	últimamente	estoy	más	cansada	de	lo	habitual.
—Estás	delgada.
—Ya	te	lo	he	dicho,	me	he	sentido	fatigada.
Dio	un	puñetazo	en	la	mesa	y	me	hizo	dar	un	respingo.	No	pude	evitar	mirarle
de	nuevo	a	la	cara.	Mi	corazón	adormecido	no	sabía	qué	hacer.
—No	estás	fatigada.	Te	estás	hundiendo	—dijo	con	firmeza—.	Entiendo	el
motivo,	pero	tienes	que	superarlo.
¿Superarlo?	¿Superarlo?
Los	ojos	se	me	llenaron	de	lágrimas.
—Con	todo	lo	que	sabes,	¿cómo	puedes	ser	tan	cruel	conmigo?
—¿Cruel?	—replicó,	prácticamente	escupiendo	la	palabra—.	¿Porque	intento
apartarte	del	borde	del	abismo?	Si	sigues	así,	vas	a	acabar	matándote.	¿Qué
demostrarás?	¿Qué	habrás	conseguido,	Amberly?
Por	duras	que	fueran	sus	palabras,	mi	nombre	dicho	por	él	fue	como	una
caricia.
—¿Te	preocupa	que	quizá	no	puedas	tener	hijos?	¿Y	qué?	Si	acabas
matándote,	desde	luego	no	tendrás	ninguna	posibilidad.	—Cogió	el	plato	que
tenía	delante,	aún	lleno	de	jamón,	huevos	y	fruta,	y	me	lo	acercó—.	Come.
Me	sequé	las	lágrimas	de	los	ojos	y	me	quedé	mirando	la	comida.	El	estómago
se	me	rebeló	nada	más	verla.
—Es	demasiado	fuerte.	No	puedo	comerme	eso.
Bajó	la	voz	y	se	acercó	un	poco.
—Entonces,	¿qué	puedes	comer?
Me	encogí	de	hombros.
—Pan,	quizá.
Clarkson	levantó	la	cabeza	y	chasqueó	los	dedos,	llamando	a	un	mayordomo.
—Alteza	—respondió	este,	con	una	reverencia.
—Ve	a	la	cocina	y	tráele	pan	a	Lady	Amberly.	De	varios	tipos.
—Inmediatamente,	señor.	—Se	volvió	y	salió	de	la	sala,	casi	a	la	carrera.
—¡Y,	por	Dios,	trae	también	algo	de	mantequilla!	—le	gritó	Clarkson,	mientras
desaparecía.
Sentí	otra	oleada	de	vergüenza.	Por	si	no	fuera	suficiente	perder	todas	mis
oportunidades	con	cosas	que	quedaban	fuera	de	mi	control,	tenía	que	sufrir	la
humillación	de	estropearlo	aún	más	con	cosas	que	sí	podía	controlar.
—Escúchame	—me	pidió,	con	voz	suave.	Conseguí	levantar	los	ojos	y	mirarle
de	nuevo—.	No	vuelvas	a	hacer	eso.	No	me	evites.
—Sí,	señor	—murmuré.
—Para	ti,	soy	Clarkson	—dijo,	meneando	la	cabeza.
Y	aunque	tuve	que	hacer	un	gran	esfuerzo	para	sonreír,	valió	la	pena.
—Tienes	que	estar	impecable,	¿me	entiendes?	Tienes	que	ser	una	candidata
ejemplar.	Hasta	hace	poco,	no	pensaba	que	necesitaría	decírtelo,	pero	ahora
parece	que	sí:	no	des	motivo	a	nadie	para	que	dude	de	tu	competencia.
Me	quedé	atónita,	incapaz	de	reaccionar.	¿Qué	quería	decir?	Si	hubiera
tenido	la	cabeza	más	clara,	se	lo	habría	preguntado.
Un	instante	después,	el	mayordomo	regresó	con	una	bandeja	llena	de
panecillos,	bollos	y	otros	panes.	Clarkson	dio	un	paso	atrás.
