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EN 102 - Barrio Triste
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FOTOGRAFÍA
© Juan Arredondo
Barrio Triste
te enseña
los dientes
En el centro de Medellín está el barrio Sagrado Corazón de Jesús.
Le dicen Barrio Triste, y los visitantes que caen por allí buscan mecánicos,
vendedores de droga, sicarios y delincuentes que actúen en películas
de delincuentes. Mientras tanto, sus habitantes juegan cartas en la calle,
van a la iglesia, cuidan a sus niños, toman la siesta.
Es un día normal donde la sangre y la grasa
se mezclan con facilidad
Fotografías de Juan Arredondo
Texto de Mauricio Builes
Barrio Triste se ha convertido en un caso de estudio para fotógrafos. «El abuelo» posando para una cámara.
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B
arrio Triste podría ser una gran mancha de sangre en Medellín pero sus habi-
tantes se esfuerzan para que sea un brochazo de grasa quemada. Dice la leyen-
da que su nombre viene del apellido francés (Tristé) de uno de los mecánicos.
Otros dicen que el nombre se lo deben a un alemán, el señor Tristen, quien por 1920
era el dueño de casi todas las casas de la zona. Barrio Triste es el lugar predilecto de
los mecánicos y uno de los mayores expendios de droga de la ciudad. Una imagen del
Sagrado Corazón de Jesús colgada en cualquier taller suele comandar las mañanas y
por las noches el bazuco es el todopoderoso. Todos saben lo fácil que es condenarse en
ese infierno pero la posibilidad de salvarse viviendo a unos pasos de la hoguera hace
que día tras día lleguen nuevos inquilinos a sus aceras y residencias.
Un visitante desprevenido sentirá que ya ha visto antes al montallantas, al lustrador
de botas o a la prostituta de Barrio Triste. Los rostros le son familiares. Pero al cruzar
frente a un vendedor de películas piratas caerá en la cuenta de que algunos de los
habitantes del barrio han sido protagonistas en alguna película sobre Medellín y sus
comunas: La Vendedora de Rosas, Sumas y Restas, Rosario Tijeras o La Virgen de
los Sicarios. Barrio Triste no sólo es una virtrina de consumo de drogas sino que se
ha convertido en proveedor de actores naturales y en un escenario para crear una
productora de cine: Barrio Triste Films, que por estos días está rodando su primera pelí-
cula. El brillo de las cámaras y las luces ha contagiado al gobierno y a empresarios que
compran talleres de mecánica para convertirlos en comedores infantiles, almacenes
de ropa o bodegas textiles. Cada año los mecánicos van perdiendo terreno y se multi-
plican los locales retocados. Llegará un día en el que, tal vez, el reto de sus habitantes
no consista en subsistir a ras del suelo sino en encontrar un nuevo sitio para vivir.
Un vendedor ambulante en las calles del barrio Sagrado Corazón de Jesús.
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En Barrio Triste, dice Sol, nadie la juzga por ser prostituta.
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La siesta por la tarde es tradición de los mecánicos de Barrio Triste.
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H
ay que tener apodo para ser alguien en Barrio Triste: carepalo, bananín, moquillo, yuca, el
ojón. Pero Freddy Alzate es de los que tienen dos. Uno para identificarse como mecánico y
otro para que lo reconozcan en la Milagrosa, en Pablo Escobar, o en cualquier otro barrio
donde paguen por matar. Alzate no ha cumplido treinta años y lleva una década reparando carros en
las calles de Barrio Triste. No tiene taller propio pero los clientes saben en qué cuadra buscarlo. Es
reservado y prefiere trabajar solo. Tiene siete hermanos, dos casas y una bicicleta. Ha estado preso y,
a pesar de su fama en las cantinas, asegura que ha dejado el licor y la cocaína. «También dejé de ser
‘Balín’», que es como le dicen en su papel de sicario. Dice que su última víctima fue el padrastro de
su mujer. «Lo tuve que matar porque nos humillaba», dijo sin remordimiento. Cuando lo llamaron
para el casting en La Vendedora de Rosas, no pudo ir porque tenía una orden de captura. La policía
había encontrado tres cuerpos descuartizados en la sala de su casa. La única cosa de la que Freddy
Alzate dice arrepentirse es no ser uno de los actores amateur de Barrio Triste. Cuando «Balín» traba-
ja, Alzate desaparece durante semanas del barrio. Recorre Medellín hasta que siente la necesidad de
empuñar la cruceta otra vez y vuelve a los dominios de la grasa. Cada vez que regresa hace la misma
promesa frente a una copa de licor: «Jamás volveré a matar». El sicario solloza cuando habla de Jerin-
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ga, uno de sus mejores amigos, al que mató porque, según él, lo traicionó. Sólo en una cantina habla
de ello. Dijo que lo quería tanto que le regaló una operación de un tumor que Jeringa tenía en la
espalda. En la cicatriz le puso electricidad antes de matarlo con el pico de una botella. Para limpiar
rastro— guardó el cadáver dentro de tres colchones. Cuando Alzate dice que es un experto en su
arte, uno sabe a cuál de las dos se refiere.
