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David Harvey
Espacios del capitalismo global
Hacia una teoría del desarrollo geográfico desigual
Traducción: Juanmari Madariaga
Las crisis económicas se suceden una tras otra a un ritmo cada vez más
infernal, dibujando un paisaje de volatilidad extrema que nos obliga a
repensar las fuerzas que impulsan el desarrollo económico mundial.
David Harvey, destacadísimo teórico social, nos brinda en estas
páginas una crítica exhaustiva del capitalismo contemporáneo. Para
ello, analiza con maestría el desarrollo del neoliberalismo en cuanto
estrategia de restauración del poder de clase, la expansión
omnipresente de las desigualdades y el «espacio» como un concepto
teórico clave.
«David Harvey es una inspiración para mí, así como para todas las personas que, de manera
imperiosa, aspiran a un orden mundial justo; uno de los pensadores más sagaces e inteligentes
con que podemos contar.»
Owen Jones, autor de Chavs y The Establishment.
«David Harvey provocó una revolución en su campo de estudio y ha inspirado a generaciones
de intelectuales radicales»
Naomi Klein, autora de La doctrina del shock y No Logo.
David Harvey es Distinguished Professor of Anthropology and Geography en el Graduate
Center de la City University of New York (CUNY) y director del Center of Place, Culture and
Politics de la misma universidad. En Ediciones Akal ha publicado Espacios de esperanza
(2003), El nuevo imperialismo (2004), Espacios del capital (2007), Breve historia del
neoliberalismo (2007), París, capital de la modernidad (2008), El enigma del capital y las
crisis del capitalismo (2012), Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución
urbana (2013), El cosmopolitismo y las geografías de la libertad (2017), Senderos del
mundo (2018), Marx, El Capital y la locura de la razón económica (2019) y los dos
volúmenes de su Guía de El Capital de Marx (2014 y 2016).
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Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el
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fidelidad a la edición original.
Título original
Spaces of neoliberalization: towards a theory of uneven geographical development
Publicado originalmente en 2005 por Franz Steiner Verlag
Birkenwaldstraße 44
70191 Stuttgart (Alemania)
© Franz Steiner Verlag, 2005, 2019
© Ediciones Akal, S. A., 2021
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-5098-8
INTRODUCCIÓN
Hettner-Lecture 2004 en Heidelberg
Peter Meusburger y Hans Gebhardt
El Departamento de Geografía de la Universidad de Heidelberg celebró
la octava Hettner-Lecture entre el 28 de junio y el 2 de julio de 2004. Esta
serie anual de conferencias, celebrada en honor de Alfred Hettner,
profesor de Geografía en Heidelberg de 1899 a 1928 y uno de los
geógrafos alemanes más reputados de su época, se dedica a los nuevos
desarrollos teóricos en los campos cruzados de la geografía, la economía,
las ciencias sociales y las humanidades.
Durante su estancia, los oradores invitados ofrecen dos conferencias
públicas, una de las cuales se transmite telemáticamente vía internet.
Además, varios seminarios brindan a los estudiantes de posgrado y
jóvenes investigadores la oportunidad de reunirse y conversar con un
académico de renombre internacional. Esa experiencia en una fase
temprana de su carrera académica les abre nuevas perspectivas para la
investigación y fomenta la reflexión crítica sobre los debates teóricos
actuales y la práctica geográfica.
La octava Hettner-Lecture corrió a cargo de David Harvey, Distinguished
Professor de antropología en el Centro de Estudios de Posgrado de la
Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY). David Harvey es
ampliamente reconocido como uno de los pensadores en el ámbito
geográfico más innovadores e influyentes de los últimos cuarenta años. Su
Explanation in Geography (Londres, Edward Arnold, 1969 [en cast.:
Teorías, leyes y modelos en geografía, Madrid, Alianza, 1983]) supuso una
importante contribución al debate metodológico sobre la geografía como
ciencia espacial que cautivó a los geógrafos en la década de 1960. El
traslado posterior de Harvey del Reino Unido –donde había enseñado en
la Universidad de Bristol– a la Johns Hopkins University, en Baltimore,
coincidió con un cambio profundo en los fundamentos intelectuales de su
investigación. Con Social Justice and the City (Johns Hopkins University
Press, 1973 [en cast.: Urbanismo y desigualdad social, Madrid, Siglo XXI,
1977]), Harvey dio a conocer un texto pionero en los estudios urbanos
críticos que exploraba la relevancia del pensamiento marxista para
explicar y combatir la pobreza y el racismo en las ciudades occidentales.
Su The Limits to Capital (Oxford, Basil Blackwell, 1982 [en cast.: Los
límites del capitalismo y la teoría marxista, México, Fondo de Cultura
Económica, 1990]), una ampliación geográfica de la teoría del
capitalismo de Marx, asentó firmemente a Harvey como gran geógrafo
marxista y extendió su reputación mucho más allá de los límites de la
disciplina. Harvey volvió a las cuestiones urbanas en The Urbanization of
Capital (Blackwell, 1985) y Consciousness and the Urban Experience (Johns
Hopkins University Press, 1985), antes de embarcarse en su libro más
exitoso hasta la fecha, The Condition of Postmodernity (Wiley-Blackwell,
1989 [en cast.: La condición de la posmodernidad: investigación sobre los
orígenes del cambio cultural, Buenos Aires, Amorrortu, 1990]), una crítica
materialista del posmodernismo escrita mientras se hacía cargo de la
Cátedra Halford Mackinder en Geografía de la Universidad de Oxford.
Más recientemente, Harvey ha revisado y explorado temas de justicia
social y la idea de utopía en Justice, Nature and the Geography of
Difference (Oxford, Basil Blackwell, 1996 [en cast.: Justicia, naturaleza y la
geografía de la diferencia, Madrid, Traficantes de Sueños, 2018]) y Spaces
of Hope (Edinburgh University Press, 2000 [en cast.: Espacios de
esperanza, Madrid, Akal, 2003]). Sus últimos libros antes de la octava
Hettner-Lecture son Paris, Capital of Modernity (Nueva York, Routledge,
2003 [en cast.: París, capital de la modernidad, Madrid, Akal, 2008]) y The
New Imperialism (Oxford University Press, 2003 [en cast.: El nuevo
imperialismo, Madrid, Akal, 2004]).
Durante la Hettner-Lecture 2004, David Harvey ofreció dos conferencias
públicas tituladas «Capitalismo de libre mercado y restauración del poder
de clase» y «Hacia una teoría general del desarrollo geográfico
desigual»[1], que se publican aquí en forma revisada, junto con un ensayo
sobre «El espacio como palabra clave» y una breve documentación
fotográfica. Tres seminarios con estudiantes de posgrado y jóvenes
investigadores de Heidelberg, y otras diecinueve universidades europeas y
estadounidenses, abordaron los temas planteados en las conferencias. Los
seminarios se titulaban «El nuevo imperialismo», «Conocimientos
geográficos / poderes políticos» y «El espacio como palabra clave».
Deseamos expresar nuestro agradecimiento a la Fundación Klaus
Tschira por su generoso apoyo a la Hettner-Lecture, y en particular al
doctor honoris causa Klaus Tschira, nuestro benevolente anfitrión en el
Studio de la magnífica Villa Bosch de la Fundación. También queremos
agradecer al prof. Dr. Angelos Chaniotis, vicerrector de la Universidad de
Heidelberg, y al prof. Dr. Peter Hofmann, decano de la Facultad de
Química y Ciencias de la Tierra, sus discursos de bienvenida en la
ceremonia de inauguración celebrada en la Alte Aula de la Universidad.
La Hettner-Lecture 2004 no hubiera sido posible sin el compromiso total
de todos los estudiantes y miembros de la facultad que participaron en sus
sesiones. Agradecemos a Tim Freytag y Heike Jöns su eficaz trabajo
organizativo y la planificación y presidencia de las sesiones del seminario
con estudiantes graduados y jóvenes investigadores, así como a los
estudiantes que ayudaron en la organización del evento. El esfuerzo
concertado y el entusiasmo de todos los participantes aseguraron una vez
más una exitosa Hettner-Lecture en Heidelberg.