—Hasta	la	próxima.	—Se	inclinó	levemente	y	se	fue,	con	los	brazos	a	la
espalda.
—¿Está	bien	así,	señorita?	—preguntó	el	mayordomo,	y	yo	arrastré	mis
fatigados	ojos	hasta	el	montón	de	comida.
Asentí,	cogí	un	bollo	y	le	di	un	bocado.
Es	una	sensación	extraña	cuando	descubres	cuánto	le	importas	a	gente	a
quien	pensabas	que	no	le	importabas	nada.	O	descubrir	que,	cuando	te	vas
desintegrando	lentamente,	otra	gente	lo	sufre	también	en	menor	medida.
Cuando	le	pregunté	a	Martha	si	le	importaría	traerme	un	plato	de	fresas,	los
ojos	se	le	llenaron	de	lágrimas.	Cuando	me	reí	de	un	chiste	que	contó	Bianca,
noté	que	Madeline	se	emocionó	un	poco,	antes	de	unirse	ella	también	a	las
risas.	Y	Clarkson…
Antes	de	aquello,	la	única	vez	que	le	había	visto	realmente	disgustado	había
sido	la	noche	que	habíamos	pillado	a	sus	padres	peleándose,	y	tuve	la
sensación	de	que	su	ataque	de	ira	posterior	se	había	debido	justo	a	lo	mucho
que	le	importaban.	Que	se	preocupara	tanto	por	mí…,	habría	preferido	que
me	dijera	que	le	importaba	de	algún	otro	modo.	Pero	si	no	sabía	demostrarlo
de	otra	manera,	tampoco	me	parecía	mal.
Aquella	noche,	cuando	me	metí	en	la	cama,	me	prometí	dos	cosas:	en	primer
lugar,	si	tanto	le	importaba	a	Clarkson,	dejaría	de	comportarme	como	una
víctima.	A	partir	de	ahora	iba	a	ser	una	competidora.	En	segundo	lugar,
nunca	más	le	daría	motivo	a	Clarkson	Schreave	para	que	se	disgustara	de
aquel	modo.
Su	mundo	parecía	una	tormenta.
Yo	sería	el	centro.
Capítulo	9
—Rojo	—insistió	Emon—.	El	rojo	siempre	le	queda	estupendamente.
—Pero	no	debería	ser	un	color	tan	primario.	Quizás	algo	más	profundo,	como
un	burdeos	—propuso	Cindly,	sacando	otro	vestido	mucho	más	oscuro	que	el
anterior.
Yo	suspiré,	encantada.
—Sí,	ese.
No	tenía	el	gancho	de	otras	chicas,	y	no	era	una	Dos,	pero	empezaba	a	pensar
que	había	otros	modos	de	destacar.	Había	decidido	que	iba	a	dejar	de
vestirme	como	una	princesa	y	que	iba	a	comenzar	a	vestirme	como	una	reina.
No	tardé	mucho	en	darme	cuenta	de	que	había	una	diferencia	entre	una	cosa
y	la	otra.	A	las	chicas	de	la	Selección	se	les	daban	estampados	florales,	o
vestidos	hechos	de	tejidos	vaporosos.	Los	vestidos	de	la	reina	eran
declaraciones	de	principios,	atrevidos	e	imponentes.	Si	yo	no	era	así,	al
menos	mis	vestidos	sí	lo	serían.
Y	estaba	trabajando	en	el	porte	y	la	compostura.	Si	en	Honduragua	me
hubieran	preguntado	qué	era	más	duro,	si	tostar	café	todo	el	día	con	un	calor
abrasador	o	mantener	una	postura	correcta	diez	horas,	habría	dicho	lo
primero.	Ahora	empezaba	a	tener	mis	dudas.
Lo	que	quería	dominar	eran	los	matices	sutiles,	esos	detalles	que	distinguían
a	una	Uno.	Aquella	noche,	en	el	Report	,	quería	que	la	gente	viera	en	mí	la
opción	evidente.	Quizá	si	conseguía	dar	tal	imagen,	conseguiría	convencerme
a	mí	también.