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Adriana Ríos con sus compañeros de la calle en el velatorio de su hijo. Dice que lo perdió a causa de los golpes de su esposo. Él había descubierto que ella le era infiel.
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Una mujer con cinco meses de embarazo fuma marihuana en uno de los patios de las residencias. Barrio Triste es uno de los expendios de drogas más conocidos en Medellín.
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E
rnesto Franco, El mocho, maneja su cuerpo
con una naturalidad que incomoda: su modo
de señalar una dirección, de amarrarse los
cordones, de sacar la billetera, de contar las monedas, de
tomar cerveza, de quitarse la gorra, de saludarte con la
mano que le falta. Cuesta trabajo mirarlo a los ojos. Vive
en Barrio Triste desde los cinco años cuando llegó con
su mamá, un puñado de hermanos y el cuerpo completo.
Pero aquí perdió casi todo: seis amigos, dos hermanos,
dos brazos, una pierna. Tenía diez años cuando un
accidente en tren dejó a Ernesto Franco con tres
muñones. Había pensado en ser mecánico, como casi
todos los que llegan al barrio. Se convirtió en el vigilante
de la puerta de Las Cuevas, una residencia familiar que
en los noventa fue uno de los lugares más peligrosos
de Medellín, un edificio de dos pisos donde, cuenta
Franco, cada semana se encontraba gente descuartizada,
orgías de pordioseras y carretilleros, niños llorando por
comida, viejos desamparados. Cuando al gobierno se le
salió de las manos, tumbó Las Cuevas para convertirlas
en un parqueadero donde hoy trabaja el manco. Aún
recuerda los contra y seña que servían para alertar a
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los jíbaros por dónde venía la Policía: María San Juan,
María en contravía, María por la bomba. «Y cuando eso
sucedía —dice— a uno le tocaba soltar la merca y quedarse
quietico». Fueron los días en los que cada mañana le juraba al
Sagrado Corazón que sería el último. Hoy no le gusta jurar.
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Está conforme con su esposa y con mostrarle a los clientes
del parqueadero cómo un manco ensarta un hilo en una
aguja. Dice que es su máxima prueba de supervivencia.
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En Barrio Triste celebran las fiestas dicembrinas. Los vecinos comparten la carne de un cerdo para la buena fortuna en el año nuevo.
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ulia Cardona, la mona, llegaba a Barrio Triste de trabajar en el Comando Militar
donde lavaba los uniformes. Abandonó a los policías, según ella, por miserables.
Hoy los mecánicos le dan uno o dos dólares por cada overol según el grosor de
la tela. Pero La mona no duerme en Barrio Triste. Vive con otros diez, entre hijas y
nietos, en una casucha en las laderas de la ciudad, donde no le lava la ropa a nadie.
Su popularidad está entre neumáticos y pernos. Todos los días, salvo el domingo,
llega a las seis de la mañana y se acerca a las puertas de los talleres para entregar los
overoles limpios. Luego espera a que los mecánicos le entreguen el sucio. Al final
de día, Julia Cardona completa dos canecas con cincuenta kilos de ropa engrasada
cada una. Regresa a su casa a las diez de la noche y antes de dormir echa toda la
ropa en un balde con agua y detergente. Duerme cinco horas y se levanta a cepillar
uno a uno los uniformes. Cuando aclara el día, los extiende en el patio y regresa a
Barrio Triste para hacer su marcha. No se queja por nada. No recuerda la última vez
que fue al médico. La mona sabe que no tiene competencia. No sólo es la lavadora
favorita. Es la culpable de que Barrio Triste a veces parezca un cuadro escolar.
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Una familia desplazada de su territorio en el noroeste de Colombia llega a Barrio Triste. La madre trata de organizar a sus ocho parientes en una sola habitación.
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Algunos mecánicos acostumbran jugar partidas de parqués en sus descansos
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A
ntes de las seis de la tarde, Rojas ingresa a su alcoba en forma de ataúd. Enciende la
radio y sintoniza la emisora de los boleros. Se encoge hasta quedar acostado en el piso
y piensa en cosas que no dice pero que un portarretrato encima de su cabeza delata. Es
el único objeto que conserva de la vida familiar, de los días en los que el bazuco y la marihuana
eran esporádicos. Los hijos de Rojas, que cada tanto lo visitaban y lo invitaban a volver a su casa,
se rindieron al quinto año de insistirle. Lo que comenzó como una rutina después de la jornada
de mecánico, se convirtió en el motor de su trabajo. De los años en pareja aún conserva ciertas
manías domésticas como doblar con simetría las camisetas, los pantalones, la cobija y lustrar los
zapatos todas las mañanas. El closet es una caja de madera en una alcoba que nadie se atreve a
robar. Algunos vecinos de Barrio Triste duermen en las calles, pero Rojas tal vez sea el único que
por las mañanas no tiene que recoger su casa antes de salir a trabajar.
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Niños jugando en el corredor de un edificio donde viven familias desplazadas por la violencia.
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Alquilar una habitación en Barrio Triste cuesta cuatro dólares la noche.