[1] «El capitalismo de libre mercado y la restauración del poder de clase», Alte Aula der Universität,
lunes 28 de junio de 2004, 18:15; «Hacia una teoría general del desarrollo geográfico desigual», Hörsaal
des Geographischen Instituts, martes 29 de junio de 2004, 15:15. La segunda conferencia fue seguida
por una discusión pública, presidida por Michael Hoyler (Loughborough).
I. EL NEOLIBERALISMO Y LA
RESTAURACIÓN DEL PODER DE CLASE
El presidente Bush afirma reiteradamente que Estados Unidos ha conferido
el precioso regalo de la «libertad» al pueblo iraquí. «La libertad», dice, «es
el regalo del Todopoderoso a cada hombre y mujer de este mundo» y «como
la mayor potencia de la tierra tenemos la obligación de ayudar a difundir la
libertad»[1]. Ese mantra oficial (repetidamente proclamado por el gobierno
y las fuerzas armadas), según el cual el logro supremo de la invasión
preventiva de Iraq ha sido hacer que el país sea «libre», se reitera
incansablemente en la mayoría de los medios de comunicación
estadounidenses y parece un argumento persuasivo para que muchos sigan
apoyando la guerra a pesar de que las razones oficiales ofrecidas para ello
(como las conexiones entre Sadam Husein y al-Qaeda, la existencia de armas
de destrucción masiva y amenazas directas a la seguridad de Estados
Unidos) han sido desmontadas. La libertad, empero, es una palabra difícil de
retorcer. Como observó Matthew Arnold hace muchos años, «la libertad es
muy buen caballo para montar, pero para ir a algún sitio»[2]. ¿A qué destino
se espera pues que se encamine el pueblo iraquí montado en el caballo de la
libertad que generosamente se le donó?
La respuesta estadounidense a esta pregunta nos llegó el 19 de septiembre
de 2003, cuando Paul Bremer, jefe de la Autoridad Provisional de la
Coalición, promulgó órdenes que incluían «la privatización total de las
empresas públicas, los derechos de propiedad plenos de las empresas
extranjeras sobre negocios iraquíes, la repatriación completa de las
ganancias extranjeras […] la apertura de los bancos iraquíes al control
extranjero, el trato nacional para las empresas extranjeras y […] la
eliminación de casi todas las barreras comerciales»[3]. Esas órdenes debían
aplicarse a todos los ámbitos de la economía, incluidos los servicios
públicos, los medios de comunicación, la fabricación, servicios, transportes,
finanzas y construcción. Sólo el petróleo quedaba exento (presumiblemente
por su estatus especial y su importancia geopolítica como arma bajo el
control particular de Estados Unidos). El derecho de sindicalización y
huelga, por otro lado, quedaba estrictamente restringido. También se decretó
un «impuesto fijo» altamente regresivo (un deseo remarcado por los
conservadores estadounidenses). Esas órdenes eran, como señala Naomi
Klein, una violación de los Convenios de Ginebra y La Haya, ya que una
potencia ocupante tiene la obligación de proteger los activos del país
ocupado y no tiene derecho a venderlos[4]. Existe, además, una resistencia
considerable a la imposición a Iraq de lo que el Economist de Londres llama
un «sueño capitalista». Hasta el ministro provisional de Comercio de Iraq,
miembro de la Autoridad Provisional de la Coalición designado por Estados
Unidos, atacó la imposición forzada del «fundamentalismo de libre
mercado», describiéndolo como «una lógica defectuosa que ignora las
enseñanzas de la historia»[5]. Casi con toda seguridad, como también señala
Klein, la resistencia inicial de Estados Unidos a celebrar elecciones directas
en Iraq surgió del deseo de trabajar con unos representantes designados, y
muy dóciles, que dejaran fijadas esas reformas de libre mercado antes de
que la democracia directa (que casi con toda seguridad las repudiaría) se
hiciera cargo del país. Si bien las reglas de Bremer se considerarían ilegales
si fueran impuestas por una potencia ocupante, es probable que se
consideren legales según el derecho internacional si son confirmadas por un
gobierno «soberano» (aunque no haya sido elegido y sea provisional). El
gobierno interino que entró en funciones a finales de junio de 2004, aunque
denominado «soberano», sólo tenía el poder de confirmar las leyes
existentes. No podía modificarlas ni promulgar otras nuevas (aunque, a tenor
del perfil de sus integrantes, era poco probable que semejante gobierno se
hubiera alejado radicalmente de los decretos de Bremer).
El giro neoliberal
Evidentemente, lo que Estados Unidos trata de imponer por la fuerza en
Iraq es un aparato estatal neoliberal en toda regla cuya misión fundamental
es facilitar las condiciones para una provechosa acumulación de capital. El
tipo de medidas que Bremer delineó son, siguiendo la teoría neoliberal,
necesarias y suficientes para la creación de riqueza y, por tanto, para
mejorar el bienestar de poblaciones enteras. La combinación de la libertad
política con la libertad de mercado y de comercio lleva mucho siendo una
característica fundamental de la política neoliberal y ha dominado la actitud
de Estados Unidos hacia el resto del mundo durante muchos años. En el
primer aniversario del 11 de Septiembre, por ejemplo, el presidente Bush
anunció en un artículo de opinión publicado en el New York Times que
«usaremos nuestra posición de fuerza e influencia incomparables para
construir una atmósfera de orden y apertura internacional en la que el
progreso y la libertad puedan florecer en muchas naciones. Un mundo
pacífico de libertad creciente sirve a los intereses estadounidenses a largo
plazo, refleja perdurables ideales estadounidenses y une a los aliados de
Estados Unidos […] Buscamos una paz justa donde la represión, el
resentimiento y la pobreza sean reemplazados por la esperanza de
democracia, desarrollo, libre mercado y libre comercio», habiendo
demostrado estas dos últimas «su capacidad para sacar sociedades enteras
de la pobreza». Hoy, concluía, «la humanidad tiene a su alcance la
oportunidad de establecer el triunfo de la libertad sobre todos sus antiguos
enemigos. Estados Unidos saluda con gratitud la responsabilidad de liderar
esta gran misión». Ese mismo lenguaje aparecía en el prólogo del
Documento de Estrategia de Defensa Nacional publicado poco después[6].
Es esa libertad, interpretada como la libertad de mercado y de comercio, la
que debe imponerse a Iraq y al mundo.
Es útil recordar aquí que el primer gran experimento de conformación de
un Estado neoliberal se produjo en Chile tras el golpe de Estado de Pinochet
el «pequeño 11 de Septiembre» de 1973 (casi treinta años antes del anuncio
de Bremer del régimen que se iba a instalar en Iraq). Aquel golpe, contra el
gobierno socialdemócrata e izquierdista democráticamente elegido de
Salvador Allende, fue fuertemente respaldado por la CIA y por el secretario
de Estado norteamericano, Henry Kissinger. Reprimió violentamente todos
los movimientos sociales y las organizaciones políticas de la izquierda y
desmanteló todas las formas de organización popular (como los centros de
salud comunitarios en los barrios más pobres). El mercado laboral fue
«liberado» de restricciones reguladoras o institucionales (por ejemplo, del
poder sindical). Pero, en 1973, las políticas de sustitución de importaciones
que habían dominado anteriormente los intentos latinoamericanos de
regeneración económica (y que habían tenido éxito hasta cierto punto en
Brasil después del golpe militar de 1964) habían caído en desgracia. Con la
economía mundial sumida en una grave recesión, se requería claramente algo
nuevo. Un grupo de economistas conocidos como «los Chicago boys» –por
su apego a las teorías de Milton Friedman, quien era profesor en la
Universidad de Chicago– fueron convocados para ayudar a reconstruir la
economía chilena. Lo hicieron siguiendo líneas de libre mercado,
privatizando activos públicos, abriendo recursos naturales a la explotación
privada y facilitando la inversión extranjera directa y el libre comercio. Se
garantizó el derecho de las empresas extranjeras a repatriar las ganancias de
sus operaciones chilenas. El crecimiento liderado por las exportaciones fue
favorecido por encima de la sustitución de importaciones. El único sector
reservado para el Estado fue el recurso clave del cobre (como el petróleo en
Iraq). La posterior recuperación a corto plazo de la economía chilena en
términos de crecimiento, acumulación de capital y altas tasas de rendimiento
de las inversiones extranjeras, proporcionó pruebas sobre las que se iba a
basar el giro posterior a políticas neoliberales más abiertas tanto en Gran
Bretaña (bajo Thatcher) como en Estados Unidos (bajo Reagan). No era la
primera vez que un brutal experimento llevado a cabo en la periferia se
convertía en modelo para la formulación de políticas en el centro (al igual
que ahora se propone la experimentación con la reducción de impuestos en
Iraq)[7].
