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ENTRAR EN RAZÓN
CUESTIONES DE ÉTICA Y POLÍTICA
JOSÉ BADA
ZARAGOZA, 6 DE DICIEMBRE DE 2015
EN EL PRINCIPIO FUE
PERO.....
HOY ES EL DÍA
Y lo que sigue, amigos, letra pequeña. Hojas recogidas en otoño, artículos publicados en papel
que el viento se llevó y hoy, a mi edad, mando a las nubes para aliviarme y hacer sitio a los
amigos. Con un abrazo. Pepe, el autor.
21.9.1982
ENTRAR EN RAZÓN
En el Foro sobre el Hecho Religioso que acaba de celebrarse en Madrid con la participación
de un centenar de intelectuales, profesores y políticos, de todas las tribus y los pueblos de España,
se ha estudiado el problema de una ética civil o pública en un estado aconfesional. Hay que decir
que en este país y para un foro de estas características, difícilmente podía elegirse otro tema de
mayor urgencia y actualidad. El número de asistentes y de ponencias presentadas, superior al de
años pasados, ha venido a confirmar el acierto de esa elección. Incluso podría decirse que el
desarrollo de los debates en el pleno y de los trabajos en los diferentes grupos, más deslavazado y
menos satisfactorio desde un punto de vista metodológico que en otras ocasiones, se ha debido en
parte al interés despertado por dicho tema.
Pero el interés manifestado, como era de presumir, tenía que correr en este caso a la par con
la complejidad del problema. En efecto, apenas planteada la cuestión ya se discutía su
planteamiento. Aparecían serias dificultades para llegar entre todos, si no a la respuesta definitiva,
por lo menos a una vía de acceso para avanzar juntos en la mejor dirección. Se veía la necesidad de
llegar a una ética razonable y razonada, de contenidos universalizables, laica, objetiva,
verdaderamente pública y civil. Pero, asimismo, que esa ética, condición de posibilidad del
pluralismo y base para una convivencia civilizada, no debería conducir a la homologación y a la
nivelación a la baja de opciones y conductas, porque esto lleva siempre inexorablemente a la
ordinariez y al aburrimiento moral en la sociedad.
En este contexto, la ponencia de J.A. González Casanova tenía la virtud de situar el
problema de la ética pública en sus justos límites históricos. Mientras que la de Marciano Vidal
proporcionaba, a mi entender, la definición de los términos y un lenguaje común que permitía
discutirlo entre todos razonablemente. El primero, en un fino análisis histórico, explicaba muy bien
cómo y por qué “la tradición más constante en la ética pública española es, paradójicamente, el
carácter privado de la misma”, y nos enfrentaba con el vacío y con el reto de llenarlo, quizá, a partir
del consenso logrado en la Constitución vigente, entendida no sólo como ley de leyes sino como el
«mínimo ético» en el que convergen las diversas opciones morales existentes en la sociedad y, por
tanto, como la cota más abajo de la cual no es posible realizar ningún proyecto válido de
convivencia. Se nos invitaba así a entrar en razón o a ponernos en razón, pero soslayaban uno y otro
el problema de la fundamentación de la ética en general.
Posiblemente hubiera sido más provechoso que, en vez de hurgar y socavar en los
fundamentos trascendentales, se hubiera aceptado la invitación de los ponentes a entrar en el terreno
de la razón histórica y a usar en adelante el lenguaje ordinario y democrático. Pero esto es muy
difícil no sólo en la república de las letras, sino también, y ese es el problema, en la república de los
hombres. Aún así, hay que reconocer que las incursiones filosóficas, teológicas y aun mitológicas
que se produjeron, consiguieron poner al descubierto, por si hacía falta, los límites de la razón
ilustrada o de la modernidad y, en consecuencia, las deficiencias de una ética civil burguesa. Y esto
permitía adivinar, por otra parte, que «hay otras razones que la razón no conoce», y que es justo y
razonable dar expresión a lo irracional en un lenguaje festivo, o evangélico, o testimonial, siempre y
cuando esta expresión no se imponga como lenguaje ordinario y norma universal de conducta para
los no creyentes.
Volviendo a la ponencia de González Casanova, habría que destacar el hecho comprobado
históricamente de que en España no hemos pasado por la modernidad, y que el retraso en la
construcción de un Estado moderno (y no la desconfesionalización del Estado) es la causa de la
carencia que padecemos de una ética pública. La única moral sociológicamente relevante en este
país ha sido durante siglos la moral católica. Una moral fundada en la religión, preocupada por los
deberes para con Dios, para con uno mismo y para con el prójimo, pero con muy escasa sensibilidad
en lo que respecta a la vida pública y a las responsabilidades frente a la comunidad democrática.
Cuando esta moral espiritualista e individualista, orientada más a la salvación del alma que a la
salud pública, ha sido ejercida por el príncipe o por el caudillo, ha fungido, indebidamente, como
ética pública. Pero una ética privada que funge como ética pública no es más que la ética de los
privados, de los validos, del fulanismo y de las clientelas, en la que el bien común, el interés público
y la razón de Estado son referencias éticas que tienen por objeto el comportamiento de un autócrata
que dará cuentas a Dios, y en todo caso a la Historia, pero en modo alguno a los ciudadanos.
Si cambiamos de tercio, y de una visión histórica del problema, o diacrónica, nos acercamos
a una visión sincrónica o, mejor, sociológica del mismo, tendremos que recurrir posiblemente, si
queremos denunciar la causa de nuestras desdichas, al análisis de Max Weber y en concreto a la
distinción que señala entre lo privado y lo público como rasgo característico de una sociedad
moderna tal cual suponemos en los medios urbanos. Para Max Weber la ciudad no es un pueblo
grande o una población muy numerosa, sino que se define por su forma de vida o por el tipo de
relaciones que prevalecen entre sus habitantes y que él compara con las mercantiles. En un mercado
la gente se reúne con la única finalidad de comprar y vender. Lo que hay en el mercado -además de
mercancías- son compradores y vendedores, y como tales se aceptan los unos a los otros. La
racionalidad del mercado declara inconveniente cualquier tipo de relaciones que no sean objetivas;
en un mercado serio, de verdad, no se hacen precios de amigo y nadie cuenta en él sus problemas
personales, porque esto no interesa. Este tipo de relaciones, característico según Max Weber de la
vida pública, es el que prevalece en el medio urbano. No es que en la gran ciudad no haya vida
privada, todo lo contrario, la ciudad hace libres y permite proteger mejor la intimidad y elegir a los
amigos con los que compartir lo más personal. Lo que sucede es que en la ciudad, a diferencia de lo
que pasa en los pueblos, se distingue claramente entre lo público y lo privado. Lo pueblerino, frente
a lo urbano y moderno, consiste en la confusión de lo uno y de lo otro y en el predominio de una
esfera en la que lo privado se publica y lo público se privatiza inevitablemente. El alcalde, por
ejemplo, no deja de ser para sus vecinos el hijo de la tía María, cuyos defectos, vida y milagros se
conocen y se tienen en cuenta.
El medio urbano y moderno está aún escasamente extendido en España. Si nos fijamos en el
tipo de relaciones que se mantienen a menudo y en la confusión que observamos a veces entre lo
privado y lo público, puede parecernos que grandes ciudades como Zaragoza, por ejemplo, no son
más que pueblos grandes. Vemos con frecuencia que los problemas públicos, políticos o
administrativos, se enfocan desde un punto de vista privado o subjetivo y que lo personal enrarece
y corrompe incluso las relaciones objetivas, vaciándolas de todo sentido objetivo. Los hábitos de
una población rural no arraigan en una gran ciudad, pero se hacen valer en ella por algún tiempo
cuando quienes la habitan proceden mayormente de los pueblos por aluvión.
La carencia de una ética civil y pública, fundada en la razón, se
explicaría así por la carencia de relaciones públicas y objetivas, sin acepción de personas, como son
las relaciones típicamente mercantiles y , en definitiva, por una falta de modernización. Bajo tales
supuestos, para abordar los más graves asuntos que conciernen a todos los ciudadanos, se echaría
mano de una ética de privados y de fidelidades personales o de otra particular en cualquier caso.
8.10.1982
EN EL PRINCIPIO ERA LA PREGUNTA
Hay preguntas que inauguran el comienzo de una nueva época, no sólo en la historia del
conocimiento, sino también en la historia de los cambios sociales y políticos. Así, por ejemplo, la
pregunta del Abate Sieyès: «¿Qué es el tercer estado?» Pero las preguntas revolucionarias, que
introducen cambios cualitativos en la historia, son muy pocas. La gran mayoría son preguntas que
podríamos llamar «reformistas»; esto es, plantadas/planteadas dentro de un sistema establecido y no
sobre el sistema. Hay también preguntas retóricas que no merecen el nombre de tales, pues en ellas
se pregunta por preguntar.
Lo característico de una verdadera pregunta es que nos lleva a otra, como una semilla a otra
semilla; porque toda respuesta envuelve, como el fruto, a otra pregunta. Por eso, el que se atreve a
preguntar de verdad no acabaría nunca. No podemos extrañarnos, en consecuencia, que todos los
regímenes autoritarios aborrezcan la pregunta, no así el interrogatorio que es otra cosa. En efecto,
los regímenes autoritarios someten la pregunta a riguroso control para que no se produzca el
«despadre»: los súbditos, como los niños, «no hacen preguntas». A los súbditos y a los niños se les
dan hechas las preguntas, con el único objeto de que encajen las respuestas que deben encajar,
siempre de acuerdo con la lógica del sistema. La enseñanza autoritaria corresponde fielmente, como
perro guardián, al estado autoritario.
Por el contrario, una sociedad pluralista que se precie y un estado democrático toleran y
fomentan toda clase de preguntas. En una democracia se puede y se debe interpelar al gobierno, se
puede y se debe pedir explicaciones a los responsables, se puede y se debe hacer preguntas a los
maestros... Como se puede y se debe escuchar a las minorías, a los disidentes, a los autodidactas y a
los analfabetos. Profundizar en la democracia significa, a mi entender, crear un clima propicio a las
preguntas más sorprendentes, lo que implica abrirse el cambio sin temores y confiadamente. Al
cambio y al diálogo. Cuando a un catálogo de preguntas permitidas hay que responder con un
repertorio de respuestas dadas, cuando ya no es licito hacer preguntas impertinentes o no pertinentes
al sistema de preguntas y respuestas al uso, la cultura se detiene y la educación es imposible.
Aquélla se convierte en un disco rayado o en un circulo mágico del que es muy difícil salir, y ésta
no es más que domesticación.
Los verdaderos educadores han ejercido siempre el arte de Sócrates, el hijo de la comadrona
Fenareta. Han estimulado como él toda clase de preguntas, cultivando el diálogo y ayudando a dar a
luz todo lo que las preguntas entrañan. Pero los padres de la patria, retóricas y sofistas, lo acusaron
de corromper a la juventud, y lo condenaron a beber la cicuta. Sin embargo, desde entonces,
posiblemente no hay una metáfora más luminosa de lo que es la verdadera educación que la
mayéutica, esto es, el arte de ayudar a dar a luz. Y por eso recordamos a Sócrates, mientras que a los
sofistas se les recuerda, entre otras cosas, por haber sido los primeros en cobrar a cambio de sus
lecciones.
Las preguntas son como las semillas. No hace mucho recuerdo haber escuchado una
inteligente observación de N.N. sobre la importancia de las reservas genéticas para el progreso de
la humanidad, de mucha mayor importancia –decía mi amigo- que las reservas petrolíferas, y
comentaba que algunas gramináceas que hace algunos años nos pudieron parecer inservibles
hierbajos han contribuido a incrementar la producción del trigo y a disminuir el hambre en el
mundo, y daba otros ejemplos semejantes, para concluir que la variedad es fecunda y que no hay
nada despreciable en la naturaleza. La selección de semillas y su manipulación genética para
obtener otras variedades, debe hacerse de manera que no repercuta negativamente en la reducción
de esa variedad. Todo el potencial genético de la naturaleza debe ser protegido, porque nada es
superfluo para una economía que por definición administra la escasez.
Lo mismo cabe decir de las preguntas. Seleccionarlas y someterlas a control hasta el
extremo de eliminar o silenciar las que no interesan a la cultura dominante es un peligro grave para
las personas y para la sociedad en su conjunto. La programación y la homologación de la enseñanza
y de la cultura, tal y como se practica en la escuela (sobre todo en la escuela con «ideario»), pero
también en los medios de comunicación, en la investigación aplicada y dirigida por la industria y , a
fin de cuentas, muchas veces por la industria de la guerra , puede ser incluso más peligrosa y de
peores consecuencias que la falta de escolarización. No podemos olvidar que hay un «darwinismo
cultural> que extrapola y pervierte las leyes de la naturaleza, o de la selección de las especies, y
constituye el reducto ideológico de todas las dictaduras y totalitarismos. Una política cultural y una
política educativa sólo pueden entenderse como mayéutica, como el arte de ayudar a dar a luz lo
que se concibe sin arte ni parte de una cultura dominante. Por tanto, no puede programarse a partir
de respuestas dadas, sino a partir de las preguntas vivas que surgen en la vida de los ciudadanos.
21.9. 1982
LA ENSEÑANZA DE LA ÉTICA
Por estas fechas los alumnos que accedan al primer curso de Bachillerato o de Formación
Profesional y que no opten por la enseñanza de la Religión y Moral Católica, deberán inscribirse en
los cursos de Ética. No obstante, si el número de alumnos inscritos del mismo curso y centro no
llegaran a veinte, en dicho centro y curso no se impartirá la enseñanza de la Etica, por lo que esos
alumnos «serán declarados exentos” de dicha asignatura. Es lo que dice la Orden del Ministerio de
Educación «sobre la enseñanza de la Religión y Moral Católica en Bachillerato y Formación
Profesional» (16-7-1980), que fue publicada en el Boletín Oficial del Estado acompañada del
correspondiente «anexo que se cita» respecto a la enseñanza de la Etica. La normativa en cuestión
adolece, a nuestro juicio, de una filosofía que subyace también en otras semejantes y que tienen que
ver de algún modo con la Iglesia Católica expresamente nombrada en la Constitución. Tal es el caso
de la normativa sobre el divorcio civil, con todas sus cautelas, y tal parece ser que suceda con el
llamado «impuesto religioso» que ha de llegar sin duda si Dios no lo remedia. Esta filosofía
consiste en el prejuicio de que en un país como el nuestro, «tradicionalmente católico», y «reserva
de los valores cristianos de Occidente”, no deben darse facilidades a los que no creen y ha de
evitarse que los agnósticos, los ateos y los que no quieren ser católicos, apostólicos y romanos,
saquen ventaja alguna del ejercicio de la libertad de conciencia. Por tanto, el que no opte por la
enseñanza confesional de la Religión y Moral Católica deberá estudiar Ética, y el que no esté
dispuesto a contribuir con el «impuesto religioso» a mantener la Iglesia no ha de gozar por ello de
ventaja ni desgravación fiscal.
Ética no confesional
En esta filosofía, que es ideología en el sentido más estricto, aparecen los ribetes de una
intransigencia y de una intolerancia residual típica del nacional-catolicismo en la nueva situación.
Pero esto no beneficia a nadie, ni siquiera a la Iglesia cuando se entiende como una comunidad de
creyentes, porque la fe -dice esa Iglesia- es libre y no puede imponerse, de modo que la menor
sombra de intolerancia repercute sobre ella misma y hace increíble su mensaje. Pero menos que a
nadie beneficia a los demócratas en su empeño de ampliar y profundizar la democracia. Sin
pretenderlo nos hemos metido en una canción que no queríamos entonar el este artículo, pero que
ha sido inevitable. Ya que hemos comenzado, conviene advertir quizás que esa «canción de la
tolerancia que nos falta» deben escucharla igualmente los laicistas y los anticlericales viscerales y
decimonónicos, que no los que defienden una verdadera laicidad. Me refiero a todos aquellos que,
entre otras cosas, propugnan que se suprima sin contemplaciones todo tipo de enseñanza de la
Religión en la escuela pública y subvencionada. Porque lo razonable y democrático en una política
educativa verdaderamente laica, y no sectaria, sería que tanto la Religión como la Etica figuraran en
los programas como asignaturas normales, es decir, ordinarias y obligatorias (si es que todavía
tenemos que usar este lenguaje equívoco y decir «obligatoria», cuando la enseñanza es para el
alumno, ante todo, un derecho y para el Estado un deber de satisfacerlo). Evidentemente no
postulamos la enseñanza obligatoria del catecismo en la escuela y, menos aún, en paridad con la
Ética. Defendemos la enseñanza crítica y no confesional de la Religión, o de la cultura religiosa, lo
mismo que de la Ética. Esto acabaría con muchos errores y desafueros. Pero supone la voluntad
política de realizarlo y una alta estima por la Ética que no vemos, hoy por hoy, en ninguna parte.
Por eso se ha llegado a una componenda: la Religión será en adelante materia optativa -¡ pues no
faltaría más!- ,pero se introducirá la Ética como un sucedáneo obligatorio para los disidentes. Eso es
lo que se desprende, sin duda, de la Orden Ministerial, y lo que está sucediendo de hecho en
muchos colegios. Ahora bien, si alguna asignatura está en su lugar dentro de la escuela pública y
democrática es precisamente aquella que prepara y educa para la democracia. Y esa asignatura es la
Ética civil. La llamamos así (aunque bien podría llamarse «humana» o «racional», no para
distinguirla frente a otra eclesiástica o militar, pongo por caso, sino para destacar que se trata de la
común o general de todos los ciudadanos, porque comprende aquel mínimo ético sin el que la
democracia resulta imposible. Fundada en la razón y, en cierto modo, consensuada por todos los que
entran en razón, la Etica civil es el fundamento de la democracia. Es la Etica en la que podemos
entendernos todos y para entendernos todos los ciudadanos, aunque no todos la vivamos desde unas
mismas opciones o creencias. Es el mínimo ético que puede y debe ser asumido por todas las
iglesias que disfrutan de libertad religiosa y por todas las ideologías que disfrutan de libertad de
expresión y propaganda.
Ética civil
La crisis que padecemos es una crisis moral, y no sólo una crisis económica, pues es una
crisis de civilización. Nada hay tan urgente como un rearme moral si no queremos armarnos los
unos contra los otros para la guerra, el terrorismo y la violencia de toda calaña. Como ya pensaba
Montesquieu, las mejores leyes no sirven de nada sin las buenas costumbres. Si no queremos
padecer el fatal destino de los trogloditas, necesitaremos elevar entre todos el nivel ético de la
sociedad. Es así como se consolida, se amplía y se profundiza un régimen de libertades. Una buena
Constitución no es suficiente. Vivimos en una sociedad pluralista. Esto quiere decir que en ella hay
pluralidad de ideologías, de poderes y de intereses. Pero el pluralismo es algo más que una
constatación empírica. Es un concepto moral. La simple existencia de aquella pluralidad podría
encubrir aún una muchedumbre de totalitarismos contrapuestos y enfrentados hasta la eliminación
de todos menos uno. El pluralismo como concepto y como praxis moral es lo que hemos llamado
Ética civil, algo que debe ser enseñado y en lo que todos debemos educarnos constantemente.
También en el Parlamento, en la Administración 1ocal,en la. calle y por supuesto en la escuela.
Dividir a los alumnos en dos grupos: los que estudian Religión y Moral Católica impartida como
enseñanza confesional, y los que estudian Ética por otra parte, es educar para el enfrentamiento y no
para la convivencia. Confrontada con la enseñanza confesional de la Religión, la enseñanza de la
Ética puede «confesionalizarse»; es decir, corre el riesgo de convertirse en una máscara de la moral
católica de siempre o de radicalizarse en forma laicista. Con lo que devendría en una ética
particular, sectaria e incivilizada. Dispensar del estudió de la Ética a los que optan por la Religión o
a los que, por deficiencia de los centros, no pueden cursar esa asignatura, mas que una dispensa de
una obligación es la privación de un derecho: el derecho a ser educados en libertad y para la
libertad, para el ejercicio de la libertad en el marco de una sociedad pluralista y democrática.
11.11.1982
ELOGIO DE LA PACIENCIA
Después de la movida de la campaña electoral hemos pasado, sin pausa, a la movida de la
visita de Juan Pablo II. Y a mí me parece que ahora necesitamos sosiego. No sólo eso, claro está,
pero repito que necesitamos sosiego. Primero para reflexionar, para volver sobre los
acontecimientos y para tomar impulso con la cabeza bien sentada. Recuerdo que, cuando era un
niño, los mayores nos preguntaban si queríamos ver al Papa y, de pronto, sin esperar la respuesta,
nos cogían por la cabeza apretándola con las dos manos y nos alzaban en vilo. Decían que eso era
“ver al Papa”, y nos quedábamos, sin comprender , con las orejas enrojecidas. También ahora nos
han hecho ver al Papa, a todos o a casi todos, a los que estaban ilusionados por verlo y a los que no
querían verlo, y esta vez de verdad, porque se supone que «el Papa es para verlo». Y así los adictos
lo han visto, ¡oh felices!, en carne mortal y los otros, los más sufridos, aguantando los programas de
la televisión.
Hemos visto al Papa caminar sobre las aguas tumultuosas del sentimiento de las masas..., y
al parecer no se hundía. Pero no estamos ya tan seguros de haberlo escuchado, ni siquiera de que lo
hayan escuchado aquellos que salieron a la calle y a las plazas y se subieron a las azoteas o a los
árboles para verlo. Porque apenas comenzaba a hablar, la concurrencia, curiosa y fascinada, le
interrumpía y le chupaba el silencio con sus gritos y aclamaciones: «Totus tuus» (éstos eran los
hijos de la Obra, los más fascinados y seducidos), «¡Juan Pablo, segundo, te quiere todo el
mundo!», «¡que viiiva el Papa!».
No alcanzo a comprender para qué quiere la gente a un Papa al que no se le deja hablar,
menos aún para qué le hace falta un Papa dormido y por qué se discute tanto si ha de dormir en
Barcelona o en Madrid (en Zaragoza querían mantenerlo despierto toda la noche con una
tamborrada, lo que algunos parecerá más razonable). Quizá, como he dicho antes, se supone que un
Papa es para verlo y lo que importa es su presencia y su figura, el pasto de los ojos, el espectáculo.
Su visita sería entonces como una epifanía, como la manifestación de los reyes cuando se dejaban
ver del pueblo. Pues bien, ya hemos visto al Papa, y lo más probable ahora es aquello de «si te he
visto no me acuerdo». A otra cosa.
La otra cosa en este país ha sido la campaña electoral y las elecciones generales. En la
campaña ha habido de todo, también grandes concentraciones y entusiasmo, quizá más contenido
que en otras ocasiones, y el consabido grito tan socorrido que es una invención comunista según
creo: «¡Se nota, se siente, Fulano está presente!» (Fulano puede ser Carrillo, Landelino, Felipe..., y
el Sursumcorda). Pero en este caso la gente ha ido a escuchar, a coger la palabra para que no se
escape o vuele por los aires. Partidarios y adversarios les recordarán la palabra a los líderes y, en
especial, a los que se han ganado la confianza de los electores y van a ocuparse del gobierno.
Por otra parte, en la liturgia de las urnas se han obtenido resultados. La primera maravilla:
contra el desencanto y el golpismo, ha sido que han participado el ochenta por ciento de los
electores censados. La segunda: por el cambio, ha sido que el cuarenta y seis por ciento han votado
a la Rosa. ¿Quién lo iba a decir? Lo habían dicho las encuestas, pero con todo ha sido una sorpresa
y casi no acabamos de creer lo que ha sucedido. ¿Lo hemos soñado?