Cuando	me	acechaba	la	mínima	duda,	pensaba	en	Clarkson.	No	había	habido
ningún	momento	trascendental,	decisivo,	entre	los	dos,	pero,	cuando	no
estaba	segura	de	si	sería	suficiente	para	él,	me	aferraba	a	los	pequeños
detalles:	me	había	dicho	que	le	gustaba.	Que	no	le	evitara.	Quizá	se	alejara	en
cierto	momento,	pero	también	había	regresado.	Aquello	bastaba	para	darme
esperanzas.	Así	que	me	puse	mi	vestido	burdeos,	me	tomé	una	pastilla	para
evitar	que	me	entrara	dolor	de	cabeza	y	me	dispuse	a	dar	lo	mejor	de	mí
misma.
No	es	que	estuviéramos	advertidas	exactamente	sobre	cuándo	se	nos
preguntaría	o	acerca	de	cuándo	tendríamos	que	charlar	con	el	presentador.
Suponía	que	sería	parte	del	proceso	de	Selección:	encontrar	a	alguien	que
pudiera	pensar	por	sí	misma.	Así	que	me	sentí	algo	decepcionada	cuando	el
Report	acabó	sin	que	ninguna	de	nosotras	hubiéramos	tenido	ocasión	de
hablar.	Me	dije	que	no	tenía	que	preocuparme.	Habría	otras	oportunidades.
Pero,	aunque	todas	las	demás	suspiraban,	aliviadas,	yo	estaba	algo
decepcionada.
Clarkson	se	me	acercó	y	yo	levanté	la	cabeza.	Venía	hacia	mí.	Iba	a	pedirme
una	cita.	¡Lo	sabía!	¡Lo	sabía!
Sin	embargo,	se	paró	delante	de	Madeline.	Le	dijo	algo	al	oído.	La	chica
asintió,	encantada,	y	soltó	una	risita.	Él	le	tendió	la	mano	para	que	pasara
delante,	pero,	antes	de	seguirla,	me	susurró	al	oído:
—Espérame.
Se	fue,	sin	mirar	atrás.	Pero	tampoco	hacía	falta.
—¿Está	segura	de	que	no	necesita	nada	más,	señorita?
—No,	Martha,	gracias.	Estoy	bien.
Había	bajado	las	luces	de	la	habitación,	pero	no	me	había	quitado	el	vestido.
Estuve	a	punto	de	pedir	que	me	trajeran	algo	de	postre,	pero	estaba
convencida	de	que	él	ya	habría	comido.
No	estaba	segura	de	por	qué,	pero	sentía	un	calor	que	me	recorría	todo	el
cuerpo,	como	si	mi	piel	quisiera	decirme	que	aquella	noche	era	importante.
Quería	que	fuera	perfecta.
—Me	mandará	llamar,	¿verdad?	No	debería	quedarse	sola	toda	la	noche.
Le	cogí	de	las	manos,	y	ella	no	vaciló	en	dejarme	hacerlo.
—En	cuanto	el	príncipe	se	marche,	te	llamaré.
Martha	asintió	y	me	apretó	las	manos	antes	de	dejarme	sola.
Corrí	al	baño,	comprobé	mi	peinado,	me	cepillé	los	dientes	y	me	alisé	el
vestido.	Tenía	que	calmarme.	Cada	centímetro	de	mi	piel	estaba	en	guardia,
esperándole.
Me	senté	junto	a	mi	mesa,	repasando	la	postura	de	mis	dedos,	manos,
muñecas.	Codos,	hombros,	cuello.	Fui	paso	a	paso,	intentando	relajarme.	Por
supuesto,	todo	aquello	no	sirvió	de	nada	cuando	Clarkson	llamó	a	la	puerta.
No	esperó	a	que	contestara:	entró	directamente.	Me	puse	en	pie	para
recibirle.	Quería	hacer	una	reverencia,	pero	había	algo	en	su	mirada	que	me
desorientó.	Le	vi	avanzar	por	la	habitación,	con	la	mirada	fija	en	mí.