Sin embargo, el experimento chileno demostró que los beneficios no
estaban bien distribuidos. Al país y sus elites gobernantes, junto con los
inversores extranjeros, les fue bien; no así a la gente en general, que salió
malparada. Esto ha sido un efecto de las políticas neoliberales lo bastante
persistente a lo largo del tiempo como para considerarlo estructural e
intrínseco de todo el proyecto. Duménil y Lévy llegan a argumentar que el
neoliberalismo fue, desde el principio, un proyecto para restaurar el poder
de clase de las capas más ricas de la población. Comentando cómo le fue al
1 por 100 que más gana en Estados Unidos, escriben:
Antes de la Segunda Guerra Mundial, esos hogares recibían alrededor del 16 por 100 de la renta
total. Ese porcentaje cayó rápidamente durante la guerra y, en la década de 1960, se había reducido
al 8 por 100, una meseta que se mantuvo durante tres décadas. A mediados de la década de 1980
se disparó repentinamente, y para fines de siglo alcanzó el 15 por 100. En cuanto a la riqueza total,
la tendencia es en general idéntica…[8].
Otros datos muestran que el 0,1 por 100 de los receptores de ingresos más
favorecidos aumentaron su participación en la renta nacional del 2 por 100
en 1978 a más del 6 por 100 en 1999. Casi con seguridad se puede afirmar
que, con los recortes de impuestos implementados por la administración
Bush, la concentración de la riqueza en los escalones superiores de la
sociedad prosigue a buen ritmo. Duménil y Lévy también señalaban que «la
crisis estructural de la década de 1970, con tipos de interés apenas
superiores a las tasas de inflación, bajos pagos de dividendos por parte de
las corporaciones y mercados bursátiles deprimidos, redujo aún más los
ingresos y la riqueza de los más ricos» durante esos años. La década de
1970 no sólo se caracterizó por una crisis global de estanflación, sino que
fue el periodo en que el poder de las clases altas estaba más seriamente
amenazado. El neoliberalismo surgió, prosigue el argumento, como respuesta
a esa amenaza[9].
Pero la justificación de esta tesis de restauración del poder de clase
requiere que identifiquemos una constelación específica y orquestada de
fuerzas de clase tras el giro hacia las políticas neoliberales, ya que ni en
Gran Bretaña ni en Estados Unidos era posible recurrir a la violencia del
tipo chileno. Era necesario obtener el consentimiento. Debemos volver a la
década crucial de 1970 para ver cómo sucedió esto.
El Estado socialdemócrata en Europa y el compromiso keynesiano sobre el
que se basó el pacto social entre el capital y el trabajo en Estados Unidos,
habían funcionado bastante bien durante los años de alto crecimiento de las
décadas de 1950 y 1960. La política redistributiva, los controles sobre la
libre movilidad del capital, el gasto público y la construcción del Estado del
Bienestar habían ido de la mano con tasas relativamente altas de
acumulación de capital y rentabilidad en la mayoría de los países
capitalistas avanzados. Pero, a finales de la década de 1960, esto comenzó a
deteriorarse, tanto a nivel internacional como en las economías nacionales.
En 1973, incluso antes de la guerra árabe-israelí y del embargo petrolero de
la OPEP, el sistema de Bretton Woods, que había regulado las relaciones
económicas internacionales, se había disuelto. Las señales de una grave
crisis de acumulación de capital eran evidentes en todas partes, marcando el
comienzo de una fase global de estanflación, de crisis fiscales en varios
Estados (Gran Bretaña tuvo que ser rescatada por el Fondo Monetario
Internacional en 1975-1976, y la ciudad de Nueva York se declaró
técnicamente en bancarrota en el mismo año, mientras que en casi todas
partes se recortó en el gasto público). El compromiso keynesiano se había
derrumbado como una forma viable de gestionar la acumulación de capital
compatible con la política socialdemócrata[10].
La respuesta de la izquierda fue profundizar el control estatal y la
regulación de la economía (incluyendo, si se consideraba necesario, frenar
las aspiraciones de los movimientos obreros y populares mediante medidas
de austeridad y controles de salarios y precios), sin desafiar en cambio los
poderes de la acumulación de capital. Esta respuesta fue adelantada por los
partidos socialistas y comunistas aliados en Europa (que ponían sus
esperanzas en experimentos innovadores en gobernanza y gestión de la
acumulación de capital en lugares como la «Bologna Rossa», o en el giro
hacia un socialismo de mercado más abierto e ideas «eurocomunistas» en
Italia y España). La izquierda recabó un considerable respaldo popular para
ese programa, acercándose al poder en Italia, llegando al gobierno en
Francia, Portugal, España y Gran Bretaña, y manteniendo el poder en
Escandinavia. Hasta en Estados Unidos un Congreso controlado por el
Partido Demócrata inició, a principios de la década de 1970, una gran
oleada de reformas reguladoras (promulgadas por Richard Nixon, un
presidente republicano) en cuestiones medioambientales, laborales, de
consumo y de derechos civiles[11]. Pero, en términos generales, la izquierda
no fue mucho más allá de las soluciones socialdemócratas tradicionales, y
mediada ya la década de 1970 estas se habían demostrado incapaces de
satisfacer los requerimientos de la acumulación de capital. El efecto fue
polarizar el debate entre las fuerzas socialdemócratas, por un lado (que a
menudo se dedicaban a una política pragmática de frenar las aspiraciones de
sus propios electores), y las aspiraciones de todos los interesados en
establecer condiciones más abiertas para la acumulación activa de capital,
por el otro.
El neoliberalismo, como posible antídoto contra las amenazas al orden
social capitalista y como solución a los males del capitalismo, había estado
largo tiempo al acecho en los flancos de la política pública. Pero hasta los
años difíciles de la década de 1970 no comenzó a avanzar hacia el centro
del escenario, particularmente en Estados Unidos y Gran Bretaña,
promovido por diversos laboratorios de ideas, o think tanks, como el
Instituto de Asuntos Económicos de Londres y la Universidad de Chicago.
Ganó respetabilidad al hacerse con el Premio Nobel de Economía dos de sus
principales adalides, Friedrich von Hayek en 1974 y Milton Friedman en
1976, y comenzó gradualmente a ejercer influencia práctica. Durante la
presidencia de Carter, por ejemplo, la desregulación de la economía surgió
como una de las respuestas a la situación crónica de estanflación que había
prevalecido en Estados Unidos durante la década de 1970; pero la
consolidación espectacular del neoliberalismo como nueva ortodoxia
económica que regula las políticas públicas en el mundo capitalista
avanzado ocurrió en Estados Unidos y Gran Bretaña en 1979.
En mayo de aquel año, Margaret Thatcher fue elegida primera ministra de
Reino Unido con un fuerte respaldo para reformar la economía. Bajo la
influencia del pensamiento de Keith Joseph y del Instituto de Asuntos
Económicos, aceptó que el keynesianismo debía ser abandonado y que la
solución monetarista del «lado de la oferta» era esencial para curar la
estanflación que había caracterizado a la economía británica durante la
década de 1970. Reconoció que esto significaba nada menos que una
revolución en las políticas fiscales y sociales, e inmediatamente mostró una
determinación feroz de acabar con las instituciones y las formas políticas del
Estado socialdemócrata que se había consolidado en Gran Bretaña desde
1945. Eso significaba enfrentarse al poder sindical, atacando todas las
formas de solidaridad social (como las expresadas a través de la gobernanza
municipal socialista) que obstaculizaban la flexibilidad competitiva
(incluido el poder de muchos profesionales y sus asociaciones),
desmantelando o revocando los compromisos del Estado del Bienestar,
privatizando las empresas públicas (incluida la vivienda social), reduciendo
los impuestos, alentando la iniciativa empresarial y creando un clima
comercial favorable para inducir una fuerte entrada de inversión extranjera
(particularmente desde Japón).