No es nada fácil distinguir entre el sueño y la vigilia, ni siquiera está claro qué debemos
entender por «sueño» si es verdad que también «soñamos despiertos». Más aún, hay sueños que no
nos dejan dormir. En este sentido Ernst Bloch distingue entre los “sueños de la noche” y los “sueños
del día”; y añade que hay también sueños colectivos como los mitos, que son sueños de la noche, o
como las utopías que son para la Humanidad los sueños del día. Los mitos se refieren al pasado, a
los orígenes primordiales y deben ser interpretados. Las utopías, en cambio, se refieren a lo que está
por ver y por venir, y deben ser realizadas. Un programa político para el cambio no es una utopía y,
sin embargo, tiene bastante de utópico. Porque es un compromiso de la utopía con la realidad, un
camino real hacia lo que todavía no existe en ningún lugar. Sin ese compromiso ya no sería un
programa político para el cambio sino un programa político para que nada cambie. El radicalismo
utópico que no quiere negociar, que no transige, que mantiene pura su utopía a toda costa y se niega
a pagar el precio de su verificación, se muestra impotente para transformar un estado de cosas. Los
que dicen: «¡Lo queremos todo, y lo queremos hoy!», se quedan sin nada. Ese radicalismo no es
hijo de la esperanza sino de la desesperación, engendra la frustración y conduce a la violencia.
Estamos convencidos de que el programa socialista, por lo que tiene de utópico y por lo que
tiene de realista, ha conseguido poner al pueblo en estado de esperanza, y confiamos que este
pueblo no rechace ahora los dolores de parto. Porque ha llegado el tiempo de parir. Todos: los que
han prometido y los que se han comprometido con su voto. Para que las palabras no se queden en
palabras, para que se consigan esos ochocientos mil puestos de trabajo, esa reforma de la
Administración, esa educación para todos, esa profundización en la democracia..., y para ello
necesitamos algo más que entusiasmo. Porque necesitamos que la esperanza se ponga a trabajar.
Porque necesitamos paciencia. ¿Qué otra cosa es la paciencia que la esperanza en traje de faena, con
las manos en la masa, venciendo la resistencia de la materia con habilidad, poco a poco, haciendo
bien su trabajo, sin precipitación y sin descanso? La paciencia no es resignación, no es estar con los
brazos cruzados a verlas venir o a ver lo que pasa, o a ver lo que hace ahora Felipe. Porque aquí no
hay nada que ver y mucho que hacer. Porque el futuro es un empeño colectivo.
Paciencia, una virtud denigrada que bien merece un elogio. ¿Seremos capaces de esa
paciencia? ¿Será la esperanza concebida una falsa alarma, un engendro, una parida? Los sueños que
soñamos, ¿son sueños del día o de la noche? Si la vida pública nos interesa sólo como espectáculo,
si salimos a la calle sólo para ver , si seguimos dormidos y enajenados por los viejos o los nuevos
mitos, no tenemos remedio y las cosas irán de mal en peor en este país. Pero si participamos todos
responsablemente, también con la crítica leal de la oposición al Gobierno cuando sea necesario, este
pueblo dará a luz, no sin dolor, a una nueva sociedad. Entusiasmo no nos falta, pero nos hace falta
algo más.
30.11. 1982
LA PAZ, UNA CUESTIÓN DE CONFIANZA
Se cuenta de un padre que puso a su hijo pequeño sobre una mesa y, extendiendo hacia él
sus brazos, le dijo: «Ven aquí, hijo mío». Pero cuando éste se decidió y saltó de la mesa, el padre
apartó de pronto los brazos y el hijo cayó estrepitosamente al suelo. Entonces el padre sentenció:
«Hijo mío, no te fíes nunca de nadie, aunque sea tu padre».
Si queremos educar a nuestros hijos para la guerra, y no para la paz, ésta es una gran lección,
y el método inmejorable. Los niños inocentes, incapaces de hacer daño a nadie, los pobrecitos, al
perder la confianza, perderán también su inocencia y «aprenderán lo que es bueno». En adelante
sabrán ya el terreno que pisan, y verán en cada hombre a un potencial enemigo. Porque «el hombre
–pensarán- es un lobo para el hombre», y «el que está prevenido vale por dos», y «el que da primero
da dos veces», y otras cosas de gran utilidad para andar por el mundo.
Se ha supuesto que esta desconfianza y la hostilidad que genera se halla en los orígenes de la
sociedad civil. Se ha escrito que los hombres, antes de convertirse en ciudadanos, vivían como
individuos aislados en estado de naturaleza, cada cual con su derecho y con su fuerza para
defenderlo, más tarde con su propiedad, y que se aplicaban los unos a los otros la ley del talión.
Pero un día llegaron al convencimiento de que nadie podía ser tan fuerte como para poner a salvo, a
la larga, sus intereses y su propia vida frente a los demás. De modo que decidieron hacer un pacto
para vivir dentro de un orden, se sometieron a un poder común, fundaron un Estado e inventaron la
policía. Pero de vez en cuando se preguntaban: «¿Quién custodia a los que nos custodian?». Y no
hallaban entre todos respuesta convincente.
No obstante, los más sabios propusieron dividir el poder, y dijeron: «Que unos sean los que
hagan las leyes, otros los que nos gobiernen, y otros los que nos juzguen>. Y la mayoría
comprendió que éste era el menor de los males posibles. Los ciudadanos confiaron que podían vivir
seguros dentro de unos límites razonables y, excepto algunos pocos, no quisieron volver al estado
de naturaleza. Pero no todos, ni mucho menos, alcanzaron a ver que la confianza era la base del
pacto que habían hecho , de la seguridad o de la paz civil que disfrutaban, aunque eso sí, siempre
dentro de unos límites razonables y de las leyes que se habían dado. Por eso unos confiaban más y
otros menos, los unos eran como palomas y los otros como halcones. Estos tuvieron siempre más
intereses que defender y, como era natural, exigieron cada vez más cautelas, más protección para
sus bienes, más policía. Y la policía era cada vez más necesaria a medida que aumentaban los
bienes y la desconfianza de los halcones. Las palomas, para quitarles el miedo, quisieron
profundizar en la confianza mutua y convertirla en solidaridad. Pero a esto no se llegó nuca.
Les quedaba otro problema, y se decían los unos a los otros: «¿Cómo vamos a defendernos
de los que no han entrado en el pacto, de los que no son de los nuestros?» Y las palomas -que eran
sencillos como palomas- dijeron: «Muy sencillo: hagamos un pacto con todo el mundo, ampliemos
1a confianza, y así podremos volar libremente por todas partes». Pero los halcones -que eran astutos
como serpientes y muy escurridizos- contestaron: «¡Cá! ¡Nada de eso! Lo que hay que hacer aquí es
una muralla». (Y es que los halcones, cuya confianza no alcanzaba ni para fiarse de su padre,
siempre habían pensado en su interior que lo del pacto no había sido otra cosa que un invento para
poner a salvo sus intereses individuales y , por lo de más, un sistema defensivo muy rudimentario
que era preciso perfeccionar introduciendo nuevas técnicas contra los otros). Y puesto que no había
suficiente confianza, pues no se conocía a los otros y vete a saber cuáles eran sus intenciones, se
construyó la muralla.
Los halcones reconocieron en la muralla el símbolo de la comunidad (que hacían derivar del
latín cummunio, que significa construir juntos una muralla, y del mismo verbo sacaban la
municíón). Pero las palomas, que derivaban la comunidad de otras raíces y afirmaban que venía de
comunión, reconocieron el símbolo de lo que habían creado en la plaza y se esforzaban en vano por
ampliar cada vez más el espacio público. Los halcones se sentían orgullosos, cada vez más
orgullosos, pues habían tomado posiciones en la muralla y su posición era cada vez más alta a
medida que subía la muralla, hasta el extremo que, desde su soberbia, las palomas de la plaza les
parecían moscas despreciables. Las palomas, en cambio, sintieron angustia, cada vez más angustia,
porque la plaza resultaba cada vez más angosta conforme la muralla seguía subiendo.
Las palomas, siempre tan inocentes, no comprendían tamaño despropósito, hasta que un día se
dieron cuenta de que los bienes de los halcones aumentaban a medida que subía la muralla y en
proporción directa con su desconfianza. Pero entonces ya era demasiado tarde. La muralla había
crecido hasta llegar al cielo y era una tremenda amenaza para todos, para los de dentro y para los de
fuera.
También los otros, los que no eran “de los nuestros” pero eran igualmente «muy suyos» y no
querían ser menos, construyeron su propia muralla. De manera que unos y otros se miraban de
reojo, apenas los unos ponían acá una piedra los otros ponían dos acullá. Si por un casual las dos
murallas tenían la misma altura, unos y otros hablaban de «coexistencia pacífica», e incluso de «paz
internacional». Si la una dominaba sobre la otra, los más fuertes hablaban de «pacificación”. Pero
como las murallas seguían subiendo más y más, por falta de confianza, un día se precipitaron sobre
unos y otros ante una falsa alarma. Los halcones dijeron: «Ha sido un fallo técnico». Y las palomas:
«Ha sido un fallo humano». Pero la ruina vino sobre los halcones y sobre las palomas de uno y otro
lado.
Moraleja
La relación Yo-Tú (Nosotros-Vosotros) es como una encrucijada. A partir de ahí se puede
llegar a la fraternidad o al fratricidio. Se llega a la fraternidad cuando esta relación , con todos sus
conflictos y diferencias, se resuelve y se salva en la relación Yo y Tú (Nosotros y Vosotros), en un
Nosotros universal en el que a nadie se excluye. Pero para que esto sea posible hace falta confianza,
una confianza que vaya siempre un poco más allá de los límites razonables. De lo contrarío se llega
al fratricidio: la relación Yo-Tú se pervierte en oposición irreconciliable, para ser Yo o Tú, y a fin de
cuentas, ni Tú ni Yo. Porque todo fratricidio es un suicidio colectivo. Los que no quieren vivir
unidos y solidariamente hasta que la muerte los separe, se atacan unos a otros hasta que la muerte
los una. También el fratricidio supone una desconfianza que vaya más allá de los límites
razonables. De modo que más acá del fratricidio y de la fraternidad, todo es camino. O caminos,
porque en uno se exceden los límites de la confianza razonable hasta el amor y en el otro los límites
de la desconfianza razonable hasta llegar al odio. El amor en grado sumo ya no es de este mundo, el
odio en grado sumo acaba con él.
30.12.1982
ÉTICA Y ESTÉTICA
Una cosa es el dolor de muelas y otra muy distinta, quién lo duda, el recuerdo de un dolor de
muelas. Porque en el recuerdo no nos duelen las muelas. Bien es verdad que hay recuerdos
molestos, desagradables y penosos, y que por esa razón preferimos a veces olvidar. No obstante, no
es lo mismo el sufrimiento que nos causa un recuerdo que el sufrimiento realmente pasado y que
después podemos recordar . Consideraciones como éstas me venían a la mente a raíz del estreno en
Zaragoza de la obra La luz del túnel, adaptación teatral de la novela autobiográfica de Roque
Dalton. Pensaba, en efecto, que el tremendo sufrimiento del pueblo salvadoreño, que ahora mismito
está pariendo con dolor su liberación, dista mucho de la experiencia teatral y de la emoción que
pudo sentir el público zaragozano en la representación de esa obra. Unir cosas tan distintas y tan
distantes como el teatro y la vida, intentar comprometer a un público acomodado en sus butacas en
la tragedia que otros están padeciendo, para cambiar su actitud estética -pues van a ver- por una
actitud ética preocupada por lo que deben hacer por El Salvador es encomiable de todos modos pero
sumamente difícil. Otros lo intentaron y fracasaron.
Como es sabido, a finales de los años 20, Piscator y B. Brecht llevaron a escena en la plaza
de Nollendorf, en Berlin, algunos episodios de la revolución proletaria. Quisieron hacer algo más
que teatro sin dejar de hacer teatro, quisieron ayudar.Pero el anciano Brecht recordaría más tarde
que aquello fue ciertamente una revolución, pero del teatro y en el teatro y en modo alguno de la
sociedad y en la sociedad. El público había apreciado sólo estéticamente unas representaciones
llevadas a cabo por impulsos éticos. ¿Cabía esperar otra cosa? Carlos Marx, refiriéndose a todos los
filósofos que le precedieron, escribió que se limitaron a interpretar el mundo y que era hora de
transformarlo. Análogamente hay quienes piensan que en el teatro y desde el teatro lo único que
puede hacerse es interpretar el mundo.
Fuera del teatro la critica radical a la estética burguesa condujo al drama documental, al
teatro político y, por fin, al teatro del absurdo. En el drama documental se llevó a escena la
actualidad, haciendo acopio de informes y documentos, y ordenando el material como un proceso,
con el ánimo de comprometer al público y de obligarle a pronunciar sentencia sobre lo que estaba
sucediendo en realidad y no sólo en el escenario. En el teatro político se abandonó teóricamente el
escenario, pero no en la práctica, y se quiso convertir el teatro en el ámbito de una acción política
real en la que actores y espectadores debían participar. La acción podía terminar entonces con una
colecta de apoyo a unos trabajadores en huelga o con una manifestación. Pero llevada hasta las
últimas consecuencias, esa tendencia obligaba a dejar para siempre el teatro: en 1936, el actor
alemán Ernst Busch, junto con otros muchos artistas, se alistó en las brigadas internacionales para
luchar en España.
(Entre paréntesis y de pasada recordemos el caso del sacerdote Camilo Torres, que dejó de
celebrar la eucaristía para alistarse a la guerrilla. La liturgia y el teatro no son magnitudes
incomparables, como demuestra ya la historia del teatro. Podemos decir también que al drama
documental corresponden las «vigilias políticas» que se celebraban en Colonia, o quizá se celebran
todavía, y las misas «politizadas» bajo el régimen franquista).
Como no podía seguirse en esa línea y con esa lógica, los que siguieron en el teatro crearon,
contra toda lógica, el teatro del absurdo. Se negaron a cualquier representación objetiva y a toda
interpretación para expresar así que la realidad social es o se ha vuelto opaca e impenetrable para el
actor, y que no dispone de medios estéticos para cambiarla, o para influir eficazmente en su público
y hacer que los espectadores se decidan a eliminar el mal que los hombres causan a los hombres.
Porque nadie puede producir la buena voluntad, aparte de que esto seria aún más terrible y acabaría
con la libertad humana.
Sin embargo, reconocer los limites del teatro y de las prácticas estéticas en general no
justifica, a nuestro juicio, su abandono, por más que sea comprensible en situaciones limite y bajo la
premura de unas circunstancias que obligan a actuar. Pero no debemos olvidar que dejar el teatro
para hacer la revolución es dejar sin hacer la revolución del teatro. Toda nuestra actividad es una
práctica que nos transforma también a nosotros mismos. Al labrador se le pone la cara de labrador ,
al banquero de banquero, el maestro tiene cara de maestro y un militar se parece a un militar. Pero
no es sólo la cara lo que cambia, sino también los modos de pensar y las maneras de comportarse,
los sentimientos, las actitudes, etc. Las actividades que ejercemos influyen en nosotros para bien o
para mal. Las prácticas económicas y las políticas transforman al hombre al transformar su medio
natural, con todos los recursos, y su medio social con sus instituciones, leyes, etc. Estas prácticas
son útiles, nadie lo pone en duda. Con ellas producimos instrumentos y objetos de uso y de
consumo, construimos nuestro mundo y nuestra sociedad, hacemos nuestra vida y organizamos
nuestra convivencia. Pero hay que vigilarlas y someterlas a normas éticas y razonables, porque todo
lo que hacemos se nos puede ir de las manos. En cambio, las prácticas estéticas, como el teatro y las
artes, son prácticas expresivas y significativas y por eso, a veces, nos parecen «inútiles», aunque no
hay ningún pueblo culto que pueda prescindir de ellas. Lo que se obtiene con las prácticas estéticas
no es un instrumento, ni un objeto de uso o de consumo, sino un sentido, algo bello, grato y
gratificante, que merece ser contemplado y celebrado por si mismo. Nuestros sentidos, ante una
obra de arte, se vuelven teóricos, abandonan el reino de la necesidad y de la preocupación y
anticipan el reino de la libertad. En la experiencia estética, aunque no sólo en ella, descubrimos lo
inapreciable y extraordinario, los valores, el fundamento y el motivo de todo lo que hacemos. No
hay ética sin estética. De ella nos viene el gusto por el trabajo bien hecho, y la «moral» que
necesitamos para hacer lo que debemos. Por tanto, las prácticas estéticas no necesitan justificarse
por su utilidad o porque estén al servicio de otros fines.
En circunstancias normales un teatro politizado consigue lo contrario de lo que se pretende.
Porque la confusión de la ética y la estética, del deber que nos agobia y del placer que nos alivia, es
el caldo de cultivo en el que se mueven como peces en el agua los revolucionarios de salón, o de
festival, creando en ellos la falsa conciencia de que participan en la política cuando lo único que
hacen es aplaudir en el teatro; o a la inversa, creyendo que en la vida pública deben comportarse a
ser posible como actores y, en todo caso, como público. De modo que no se comprometen ni con las
prácticas estéticas ni con las prácticas políticas, y a veces incluso tampoco con las económicas, lo
que les permite flotar en la ambigüedad. ¿No seria preferible acabar ya con ese equivoco? Por eso,
cada cosa en su sitio, sin confundir ni separar lo uno de lo otro, relación dialéctica y fecunda.
9.2.1983
CEREMONIA DE LACONFUSIÓN
Recientemente el cardenal de Toledo y cinco prelados más de la misma provincia
eclesiástica, en una exhortación pastoral a los sacerdotes y educadores de la fe, después de rechazar
de plano la proyectada despenalización del aborto como «un abuso de poder que inevitablemente
confunde y daña la mente y el corazón de los hombres», les animaban viva y encarecidamente a
«exponer con claridad y sin ambigüedades la doctrina que hay que enseñar en esta materia» y a
esforzarse «para que la confusión que se está fomentando no se adueñe de los espíritus». Que exista
una gran confusión en este debate sobre la despenalización del aborto parece evidente. Que se esté
fomentando esa confusión, muy probable. Pero afirmar que el Gobierno comete «un abuso de poder
que inevitablemente confunde y daña la mente y el corazón de los hombres» es ya, a nuestro juicio,
un abuso de poder que inevitablemente confunde y daña la mente y el corazón de los hombres. Pues
bien, a esta ceremonia de la confusión ha venido a sumarse a los pocos días la Comisión
Permanente del Episcopado Español.
El argumento moral.
La Comisión Permanente, como portavoz de todos los obispos de España, ha publicado un
documento para dirigirse especialmente a los creyentes católicos, pero abrigando la esperanza de
que lo tengan en cuenta también cuantos se sientan comprometidos en la defensa del hombre y del
futuro de la Humanidad. La argumentación moral que se esgrime en dicho documento arranca del
«valor supremo de la vida para toda conciencia recta» y del derecho a la vida como derecho
fundamental y raíz de todos los derechos humanos, afirma que desde la fecundación de la madre
existe una nueva vida humana y concluye calificando moralmente de homicidio a todo aborto
provocado. En con secuencia, y puesto que. «ante este derecho primordial del ser humano no cabe
apelar tampoco al pluralismo social o al principio de tolerancia civil», confiesan los obispos cuál es
«su propia postura» con las siguientes palabras: «No podemos menos de afirmar sin ambigüedad de
ninguna clase que la proyectada despenalización del aborto nos parece gravemente injusta y del
todo inaceptable». El principio del que se parte en esta argumentación es sólido donde los haya,
nadie lo niega, incluso aquellos que lo quebrantan en la práctica le rinden pleitesía hipócritamente.
Como principio moral pertenece, sin duda, a la ética pública o al mínimo ético necesario sin el que
seria inconcebible la convivencia en la sociedad. Mucho más discutible, y discutida por cierto en
todas partes donde se plantea el problema del aborto, es la afirmación de que existe vida humana y
distinta de la vida de la madre desde el momento en que ésta haya sido fecundada. Por eso no todos
los moralistas, ni siquiera todos los moralistas católicos, se atreverían a calificar de homicidio al
aborto provocado. Si eso fuera tan claro para todos, el argumento de los obispos no tendría vuelta
de hoja para nadie, como no lo tiene para ellos que lo ven con esa claridad, y cualquier conciencia
recta debería rechazar el aborto provocado bajo cualquier supuesto, incluso en el supuesto de que
peligrara la vida de la madre, pues se trataría de un homicidio. Es de agradecer a los obispos
españoles que sean tan coherentes en su juicio moral sobre cualquier clase de aborto provocado. Sin
embargo, en este punto, las cosas no están tan claras para todos, lo que explica el pluralismo de
juicios morales que se da sobre el aborto en la sociedad.
Lo moral y lo legal
La postura propia de los obispos, en lo que concierne a la condena moral del aborto
provocado, es perfectamente respetable y, muchos la comparten. Pero no pertenece ya a la ética
pública, o civil, sino acaso a la moral de los católicos y en modo alguno de todos los ciudadanos. De
ahí que no podamos alabar ya la coherencia del documento cuando se condena una ley que
despenaliza el aborto. ¿Cómo pueden «afirmar sin ambigüedad de ninguna clase que la proyectada
despenalización del aborto nos parece gravemente injusta y del todo inaceptable»? ¿No infieren del
juicio moral que pronuncian sobre el aborto provocado la condena de una ley que lo despenaliza?
¿Acaso ignoran que ninguna ley puede aspirar a reflejar en su formulación todas las exigencias
éticas? ¿Acaso confunden la moral con el derecho? ¿No podrían haber dicho también, sin renunciar
a su moral, que les parece que una ley que despenaliza el aborto sin que esto signifique que lo
aprueba moralmente responde mejor a las exigencias de la ética pública? ¿y no seria esto más
tolerante? Es en torno a estas preguntas donde gira la ceremonia de la confusión de la que
hablábamos al principio. Porque no se distingue con claridad entre lo que es moral y lo que es legal.
En otros documentos de la Conferencia Episcopal Española se ha hecho notar esa distinción. Y ya el
papa Pío XII decía al Congreso de Juristas Católicos, celebrado en junio de 1953: «El deber de
suprimir las desviaciones morales no puede ser la suprema norma de conducta para un legislador,
debe subordinarse a otras más altas» . Y el cardenal Martini, arzobispo de Milán, escribía a
propósito del referéndum italiano sobre el aborto: «En el campo especifico del aborto, hay tres
aspectos conexos pero obviamente distintos: el hecho del aborto, la ideología o mentalidad abortista
y la ley que contempla el aborto. El primero ha existido siempre, y se le ha combatido. La segunda
niega que la vida humana sea un valor en si misma y para ella el aborto es la reacción normal a todo
embarazo no deseado. Las leyes que contemplan el aborto no siempre pueden coincidir con las
normas morales». Recordemos, también, que los papas toleraron y regularon la prostitución en sus
estados pontificios, sin que esto supusiera que la aprobaran moralmente. Pretender ajustar la
legislación civil del todo a la moral, planteará el problema insoluble de qué moral se trata en una
sociedad pluralista. Y a lo más se podría llegar a reconocer un mínimum ético o lo que hemos
llamado ética pública, que no es toda la moral. Por otra parte, la pretensión de elevar a rango de ley
todo lo que es exigencia moral de un grupo social, de una comunidad particular o de una iglesia, nos
conduciría a un régimen integrista y a la Inquisición. No se respetaría la 1ibertad de conciencia. En
este tipo de discursos se confunde la defensa de la vida y del derecho a la vida con la prohibición
del aborto, como si los abortos disminuyeran por el simple hecho de prohibirse o como si las
madres que deciden abortar en la clandestinidad no pudieran hacerlo con grave riesgo de sus vidas.