Me	llevé	la	mano	al	estómago,	haciendo	un	esfuerzo	por	detener	al	puñado	de
mariposas	que	revoloteaban	allí	dentro,	pero	fue	en	vano.
Sin	decir	palabra,	levantó	una	mano	y	la	apoyó	en	mi	mejilla,	me	apartó	el
cabello	y	luego	la	pasó	por	debajo	de	mi	barbilla.	Asomó	en	su	rostro	una
sonrisa,	justo	antes	de	que	acercara	los	labios.
A	lo	largo	de	los	años,	había	imaginado	un	centenar	de	primeros	besos	con
Clarkson.	Pero	aquello	superó	todos	mis	sueños.
Me	guio,	sujetándome	muy	cerca	de	su	cuerpo.	Pensé	que	quizá	daría	un	paso
en	falso	o	dudaría,	pero,	de	algún	modo,	mis	manos	acabaron	entre	su
cabello,	agarrándolo	con	la	misma	fuerza	con	que	me	agarraba	él	a	mí.	Curvó
el	cuerpo	y	yo	hice	lo	propio	con	el	mío,	adaptándolo	al	suyo,	sorprendida	de
lo	bien	que	encajábamos.
Aquello	era	la	felicidad.	Aquello	era	el	amor.	Todas	esas	palabras	que	se	dicen
o	se	leen	y	ahora…,	ahora	sabía	lo	que	querían	decir.
Cuando	por	fin	se	apartó,	las	mariposas	y	los	nervios	habían	desaparecido.
Una	sensación	completamente	nueva	recorría	mi	piel.
Se	nos	había	acelerado	la	respiración,	pero	eso	no	le	impidió	hablar.
—Hoy	estás	imponente.	Tenía	que	decírtelo	—dijo,	rozándome	con	la	punta	de
los	dedos	los	brazos,	las	clavículas,	hasta	llegar	al	cabello—.	Absolutamente
imponente.
Me	besó	una	vez	más	y	se	marchó,	deteniéndose	al	llegar	a	la	puerta	para
mirarme	una	vez	más.
Fui	hasta	la	cama	y	me	dejé	caer.	Quería	llamar	a	Martha	y	pedirle	que	me
ayudara	a	quitarme	el	vestido,	pero	me	gustaba	tanto	que	no	me	molesté	en
hacerlo.
Capítulo	10
A	la	mañana	siguiente	sentía	cosquilleos	intermitentes	en	la	piel,	que
aparecían	sin	previo	aviso.	A	cada	movimiento,	a	cada	roce	o	a	cada
respiración	renacía	esa	sensación	cálida	que	me	invadía	por	completo.	Y	cada
vez	que	eso	ocurría,	la	mente	se	me	iba	hasta	Clarkson.
En	el	desayuno	cruzamos	la	mirada	dos	veces,	y	en	ambas	ocasiones	mostró
una	expresión	de	satisfacción	como	la	mía.	Era	como	si	un	secreto	delicioso
flotara	sobre	nosotros.
Aunque	ninguna	de	las	chicas	estábamos	seguras	de	si	los	rumores	sobre	Tia
eran	ciertos,	decidí	tomarme	su	expulsión	como	un	aviso	y	me	guardé	para	mí
el	secreto	de	la	noche	anterior.	El	hecho	de	que	nadie	lo	supiera	lo	hacía	aún
mejor;	de	algún	modo,	era	algo	más	sagrado,	algo	que	conservar	como	un
tesoro.
El	único	inconveniente	de	haber	besado	a	Clarkson	era	que	hacía	que	cada
momento	que	estábamos	separados	resultara	insoportable.	Necesitaba	volver
a	verle,	volver	a	tocarle.	Si	alguien	me	hubiera	preguntado	qué	había	hecho
aquel	día,	no	sería	capaz	de	responder.	Cada	soplo	de	aire	que	respiraba	era
de	Clarkson.	Hasta	la	hora	de	vestirme	para	la	cena,	no	hubo	nada	que	me
importara;	lo	único	que	me	mantenía	serena	era	la	promesa	de	verlo	después.