Lo que Pinochet hizo mediante la violencia estatal coercitiva, Thatcher lo
hizo mediante la organización del consentimiento democrático. A ese
respecto, la observación gramsciana de que el consentimiento y la
hegemonía deben organizarse antes de la acción revolucionaria –y Thatcher
se autoproclamaba revolucionaria– es muy relevante. Durante los sombríos
años de estancamiento económico de la década de 1970, se habían
generalizado en Gran Bretaña fuertes corrientes de pensamiento, propagadas
deliberadamente a través de medios cada vez más subordinados a los
intereses del gran capital, en torno al individualismo y la libertad como algo
opuesto al poder sindical y la sofocante ineptitud burocrática del Estado. La
crisis del capitalismo se interpretó como una crisis de gobierno, y el hecho
de que el gobierno laborista de Callaghan hubiera acordado la imposición de
un programa de austeridad –obedeciendo líneas empresariales y en contra de
los intereses de sus partidarios tradicionales–, ordenado por el Fondo
Monetario Internacional en 1976 a cambio de préstamos para cubrir la
situación crónica de endeudamiento, ayudó a allanar el camino para la idea
de que, como decía Thatcher, «no hay alternativa» a las soluciones
neoliberales. La revolución de Thatcher fue preparada, pues, por la
organización de un cierto nivel de consentimiento político, particularmente
entre de las clases medias, que la llevó a la victoria electoral. Desde el
punto de vista programático, tenía un mandato electoral para reducir el poder
sindical. Enfrentarse a las asociaciones profesionales que tenían un gran
poder en áreas como la educación, la atención médica, el poder judicial y la
gobernanza municipal era otra cuestión. Sobre esto, sus ministros (y sus
partidarios) estaban notoriamente divididos, y forjar la línea neoliberal le
costó varios años de confrontaciones contundentes dentro de su propio
partido y en los medios de comunicación. Como es bien sabido, más
adelante declararía: «no existe algo que se pueda llamar sociedad, sólo
individuos», para agregar, acto seguido, «y sus familias». Todas las formas
de solidaridad social debían disolverse en favor del individualismo, la
propiedad privada, la responsabilidad personal y los valores familiares. El
asalto ideológico que siguió a las directrices que emanaban de la retórica de
Thatcher fue implacable y acabó obteniendo un gran éxito[12]. «La economía
es el método», dijo, «pero el objetivo es cambiar el alma». Y lo hizo,
aunque de un modo que no estuvo en absoluto libre de costes políticos ni de
impulsos contradictorios, como veremos más adelante.
En octubre de 1979 Paul V
olcker, presidente del Banco de la Reserva
Federal estadounidense, diseñó un cambio draconiano en la política
monetaria de Estados Unidos[13]. El longevo compromiso con los
principios del New Deal, que se traducía grosso modo en políticas
keynesianas con el pleno empleo como objetivo clave, se desechó en favor
de una política diseñada para sofocar la inflación sin importar las
consecuencias para el empleo o, en otro sentido, para las economías de
países (como México y Brasil) que eran muy dependientes de las
condiciones económicas y muy sensibles a los cambios en los tipos de
interés en Estados Unidos. El tipo de interés real, que a menudo había sido
negativo durante el auge inflacionario de dos dígitos de la década de 1970,
se hizo positivo tras la decisión ejecutiva de la Reserva Federal. El tipo de
interés nominal se elevó de la noche a la mañana (aquel movimiento llegó a
conocerse como «el especial del sábado noche») hasta cerca del 20 por 100,
lo que sumió deliberadamente a Estados Unidos y a gran parte del mundo en
la recesión y el desempleo. Aquel giro, se alegó, era la única forma de salir
de la enojosa crisis de estanflación que había caracterizado a la economía
estadounidense y a gran parte de la economía mundial a lo largo de la
década de 1970.
La conmoción o shock de V
olcker, como se la conoce desde entonces, no
podía consolidarse sin cambios paralelos de las políticas gubernamentales
en el resto de ámbitos. La victoria de Ronald Reagan sobre Carter resultó
crucial. Los asesores de Reagan estaban convencidos de que la «medicina»
de V
olcker para una economía enferma y estancada daba justo en el blanco.
En consecuencia, V
olcker fue apoyado y confirmado en el cargo de
presidente de la Reserva Federal. La tarea de la administración Reagan era
proporcionar el respaldo político necesario mediante una mayor
desregulación, recortes de impuestos y presupuestarios, y ataques al poder
sindical y profesional. Reagan se enfrentó a PATCO, el sindicato de
controladores del tránsito aéreo, en una huelga amarga y prolongada. Esto
fue la señal para un asalto en toda regla a los poderes del trabajo organizado
en el mismo momento en que la recesión inducida por V
olcker estaba
generando altos niveles de desempleo (10 por 100 o más). Pero PATCO era
algo más que un sindicato ordinario: era también uno de cuello blanco, que
tenía el carácter de una asociación profesional cualificada y que era, por
tanto, un icono del sindicalismo de clase media más que de clase
trabajadora. El efecto sobre las condiciones laborales en todos los ámbitos
fue dramático –quizá lo que mejor refleje esto sea el hecho de que el salario
mínimo federal, que estaba a la par con el nivel de pobreza en 1980, había
caído a un 30 por 100 por debajo de ese nivel en 1990–. Los nombramientos
de Reagan para puestos ejecutivos en temas como la regulación ambiental, la
seguridad en el trabajo y la sanidad llevaron la campaña contra el «gobierno
excesivo» a niveles cada vez más altos. La desregulación de todo, desde las
aerolíneas y las telecomunicaciones hasta las finanzas, abrió nuevas zonas a
la libertad de mercado, sin cortapisa alguna para poderosos intereses
empresariales. El mercado, representado ideológicamente como el gran
medio para fomentar la competencia y la innovación, iba a ser en la práctica
el gran vehículo para la consolidación de los poderes de corporaciones
monopolísticas y de multinacionales como nexo del dominio de clase. Los
recortes de impuestos para los ricos iniciaron simultáneamente el cambio
trascendental hacia una mayor desigualdad social y la restauración del poder
de la clase alta.
Thomas Edsall (un periodista que cubrió los asuntos de Washington durante
muchos años) publicó en 1984 una descripción profética de las fuerzas de
clase alineadas detrás de todo esto:
Durante la década de 1970 las empresas refinaron su capacidad de actuar como clase,
moderando los instintos competitivos en favor de la acción conjunta y cooperativa en el ámbito
legislativo. En lugar de empresas individuales que sólo buscaban favores especiales […] el tema
dominante en la estrategia política de los negocios pasó a ser un interés compartido, consistente en
frustrar proyectos de ley como el de la protección del consumidor y la reforma de la legislación
laboral, y en promulgar una legislación fiscal, reguladora y antimonopolista favorable[14].
Para lograr ese objetivo, las empresas necesitaban un instrumento de clase
político y una base popular, por lo que trataron activamente de controlar el
Partido Republicano como su propio instrumento. La formación de
poderosos comités de acción política para procurar, como decía el viejo
adagio, «el mejor gobierno que el dinero pudiera comprar» fue un paso
importante. Las supuestamente «progresistas» leyes de 1974, de financiación
de campañas electorales, legalizaron la corrupción financiera de la política.
A partir de entonces, los comités de acción política podrían asegurar el
dominio financiero de ambos partidos políticos por parte de los intereses de
asociaciones empresariales profesionales y bien dotadas económicamente.