Pero hay muchos estados democráticos que, precisamente para defender la vida como un bien de
toda la sociedad, despenalizan el aborto y dictan procedimientos para ayudar a las madres que
tienen problemas. ¿ Y quién se atrevería a negar la buena fe de todos los parlamentarios católicos
que colaboraron en Italia en la elaboración y en la defensa de las «normas para la tutela social de la
maternidad y para la interrupción voluntaria del embarazo»? ¿Se puede dudar de la honestidad de
teólogos como el P. Häring, De Clerq, Diez Alegría y tantos otros que podríamos citar? Porque
todos éstos aprueban la despenalización del aborto, acompañada claro está de otras medidas, como
un medio para defender la vida. A veces uno cree que los obispos confían más en las leyes que en la
predicación y el testimonio del Evangelio. Pero esto puede ser una mala defensa de una buena
causa. Ojalá la oferta que hace la Comisión Permanente en nombre de la Iglesia de colaborar
activamente en la supresión de las causas que conducen al aborto masivo se traduzca en algo
concreto. De lo contrario, habrá que pensar que su postura ante el aborto no significa otra cosa que
un intento de lavarse las manos o de marginar el problema social de la conciencia de sus fieles. No
quisiera terminar sin una última reflexión: Si se confunde lo moral con lo legal, si la Iglesia insiste
en defender con la ley lo que ella entiende que es una exigencia moral del Evangelio, tendrá que
acostumbrarse a un cristianismo mediocre ya que sus fieles, una vez legalizado el aborto o lo que
sea, considerarán que todo aquello que ha sido legalizado es ya moralmente permitido sin más
consideraciones. Las instancias morales de una sociedad sólo funcionan cuando renuncian a
convertirse automáticamente en instancias de legalidad. En este caso, la sociedad pierde su impulso
moral y cae en el aburrimiento de la moral convencional.
20.2.1983
ÉTICA Y POLÍTICA
No parece que la política sea un campo abonado en donde florezca la ética sin dificultades y
las virtudes produzcan sus mejores frutos. Antes bien, se nos antoja lo contrario. El pueblo
desconfía de los políticos, por algo será. Y los que tienen alguna experiencia de la lucha entre los
partidos, y dentro de los partidos políticos entre compañeros, los que saben lo que se cuece y cómo
se cuecen algunas decisiones «políticas», si son sinceros no se atreverán a negar que la ambición
anda también entre los pucheros como Dios en un convento de carmelitas descalzas. La vida
cotidiana de los políticos se mueve en un ambiente enrarecido por las tensiones que produce la
lucha por el poder. Es cierto que el fin no justifica los medios, pero esto es una consideración moral.
En realidad de verdad - y lo que sigue es una consideración política -, el mejor de los fines no puede
impedir que se utilicen todos los medios, y a veces ¡qué medios! , para alcanzar lo que se desea.
Impulso moral
Por tanto un político ha de saber que un poder limita siempre con otro poder real, no con
principios morales. Porque no existe ninguno que se contenga espontáneamente o se limite a sí
mismo ante los derechos de los demás, porque el poder es por naturaleza expansivo y tiende a llenar
cualquier vacío de poder. Ni siquiera la proclamación de los derechos humanos constituye una
barrera superable para un poder que los atropella si, frente a ese poder, no se alza otro igual o
superior que los defienda con eficacia. Oponer un discurso moral a la eficacia política es predicar en
el desierto: los derechos que no se hacen valer no se respetan, y todo eso no es más que «moralina»
en el argot de los políticos. Sin embargo hay quienes se meten en política llevados tan sólo por un
impulso moral hacia los más nobles ideales, con una conmovedora buena voluntad desarmada de
todo realismo. Y no es de extrañar que. apenas tropiezan con la dura realidad de los hechos,
replieguen sus alas y se achanten como palomas. No comprenden que, para remontar el vuelo en esa
atmósfera, necesitan apoyarse precisamente en la resistencia que encuentran. Para ser un buen
político no basta con ser un hombre bueno. Más aún, ¿no habrá que aprender incluso a ser malo?
¿Qué tiene que ver la ética con la política? Plantearse este género de preguntas es conjurar el
nombre de un famoso florentino, tantas veces denostado cuantas secretamente admirado por
muchos: Nicolás Maquiave1o. Los que escribieron antes que él de política, lo hicieron en estrecha
dependencia de principios morales y/o religiosos, orientándose más a lo que debe ser que a lo que
es. De ahí que inventaran hermosas teorías e imaginaran repúblicas inexistentes en las que nada útil
puede construirse, porque, según Maquiavelo, «el que abandona lo que es por lo que debe ser
prepara su ruina en vez de su preservación".
La virtud de Maquiavelo
Los autores anteriores trataron, en los «espejos de príncipes», de las virtudes del hombre de
gobierno. Pero lo hicieron en el marco de la moralidad ordinaria, pensando que un príncipe debía
ser el hombre ideal y el modelo de conducta para todos sus súbditos. Hay que reconocer que los
humanistas, a diferencia de los autores medievales, se olvidaron de las virtudes específicamente
cristianas y subrayaron una ética natural. Dirigieron su atención hacia las virtudes más necesarias
para gobernar , y hasta se preguntaron si un príncipe debía observar siempre la moral ordinaria.
Pero Maquiavelo fue el primero en plantearse resueltamente esa pregunta de los humanistas, no de
un modo retórico sino con el ánimo de hallar una respuesta comprobada por los hechos. Y halló que
un príncipe, para ser tal y mantenerse en el principado, ha de ser un hombre de «extraordinaria
virtud», es decir , fuera de las virtudes ordinarias y del concepto incluso de virtud moral. La «virtú»
a la que se refiere Maquiavelo no es ya una cualidad moral ni una potencia viril, como la virtud del
soldado, sino aquella energía de la voluntad que permite al príncipe atraerse el favor de la fortuna
cuando actúa con inteligencia, tacto, habilidad, ingenio, astucia, perspicacia y resolución, aquella
que le capacita para enjuiciar rápidamente la situación de cada momento, y, si es preciso, para entrar
en el mal sin hacerle ascos. Porque un príncipe ha de tener también la capacidad de ser malo, de
quebrantar los pactos cuando le convenga, de simular y disimular , de ser tacaño con su dinero y
generoso con el ajeno, etc. La prudencia política le dirá cuándo debe comportarse como un hombre
y respetar las leyes, o si ha de imitar a las fieras y comportarse como un león para ahuyentar a los
lobos o como un zorro para escapar de los lazos que le tiendan sus enemigos.
Medios y resultados
Todo el discurso político de Maquiavelo se desarrolla con total autonomía frente a la moral o
a la religión. De modo que el príncipe, el gobernante, deja de ser el mandatario de una moral dada y
se convierte en agente libre de una política creativa, o maniobrera , orientada sólo a la conservación
de su vida y de su Estado. Su actividad participa de la misteriosa impenetrabilidad de la
Providencia, a la que desplaza, pudiendo sacar grandes bienes de lo que parecen grandes males. Si
los resultados son los apetecidos, los medios no cuentan. No obstante, Maquiavelo dice que «no hay
que combatir la religión, ni nada de lo que parece estar en relación con Dios: pues todas esas cosas
tienen demasiada fuerza sobre los espíritus de los necios». Asimismo, el príncipe «ha de ser tan
prudente que sepa huir de los vicios que le quitarían el Estado y guardarse, si es posible, de los
demás; pero no siendo posible, puede seguir con éstos sin tanta consideración “.Así que todo
depende del provecho que pueda sacar de los vicios o de las virtudes. Maquiavelo piensa, por otra
parte, que no es de gran utilidad una moral que «santifica a los humildes y a los que se dedican a la
contemplación más que a los hombres de vida activa». Pues no es la salvación del alma lo que está
en juego sino la “salus pública”
El bien común
Los que entienden la política como una técnica para “il bene essere suo”, los que consideren
la política de un modo «principesco» porque en el fondo creen que el Estado les pertenece como un
patrimonio o como un botín, los que tienen un rey en el cuerpo o un hombre de «extraordinaria
virtú», esos tales reconocerán en el ilustre florentino al mejor maestro. Para éstos la ética no será
ningún problema. Pero también aquéllos que no compartan esa opinión y defiendan que la soberanía
reside en el pueblo, al que pueden representar sin sustituirlo nunca, y piensen que la ética no puede
comprenderse desde un punto de vista meramente utilitario, deberán aprender algo de Maquiavelo.
Primero, su sentido de la realidad, para no construir repúblicas imaginarias y abandonar lo que es
por lo que debe ser. Aunque inmediatamente se deba decir, también, que la renuncia a lo que debe
ser por lo que es conduce a la dictadura de los hechos e impide todo progreso. Por eso una política
de cambio, como la que proponen los socialistas, deberá entrar en negociaciones con la realidad y
reconocer lo que es y lo que debe ser al mismo tiempo. En segundo lugar , deberán aprender que la
ética contribuye también a la política democrática. Nos referimos a una ética pública, o al mínimo
ético, en cierto modo consensuado y aceptado por todos los ciudadanos, que podemos ver
formulado en los derechos humanos recogidos por nuestra Constitución. Para medrar en política,
para hacer carrera, es posible que la ética sea un estorbo al menos a corto plazo. De ahí la tentación.
Pero si la política no es eso sino la actividad tendente al bien de todos los ciudadanos, incluso desde
un punto de vista estrictamente político y sin abandonar el realismo de Maquiavelo, habrá que decir
que no es correcto prescindir de la ética. Porque el fundamento de una democracia y el bienestar
dentro de ella, el bien común, antes que en las buenas leyes se basa en la buenas costumbres de los
ciudadanos. De ahí la importancia de un programa votado por diez millones de españoles y en el
que se propone la moralización de la sociedad. Un partido que presenta ese programa político
debería hacer cuestión política del comportamiento ético-público de sus militantes. Los socialistas
no pueden «pasar de moral.
31.03.1983
LAS EDADES PERDIDAS
Si usted se interesa por el hijo de su vecina o de su amigo, si les pregunta cuántos años
tienen, lo más probable es que le respondan que ya va a la escuela, que está en primero de EGB, que
hace segundo de BUP, o que Manolito -¿se acuerda?, ¡quién lo iba a decir!- ya lleva tercero de
Medicina y pronto será un señor doctor, y así por el estilo todos los padres y madres
indefectiblemente. La Gigliola Cinquetti de los felices 60, con su largo cue11o y sus largas trenzas,
con lacitos , tan romántica ella y tan preocupada por su edad: «No tengo edad para amarte», no
sabía la pobre criatura que a los progenitores de hoy eso de la edad les importa un bledo. Porque sus
hijos e hijas, al parecer, ya no cumplen años ni tienen primaveras -«quince abriles», se decía- sino
que hacen cursos. Como es bien sabido nadie puede cumplir dos años en uno. Los cursos es otra
cosa: se pueden hacer dos cursos en uno y, mucho mejor aún, un solo curso en dos años, pero la
infancia, la adolescencia, la juventud no se repite y si se pierde, ¡ay!, no puede ya recuperarse. ¿A
qué se debe entonces la confusión de los años y los cursos? Sin duda alguna a una mentalidad
escolarizada.
Lo primero que enseña la escuela decía Iván Illich que es la obligación de ir a la escuela o de
enviar a los hijos a la escuela. Todos los que han aprendido esa lección han sido escolarizados. Y es
tanta la confianza que depositan en la escuela que piensan que pasar por la escuela es la única y
suficiente garantía para convertirse en hombres adultos y responsables, en personas maduras. De ahí
que pedir más educación sea equivalente a pedir más escuela. y por eso mismo los padres, que
tienen el derecho de elegir para sus hijos la educación que desean, apenas realizan otro acto
«educativo» que ése: elegir para sus hijos un buen colegio. Con esa mentalidad escolarizada se
piensa, lógicamente, que todos los años en los que no se aprueba curso son años perdidos,
inexistentes, que no cuentan para nada. Por tanto, si preguntas a tu vecina cuántos años tiene su hija,
te dirá que está en primero de BUP. Creer que la escuela educa es por lo menos una creencia
infundada en la mayoría de los casos. La escuela enseña, que es algo muy distinto que educar, y aun
así no enseña todo lo que aprendemos en la vida ni lo más importante para la vida. La escuela no
enseña, por ejemplo, a hablar la lengua materna, porque ésa la aprendemos de labios de la madre.
Quizá sea esta la razón por la que los enseñantes, salvo raras excepciones, no se fijan en la edad de
sus alumnos, pues en general no se proponen objetivos estrictamente educativos. Los alumnos de la
escuela de Barbiana, en su “Carta a una maestra”, escriben: «Lo mejor sería que cada chico llevara
un cartel: 'Tengo 13 años. No me haga repetir'. Pero ninguno lleva cartel, y los profesores no miran
en el expediente el año de nacimiento. Miran las notas».
Como en la escuela los alumnos no tienen edad «reconocida», los profesores y maestros, en
vez de responder a las preguntas de un adolescente, lo que hacen es preocuparse de que los
adolescentes respondan a las preguntas de un programa. Todos los que responden pasan, pero esto
no quiere decir que todos los que pasan a otro curso estén maduros. El símbolo de los alumnos
aventajados que aprueban todos los cursos es, para los alumnos de Barbiana, Pierino, el hijo de un
médico: «Pierino siempre pasa curso.¡Qué raro! !Tan joven como es! De hacer caso a los sicólogos,
debería tener dificultades. ¡Fuertes cromosomas los del doctor! Pierino se ha encontrado en quinto
con nueve años. Ha estado siempre entre compañeros más maduros. No ha madurado». Y es que
Pierino no es un niño normal, sino un monstruito de la escuela. Los niños normales, más «vivos» y
más preocupados con los problemas de su edad, cuando llegan a la adolescencia atraviesan un bache
en sus estudios, suspenden con frecuencia alguna asignatura y muchos repiten curso. No están en lo
que se les exige porque no se les enseña lo que les interesa profundamente. El fracaso escolar, más
que el fracaso de los alumnos en sus estudios, es el fracaso de la escuela como institución educativa.
Los padres y los maestros, si lo que quieren de verdad es ayudar a sus hijos o a sus discípulos en el
proceso de maduración como personas, no pueden ignorar por más tiempo la edad de los
educandos. El concepto de madurez tiene un trasfondo biológico y se refiere al hombre como ser
vivo que se realiza a sí mismo en el tiempo y con el tiempo, de edad en edad, sin violentar el curso
de su naturaleza. Desde el principio de la vida el crecimiento humano, genéticamente programado,
predispone a una serie de funciones (como el desplazamiento físico, el pensamiento lógico, la
comunicación lingüística, etcétera) y las hace posibles. De manera que los procesos de aprendizaje
dependen de los procesos biológicos, y los factores somáticos, síquicos y sociales se corresponden y
se completan dentro de un desarrollo armónico. Una pedagogía que, a despecho de la sicología
evolutiva, olvide todas estas cosas y no considere la edad de los discípulos perturba el proceso de su
maduración, los desnaturaliza y los deshumaniza. Es una falsa pedagogía, una antipedagogía. La
desconsideración de la edad y de la fase de crecimiento del cuerpo, que es la concreción de la
persona, es una falta de consideración a la persona concreta que se siente rechazada. Ocurre a veces
que una niña que comienza a ser mujer empieza a adelgazar, pierde el apetito, vomita los alimentos,
sufre desarreglos intestinales, tiene frío sin que nada lo justifique aparentemente y no se encuentra
bien dentro de su propio cuerpo. Los doctores diagnostican: anorexia. Pero esta agresión contra su
cuerpo va dirigida probablemente contra su madre que no acepta la transformación de su hija, que
no reconoce su edad y que sólo se preocupa de atosigarla para que coma y saque buenas notas. Y es
por eso que cuanto más sufre la madre al ver que adelgaza la hija, más adelgaza la hija al ver sufrir
a su madre.
El crecimiento humano no es una carrera en la que sólo importa la meta, y las edades de la
vida no se ordenan como los cursos hacia la consecución de un título. La edad adulta no degrada ni
descalifica a las edades que le preceden como si fueran éstas un puro trámite. Como la flor no es un
puro trámite para el fruto, pues tiene su encanto y su sentido, así la infancia no puede comprenderse
como un trámite para la adolescencia, o la adolescencia para la juventud y ésta para la edad adulta.
El hombre se realiza en el tiempo, no sólo con el tiempo. Cada una de las edades son maneras
distintas de ser hombre. A los siete años vivir humanamente significa vivir como un niño, a los
treinta como una persona adulta, a los setenta como un anciano. Ser infantil a los treinta, juvenil a
los setenta y un hombrecito a los siete años son maneras inhumanas de realizarse. Porque el hombre
vive en el tiempo, de edad en edad. Dejemos que los niños sean niños y no hagamos niños a los
adolescentes o a los jóvenes, dejemos que cada cual viva su edad, esa edad que nadie puede repetir
y en la que nadie puede detenerse. La diferencia cualitativa entre las edades del hombre requiere un
trato diferenciado y una atención específica por parte de los educadores, dando tiempo al tiempo,
sin atropellos. En la fabricación de un robot se puede ir más deprisa. Pero en la educación no se
puede ir a contra reloj sin ir contra la vida. Educar es dejar vivir, y ayudar a vivir a cada uno según
su edad y al ritmo de su vida. En los períodos críticos de transición de una edad a otra, los padres y
educadores deben inspirar confianza, como buenos iniciadores, dando la mano a sus hijos y a sus
discípulos para que éstos den el salto y se introduzcan con buen pie en un mundo nuevo. Porque en
cada edad de la vida el mundo se ve, y es, de otra manera.
6.4.1983
LOS EUFEMISMOS
Es cierto que las palabras son a veces más pesadas que la realidad misma, pues nadie duda
que hablar de algunos temas con determinadas personas resulta en extremo fatigoso y hasta puede
costarnos una enfermedad. Refiere el pastor anglicano J. Swift que Gulliver sorprendió en sus viajes
a unos doctores discutiendo la manera de hacer más fácil la conversación: «Surgió el expediente
-escribe- de que, pues las palabras sólo son nombres de las cosas, sería más conveniente para los
hombres llevar consigo aquellas cosas que iban a tratar... Sólo un inconveniente tenía este método y
era que, si el asunto a debatir era basto y de varios géneros, cada persona se veía obligada a llevar
un gran fardo de objetos a la espalda, salvo si sus medios le permitían que uno o dos vigorosos
servidores le acompañaran, portándolos. He visto a menudo a dos de aquellos sabios casi aplastados
bajo el peso de su cargamento, como dos buhoneros entre nosotros, hallarse en plena calle, poner
sus fardos en tierra, abrirlos y establecer conversación durante una hora, tras lo cual cada uno volvía
a guardar sus cosas, se echaba el saco a la espalda y se despedía de su colega».
Hablar de lo que no tenemos
Sin embargo, este método de conversar, que podía tener sus ventajas en algunos ambientes
intelectuales y universitarios como pensaban los sesudos doctores que escuchó y vio Gulliver, no
prosperó. Y no sólo, como dice el divertido eclesiástico, porque las mujeres organizaron una
rebelión, sino porque en general, para hombres y mujeres, las palabras son más livianas que las
cosas
mismas. Por otra parte, pienso que un método tan materialista o realista de hablar sin palabras,
aunque hubiera cerrado la boca de los charlatanes para siempre y con gran beneficio de la
Humanidad, hubiera puesto también en un brete a los poetas, místicos y teólogos, metafísicos,
políticos, diplomáticos y a cuantos quieren hablar de sus recuerdos y de sus esperanzas.
Huir de la realidad
Una ventaja de las palabras es que podemos hablar de lo que no tenemos, la otra que
podemos cambiarlas con facilidad. No es que todas nos den igual o que sirvan sólo como las
etiquetas para señalar o denotar las cosas, porque tienen un significado y nos servimos de ellas
también para expresar lo que pensamos sobre las cosas. Pero las palabras no son la realidad misma,
que es mucho más resistente, y esto hace que podamos _cambiarlas dejando las cosas como están. A
nadie se le escapa la importancia de este invento del lenguaje, parecido al invento de sustituir las
cosas por las monedas y éstas por el papel, pero de mayor trascendencia todavía. En situaciones
embarazosas, cuando no podemos o no queremos transformar la realidad, el lenguaje nos consiente
cambiar las palabras y nos quedamos tan panchos. Este es el caso de los eufemismos, gracias a los
cuales podemos hablar bien de lo que es o nos parece que está mal.
Un eufemismo es un modo de expresar con suavidad y decoro ideas cuya franca expresión
sería mal sonante o molesta. En todas las lenguas conocidas se renueva periódicamente el
vocabulario referido al sexo, a lo que se considera bajo, sucio o inconveniente en la comunidad de
sus hablantes. Porque los eufemismos tienen una vida muy limitada: apenas saben todos de qué va
la cosa y se percatan de que se dice lo mismo que antes, pierden su utilidad y empiezan a sonar mal.
Hace unos meses estaba viendo y oyendo una entrevista que le hacían en TV a una asistente social,
según creo recordar. A los que hace tiempo se les llamaba tontos o necios y, después, anormales,
subnormales, deficientes síquicos, etcétera, la entrevistada les llamaba “niños distintos”. Esta nueva
apreciación de la misma realidad, este eufemismo, caerá en desuso tan pronto como la gente se
entere de que se trata de lo mismo y será sustituido por otro como los anteriores. Y es que la única
forma de dignificar el lenguaje definitivamente y de humanizar las relaciones o la conversación es
transformar la realidad a la que nos referimos, mejorando en la medida de lo posible su condición
física o al menos su condición social y aceptando y respetando lo que no es posible cambiar. Sólo
entonces, sin ofender a nadie y sin eufemismos, podremos llamar al tonto tonto , al pan pan y al
vino vino. Pero de momento la gente no está por la labor y se interesa más por el cambio de las
palabras.
Introducir un eufemismo no es nunca una operación ingenua o gratuita. Personas hay que
inventan un eufemismo y lo pronuncian con buena voluntad, como un buen augurio y con el ánimo
de que las cosas sean mejor de lo que son. Probablemente es así como hablaba de los «niños
distintos» la asistente social aludida. Pero, en general, la gente lo único que quiere es evitar líos,
despachando y marginando con buenas palabras la realidad que molesta o se desprecia y de la que
ni siquiera se atreven a hablar con franqueza. No faltan quienes se mueven por otros intereses.
Cuando a las acelgas, que siguen siendo acelgas ni mejores ni peores que en otras partes, se las
llama en un restaurante «acelguitas», hay que pensar que utilizan un eufemismo para cobrarlas un
poco más caras. Con frecuencia se echa mano del inglés para ennoblecer y encarecer los productos:
los calzoncil10s ( ¡qué vulgaridad!) suelen ser más baratos que los slips. De manera que las palabras
bien sonantes representan un valor añadido en el mercado, permaneciendo el valor de uso se
aumenta así eI valor de cambio de los productos. Incluso se puede pagar con buenas palabras, como
es el caso de las criadas cuando se las llama “empleadas de hogar” sin que varíe en absoluto su
condición social y su salario. Y hablar de “la tercera edad”, ¿acaso significa que ya no se envejece,
que se va a espetar más a los viejos o se les va a subir la jubilación?