Mis	doncellas	comprendían	perfectamente	la	nueva	imagen	que	quería	dar,	y
el	vestido	de	aquella	noche	era	aún	mejor.	De	color	miel,	con	la	cintura	alta	y
algo	de	vuelo	hacia	atrás.	Quizá	fuera	un	poco	exagerado	para	la	cena,	pero	a
mí	me	encantaba.
Me	senté	en	mi	sitio	a	la	mesa,	ruborizándome	cuando	Clarkson	me	guiñó	un
ojo.	Ojalá	hubiera	habido	más	luz,	para	verle	bien	el	rostro.	Estaba	celosa	de
las	chicas	del	otro	lado	del	comedor,	iluminadas	por	la	luz	del	crepúsculo	que
entraba	por	los	ventanales.
—Está	rabiosa	otra	vez	—murmuró	Kelsa,	inclinándose	hacia	mí.
—¿Quién?
—La	reina.	Mírala.
Miré	en	dirección	a	la	cabecera	de	la	mesa.	Kelsa	tenía	razón.	La	reina	tenía
una	expresión	de	profundo	disgusto,	como	si	le	resultara	molesto	hasta	el
aire.	Cogió	un	trozo	de	patata	con	el	tenedor,	se	lo	quedó	mirando	y	volvió	a
dejarlo	en	el	plato	con	un	golpetazo.
Varias	de	las	chicas	se	sobresaltaron	al	oírlo.
—Me	pregunto	qué	le	habrá	pasado	—respondí,	también	susurrando.
—No	creo	que	le	haya	pasado	nada.	Es	de	esas	personas	que	no	puede	estar
contenta.	Si	el	rey	la	mandara	de	vacaciones	una	semana	de	cada	dos,	no	le
bastaría.	No	estará	satisfecha	hasta	que	nos	hayamos	ido	todas.
Se	notaba	que	Kelsa	estaba	molesta	con	la	reina	y	con	su	actitud	de
desprecio.	Lo	entendía,	claro.	Aun	así,	aunque	solo	fuera	por	Clarkson,	no
podía	odiarla.
—Me	pregunto	qué	hará	cuando	Clarkson	elija.
—No	quiero	ni	pensarlo	—respondió	Kelsa,	mientras	daba	un	sorbo	a	su	zumo
de	manzana—.	Sin	duda,	lo	peor	de	Clarkson	es	ella.
—Yo	no	me	preocuparía	demasiado	—bromeé—.	El	palacio	es	tan	grande	que
si	quisieras	podrías	evitarla	casi	todos	los	días.
—¡Bien	pensado!	—dijo,	escrutando	alrededor	por	si	nos	miraba	alguien—.
¿Crees	que	tendrán	una	mazmorra	donde	podamos	meterla?
No	pude	evitar	reírme.	En	el	palacio	no	había	dragones	que	meter	en	jaulas,
pero,	desde	luego,	ella	era	lo	que	más	se	le	parecía.
Todo	había	ocurrido	muy	rápido,	aunque	quizás	así	era	como	tenía	que	ser.
De	pronto,	todas	las	ventanas	se	rompieron	en	añicos	casi	a	la	vez,	mientras
una	lluvia	de	objetos	las	atravesaba.	Entre	la	lluvia	de	cristales	se	oyeron
varios	chillidos	de	otras	seleccionadas.	Me	pareció	ver	que	Nova	había
recibido	el	impacto	de	lo	que	fuera	que	hubiera	roto	la	ventana	que	tenía
encima.	Se	agachó	contra	la	mesa,	encogiéndose,	mientras	algunos
intentaban	ver	de	dónde	procedían	los	proyectiles.
Vi	aquellas	cosas	raras	en	medio	del	comedor.	Parecían	enormes	latas	de
sopa.	Mientras	yo	fruncía	los	ojos,	intentando	descifrar	algo	de	la	que	tenía
más	cerca,	la	que	estaba	junto	a	la	puerta	explotó,	llenando	el	comedor	de
humo.
