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0.5 La Reina-Kiera Cass.pdf
- 5. Capítulo 1
Solo llevaba dos semanas y aquel era mi cuarto dolor de cabeza. ¿Cómo iba a
explicarle algo así al príncipe? Como si no me bastara con que casi todas las
chicas que quedaban fueran Doses. Como si mis doncellas no tuvieran
suficiente trabajo haciendo todo lo posible para suavizar mis manos
endurecidas por el trabajo. En algún momento, tendría que hablarle de aquel
malestar que se presentaba una y otra vez sin previo aviso. Bueno, si es que
en algún momento se fijaba en mí. La reina Abby estaba sentada en el otro
extremo de la Sala de las Mujeres, casi como si quisiera poner espacio de por
medio. Por el ligero escalofrío que parecía recorrerle los hombros, tenía la
sensación de que no estaba precisamente encantada de tenernos allí.
Le tendió la mano a una doncella, que se puso a hacerle una manicura
perfecta. Sin embargo, incluso con todos aquellos cuidados, la reina parecía
irritada. No lo entendía, pero intenté no juzgarla. Si yo perdiera a un marido
tan joven, como le había pasado a ella, quizá también me habría endurecido.
Había tenido suerte de que Porter Schreave, el primo de su difunto marido, la
hubiera acogido como su propia consorte, cosa que le había permitido
mantener la corona.
Examiné la sala, observando a las otras chicas. Gillian era una Cuatro como
yo, pero una Cuatro como mandan los cánones: sus padres eran ambos chefs
de cocina y, por la descripción que hacía de nuestras comidas, tenía la
sensación de que ella había escogido la misma profesión. Leigh y Madison
estaban estudiando Veterinaria y visitaban los establos siempre que se lo
permitían.
Sabía que Nova era actriz y que tenía montones de fans que la adoraban y
que deseaban verla en el trono. Uma era gimnasta, y tenía un cuerpo menudo
y gracioso, incluso cuando no se movía. Varias de las Doses ni siquiera habían
decidido aún qué querían ser. Supongo que si alguien me pagara los gastos,
me diera de comer y un techo bajo el que vivir, a mí tampoco me preocuparía
mucho.
Me froté mis doloridas sienes y sentí la piel agrietada y encallecida sobre la
frente. Paré y me miré las manos, estropeadas.
Era imposible que me escogiera.
Cerré los ojos y pensé en la primera vez que había visto al príncipe Clarkson.
Recordaba la sensación que tuve cuando estrechó mi mano con la suya, tan
fuerte. Menos mal que mis doncellas me habían encontrado unos guantes de
encaje, o me habría enviado a casa en aquel mismo momento. Estuvo formal,
educado e inteligente. Todo lo que se espera de un príncipe.
En las dos semanas anteriores ya había visto que no sonreía mucho. Parecía
- 6. como si temiera que lo fueran a juzgar por encontrarle la gracia a las cosas.
Pero, desde luego, cuando sonreía se le iluminaban los ojos. Aquel cabello
rubio pajizo, los ojos de un azul claro, aquella apostura… Era perfecto.
Desgraciadamente, yo no. Pero debía de haber un modo de hacer que el
príncipe Clarkson se fijara en mí.
Querida Adele:
Sostuve la pluma en el aire un minuto, consciente de que aquello no serviría
de nada. Aun así…
Me encuentro muy bien en palacio. Es bonito. Bueno, es más que bonito, es
enorme, pero no sé si sería capaz de encontrar las palabras adecuadas para
describirlo. En Angeles el ambiente también es cálido, pero diferente del de
casa. Tampoco sé cómo explicarte eso. ¿No sería fantástico si pudieras venir,
ver y oler todo esto por ti misma? Y sí, hay mucho que oler.
En cuanto a la competición, aún no he pasado ni un segundo a solas con el
príncipe.
La cabeza me dolía mucho. Cerré los ojos, respirando despacio, obligándome
a concentrarme.
Estoy segura de que has visto por televisión que el príncipe Clarkson ya ha
enviado a ocho chicas a casa, todas ellas Cuatros, Cincos, y esa Seis. Quedan
otras dos Cuatros, y unas cuantas Treses. Me pregunto si se espera de él que
escoja una Dos. Supongo que tendría sentido, pero lo lamentaría mucho.
¿Podrías hacerme un favor? ¿Puedes preguntarles a mamá y a papá si por
casualidad no tenemos a algún primo o alguien en las castas más altas?
Tendría que habérselo preguntado yo antes de irme. Me resultaría muy útil.
Me estaba invadiendo aquella sensación de náusea que a veces llega con los
dolores de cabeza.
Tengo que dejarte. Aquí no dejan de pasar cosas. Te volveré a escribir muy
pronto.
Con todo mi cariño,
AMBERLY
Me sentía débil. Doblé la carta y la metí en el sobre, donde ya había escrito la
dirección. Volví a frotarme las sienes, con la esperanza de que la suave
presión me aliviara un poco, aunque no lo hacía.
—¿Estás bien, Amberly? —me preguntó Danica.
—Oh, sí —mentí—. Debe de ser el cansancio, o algo así. Quizá vaya a dar un
paseo, a ver si así me circula la sangre.
- 7. Sonreí a Danica y a Madeline, y salí de la Sala de las Mujeres en dirección al
baño. Un poco de agua fría en el rostro no me estropearía el maquillaje, y
quizá me hiciera sentir algo mejor. Pero antes de llegar volví a sentir aquel
mareo. Apoyé la cabeza contra la pared esperando que pasara y me dejé caer,
poniéndome en cuclillas.
Aquello no tenía ningún sentido. Todo el mundo sabía que el aire y el agua del
sur de Illéa eran malos. Incluso algunos Doses tenían problemas de salud.
Pero ahora que contaba con el aire limpio, la buena comida y todos los
cuidados de palacio, ¿no debería pasárseme?
Así nunca tendría ocasión de darle una buena impresión al príncipe Clarkson.
¿Y si no me recuperaba para el juego de cróquet de la tarde? Era como si mis
sueños se me escaparan de entre los dedos. Quizá fuera mejor asumir la
derrota lo antes posible. Dolería menos a largo plazo.
—¿Qué haces?
Me separé de la pared instintivamente y vi que el príncipe Clarkson me
miraba.
—Nada, alteza.
—¿No te encuentras bien?
—Sí, claro que me encuentro bien —dije, poniéndome en pie. Pero aquello fue
un error. Las piernas me fallaron… y caí al suelo.
—¿Qué te pasa? —dijo él, situándose a mi lado.
—Lo siento —murmuré—. Esto es humillante.
—Cierra los ojos si te mareas —dijo, al tiempo que me cogía en brazos—.
Vamos a la enfermería.
Aquello sí que sería una buena anécdota para contársela a mis hijos: que, un
día, el rey me llevó por el palacio en brazos, como si fuera una pluma. Me
gustaba estar entre sus brazos. Siempre me había preguntado qué se sentiría.
—Oh, Dios mío —exclamó alguien.
Abrí los ojos y vi que era una enfermera.
—Creo que está débil. No sé qué le pasa —dijo Clarkson—. No parece que
tenga lesiones.
—Déjela aquí, alteza, por favor.
El príncipe Clarkson me puso sobre una de las camas que había en aquella
sala y retiró los brazos con cuidado. Esperaba que pudiera ver el
agradecimiento en mis ojos.
- 8. Supuse que se iría de inmediato, pero se quedó allí, de pie, mientras la
enfermera me tomaba el pulso.
—¿Has comido algo hoy, querida? ¿Has bebido bastante?
—Acabamos de desayunar —respondió él por mí.
—¿Te encuentras mal?
—No. Bueno, sí. Quiero decir… En realidad, no será nada —dije, con la
esperanza de que pareciera poca cosa, para poder llegar a tiempo al partido
de cróquet.
Ella me miró con una expresión severa y dulce a la vez.
—Siento disentir, pero era necesario que te trajeran aquí.
—Me ocurre constantemente —respondí, desanimada.
—¿Qué quieres decir?
No era mi intención confesar aquello. Suspiré, intentando encontrar una
explicación. Ahora el príncipe vería el daño que me había hecho la vida que
llevaba en Honduragua.
—Tengo frecuentes dolores de cabeza. Y a veces me provocan mareos —dije,
tragando saliva y preocupada por lo que pudiera pensar el príncipe—. En casa
solía acostarme horas antes que mis hermanos, y eso me ayudaba a aguantar
la jornada de trabajo. Aquí es más difícil dormir tantas horas.
—Mmmmmm. ¿Algo más, aparte de los dolores de cabeza y el cansancio?
—No, señora.
Clarkson se acercó un poco más. Esperaba que no pudiera oír lo fuerte que
me latía el corazón.
—¿Cuánto tiempo hace que tienes este problema? Me encogí de hombros.
—Unos años, quizá más. Para mí es algo normal.
—¿Existen antecedentes de esta dolencia en tu familia? —preguntó la
enfermera, preocupada.
Hice una pausa antes de responder.
—No exactamente. Pero a mi hermana a veces le sangra la nariz.
—¿No será que procedes de una familia enfermiza? —dijo Clarkson, con una
nota de decepción en la voz.
- 9. —No —respondí, a modo de defensa y al mismo tiempo algo avergonzada—.
Es que vivo en Honduragua.
—Ah —dijo él, levantando las cejas. Aparentemente, lo entendía.
En el sur había mucha polución; aquello no era ningún secreto. El aire estaba
contaminado. El agua también. Había muchos niños con deformidades,
mujeres estériles y muertes prematuras. Cuando los rebeldes hacían
incursiones, dejaban tras de sí un rastro de grafitis exigiendo respuestas de
palacio a todo aquello. Lo raro era que toda mi familia no estuviera tan
enferma como yo. O que yo no estuviera peor.
Respiré hondo. ¿Qué estaba haciendo en aquel lugar? Me había pasado las
semanas anteriores a la Selección construyendo este cuento de hadas en mi
mente. Pero, por mucho que lo deseara o que lo soñara, nunca sería digna de
un hombre como Clarkson.
Me volví para que no me viera llorar.
—¿Puede dejarme sola, por favor?
Hubo unos segundos de silencio; luego oí sus pasos al alejarse. En el
momento en que dejaron de oírse, me vine abajo.
—Tranquila, niña. No pasa nada —me consoló la enfermera. Estaba tan triste
que me abracé con fuerza a ella, como habría abrazado a mi madre o a mis
hermanos—. Esta competición provoca grandes tensiones, y eso el príncipe
Clarkson lo entiende. Le diré al médico que te recete algo para el dolor de
cabeza. Ya verás cómo te ayuda.
—Llevo enamorada de él desde que tenía siete años. Cada año le he cantado
el cumpleaños feliz en voz baja, contra la almohada, para que mi hermana no
se riera de mí por recordarlo. Cuando aprendí a escribir en caligrafía inglesa,
practicaba escribiendo nuestros nombres juntos…, y resulta que, la primera
vez que me dirige la palabra, me pregunta si soy una chica enfermiza. —Hice
una pausa y dejé escapar un sollozo—. Nunca lo conseguiré.
La enfermera no intentó discutir conmigo. Se limitó a dejarme llorar mientras
le embadurnaba el uniforme con mi maquillaje.
Estaba avergonzadísima. Seguro que, en el futuro, para Clarkson no sería más
que la chica enfermiza que había enviado a casa. Estaba convencida de que
había perdido la oportunidad de ganarme su corazón. No habría una segunda
opción.
- 10. Capítulo 2
Resultó que al cróquet solo pueden jugar seis jugadores a la vez, lo cual a mí
me iba de perlas. Me senté y observé, intentando comprender las reglas por si
llegaba mi turno, aunque tenía la sensación de que acabaríamos
aburriéndonos todos y de que el juego terminaría antes de que todas
pudiéramos jugar.
—¡Fíjate, qué brazos! —suspiró Maureen.
No me hablaba a mí, pero yo miré igualmente. Clarkson se había quitado la
chaqueta y se había subido las mangas. Estaba muy, muy guapo.
—¿Cómo puedo conseguir que me llegue a rodearme con ellos? —bromeó
Keller—. No es fácil fingir una lesión jugando al cróquet.
Las otras chicas se rieron. Clarkson miró hacia ellas esbozando una sonrisa.
Siempre era así: todo lo hacía de un modo discreto. Ahora que lo pensaba,
nunca le había oído reírse. Quizá sí, alguna risa corta inesperada, pero no
había nada que le hiciera tan feliz como para estallar en una carcajada.
Aun así, la sombra de una sonrisa en su rostro bastó para dejarme de piedra.
A mí ya me valía.
Los equipos iban desplazándose por el campo. Cuando el príncipe se situó
cerca, no pude evitar los nervios. Cuando una de las chicas consiguió dar un
golpe certero, Clarkson me miró por un momento sin mover la cabeza. Yo
levanté la vista, y él volvió a centrarse en el juego. Algunas chicas aplaudieron
el golpe, y él se acercó.