Cambio en la retórica.
Especialmente peligrosos son los eufemismos que florecen en los labios de los políticos para
ocultar una realidad que no pueden o no desean cambiar. Si de verdad queremos el cambio de las
cosas, y no de las palabras solamente, bueno será comenzar con la estabilización del lenguaje,
evitando los eufemismos que hinchan las expectativas y producen frustraciones. Llamando a cada
cosa con su nombre y cargando con la realidad. No sea que la retórica del cambio se nos convierta
en un cambio dentro de la retórica y las cosas sigan como siempre han sido. Porque más peligrosa
que la inflación de la moneda es la inflación de las palabras.
El “cambio” es una buena palabra, suena bien. Pero se nos puede convertir en un eufemismo
caduco si no la realizamos, y entonces tendremos que inventar otra y no podremos estar seguros de
que nadie nos crea. Las buenas palabras sólo son buenas para realizarlas, y si se realizan.
29.4.1983
LA IGLESIA DOCENTE
No hace mucho que en una convención celebrada en un cine madrileño, Carlos Robles
Piquer arengaba a los candidatos de Coalición Popular en las presentes elecciones diciéndoles que
«hay que defender en la escuela la enseñanza cristiana y empezar la batalla por la defensa del
crucifijo». Sin embargo a los pocos días, el pasado lunes 18 de abril, el señor arzobispo de Zaragoza
y presidente de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, después de pronunciar una
conferencia en el Club Siglo XXI sobre «España religiosa y libertad de enseñanza en el marco de la
actual democracia española», manifestaba que «no quiere guerras en la enseñanza». ¿Significa esto
que los obispos están bajando la guardia en el frente de la enseñanza y que, en un clima de
entendimiento y diálogo, más distendido, van a negociar sin mayores dificultades la Ley de
Financiación de la Enseñanza Obligatoria y el nuevo Estatuto de Centros Docentes que propugnan
los socialistas en su programa de Gobierno? Ojalá que así sea. Pero monseñor Elías Yanes
continuaba sus declaraciones afirmando que «la postura de la Iglesia en España y en todo el mundo
siempre ha sido coherente y no ha variado en los últimos años», y el director general de Asuntos
Religiosos, Gustavo Suárez , nos acaba de advertir que la enseñanza es el tema más vidrioso en las
relaciones Iglesia – Estado.
En efecto, el presidente de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, como era
previsible, ha insistido de nuevo en las mismas posiciones que tomó la Conferencia Episcopal desde
el comienzo de la transición democrática, cuando en los primeros meses del año 1976 la izquierda
elaboró y difundió su alternativa al sistema de educación heredado y se comenzó a hablar de la
escuela pública, democrática y pluralista. La Iglesia, la jerarquía, ha salido al paso reiteradamente
para defender en nombre de una libertad de enseñanza, entendida a fin de cuentas como libertad de
empresa ,la pluralidad de escuelas con su ideario propio y, en consecuencia, el modelo de la escuela
católica y confesional subvencionada con fondos públicos del Estado.
Subvención y contrapartidas
El argumento esgrimido por la Iglesia hasta la saciedad ha sido siempre el derecho de los
padres a elegir el tipo de educación que desean para sus hijos. Basándose en ese mismo argumento,
los obispos insisten con igual fuerza en la obligación del Estado, aunque ya no sea confesional, de
subvencionar también la formación religiosa de todos los alumnos, salvo aquellos cuyos padres o
ellos mismos renuncien expresamente y opten por las clases de ética. La Comisión Episcopal de
Enseñanza y Catequesis entiende que esa formación religiosa, a diferencia de otras alternativas a
nuestro juicio más coherentes con el contexto escolar (como son la enseñanza de la religión como
cultura y/o la enseñanza crítica de la religión, que resolvería el problema desde planteamientos
laicos pero no laicistas) no debe ser otra cosa que una modalidad de la catequesis.
Nuestra Constitución, en su artículo 27, «garantiza el derecho que asiste a los padres para
que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias
convicciones» (n. 3). Asimismo, «reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación
de centros docentes»"(n. 6). Además, se dice en ella que «los poderes públicos ayudarán a los
centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca» (n. 9). Hasta aquí todo son rosas
para la Iglesia, que puede mantener sus centros con subvenciones estatales y, en atención al derecho
que asiste a los padres, impartir en los centros de titularidad estatal la formación religiosa y moral
(en este caso, católica) que aquéllos desean para sus hijos. Pero en el paraíso del consenso no podía
faltar la manzana de la discordia: «Los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos
intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con
fondos públicos, en los términos que la ley establezca» (n. 7).
Como es lógico y comprensible, el Estado no concede subvenciones sin contrapartidas que
redunden en beneficio de la sociedad. Entendemos que la contrapartida constitucional exigida a
todos los centros subvencionados con fondos públicos favorece a los alumnos y a los padres, cuyo
derecho a elegir el tipo de educación que desean de acuerdo con sus convicciones queda mejor
garantizado con la gestión democrática de dichos centros. Pero cómo - se dirá -, ¿no es
precisamente ese derecho la madre del cordero y el argumento fundamental que esgrime la Iglesia
ante el Estado para defender todas sus pretensiones en el campo de la enseñanza? Sí lo es, lo ha sido
desde el principio y no ha variado en los últimos años; pero la postura de la Iglesia no ha sido
coherente y no ha sacado de ese derecho todas las consecuencias.
Al intervenir la Iglesia en favor del derecho de los padres ha pensado más en sus intereses.
Si continúa vigente el actual Estatuto de Centros Escolares, el derecho de los padres quedará
definitivamente intervenido por la Iglesia y cesará ante las puertas de los colegios de la Iglesia que,
como es sabido, tienen su propio ideario a salvo de toda crítica de los padres, de los profesores y de
los alumnos. Y lo mismo cabe decir respecto a las clases de religión y moral católica en los otros
centros, porque es la Iglesia, la jerarquía o el magisterio eclesiástico, la que programa, censura los
textos, controla el material didáctico y presenta a los profesores de religión. Advirtiendo que la
Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis hila muy fino, mucho más fino incluso que la
propia ortodoxia católica y no permite que se enseñe nada que pudiera, no digo escandalizar , pero
ni siquiera inquietar de lejos la conciencia de los adolescentes. Es como si pensara que la elección
de un colegio de la Iglesia o de las clases de religión católica fuera como un segundo bautismo, sin
advertir que muchos eligen por necesidad o por otros motivos que nada tienen que ver con la fe, y
como si los bautizados no tuvieran ya nada que decir dentro de la comunidad de creyentes. La
Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis parece estar convencida de que no cabe dentro de
esa comunidad lo que no cabe en los textos de religión que reciben su dictamen favorable.
Este estado de cosas nos recuerda la distinción del catecismo entre la iglesia docente y la
discente: la primera son los obispos y los que reciben de ellos la misión canónica para enseñar, la
segunda los simples fieles que sólo pueden escuchar, rezar y echar unas monedas en las colectas.
Las rosas y las espinas
Una profundización en el derecho de los padres y de los alumnos acabaría con este estado de
cosas. Pero nos llevaría a la democratización de todos los centros subvencionados, a la participación
de los padres y de los alumnos en la gestión y control de lo que hacen esos centros, en la educación
y no sólo en la gestión económica de los mismos. El derecho de los padres y de los alumnos sería
un derecho permanente. Esto no significa el fin de los centros con ideario católico, porque los
padres y los alumnos siempre podrían elegir -y no de una vez por todas- ese ideario. No sería la
estatalización.
Por eso la Iglesia, la jerarquía, sospecha de tanta democracia. En noviembre de 1976,
monseñor Elías Yanes , entonces secretario de la Confederación Episcopal Española, escribía : «En
los escritos que han ido apareciendo en estos últimos meses sobre el tema de la educación no
aparece con suficiente relieve afirmado este derecho prioritario de los padres. Todo lo más, se
envuelve a los padres de manera vaga en el conjunto de enseñantes, alumnos, vecinos, etcétera. Con
hablar de socialización y democratización no se suprime la sospecha fundada de que se quiere
eliminar a los padres o reducirles a un papel secundario en la tarea de educar a los hijos». Pero no es
eso, monseñor, no son los padres de los hijos a los que se quiere reducir a un papel secundario, ni
siquiera a los padres o a las madres superioras, sino lo único que se quiere es que existan auténticas
comunidades educativas en las que todos intervengan en lo que a todos conviene. Esa es la espina
de la rosa para la «iglesia docente». Pero no hay rosas sin espinas.
22.2.1984
¡QUEREMOS LA PAZ!
Acabo de Ilegar de Donostia, de San Sebastián, donde hemos dejado a un compañero
muerto, asesinado, la última víctima por ahora del terrorismo, ¿hasta cuándo? No lo comprendo,
nadie lo comprende. En vísperas de unas elecciones limpias, democráticas, cuando existe la
posibilidad para todos de utilizar el voto, unos asesinos han utilizado contra el voto las pistolas. Han
querido asesinar aquello por lo que muchos estamos dispuestos a morir, los ideales de la
convivencia democrática. Han querido conmemorar así el 23-F, igual, exactamente igual que los
golpistas, que los fascistas de toda calaña.
¡ETA asesina! Se ha matado a un hombre por sus ideas; pero «matar a un hombre por sus
ideas no es defender otras ideas, es matar aun hombre». ¡ETA asesina!
Hemos dejado atrás una ciudad muerta, nebulosa, oscura, sucia. Pero los que hemos estado
allí esta mañana hemos visto florecer en las calles de esa ciudad muerta, nebulosa y oscura miles de
flores, cada compañero con su rosa en la mano, recogiendo el testigo de Enrique Casas Vila. Se hará
la luz, se tiene que hacer la luz, es necesario.
¡Queremos paz!, ¡queremos paz! La queremos para unos y otros, para todos nosotros. Por el
amor de Dios, los que en El crean, o por el amor de lo que más quieran los que creen en algo, que la
muerte no sea la última palabra en el País Vasco.
En este momento, sin embargo, cuando todavía tengo fresca la imagen serena del hijo de
Enrique, adolescente -¡ y con qué experiencia terrible en sus pocos años!, ¿será capaz de llevarla
consigo?-, entre el presidente Felipe y Alfonso Guerra, y oigo el fragor de los que no pudieron
entrar en el templo de Santa María, los gritos, los aplausos – por un momento creíamos que era una
lluvia torrencial- y los gritos de ¡ETA criminal!, que alguno interpretó como «ETA militar», tengo
que confesar mi confusión, mi perplejidad, la perplejidad y confusión de todos nosotros. Porque no
es el primer asesinato' porque ha corrido ya mucha sangre... y se ha dejado correr, como si lloviera.
Es terrible que el crimen se haya convertido en una costumbre. Pero pienso, también, que hay más
fortaleza en dejarse matar y que es esto, este valor, el valor de T. Benegas y el de tantos y tantos
compañeros, hermanos que se han quedado en Donostia, en Euskadi, lo que está construyendo la
paz, nuestra paz, la paz para unos y otros, para todos nosotros.
Amigos socialistas, hermanos que buscáis la paz cualquiera que sea vuestro nombre y
vuestra ideología, un saludo desde Aragón, desde Zaragoza en donde la vida, hay que reconocerlo,
nos es más llevadera.
27.9.1987
SOLIDARIDAD CONTRA COMPLICIDAD
Muchas de las palabras que se utilizan en el discurso moral son susceptibles de albergar
significados distintos cuando se emplean en otros discursos o contextos; las «virtudes de un vino»,
por ejemplo, no significan lo mismo que las «virtudes de un santo». Sin ir más lejos la palabra
«moral» se dice de varias maneras: hay personas inmorales y personas que están desmoralizadas,
de unas y otras decimos que no tienen moral; sin embargo, la moral que les falta a las primeras no
es lo mismo que la que echamos de menos en las segundas. Porque a éstas lo que les falta es ánimo
(están desanimadas) y a las segundas honestidad (son deshonestas). Tampoco es lo mismo ser que
estar: el que es un inmoral tiene que volver a nacer, el que está desmoralizado pasa por un mal
momento y se le puede ayudar dándole la moral que necesita.
También entre l os políticos, por supuesto, hay personas inmorales y personas que están
desmora1izadas. Por desgracia los políticos que carecen de convicciones morales más profundas
suelen ser los que mantienen más alta su moral. Es una pena que sean precisamente los políticos
honestos los que se desmoralicen más a menudo, y lo es todavía mayor que no se les ayude cuando
pasan por un mal momento. De esta guisa los hombres con moral en ambos sentidos, los que tienen
honestidad y coraje, se van convirtiendo fatalmente en una «rara avis» de la fauna política, en un
mirlo blanco que por aquí entre nosotros, en Aragón, habría que proteger aun que sólo fuera para
enseñarlo como hicieron el pasado verano los vecinos de Puertomingalvo con su famoso cuervo.
Pero seguramente ésta es una propuesta insensata.
Un político desmoralizado que por lo que sea, por su talante o por las circunstancias en las
que vive, no puede levantar el ánimo y recuperarse es mejor que se retire. Para seguir luchando en
un campo tan duro como éste de la política hace falta agarrarse como el gramen y defenderse como
los cardos en los Monegros. Es necesario tener, si no todas, bastantes de las cualidades que
Maquiavelo atribuye a un hombre de “extraordinaria virtud”. He aquí de nuevo el equívoco en el
léxico de la moral. Porque Maquiavelo, como es sabido, no se refiere a la virtud como hábito
moralmente bueno sino a la energía humana, al ánimo, al coraje, a la voluntad capaz de imponerse y
sobreponerse al infortunio, de salir al paso de una situación difícil y hacerse cargo de ella con
inteligencia, con perspicacia, con resolución, con astucia, con todos los medios a su alcance. Porque
la Fortuna, que es árbitro de la mitad de nuestras acciones, nos deja gobernar la otra mitad. Sin
olvidar que, ”como mujer que es, la Fortuna se deja vencer más fácilmente por los impetuosos» y,
«amiga de los más jóvenes», prefiere a los que la abordan con menos remilgos y mayor audacia
(Cfr. El Príncipe, c. 25).
A la vista de la sentencia sobre los políticos desmoralizados, veamos qué juicio merecen los
inmorales: ¿Qué se puede decir de los políticos con la moral muy alta y la moralidad muy baja?, ¿
son buenos políticos? Y sobre todo, ¿para quién son buenos?
El ilustre florentino no se para en barras :”El que deja de hacer lo que se hace por lo que se
debe , busca su propia ruina. Un hombre que pretenda hacer en todas partes profesión de bueno
entre tantos que no lo son tiene que arruinarse sin remedio. En consecuencia un príncipe que quiera
mantenerse ha de aprender también a no ser bueno y hacer uso de ello según la necesidad lo
requiera” ( Ibídem, c.15). Si lo ¨´unico que importa es la eficacia, si ésta se demuestra en la
consecución del objetivo y si el único objetivo de un político es mantenerse en el poder caiga quien
caiga, no cabe ninguna duda de que un político inmoral puede ser un buen político. Con estos
supuestos lo verdaderamente difícil es que un hombre honesto pueda ser un buen político.
Entre las muchas obras que aparecieron después de Maquiavelo y siguiendo sus enseñanzas,
Arnold Clapmar publicó en 1605 una especie de recetario o repertorio de prácticas políticas con el
título de Arcana rerum publicarum. En esta obra se compara la política a los negocios . De la misma
manera que el negocio tiene su intríngulis , sus secretos, que no todos conocen y por eso se
arruinan, la política tiene sus arcanos. Si “la política es la política” en el sentido enque se dice que
“el negocio es el negocio”, ya podemos imaginar cuáles son sus arcanos. En efecto, se trata de una
sarta de inmoralidades que resultan muy útiles para conseguir y conservar el poder. Esta “doctrina
pestífera”, en frase de Ernst Bloch, está en los orígenes de la política de intriga y de gabinete.
En nuestros días los que siguen pensando lo mismo de la política, a pesar de la democracia,
en vez de luchar en la sociedad por la opción que su partido representa lo hacen sobre todo dentro
del partido por “il bene essere suo». Si «la política es la política» como «el negocio es el negoicio»,
sigue siendo importante, no cabe duda, vender un programa para ganar unas elecciones, pero lo
decisivo -en especial cuando “las siglas se venden solas»- es quién se se lleva los beneficios, quién
entra en las listas. Por eso los partidos se convierten en campos de batalla y vemos cómo aparecen y
desaparecen las «familias» y las mayorías de complicidad. Las mayorías de complicidad son
inestables porque carecen de cohesión ideológica. Mientras la participación en los mismos valores
morales lleva a la solidaridad y no plantea problemas de reparto (todos pueden participar de los
mismos valores sin que estos disminuyan), la participación en los beneficios lleva a la discordia y a
la disolución de las mayorías de simple complicidad.
Una política fundada en las maquinaciones, la intriga, la confabulación, las traiciones, en lo
bueno y en lo malo según las conveniencias y por lo tanto inmoral, orientada solamente al interés de
cada cual, no es una política democrática y participativa. Por supuesto, no es una política socialista.
Podemos tener otra idea más noble de la política, nadie lo impide. Pero ése no es el
problema. De hecho todos los demócratas manifiestan tener otra idea y a nadie se le ocurre en una
campaña electoral decir que lo único que le importa es el poder. El problema es si podemos tener
otra realidad. Por mi parte confieso ingenuamente que así lo creo. Pero habrá que demostrarlo, y
esto depende de que en los partidos haya militantes con mucha moral en todos los sentidos. A esa
política la llamaremos solidaridad. Solidaridad contra complicidad.
30.9.1987
LA POLÍTICA COMO REPRESENTACIÓN
El presidente de las Cortes publicó recientemente un artículo en el que se quejaba
amargamente por el trato discriminatorio del que ha sido objeto Aragón por parte del ministro señor
Almunia quien, como es notorio, no asistió a la toma de posesión del nuevo presidente de la
Diputación General. Incidentes protocolarios de menor escala se han producido estos días en los
ayuntamientos de Ariño y de Gurrea de Gállego. Los profesores Olaechea y Ferrer recuerdan que el
conde de Aranda prestó siempre mucha atención a las cuestiones de protocolo: «Casi la mitad de los
despachos, en su primer año de misión en Varsovia, están consagrados a los diversos
procedimientos y subterfugios empleados para no ceder jamás el paso a su colega francés...» (El
Conde de Aranda I, p. 34 s.). Pero los aragoneses, por desgracia, no nos distinguimos precisamente
por guardar las formas.
Si los políticos se muestran a veces quisquillosos en el protocolo es porque su oficio consiste
en representar. No es extraño que en griego clásico la palabra “liturgia” se refiera a actos que hoy
se llaman «políticos». El protocolo contiene las rúbricas de una liturgia en la que se representa y se
celebra el poder. En la representación cada uno de los personajes ha de ocupar el lugar que le
corresponde según su rango y ha de comportarse de acuerdo con la autoridad que ostenta. Cuando
los actos públicos discurren conforme al protocolo se puede ver en ellos qué es y cómo se organiza
un Estado. De lo contrario se convierten en una ceremonia de confusión, pero siguen siendo un
espectáculo.
Como es obvio la política se extiende también a otro tipo de representaciones. Los políticos,
que están siempre representando, nunca son lo que representan (y menos aún lo que se figuran). No
es que jueguen siempre de farol o que sean todos unos hipócritas. Lo que pasa es que no son el
cargo que representan, ni el partido político, ni la ideología, ni por supuesto los electores que
representan. Se supone que esta diferencia se hace en beneficio de lo «representado» o
«representados» y no de los «representantes», aunque dada la diferencia los políticos puedan abusar
del cargo, traicionar al partido, falsificar la ideología y suplantar a los electores. Un político es un
hombre que por representar representa incluso el papel de «representante político» y todo depende
de que sea o no un buen actor para desempeñar ese papel.
Escribe Aranguren: «Que la política actual (pero no sólo la actual...)consiste en pura
representación, es algo que hemos dicho algunos y saben hoy todos. Pero prendidos aún del mito
existencialista de la autenticidad, muchos oponen el mundo intelectual, en cuanto considerado como
verdadero, al mundo de la farsa política, cuando lo cierto-incierto es que toda la cultura es
concebible como 'representación' y tan 'actores' fueron Camilo J. Cela y Dalí o son hoy Agustín
García Calvo y Umbral, como Adolfo Suárez y Felípe González. La única diferencia real-irreal
consiste en que unos actores, los más, son malos y otros, los menos, buenos» {Sobre imagen,
identidad y heterodoxia, Madrid 1982, p. 14). Y más adelante lo aclara con su aguda observación:
«El 'des-nudo' del castellano, frente al 'nudo' de otras lenguas (...) contiene un enorme acierto, el de
decirnos la imposibilidad, para el ser humano, de alcanzar la desnudez» (Ibídem, p. 26). En efecto,
si “mudo” significa «desvestido», «des-nudarse» significa «vestirse de otra manera».
Si siempre andamos vestidos de algo no se justifica la pretensión de andar de auténticos por
todas partes, pero menos en aquellas situaciones o menesteres en los que se espera que
representemos bien un papel como sucede en el teatro y en la política. Sin embargo, es precisamente
aquí donde se interfiere el narcisismo con más fuerza. Y es que la ocasión hace al ladrón como el
público a los narcisos. El que entra en escena tiene que procurar que el público vea sólo al personaje
que representa. Pero, ¿cómo impedir que se infiltre en el escenario un personaje tan importante
como «uno mismo», aunque no lo haya previsto el autor seguramente por desconsideración o
inadvertencia?, ¿por qué evitar la autocomplacencia?, ¿por qué no dejarse ver y verse uno a sí
mismo en el escenario?, ¿ha de perderse el actor el espectáculo que está dando?
Vayamos directamente al grano, a la política. En una campaña electoral se buscan los
aplausos y, sobre todo, los votos. A una situación teatral se añade otra de mercado: hay que vender
unas siglas (la «firma» ), una candidatura y un programa (el «producto»). Las circunstancias obligan
al político a comportarse como un representante en un doble sentido (el desplazamiento semántico,
que no el desliz, inclina la balanza a favor del representante como agente comercial). Para ello
deberá tener una buena imagen que refuerce el mensaje y sirva de soporte a la campaña, sobre todo
si además de hacer la campaña encabeza las listas. Pero esa imagen no es necesariamente la que
tiene en la vida cotidiana y menos en el círculo de los más próximos, sino la que convenga al
partido que representa y mejor se acomode al gusto de los electores. Sólo cuando las circunstancias
lo aconsejen abandonará esa buena imagen oficial para simular que muestra su propia imagen, pero
que sigue siendo la que interesa.
El papel que representa somete al político a una servidumbre de la que pudiera tener la
tentación de resarcirse. ¿De qué manera? Primero utilizando el subterfugio de un mal actor en el
escenario, haciéndose notar por encima de lo que representa y derivando la atención del público
hacia su persona. En segundo lugar, convirtiéndose en empresario de su buena imagen, traicionando
a la empresa y llevándose la clientela como hacen a veces algunos viajantes.
Los narcisos infiltrados en la política, estos representantes que saben tanto de negocios o que
aprenden tan deprisa, son los que arruinan a los partidos políticos y los que hacen su agosto. Son los
que cultivan su propia imagen y su propia parcela en beneficio propio. Son expertos en la
negociación, y la negociación tiene para ellos un sentido inequívoco.