—¡Corred!	—gritó	Clarkson,	en	el	momento	en	que	otra	lata	explotaba—.
¡Salid	de	aquí!
Pese	a	los	problemas	que	había	entre	ellos,	el	rey	agarró	a	la	reina	del	brazo	y
la	sacó	del	comedor.	Vi	a	dos	chicas	corriendo	hacia	el	centro	del	comedor.
Clarkson	las	sacó	de	allí	enseguida.
Al	cabo	de	unos	segundos,	el	comedor	quedó	lleno	de	humo	negro.	Entre
aquello	y	los	gritos	me	costaba	mucho	concentrarme.	Me	giré,	buscando	con
la	vista	a	las	chicas	que	tenía	sentadas	a	mi	lado.	Habían	desaparecido.
Habían	salido	corriendo,	por	supuesto.	Volví	a	girarme,	pero	al	momento	me
perdí	entre	el	humo.	¿Dónde	estaba	la	puerta?	Respiré	hondo,	intentando
calmarme,	pero,	en	lugar	de	tranquilizarme,	el	humo	me	hizo	toser.	Tenía	la
impresión	de	que	aquello	era	algo	más	que	humo.	Yo	había	estado	más	cerca
de	lo	recomendable	de	alguna	hoguera	que	otra,	pero	aquello…	era	diferente.
Mi	cuerpo	me	pedía	descanso.	Sabía	que	no	estaba	bien.	Lo	normal	sería	que
reaccionara.
Me	entró	el	pánico.	Tenía	que	recuperar	el	control.	La	mesa.	Si	encontraba	de
nuevo	la	mesa,	lo	único	que	tenía	que	hacer	era	girar	a	la	derecha.	Moví	los
brazos	a	mi	alrededor,	tosiendo	por	efecto	del	gas	y	de	mi	respiración
acelerada.	Tropecé	contra	la	mesa,	que	no	estaba	donde	había	pensado.	Pero
no	me	importaba,	me	bastaba	con	eso.	Me	apoyé	sobre	un	plato,	aún	cubierto
de	comida.	Pasé	las	manos	por	toda	la	mesa,	tirando	copas	y	sillas.
No	iba	a	conseguirlo.
No	podía	respirar.	Me	sentía	muy	cansada.
—¡Amberly!
Levanté	la	cabeza,	pero	no	veía	nada.
—¡Amberly!
Golpeé	la	mesa	con	el	puño,	tosiendo	del	esfuerzo.	No	le	oí	más.	Lo	único	que
veía	era	el	humo.
Volví	a	golpear	la	mesa.	Nada.
Lo	intenté	una	vez	más.	Entonces,	al	golpear	la	mesa,	mi	mano	dio	contra	otra
mano.
Nos	buscamos	el	uno	al	otro,	y	él	se	apresuró	a	sacarme	de	allí.
—Ven	—dijo,	tirando	de	mí.	Me	pareció	que	la	sala	no	se	acababa	nunca,
hasta	que	di	con	el	hombro	contra	el	marco	de	la	puerta.	Clarkson	me	tiró	de
la	mano,	animándome	a	seguir,	pero	lo	único	que	quería	yo	era	descansar—.
No.	¡Venga!
Seguimos	avanzando	por	el	pasillo.	Allí	vi	a	otras	chicas,	tendidas	en	el	suelo.
Algunas	jadeaban	en	busca	de	aire;	al	menos	dos	habían	vomitado	por	efecto
del	gas.
Clarkson	me	llevó	más	allá	de	las	otras	chicas	y	entonces	ambos	nos	dejamos
caer	al	suelo	juntos,	aspirando	con	fuerza	el	aire	limpio.	El	ataque	—porque
estaba	segura	de	que	era	un	ataque—	no	había	durado	más	de	dos	o	tres
minutos,	pero	yo	me	sentía	como	si	hubiera	corrido	una	maratón.
Estaba	tendida	sobre	el	brazo	y	me	dolía	mucho,	pero	me	costó	moverme.