Los PAC [Political Action Committee] empresariales, que ascendían a 89 en
1974, habían aumentado a 1.467 en 1982. Si bien estaban dispuestos a
financiar a poderosos miembros de ambos partidos siempre que sus intereses
fueran atendidos, también se inclinaron sistemáticamente por apoyar a los
paladines de la derecha. El límite de 5.000 dólares en la contribución de un
PAC a cualquier individuo obligó a los PAC de diferentes empresas e
industrias a trabajar juntos; y eso significó construir alianzas basadas en el
interés de clase. La voluntad del Partido Republicano de convertirse en el
representante de «su base de clase dominante» durante aquel periodo
contrasta con la actitud «ideológicamente ambivalente» del Partido
Demócrata, derivada del «hecho de que sus lazos con varios grupos en la
sociedad son difusos, y ninguno de esos grupos (mujeres, negros,
trabajadores, ancianos, hispanos, organizaciones políticas urbanas) destaca
claramente sobre los demás». La dependencia de los demócratas, además, de
las contribuciones del gran capital –o «big money»– hicieron que muchos de
ellos fueran muy vulnerables a la influencia directa de los intereses
comerciales[15]. Los intereses de la industria, la minería, la silvicultura y
los agronegocios tomaron la delantera en ese aspecto de la guerra de clases
que se desarrolló a partir de entonces.
Sin embargo, el Partido Republicano necesitaba una base electoral sólida
para colonizar el poder de manera efectiva. Fue hacia esa época cuando los
republicanos buscaron una alianza con la derecha cristiana. Jerry Falwell
fundó en 1978 el movimiento de la «mayoría moral» como brazo político de
un cristianismo de derechas y muy conservador. Apelaba al nacionalismo
cultural de la clase trabajadora blanca y su acosado sentido de justicia moral
(acosado porque esa clase vivía en condiciones de inseguridad económica
crónica y se sentía excluida de muchas de las prestaciones que se distribuían
a través del programa de «acción afirmativa», puesto en marcha por el
presidente Kennedy, y de otros programas estatales). Esa «mayoría moral»
podía movilizarse en una clave racista, homófoba y antifeminista más o
menos modulada. No era la primera vez, ni por desgracia será la última, que
un grupo social vota en contra de sus intereses materiales, económicos y de
clase por razones culturales, nacionalistas y religiosas. A partir de entonces,
la impía alianza entre las grandes empresas y los cristianos conservadores
no dejó de consolidarse, erradicando todos los elementos progresistas
(significativos e influyentes en la década de 1960) del Partido Republicano y
convirtiéndolo en la fuerza electoral derechista relativamente homogénea de
los tiempos actuales.
La elección de Reagan inició el largo proceso de consolidación del
cambio político necesario para apoyar el previo viraje monetarista hacia el
neoliberalismo. Sus planes, señaló Edsall en aquel momento, se centraron en
un impulso general para reducir el alcance y el contenido de la regulación federal de la industria, el
medio ambiente, el centro de trabajo, la atención médica y la relación entre comprador y vendedor.
El impulso de la administración Reagan hacia la desregulación se logró mediante severos recortes
presupuestarios que redujeron la capacidad de aplicación efectiva de la ley; mediante el
nombramiento, en los organismos competentes, de personal contrario a la regulación y favorable a
la industria; y, finalmente, dotando a la Oficina de Administración y Presupuesto de una autoridad
sin precedentes para retrasar las principales regulaciones, forzar revisiones importantes en las
propuestas reguladoras y –mediante análisis prolongados de costes-beneficios– para ahogar
efectivamente una amplia gama de iniciativas reguladoras[16].
Hubo además otro cambio, pero esta vez a una escala global, que también
impulsó el movimiento hacia soluciones neoliberales durante la década de
1970. La subida de los precios del petróleo de la OPEP a raíz del embargo
de 1973 puso un enorme poder financiero a disposición de Estados
productores de petróleo como Arabia Saudí, Kuwait y Abu Dabi. Ahora
sabemos por informes de inteligencia británicos que Estados Unidos se
estaba preparando activamente en 1973 para invadir esos países a fin de
restaurar la afluencia de petróleo y reducir su precio. También sabemos que
los saudíes acordaron en aquel momento –presumiblemente bajo presión
militar, si no amenaza abierta, de Estados Unidos– reciclar todos sus
petrodólares mediante los bancos de inversión de Nueva York[17], que
repentinamente se encontraron con enormes fondos para los que necesitaban
encontrar salidas rentables. Las opciones dentro de Estados Unidos, dada la
situación económica deprimida y las bajas tasas de rendimiento a mediados
de la década de 1970, no eran buenas. Tuvieron que buscar oportunidades
más rentables en el extranjero. Pero esto requería la eliminación de
restricciones a la entrada de capitales y condiciones razonablemente seguras
para que las finanzas controladas por Estados Unidos operaran en países
extranjeros. Los bancos de inversión de Nueva York recurrieron a la
tradición imperial de Estados Unidos, tanto para abrir nuevas oportunidades
de inversión como para proteger sus operaciones en el extranjero.
La tradición imperial norteamericana se había largamente desarrollado y
en gran medida definido en contraposición a las tradiciones imperiales de
Gran Bretaña, Francia, Países Bajos y otras potencias europeas[18]. Aunque
ya había especulado con la conquista colonial a finales del siglo XIX,
durante el XX evolucionó hacia un sistema más abierto de imperialismo sin
colonias. El caso paradigmático se resolvió en Nicaragua en las décadas de
1920 y 1930, cuando los marines desplegados para proteger los intereses
estadounidenses se vieron enfrentados a una interminable y difícil
insurgencia guerrillera dirigida por Sandino. La respuesta fue encontrar un
hombre fuerte local, en este caso Somoza, y proporcionarle a él y a su
familia y aliados inmediatos asistencia económica y militar para que
pudieran reprimir o sobornar a la oposición y acumular una considerable
riqueza y poder. A cambio siempre apoyarían, y en caso necesario
promoverían, los intereses estadounidenses tanto en el país como en toda la
región (en este caso, América Central). Ese fue el modelo que se ensayó tras
la Segunda Guerra Mundial, durante la fase de descolonización global
impuesta a las potencias europeas a instancias de Estados Unidos. Por
ejemplo, la CIA diseñó el golpe que derrocó al gobierno democráticamente
elegido de Mossadeq en Irán en 1953 y restauró en el trono al Sah, quien
entregó el contrato petrolero a las compañías estadounidenses (sin devolver
los activos a las compañías británicas que Mossadeq había nacionalizado).
El Sah también se convirtió en uno de los guardianes clave de los intereses
estadounidenses en la región petrolera de Oriente Medio. Durante la
posguerra mundial, buena parte del mundo no comunista se abrió a la
dominación de Estados Unidos por tácticas de ese tipo. Pero eso a menudo
implicaba una estrategia antidemocrática (y más enfáticamente aún,
antipopulista y antisocialista o anticomunista) por parte de Estados Unidos,
lo que tuvo el efecto paradójico de estrechar cada vez más sus alianzas con
dictaduras militares represivas y regímenes autoritarios en el mundo en
desarrollo (el caso más espectacular, por supuesto, fue el de toda América
Latina). En consecuencia, los intereses estadounidenses se volvieron más
vulnerables en la lucha contra el comunismo internacional. El respaldo a
regímenes cada vez más represivos corría siempre el riesgo de resultar
contraproducente. Aunque el consentimiento de las elites gobernantes se
podía adquirir con bastante facilidad, la necesaria coerción para
contrarrestar los movimientos populistas, democratizadores o socialistas
vinculaba a Estados Unidos con una larga historia de violencia, en gran
medida encubierta, contra los movimientos populares.
En ese contexto, los fondos excedentes que se reciclaban mediante los
bancos de inversión de Nueva York se diseminaron por todo el mundo. Hasta
entonces, la mayor parte de la inversión estadounidense que fluyó al mundo
en desarrollo durante la posguerra fue del tipo directo, principalmente
relacionada con la explotación de materias primas (petróleo, minerales,
productos agrícolas) o de mercados específicos (telecomunicaciones, etc.).