31.10.1987
TÉCNICOS Y POLÍTICOS
De los emperadores romanos se conservan más imágenes en los museos que palabras o
textos en los archivos. Los emperadores romanos -y no sólo los romanos, evidentemente-
multiplicaban su imagen y la difundían por todas partes con la voluntad de ocupar simbólicamente
el territorio dominado, lo que explica la abundante iconografía conservada. Pero eso es nada en
comparación con lo que vemos en nuestros días. Porque a los medios tradicionales, como acuñar
moneda con la propia imagen y ordenar la colocación de retratos oficiales en los edificios públicos,
se añaden otros más sofisticados y eficaces, como la televisión, para conseguir el mismo objetivo.
«El predominio de la fotografía sobre la grafía -escribe Aranguren- nos ha llevado del
cultivo de la imagen a la cultura de la imagen”. Es comprensible que en esta nueva cultura el uso y
el abuso de la imagen en la política haya crecido desmesuradamente. Porque está comprobado que
una imagen vale más que mil palabras; es decir, que una sola imagen repetida mil veces en una
campaña electoral capta más votos que mil palabras articuladas en un discurso coherente. Una
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  • 1. ENTRAR EN RAZÓN CUESTIONES DE ÉTICA Y POLÍTICA JOSÉ BADA ZARAGOZA, 6 DE DICIEMBRE DE 2015
  • 2. EN EL PRINCIPIO FUE PERO.....
  • 3. HOY ES EL DÍA Y lo que sigue, amigos, letra pequeña. Hojas recogidas en otoño, artículos publicados en papel que el viento se llevó y hoy, a mi edad, mando a las nubes para aliviarme y hacer sitio a los amigos. Con un abrazo. Pepe, el autor.
  • 4. 21.9.1982 ENTRAR EN RAZÓN En el Foro sobre el Hecho Religioso que acaba de celebrarse en Madrid con la participación de un centenar de intelectuales, profesores y políticos, de todas las tribus y los pueblos de España, se ha estudiado el problema de una ética civil o pública en un estado aconfesional. Hay que decir que en este país y para un foro de estas características, difícilmente podía elegirse otro tema de mayor urgencia y actualidad. El número de asistentes y de ponencias presentadas, superior al de años pasados, ha venido a confirmar el acierto de esa elección. Incluso podría decirse que el desarrollo de los debates en el pleno y de los trabajos en los diferentes grupos, más deslavazado y menos satisfactorio desde un punto de vista metodológico que en otras ocasiones, se ha debido en parte al interés despertado por dicho tema. Pero el interés manifestado, como era de presumir, tenía que correr en este caso a la par con la complejidad del problema. En efecto, apenas planteada la cuestión ya se discutía su planteamiento. Aparecían serias dificultades para llegar entre todos, si no a la respuesta definitiva, por lo menos a una vía de acceso para avanzar juntos en la mejor dirección. Se veía la necesidad de llegar a una ética razonable y razonada, de contenidos universalizables, laica, objetiva, verdaderamente pública y civil. Pero, asimismo, que esa ética, condición de posibilidad del pluralismo y base para una convivencia civilizada, no debería conducir a la homologación y a la nivelación a la baja de opciones y conductas, porque esto lleva siempre inexorablemente a la ordinariez y al aburrimiento moral en la sociedad. En este contexto, la ponencia de J.A. González Casanova tenía la virtud de situar el problema de la ética pública en sus justos límites históricos. Mientras que la de Marciano Vidal proporcionaba, a mi entender, la definición de los términos y un lenguaje común que permitía discutirlo entre todos razonablemente. El primero, en un fino análisis histórico, explicaba muy bien cómo y por qué “la tradición más constante en la ética pública española es, paradójicamente, el carácter privado de la misma”, y nos enfrentaba con el vacío y con el reto de llenarlo, quizá, a partir del consenso logrado en la Constitución vigente, entendida no sólo como ley de leyes sino como el «mínimo ético» en el que convergen las diversas opciones morales existentes en la sociedad y, por tanto, como la cota más abajo de la cual no es posible realizar ningún proyecto válido de convivencia. Se nos invitaba así a entrar en razón o a ponernos en razón, pero soslayaban uno y otro el problema de la fundamentación de la ética en general. Posiblemente hubiera sido más provechoso que, en vez de hurgar y socavar en los fundamentos trascendentales, se hubiera aceptado la invitación de los ponentes a entrar en el terreno de la razón histórica y a usar en adelante el lenguaje ordinario y democrático. Pero esto es muy difícil no sólo en la república de las letras, sino también, y ese es el problema, en la república de los hombres. Aún así, hay que reconocer que las incursiones filosóficas, teológicas y aun mitológicas que se produjeron, consiguieron poner al descubierto, por si hacía falta, los límites de la razón ilustrada o de la modernidad y, en consecuencia, las deficiencias de una ética civil burguesa. Y esto permitía adivinar, por otra parte, que «hay otras razones que la razón no conoce», y que es justo y razonable dar expresión a lo irracional en un lenguaje festivo, o evangélico, o testimonial, siempre y
  • 5. cuando esta expresión no se imponga como lenguaje ordinario y norma universal de conducta para los no creyentes. Volviendo a la ponencia de González Casanova, habría que destacar el hecho comprobado históricamente de que en España no hemos pasado por la modernidad, y que el retraso en la construcción de un Estado moderno (y no la desconfesionalización del Estado) es la causa de la carencia que padecemos de una ética pública. La única moral sociológicamente relevante en este país ha sido durante siglos la moral católica. Una moral fundada en la religión, preocupada por los deberes para con Dios, para con uno mismo y para con el prójimo, pero con muy escasa sensibilidad en lo que respecta a la vida pública y a las responsabilidades frente a la comunidad democrática. Cuando esta moral espiritualista e individualista, orientada más a la salvación del alma que a la salud pública, ha sido ejercida por el príncipe o por el caudillo, ha fungido, indebidamente, como ética pública. Pero una ética privada que funge como ética pública no es más que la ética de los privados, de los validos, del fulanismo y de las clientelas, en la que el bien común, el interés público y la razón de Estado son referencias éticas que tienen por objeto el comportamiento de un autócrata que dará cuentas a Dios, y en todo caso a la Historia, pero en modo alguno a los ciudadanos. Si cambiamos de tercio, y de una visión histórica del problema, o diacrónica, nos acercamos a una visión sincrónica o, mejor, sociológica del mismo, tendremos que recurrir posiblemente, si queremos denunciar la causa de nuestras desdichas, al análisis de Max Weber y en concreto a la distinción que señala entre lo privado y lo público como rasgo característico de una sociedad moderna tal cual suponemos en los medios urbanos. Para Max Weber la ciudad no es un pueblo grande o una población muy numerosa, sino que se define por su forma de vida o por el tipo de relaciones que prevalecen entre sus habitantes y que él compara con las mercantiles. En un mercado la gente se reúne con la única finalidad de comprar y vender. Lo que hay en el mercado -además de mercancías- son compradores y vendedores, y como tales se aceptan los unos a los otros. La racionalidad del mercado declara inconveniente cualquier tipo de relaciones que no sean objetivas; en un mercado serio, de verdad, no se hacen precios de amigo y nadie cuenta en él sus problemas personales, porque esto no interesa. Este tipo de relaciones, característico según Max Weber de la vida pública, es el que prevalece en el medio urbano. No es que en la gran ciudad no haya vida privada, todo lo contrario, la ciudad hace libres y permite proteger mejor la intimidad y elegir a los amigos con los que compartir lo más personal. Lo que sucede es que en la ciudad, a diferencia de lo que pasa en los pueblos, se distingue claramente entre lo público y lo privado. Lo pueblerino, frente a lo urbano y moderno, consiste en la confusión de lo uno y de lo otro y en el predominio de una esfera en la que lo privado se publica y lo público se privatiza inevitablemente. El alcalde, por ejemplo, no deja de ser para sus vecinos el hijo de la tía María, cuyos defectos, vida y milagros se conocen y se tienen en cuenta. El medio urbano y moderno está aún escasamente extendido en España. Si nos fijamos en el tipo de relaciones que se mantienen a menudo y en la confusión que observamos a veces entre lo privado y lo público, puede parecernos que grandes ciudades como Zaragoza, por ejemplo, no son más que pueblos grandes. Vemos con frecuencia que los problemas públicos, políticos o administrativos, se enfocan desde un punto de vista privado o subjetivo y que lo personal enrarece y corrompe incluso las relaciones objetivas, vaciándolas de todo sentido objetivo. Los hábitos de una población rural no arraigan en una gran ciudad, pero se hacen valer en ella por algún tiempo cuando quienes la habitan proceden mayormente de los pueblos por aluvión. La carencia de una ética civil y pública, fundada en la razón, se explicaría así por la carencia de relaciones públicas y objetivas, sin acepción de personas, como son las relaciones típicamente mercantiles y , en definitiva, por una falta de modernización. Bajo tales supuestos, para abordar los más graves asuntos que conciernen a todos los ciudadanos, se echaría mano de una ética de privados y de fidelidades personales o de otra particular en cualquier caso.
  • 6. 8.10.1982 EN EL PRINCIPIO ERA LA PREGUNTA Hay preguntas que inauguran el comienzo de una nueva época, no sólo en la historia del conocimiento, sino también en la historia de los cambios sociales y políticos. Así, por ejemplo, la pregunta del Abate Sieyès: «¿Qué es el tercer estado?» Pero las preguntas revolucionarias, que introducen cambios cualitativos en la historia, son muy pocas. La gran mayoría son preguntas que podríamos llamar «reformistas»; esto es, plantadas/planteadas dentro de un sistema establecido y no sobre el sistema. Hay también preguntas retóricas que no merecen el nombre de tales, pues en ellas se pregunta por preguntar. Lo característico de una verdadera pregunta es que nos lleva a otra, como una semilla a otra semilla; porque toda respuesta envuelve, como el fruto, a otra pregunta. Por eso, el que se atreve a preguntar de verdad no acabaría nunca. No podemos extrañarnos, en consecuencia, que todos los regímenes autoritarios aborrezcan la pregunta, no así el interrogatorio que es otra cosa. En efecto, los regímenes autoritarios someten la pregunta a riguroso control para que no se produzca el «despadre»: los súbditos, como los niños, «no hacen preguntas». A los súbditos y a los niños se les dan hechas las preguntas, con el único objeto de que encajen las respuestas que deben encajar, siempre de acuerdo con la lógica del sistema. La enseñanza autoritaria corresponde fielmente, como perro guardián, al estado autoritario. Por el contrario, una sociedad pluralista que se precie y un estado democrático toleran y fomentan toda clase de preguntas. En una democracia se puede y se debe interpelar al gobierno, se puede y se debe pedir explicaciones a los responsables, se puede y se debe hacer preguntas a los maestros... Como se puede y se debe escuchar a las minorías, a los disidentes, a los autodidactas y a los analfabetos. Profundizar en la democracia significa, a mi entender, crear un clima propicio a las preguntas más sorprendentes, lo que implica abrirse el cambio sin temores y confiadamente. Al cambio y al diálogo. Cuando a un catálogo de preguntas permitidas hay que responder con un repertorio de respuestas dadas, cuando ya no es licito hacer preguntas impertinentes o no pertinentes al sistema de preguntas y respuestas al uso, la cultura se detiene y la educación es imposible. Aquélla se convierte en un disco rayado o en un circulo mágico del que es muy difícil salir, y ésta no es más que domesticación. Los verdaderos educadores han ejercido siempre el arte de Sócrates, el hijo de la comadrona Fenareta. Han estimulado como él toda clase de preguntas, cultivando el diálogo y ayudando a dar a luz todo lo que las preguntas entrañan. Pero los padres de la patria, retóricas y sofistas, lo acusaron de corromper a la juventud, y lo condenaron a beber la cicuta. Sin embargo, desde entonces, posiblemente no hay una metáfora más luminosa de lo que es la verdadera educación que la mayéutica, esto es, el arte de ayudar a dar a luz. Y por eso recordamos a Sócrates, mientras que a los sofistas se les recuerda, entre otras cosas, por haber sido los primeros en cobrar a cambio de sus lecciones. Las preguntas son como las semillas. No hace mucho recuerdo haber escuchado una inteligente observación de N.N. sobre la importancia de las reservas genéticas para el progreso de
  • 7. la humanidad, de mucha mayor importancia –decía mi amigo- que las reservas petrolíferas, y comentaba que algunas gramináceas que hace algunos años nos pudieron parecer inservibles hierbajos han contribuido a incrementar la producción del trigo y a disminuir el hambre en el mundo, y daba otros ejemplos semejantes, para concluir que la variedad es fecunda y que no hay nada despreciable en la naturaleza. La selección de semillas y su manipulación genética para obtener otras variedades, debe hacerse de manera que no repercuta negativamente en la reducción de esa variedad. Todo el potencial genético de la naturaleza debe ser protegido, porque nada es superfluo para una economía que por definición administra la escasez. Lo mismo cabe decir de las preguntas. Seleccionarlas y someterlas a control hasta el extremo de eliminar o silenciar las que no interesan a la cultura dominante es un peligro grave para las personas y para la sociedad en su conjunto. La programación y la homologación de la enseñanza y de la cultura, tal y como se practica en la escuela (sobre todo en la escuela con «ideario»), pero también en los medios de comunicación, en la investigación aplicada y dirigida por la industria y , a fin de cuentas, muchas veces por la industria de la guerra , puede ser incluso más peligrosa y de peores consecuencias que la falta de escolarización. No podemos olvidar que hay un «darwinismo cultural> que extrapola y pervierte las leyes de la naturaleza, o de la selección de las especies, y constituye el reducto ideológico de todas las dictaduras y totalitarismos. Una política cultural y una política educativa sólo pueden entenderse como mayéutica, como el arte de ayudar a dar a luz lo que se concibe sin arte ni parte de una cultura dominante. Por tanto, no puede programarse a partir de respuestas dadas, sino a partir de las preguntas vivas que surgen en la vida de los ciudadanos. 21.9. 1982 LA ENSEÑANZA DE LA ÉTICA Por estas fechas los alumnos que accedan al primer curso de Bachillerato o de Formación Profesional y que no opten por la enseñanza de la Religión y Moral Católica, deberán inscribirse en los cursos de Ética. No obstante, si el número de alumnos inscritos del mismo curso y centro no llegaran a veinte, en dicho centro y curso no se impartirá la enseñanza de la Etica, por lo que esos alumnos «serán declarados exentos” de dicha asignatura. Es lo que dice la Orden del Ministerio de Educación «sobre la enseñanza de la Religión y Moral Católica en Bachillerato y Formación Profesional» (16-7-1980), que fue publicada en el Boletín Oficial del Estado acompañada del correspondiente «anexo que se cita» respecto a la enseñanza de la Etica. La normativa en cuestión adolece, a nuestro juicio, de una filosofía que subyace también en otras semejantes y que tienen que ver de algún modo con la Iglesia Católica expresamente nombrada en la Constitución. Tal es el caso de la normativa sobre el divorcio civil, con todas sus cautelas, y tal parece ser que suceda con el llamado «impuesto religioso» que ha de llegar sin duda si Dios no lo remedia. Esta filosofía consiste en el prejuicio de que en un país como el nuestro, «tradicionalmente católico», y «reserva de los valores cristianos de Occidente”, no deben darse facilidades a los que no creen y ha de evitarse que los agnósticos, los ateos y los que no quieren ser católicos, apostólicos y romanos, saquen ventaja alguna del ejercicio de la libertad de conciencia. Por tanto, el que no opte por la enseñanza confesional de la Religión y Moral Católica deberá estudiar Ética, y el que no esté dispuesto a contribuir con el «impuesto religioso» a mantener la Iglesia no ha de gozar por ello de
  • 8. ventaja ni desgravación fiscal. Ética no confesional En esta filosofía, que es ideología en el sentido más estricto, aparecen los ribetes de una intransigencia y de una intolerancia residual típica del nacional-catolicismo en la nueva situación. Pero esto no beneficia a nadie, ni siquiera a la Iglesia cuando se entiende como una comunidad de creyentes, porque la fe -dice esa Iglesia- es libre y no puede imponerse, de modo que la menor sombra de intolerancia repercute sobre ella misma y hace increíble su mensaje. Pero menos que a nadie beneficia a los demócratas en su empeño de ampliar y profundizar la democracia. Sin pretenderlo nos hemos metido en una canción que no queríamos entonar el este artículo, pero que ha sido inevitable. Ya que hemos comenzado, conviene advertir quizás que esa «canción de la tolerancia que nos falta» deben escucharla igualmente los laicistas y los anticlericales viscerales y decimonónicos, que no los que defienden una verdadera laicidad. Me refiero a todos aquellos que, entre otras cosas, propugnan que se suprima sin contemplaciones todo tipo de enseñanza de la Religión en la escuela pública y subvencionada. Porque lo razonable y democrático en una política educativa verdaderamente laica, y no sectaria, sería que tanto la Religión como la Etica figuraran en los programas como asignaturas normales, es decir, ordinarias y obligatorias (si es que todavía tenemos que usar este lenguaje equívoco y decir «obligatoria», cuando la enseñanza es para el alumno, ante todo, un derecho y para el Estado un deber de satisfacerlo). Evidentemente no postulamos la enseñanza obligatoria del catecismo en la escuela y, menos aún, en paridad con la Ética. Defendemos la enseñanza crítica y no confesional de la Religión, o de la cultura religiosa, lo mismo que de la Ética. Esto acabaría con muchos errores y desafueros. Pero supone la voluntad política de realizarlo y una alta estima por la Ética que no vemos, hoy por hoy, en ninguna parte. Por eso se ha llegado a una componenda: la Religión será en adelante materia optativa -¡ pues no faltaría más!- ,pero se introducirá la Ética como un sucedáneo obligatorio para los disidentes. Eso es lo que se desprende, sin duda, de la Orden Ministerial, y lo que está sucediendo de hecho en muchos colegios. Ahora bien, si alguna asignatura está en su lugar dentro de la escuela pública y democrática es precisamente aquella que prepara y educa para la democracia. Y esa asignatura es la Ética civil. La llamamos así (aunque bien podría llamarse «humana» o «racional», no para distinguirla frente a otra eclesiástica o militar, pongo por caso, sino para destacar que se trata de la común o general de todos los ciudadanos, porque comprende aquel mínimo ético sin el que la democracia resulta imposible. Fundada en la razón y, en cierto modo, consensuada por todos los que entran en razón, la Etica civil es el fundamento de la democracia. Es la Etica en la que podemos entendernos todos y para entendernos todos los ciudadanos, aunque no todos la vivamos desde unas mismas opciones o creencias. Es el mínimo ético que puede y debe ser asumido por todas las iglesias que disfrutan de libertad religiosa y por todas las ideologías que disfrutan de libertad de expresión y propaganda. Ética civil La crisis que padecemos es una crisis moral, y no sólo una crisis económica, pues es una crisis de civilización. Nada hay tan urgente como un rearme moral si no queremos armarnos los unos contra los otros para la guerra, el terrorismo y la violencia de toda calaña. Como ya pensaba Montesquieu, las mejores leyes no sirven de nada sin las buenas costumbres. Si no queremos padecer el fatal destino de los trogloditas, necesitaremos elevar entre todos el nivel ético de la sociedad. Es así como se consolida, se amplía y se profundiza un régimen de libertades. Una buena Constitución no es suficiente. Vivimos en una sociedad pluralista. Esto quiere decir que en ella hay pluralidad de ideologías, de poderes y de intereses. Pero el pluralismo es algo más que una constatación empírica. Es un concepto moral. La simple existencia de aquella pluralidad podría encubrir aún una muchedumbre de totalitarismos contrapuestos y enfrentados hasta la eliminación de todos menos uno. El pluralismo como concepto y como praxis moral es lo que hemos llamado