—Ahí han puesto una mesa con refrescos —dijo en voz baja, sin establecer
contacto visual—. A lo mejor te convendría beber un poco de agua.
—No tengo sed.
—¡Bravo, Clementine! —le gritó a una chica que había dado otro tiro
certero—. Aunque así sea. La deshidratación puede agravar los dolores de
cabeza. Puede que te convenga.
Sus ojos se encontraron con los míos… y pasó algo. No era amor,
seguramente ni siquiera afecto, pero sí algo un grado o dos más allá de la
preocupación desinteresada.
Sabía que no podía decirle que no, así que me puse en pie y me acerqué a la
mesa. Me empecé a servir agua, pero una doncella me quitó la jarra de la
mano.
- 11. —Perdón —murmuré—. Aún no me acostumbro.
—No pasa nada —dijo ella, sonriendo—. Tome algo de fruta. En un día tan
cálido resulta muy refrescante.
Me quedé de pie junto a la mesa, comiendo uvas con un tenedor diminuto.
Aquello también tenía que contárselo a Adele: cubiertos para comer fruta.
Clarkson me miró unas cuantas veces, aparentemente comprobando que le
hubiera hecho caso. No sabría decir si habían sido la comida o sus atenciones
lo que me había puesto de buen humor.
No me llegó el turno de jugar.
Pasaron tres días más antes de que Clarkson volviera a hablarme.
Estábamos acabando de cenar. El rey se había excusado sin demasiada
ceremonia, y la reina casi había dado cuenta de una botella de vino ella sola.
Algunas de las chicas empezaron a despedirse con una reverencia, para no
ver a la reina, que apoyaba la cabeza en un brazo, cada vez más aletargada.
Yo era la única que quedaba en mi mesa, decidida a acabar hasta el último
bocado de tarta de chocolate.
—¿Cómo te encuentras, Amberly?
Levanté la cabeza de golpe. Clarkson se había acercado sin que me diera
cuenta. Di gracias a Dios de que no me hubiera pillado con la boca llena.
—Muy bien. ¿Y usted?
—Estupendamente, gracias.
Hubo un breve silencio, mientras esperaba que dijera algo más. ¿O se suponía
que debía hablar yo? ¿Había reglas que determinaran quién tenía que hablar
primero?
—Me acabo de dar cuenta de lo largo que tienes el pelo —comentó.
—Oh —exclamé, riéndome un poco al tiempo que bajaba la mirada. El cabello
me llegaba casi hasta la cintura en esos días. Aunque me costaba mucho
peinarlo, resultaba muy adecuado para hacerme recogidos, algo esencial para
el trabajo en la granja—. Sí. Me va bien para hacer trenzados, que en casa me
resultaban útiles.
—¿No te resulta incómodo, tan largo?
—Hum… No sé, alteza. —Me pasé los dedos por entre el cabello. Llevaba la
melena limpia y peinada. Quizá yo no lo veía, y me daba cierto aspecto
descuidado—. ¿Usted qué piensa?
Él ladeó la cabeza.
- 12. —Tiene un color muy bonito. No sé si te quedaría mejor algo más corto. —Se
encogió de hombros y se dispuso a marcharse—. Solo era una idea —dijo,
girándose mientras se alejaba.
Me quedé allí sentada un momento, pensando. Unos segundos más tarde
abandonaba mi tarta y me dirigía a la habitación. Mis doncellas estaban allí,
esperándome, como siempre.
—Martha, ¿tú te atreverías a cortarme el pelo?
—Por supuesto, señorita. Cortándole un par de centímetros se mantendrá más
sano —respondió, dirigiéndose al baño.
—No —dije yo—. Lo quiero corto.
Ella se paró de golpe.
—¿Cómo de corto?
—Bueno…, por debajo de los hombros, pero ¿quizás a la altura de las
escápulas?
—¡Eso es más de un palmo, señorita!
—Pues sí. ¿Puedes hacerlo?
Fui al baño yo también, pasando por delante de ella.
—Creo que es hora de hacer algún cambio.
Mis doncellas me ayudaron a quitarme el vestido y me pusieron una toalla
sobre los hombros. Martha se puso manos a la obra; cerré los ojos, no muy
segura de lo que estaba haciendo. Clarkson pensaba que estaría mejor con el
cabello algo más corto, y Martha se aseguraría de que fuera lo
suficientemente largo como para poder peinármelo hacia atrás. No había
nada que perder.
No me atreví a mirar siquiera hasta que acabó. Me quedé escuchando el ruido
metálico de las tijeras una y otra vez. Notaba que cada vez cortaba con más
precisión, asegurándose de dejarlo todo uniforme. Poco después, se detuvo.
—¿Qué le parece, señorita? —me preguntó, no muy convencida.
Abrí los ojos. Al principio, ni siquiera noté la diferencia. Pero giré la cabeza
ligeramente y una parte de mi cabello cayó más allá del hombro. Tiré de otro
mechón hacia el otro lado, y era como si tuviera el rostro rodeado por un
marco color caoba.
Clarkson tenía razón.
- 13. —¡Me encanta, Martha! —exclamé, casi sin aliento, acariciándome los
mechones por todas partes.
—Le da un aspecto mucho más maduro —añadió Cindly.
—Sí, ¿verdad? —dije yo, asintiendo.
—¡Un momento, un momento! —exclamó Emon, que corrió hacia el joyero.
Buscó y rebuscó, como si quisiera algo en particular. Por fin sacó un collar
con unas piedras brillantes rojas. No había tenido valor de ponérmelo aún.
Me recogí el pelo, pues supuse que querría que me lo probara, pero ella tenía
otra idea. Lo colocó con suavidad sobre mi cabeza. Era tan elaborado que
recordaba vagamente una corona.
Mis doncellas contuvieron una exclamación, pero yo me quedé sin aliento.
Había pasado muchos años imaginándome al príncipe Clarkson como mi
marido, pero nunca lo había visto como el chico que podría convertirme en
princesa. Por primera vez me di cuenta de que aquello también lo deseaba.
No tenía muchos contactos ni procedía de una familia rica, pero tenía la
sensación de que no solo podría cumplir con el papel, sino que lo haría
eficazmente. Siempre había creído que encajaría bien con Clarkson, pero
quizá también fuera una buena opción para la monarquía.
Me miré al espejo y, además de imaginar el apellido Schreave detrás de mi
nombre, me imaginé el cargo de «princesa» delante. En aquel instante, me di
cuenta de que no solo lo deseaba a él; también quería la corona como nunca
antes.
- 14. Capítulo 3
Le pedí a Martha que me buscara una cinta para el pelo con pedrería que
pudiera ponerme por la mañana y me dejé el pelo suelto. Nunca me había
hecho tanta ilusión ir a desayunar. Estaba segura de estar guapa, y no veía el
momento de comprobar si Clarkson también lo pensaba.
Si hubiera sido más lista habría llegado de las primeras, pero me entretuve
con otras chicas, con lo que perdí la ocasión de reclamar la atención del
príncipe. Cada pocos segundos miraba en dirección a la cabecera de la mesa,
pero Clarkson estaba pendiente de su comida, cortando sus gofres con jamón
con la máxima diligencia; solo apartaba la vista de vez en cuando para
observar unos papeles que tenía al lado. Su padre prácticamente se limitaba a
beber café; apenas comía alguna cucharada coincidiendo con alguna pausa en
la lectura de sus documentos. Supuse que Clarkson y él estarían repasando la
misma información; que ambos empezaran tan pronto quería decir que iban a
tener un día muy ocupado. La reina no había aparecido, y aunque la palabra
«resaca» nunca se decía en voz alta, todos la teníamos en mente.
Una vez acabado el desayuno, Clarkson salió con el rey, a hacer lo que fuera
que hacían para que nuestro país funcionara como se esperaba.
Suspiré. Quizá por la noche.
Ese día, la Sala de las Mujeres estaba tranquila. Ya habíamos agotado todas
las conversaciones sobre nuestro pasado: todas nos conocíamos y nos
habíamos acostumbrado a estar juntas. Me senté con Madeline y Bianca,
como casi siempre. Bianca procedía de una de las provincias vecinas a
Honduragua; nos habíamos conocido en el avión. Madeline ocupaba la
habitación contigua a la mía, y su doncella había llamado a mi puerta el
primer día para pedirles hilo a las mías. Media hora más tarde, más o menos,
Madeline se había presentado para darnos las gracias, y nos habíamos hecho
amigas enseguida.
Desde el principio, la jerarquía se había impuesto en la Sala de las Mujeres.
Estábamos acostumbradas a la separación por grupos ya desde antes de
llegar —las del nivel Treses aquí, las del Cincos allá—, así que quizá fuera
algo natural que se repitiera el patrón en palacio. Y aunque no nos dividíamos
exclusivamente por castas, yo habría deseado que las divisiones no existieran
en absoluto. ¿No nos igualaba el hecho de estar todas allí, al menos mientras
durara la competición? ¿No estábamos pasando exactamente por lo mismo?
En cualquier caso, en aquel momento daba la impresión de que estábamos
atravesando un vacío existencial. No dejaba de desear que ocurriera algo
para que tuviéramos un pretexto para hilar una conversación.
—¿Alguna tiene noticias de casa? —pregunté, intentando iniciar una charla.
- 15. —Mi madre me escribió ayer —respondió Bianca, levantando la cabeza—, y
me dijo que Hendly se había prometido. ¿Os lo podéis creer? ¿Cuánto hace
que se fue? ¿Una semana?
—¿De qué casta es él? —preguntó Madeline, intrigada—. ¿Subirá de casta?
—¡Oh, sí! —exclamó Bianca—. ¡Un Dos! Una cosa así te da esperanzas, ¿no?
Quiero decir, que yo era una Tres al salir de casa, pero me gusta la idea de
casarme con un actor, en lugar de con un médico aburrido.
Madeline asintió y soltó una risita. Yo no estaba tan segura.
—¿Ya lo conocía antes? Antes de entrar en la Selección, quiero decir.
Bianca ladeó la cabeza, como si hubiera preguntado algo ridículo.
—No creo. Ella era una Cinco; él es un Dos.
—Bueno, creo que dijo que procedía de una familia de músicos, así que quizás
actuó alguna vez para él —sugirió Madeline.
—Bien pensado —respondió Bianca—. Puede que no fueran dos completos
desconocidos.
—Ah… —murmuré.
—¿Están agrias las uvas? —preguntó Bianca.
—No —respondí, sonriendo—. Si Hendly es feliz, me alegro. Pero me resulta
un poco raro, eso de casarse con alguien que ni siquiera conoces.
Se hizo una breve pausa hasta que habló Madeline.
—¿Y no estamos haciendo eso mismo nosotras?
—¡No! —exclamé—. El príncipe no es un extraño.
—¿De verdad? Entonces cuéntame todo lo que sepas de él, porque yo tengo la
sensación de que no sé nada.
—En realidad…, yo tampoco —confesó Bianca.
Cogí aire, dispuesta a soltar una larga lista de datos sobre Clarkson…, pero,
en realidad, no había mucho que contar.
—No digo que sepa sus secretos más íntimos, pero no es como si fuera
cualquier chico que pasa por la calle. Hemos crecido con él, le hemos oído
hablar en el Report , hemos visto su cara cientos de veces. Puede que no
sepamos todos los detalles, pero yo tengo una impresión muy clara de lo que
es. ¿Vosotras no?
- 16. —Creo que tienes razón —dijo Madeline, sonriendo—. No es que hayamos
llegado aquí sin saber nada de él.
—Exactamente.
La doncella llegó tan en silencio que no reparé en ella hasta que la tuve junto
al oído, susurrándome:
—Se requiere su presencia un momento, señorita.
La miré, confusa. No había hecho nada malo. Me volví hacia las chicas y me
encogí de hombros. Me puse en pie y la seguí hacia la puerta.
En el pasillo hizo una reverencia y se fue; me giré y me encontré con el
príncipe Clarkson. Estaba allí de pie, con aquella sonrisa a medias en los
labios y algo en la mano.
—Estaba dejando un paquete en conserjería, y el jefe de correos tenía esto
para ti —dijo, sosteniendo un sobre con dos dedos—. Pensé que te gustaría
recibirlo cuanto antes.
Me acerqué todo lo rápido que pude sin perder la compostura y tendí la mano
para cogerlo. Su sonrisa se volvió traviesa en el momento en que levantaba el
brazo.
Solté una risita, saltando e intentando hacerme con el sobre
desesperadamente.
—¡No es justo!
—¡Venga!
No se me daba mal saltar, pero no podía hacerlo con aquellos tacones; incluso
con ellos era algo más baja que él. Pero no me importó no conseguirlo, porque
en alguno de aquellos intentos fallidos sentí un brazo que me rodeaba la
cintura.
Por fin me dio la carta. Tal como sospechaba, era de Adele. El día se estaba
llenando de diminutos detalles felices.
—Te has cortado el cabello.
—Sí —dije, levantando la vista de la carta. Me cogí un mechón y me lo pasé
por delante del hombro—. ¿Le gusta?
Había algo en sus ojos… no era travesura, ni secretismo.