Los bancos de inversión de Nueva York siempre habían estado activos
internacionalmente, pero a partir de 1973 incrementaron su actividad, aunque
de manera menos centrada en la inversión directa[19]. Esto requirió la
liberalización de los mercados financieros y del crédito internacional, y
Estados Unidos comenzó a promover y apoyar activamente esa estrategia
casi inmediatamente después del shock de V
olcker. Los bancos de inversión
se concentraron inicialmente en los préstamos directos a gobiernos
extranjeros. Los países en desarrollo hambrientos de crédito fueron, de
hecho, atraídos a la trampa de la deuda / crédito y los bancos de inversión
(respaldados por el poder imperial norteamericano) estaban en condiciones
de exigir tasas de rendimiento más favorables que las que se podían obtener
en casa[20]. Dado que los préstamos aparecían denominados en dólares
estadounidenses, cualquier aumento modesto, no digamos ya si era abultado,
en los tipos de interés estadounidenses podía fácilmente empujar a los países
vulnerables a la quiebra, con lo que los bancos de inversión neoyorquinos
estaban muy expuestos a pérdidas. El primer caso importante se produjo a
raíz del shock de V
olcker, que llevó a México a la bancarrota en 1982-1984.
La administración Reagan –que había valorado seriamente, durante su primer
año de andadura, retirar el apoyo al Fondo Monetario Internacional–
encontró una manera de reunir los poderes del Tesoro estadounidense y del
FMI para resolver la dificultad reestructurando la deuda a cambio de
reformas estructurales. Esto requería, por supuesto, que el FMI cambiara su
marco teórico de referencia, keynesiano, por otro monetarista (y esto se
logró rápidamente, de modo que el FMI se convirtió en un centro de
influencia global para la nueva ortodoxia monetarista en la teoría
económica). A cambio de la reprogramación de la deuda, se requirió a
México la puesta en práctica de reformas institucionales como los recortes
en el gasto social, la relajación de las leyes laborales e impulsar las
privatizaciones, un procedimiento que se conoció como «ajuste estructural».
De ese modo, México fue empujado parcialmente a poner en pie una serie
creciente de aparatos estatales neoliberales, y a partir de entonces el FMI se
convirtió en un herramienta clave en la promoción y, en muchos casos, la
imposición forzada de políticas neoliberales en todo el mundo[21].
Lo que mostró el caso de México fue una diferencia clave entre el
liberalismo y el neoliberalismo: bajo el primero, los prestamistas cargaban
con las pérdidas derivadas de las malas decisiones de inversión, mientras
que, bajo el segundo, los prestatarios son obligados por los poderes
estatales e internacionales a asumir el coste del pago de la deuda sin
importar las consecuencias en las condiciones de vida y el bienestar de la
población local. Si esto requería la venta de activos a compañías extranjeras
a precio de saldo, así debía ser. Con esas innovaciones en los mercados
financieros a escala global, la forma sistémica del neoliberalismo quedó
esencialmente completada. Como muestran Duménil y Lévy, el efecto fue
permitir que las clases altas, estadounidenses en particular, bombearan tasas
de retorno muy altas desde el resto del mundo[22].
La restauración del poder de clase en Estados Unidos también se basó en
una cierta reconfiguración de cómo se constituía dicho poder. La separación
entre propiedad y gestión (o entre el capital-dinero, que genera dividendos e
interés, y el capital de producción o fabricación, que trata de obtener
ganancias de la empresa a partir de la organización de su producción) ha
generado en varias ocasiones conflictos, en el seno de las clases capitalistas,
entre financieros y productores. En Gran Bretaña, por ejemplo, la política
del gobierno atendió durante mucho tiempo principalmente a los requisitos
de los financieros de la City de Londres, a menudo en detrimento del interés
manufacturero; y en los conflictos de la década de 1960 en Estados Unidos,
entre financieros y fabricantes, habían aparecido a menudo esas
desavenencias. Durante la década de 1970, en cambio, la aspereza de ese
conflicto se atenuó en buena medida. Las grandes empresas se volcaron cada
vez más en las finanzas aun cuando, como en el sector del automóvil, se
dedicaran a la producción. Los intereses de los propietarios y gerentes se
fusionaron pagando a estos últimos con stock options, opciones sobre
acciones. El valor de las acciones, más que la producción, se convirtió en la
guía de la actividad económica, y como más tarde se hizo evidente con el
colapso de compañías como Enron, las tentaciones especulativas resultantes
podían volverse abrumadoras. El efecto general fue que los intereses
financieros (el poder de los inversores más que el de los ingenieros)
tomaron la delantera dentro de las clases dominantes y las elites
gobernantes. El neoliberalismo significaba, en suma, la financiarización de
todo y el desplazamiento del centro de poder de la acumulación de capital a
los propietarios y a sus instituciones financieras en detrimento de otras
facciones del capital. Por esa razón, el apoyo a las instituciones financieras
y la integridad del sistema financiero se convirtieron en la preocupación
central del conjunto de los Estados neoliberales (el grupo conocido como el
G7) que dominaba cada vez más la política global.
El Estado neoliberal
La misión fundamental del Estado neoliberal es crear un «buen clima
empresarial» y, por lo tanto, optimizar las condiciones para la acumulación
de capital sin importar las consecuencias para el empleo o el bienestar
social. Eso contrasta con el Estado socialdemócrata, comprometido con el
pleno empleo y la optimización del bienestar de todos sus ciudadanos, y
sujeto a la condición de mantener tasas de acumulación de capital adecuadas
y estables.
El Estado neoliberal trata de promover la causa de todos los intereses
comerciales y de facilitarlos y estimularlos (mediante exenciones fiscales y
otras concesiones, así como mediante la provisión de infraestructura a
expensas del Estado, si es necesario), argumentando que esto fomentará el
crecimiento y la innovación y que esa es la única forma de erradicar la
pobreza y de proporcionar, a la larga, mejores niveles de vida a la mayoría
de la población. El Estado neoliberal se esfuerza particularmente en la
privatización de los activos como un medio para abrir nuevos campos para
la acumulación de capital. Los sectores anteriormente administrados o
regulados por el Estado (transporte, telecomunicaciones, petróleo y otros
recursos naturales, servicios públicos, vivienda social, educación) se
transfieren a la esfera privada o se desregulan. La libre movilidad del
capital entre sectores y regiones se considera crucial para alentar las tasas
de beneficio y desmantelar todas las barreras a esa libre circulación (como
los controles de planificación), excepto en las áreas cruciales para «el
interés nacional» (que, sin embargo, pueden ser convenientemente
definidas). La consigna del Estado neoliberal es, por tanto, «flexibilidad»
(en los mercados laborales y en el despliegue de capital de inversión).
Proclama las virtudes de la competencia al tiempo que abre en realidad el
mercado al capital centralizado y al poder de los monopolios.
Internamente, el Estado neoliberal es hostil (llegando en algunos casos a la
represión abierta) a todas las formas de solidaridad social (como los
sindicatos u otros movimientos sociales que adquirieron un poder
considerable en el Estado socialdemócrata) que obstaculizan la acumulación
de capital. Se retira de la prestación de asistencia social y disminuye en la
medida de lo posible su papel en los ámbitos de la atención a la salud, la
educación pública y los servicios sociales, ámbitos que habían sido tan
relevantes en el funcionamiento del Estado socialdemócrata. La red de
seguridad social se reduce al mínimo. Esto no significa la eliminación de
todas las formas de actividad reguladora o de intervención gubernamental.
Florecen las reglas burocráticas para garantizar la «rendición de cuentas» y
la «rentabilidad» de los sectores públicos que no pueden ser privatizados
(Margaret Thatcher, por ejemplo, procuró y logró un fuerte control regulador
sobre las universidades en Gran Bretaña). Se favorecen las asociaciones
público-privadas en las que el sector público asume todo el riesgo y el
sector empresarial cosecha todos los beneficios. Los intereses comerciales
pueden dictar legislación y determinar políticas públicas para su propio
beneficio. Si es necesario, el Estado recurrirá a una legislación coercitiva y
tácticas policiales (por ejemplo, normas contra los piquetes) para dispersar
o reprimir formas colectivas de oposición. Se multiplican también las
formas de vigilancia y control (en Estados Unidos, el encarcelamiento se ha
convertido en una estrategia estatal clave para abordar los problemas
surgidos entre los trabajadores despedidos y en el seno de poblaciones
marginadas).