  • 9. Ética civil, algo que debe ser enseñado y en lo que todos debemos educarnos constantemente. También en el Parlamento, en la Administración 1ocal,en la. calle y por supuesto en la escuela. Dividir a los alumnos en dos grupos: los que estudian Religión y Moral Católica impartida como enseñanza confesional, y los que estudian Ética por otra parte, es educar para el enfrentamiento y no para la convivencia. Confrontada con la enseñanza confesional de la Religión, la enseñanza de la Ética puede «confesionalizarse»; es decir, corre el riesgo de convertirse en una máscara de la moral católica de siempre o de radicalizarse en forma laicista. Con lo que devendría en una ética particular, sectaria e incivilizada. Dispensar del estudió de la Ética a los que optan por la Religión o a los que, por deficiencia de los centros, no pueden cursar esa asignatura, mas que una dispensa de una obligación es la privación de un derecho: el derecho a ser educados en libertad y para la libertad, para el ejercicio de la libertad en el marco de una sociedad pluralista y democrática. 11.11.1982 ELOGIO DE LA PACIENCIA Después de la movida de la campaña electoral hemos pasado, sin pausa, a la movida de la visita de Juan Pablo II. Y a mí me parece que ahora necesitamos sosiego. No sólo eso, claro está, pero repito que necesitamos sosiego. Primero para reflexionar, para volver sobre los acontecimientos y para tomar impulso con la cabeza bien sentada. Recuerdo que, cuando era un niño, los mayores nos preguntaban si queríamos ver al Papa y, de pronto, sin esperar la respuesta, nos cogían por la cabeza apretándola con las dos manos y nos alzaban en vilo. Decían que eso era “ver al Papa”, y nos quedábamos, sin comprender , con las orejas enrojecidas. También ahora nos han hecho ver al Papa, a todos o a casi todos, a los que estaban ilusionados por verlo y a los que no querían verlo, y esta vez de verdad, porque se supone que «el Papa es para verlo». Y así los adictos lo han visto, ¡oh felices!, en carne mortal y los otros, los más sufridos, aguantando los programas de la televisión. Hemos visto al Papa caminar sobre las aguas tumultuosas del sentimiento de las masas..., y al parecer no se hundía. Pero no estamos ya tan seguros de haberlo escuchado, ni siquiera de que lo hayan escuchado aquellos que salieron a la calle y a las plazas y se subieron a las azoteas o a los árboles para verlo. Porque apenas comenzaba a hablar, la concurrencia, curiosa y fascinada, le interrumpía y le chupaba el silencio con sus gritos y aclamaciones: «Totus tuus» (éstos eran los hijos de la Obra, los más fascinados y seducidos), «¡Juan Pablo, segundo, te quiere todo el mundo!», «¡que viiiva el Papa!». No alcanzo a comprender para qué quiere la gente a un Papa al que no se le deja hablar, menos aún para qué le hace falta un Papa dormido y por qué se discute tanto si ha de dormir en Barcelona o en Madrid (en Zaragoza querían mantenerlo despierto toda la noche con una tamborrada, lo que algunos parecerá más razonable). Quizá, como he dicho antes, se supone que un Papa es para verlo y lo que importa es su presencia y su figura, el pasto de los ojos, el espectáculo. Su visita sería entonces como una epifanía, como la manifestación de los reyes cuando se dejaban ver del pueblo. Pues bien, ya hemos visto al Papa, y lo más probable ahora es aquello de «si te he visto no me acuerdo». A otra cosa. La otra cosa en este país ha sido la campaña electoral y las elecciones generales. En la campaña ha habido de todo, también grandes concentraciones y entusiasmo, quizá más contenido que en otras ocasiones, y el consabido grito tan socorrido que es una invención comunista según
  • 10. creo: «¡Se nota, se siente, Fulano está presente!» (Fulano puede ser Carrillo, Landelino, Felipe..., y el Sursumcorda). Pero en este caso la gente ha ido a escuchar, a coger la palabra para que no se escape o vuele por los aires. Partidarios y adversarios les recordarán la palabra a los líderes y, en especial, a los que se han ganado la confianza de los electores y van a ocuparse del gobierno. Por otra parte, en la liturgia de las urnas se han obtenido resultados. La primera maravilla: contra el desencanto y el golpismo, ha sido que han participado el ochenta por ciento de los electores censados. La segunda: por el cambio, ha sido que el cuarenta y seis por ciento han votado a la Rosa. ¿Quién lo iba a decir? Lo habían dicho las encuestas, pero con todo ha sido una sorpresa y casi no acabamos de creer lo que ha sucedido. ¿Lo hemos soñado? No es nada fácil distinguir entre el sueño y la vigilia, ni siquiera está claro qué debemos entender por «sueño» si es verdad que también «soñamos despiertos». Más aún, hay sueños que no nos dejan dormir. En este sentido Ernst Bloch distingue entre los “sueños de la noche” y los “sueños del día”; y añade que hay también sueños colectivos como los mitos, que son sueños de la noche, o como las utopías que son para la Humanidad los sueños del día. Los mitos se refieren al pasado, a los orígenes primordiales y deben ser interpretados. Las utopías, en cambio, se refieren a lo que está por ver y por venir, y deben ser realizadas. Un programa político para el cambio no es una utopía y, sin embargo, tiene bastante de utópico. Porque es un compromiso de la utopía con la realidad, un camino real hacia lo que todavía no existe en ningún lugar. Sin ese compromiso ya no sería un programa político para el cambio sino un programa político para que nada cambie. El radicalismo utópico que no quiere negociar, que no transige, que mantiene pura su utopía a toda costa y se niega a pagar el precio de su verificación, se muestra impotente para transformar un estado de cosas. Los que dicen: «¡Lo queremos todo, y lo queremos hoy!», se quedan sin nada. Ese radicalismo no es hijo de la esperanza sino de la desesperación, engendra la frustración y conduce a la violencia. Estamos convencidos de que el programa socialista, por lo que tiene de utópico y por lo que tiene de realista, ha conseguido poner al pueblo en estado de esperanza, y confiamos que este pueblo no rechace ahora los dolores de parto. Porque ha llegado el tiempo de parir. Todos: los que han prometido y los que se han comprometido con su voto. Para que las palabras no se queden en palabras, para que se consigan esos ochocientos mil puestos de trabajo, esa reforma de la Administración, esa educación para todos, esa profundización en la democracia..., y para ello necesitamos algo más que entusiasmo. Porque necesitamos que la esperanza se ponga a trabajar. Porque necesitamos paciencia. ¿Qué otra cosa es la paciencia que la esperanza en traje de faena, con las manos en la masa, venciendo la resistencia de la materia con habilidad, poco a poco, haciendo bien su trabajo, sin precipitación y sin descanso? La paciencia no es resignación, no es estar con los brazos cruzados a verlas venir o a ver lo que pasa, o a ver lo que hace ahora Felipe. Porque aquí no hay nada que ver y mucho que hacer. Porque el futuro es un empeño colectivo. Paciencia, una virtud denigrada que bien merece un elogio. ¿Seremos capaces de esa paciencia? ¿Será la esperanza concebida una falsa alarma, un engendro, una parida? Los sueños que soñamos, ¿son sueños del día o de la noche? Si la vida pública nos interesa sólo como espectáculo, si salimos a la calle sólo para ver , si seguimos dormidos y enajenados por los viejos o los nuevos mitos, no tenemos remedio y las cosas irán de mal en peor en este país. Pero si participamos todos responsablemente, también con la crítica leal de la oposición al Gobierno cuando sea necesario, este pueblo dará a luz, no sin dolor, a una nueva sociedad. Entusiasmo no nos falta, pero nos hace falta algo más. 30.11. 1982
  • 11. LA PAZ, UNA CUESTIÓN DE CONFIANZA Se cuenta de un padre que puso a su hijo pequeño sobre una mesa y, extendiendo hacia él sus brazos, le dijo: «Ven aquí, hijo mío». Pero cuando éste se decidió y saltó de la mesa, el padre apartó de pronto los brazos y el hijo cayó estrepitosamente al suelo. Entonces el padre sentenció: «Hijo mío, no te fíes nunca de nadie, aunque sea tu padre». Si queremos educar a nuestros hijos para la guerra, y no para la paz, ésta es una gran lección, y el método inmejorable. Los niños inocentes, incapaces de hacer daño a nadie, los pobrecitos, al perder la confianza, perderán también su inocencia y «aprenderán lo que es bueno». En adelante sabrán ya el terreno que pisan, y verán en cada hombre a un potencial enemigo. Porque «el hombre –pensarán- es un lobo para el hombre», y «el que está prevenido vale por dos», y «el que da primero da dos veces», y otras cosas de gran utilidad para andar por el mundo. Se ha supuesto que esta desconfianza y la hostilidad que genera se halla en los orígenes de la sociedad civil. Se ha escrito que los hombres, antes de convertirse en ciudadanos, vivían como individuos aislados en estado de naturaleza, cada cual con su derecho y con su fuerza para defenderlo, más tarde con su propiedad, y que se aplicaban los unos a los otros la ley del talión. Pero un día llegaron al convencimiento de que nadie podía ser tan fuerte como para poner a salvo, a la larga, sus intereses y su propia vida frente a los demás. De modo que decidieron hacer un pacto para vivir dentro de un orden, se sometieron a un poder común, fundaron un Estado e inventaron la policía. Pero de vez en cuando se preguntaban: «¿Quién custodia a los que nos custodian?». Y no hallaban entre todos respuesta convincente. No obstante, los más sabios propusieron dividir el poder, y dijeron: «Que unos sean los que hagan las leyes, otros los que nos gobiernen, y otros los que nos juzguen>. Y la mayoría comprendió que éste era el menor de los males posibles. Los ciudadanos confiaron que podían vivir seguros dentro de unos límites razonables y, excepto algunos pocos, no quisieron volver al estado de naturaleza. Pero no todos, ni mucho menos, alcanzaron a ver que la confianza era la base del pacto que habían hecho , de la seguridad o de la paz civil que disfrutaban, aunque eso sí, siempre dentro de unos límites razonables y de las leyes que se habían dado. Por eso unos confiaban más y otros menos, los unos eran como palomas y los otros como halcones. Estos tuvieron siempre más intereses que defender y, como era natural, exigieron cada vez más cautelas, más protección para sus bienes, más policía. Y la policía era cada vez más necesaria a medida que aumentaban los bienes y la desconfianza de los halcones. Las palomas, para quitarles el miedo, quisieron profundizar en la confianza mutua y convertirla en solidaridad. Pero a esto no se llegó nuca. Les quedaba otro problema, y se decían los unos a los otros: «¿Cómo vamos a defendernos de los que no han entrado en el pacto, de los que no son de los nuestros?» Y las palomas -que eran sencillos como palomas- dijeron: «Muy sencillo: hagamos un pacto con todo el mundo, ampliemos 1a confianza, y así podremos volar libremente por todas partes». Pero los halcones -que eran astutos como serpientes y muy escurridizos- contestaron: «¡Cá! ¡Nada de eso! Lo que hay que hacer aquí es una muralla». (Y es que los halcones, cuya confianza no alcanzaba ni para fiarse de su padre, siempre habían pensado en su interior que lo del pacto no había sido otra cosa que un invento para poner a salvo sus intereses individuales y , por lo de más, un sistema defensivo muy rudimentario que era preciso perfeccionar introduciendo nuevas técnicas contra los otros). Y puesto que no había suficiente confianza, pues no se conocía a los otros y vete a saber cuáles eran sus intenciones, se construyó la muralla. Los halcones reconocieron en la muralla el símbolo de la comunidad (que hacían derivar del latín cummunio, que significa construir juntos una muralla, y del mismo verbo sacaban la
  • 12. municíón). Pero las palomas, que derivaban la comunidad de otras raíces y afirmaban que venía de comunión, reconocieron el símbolo de lo que habían creado en la plaza y se esforzaban en vano por ampliar cada vez más el espacio público. Los halcones se sentían orgullosos, cada vez más orgullosos, pues habían tomado posiciones en la muralla y su posición era cada vez más alta a medida que subía la muralla, hasta el extremo que, desde su soberbia, las palomas de la plaza les parecían moscas despreciables. Las palomas, en cambio, sintieron angustia, cada vez más angustia, porque la plaza resultaba cada vez más angosta conforme la muralla seguía subiendo. Las palomas, siempre tan inocentes, no comprendían tamaño despropósito, hasta que un día se dieron cuenta de que los bienes de los halcones aumentaban a medida que subía la muralla y en proporción directa con su desconfianza. Pero entonces ya era demasiado tarde. La muralla había crecido hasta llegar al cielo y era una tremenda amenaza para todos, para los de dentro y para los de fuera. También los otros, los que no eran “de los nuestros” pero eran igualmente «muy suyos» y no querían ser menos, construyeron su propia muralla. De manera que unos y otros se miraban de reojo, apenas los unos ponían acá una piedra los otros ponían dos acullá. Si por un casual las dos murallas tenían la misma altura, unos y otros hablaban de «coexistencia pacífica», e incluso de «paz internacional». Si la una dominaba sobre la otra, los más fuertes hablaban de «pacificación”. Pero como las murallas seguían subiendo más y más, por falta de confianza, un día se precipitaron sobre unos y otros ante una falsa alarma. Los halcones dijeron: «Ha sido un fallo técnico». Y las palomas: «Ha sido un fallo humano». Pero la ruina vino sobre los halcones y sobre las palomas de uno y otro lado. Moraleja La relación Yo-Tú (Nosotros-Vosotros) es como una encrucijada. A partir de ahí se puede llegar a la fraternidad o al fratricidio. Se llega a la fraternidad cuando esta relación , con todos sus conflictos y diferencias, se resuelve y se salva en la relación Yo y Tú (Nosotros y Vosotros), en un Nosotros universal en el que a nadie se excluye. Pero para que esto sea posible hace falta confianza, una confianza que vaya siempre un poco más allá de los límites razonables. De lo contrarío se llega al fratricidio: la relación Yo-Tú se pervierte en oposición irreconciliable, para ser Yo o Tú, y a fin de cuentas, ni Tú ni Yo. Porque todo fratricidio es un suicidio colectivo. Los que no quieren vivir unidos y solidariamente hasta que la muerte los separe, se atacan unos a otros hasta que la muerte los una. También el fratricidio supone una desconfianza que vaya más allá de los límites razonables. De modo que más acá del fratricidio y de la fraternidad, todo es camino. O caminos, porque en uno se exceden los límites de la confianza razonable hasta el amor y en el otro los límites de la desconfianza razonable hasta llegar al odio. El amor en grado sumo ya no es de este mundo, el odio en grado sumo acaba con él. 30.12.1982 ÉTICA Y ESTÉTICA Una cosa es el dolor de muelas y otra muy distinta, quién lo duda, el recuerdo de un dolor de muelas. Porque en el recuerdo no nos duelen las muelas. Bien es verdad que hay recuerdos molestos, desagradables y penosos, y que por esa razón preferimos a veces olvidar. No obstante, no es lo mismo el sufrimiento que nos causa un recuerdo que el sufrimiento realmente pasado y que
  • 13. después podemos recordar . Consideraciones como éstas me venían a la mente a raíz del estreno en Zaragoza de la obra La luz del túnel, adaptación teatral de la novela autobiográfica de Roque Dalton. Pensaba, en efecto, que el tremendo sufrimiento del pueblo salvadoreño, que ahora mismito está pariendo con dolor su liberación, dista mucho de la experiencia teatral y de la emoción que pudo sentir el público zaragozano en la representación de esa obra. Unir cosas tan distintas y tan distantes como el teatro y la vida, intentar comprometer a un público acomodado en sus butacas en la tragedia que otros están padeciendo, para cambiar su actitud estética -pues van a ver- por una actitud ética preocupada por lo que deben hacer por El Salvador es encomiable de todos modos pero sumamente difícil. Otros lo intentaron y fracasaron. Como es sabido, a finales de los años 20, Piscator y B. Brecht llevaron a escena en la plaza de Nollendorf, en Berlin, algunos episodios de la revolución proletaria. Quisieron hacer algo más que teatro sin dejar de hacer teatro, quisieron ayudar.Pero el anciano Brecht recordaría más tarde que aquello fue ciertamente una revolución, pero del teatro y en el teatro y en modo alguno de la sociedad y en la sociedad. El público había apreciado sólo estéticamente unas representaciones llevadas a cabo por impulsos éticos. ¿Cabía esperar otra cosa? Carlos Marx, refiriéndose a todos los filósofos que le precedieron, escribió que se limitaron a interpretar el mundo y que era hora de transformarlo. Análogamente hay quienes piensan que en el teatro y desde el teatro lo único que puede hacerse es interpretar el mundo. Fuera del teatro la critica radical a la estética burguesa condujo al drama documental, al teatro político y, por fin, al teatro del absurdo. En el drama documental se llevó a escena la actualidad, haciendo acopio de informes y documentos, y ordenando el material como un proceso, con el ánimo de comprometer al público y de obligarle a pronunciar sentencia sobre lo que estaba sucediendo en realidad y no sólo en el escenario. En el teatro político se abandonó teóricamente el escenario, pero no en la práctica, y se quiso convertir el teatro en el ámbito de una acción política real en la que actores y espectadores debían participar. La acción podía terminar entonces con una colecta de apoyo a unos trabajadores en huelga o con una manifestación. Pero llevada hasta las últimas consecuencias, esa tendencia obligaba a dejar para siempre el teatro: en 1936, el actor alemán Ernst Busch, junto con otros muchos artistas, se alistó en las brigadas internacionales para luchar en España. (Entre paréntesis y de pasada recordemos el caso del sacerdote Camilo Torres, que dejó de celebrar la eucaristía para alistarse a la guerrilla. La liturgia y el teatro no son magnitudes incomparables, como demuestra ya la historia del teatro. Podemos decir también que al drama documental corresponden las «vigilias políticas» que se celebraban en Colonia, o quizá se celebran todavía, y las misas «politizadas» bajo el régimen franquista). Como no podía seguirse en esa línea y con esa lógica, los que siguieron en el teatro crearon, contra toda lógica, el teatro del absurdo. Se negaron a cualquier representación objetiva y a toda interpretación para expresar así que la realidad social es o se ha vuelto opaca e impenetrable para el actor, y que no dispone de medios estéticos para cambiarla, o para influir eficazmente en su público y hacer que los espectadores se decidan a eliminar el mal que los hombres causan a los hombres. Porque nadie puede producir la buena voluntad, aparte de que esto seria aún más terrible y acabaría con la libertad humana. Sin embargo, reconocer los limites del teatro y de las prácticas estéticas en general no justifica, a nuestro juicio, su abandono, por más que sea comprensible en situaciones limite y bajo la premura de unas circunstancias que obligan a actuar. Pero no debemos olvidar que dejar el teatro para hacer la revolución es dejar sin hacer la revolución del teatro. Toda nuestra actividad es una práctica que nos transforma también a nosotros mismos. Al labrador se le pone la cara de labrador , al banquero de banquero, el maestro tiene cara de maestro y un militar se parece a un militar. Pero
  • 14. no es sólo la cara lo que cambia, sino también los modos de pensar y las maneras de comportarse, los sentimientos, las actitudes, etc. Las actividades que ejercemos influyen en nosotros para bien o para mal. Las prácticas económicas y las políticas transforman al hombre al transformar su medio natural, con todos los recursos, y su medio social con sus instituciones, leyes, etc. Estas prácticas son útiles, nadie lo pone en duda. Con ellas producimos instrumentos y objetos de uso y de consumo, construimos nuestro mundo y nuestra sociedad, hacemos nuestra vida y organizamos nuestra convivencia. Pero hay que vigilarlas y someterlas a normas éticas y razonables, porque todo lo que hacemos se nos puede ir de las manos. En cambio, las prácticas estéticas, como el teatro y las artes, son prácticas expresivas y significativas y por eso, a veces, nos parecen «inútiles», aunque no hay ningún pueblo culto que pueda prescindir de ellas. Lo que se obtiene con las prácticas estéticas no es un instrumento, ni un objeto de uso o de consumo, sino un sentido, algo bello, grato y gratificante, que merece ser contemplado y celebrado por si mismo. Nuestros sentidos, ante una obra de arte, se vuelven teóricos, abandonan el reino de la necesidad y de la preocupación y anticipan el reino de la libertad. En la experiencia estética, aunque no sólo en ella, descubrimos lo inapreciable y extraordinario, los valores, el fundamento y el motivo de todo lo que hacemos. No hay ética sin estética. De ella nos viene el gusto por el trabajo bien hecho, y la «moral» que necesitamos para hacer lo que debemos. Por tanto, las prácticas estéticas no necesitan justificarse por su utilidad o porque estén al servicio de otros fines. En circunstancias normales un teatro politizado consigue lo contrario de lo que se pretende. Porque la confusión de la ética y la estética, del deber que nos agobia y del placer que nos alivia, es el caldo de cultivo en el que se mueven como peces en el agua los revolucionarios de salón, o de festival, creando en ellos la falsa conciencia de que participan en la política cuando lo único que hacen es aplaudir en el teatro; o a la inversa, creyendo que en la vida pública deben comportarse a ser posible como actores y, en todo caso, como público. De modo que no se comprometen ni con las prácticas estéticas ni con las prácticas políticas, y a veces incluso tampoco con las económicas, lo que les permite flotar en la ambigüedad. ¿No seria preferible acabar ya con ese equivoco? Por eso, cada cosa en su sitio, sin confundir ni separar lo uno de lo otro, relación dialéctica y fecunda. 9.2.1983 CEREMONIA DE LACONFUSIÓN Recientemente el cardenal de Toledo y cinco prelados más de la misma provincia eclesiástica, en una exhortación pastoral a los sacerdotes y educadores de la fe, después de rechazar de plano la proyectada despenalización del aborto como «un abuso de poder que inevitablemente confunde y daña la mente y el corazón de los hombres», les animaban viva y encarecidamente a «exponer con claridad y sin ambigüedades la doctrina que hay que enseñar en esta materia» y a esforzarse «para que la confusión que se está fomentando no se adueñe de los espíritus». Que exista una gran confusión en este debate sobre la despenalización del aborto parece evidente. Que se esté fomentando esa confusión, muy probable. Pero afirmar que el Gobierno comete «un abuso de poder que inevitablemente confunde y daña la mente y el corazón de los hombres» es ya, a nuestro juicio, un abuso de poder que inevitablemente confunde y daña la mente y el corazón de los hombres. Pues bien, a esta ceremonia de la confusión ha venido a sumarse a los pocos días la Comisión Permanente del Episcopado Español. El argumento moral.