—Mucho. —Al momento se dio media vuelta y se alejó por el pasillo, sin ni
siquiera mirar atrás.
Tenía razón en que sabía cosas de él. Aun así, viéndole en el día a día, me
- 17. daba cuenta de que había mucho más de lo que había observado en el Report
. No obstante, eso no me desalentaba lo más mínimo.
Al contrario, era un misterio que me apetecía mucho descubrir.
Sonreí y abrí la carta allí mismo, en el pasillo, bajo una ventana, para ver
mejor.
Queridísima Amberly:
Te echo tanto de menos que me resulta doloroso. Tanto como pensar en todos
esos vestidos preciosos que te pones y en la comida que debes de estar
probando. ¡Ni siquiera puedo imaginar los aromas que olerás! Ojalá pudiera.
Mamá casi llora cada vez que te ve en la tele. ¡Pareces una Uno! Si no supiera
ya las castas de todas las chicas, estaría convencida de que todas formáis
parte de la familia real. Si alguien quisiera, podría fingir que esos números ni
siquiera existen. Aunque desde luego para ti no existen, pequeña señorita
Tres.
Hablando de eso, ojalá hubiera algún Dos perdido por la familia, pero ya
sabes que no es así. He preguntado, y hemos sido Cuatros desde siempre, y
no hay más. Las únicas incorporaciones a la familia dignas de mención no son
una buena noticia.
Ni siquiera sé si debería decírtelo, y espero que nadie lea esta carta antes que
tú, pero la prima Romina está embarazada. Según parece, se enamoró de un
Seis que conduce el camión de reparto de los Rake. Se van a casar este fin de
semana, lo cual es un alivio para todo el mundo. El padre (¿por qué no
recuerdo su nombre?) se niega a que un hijo suyo se convierta en Ocho, y eso
es más de lo que harían algunos hombres más maduros. Así que siento que te
pierdas la boda, pero nos alegramos por Romina.
En cualquier caso, esa es la familia que tienes ahora mismo. Un puñado de
granjeros y alguna prima que incumple la ley. Tú sigue siendo la preciosa
niña cariñosa que todos sabemos que eres: no tengo dudas de que el príncipe
se enamorará de ti, sin pensar en tu casta.
Todos te queremos. Sigue escribiendo. Echo de menos oír tu voz. Tu
presencia hace que las cosas por aquí parezcan más tranquilas, y creo que no
me he dado cuenta de eso hasta que te has ido.
Hasta pronto, princesa Amberly. ¡No te olvides de tu pobre familia cuando te
pongan la corona!
- 18. Capítulo 4
Martha me estaba desenredando el cabello. Aunque fuera más corto que
antes, no era una tarea fácil, teniendo en cuenta lo espesa que era mi melena.
En el fondo, esperaba que tardara un buen rato. Era una de las pocas cosas
que me recordaban a mi casa. Si cerraba los ojos y contenía la respiración,
podía imaginar que era Adele la que me pasaba el cepillo.
Mientras imaginaba el color grisáceo de mi casa y a mi madre tarareando
entre los ruidos constantes de las furgonetas de reparto, alguien llamó a la
puerta, devolviéndome de nuevo al presente.
Cindly corrió a abrir; acto seguido, hizo una gran reverencia.
—Alteza…
Me puse en pie y me llevé los brazos al pecho en un gesto automático,
sintiéndome increíblemente vulnerable. El camisón era finísimo.
—Martha —susurré, apremiándola. Ella deshizo la reverencia y levantó la
cabeza—. Mi bata. Por favor.
Martha fue corriendo a traérmela, mientras yo me volvía hacia el príncipe
Clarkson:
—Alteza, qué amable al venir a visitarme —saludé, con una reverencia yo
también, para llevarme de nuevo los brazos al pecho, inmediatamente
después.
—Quería ir a tomar algo dulce y me preguntaba si querrías acompañarme.
¿Una cita? ¿Había venido a pedirme una cita?
Y yo estaba en camisón, sin maquillaje y con el cabello a medio cepillar.
—Hum… ¿No debería… cambiarme?
Martha me pasó la bata, que me puse enseguida.
—No, estás bien así —insistió, entrando en mi habitación como si fuera la
suya propia. Claro que, en el fondo, lo era.
A sus espaldas, Emon y Cindly se escabulleron y abandonaron el lugar.
Martha me miró a la espera de recibir instrucciones; al ver que yo asentía, se
fue también.
—¿Te gusta tu habitación? —preguntó Clarkson—. Es algo pequeña.
- 19. Solté una risa.
—Supongo que a alguien que haya crecido en un palacio puede parecérselo.
Pero a mí me gusta.
—No tiene muchas vistas —añadió, acercándose a la ventana.
—Pero me gusta el ruido del agua de la fuente. Y, cuando alguien llega en
coche, oigo el crujir de la grava. Estoy acostumbrada a mucho ruido.
—¿Qué tipo de ruido? —dijo él, con una mueca.
—Altavoces con la música fuerte. Nunca había pensado que eso no ocurría en
todas las ciudades hasta que llegué aquí. O los motores de los camiones y las
motos. Ah, y los perros. Estoy acostumbrada a oír ladridos.
—Menuda serenata nocturna —observó, acercándose—. ¿Estás lista?
Busqué discretamente mis zapatillas, las localicé junto a la cama y fui a
ponérmelas.
—Sí.
Él se dirigió a la puerta, me miró y me tendió el brazo. Me mordí el labio para
esconder la sonrisa y me fui a su lado.
No parecía gustarle demasiado que le tocaran. Observé que casi siempre
caminaba con las manos tras la espalda y que mantenía el paso ligero. Incluso
en aquel momento, mientras paseábamos por los pasillos, iba a un ritmo que
desde luego no era de paseo.
Teniendo eso en cuenta, el hecho de que hubiera bromeado sobre la carta el
otro día y el de que ahora quisiera estar en mi compañía adquirían un nuevo
valor.
—¿Adónde vamos?
—Hay un salón precioso en el segundo piso, con unas vistas excelentes de los
jardines.
—¿Le gustan los jardines?
—Me gusta «mirarlos».
Yo me reí, pero lo decía completamente en serio.
Llegamos ante unas puertas dobles abiertas, y pude sentir el aire fresco
incluso desde el pasillo. Solo unas velas iluminaban la sala. Tenía la sensación
de que el corazón podía estallarme de felicidad. En realidad, tuve que
llevarme la mano al pecho para asegurarme de que seguía ahí, intacto.
- 20. Había tres grandes ventanales abiertos; las vaporosas cortinas se movían
empujadas por la brisa. Frente al ventanal central, había una mesita con un
adorno floral precioso y dos sillas. A su lado vi un carrito con al menos ocho
tipos diferentes de dulces.
—Las señoritas primero —dijo él, indicando el carrito con un gesto.
No pude evitar sonreír al acercarme. Estábamos solos. Aquello lo había hecho
para mí. Era la materialización de todos mis sueños de infancia y juventud.
Intenté concentrarme en lo que tenía delante. Vi bombones, y todos tenían
formas diferentes; era imposible adivinar su contenido. Detrás había unas
tartas en miniatura con nata montada encima que olían a limón, mientras que,
en primer término, había unos pastelitos de hojaldre rociados con algo que no
distinguía.
—No sé qué elegir —confesé.
—Pues no elijas —dijo él, que cogió un plato y colocó en él un dulce de cada.
Lo colocó en la mesa y me apartó la silla. Me puse delante y dejé que me la
ajustara; luego esperé a que se sirviera.
Cuando lo hizo, me eché a reír otra vez.
—¿Ya tiene bastante? —bromeé.
—Me gustan las tartaletas de fresa —se defendió. Había amontonado cinco o
seis en su plato—. Bueno, así que eres una Cuatro. ¿A qué te dedicas? —dijo,
mientras cogía un trozo de tarta con el tenedor y se la llevaba a la boca.
—Trabajo en una granja —expliqué, jugueteando con un bombón.
—¿Tenéis una granja?
—Más o menos.
Dejó el tenedor y se me quedó mirando.
—Mi abuelo tenía un cafetal. Se lo dejó a mi tío, porque es el mayor, así que
mi padre, mi madre, mis hermanos y yo trabajamos en él —confesé.
Él guardó silencio un momento.
—Bueno y… ¿qué es lo que haces exactamente?
Dejé de nuevo el bombón en el plato y apoyé las manos en el regazo.
—Sobre todo recolecto los granos. Y a veces ayudo en el tostado del café.
Él siguió callado.
- 21. —Antes ocupaba zonas montañosas de difícil acceso, el cafetal, quiero decir,
pero ahora hay muchas carreteras, lo que facilita el transporte, pero aumenta
la polución. Mi familia y yo vivimos en…
—Para.
Bajé la mirada. No podía ocultarle lo que hacía.
—¿Eres una Cuatro, pero haces el trabajo de una Siete? —preguntó en voz
baja.
Asentí.
—¿Se lo has contado a alguien?
Pensé en mis conversaciones con las otras chicas. Solía dejar que hablaran de
sí mismas. Yo contaba cosas de mis hermanos y disfrutaba comentando los
programas de televisión que veían las otras, pero estaba segura de que no les
había hablado de mi trabajo.
—No, no creo.
Miró al techo y luego volvió a mirarme a mí.
—No debes contárselo a nadie. Nunca. Si te preguntan, tu familia posee un
cafetal, y tú ayudas en la gestión. No des detalles y nunca des a entender que
haces un trabajo manual. ¿Está claro?
—Sí, alteza.
Me miró un momento más, como para asegurarse de que lo entendía. Pero no
hacía falta; con aquella orden me bastaba. Nunca se me ocurriría incumplirla.
Siguió comiendo, clavando el tenedor con más agresividad que antes. Yo
estaba tan nerviosa que no podía probar bocado.
—¿Le he ofendido, alteza?
Irguió la cabeza y la ladeó levemente.
—¿Cómo se te ocurre decir eso?
—Parece… disgustado.
—Qué cosas tienen las chicas —murmuró en un tono muy bajo—. No, no me
has ofendido. Me gustas. ¿Por qué crees que estamos aquí?
—Para que pueda compararme con las Doses y las Treses y confirmar su
decisión de enviarme a casa —dije, sin pensarlo.
- 22. No sé cómo me salió. Era como si mis mayores preocupaciones se disputaran
el espacio en mi mente y una de ellas se me hubiera escapado. Volví a bajar la
cabeza.
—Amberly —murmuró. Levanté la vista y lo miré desde detrás de las
pestañas. Había un rastro de sonrisa en su rostro. Acercó la mano por encima
de la mesa. Con cautela, como si la burbuja pudiera estallar en el momento en
que tocara mi piel endurecida por el trabajo, apoyé mi mano sobre la suya—.
No voy a enviarte a casa. Al menos hoy no.
Sentí los ojos húmedos, pero parpadeé para hacer desaparecer las lágrimas.
—Me encuentro en una situación muy particular —explicó—. Solo intento
descubrir los pros y los contras de cada una de mis opciones.
—El que haga el trabajo de una Siete será un contra, supongo…
—Por supuesto —respondió, pero sin rastro de malicia en su voz—. Así que,
por lo que a mí respecta, eso queda entre nosotros.
Asentí mínimamente.
—¿Algún otro secreto que quieras compartir conmigo?
Retiró la mano poco a poco y volvió a ponerse a cortar porciones de tartaleta.
Intenté hacer lo mismo.
—Bueno, ya sabe que enfermo de vez en cuando.
Hizo una pausa.
—Sí. ¿De qué se trata, exactamente?
—No estoy segura. Siempre he tenido dolores de cabeza, y a veces me agoto.
Las condiciones de vida en Honduragua no son las mejores.
Asintió.
—Mañana, tras el desayuno, en lugar de ir a la Sala de las Mujeres, ve a la
enfermería. Quiero que el doctor Mission te haga un examen. Si necesitas
algo, estoy seguro de que él podrá ayudarte.
—De acuerdo.
Por fin conseguí tomar un bocado de la pasta de hojaldre; me entraron ganas
de soltar un suspiro, de lo buena que estaba. En mi casa, los postres eran una
rareza.
—¿Y tienes hermanos?
—Sí, un hermano y dos hermanas, todos mayores.
- 23. —Da la impresión de que… —Hizo una mueca—. La casa estará siempre llena.
Me reí.
—A veces. Yo comparto cama con Adele, que es dos años mayor que yo. Aquí
me resulta hasta raro dormir sin ella. A veces amontono unas cuantas
almohadas al lado para hacerme a la idea de que está ahí.
—Ahora tienes toda la cama para ti —dijo, moviendo la cabeza con aire
pensativo.
—Sí, pero no estoy acostumbrada. No estoy acostumbrada a nada de todo
esto. La comida me resulta rara. La ropa también. Incluso los olores son
diferentes, pero no sé muy bien qué es lo que es.
Dejó los cubiertos sobre la mesa:
—¿Me estás diciendo que mi casa huele mal?
Por un segundo me asusté, pensando que le habría ofendido, pero en los ojos
tenía un brillo que indicaba que bromeaba.