Clarkson	no	se	movía,	pero	veía	que	su	pecho	se	hinchaba	y	se	hundía
regularmente.	Un	momento	después,	se	giró	hacia	mí.
—¿Estás	bien?
Tuve	que	hacer	acopio	de	fuerzas	para	responder:
—Me	has	salvado	la	vida.	—Hice	una	pausa	y	cogí	aire—.	Te	quiero.
Me	había	imaginado	diciendo	esas	palabras	muchísimas	veces,	pero	nunca
así.	Pese	a	todo,	no	me	arrepentía.	Al	momento,	perdí	la	conciencia,	mientras
oía	el	ruido	de	los	guardias	resonando	en	mis	oídos.
Cuando	me	desperté,	tenía	algo	pegado	a	la	cara.	Acerqué	la	mano:	era	una
máscara	de	oxígeno,	como	la	que	había	visto	después	de	que	Samantha	Rail
se	hubiera	visto	atrapada	en	aquel	incendio.
Me	giré	hacia	la	derecha	y	vi	que	la	mesita	de	la	enfermera	y	la	puerta
estaban	prácticamente	a	mi	lado.	En	la	otra	dirección,	casi	todas	las	camas	de
la	enfermería	estaban	ocupadas.	No	sabía	cuántas	de	las	chicas	estarían	allí,
lo	que	me	hizo	preguntar	cuántas	habrían	salido	ilesas…	o	si	alguna	no	habría
sobrevivido.
Intenté	levantar	la	cabeza,	con	la	esperanza	de	ver	más.	Cuando	ya	casi	tenía
la	espalda	erguida,	Clarkson	me	vio	y	se	acercó.	No	estaba	demasiado
mareada	ni	me	costaba	respirar,	así	que	me	quité	la	máscara.	Él	se	movía
despacio,	aún	algo	afectado	por	el	gas.	Cuando	por	fin	llegó	a	mi	lado,	se
sentó	al	borde	de	mi	cama	y	me	habló	despacio.
—¿Cómo	te	sientes?	—dijo	con	tono	grave.
—¿Qué	importancia…?	—Intenté	aclararme	la	garganta.	Mi	voz	también
sonaba	rara—.	¿Qué	importancia	tiene	eso?	No	puedo	creer	que	volvieras	a
entrar.	Aquí	hay	más	de	veinte	versiones	de	mí.	Pero	tú	eres	único.
Clarkson	me	tendió	la	mano.
—Tú	no	eres	lo	que	se	dice	reemplazable,	Amberly.
Apreté	los	labios	para	no	llorar.	El	heredero	al	trono	había	puesto	en	peligro
su	vida	para	salvarme.	Aquello	me	resultaba	tan	bonito	que	casi	no	podía
contener	la	emoción.
—Lady	Amberly	—dijo	el	doctor	Mission,	acercándose—.	Me	alegro	de	ver	que
por	fin	se	ha	despertado.
—¿Las	otras	chicas	están	bien?	—pregunté,	con	una	voz	que	casi	no	reconocía
como	mía.
Él	cruzó	una	mirada	rápida	con	Clarkson.
—Estamos	en	ello	—dijo.	Había	algo	que	no	me	contaban,	pero	ya	me
preocuparía	de	eso	más	tarde—.	Aunque	ha	tenido	usted	mucha	suerte.	Su
alteza	sacó	a	cinco	chicas	del	salón,	incluida	usted.
—El	príncipe	Clarkson	es	muy	valiente,	estoy	de	acuerdo.	Tengo	mucha
suerte.	—Aún	tenía	mi	mano	en	la	suya,	y	le	di	un	apretón	rápido.
—Sí	—respondió	el	doctor	Mission—,	pero	permítame	que	dude	de	que	tanta
valentía	fuera	necesaria.
Ambos	nos	giramos	hacia	él,	pero	fue	Clarkson	el	que	habló.
—¿Perdone?
—Alteza	—respondió,	en	voz	baja—,	sin	duda	sabe	que	su	padre	no	aprobaría
que	le	dedicara	tanto	tiempo	a	una	chica	que	no	es	digna	de	usted.