  • 15. La Comisión Permanente, como portavoz de todos los obispos de España, ha publicado un documento para dirigirse especialmente a los creyentes católicos, pero abrigando la esperanza de que lo tengan en cuenta también cuantos se sientan comprometidos en la defensa del hombre y del futuro de la Humanidad. La argumentación moral que se esgrime en dicho documento arranca del «valor supremo de la vida para toda conciencia recta» y del derecho a la vida como derecho fundamental y raíz de todos los derechos humanos, afirma que desde la fecundación de la madre existe una nueva vida humana y concluye calificando moralmente de homicidio a todo aborto provocado. En con secuencia, y puesto que. «ante este derecho primordial del ser humano no cabe apelar tampoco al pluralismo social o al principio de tolerancia civil», confiesan los obispos cuál es «su propia postura» con las siguientes palabras: «No podemos menos de afirmar sin ambigüedad de ninguna clase que la proyectada despenalización del aborto nos parece gravemente injusta y del todo inaceptable». El principio del que se parte en esta argumentación es sólido donde los haya, nadie lo niega, incluso aquellos que lo quebrantan en la práctica le rinden pleitesía hipócritamente. Como principio moral pertenece, sin duda, a la ética pública o al mínimo ético necesario sin el que seria inconcebible la convivencia en la sociedad. Mucho más discutible, y discutida por cierto en todas partes donde se plantea el problema del aborto, es la afirmación de que existe vida humana y distinta de la vida de la madre desde el momento en que ésta haya sido fecundada. Por eso no todos los moralistas, ni siquiera todos los moralistas católicos, se atreverían a calificar de homicidio al aborto provocado. Si eso fuera tan claro para todos, el argumento de los obispos no tendría vuelta de hoja para nadie, como no lo tiene para ellos que lo ven con esa claridad, y cualquier conciencia recta debería rechazar el aborto provocado bajo cualquier supuesto, incluso en el supuesto de que peligrara la vida de la madre, pues se trataría de un homicidio. Es de agradecer a los obispos españoles que sean tan coherentes en su juicio moral sobre cualquier clase de aborto provocado. Sin embargo, en este punto, las cosas no están tan claras para todos, lo que explica el pluralismo de juicios morales que se da sobre el aborto en la sociedad. Lo moral y lo legal La postura propia de los obispos, en lo que concierne a la condena moral del aborto provocado, es perfectamente respetable y, muchos la comparten. Pero no pertenece ya a la ética pública, o civil, sino acaso a la moral de los católicos y en modo alguno de todos los ciudadanos. De ahí que no podamos alabar ya la coherencia del documento cuando se condena una ley que despenaliza el aborto. ¿Cómo pueden «afirmar sin ambigüedad de ninguna clase que la proyectada despenalización del aborto nos parece gravemente injusta y del todo inaceptable»? ¿No infieren del juicio moral que pronuncian sobre el aborto provocado la condena de una ley que lo despenaliza? ¿Acaso ignoran que ninguna ley puede aspirar a reflejar en su formulación todas las exigencias éticas? ¿Acaso confunden la moral con el derecho? ¿No podrían haber dicho también, sin renunciar a su moral, que les parece que una ley que despenaliza el aborto sin que esto signifique que lo aprueba moralmente responde mejor a las exigencias de la ética pública? ¿y no seria esto más tolerante? Es en torno a estas preguntas donde gira la ceremonia de la confusión de la que hablábamos al principio. Porque no se distingue con claridad entre lo que es moral y lo que es legal. En otros documentos de la Conferencia Episcopal Española se ha hecho notar esa distinción. Y ya el papa Pío XII decía al Congreso de Juristas Católicos, celebrado en junio de 1953: «El deber de suprimir las desviaciones morales no puede ser la suprema norma de conducta para un legislador, debe subordinarse a otras más altas» . Y el cardenal Martini, arzobispo de Milán, escribía a propósito del referéndum italiano sobre el aborto: «En el campo especifico del aborto, hay tres aspectos conexos pero obviamente distintos: el hecho del aborto, la ideología o mentalidad abortista y la ley que contempla el aborto. El primero ha existido siempre, y se le ha combatido. La segunda niega que la vida humana sea un valor en si misma y para ella el aborto es la reacción normal a todo embarazo no deseado. Las leyes que contemplan el aborto no siempre pueden coincidir con las normas morales». Recordemos, también, que los papas toleraron y regularon la prostitución en sus estados pontificios, sin que esto supusiera que la aprobaran moralmente. Pretender ajustar la
  • 16. legislación civil del todo a la moral, planteará el problema insoluble de qué moral se trata en una sociedad pluralista. Y a lo más se podría llegar a reconocer un mínimum ético o lo que hemos llamado ética pública, que no es toda la moral. Por otra parte, la pretensión de elevar a rango de ley todo lo que es exigencia moral de un grupo social, de una comunidad particular o de una iglesia, nos conduciría a un régimen integrista y a la Inquisición. No se respetaría la 1ibertad de conciencia. En este tipo de discursos se confunde la defensa de la vida y del derecho a la vida con la prohibición del aborto, como si los abortos disminuyeran por el simple hecho de prohibirse o como si las madres que deciden abortar en la clandestinidad no pudieran hacerlo con grave riesgo de sus vidas. Pero hay muchos estados democráticos que, precisamente para defender la vida como un bien de toda la sociedad, despenalizan el aborto y dictan procedimientos para ayudar a las madres que tienen problemas. ¿ Y quién se atrevería a negar la buena fe de todos los parlamentarios católicos que colaboraron en Italia en la elaboración y en la defensa de las «normas para la tutela social de la maternidad y para la interrupción voluntaria del embarazo»? ¿Se puede dudar de la honestidad de teólogos como el P. Häring, De Clerq, Diez Alegría y tantos otros que podríamos citar? Porque todos éstos aprueban la despenalización del aborto, acompañada claro está de otras medidas, como un medio para defender la vida. A veces uno cree que los obispos confían más en las leyes que en la predicación y el testimonio del Evangelio. Pero esto puede ser una mala defensa de una buena causa. Ojalá la oferta que hace la Comisión Permanente en nombre de la Iglesia de colaborar activamente en la supresión de las causas que conducen al aborto masivo se traduzca en algo concreto. De lo contrario, habrá que pensar que su postura ante el aborto no significa otra cosa que un intento de lavarse las manos o de marginar el problema social de la conciencia de sus fieles. No quisiera terminar sin una última reflexión: Si se confunde lo moral con lo legal, si la Iglesia insiste en defender con la ley lo que ella entiende que es una exigencia moral del Evangelio, tendrá que acostumbrarse a un cristianismo mediocre ya que sus fieles, una vez legalizado el aborto o lo que sea, considerarán que todo aquello que ha sido legalizado es ya moralmente permitido sin más consideraciones. Las instancias morales de una sociedad sólo funcionan cuando renuncian a convertirse automáticamente en instancias de legalidad. En este caso, la sociedad pierde su impulso moral y cae en el aburrimiento de la moral convencional. 20.2.1983 ÉTICA Y POLÍTICA No parece que la política sea un campo abonado en donde florezca la ética sin dificultades y las virtudes produzcan sus mejores frutos. Antes bien, se nos antoja lo contrario. El pueblo desconfía de los políticos, por algo será. Y los que tienen alguna experiencia de la lucha entre los partidos, y dentro de los partidos políticos entre compañeros, los que saben lo que se cuece y cómo se cuecen algunas decisiones «políticas», si son sinceros no se atreverán a negar que la ambición anda también entre los pucheros como Dios en un convento de carmelitas descalzas. La vida cotidiana de los políticos se mueve en un ambiente enrarecido por las tensiones que produce la lucha por el poder. Es cierto que el fin no justifica los medios, pero esto es una consideración moral. En realidad de verdad - y lo que sigue es una consideración política -, el mejor de los fines no puede impedir que se utilicen todos los medios, y a veces ¡qué medios! , para alcanzar lo que se desea. Impulso moral Por tanto un político ha de saber que un poder limita siempre con otro poder real, no con principios morales. Porque no existe ninguno que se contenga espontáneamente o se limite a sí
  • 17. mismo ante los derechos de los demás, porque el poder es por naturaleza expansivo y tiende a llenar cualquier vacío de poder. Ni siquiera la proclamación de los derechos humanos constituye una barrera superable para un poder que los atropella si, frente a ese poder, no se alza otro igual o superior que los defienda con eficacia. Oponer un discurso moral a la eficacia política es predicar en el desierto: los derechos que no se hacen valer no se respetan, y todo eso no es más que «moralina» en el argot de los políticos. Sin embargo hay quienes se meten en política llevados tan sólo por un impulso moral hacia los más nobles ideales, con una conmovedora buena voluntad desarmada de todo realismo. Y no es de extrañar que. apenas tropiezan con la dura realidad de los hechos, replieguen sus alas y se achanten como palomas. No comprenden que, para remontar el vuelo en esa atmósfera, necesitan apoyarse precisamente en la resistencia que encuentran. Para ser un buen político no basta con ser un hombre bueno. Más aún, ¿no habrá que aprender incluso a ser malo? ¿Qué tiene que ver la ética con la política? Plantearse este género de preguntas es conjurar el nombre de un famoso florentino, tantas veces denostado cuantas secretamente admirado por muchos: Nicolás Maquiave1o. Los que escribieron antes que él de política, lo hicieron en estrecha dependencia de principios morales y/o religiosos, orientándose más a lo que debe ser que a lo que es. De ahí que inventaran hermosas teorías e imaginaran repúblicas inexistentes en las que nada útil puede construirse, porque, según Maquiavelo, «el que abandona lo que es por lo que debe ser prepara su ruina en vez de su preservación". La virtud de Maquiavelo Los autores anteriores trataron, en los «espejos de príncipes», de las virtudes del hombre de gobierno. Pero lo hicieron en el marco de la moralidad ordinaria, pensando que un príncipe debía ser el hombre ideal y el modelo de conducta para todos sus súbditos. Hay que reconocer que los humanistas, a diferencia de los autores medievales, se olvidaron de las virtudes específicamente cristianas y subrayaron una ética natural. Dirigieron su atención hacia las virtudes más necesarias para gobernar , y hasta se preguntaron si un príncipe debía observar siempre la moral ordinaria. Pero Maquiavelo fue el primero en plantearse resueltamente esa pregunta de los humanistas, no de un modo retórico sino con el ánimo de hallar una respuesta comprobada por los hechos. Y halló que un príncipe, para ser tal y mantenerse en el principado, ha de ser un hombre de «extraordinaria virtud», es decir , fuera de las virtudes ordinarias y del concepto incluso de virtud moral. La «virtú» a la que se refiere Maquiavelo no es ya una cualidad moral ni una potencia viril, como la virtud del soldado, sino aquella energía de la voluntad que permite al príncipe atraerse el favor de la fortuna cuando actúa con inteligencia, tacto, habilidad, ingenio, astucia, perspicacia y resolución, aquella que le capacita para enjuiciar rápidamente la situación de cada momento, y, si es preciso, para entrar en el mal sin hacerle ascos. Porque un príncipe ha de tener también la capacidad de ser malo, de quebrantar los pactos cuando le convenga, de simular y disimular , de ser tacaño con su dinero y generoso con el ajeno, etc. La prudencia política le dirá cuándo debe comportarse como un hombre y respetar las leyes, o si ha de imitar a las fieras y comportarse como un león para ahuyentar a los lobos o como un zorro para escapar de los lazos que le tiendan sus enemigos. Medios y resultados Todo el discurso político de Maquiavelo se desarrolla con total autonomía frente a la moral o a la religión. De modo que el príncipe, el gobernante, deja de ser el mandatario de una moral dada y se convierte en agente libre de una política creativa, o maniobrera , orientada sólo a la conservación de su vida y de su Estado. Su actividad participa de la misteriosa impenetrabilidad de la Providencia, a la que desplaza, pudiendo sacar grandes bienes de lo que parecen grandes males. Si los resultados son los apetecidos, los medios no cuentan. No obstante, Maquiavelo dice que «no hay que combatir la religión, ni nada de lo que parece estar en relación con Dios: pues todas esas cosas tienen demasiada fuerza sobre los espíritus de los necios». Asimismo, el príncipe «ha de ser tan prudente que sepa huir de los vicios que le quitarían el Estado y guardarse, si es posible, de los
  • 18. demás; pero no siendo posible, puede seguir con éstos sin tanta consideración “.Así que todo depende del provecho que pueda sacar de los vicios o de las virtudes. Maquiavelo piensa, por otra parte, que no es de gran utilidad una moral que «santifica a los humildes y a los que se dedican a la contemplación más que a los hombres de vida activa». Pues no es la salvación del alma lo que está en juego sino la “salus pública” El bien común Los que entienden la política como una técnica para “il bene essere suo”, los que consideren la política de un modo «principesco» porque en el fondo creen que el Estado les pertenece como un patrimonio o como un botín, los que tienen un rey en el cuerpo o un hombre de «extraordinaria virtú», esos tales reconocerán en el ilustre florentino al mejor maestro. Para éstos la ética no será ningún problema. Pero también aquéllos que no compartan esa opinión y defiendan que la soberanía reside en el pueblo, al que pueden representar sin sustituirlo nunca, y piensen que la ética no puede comprenderse desde un punto de vista meramente utilitario, deberán aprender algo de Maquiavelo. Primero, su sentido de la realidad, para no construir repúblicas imaginarias y abandonar lo que es por lo que debe ser. Aunque inmediatamente se deba decir, también, que la renuncia a lo que debe ser por lo que es conduce a la dictadura de los hechos e impide todo progreso. Por eso una política de cambio, como la que proponen los socialistas, deberá entrar en negociaciones con la realidad y reconocer lo que es y lo que debe ser al mismo tiempo. En segundo lugar , deberán aprender que la ética contribuye también a la política democrática. Nos referimos a una ética pública, o al mínimo ético, en cierto modo consensuado y aceptado por todos los ciudadanos, que podemos ver formulado en los derechos humanos recogidos por nuestra Constitución. Para medrar en política, para hacer carrera, es posible que la ética sea un estorbo al menos a corto plazo. De ahí la tentación. Pero si la política no es eso sino la actividad tendente al bien de todos los ciudadanos, incluso desde un punto de vista estrictamente político y sin abandonar el realismo de Maquiavelo, habrá que decir que no es correcto prescindir de la ética. Porque el fundamento de una democracia y el bienestar dentro de ella, el bien común, antes que en las buenas leyes se basa en la buenas costumbres de los ciudadanos. De ahí la importancia de un programa votado por diez millones de españoles y en el que se propone la moralización de la sociedad. Un partido que presenta ese programa político debería hacer cuestión política del comportamiento ético-público de sus militantes. Los socialistas no pueden «pasar de moral. 31.03.1983 LAS EDADES PERDIDAS Si usted se interesa por el hijo de su vecina o de su amigo, si les pregunta cuántos años tienen, lo más probable es que le respondan que ya va a la escuela, que está en primero de EGB, que hace segundo de BUP, o que Manolito -¿se acuerda?, ¡quién lo iba a decir!- ya lleva tercero de Medicina y pronto será un señor doctor, y así por el estilo todos los padres y madres indefectiblemente. La Gigliola Cinquetti de los felices 60, con su largo cue11o y sus largas trenzas, con lacitos , tan romántica ella y tan preocupada por su edad: «No tengo edad para amarte», no sabía la pobre criatura que a los progenitores de hoy eso de la edad les importa un bledo. Porque sus hijos e hijas, al parecer, ya no cumplen años ni tienen primaveras -«quince abriles», se decía- sino que hacen cursos. Como es bien sabido nadie puede cumplir dos años en uno. Los cursos es otra cosa: se pueden hacer dos cursos en uno y, mucho mejor aún, un solo curso en dos años, pero la infancia, la adolescencia, la juventud no se repite y si se pierde, ¡ay!, no puede ya recuperarse. ¿A
  • 19. qué se debe entonces la confusión de los años y los cursos? Sin duda alguna a una mentalidad escolarizada. Lo primero que enseña la escuela decía Iván Illich que es la obligación de ir a la escuela o de enviar a los hijos a la escuela. Todos los que han aprendido esa lección han sido escolarizados. Y es tanta la confianza que depositan en la escuela que piensan que pasar por la escuela es la única y suficiente garantía para convertirse en hombres adultos y responsables, en personas maduras. De ahí que pedir más educación sea equivalente a pedir más escuela. y por eso mismo los padres, que tienen el derecho de elegir para sus hijos la educación que desean, apenas realizan otro acto «educativo» que ése: elegir para sus hijos un buen colegio. Con esa mentalidad escolarizada se piensa, lógicamente, que todos los años en los que no se aprueba curso son años perdidos, inexistentes, que no cuentan para nada. Por tanto, si preguntas a tu vecina cuántos años tiene su hija, te dirá que está en primero de BUP. Creer que la escuela educa es por lo menos una creencia infundada en la mayoría de los casos. La escuela enseña, que es algo muy distinto que educar, y aun así no enseña todo lo que aprendemos en la vida ni lo más importante para la vida. La escuela no enseña, por ejemplo, a hablar la lengua materna, porque ésa la aprendemos de labios de la madre. Quizá sea esta la razón por la que los enseñantes, salvo raras excepciones, no se fijan en la edad de sus alumnos, pues en general no se proponen objetivos estrictamente educativos. Los alumnos de la escuela de Barbiana, en su “Carta a una maestra”, escriben: «Lo mejor sería que cada chico llevara un cartel: 'Tengo 13 años. No me haga repetir'. Pero ninguno lleva cartel, y los profesores no miran en el expediente el año de nacimiento. Miran las notas». Como en la escuela los alumnos no tienen edad «reconocida», los profesores y maestros, en vez de responder a las preguntas de un adolescente, lo que hacen es preocuparse de que los adolescentes respondan a las preguntas de un programa. Todos los que responden pasan, pero esto no quiere decir que todos los que pasan a otro curso estén maduros. El símbolo de los alumnos aventajados que aprueban todos los cursos es, para los alumnos de Barbiana, Pierino, el hijo de un médico: «Pierino siempre pasa curso.¡Qué raro! !Tan joven como es! De hacer caso a los sicólogos, debería tener dificultades. ¡Fuertes cromosomas los del doctor! Pierino se ha encontrado en quinto con nueve años. Ha estado siempre entre compañeros más maduros. No ha madurado». Y es que Pierino no es un niño normal, sino un monstruito de la escuela. Los niños normales, más «vivos» y más preocupados con los problemas de su edad, cuando llegan a la adolescencia atraviesan un bache en sus estudios, suspenden con frecuencia alguna asignatura y muchos repiten curso. No están en lo que se les exige porque no se les enseña lo que les interesa profundamente. El fracaso escolar, más que el fracaso de los alumnos en sus estudios, es el fracaso de la escuela como institución educativa. Los padres y los maestros, si lo que quieren de verdad es ayudar a sus hijos o a sus discípulos en el proceso de maduración como personas, no pueden ignorar por más tiempo la edad de los educandos. El concepto de madurez tiene un trasfondo biológico y se refiere al hombre como ser vivo que se realiza a sí mismo en el tiempo y con el tiempo, de edad en edad, sin violentar el curso de su naturaleza. Desde el principio de la vida el crecimiento humano, genéticamente programado, predispone a una serie de funciones (como el desplazamiento físico, el pensamiento lógico, la comunicación lingüística, etcétera) y las hace posibles. De manera que los procesos de aprendizaje dependen de los procesos biológicos, y los factores somáticos, síquicos y sociales se corresponden y se completan dentro de un desarrollo armónico. Una pedagogía que, a despecho de la sicología evolutiva, olvide todas estas cosas y no considere la edad de los discípulos perturba el proceso de su maduración, los desnaturaliza y los deshumaniza. Es una falsa pedagogía, una antipedagogía. La desconsideración de la edad y de la fase de crecimiento del cuerpo, que es la concreción de la persona, es una falta de consideración a la persona concreta que se siente rechazada. Ocurre a veces que una niña que comienza a ser mujer empieza a adelgazar, pierde el apetito, vomita los alimentos, sufre desarreglos intestinales, tiene frío sin que nada lo justifique aparentemente y no se encuentra bien dentro de su propio cuerpo. Los doctores diagnostican: anorexia. Pero esta agresión contra su cuerpo va dirigida probablemente contra su madre que no acepta la transformación de su hija, que
  • 20. no reconoce su edad y que sólo se preocupa de atosigarla para que coma y saque buenas notas. Y es por eso que cuanto más sufre la madre al ver que adelgaza la hija, más adelgaza la hija al ver sufrir a su madre. El crecimiento humano no es una carrera en la que sólo importa la meta, y las edades de la vida no se ordenan como los cursos hacia la consecución de un título. La edad adulta no degrada ni descalifica a las edades que le preceden como si fueran éstas un puro trámite. Como la flor no es un puro trámite para el fruto, pues tiene su encanto y su sentido, así la infancia no puede comprenderse como un trámite para la adolescencia, o la adolescencia para la juventud y ésta para la edad adulta. El hombre se realiza en el tiempo, no sólo con el tiempo. Cada una de las edades son maneras distintas de ser hombre. A los siete años vivir humanamente significa vivir como un niño, a los treinta como una persona adulta, a los setenta como un anciano. Ser infantil a los treinta, juvenil a los setenta y un hombrecito a los siete años son maneras inhumanas de realizarse. Porque el hombre vive en el tiempo, de edad en edad. Dejemos que los niños sean niños y no hagamos niños a los adolescentes o a los jóvenes, dejemos que cada cual viva su edad, esa edad que nadie puede repetir y en la que nadie puede detenerse. La diferencia cualitativa entre las edades del hombre requiere un trato diferenciado y una atención específica por parte de los educadores, dando tiempo al tiempo, sin atropellos. En la fabricación de un robot se puede ir más deprisa. Pero en la educación no se puede ir a contra reloj sin ir contra la vida. Educar es dejar vivir, y ayudar a vivir a cada uno según su edad y al ritmo de su vida. En los períodos críticos de transición de una edad a otra, los padres y educadores deben inspirar confianza, como buenos iniciadores, dando la mano a sus hijos y a sus discípulos para que éstos den el salto y se introduzcan con buen pie en un mundo nuevo. Porque en cada edad de la vida el mundo se ve, y es, de otra manera. 6.4.1983 LOS EUFEMISMOS Es cierto que las palabras son a veces más pesadas que la realidad misma, pues nadie duda que hablar de algunos temas con determinadas personas resulta en extremo fatigoso y hasta puede costarnos una enfermedad. Refiere el pastor anglicano J. Swift que Gulliver sorprendió en sus viajes a unos doctores discutiendo la manera de hacer más fácil la conversación: «Surgió el expediente -escribe- de que, pues las palabras sólo son nombres de las cosas, sería más conveniente para los hombres llevar consigo aquellas cosas que iban a tratar... Sólo un inconveniente tenía este método y era que, si el asunto a debatir era basto y de varios géneros, cada persona se veía obligada a llevar un gran fardo de objetos a la espalda, salvo si sus medios le permitían que uno o dos vigorosos servidores le acompañaran, portándolos. He visto a menudo a dos de aquellos sabios casi aplastados bajo el peso de su cargamento, como dos buhoneros entre nosotros, hallarse en plena calle, poner sus fardos en tierra, abrirlos y establecer conversación durante una hora, tras lo cual cada uno volvía a guardar sus cosas, se echaba el saco a la espalda y se despedía de su colega». Hablar de lo que no tenemos Sin embargo, este método de conversar, que podía tener sus ventajas en algunos ambientes intelectuales y universitarios como pensaban los sesudos doctores que escuchó y vio Gulliver, no prosperó. Y no sólo, como dice el divertido eclesiástico, porque las mujeres organizaron una rebelión, sino porque en general, para hombres y mujeres, las palabras son más livianas que las
  • 21. cosas mismas. Por otra parte, pienso que un método tan materialista o realista de hablar sin palabras, aunque hubiera cerrado la boca de los charlatanes para siempre y con gran beneficio de la Humanidad, hubiera puesto también en un brete a los poetas, místicos y teólogos, metafísicos, políticos, diplomáticos y a cuantos quieren hablar de sus recuerdos y de sus esperanzas. Huir de la realidad Una ventaja de las palabras es que podemos hablar de lo que no tenemos, la otra que podemos cambiarlas con facilidad. No es que todas nos den igual o que sirvan sólo como las etiquetas para señalar o denotar las cosas, porque tienen un significado y nos servimos de ellas también para expresar lo que pensamos sobre las cosas. Pero las palabras no son la realidad misma, que es mucho más resistente, y esto hace que podamos _cambiarlas dejando las cosas como están. A nadie se le escapa la importancia de este invento del lenguaje, parecido al invento de sustituir las cosas por las monedas y éstas por el papel, pero de mayor trascendencia todavía. En situaciones embarazosas, cuando no podemos o no queremos transformar la realidad, el lenguaje nos consiente cambiar las palabras y nos quedamos tan panchos. Este es el caso de los eufemismos, gracias a los cuales podemos hablar bien de lo que es o nos parece que está mal. Un eufemismo es un modo de expresar con suavidad y decoro ideas cuya franca expresión sería mal sonante o molesta. En todas las lenguas conocidas se renueva periódicamente el vocabulario referido al sexo, a lo que se considera bajo, sucio o inconveniente en la comunidad de sus hablantes. Porque los eufemismos tienen una vida muy limitada: apenas saben todos de qué va la cosa y se percatan de que se dice lo mismo que antes, pierden su utilidad y empiezan a sonar mal. Hace unos meses estaba viendo y oyendo una entrevista que le hacían en TV a una asistente social, según creo recordar. A los que hace tiempo se les llamaba tontos o necios y, después, anormales, subnormales, deficientes síquicos, etcétera, la entrevistada les llamaba “niños distintos”. Esta nueva apreciación de la misma realidad, este eufemismo, caerá en desuso tan pronto como la gente se entere de que se trata de lo mismo y será sustituido por otro como los anteriores. Y es que la única forma de dignificar el lenguaje definitivamente y de humanizar las relaciones o la conversación es transformar la realidad a la que nos referimos, mejorando en la medida de lo posible su condición física o al menos su condición social y aceptando y respetando lo que no es posible cambiar. Sólo entonces, sin ofender a nadie y sin eufemismos, podremos llamar al tonto tonto , al pan pan y al vino vino. Pero de momento la gente no está por la labor y se interesa más por el cambio de las palabras. Introducir un eufemismo no es nunca una operación ingenua o gratuita. Personas hay que inventan un eufemismo y lo pronuncian con buena voluntad, como un buen augurio y con el ánimo de que las cosas sean mejor de lo que son. Probablemente es así como hablaba de los «niños distintos» la asistente social aludida. Pero, en general, la gente lo único que quiere es evitar líos, despachando y marginando con buenas palabras la realidad que molesta o se desprecia y de la que ni siquiera se atreven a hablar con franqueza. No faltan quienes se mueven por otros intereses. Cuando a las acelgas, que siguen siendo acelgas ni mejores ni peores que en otras partes, se las llama en un restaurante «acelguitas», hay que pensar que utilizan un eufemismo para cobrarlas un poco más caras. Con frecuencia se echa mano del inglés para ennoblecer y encarecer los productos: los calzoncil10s ( ¡qué vulgaridad!) suelen ser más baratos que los slips. De manera que las palabras bien sonantes representan un valor añadido en el mercado, permaneciendo el valor de uso se aumenta así eI valor de cambio de los productos. Incluso se puede pagar con buenas palabras, como es el caso de las criadas cuando se las llama “empleadas de hogar” sin que varíe en absoluto su condición social y su salario. Y hablar de “la tercera edad”, ¿acaso significa que ya no se envejece, que se va a espetar más a los viejos o se les va a subir la jubilación?