—¡En absoluto! Pero es diferente. Serán los libros viejos, la hierba o lo que
usan las criadas para limpiar… Ojalá pudiera embotellarlo, para llevar ese
olor siempre conmigo.
—De todos los recuerdos posibles, ese es con mucho el más peculiar que he
oído nunca —comentó.
—¿Querría uno de Honduragua? Tenemos una basura de primera.
Contuvo la sonrisa una vez más, como si temiera dejar escapar una risa.
—Muy generoso por tu parte. ¿Estoy poniéndome impertinente al hacerte
todas estas preguntas? ¿Hay algo que tú quisieras saber de mí?
—¡Todo! —exclamé, abriendo bien los ojos—. ¿Qué es lo que más le gusta de
su trabajo? ¿Qué lugares del mundo ha visitado? ¿Ha participado en la
elaboración de alguna ley? ¿Cuál es su color favorito?
Meneó la cabeza y me miró otra vez con una de esas sonrisas a medias.
—Azul, azul marino. Y deja de llamarme de usted. Por lo demás,
prácticamente puedes nombrar cualquier país del planeta, que ya lo habré
visto. Mi padre quiere que tenga una cultura muy amplia. Illéa es un gran
país, pero, en realidad, es joven. El paso siguiente para asegurar nuestra
posición en el mundo es hacer alianzas con países más afianzados. —
Chasqueó la lengua, pensativo—. A veces, creo que mi padre desearía que
hubiera sido una chica, para poder casarme con quien más conviniera para
asegurar esas alianzas.
- 24. —Supongo que será demasiado tarde para que lo vuelvan a intentar, ¿no?
La sonrisa desapareció.
—Creo que hace mucho que se les pasó la ocasión.
Aquello era algo más que una declaración, pero no quise insistir.
—Lo que más me gusta de mi trabajo es lo estructurado que está. Todo sigue
un orden. Alguien me plantea un problema, y yo encuentro un modo de
solucionarlo. No me gusta dejar las cosas a medias o sin resolver, aunque eso
no suele ser un problema. Soy el príncipe, y un día seré rey. Mi palabra es la
ley.
Los ojos se le iluminaron con aquellas palabras. Era la primera vez que lo veía
apasionarse por algo. Y lo entendía. Aunque yo no codiciaba el poder, era
consciente de lo atractivo que podía resultar.
Siguió mirándome: una sensación cálida me recorría las venas. Quizá fuera
porque estábamos solos, o porque parecía tan seguro de sí mismo, pero, de
pronto, sentí intensamente su presencia. Era como si cada nervio de mi
cuerpo estuviera conectado a cada nervio del suyo; mientras estábamos allí
sentados, una extraña carga eléctrica empezó a acumularse en la sala.
Clarkson trazaba círculos con el dedo sobre la mesa, evitando apartar la
mirada. A mí se me aceleró la respiración. Cuando dejé que mis ojos se
posaran en su pecho, tuve la impresión de que a él le había pasado lo mismo.
Observé cómo se movían sus manos. Parecían decididas, curiosas, sensuales,
nerviosas… La lista se fue alargando en mi cabeza mientras contemplaba los
caminos que iba trazando sobre la mesa.
En el pasado había soñado con sus besos, por supuesto, pero un beso
raramente era solo un beso. Sin duda, me cogería de las manos, de la cintura
o de la barbilla. Pensé en mis dedos, aún ásperos tras años de trabajo manual,
y me preocupé pensando en qué pensaría si volvía a tocarle. En aquel
momento, tenía unas ganas terribles de hacerlo.
Se aclaró la garganta y apartó la mirada, rompiendo el hechizo:
—Supongo que debería acompañarte de nuevo a tu habitación. Es tarde.
Apreté los labios y aparté la mirada yo también. Si me lo hubiera pedido, me
habría quedado con él hasta ver el amanecer juntos.
Se puso en pie y le seguí hasta el pasillo principal. No tenía muy claro qué
debía pensar de nuestra breve cita nocturna. A decir verdad, parecía algo más
que una entrevista. Al pensarlo se me escapó una risita. Me miró.
—¿Qué es eso tan divertido?
Pensé en decirle que no era nada. Pero quería que acabara conociéndome, y
- 25. eso supondría superar mis nervios.
—Bueno… —empecé a decir, pero vacilé. «Así es como os conoceréis,
Amberly. Tenéis que hablar», pensé—. ¿Así es como sueles actuar con las
chicas que te gustan? ¿Las interrogas?
Él puso los ojos en blanco, no enfadado, pero como si yo tuviera que
entenderlo:
—Se te olvida que hasta hace muy poco yo nunca…
El ruido de un portazo interrumpió de golpe nuestra conversación. Reconocí a
la reina al instante. Quise hacerle una reverencia, pero Clarkson me apartó,
escondiéndome en otro pasillo de un empujón.
—¡No se te ocurra dejarme con la palabra en la boca! —resonó la voz del rey
por toda la planta.
—Me niego a hablar contigo cuando estás así —respondió la reina, con la voz
algo pastosa.
Clarkson me rodeó con los brazos, ocultándome aún más. Pero me dio la
impresión de que él necesitaba el abrazo más que yo.
—¡Tus gastos de este mes son insultantes! —rugió el rey—. No puedes seguir
así. ¡Este tipo de comportamiento es lo que pondrá este país en manos de los
rebeldes!
—Oh, no, querido marido —respondió ella con una voz edulcorada—. Te
pondrá «a ti» en manos de los rebeldes. Y créeme: no le importará a nadie.
—¡Vuelve aquí, zorra conspiradora!
—¡Porter, suéltame!
—Si crees que me puedes hundir con un puñado de vestidos carísimos, estás
muy equivocada.
Uno de los dos golpeó al otro, o eso me pareció oír. Clarkson me soltó. Agarró
el pomo de una de las puertas y lo giró, pero estaba cerrado con llave. Se fue
al siguiente, que se abrió. Me agarró del brazo y me metió con un empujón,
cerrando la puerta a nuestras espaldas.
Se puso a caminar arriba y abajo, agarrándose el cabello con las manos como
si sintiera la tentación de arrancárselo. Se dirigió al sofá, agarró un cojín y lo
destrozó, haciéndolo jirones. Cuando acabó, cogió otro cojín.
Le dio tal puñetazo a una mesita auxiliar que la rompió.
Tiró varios jarrones contra la repisa de piedra de la chimenea.
- 26. Rasgó las cortinas.
Mientras tanto, yo me quedaba pegada a la pared, junto a la puerta, deseando
volatilizarme. Quizá debería haber salido corriendo a pedir ayuda. Pero no
podía dejarle solo en aquel estado.
Una vez liberada toda la rabia, Clarkson recordó que estaba allí. Atravesó la
habitación a la carrera y se plantó delante de mí, señalándome a la cara con
un dedo:
—Si le cuentas a alguien lo que has oído, o lo que he hecho, que Dios me
perdone, pero…
—Clarkson… —dije yo, moviendo la cabeza antes de que acabara la frase.
—¿No debes decir ni una palabra, lo entiendes? —Me soltó con lágrimas de
rabia brillándole en los ojos.
Levanté las manos, acercándolas a su rostro. Se echó un poco atrás. Paré y
volví a intentarlo, acercándome más despacio esta vez. Tenía las mejillas
calientes, ligeramente humedecidas por el sudor.
—No hay nada que contar —prometí.
Tenía la respiración aceleradísima.
—Por favor, siéntate —le pedí. Él vaciló—. Un momento.
Asintió.
Lo llevé hasta una silla y me senté en el suelo a su lado.
—Mete la cabeza entre las rodillas y respira.
Me miró, como interrogándome, pero obedeció. Le puse la mano sobre la
nuca, acariciándole el cuello con los dedos.
—Los odio —murmuró—. Los odio.
—Chist. Intenta calmarte.
Levantó la vista.
—Lo digo de verdad. Los odio. Cuando sea rey, los mandaré muy lejos.
—Espero que no sea al mismo sitio a los dos —dije entre dientes.
Respiró hondo. Y luego se rio. Fue una risa profunda, genuina, de esas que no
puedes cortar aunque lo intentes. Así que sabía reír. Era algo que tenía
enterrado, oculto detrás de todo lo que estaba obligado a sentir, a pensar y a
- 27. gestionar. Ahora lo entendía todo mucho mejor. No volvería a juzgar sus
sonrisas, que bastante trabajo le costaban.
—Es un milagro que el palacio aún se mantenga en pie.
Suspiró. Por fin parecía haberse calmado.
A riesgo de volver a encender la mecha, volví a preguntar:
—¿Siempre ha sido así?
Asintió.
—Bueno, cuando era pequeño, no tanto. Pero ahora no se soportan. Nunca he
sabido por qué. Ambos son fieles. O, si tienen algún lío, se les da
estupendamente ocultarlo. Tienen todo lo que necesitan, y mi abuela me dijo
que antes estaban muy enamorados. No tiene sentido.
—No es fácil ocupar su posición. Ni la tuya. Quizá les haya acabado pesando.
—¿Así que eso es lo que me espera? ¿Yo acabaré siendo él, mi esposa será
ella, y acabaremos por estallar?
Levanté la mano de nuevo y se la apoyé en el rostro. Esta vez no se echó
atrás. Más bien al contrario. Y aunque sus ojos aún reflejaban preocupación,
parecía aliviado.
—No. Tú no tienes que ser nada que no quieras ser. ¿Te gusta el orden? Pues
planifica, prepárate. Imagina el rey, el marido y el padre que quieres ser, y
haz lo que haga falta para conseguirlo.
Me miró, casi con compasión:
—Me enternece que pienses que eso es lo único que hace falta.
- 28. Capítulo 5
Era la primera vez que me hacían un examen médico. De pronto, caí en que,
si llegaba a ser princesa, los exámenes pasarían a ser algo habitual en mi
vida. Eso me horrorizaba.
El doctor Mission era amable y paciente, pero me sentía incómoda dejando
que un extraño me viera desnuda. Me extrajo sangre, me hizo varias
radiografías y me palpó por todas partes, en busca de cualquier cosa fuera de
la norma.
Cuando salí de allí, estaba exhausta. Por supuesto, no había dormido bien.
Eso no ayudaba. El príncipe Clarkson me había dejado en la puerta de la
habitación y se había despedido dándome un beso en la mano. Y entre la
emoción al sentir su tacto y la preocupación por su estado emocional, tardé
bastante en dormirme.
Entré en la Sala de las Mujeres, algo nerviosa por tener que mirar a la reina
Abby a los ojos. Me preocupaba que tuviera alguna marca visible en el
cuerpo. Por supuesto, también podría ser que ella fuera la que le hubiera
pegado al rey. No estaba segura de querer saberlo.
Pero de lo que estaba convencida era de que no quería que nadie más lo
supiera.
La reina no estaba allí, así que entré y me senté junto a Madeline y Bianca.
—Hola, Amberly. ¿Dónde estabas esta mañana? —preguntó Bianca.
—¿Has estado enferma otra vez? —añadió Madeline.
—Sí, pero ahora me encuentro mucho mejor. —No estaba segura de si el
examen médico era un secreto o no, pero decidí ser discreta de momento.
—¡Mejor, porque te lo has perdido todo! —dijo Madeline, acercándose y
bajando la voz—. Se rumorea que Tia se ha acostado con Clarkson esta noche.
El corazón se me encogió.
—¿Qué?
—Fíjate —dijo Bianca, mirando por encima del hombro hacia la ventana,
donde estaba sentada Tia, junto a Pesha y Marcy—. Mira lo satisfecha que se
la ve.
—Pero eso va contra las normas —dije yo—. Va contra la ley.
- 29. —¿Y eso a quién le importa? —susurró Bianca—. ¿Tú le dirías que no?
Pensé en el modo en que me había mirado la noche anterior, en cómo sus
dedos recorrían la superficie de la mesa. Bianca tenía razón; no le habría
dicho que no.
—Pero ¿es cierto? ¿O es solo un rumor? —pregunté.
Al fin y al cabo, había pasado conmigo gran parte de la noche. No toda, claro:
quedaban muchas horas entre el momento en que nos habíamos separado y
cuando había vuelto a verle, a la hora del desayuno.
—Ella se muestra muy evasiva al respecto —respondió Madeline.
—Bueno, tampoco es que sea asunto nuestro. —Recogí las cartas que habían
dejado tiradas por la mesa y me puse a barajar.
Bianca echó la cabeza atrás y suspiró con fuerza. Madeline apoyó una mano
sobre la mía.
—Sí que es asunto nuestro. Esto cambia las reglas del juego.
—Esto no es un juego —respondí—. Al menos para mí.
Madeline estaba a punto de decir algo más, pero en aquel momento la puerta
se abrió de golpe. En el umbral apareció la reina Abby, furiosa.
Si tenía algún cardenal, lo escondía muy bien.
—¿Quién de vosotras es Tia?
Todas nos giramos hacia la ventana, donde estaba Tia, paralizada y blanca
como el papel.