Si	me	hubiera	dado	un	puñetazo	no	me	habría	hecho	tanto	daño.
—Las	posibilidades	de	que	conciba	un	heredero	son	mínimas,	siendo
generosos	—prosiguió—.	¡Y	casi	pierde	usted	la	vida	rescatándola!	Aún	no	he
informado	de	su	estado	al	rey,	ya	que	estaba	seguro	de	que	usted,	para	no
hacerla	sufrir	más,	la	mandaría	a	casa	al	saberlo.	Pero,	si	esto	sigue	adelante,
tendré	que	ponerle	al	corriente.
Se	hizo	una	larga	pausa.
—Creo	que	he	oído	decir	a	varias	de	las	chicas	que	mientras	las	examinaba
las	ha	tocado	un	poco	más	de	lo	necesario	—respondió	Clarkson,	muy	frío.
—¿Qué…?	—replicó	el	médico,	frunciendo	los	párpados.
—¿Y	cuál	es	la	que	ha	dicho	que	le	ha	susurrado	algo	muy	inapropiado	al
oído?	Supongo	que	da	igual.
—Pero	si	yo	nunca…
—Eso	importa	poco.	Yo	soy	el	príncipe.	Nadie	cuestiona	mi	palabra.	Y	si
insinúo	mínimamente	que	se	ha	atrevido	a	tocar	a	mis	chicas	de	un	modo	no
profesional,	podría	acabar	frente	al	pelotón	de	fusilamiento.
Mi	corazón	latía	desbocado.	Quería	decirle	que	parara,	que	no	hacía	falta
amenazar	a	nadie.	Sin	duda	habría	otras	maneras	de	resolver	aquel	asunto.
Pero	sabía	que	no	era	momento	de	hablar.	El	doctor	Mission	tragó	saliva,
mientras	Clarkson	proseguía:
—Si	valora	su	vida	lo	más	mínimo,	le	sugiero	que	no	se	meta	con	la	mía.	¿Está
claro?
—Sí,	alteza	—respondió	el	doctor	Mission,	haciendo	una	rápida	reverencia
para	zanjar	el	asunto.
—Excelente.	Y	ahora,	¿se	encuentra	Lady	Amberly	en	buen	estado	de	salud?
¿Puede	retirarse	a	descansar	cómodamente	a	su	habitación?
—Llamaré	a	una	enfermera	para	que	le	tome	las	constantes	enseguida.
Clarkson,	con	un	gesto,	le	dio	permiso	para	que	se	fuera,	y	el	médico
obedeció.
—¿Te	lo	puedes	creer?	Debería	librarme	de	él	de	todos	modos.
—No.	No,	por	favor,	no	le	hagas	daño	—dije,	apoyando	la	mano	en	el	pecho	de
Clarkson,	que	sonrió.
—Quería	decir	enviarlo	a	otro	destino,	buscarle	una	posición	adecuada	en
otro	lugar.	Muchos	de	los	gobernadores	tienen	médicos	privados.	Algo	así	le
iría	bien.
Suspiré,	aliviada.	Mientras	no	muriera	nadie…
—Amberly	—me	susurró—.	Antes	de	que	el	médico	te	lo	dijera,	¿sabías	que
quizá	no	pudieras	tener	hijos?
Negué	con	la	cabeza.
—Me	preocupaba	la	posibilidad.	He	visto	algunos	casos,	donde	vivo.	Pero	mis
hermanos	mayores	están	casados	y	ambos	tienen	hijos.	Esperaba	que	yo
también	pudiera	tenerlos	—dije,	y	al	final	se	me	quebró	la	voz.
—No	te	preocupes	por	eso	ahora	—me	consoló	él—.	Vendré	a	verte	más	tarde.
Tenemos	que	hablar.
Me	besó	en	la	frente,	en	plena	enfermería,	donde	cualquiera	podía	vernos.
Todas	mis	preocupaciones	desaparecieron,	aunque	solo	fuera	por	un
momento.
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