Externamente, los Estados neoliberales tratan de reducir las barreras al
movimiento transfronterizo de capitales y de abrir los mercados (tanto para
las mercancías como para el capital-dinero) a las fuerzas globales de
acumulación de capital, a veces competitivas pero a menudo monopólicas
(aunque siempre con la opción de rechazar cualquier cosa que se oponga «al
interés nacional»). Los poderes de la competencia internacional y la
ideología de la globalización se utilizan para disciplinar a la oposición
interna al mismo tiempo que se abren nuevos terrenos para actividades
altamente rentables, y en algunos casos incluso se emprenden actividades
capitalistas neocoloniales en el extranjero. También en esta esfera, los
grandes intereses capitalistas empresariales suelen colaborar con el poder
del gobierno en la formulación de políticas y en la creación de nuevos
dispositivos institucionales internacionales (como la OMC o el FMI y el
Banco de Pagos Internacionales).
El Estado neoliberal es particularmente solícito con las instituciones
financieras. Busca no sólo facilitar su influencia en expansión, sino también
garantizar la integridad y la solvencia del sistema financiero a cualquier
precio. El poder del Estado se utiliza para rescatar o evitar fracasos
financieros (como la crisis de ahorro y préstamos de 1987-1988 en Estados
Unidos y el colapso de tres billones de dólares protagonizado por el fondo
de cobertura Long Term Capital Management en 1997-1998).
Internacionalmente opera mediante instituciones como el FMI para proteger
a los bancos de inversión ante la amenaza de incumplimiento e impago de las
deudas y de hecho cubre, en la medida de sus posibilidades, la exposición
de los intereses financieros al riesgo y la incertidumbre en los mercados
internacionales. Esta disposición del Estado neoliberal a la protección de
los intereses financieros promueve y refleja la consolidación del poder de la
clase burguesa en torno a los procesos de financiarización. En caso de
conflicto entre la integridad del sistema financiero y el bienestar de una
población, el Estado neoliberal tomará siempre partido por el primero.
El Estado neoliberal es profundamente antidemocrático, aun cuando con
frecuencia intente disfrazar ese hecho. El gobierno de las elites se ve
favorecido y surge una fuerte preferencia por gobernar mediante decretos
ejecutivos y resoluciones judiciales en detrimento de la antigua primacía de
la toma de decisiones democrática y parlamentaria. Lo que resta de la
democracia representativa queda, si no totalmente aplastado, legalmente
corrompido por el poder del dinero, como en Estados Unidos. Se crean
instituciones fuertes, como los bancos centrales (la Reserva Federal
estadounidense) e instituciones cuasi-gubernamentales a nivel interno, o el
FMI y la OMC en el escenario internacional, completamente inaccesibles a
la influencia, las auditorías, la rendición de cuentas y el control
democráticos. Desde el punto de vista neoliberal, la democracia de masas se
equipara al «gobierno de la chusma», y eso tiende a eliminar todas las
barreras a la acumulación de capital que amenazaban el poder de las clases
altas en la década de 1970. La forma preferida de gobernanza es la de la
«asociación público-privada», en la que los intereses estatales y de las
principales corporaciones empresariales colaboran estrechamente para
coordinar sus actividades en torno al objetivo de mejorar la acumulación de
capital. El resultado es que los regulados pueden escribir las normas de
regulación mientras que la toma de decisiones «públicas» se hace cada vez
más opaca.
El Estado neoliberal enfatiza la importancia de la libertad y la
responsabilidad personal e individual, particularmente en el mercado, de
modo que el éxito o el fracaso social se interpreta en términos de virtudes o
fallos personales, en lugar de atribuirse a propiedades sistémicas (como las
exclusiones de clase típicas del capitalismo). La oposición dentro de las
reglas del Estado neoliberal se limita habitualmente a cuestiones de
derechos humanos individuales y por ello han florecido desde 1980 más o
menos, como arena primaria de la política «radical» y de oposición, los
«discursos de derechos» de todo tipo. Los individuos deben buscar
soluciones y remedios a los problemas mediante los tribunales (y,
recuérdese, las empresas han sido definidas legalmente como individuos).
Dado que el recurso a estos últimos es nominalmente igualitario, pero en la
práctica muy oneroso –ya sea una demanda individual por prácticas
negligentes o cuando un país demanda a Estados Unidos por violación de las
normas de la OMC, un procedimiento que puede costar hasta un millón de
dólares, lo que equivale al presupuesto anual de algunos países pequeños y
empobrecidos–, los resultados están fuertemente sesgados por el poder
económico. El sesgo de clase en la toma de decisiones dentro del poder
judicial es, si no seguro, cuando menos generalizado. No debería sorprender
que los principales medios de acción colectiva bajo el neoliberalismo se
definan y articulen mediante grupos de defensa no electos (y, en muchos
casos, dirigidos por la elite) que abogan por diversos tipos de derechos.
Bajo el neoliberalismo han crecido y proliferado las ONG, cuyo
florecimiento crea el espejismo de que la oposición movilizada fuera del
aparato estatal y dentro de una entidad separada llamada «sociedad civil» es
la fuerza motriz de la política opositora y la transformación social.
Atendiendo a todo esto, vemos claramente que el neoliberalismo no ha
vuelto irrelevantes al Estado ni a instituciones estatales concretas (como los
tribunales) como han argumentado en los últimos años muchos comentaristas,
tanto de derechas como de izquierdas. Sin embargo, ha habido una
reconfiguración radical de las instituciones y prácticas estatales
(particularmente con respecto al equilibrio entre la coerción y el
consentimiento, el equilibrio entre los poderes del capital y de los
movimientos populares, y el equilibrio entre el poder ejecutivo y judicial,
por un lado, y el poder parlamentario democrático, por el otro).
El Estado neoliberal interioriza algunas contradicciones estructurales
fundamentales. El autoritarismo (incrustado en las relaciones de clase
dominantes cuya reproducción es fundamental para el orden social) convive
incómodamente con los ideales de las libertades individuales. Si bien puede
ser crucial preservar la integridad del sistema financiero, el individualismo
irresponsable y egocéntrico de sus operadores produce volatilidad
especulativa e inestabilidad crónica. Aunque las virtudes de la competencia
se consideran primordiales, la realidad es la creciente consolidación del
poder monopolista de unas pocas corporaciones multinacionales
centralizadas. Al nivel popular, el impulso hacia la libertad de la persona
individual puede desbocarse demasiado fácilmente y debilitar la cohesión
social. La necesidad de perpetuar las relaciones de poder dominantes crea
necesariamente, por tanto, relaciones de opresión que frustran el impulso
hacia la libertad individualizada. En el ámbito internacional, la volatilidad
competitiva del neoliberalismo amenaza la estabilidad y el estatus de las
potencias hegemónicas. Una potencia hegemónica como Estados Unidos
puede verse inducida a tomar medidas represivas y emprender acciones
destinadas a proteger las asimetrías de las relaciones económicas que
preservan su hegemonía. A todas esas contradicciones debemos añadir la
posibilidad de una creciente disparidad entre los objetivos públicos
declarados del neoliberalismo –el bienestar de todos– y su consecuencia
real, la restauración del poder de clase.
Abordaremos esos elementos contradictorios más adelante. Pero queda
claro que el neoliberalismo es un régimen de acumulación inestable y en
evolución, más que una configuración fija y armoniosamente funcional del
poder político y económico. Esto allana el camino para considerar el
neoconservadurismo como una respuesta potencial a sus contradicciones
intrínsecas.