—¿Y bien?
Tia levantó la mano lentamente; la reina se dirigió hacia ella muy decidida,
con los ojos encendidos. Esperaba que, cualquiera que fuera el reproche que
fuera a hacerle la reina, se lo hiciera en privado. Por desgracia, ese no era el
plan.
—¿Te has acostado con mi hijo? —le preguntó, sin preocuparse lo más mínimo
por la discreción.
—Su majestad, no es más que un rumor —respondió ella, con apenas un hilo
de voz, pero el silencio en la sala era tal que yo oía hasta la respiración de
Madeline.
—¡Que no has hecho nada por atajar!
Tia balbució, iniciando quizá cinco frases diferentes antes de decidirse por
- 30. una.
—Si no respondes a los rumores, acaban desapareciendo. Negar algo con
vehemencia siempre implica que eres culpable.
—Así pues, ¿lo niegas o no?
Atrapada.
—No lo he hecho, majestad.
No creo que importara si decía la verdad o si mentía. El destino de Tia estaba
sellado antes de decir la primera palabra.
La reina Abby la agarró por el cabello y tiró de ella hacia la puerta.
—Te vas ahora mismo.
Tia chilló de dolor y protestó:
—¡Pero eso solo lo puede hacer el príncipe Clarkson, majestad! ¡Son las
normas!
—¡También está en las normas no ser una zorra! —le gritó la reina.
Tia tropezó y cayó; la reina la mantenía en pie cogida por el pelo. Mientras
intentaba ponerse en pie de nuevo, la reina Abby la lanzó al pasillo,
haciéndola caer de nuevo al suelo.
—¡FUERA… DE… AQUÍ!
Cerró de un portazo y, de inmediato, se giró hacia el resto de nosotras. Se
tomó su tiempo para escrutarnos una a una, asegurándose de que éramos
conscientes de su poder.
—Que quede muy claro —dijo muy despacio, avanzando lentamente por entre
los sofás y las butacas en las que estábamos sentadas, con un aire imponente
y aterrador a la vez—: si alguna de vosotras, mocosas engreídas, piensa que
puede meterse en mi casa y quitarme la corona, que se lo piense muy bien.
Se detuvo frente a un grupito de chicas situadas junto a la pared.
—Y si creéis que podéis comportaros como escoria y seguir aspirando al
trono, no sabéis lo que os espera —añadió, plantándole un dedo en la cara a
Piper—. ¡No lo toleraré!
Piper tuvo que echar la cabeza hacia atrás, empujada por el dedo de la reina,
pero no reaccionó al dolor hasta que la reina Abby hubo pasado de largo.
—Soy la reina. Y la gente me adora. Si queréis casaros con mi hijo y vivir en
mi casa, tendréis que ser todo lo que yo os diga: obedientes…, refinadas y…
- 31. calladas.
Se fue abriendo paso por entre las mesas y se detuvo frente a Bianca,
Madeline y yo.
—A partir de ahora, vuestra única misión será presentaros donde os manden,
ser unas damas, sentaros y sonreír.
Sus ojos se cruzaron con los míos en el momento en que acababa su discurso
y yo, estúpidamente, me tomé aquello como una orden. Así que sonreí. A la
reina no le hizo ninguna gracia: se puso muy recta y me quitó la sonrisa de la
cara de un bofetón.
Solté un gruñido y caí sobre la mesa. No me atreví a moverme.
—Tenéis diez minutos para dejar todo esto despejado. Hoy recibiréis todas las
comidas en las habitaciones. No quiero oíros chistar a ninguna.
Oí que la puerta se cerraba, pero quise asegurarme:
—¿Se ha ido?
—Sí. ¿Estás bien? —preguntó Madeline, sentándose delante de mí.
—La cara me duele como si me la hubiera abierto. —Me puse en pie, pero la
mejilla me ardía y el dolor se extendía por mi cuerpo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Bianca—. ¡Te ha dejado la marca de la mano!
—¿Piper? —dije—. ¿Dónde está Piper?
—Aquí —respondió, entre lágrimas.
Me puse en pie y la vi acercándose.
—¿Estás bien?
—Me duele un poco —dijo, pasándose la mano por el lugar donde la reina le
había clavado el dedo; vi la medialuna que había dejado la uña.
—Tienes una pequeña marca, pero, con un poco de maquillaje, será fácil
cubrirla.
Se me echó a los brazos. Ambas nos abrazamos.
—¿Qué bicho le ha picado? —preguntó Nova, poniendo voz al pensamiento de
todas.
—A lo mejor es su manera de proteger a su familia —sugirió Skye.
Cordaye resopló, frunciendo los labios:
- 33. Capítulo 6
Decidí que nunca se lo preguntaría. Si el príncipe Clarkson se había acostado
con Tia, no quería saberlo. Y si no lo había hecho y se lo preguntaba, sería
como romper nuestro vínculo de confianza mutua antes incluso de crearlo. Lo
más probable es que fuera un rumor, sin duda lanzado por la propia Tia para
intimidarnos a las demás, y estaba claro que le había salido el tiro por la
culata.
Aquellas cosas más valía olvidarlas.
Lo que no podía olvidar era el intenso dolor en el rostro. Habían pasado horas
tras el bofetón, y, sin embargo, aún sentía el dolor palpitante.
—Es hora de cambiar el hielo —dijo Emon, pasándome otra compresa fría.
—Gracias. —Le di la que tenía puesta.
Al volver a mi habitación y pedirles algo a mis doncellas para aliviar el dolor,
ellas me preguntaron cuál de las seleccionadas me había pegado, asegurando
que irían a decírselo inmediatamente al príncipe. Les había dicho que no
había sido ninguna de las chicas. No podía ser ninguno de los criados. Ellas
sabían que había estado en la Sala de las Mujeres toda la mañana, así que
solo quedaba una opción.
No hicieron más preguntas. Lo sabían.
—Al ir a buscar el hielo, he oído que la reina se va a tomar unas breves
vacaciones sola la semana que viene —comentó Martha, sentada en el suelo
junto a mi cama.
Yo estaba sentada de cara a la ventana, mirando a la vez a la pared y al cielo
abierto.
—¿Ah, sí?
Ella sonrió.
—Parece que tener tantas visitas en palacio la ha puesto de los nervios, así
que el rey le ha sugerido que se tome algo de tiempo libre.
Puse los ojos en blanco. Primero se lamentaba de lo mucho que gastaba ella
en vestidos, y luego la mandaba de vacaciones. Claro que no sería yo la que se
quejara. Una semana sin ella, en aquel momento, me parecía una bendición.
—¿Aún le duele? —preguntó Martha.
- 34. Aparté la mirada y asentí.
—No se preocupe, señorita, para cuando acabe el día, se le habrá pasado.
Habría querido decirle que, en realidad, el problema no era el dolor. Mi
verdadera preocupación era que aquello no fuera un indicio de lo difícil que
podía llegar a ser la vida como princesa. Como poco, sería un reto.
Como mucho, podía llegar a ser una tortura.
Repasé los datos de los que disponía: en el pasado, el rey y la reina se habían
querido, pero ahora ambos hacían un esfuerzo por contener su odio. La reina
era una alcohólica y estaba obsesionada con la posesión de la corona. El rey,
como poco, estaba al borde del ataque de nervios. Y Clarkson…
Él hacía lo que podía para parecer resignado, tranquilo, controlado. Sin
embargo, debajo de todo eso había una risa infantil. Y, cuando estallaba, le
costaba un esfuerzo supremo volver a recomponerse.
No es que el sufrimiento a mí me fuera algo ajeno. Yo había trabajado hasta el
punto del agotamiento físico. Había soportado un calor sofocante. Aunque
como Cuatro disponía de cierto nivel de seguridad económica, vivía casi en la
pobreza.
Sería una dura prueba. Una más. Eso, claro, si el príncipe Clarkson me
escogía a mí.
Pero si me acababa eligiendo significaría que me quería, ¿no? ¿Y eso no haría
que todo lo demás valiera la pena?
—¿En qué está pensando, señorita? —me preguntó Martha.
Sonreí y le tendí la mano.
—En el futuro. Lo cual no tiene sentido, supongo. Será lo que tenga que ser.
—Usted es un encanto, señorita. Él sería afortunado de tenerla como esposa.
—Y yo sería afortunada de tenerlo a él.
Era cierto. Era todo lo que siempre había deseado. Lo que me asustaba era
todo lo que venía detrás.
Danica se probó otro par de zapatos de Bianca.
—¡Me quedan perfectos! Vale, yo me quedo estos, y tú te quedas los míos
azules.
—Hecho. —Bianca estrechó la mano de Danica y sonrió de oreja a oreja.
Nadie nos había dicho que no pudiéramos ir a la Sala de las Mujeres el resto
- 35. de la semana, pero todas habíamos optado por evitarla. Solíamos reunirnos en
grupos e íbamos de dormitorio en dormitorio, probándonos la ropa de una y
de otra, y charlando, como siempre.
Solo que ahora era diferente. Sin la reina, las chicas nos convertíamos en…,
bueno, eso, en chicas. Todas parecían de mejor humor. En lugar de
preocuparnos por el protocolo o de mantener unas formas impecables, nos
permitíamos ser las chicas que éramos antes de que nos seleccionaran, las
chicas que éramos en casa.
—Danica, creo que tenemos más o menos la misma talla. Estoy segura de que
tengo vestidos que te irían muy bien con esos zapatos —propuse.
—Te tomo la palabra. Tus vestidos son de los más bonitos. Los tuyos y los de
Cordaye. ¿Has visto las cosas que le hacen sus doncellas?
Suspiré. No sabía cómo lo hacían, pero las doncellas de Cordaye conseguían
que las telas de los vestidos le sentaran como a nadie. Los vestidos de Nova
también estaban un punto por encima de los demás. Me pregunté si quien
ganara la Selección podría elegir a sus doncellas. Yo dependía tanto de
Martha, Cindly y Emon que no me imaginaba poder estar en palacio sin ellas.
—¿Sabéis lo que me resulta extraño? —dije.
—¿Qué? —respondió Madeline, mientras revolvía el joyero de Bianca.
—Que un día esto no será así. Al final, una de nosotras estará aquí, sola.
Danica se sentó a mi lado, junto a la mesa de Bianca.
—Lo sé. ¿Crees que en parte puede ser ese el motivo de que la reina esté tan
enfadada? Quizás haya pasado demasiado tiempo sola.
Madeline negó con la cabeza.
—Creo que eso es por decisión propia. Podía tener los invitados que quisiera.
Podría traerse a toda una familia a palacio.
—Salvo que al rey le moleste.
—Es cierto. —Madeline volvió a fijar la atención en el joyero—. No consigo
entender mucho al rey. Parece distanciado de todo. ¿Creéis que Clarkson será
así?
—No —respondí yo, sonriendo para mis adentros—. Clarkson tiene su propia
personalidad.
Nadie añadió nada más; cuando levanté la vista me encontré de frente la
sonrisa maliciosa de Danica.
—¿Qué?
- 36. —Lo tienes mal —dijo, casi como si le diera lástima.
—¿Qué quieres decir?
—Estás enamorada de él. Mañana mismo podrían decirte que se divierte
pateando a cachorrillos de perro, y seguirías suspirando por él.
Erguí la espalda y levanté la cabeza un poco.
—Cabe la posibilidad de que se case conmigo. ¿No debería quererle?
Madeline chasqueó la lengua. Danica insistió:
—Sí, bueno, pero, por cómo te comportas, parece como si lo quisieras desde
siempre.
Me sonrojé e intenté no pensar en la vez en que le sisé unas monedas del
monedero a mamá para comprar un sello con su cara. Aún lo tenía, pegado a
un papel, y lo usaba como punto de libro.
—Lo respeto —aduje—. Es el príncipe.
—Es más que eso. Sacrificarías tu vida por él.
No respondí.
—¡Lo harías! ¡Oh, Dios mío!
—Voy a buscar esos vestidos —dije, poniéndome en pie—. Enseguida vuelvo.
Intenté no asustarme con todo lo que me pasaba por la cabeza. Como se
trataba de una elección entre él y yo, no me veía capaz de no ponerle a él por
delante. Él era el príncipe; como tal, era un activo de valor incalculable para
el país. Pero no solo eso: también tenía un enorme valor para mí.
Me encogí de hombros y me propuse no pensar más en ello.
Además, no parecía que fuera a darse el caso.
- 37. Capítulo 7
Siempre me costaba adaptarme a las cegadoras luces del estudio. Eso,
sumado al peso de los vestidos cargados de joyas que mis doncellas insistían
en que me pusiera para el Report , hacía que aquella hora me resultara
insufrible.
El nuevo reportero estaba entrevistando a las chicas. Aún quedábamos
bastantes, con lo que resultaba fácil pasar desapercibida. De momento, aquel
era mi objetivo. Pero, si me tenían que entrevistar, no estaría tan mal si era
Gavril Fadaye quien hacía las preguntas.