  • 22. Cambio en la retórica. Especialmente peligrosos son los eufemismos que florecen en los labios de los políticos para ocultar una realidad que no pueden o no desean cambiar. Si de verdad queremos el cambio de las cosas, y no de las palabras solamente, bueno será comenzar con la estabilización del lenguaje, evitando los eufemismos que hinchan las expectativas y producen frustraciones. Llamando a cada cosa con su nombre y cargando con la realidad. No sea que la retórica del cambio se nos convierta en un cambio dentro de la retórica y las cosas sigan como siempre han sido. Porque más peligrosa que la inflación de la moneda es la inflación de las palabras. El “cambio” es una buena palabra, suena bien. Pero se nos puede convertir en un eufemismo caduco si no la realizamos, y entonces tendremos que inventar otra y no podremos estar seguros de que nadie nos crea. Las buenas palabras sólo son buenas para realizarlas, y si se realizan. 29.4.1983 LA IGLESIA DOCENTE No hace mucho que en una convención celebrada en un cine madrileño, Carlos Robles Piquer arengaba a los candidatos de Coalición Popular en las presentes elecciones diciéndoles que «hay que defender en la escuela la enseñanza cristiana y empezar la batalla por la defensa del crucifijo». Sin embargo a los pocos días, el pasado lunes 18 de abril, el señor arzobispo de Zaragoza y presidente de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, después de pronunciar una conferencia en el Club Siglo XXI sobre «España religiosa y libertad de enseñanza en el marco de la actual democracia española», manifestaba que «no quiere guerras en la enseñanza». ¿Significa esto que los obispos están bajando la guardia en el frente de la enseñanza y que, en un clima de entendimiento y diálogo, más distendido, van a negociar sin mayores dificultades la Ley de Financiación de la Enseñanza Obligatoria y el nuevo Estatuto de Centros Docentes que propugnan los socialistas en su programa de Gobierno? Ojalá que así sea. Pero monseñor Elías Yanes continuaba sus declaraciones afirmando que «la postura de la Iglesia en España y en todo el mundo siempre ha sido coherente y no ha variado en los últimos años», y el director general de Asuntos Religiosos, Gustavo Suárez , nos acaba de advertir que la enseñanza es el tema más vidrioso en las relaciones Iglesia – Estado. En efecto, el presidente de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, como era previsible, ha insistido de nuevo en las mismas posiciones que tomó la Conferencia Episcopal desde el comienzo de la transición democrática, cuando en los primeros meses del año 1976 la izquierda elaboró y difundió su alternativa al sistema de educación heredado y se comenzó a hablar de la escuela pública, democrática y pluralista. La Iglesia, la jerarquía, ha salido al paso reiteradamente para defender en nombre de una libertad de enseñanza, entendida a fin de cuentas como libertad de empresa ,la pluralidad de escuelas con su ideario propio y, en consecuencia, el modelo de la escuela católica y confesional subvencionada con fondos públicos del Estado. Subvención y contrapartidas El argumento esgrimido por la Iglesia hasta la saciedad ha sido siempre el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que desean para sus hijos. Basándose en ese mismo argumento, los obispos insisten con igual fuerza en la obligación del Estado, aunque ya no sea confesional, de
  • 23. subvencionar también la formación religiosa de todos los alumnos, salvo aquellos cuyos padres o ellos mismos renuncien expresamente y opten por las clases de ética. La Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis entiende que esa formación religiosa, a diferencia de otras alternativas a nuestro juicio más coherentes con el contexto escolar (como son la enseñanza de la religión como cultura y/o la enseñanza crítica de la religión, que resolvería el problema desde planteamientos laicos pero no laicistas) no debe ser otra cosa que una modalidad de la catequesis. Nuestra Constitución, en su artículo 27, «garantiza el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» (n. 3). Asimismo, «reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes»"(n. 6). Además, se dice en ella que «los poderes públicos ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca» (n. 9). Hasta aquí todo son rosas para la Iglesia, que puede mantener sus centros con subvenciones estatales y, en atención al derecho que asiste a los padres, impartir en los centros de titularidad estatal la formación religiosa y moral (en este caso, católica) que aquéllos desean para sus hijos. Pero en el paraíso del consenso no podía faltar la manzana de la discordia: «Los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos, en los términos que la ley establezca» (n. 7). Como es lógico y comprensible, el Estado no concede subvenciones sin contrapartidas que redunden en beneficio de la sociedad. Entendemos que la contrapartida constitucional exigida a todos los centros subvencionados con fondos públicos favorece a los alumnos y a los padres, cuyo derecho a elegir el tipo de educación que desean de acuerdo con sus convicciones queda mejor garantizado con la gestión democrática de dichos centros. Pero cómo - se dirá -, ¿no es precisamente ese derecho la madre del cordero y el argumento fundamental que esgrime la Iglesia ante el Estado para defender todas sus pretensiones en el campo de la enseñanza? Sí lo es, lo ha sido desde el principio y no ha variado en los últimos años; pero la postura de la Iglesia no ha sido coherente y no ha sacado de ese derecho todas las consecuencias. Al intervenir la Iglesia en favor del derecho de los padres ha pensado más en sus intereses. Si continúa vigente el actual Estatuto de Centros Escolares, el derecho de los padres quedará definitivamente intervenido por la Iglesia y cesará ante las puertas de los colegios de la Iglesia que, como es sabido, tienen su propio ideario a salvo de toda crítica de los padres, de los profesores y de los alumnos. Y lo mismo cabe decir respecto a las clases de religión y moral católica en los otros centros, porque es la Iglesia, la jerarquía o el magisterio eclesiástico, la que programa, censura los textos, controla el material didáctico y presenta a los profesores de religión. Advirtiendo que la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis hila muy fino, mucho más fino incluso que la propia ortodoxia católica y no permite que se enseñe nada que pudiera, no digo escandalizar , pero ni siquiera inquietar de lejos la conciencia de los adolescentes. Es como si pensara que la elección de un colegio de la Iglesia o de las clases de religión católica fuera como un segundo bautismo, sin advertir que muchos eligen por necesidad o por otros motivos que nada tienen que ver con la fe, y como si los bautizados no tuvieran ya nada que decir dentro de la comunidad de creyentes. La Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis parece estar convencida de que no cabe dentro de esa comunidad lo que no cabe en los textos de religión que reciben su dictamen favorable. Este estado de cosas nos recuerda la distinción del catecismo entre la iglesia docente y la discente: la primera son los obispos y los que reciben de ellos la misión canónica para enseñar, la segunda los simples fieles que sólo pueden escuchar, rezar y echar unas monedas en las colectas. Las rosas y las espinas Una profundización en el derecho de los padres y de los alumnos acabaría con este estado de
  • 24. cosas. Pero nos llevaría a la democratización de todos los centros subvencionados, a la participación de los padres y de los alumnos en la gestión y control de lo que hacen esos centros, en la educación y no sólo en la gestión económica de los mismos. El derecho de los padres y de los alumnos sería un derecho permanente. Esto no significa el fin de los centros con ideario católico, porque los padres y los alumnos siempre podrían elegir -y no de una vez por todas- ese ideario. No sería la estatalización. Por eso la Iglesia, la jerarquía, sospecha de tanta democracia. En noviembre de 1976, monseñor Elías Yanes , entonces secretario de la Confederación Episcopal Española, escribía : «En los escritos que han ido apareciendo en estos últimos meses sobre el tema de la educación no aparece con suficiente relieve afirmado este derecho prioritario de los padres. Todo lo más, se envuelve a los padres de manera vaga en el conjunto de enseñantes, alumnos, vecinos, etcétera. Con hablar de socialización y democratización no se suprime la sospecha fundada de que se quiere eliminar a los padres o reducirles a un papel secundario en la tarea de educar a los hijos». Pero no es eso, monseñor, no son los padres de los hijos a los que se quiere reducir a un papel secundario, ni siquiera a los padres o a las madres superioras, sino lo único que se quiere es que existan auténticas comunidades educativas en las que todos intervengan en lo que a todos conviene. Esa es la espina de la rosa para la «iglesia docente». Pero no hay rosas sin espinas. 22.2.1984 ¡QUEREMOS LA PAZ! Acabo de Ilegar de Donostia, de San Sebastián, donde hemos dejado a un compañero muerto, asesinado, la última víctima por ahora del terrorismo, ¿hasta cuándo? No lo comprendo, nadie lo comprende. En vísperas de unas elecciones limpias, democráticas, cuando existe la posibilidad para todos de utilizar el voto, unos asesinos han utilizado contra el voto las pistolas. Han querido asesinar aquello por lo que muchos estamos dispuestos a morir, los ideales de la convivencia democrática. Han querido conmemorar así el 23-F, igual, exactamente igual que los golpistas, que los fascistas de toda calaña. ¡ETA asesina! Se ha matado a un hombre por sus ideas; pero «matar a un hombre por sus ideas no es defender otras ideas, es matar aun hombre». ¡ETA asesina! Hemos dejado atrás una ciudad muerta, nebulosa, oscura, sucia. Pero los que hemos estado allí esta mañana hemos visto florecer en las calles de esa ciudad muerta, nebulosa y oscura miles de flores, cada compañero con su rosa en la mano, recogiendo el testigo de Enrique Casas Vila. Se hará la luz, se tiene que hacer la luz, es necesario. ¡Queremos paz!, ¡queremos paz! La queremos para unos y otros, para todos nosotros. Por el amor de Dios, los que en El crean, o por el amor de lo que más quieran los que creen en algo, que la muerte no sea la última palabra en el País Vasco. En este momento, sin embargo, cuando todavía tengo fresca la imagen serena del hijo de Enrique, adolescente -¡ y con qué experiencia terrible en sus pocos años!, ¿será capaz de llevarla consigo?-, entre el presidente Felipe y Alfonso Guerra, y oigo el fragor de los que no pudieron
  • 25. entrar en el templo de Santa María, los gritos, los aplausos – por un momento creíamos que era una lluvia torrencial- y los gritos de ¡ETA criminal!, que alguno interpretó como «ETA militar», tengo que confesar mi confusión, mi perplejidad, la perplejidad y confusión de todos nosotros. Porque no es el primer asesinato' porque ha corrido ya mucha sangre... y se ha dejado correr, como si lloviera. Es terrible que el crimen se haya convertido en una costumbre. Pero pienso, también, que hay más fortaleza en dejarse matar y que es esto, este valor, el valor de T. Benegas y el de tantos y tantos compañeros, hermanos que se han quedado en Donostia, en Euskadi, lo que está construyendo la paz, nuestra paz, la paz para unos y otros, para todos nosotros. Amigos socialistas, hermanos que buscáis la paz cualquiera que sea vuestro nombre y vuestra ideología, un saludo desde Aragón, desde Zaragoza en donde la vida, hay que reconocerlo, nos es más llevadera. 27.9.1987 SOLIDARIDAD CONTRA COMPLICIDAD Muchas de las palabras que se utilizan en el discurso moral son susceptibles de albergar significados distintos cuando se emplean en otros discursos o contextos; las «virtudes de un vino», por ejemplo, no significan lo mismo que las «virtudes de un santo». Sin ir más lejos la palabra «moral» se dice de varias maneras: hay personas inmorales y personas que están desmoralizadas, de unas y otras decimos que no tienen moral; sin embargo, la moral que les falta a las primeras no es lo mismo que la que echamos de menos en las segundas. Porque a éstas lo que les falta es ánimo (están desanimadas) y a las segundas honestidad (son deshonestas). Tampoco es lo mismo ser que estar: el que es un inmoral tiene que volver a nacer, el que está desmoralizado pasa por un mal momento y se le puede ayudar dándole la moral que necesita. También entre l os políticos, por supuesto, hay personas inmorales y personas que están desmora1izadas. Por desgracia los políticos que carecen de convicciones morales más profundas suelen ser los que mantienen más alta su moral. Es una pena que sean precisamente los políticos honestos los que se desmoralicen más a menudo, y lo es todavía mayor que no se les ayude cuando pasan por un mal momento. De esta guisa los hombres con moral en ambos sentidos, los que tienen honestidad y coraje, se van convirtiendo fatalmente en una «rara avis» de la fauna política, en un mirlo blanco que por aquí entre nosotros, en Aragón, habría que proteger aun que sólo fuera para enseñarlo como hicieron el pasado verano los vecinos de Puertomingalvo con su famoso cuervo. Pero seguramente ésta es una propuesta insensata. Un político desmoralizado que por lo que sea, por su talante o por las circunstancias en las que vive, no puede levantar el ánimo y recuperarse es mejor que se retire. Para seguir luchando en un campo tan duro como éste de la política hace falta agarrarse como el gramen y defenderse como los cardos en los Monegros. Es necesario tener, si no todas, bastantes de las cualidades que Maquiavelo atribuye a un hombre de “extraordinaria virtud”. He aquí de nuevo el equívoco en el léxico de la moral. Porque Maquiavelo, como es sabido, no se refiere a la virtud como hábito moralmente bueno sino a la energía humana, al ánimo, al coraje, a la voluntad capaz de imponerse y sobreponerse al infortunio, de salir al paso de una situación difícil y hacerse cargo de ella con inteligencia, con perspicacia, con resolución, con astucia, con todos los medios a su alcance. Porque la Fortuna, que es árbitro de la mitad de nuestras acciones, nos deja gobernar la otra mitad. Sin olvidar que, ”como mujer que es, la Fortuna se deja vencer más fácilmente por los impetuosos» y, «amiga de los más jóvenes», prefiere a los que la abordan con menos remilgos y mayor audacia
  • 26. (Cfr. El Príncipe, c. 25). A la vista de la sentencia sobre los políticos desmoralizados, veamos qué juicio merecen los inmorales: ¿Qué se puede decir de los políticos con la moral muy alta y la moralidad muy baja?, ¿ son buenos políticos? Y sobre todo, ¿para quién son buenos? El ilustre florentino no se para en barras :”El que deja de hacer lo que se hace por lo que se debe , busca su propia ruina. Un hombre que pretenda hacer en todas partes profesión de bueno entre tantos que no lo son tiene que arruinarse sin remedio. En consecuencia un príncipe que quiera mantenerse ha de aprender también a no ser bueno y hacer uso de ello según la necesidad lo requiera” ( Ibídem, c.15). Si lo ¨´unico que importa es la eficacia, si ésta se demuestra en la consecución del objetivo y si el único objetivo de un político es mantenerse en el poder caiga quien caiga, no cabe ninguna duda de que un político inmoral puede ser un buen político. Con estos supuestos lo verdaderamente difícil es que un hombre honesto pueda ser un buen político. Entre las muchas obras que aparecieron después de Maquiavelo y siguiendo sus enseñanzas, Arnold Clapmar publicó en 1605 una especie de recetario o repertorio de prácticas políticas con el título de Arcana rerum publicarum. En esta obra se compara la política a los negocios . De la misma manera que el negocio tiene su intríngulis , sus secretos, que no todos conocen y por eso se arruinan, la política tiene sus arcanos. Si “la política es la política” en el sentido enque se dice que “el negocio es el negocio”, ya podemos imaginar cuáles son sus arcanos. En efecto, se trata de una sarta de inmoralidades que resultan muy útiles para conseguir y conservar el poder. Esta “doctrina pestífera”, en frase de Ernst Bloch, está en los orígenes de la política de intriga y de gabinete. En nuestros días los que siguen pensando lo mismo de la política, a pesar de la democracia, en vez de luchar en la sociedad por la opción que su partido representa lo hacen sobre todo dentro del partido por “il bene essere suo». Si «la política es la política» como «el negocio es el negoicio», sigue siendo importante, no cabe duda, vender un programa para ganar unas elecciones, pero lo decisivo -en especial cuando “las siglas se venden solas»- es quién se se lleva los beneficios, quién entra en las listas. Por eso los partidos se convierten en campos de batalla y vemos cómo aparecen y desaparecen las «familias» y las mayorías de complicidad. Las mayorías de complicidad son inestables porque carecen de cohesión ideológica. Mientras la participación en los mismos valores morales lleva a la solidaridad y no plantea problemas de reparto (todos pueden participar de los mismos valores sin que estos disminuyan), la participación en los beneficios lleva a la discordia y a la disolución de las mayorías de simple complicidad. Una política fundada en las maquinaciones, la intriga, la confabulación, las traiciones, en lo bueno y en lo malo según las conveniencias y por lo tanto inmoral, orientada solamente al interés de cada cual, no es una política democrática y participativa. Por supuesto, no es una política socialista. Podemos tener otra idea más noble de la política, nadie lo impide. Pero ése no es el problema. De hecho todos los demócratas manifiestan tener otra idea y a nadie se le ocurre en una campaña electoral decir que lo único que le importa es el poder. El problema es si podemos tener otra realidad. Por mi parte confieso ingenuamente que así lo creo. Pero habrá que demostrarlo, y esto depende de que en los partidos haya militantes con mucha moral en todos los sentidos. A esa política la llamaremos solidaridad. Solidaridad contra complicidad. 30.9.1987
  • 27. LA POLÍTICA COMO REPRESENTACIÓN El presidente de las Cortes publicó recientemente un artículo en el que se quejaba amargamente por el trato discriminatorio del que ha sido objeto Aragón por parte del ministro señor Almunia quien, como es notorio, no asistió a la toma de posesión del nuevo presidente de la Diputación General. Incidentes protocolarios de menor escala se han producido estos días en los ayuntamientos de Ariño y de Gurrea de Gállego. Los profesores Olaechea y Ferrer recuerdan que el conde de Aranda prestó siempre mucha atención a las cuestiones de protocolo: «Casi la mitad de los despachos, en su primer año de misión en Varsovia, están consagrados a los diversos procedimientos y subterfugios empleados para no ceder jamás el paso a su colega francés...» (El Conde de Aranda I, p. 34 s.). Pero los aragoneses, por desgracia, no nos distinguimos precisamente por guardar las formas. Si los políticos se muestran a veces quisquillosos en el protocolo es porque su oficio consiste en representar. No es extraño que en griego clásico la palabra “liturgia” se refiera a actos que hoy se llaman «políticos». El protocolo contiene las rúbricas de una liturgia en la que se representa y se celebra el poder. En la representación cada uno de los personajes ha de ocupar el lugar que le corresponde según su rango y ha de comportarse de acuerdo con la autoridad que ostenta. Cuando los actos públicos discurren conforme al protocolo se puede ver en ellos qué es y cómo se organiza un Estado. De lo contrario se convierten en una ceremonia de confusión, pero siguen siendo un espectáculo. Como es obvio la política se extiende también a otro tipo de representaciones. Los políticos, que están siempre representando, nunca son lo que representan (y menos aún lo que se figuran). No es que jueguen siempre de farol o que sean todos unos hipócritas. Lo que pasa es que no son el cargo que representan, ni el partido político, ni la ideología, ni por supuesto los electores que representan. Se supone que esta diferencia se hace en beneficio de lo «representado» o «representados» y no de los «representantes», aunque dada la diferencia los políticos puedan abusar del cargo, traicionar al partido, falsificar la ideología y suplantar a los electores. Un político es un hombre que por representar representa incluso el papel de «representante político» y todo depende de que sea o no un buen actor para desempeñar ese papel. Escribe Aranguren: «Que la política actual (pero no sólo la actual...)consiste en pura representación, es algo que hemos dicho algunos y saben hoy todos. Pero prendidos aún del mito existencialista de la autenticidad, muchos oponen el mundo intelectual, en cuanto considerado como verdadero, al mundo de la farsa política, cuando lo cierto-incierto es que toda la cultura es concebible como 'representación' y tan 'actores' fueron Camilo J. Cela y Dalí o son hoy Agustín García Calvo y Umbral, como Adolfo Suárez y Felípe González. La única diferencia real-irreal consiste en que unos actores, los más, son malos y otros, los menos, buenos» {Sobre imagen, identidad y heterodoxia, Madrid 1982, p. 14). Y más adelante lo aclara con su aguda observación: «El 'des-nudo' del castellano, frente al 'nudo' de otras lenguas (...) contiene un enorme acierto, el de decirnos la imposibilidad, para el ser humano, de alcanzar la desnudez» (Ibídem, p. 26). En efecto, si “mudo” significa «desvestido», «des-nudarse» significa «vestirse de otra manera». Si siempre andamos vestidos de algo no se justifica la pretensión de andar de auténticos por todas partes, pero menos en aquellas situaciones o menesteres en los que se espera que representemos bien un papel como sucede en el teatro y en la política. Sin embargo, es precisamente aquí donde se interfiere el narcisismo con más fuerza. Y es que la ocasión hace al ladrón como el
  • 28. público a los narcisos. El que entra en escena tiene que procurar que el público vea sólo al personaje que representa. Pero, ¿cómo impedir que se infiltre en el escenario un personaje tan importante como «uno mismo», aunque no lo haya previsto el autor seguramente por desconsideración o inadvertencia?, ¿por qué evitar la autocomplacencia?, ¿por qué no dejarse ver y verse uno a sí mismo en el escenario?, ¿ha de perderse el actor el espectáculo que está dando? Vayamos directamente al grano, a la política. En una campaña electoral se buscan los aplausos y, sobre todo, los votos. A una situación teatral se añade otra de mercado: hay que vender unas siglas (la «firma» ), una candidatura y un programa (el «producto»). Las circunstancias obligan al político a comportarse como un representante en un doble sentido (el desplazamiento semántico, que no el desliz, inclina la balanza a favor del representante como agente comercial). Para ello deberá tener una buena imagen que refuerce el mensaje y sirva de soporte a la campaña, sobre todo si además de hacer la campaña encabeza las listas. Pero esa imagen no es necesariamente la que tiene en la vida cotidiana y menos en el círculo de los más próximos, sino la que convenga al partido que representa y mejor se acomode al gusto de los electores. Sólo cuando las circunstancias lo aconsejen abandonará esa buena imagen oficial para simular que muestra su propia imagen, pero que sigue siendo la que interesa. El papel que representa somete al político a una servidumbre de la que pudiera tener la tentación de resarcirse. ¿De qué manera? Primero utilizando el subterfugio de un mal actor en el escenario, haciéndose notar por encima de lo que representa y derivando la atención del público hacia su persona. En segundo lugar, convirtiéndose en empresario de su buena imagen, traicionando a la empresa y llevándose la clientela como hacen a veces algunos viajantes. Los narcisos infiltrados en la política, estos representantes que saben tanto de negocios o que aprenden tan deprisa, son los que arruinan a los partidos políticos y los que hacen su agosto. Son los que cultivan su propia imagen y su propia parcela en beneficio propio. Son expertos en la negociación, y la negociación tiene para ellos un sentido inequívoco. 31.10.1987 TÉCNICOS Y POLÍTICOS De los emperadores romanos se conservan más imágenes en los museos que palabras o textos en los archivos. Los emperadores romanos -y no sólo los romanos, evidentemente- multiplicaban su imagen y la difundían por todas partes con la voluntad de ocupar simbólicamente el territorio dominado, lo que explica la abundante iconografía conservada. Pero eso es nada en comparación con lo que vemos en nuestros días. Porque a los medios tradicionales, como acuñar moneda con la propia imagen y ordenar la colocación de retratos oficiales en los edificios públicos, se añaden otros más sofisticados y eficaces, como la televisión, para conseguir el mismo objetivo. «El predominio de la fotografía sobre la grafía -escribe Aranguren- nos ha llevado del cultivo de la imagen a la cultura de la imagen”. Es comprensible que en esta nueva cultura el uso y el abuso de la imagen en la política haya crecido desmesuradamente. Porque está comprobado que una imagen vale más que mil palabras; es decir, que una sola imagen repetida mil veces en una campaña electoral capta más votos que mil palabras articuladas en un discurso coherente. Una