El anterior comentarista real, Barton Allory, se había retirado la misma noche
en que se habían revelado las candidatas a la Selección; había compartido
aquella emisión con su sustituto, elegido a dedo. Gavril, de veintidós años,
procedente de una respetable familia de Doses, era un tipo con una gran
personalidad y que enseguida te caía bien. Me entristeció ver marcharse a
Barton…, pero no demasiado.
—Lady Piper, ¿cuál opina que debería ser el principal papel de una princesa?
—preguntó Gavril con una sonrisa reluciente que hizo que Madeline me diera
un codazo disimuladamente.
Piper mostró una sonrisa encantadora y respiró con fuerza. Volvió a respirar.
Y luego el silencio se volvió incómodo.
Fue entonces cuando me di cuenta de que aquella era una pregunta que todas
deberíamos temer. Miré en dirección a la reina, que iba a tomar un avión
inmediatamente después de que se apagaran las cámaras. Ella estaba
observando a Piper, desafiándola a hablar, después de habernos advertido
que mantuviéramos silencio.
Observé el monitor: el miedo en su rostro resultaba insufrible.
—¿Piper? —le susurró Pesha, a su lado.
Finalmente, la chica negó con la cabeza.
A Gavril se le notaba en los ojos que estaba buscando un modo desesperado
de salvar la situación, de salvarla a ella. Barton habría sabido qué hacer, por
supuesto. Pero Gavril era demasiado inexperto.
Levanté la mano. Gavril miró en mi dirección, aliviado.
—El otro día tuvimos una larga conversación sobre esto. Supongo que Piper
no sabe por dónde empezar. —Solté una risita, y algunas chicas me siguieron
—. Todas estamos de acuerdo en que nuestra obligación prioritaria es para
- 38. con el príncipe. Servirle a él es servir a Illéa. Puede que parezca raro, pero el
que nosotras cumplamos con nuestro papel ayudará al príncipe a cumplir con
el suyo.
—Bien dicho, Lady Amberly. —Gavril sonrió y pasó a la pregunta siguiente.
Yo no miré a la reina. Me concentré en mantener la postura erguida, pese al
dolor de cabeza que empezaba a dejarse sentir. ¿Sería cosa de la tensión? Y si
ese era el caso, ¿por qué se presentaban sin motivo algunas veces?
Observé en los monitores que las cámaras no me enfocaban a mí ni a las
chicas de mi fila, así que decidí pasarme la mano por la frente. Era evidente
que la piel se me estaba volviendo más tersa. Tenía ganas de apoyar la cabeza
sobre el brazo, pero eso era impensable. Aunque se me excusara un gesto tan
impropio, el vestido tampoco me lo permitiría.
Erguí el cuerpo, concentrándome en la respiración. El dolor avanzaba a ritmo
constante, pero me obligué a mantener la posición. No era la primera vez que
me enfrentaba a aquel malestar, y en condiciones mucho peores. «Esto no es
nada —me dije—. Lo único que tengo que hacer es seguir sentada».
Las preguntas no parecían acabarse nunca, aunque creo que Gavril no había
hablado con todas las chicas. En un momento dado, las cámaras dejaron de
filmar. Fue entonces cuando recordé que ahí no acababa el día. Aún me
quedaba la cena antes de poder volver a mi habitación. Solía durar una hora,
más o menos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Madeline.
—Será el cansancio —dije, asintiendo.
Oímos una risa y nos giramos. El príncipe Clarkson estaba hablando con
algunas de las chicas de la primera fila.
—Me gusta cómo lleva hoy el pelo —comentó Madeline.
Se disculpó levantando un dedo ante las chicas con las que estaba hablando y
rodeó al grupo con la vista fija en mí. Cuando se acercó hice una leve
reverencia; en el momento en que volví a erguirme, sentí su mano tras la
espalda, agarrándome de forma que los demás no nos vieran el rostro.
—¿Te encuentras mal?
Suspiré.
—He intentado ocultarlo. Me duele muchísimo la cabeza. Necesito estirarme.
—Cógete de mi brazo. —Me mostró el codo y yo le rodeé el brazo con mi
mano—. Sonríe.
Arqueé los labios. A pesar del malestar, con él allí resultaba más fácil.
- 39. —Te agradezco mucho que vinieras a nuestra cita —dijo, lo suficientemente
alto como para que pudieran oírlo las chicas que estaban más cerca—. Estoy
intentando recordar qué postre es el que más te gusta.
No respondí, pero mantuve la sonrisa hasta que salimos del estudio. Sin
embargo, en cuanto rebasamos la puerta, no pude aguantar más. Cuando
llegamos al final del pasillo, Clarkson me cogió en brazos.
—Vamos a que te vea el médico.
Cerré los ojos con fuerza. Volvía a sentir náuseas; un sudor frío me cubría el
cuerpo. Pero me sentía más cómoda entre sus brazos de lo que podría estar
en una silla o en una cama. Incluso con todo el movimiento, estar hecha un
ovillo con la cabeza apoyada en su hombro me parecía lo mejor del mundo.
En la enfermería había una enfermera nueva, pero igual de amable que la
anterior. Ayudó a Clarkson a meterme en una cama, con las piernas apoyadas
sobre una almohada.
—El médico está durmiendo —dijo—. Se ha pasado la noche entera en pie, y
gran parte del día ayudando en el parto de dos doncellas diferentes. ¡Dos
niños, uno tras otro! ¡Con solo quince minutos de diferencia!
—No hace falta que le molesten —respondí, sonriendo ante la feliz noticia—.
No es más que un dolor de cabeza. Ya se me pasará.
—Tonterías —respondió Clarkson—. Vaya a buscar a una doncella y que nos
traigan la cena aquí. Esperaremos al doctor Mission.
La enfermera asintió y se puso en marcha.
—No hacía falta que hicieras eso —susurré—. El médico ha pasado una mala
noche, y yo no tengo nada grave.
—Sería una negligencia por mi parte si no me asegurara de que se ocupan de
ti como corresponde.
Intenté interpretar aquello como algo romántico, pero sonaba más bien como
si se sintiera obligado. Aun así, si hubiera querido, habría podido ir a comer
con las otras, pero no, había elegido quedarse conmigo.
Picoteé algo de la cena, por no ser maleducada, aunque aún me encontraba
mal. La enfermera me trajo una medicina. Cuando el doctor Mission apareció,
con el cabello aún mojado de la ducha, me sentía mucho mejor. El dolor
intenso, que antes era como una campana resonando desbocada, se había
convertido más bien en una campanilla.
—Siento el retraso, alteza —se disculpó el médico, con una reverencia.
—No hay problema —respondió el príncipe Clarkson—. Hemos disfrutado de
una cena espléndida en su ausencia.
- 40. —¿Cómo va la cabeza, señorita? —dijo el doctor Mission, cogiéndome la
muñeca entre los dedos para tomarme el pulso.
—Mucho mejor. La enfermera me ha dado una medicina que me ha ido
estupendamente.
Sacó una linternita y me enfocó los ojos.
—Quizá debería tomar algo a diario. Sé que intenta combatir los dolores
cuando se presentan, pero podríamos intentar evitarlos antes de que
aparezcan. No hay nada seguro, pero veré qué puedo darle.
—Gracias —respondí, cruzando los brazos sobre el regazo—. ¿Cómo están los
niños?
—Absolutamente perfectos —dijo el médico, eufórico—. Sanos y gordos.
Sonreí, pensando en las dos nuevas vidas que habían iniciado su andadura en
palacio aquel mismo día. ¿Serían grandes amigos y le contarían a todo el
mundo la historia de su nacimiento, tan próximo en el espacio y en el tiempo?
—Hablando de bebés, quería hablar con usted de los resultados de sus
análisis.
La alegría desapareció de mi rostro, de mi cuerpo entero. Me senté más
erguida aún, preparándome para la mala noticia. Por su rostro, estaba claro
que estaba a punto de sentenciarme.
—Los test muestran diferentes toxinas en la sangre. Si los valores siguen tan
altos semanas después de alejarse de su región natal, debo suponer que
serían mucho más altos cuando estaba allí. Para algunas personas, eso no
sería un problema. El cuerpo responde, se ajusta y puede seguir viviendo sin
ningún efecto secundario. Por lo que me ha contado de su familia, diría que
dos de sus hermanos están haciendo eso exactamente.
—Pero una de tus hermanas tiene hemorragias nasales, ¿no? —preguntó
Clarkson.
Asentí.
—¿Y usted tiene constantes migrañas? —preguntó el médico.
Asentí de nuevo.
—Supongo que su cuerpo no está anulando esas toxinas. A partir de las
pruebas y de algunos de los datos personales que me ha dado, yo diría que
esos accesos de fatiga, náuseas y dolor proseguirán, probablemente durante
el resto de su vida.
Suspiré. Bueno, eso no era peor que lo que estaba experimentando en aquel
momento. Y, por lo menos, Clarkson no parecía molesto.
- 41. —También tengo motivos para estar preocupado por su salud reproductiva.
Me lo quedé mirando con los ojos como platos. Por el rabillo del ojo vi que
Clarkson cambiaba de postura en la silla.
—Pero… ¿por qué? Mi madre ha tenido cuatro hijos. Y tanto ella como mi
padre proceden de familias numerosas. Simplemente me canso, nada más.
El doctor Mission mantuvo su imagen compuesta, profesional, como si no
estuviera dispuesto a hablar de los aspectos más personales de mi vida.
—Sí, y aunque la genética ayuda, basándome en las pruebas, parece que su
cuerpo sería… un hábitat no favorable para un feto. Y que cualquier niño que
pudiera concebir —hizo una pausa, se quedó mirando al príncipe un momento
y luego volvió a mirarme a mí— no sería apto para… determinadas tareas.
Determinadas tareas. Como que no sería lo suficientemente brillante, lo
suficientemente sano o lo suficientemente bueno como para ser príncipe.
El estómago se me encogió.
—¿Está seguro? —pregunté con un hilo de voz.
Clarkson tenía los ojos fijos en el médico, a la espera de que le confirmara esa
noticia. Aquella, sin duda, era una información vital para él.
—En el mejor de los casos. Eso, si consigue concebir.
—Discúlpenme. —Salté de la cama y corrí hasta el baño que había junto a la
entrada de la enfermería, me metí en un cubículo y vomité hasta no poder
más.
- 42. Capítulo 8
Pasó una semana. Clarkson ni siquiera me miraba. Yo estaba destrozada. En
mi ingenuidad, había creído que sería posible. Tras superar la incomodidad de
nuestra primera conversación, él había buscado cualquier motivo para
propiciar un encuentro conmigo, para cuidarme.
Evidentemente, eso era cosa del pasado.
Estaba segura de que un día, muy pronto, Clarkson me mandaría a casa.
Luego, pasaría un tiempo, pero mi corazón se recuperaría. Con un poco de
suerte conocería a otra persona y… ¿qué le diría? No ser capaz de dar un
heredero digno al trono era algo teórico, quizás una hipótesis lejana. Pero ¿no
poder dar un hijo a un Cuatro? La idea me resultaba insoportable.
Solo comía cuando creía que la gente me miraba. Solo dormía cuando estaba
demasiado agotada como para no hacerlo. A mi cuerpo no le importaba yo, así
que ¿por qué iba a preocuparme yo por él?
La reina volvió de sus vacaciones, los Reports continuaron, los días pasados
allí sentadas, como muñecas, iban sucediéndose. A mí todo aquello ya no me
importaba.
Estaba en la Sala de las Mujeres, sentada junto a la ventana. El sol me
recordaba Honduragua, aunque aquí había menos humedad. Me puse a rezar,
rogándole a Dios que Clarkson me enviara a casa. Estaba demasiado
avergonzada como para escribir a mi familia y contarles las malas noticias,
pero sentirme rodeada de todas aquellas chicas y de sus aspiraciones a subir
de casta empeoraba aún más las cosas. Yo tenía límites. No podía compartir
sus mismas aspiraciones. Al menos en casa no tendría que pensar más en ello.
Madeline se me acercó por detrás y me frotó la espalda con la mano.
—¿Estás bien?
No sin esfuerzo, esbocé una sonrisa.
—Solo estoy cansada. No es nada nuevo.
—¿Estás segura? —Se pasó la mano bajo el vestido para alisarlo y se sentó—.
Pareces… diferente.
—¿Cuáles son tus objetivos en la vida, Madeline?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir exactamente eso. ¿Qué sueños tienes? Si pudieras sacarle el
- 43. máximo partido a la vida, ¿qué le pedirías?
Ella sonrió con timidez.
—Sería princesa, por supuesto. Con montones de admiradores y fiestas cada
fin de semana, y Clarkson pendiente de mí. ¿Tú no?
—Es un sueño precioso. Y si tuvieras que pedirle «lo mínimo» a la vida, ¿qué
le pedirías?
—¿Lo mínimo? ¿Por qué iba nadie a pedir lo mínimo de la vida? —Sonrió
divertida, pese a no comprenderme.
—Pero ¿no debería haber un mínimo aceptable que la vida debería darnos?
¿Es demasiado pedir un trabajo que no odies o contar con algo propio que
sabes que no puedes perder? ¿Es demasiado pedir? ¿Incluso para alguien
desgraciado? ¿No podría tener eso yo, al menos? —La voz se me quebró y me
llevé los dedos a la boca, como si mis dedos diminutos pudieran contener
aquel dolor.
—¿Amberly? —susurró Madeline—. ¿Qué pasa?
Meneé la cabeza.
—Nada, necesito descansar.
—No deberías estar aquí. Déjame que te acompañe a tu habitación.
—La reina se enfadará.
Madeline chasqueó la lengua.
—¿Y cuándo no está enfadada?
Suspiré.
—Cuando está borracha.
La risa de Madeline esta vez fue más ligera y auténtica; se tapó la boca para
no llamar la atención. Verla así me animaba, y cuando se levantó me costó
menos seguirla.
No hizo más preguntas, pero pensé que se lo contaría antes de irme. Sería
agradable tener a alguien en quien confiar.
Cuando llegué a mi habitación, me volví y la abracé. Tardé un rato en soltarla.
Ella no me apremió. Al menos en aquel momento contaba con ese mínimo
afecto necesario en la vida.
Me fui hasta la cama, pero antes de meterme dentro me dejé caer de rodillas
y junté las manos, como si rezara: «¿Estoy pidiendo demasiado?».
- 44. Pasó otra semana. Clarkson envió a casa a dos de las chicas. Deseé con todas
mis fuerzas que me hubiera mandado de vuelta a mí.
—¿Por qué no yo?
Sabía que Clarkson podía resultar duro, pero no me parecía alguien cruel. No
pensaba que pudiera querer hacerme soñar con una posición inalcanzable
para mí.
Me sentí como si estuviera sonámbula, pasando por la competición como un
fantasma recorriendo una y otra vez las últimas fases de su vida. El mundo me
parecía una sombra de sí mismo. Y yo iba arrastrándome por él, fría y
cansada.
Las chicas no tardaron mucho en cansarse de hacer preguntas. De vez en
cuando, sentía el peso de sus miradas sobre mí. Pero yo solía apartarme. Así
parecían entender que no valía la pena el esfuerzo de pedirme una
explicación. Llegué a pasar desapercibida a ojos de la reina… De hecho, pasé
desapercibida a ojos de todo el mundo. Y no me importaba estar apartada de
todo, sola con mis preocupaciones.
Podría haber seguido así infinitamente. Cierto día, tan anodino y triste como
los anteriores, estaba tan distraída que ni siquiera me di cuenta de que
recogían el comedor. No noté nada hasta ver a alguien vestido con traje justo
delante, al otro lado de la mesa.
—Te encuentras mal.
Alcé la vista, vi a Clarkson y aparté los ojos casi a la misma velocidad.
—No, es que últimamente estoy más cansada de lo habitual.
—Estás delgada.
—Ya te lo he dicho, me he sentido fatigada.
Dio un puñetazo en la mesa y me hizo dar un respingo. No pude evitar mirarle
de nuevo a la cara. Mi corazón adormecido no sabía qué hacer.
—No estás fatigada. Te estás hundiendo —dijo con firmeza—. Entiendo el
motivo, pero tienes que superarlo.
¿Superarlo? ¿Superarlo?
Los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Con todo lo que sabes, ¿cómo puedes ser tan cruel conmigo?
—¿Cruel? —replicó, prácticamente escupiendo la palabra—. ¿Porque intento
apartarte del borde del abismo? Si sigues así, vas a acabar matándote. ¿Qué
demostrarás? ¿Qué habrás conseguido, Amberly?
- 45. Por duras que fueran sus palabras, mi nombre dicho por él fue como una
caricia.
—¿Te preocupa que quizá no puedas tener hijos? ¿Y qué? Si acabas
matándote, desde luego no tendrás ninguna posibilidad. —Cogió el plato que
tenía delante, aún lleno de jamón, huevos y fruta, y me lo acercó—. Come.
Me sequé las lágrimas de los ojos y me quedé mirando la comida. El estómago
se me rebeló nada más verla.
—Es demasiado fuerte. No puedo comerme eso.
Bajó la voz y se acercó un poco.
—Entonces, ¿qué puedes comer?
Me encogí de hombros.
—Pan, quizá.
Clarkson levantó la cabeza y chasqueó los dedos, llamando a un mayordomo.
—Alteza —respondió este, con una reverencia.
—Ve a la cocina y tráele pan a Lady Amberly. De varios tipos.
—Inmediatamente, señor. —Se volvió y salió de la sala, casi a la carrera.
—¡Y, por Dios, trae también algo de mantequilla! —le gritó Clarkson, mientras
desaparecía.
Sentí otra oleada de vergüenza. Por si no fuera suficiente perder todas mis
oportunidades con cosas que quedaban fuera de mi control, tenía que sufrir la
humillación de estropearlo aún más con cosas que sí podía controlar.
—Escúchame —me pidió, con voz suave. Conseguí levantar los ojos y mirarle
de nuevo—. No vuelvas a hacer eso. No me evites.
—Sí, señor —murmuré.
—Para ti, soy Clarkson —dijo, meneando la cabeza.
Y aunque tuve que hacer un gran esfuerzo para sonreír, valió la pena.
—Tienes que estar impecable, ¿me entiendes? Tienes que ser una candidata
ejemplar. Hasta hace poco, no pensaba que necesitaría decírtelo, pero ahora
parece que sí: no des motivo a nadie para que dude de tu competencia.
Me quedé atónita, incapaz de reaccionar. ¿Qué quería decir? Si hubiera
tenido la cabeza más clara, se lo habría preguntado.
- 46. Un instante después, el mayordomo regresó con una bandeja llena de
panecillos, bollos y otros panes. Clarkson dio un paso atrás.
—Hasta la próxima. —Se inclinó levemente y se fue, con los brazos a la
espalda.
—¿Está bien así, señorita? —preguntó el mayordomo, y yo arrastré mis
fatigados ojos hasta el montón de comida.
Asentí, cogí un bollo y le di un bocado.
Es una sensación extraña cuando descubres cuánto le importas a gente a
quien pensabas que no le importabas nada. O descubrir que, cuando te vas
desintegrando lentamente, otra gente lo sufre también en menor medida.
Cuando le pregunté a Martha si le importaría traerme un plato de fresas, los
ojos se le llenaron de lágrimas. Cuando me reí de un chiste que contó Bianca,
noté que Madeline se emocionó un poco, antes de unirse ella también a las
risas. Y Clarkson…
Antes de aquello, la única vez que le había visto realmente disgustado había
sido la noche que habíamos pillado a sus padres peleándose, y tuve la
sensación de que su ataque de ira posterior se había debido justo a lo mucho
que le importaban. Que se preocupara tanto por mí…, habría preferido que
me dijera que le importaba de algún otro modo. Pero si no sabía demostrarlo
de otra manera, tampoco me parecía mal.
Aquella noche, cuando me metí en la cama, me prometí dos cosas: en primer
lugar, si tanto le importaba a Clarkson, dejaría de comportarme como una
víctima. A partir de ahora iba a ser una competidora. En segundo lugar,
nunca más le daría motivo a Clarkson Schreave para que se disgustara de
aquel modo.
Su mundo parecía una tormenta.
Yo sería el centro.
- 47. Capítulo 9
—Rojo —insistió Emon—. El rojo siempre le queda estupendamente.
—Pero no debería ser un color tan primario. Quizás algo más profundo, como
un burdeos —propuso Cindly, sacando otro vestido mucho más oscuro que el
anterior.
Yo suspiré, encantada.
—Sí, ese.
No tenía el gancho de otras chicas, y no era una Dos, pero empezaba a pensar
que había otros modos de destacar. Había decidido que iba a dejar de
vestirme como una princesa y que iba a comenzar a vestirme como una reina.
No tardé mucho en darme cuenta de que había una diferencia entre una cosa
y la otra. A las chicas de la Selección se les daban estampados florales, o
vestidos hechos de tejidos vaporosos. Los vestidos de la reina eran
declaraciones de principios, atrevidos e imponentes. Si yo no era así, al
menos mis vestidos sí lo serían.
Y estaba trabajando en el porte y la compostura. Si en Honduragua me
hubieran preguntado qué era más duro, si tostar café todo el día con un calor
abrasador o mantener una postura correcta diez horas, habría dicho lo
primero. Ahora empezaba a tener mis dudas.
Lo que quería dominar eran los matices sutiles, esos detalles que distinguían
a una Uno. Aquella noche, en el Report , quería que la gente viera en mí la
opción evidente. Quizá si conseguía dar tal imagen, conseguiría convencerme
a mí también.
Cuando me acechaba la mínima duda, pensaba en Clarkson. No había habido
ningún momento trascendental, decisivo, entre los dos, pero, cuando no
estaba segura de si sería suficiente para él, me aferraba a los pequeños
detalles: me había dicho que le gustaba. Que no le evitara. Quizá se alejara en
cierto momento, pero también había regresado. Aquello bastaba para darme
esperanzas. Así que me puse mi vestido burdeos, me tomé una pastilla para
evitar que me entrara dolor de cabeza y me dispuse a dar lo mejor de mí
misma.
No es que estuviéramos advertidas exactamente sobre cuándo se nos
preguntaría o acerca de cuándo tendríamos que charlar con el presentador.
Suponía que sería parte del proceso de Selección: encontrar a alguien que
pudiera pensar por sí misma. Así que me sentí algo decepcionada cuando el
Report acabó sin que ninguna de nosotras hubiéramos tenido ocasión de
hablar. Me dije que no tenía que preocuparme. Habría otras oportunidades.
- 48. Pero, aunque todas las demás suspiraban, aliviadas, yo estaba algo
decepcionada.
Clarkson se me acercó y yo levanté la cabeza. Venía hacia mí. Iba a pedirme
una cita. ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!
Sin embargo, se paró delante de Madeline. Le dijo algo al oído. La chica
asintió, encantada, y soltó una risita. Él le tendió la mano para que pasara
delante, pero, antes de seguirla, me susurró al oído:
—Espérame.
Se fue, sin mirar atrás. Pero tampoco hacía falta.
—¿Está segura de que no necesita nada más, señorita?
—No, Martha, gracias. Estoy bien.
Había bajado las luces de la habitación, pero no me había quitado el vestido.
Estuve a punto de pedir que me trajeran algo de postre, pero estaba
convencida de que él ya habría comido.
No estaba segura de por qué, pero sentía un calor que me recorría todo el
cuerpo, como si mi piel quisiera decirme que aquella noche era importante.
Quería que fuera perfecta.
—Me mandará llamar, ¿verdad? No debería quedarse sola toda la noche.
Le cogí de las manos, y ella no vaciló en dejarme hacerlo.
—En cuanto el príncipe se marche, te llamaré.
Martha asintió y me apretó las manos antes de dejarme sola.
Corrí al baño, comprobé mi peinado, me cepillé los dientes y me alisé el
vestido. Tenía que calmarme. Cada centímetro de mi piel estaba en guardia,
esperándole.
Me senté junto a mi mesa, repasando la postura de mis dedos, manos,
muñecas. Codos, hombros, cuello. Fui paso a paso, intentando relajarme. Por
supuesto, todo aquello no sirvió de nada cuando Clarkson llamó a la puerta.
No esperó a que contestara: entró directamente. Me puse en pie para
recibirle. Quería hacer una reverencia, pero había algo en su mirada que me
desorientó. Le vi avanzar por la habitación, con la mirada fija en mí.
Me llevé la mano al estómago, haciendo un esfuerzo por detener al puñado de
mariposas que revoloteaban allí dentro, pero fue en vano.
Sin decir palabra, levantó una mano y la apoyó en mi mejilla, me apartó el
cabello y luego la pasó por debajo de mi barbilla. Asomó en su rostro una
- 49. sonrisa, justo antes de que acercara los labios.
A lo largo de los años, había imaginado un centenar de primeros besos con
Clarkson. Pero aquello superó todos mis sueños.
Me guio, sujetándome muy cerca de su cuerpo. Pensé que quizá daría un paso
en falso o dudaría, pero, de algún modo, mis manos acabaron entre su
cabello, agarrándolo con la misma fuerza con que me agarraba él a mí. Curvó
el cuerpo y yo hice lo propio con el mío, adaptándolo al suyo, sorprendida de
lo bien que encajábamos.
Aquello era la felicidad. Aquello era el amor. Todas esas palabras que se dicen
o se leen y ahora…, ahora sabía lo que querían decir.
Cuando por fin se apartó, las mariposas y los nervios habían desaparecido.
Una sensación completamente nueva recorría mi piel.
Se nos había acelerado la respiración, pero eso no le impidió hablar.
—Hoy estás imponente. Tenía que decírtelo —dijo, rozándome con la punta de
los dedos los brazos, las clavículas, hasta llegar al cabello—. Absolutamente
imponente.
Me besó una vez más y se marchó, deteniéndose al llegar a la puerta para
mirarme una vez más.
Fui hasta la cama y me dejé caer. Quería llamar a Martha y pedirle que me
ayudara a quitarme el vestido, pero me gustaba tanto que no me molesté en
hacerlo.
- 50. Capítulo 10
A la mañana siguiente sentía cosquilleos intermitentes en la piel, que
aparecían sin previo aviso. A cada movimiento, a cada roce o a cada
respiración renacía esa sensación cálida que me invadía por completo. Y cada
vez que eso ocurría, la mente se me iba hasta Clarkson.
En el desayuno cruzamos la mirada dos veces, y en ambas ocasiones mostró
una expresión de satisfacción como la mía. Era como si un secreto delicioso
flotara sobre nosotros.
Aunque ninguna de las chicas estábamos seguras de si los rumores sobre Tia
eran ciertos, decidí tomarme su expulsión como un aviso y me guardé para mí
el secreto de la noche anterior. El hecho de que nadie lo supiera lo hacía aún
mejor; de algún modo, era algo más sagrado, algo que conservar como un
tesoro.
El único inconveniente de haber besado a Clarkson era que hacía que cada
momento que estábamos separados resultara insoportable. Necesitaba volver
a verle, volver a tocarle. Si alguien me hubiera preguntado qué había hecho
aquel día, no sería capaz de responder. Cada soplo de aire que respiraba era
de Clarkson. Hasta la hora de vestirme para la cena, no hubo nada que me
importara; lo único que me mantenía serena era la promesa de verlo después.
Mis doncellas comprendían perfectamente la nueva imagen que quería dar, y
el vestido de aquella noche era aún mejor. De color miel, con la cintura alta y
algo de vuelo hacia atrás. Quizá fuera un poco exagerado para la cena, pero a
mí me encantaba.
Me senté en mi sitio a la mesa, ruborizándome cuando Clarkson me guiñó un
ojo. Ojalá hubiera habido más luz, para verle bien el rostro. Estaba celosa de
las chicas del otro lado del comedor, iluminadas por la luz del crepúsculo que
entraba por los ventanales.
—Está rabiosa otra vez —murmuró Kelsa, inclinándose hacia mí.
—¿Quién?
—La reina. Mírala.
Miré en dirección a la cabecera de la mesa. Kelsa tenía razón. La reina tenía
una expresión de profundo disgusto, como si le resultara molesto hasta el
aire. Cogió un trozo de patata con el tenedor, se lo quedó mirando y volvió a
dejarlo en el plato con un golpetazo.
Varias de las chicas se sobresaltaron al oírlo.
- 51. —Me pregunto qué le habrá pasado —respondí, también susurrando.
—No creo que le haya pasado nada. Es de esas personas que no puede estar
contenta. Si el rey la mandara de vacaciones una semana de cada dos, no le
bastaría. No estará satisfecha hasta que nos hayamos ido todas.
Se notaba que Kelsa estaba molesta con la reina y con su actitud de
desprecio. Lo entendía, claro. Aun así, aunque solo fuera por Clarkson, no
podía odiarla.
—Me pregunto qué hará cuando Clarkson elija.
—No quiero ni pensarlo —respondió Kelsa, mientras daba un sorbo a su zumo
de manzana—. Sin duda, lo peor de Clarkson es ella.
—Yo no me preocuparía demasiado —bromeé—. El palacio es tan grande que
si quisieras podrías evitarla casi todos los días.
—¡Bien pensado! —dijo, escrutando alrededor por si nos miraba alguien—.
¿Crees que tendrán una mazmorra donde podamos meterla?
No pude evitar reírme. En el palacio no había dragones que meter en jaulas,
pero, desde luego, ella era lo que más se le parecía.
Todo había ocurrido muy rápido, aunque quizás así era como tenía que ser.
De pronto, todas las ventanas se rompieron en añicos casi a la vez, mientras
una lluvia de objetos las atravesaba. Entre la lluvia de cristales se oyeron
varios chillidos de otras seleccionadas. Me pareció ver que Nova había
recibido el impacto de lo que fuera que hubiera roto la ventana que tenía
encima. Se agachó contra la mesa, encogiéndose, mientras algunos
intentaban ver de dónde procedían los proyectiles.
Vi aquellas cosas raras en medio del comedor. Parecían enormes latas de
sopa. Mientras yo fruncía los ojos, intentando descifrar algo de la que tenía
más cerca, la que estaba junto a la puerta explotó, llenando el comedor de
humo.
—¡Corred! —gritó Clarkson, en el momento en que otra lata explotaba—.
¡Salid de aquí!
Pese a los problemas que había entre ellos, el rey agarró a la reina del brazo y
la sacó del comedor. Vi a dos chicas corriendo hacia el centro del comedor.
Clarkson las sacó de allí enseguida.
Al cabo de unos segundos, el comedor quedó lleno de humo negro. Entre
aquello y los gritos me costaba mucho concentrarme. Me giré, buscando con
la vista a las chicas que tenía sentadas a mi lado. Habían desaparecido.
Habían salido corriendo, por supuesto. Volví a girarme, pero al momento me
perdí entre el humo. ¿Dónde estaba la puerta? Respiré hondo, intentando
calmarme, pero, en lugar de tranquilizarme, el humo me hizo toser. Tenía la
- 52. impresión de que aquello era algo más que humo. Yo había estado más cerca
de lo recomendable de alguna hoguera que otra, pero aquello… era diferente.
Mi cuerpo me pedía descanso. Sabía que no estaba bien. Lo normal sería que
reaccionara.
Me entró el pánico. Tenía que recuperar el control. La mesa. Si encontraba de
nuevo la mesa, lo único que tenía que hacer era girar a la derecha. Moví los
brazos a mi alrededor, tosiendo por efecto del gas y de mi respiración
acelerada. Tropecé contra la mesa, que no estaba donde había pensado. Pero
no me importaba, me bastaba con eso. Me apoyé sobre un plato, aún cubierto
de comida. Pasé las manos por toda la mesa, tirando copas y sillas.
No iba a conseguirlo.
No podía respirar. Me sentía muy cansada.
—¡Amberly!
Levanté la cabeza, pero no veía nada.
—¡Amberly!
Golpeé la mesa con el puño, tosiendo del esfuerzo. No le oí más. Lo único que
veía era el humo.
Volví a golpear la mesa. Nada.
Lo intenté una vez más. Entonces, al golpear la mesa, mi mano dio contra otra
mano.
Nos buscamos el uno al otro, y él se apresuró a sacarme de allí.
—Ven —dijo, tirando de mí. Me pareció que la sala no se acababa nunca,
hasta que di con el hombro contra el marco de la puerta. Clarkson me tiró de
la mano, animándome a seguir, pero lo único que quería yo era descansar—.
No. ¡Venga!
Seguimos avanzando por el pasillo. Allí vi a otras chicas, tendidas en el suelo.
Algunas jadeaban en busca de aire; al menos dos habían vomitado por efecto
del gas.
Clarkson me llevó más allá de las otras chicas y entonces ambos nos dejamos
caer al suelo juntos, aspirando con fuerza el aire limpio. El ataque —porque
estaba segura de que era un ataque— no había durado más de dos o tres
minutos, pero yo me sentía como si hubiera corrido una maratón.
Estaba tendida sobre el brazo y me dolía mucho, pero me costó moverme.
Clarkson no se movía, pero veía que su pecho se hinchaba y se hundía
regularmente. Un momento después, se giró hacia mí.
—¿Estás bien?
- 53. Tuve que hacer acopio de fuerzas para responder:
—Me has salvado la vida. —Hice una pausa y cogí aire—. Te quiero.
Me había imaginado diciendo esas palabras muchísimas veces, pero nunca
así. Pese a todo, no me arrepentía. Al momento, perdí la conciencia, mientras
oía el ruido de los guardias resonando en mis oídos.
Cuando me desperté, tenía algo pegado a la cara. Acerqué la mano: era una
máscara de oxígeno, como la que había visto después de que Samantha Rail
se hubiera visto atrapada en aquel incendio.
Me giré hacia la derecha y vi que la mesita de la enfermera y la puerta
estaban prácticamente a mi lado. En la otra dirección, casi todas las camas de
la enfermería estaban ocupadas. No sabía cuántas de las chicas estarían allí,
lo que me hizo preguntar cuántas habrían salido ilesas… o si alguna no habría
sobrevivido.
Intenté levantar la cabeza, con la esperanza de ver más. Cuando ya casi tenía
la espalda erguida, Clarkson me vio y se acercó. No estaba demasiado
mareada ni me costaba respirar, así que me quité la máscara. Él se movía
despacio, aún algo afectado por el gas. Cuando por fin llegó a mi lado, se
sentó al borde de mi cama y me habló despacio.
—¿Cómo te sientes? —dijo con tono grave.
—¿Qué importancia…? —Intenté aclararme la garganta. Mi voz también
sonaba rara—. ¿Qué importancia tiene eso? No puedo creer que volvieras a
entrar. Aquí hay más de veinte versiones de mí. Pero tú eres único.
Clarkson me tendió la mano.
—Tú no eres lo que se dice reemplazable, Amberly.
Apreté los labios para no llorar. El heredero al trono había puesto en peligro
su vida para salvarme. Aquello me resultaba tan bonito que casi no podía
contener la emoción.
—Lady Amberly —dijo el doctor Mission, acercándose—. Me alegro de ver que
por fin se ha despertado.
—¿Las otras chicas están bien? —pregunté, con una voz que casi no reconocía
como mía.
Él cruzó una mirada rápida con Clarkson.
—Estamos en ello —dijo. Había algo que no me contaban, pero ya me
preocuparía de eso más tarde—. Aunque ha tenido usted mucha suerte. Su
alteza sacó a cinco chicas del salón, incluida usted.
—El príncipe Clarkson es muy valiente, estoy de acuerdo. Tengo mucha
- 54. suerte. —Aún tenía mi mano en la suya, y le di un apretón rápido.
—Sí —respondió el doctor Mission—, pero permítame que dude de que tanta
valentía fuera necesaria.
Ambos nos giramos hacia él, pero fue Clarkson el que habló.
—¿Perdone?
—Alteza —respondió, en voz baja—, sin duda sabe que su padre no aprobaría
que le dedicara tanto tiempo a una chica que no es digna de usted.
Si me hubiera dado un puñetazo no me habría hecho tanto daño.
—Las posibilidades de que conciba un heredero son mínimas, siendo
generosos —prosiguió—. ¡Y casi pierde usted la vida rescatándola! Aún no he
informado de su estado al rey, ya que estaba seguro de que usted, para no
hacerla sufrir más, la mandaría a casa al saberlo. Pero, si esto sigue adelante,
tendré que ponerle al corriente.
Se hizo una larga pausa.
—Creo que he oído decir a varias de las chicas que mientras las examinaba
las ha tocado un poco más de lo necesario —respondió Clarkson, muy frío.
—¿Qué…? —replicó el médico, frunciendo los párpados.
—¿Y cuál es la que ha dicho que le ha susurrado algo muy inapropiado al
oído? Supongo que da igual.
—Pero si yo nunca…
—Eso importa poco. Yo soy el príncipe. Nadie cuestiona mi palabra. Y si
insinúo mínimamente que se ha atrevido a tocar a mis chicas de un modo no
profesional, podría acabar frente al pelotón de fusilamiento.
Mi corazón latía desbocado. Quería decirle que parara, que no hacía falta
amenazar a nadie. Sin duda habría otras maneras de resolver aquel asunto.
Pero sabía que no era momento de hablar. El doctor Mission tragó saliva,
mientras Clarkson proseguía:
—Si valora su vida lo más mínimo, le sugiero que no se meta con la mía. ¿Está
claro?
—Sí, alteza —respondió el doctor Mission, haciendo una rápida reverencia
para zanjar el asunto.
—Excelente. Y ahora, ¿se encuentra Lady Amberly en buen estado de salud?
¿Puede retirarse a descansar cómodamente a su habitación?
—Llamaré a una enfermera para que le tome las constantes enseguida.
- 55. Clarkson, con un gesto, le dio permiso para que se fuera, y el médico
obedeció.
—¿Te lo puedes creer? Debería librarme de él de todos modos.
—No. No, por favor, no le hagas daño —dije, apoyando la mano en el pecho de
Clarkson, que sonrió.
—Quería decir enviarlo a otro destino, buscarle una posición adecuada en
otro lugar. Muchos de los gobernadores tienen médicos privados. Algo así le
iría bien.
Suspiré, aliviada. Mientras no muriera nadie…
—Amberly —me susurró—. Antes de que el médico te lo dijera, ¿sabías que
quizá no pudieras tener hijos?
Negué con la cabeza.
—Me preocupaba la posibilidad. He visto algunos casos, donde vivo. Pero mis
hermanos mayores están casados y ambos tienen hijos. Esperaba que yo
también pudiera tenerlos —dije, y al final se me quebró la voz.
—No te preocupes por eso ahora —me consoló él—. Vendré a verte más tarde.
Tenemos que hablar.
Me besó en la frente, en plena enfermería, donde cualquiera podía vernos.
Todas mis preocupaciones desaparecieron, aunque solo fuera por un
momento.