Implantaciones, difusiones y evoluciones
Consideremos, entonces, las formas en que las políticas y medidas
neoliberales se integraron realmente en la geografía histórica del capitalismo
global desde mediados de la década de 1970. Es evidente que el Reino
Unido y Estados Unidos lideraron el proceso; pero en ninguno de los dos
países se desarrolló sin problemas. En Gran Bretaña, las reformas políticas
neoliberales se debatieron durante una larga década de confrontación y lucha
de clases, con la prolongada y amarga huelga de los mineros en 1984-1985
como conflicto central. Si bien Thatcher pudo privatizar con éxito la
vivienda social y determinados servicios públicos, otros, como el sistema
nacional de atención a la salud y el de educación pública, demostraron ser
inmunes a algo más que roer sus bordes. Y dado que muchos en su propio
grupo no estaban inicialmente convencidos de la dirección que había
elegido, se alzaron todo tipo de barreras para obstaculizar la realización de
sus objetivos. Su reelección en 1983 se debió mucho más a la creciente ola
de nacionalismo en torno a la guerra de las Malvinas que a cualquier éxito
real en la ruta neoliberal. En Estados Unidos, la transformación durante los
años de mandato de Reagan fue menos conflictiva y de mayor calado. El
«compromiso keynesiano» de la década de 1960 nunca se había acercado a
los logros de los Estados socialdemócratas en Europa, y la oposición al
neoliberalismo fue menos combativa. Reagan también estaba muy
preocupado por la Guerra Fría y lanzó una carrera armamentista que supuso
un cierto tipo de keynesianismo militar, financiado mediante el déficit, que
benefició específicamente a su mayoría electoral en el sur y el oeste. Los
crecientes déficits federales proporcionaron una excusa convincente para
arrasar con los programas sociales[23].
A pesar de toda la retórica sobre la curación de las economías enfermas, ni
Gran Bretaña ni Estados Unidos alcanzaron altos niveles de rendimiento
económico en la década de 1980, lo que sugiere que el neoliberalismo
podría no ser la respuesta a las plegarias de los capitalistas. Cierto es que la
inflación bajó y que cayeron los tipos de interés, pero todo eso se logró a
expensas de altas tasas de desempleo (un promedio del 7,5 por 100 durante
los años de Reagan, por ejemplo). Por otra parte, el colapso del intento
socialista-comunista francés de profundizar el control estatal (mediante la
nacionalización de los bancos) y de fomentar el crecimiento mediante la
conquista del mercado interno significó la desaparición de cualquier
alternativa de izquierda desde mediados de la década de 1980. Entonces,
¿cuál podía ser la alternativa adecuada?
De hecho, la década de 1980 vio prosperar a Japón, a los «tigres» de Asia
Oriental y a la República Federal Alemana (RFA) como motores de la
economía global. Su propio éxito, pese a dispositivos institucionales
radicalmente diferentes, hace difícil argumentar a favor de un simple giro (y
menos aún su imposición) neoliberal en el escenario mundial como un
paliativo económico obvio. Cierto es que los bancos centrales, tanto en
Japón como en Alemania Occidental, siguieron en general una línea
monetarista (el Bundesbank alemán fue particularmente activo en la lucha
contra la inflación). Pero en la RFA los sindicatos siguieron siendo muy
fuertes y los niveles salariales se mantuvieron relativamente altos. Uno de
los efectos fue favorecer una alta tasa de innovación tecnológica que
mantuvo a la RFA muy por delante en el campo de la competencia
internacional. El crecimiento basado en las exportaciones pudo impulsar al
país como líder mundial. En Japón, los sindicatos independientes eran
débiles o no existían, pero la inversión estatal en el cambio tecnológico y
organizativo, y la estrecha relación entre corporaciones empresariales e
instituciones financieras (un acuerdo que también dio buen resultado en
Alemania Occidental), generó un sorprendente crecimiento impulsado por
las exportaciones, a costa de otras economías capitalistas como la británica
o la estadounidense[24]. Por tanto, el crecimiento que se dio durante la
década de 1980 (y la tasa agregada de crecimiento en el mundo fue incluso
menor que la de la problemática década de 1970) no dependió de la puesta
en marcha del neoliberalismo. A finales de la década, los países que habían
emprendido con mayor vigor la vía neoliberal todavía parecían estar en
dificultades económicas. Era difícil no concluir que merecía la pena emular
los «regímenes» de acumulación de la RFA y Japón. Por eso muchos Estados
europeos se resistieron a las reformas neoliberales y encontraron formas de
preservar gran parte de su herencia socialdemócrata mientras adoptaban, en
algunos casos con bastante éxito, el modelo de Alemania Occidental[25]. En
Asia, el modelo japonés implantado bajo sistemas autoritarios de gobierno
(una de las características ocultas del neoliberalismo en general) en Corea
del Sur, Taiwán y Singapur también demostró ser viable y coherente con una
razonable equidad distributiva. Pero hubo un aspecto en el que los modelos
germano-occidental y japonés no tuvieron éxito: desde la perspectiva de la
restauración del poder de clase. Los rápidos aumentos en la desigualdad
social, que se dieron en el Reino Unido y sobre todo en Estados Unidos
durante la década de 1980, no se produjeron en otros lugares. Si el proyecto
era restaurar el poder de clase de las principales elites, entonces el
neoliberalismo era claramente la respuesta. Por eso surgió la cuestión de
cómo lograrlo en el escenario mundial cuando el neoliberalismo no lograba
estimular el crecimiento real.
A este respecto, las exposiciones de Duménil y Lévy, complementadas por
las de Brenner, Gowan y Pollin, proporcionan muchas de las pruebas
necesarias[26]. De ellas destacaré tres factores principales. En primer lugar,
el giro hacia la financiarización, que había comenzado en la década de 1970,
se aceleró durante la de 1990. La inversión extranjera directa y la inversión
de cartera aumentaron rápidamente en todo el mundo capitalista. Los
mercados financieros experimentaron una poderosa oleada innovadora y se
convirtieron en instrumentos de coordinación mucho más importantes. Esto
minó el estrecho vínculo de exclusividad entre las corporaciones
empresariales y los bancos tan bien aprovechado en la RFA y Japón durante
la década de 1980. La economía japonesa sufrió una dramática caída
(iniciada por un colapso en el mercado inmobiliario) y se descubrió que el
sector bancario se encontraba en un estado lamentable. La apresurada
reunificación de Alemania creó tensiones y la ventaja tecnológica que los
alemanes habían disfrutado anteriormente se disipó, haciendo necesario
desafiar y cuestionar más profundamente la tradición socialdemócrata; pese
a ello, se mantuvo la resistencia y en 2004 todavía se libraban batallas
residuales contra los intentos de eliminar los logros socialdemócratas en
ámbitos como las pensiones públicas y la educación superior gratuita. En
segundo lugar, el complejo Wall Street / FMI / Tesoro, que llegó a dominar
la política económica en los años de Clinton, fue capaz de persuadir,
engatusar y (gracias a los programas de ajuste estructural) forzar a los países
en desarrollo a emprender la vía neoliberal. Estados Unidos también utilizó
la zanahoria del acceso preferencial a su enorme mercado de consumo para
inducir a muchos países a reformar sus economías en un sentido neoliberal,
especialmente para abrir sus mercados de capitales a la penetración del
capital financiero estadounidense. Esas circunstancias dieron lugar a una
rápida expansión económica en Estados Unidos durante la década de 1990.
Parecía tener la respuesta idónea e hizo creer que sus medidas eran dignas
de emulación, incluso si el pleno empleo alcanzado implicaba incrementos
salariales relativamente bajos (la mayoría de la población experimentó en
realidad muy pocas mejoras, cuando no una pérdida neta de bienestar
durante aquellos años, como muestra Pollin)[27]. La flexibilidad en el
mercado laboral comenzó a dar frutos en Estados Unidos y ejerció presiones
competitivas sobre los sistemas más rígidos que prevalecían en Europa y
Japón. Sin embargo, el verdadero secreto del éxito estadounidense era que
ahora podía bombear altas tasas de retorno al país como fruto de sus
operaciones (inversiones tanto directas como de cartera) en el resto del
mundo. Fue ese flujo tributario del resto del mundo el que generó gran parte
de la riqueza lograda en la década de 1990. En tercer lugar, la difusión
global de la nueva ortodoxia económica monetarista también ejerció un
poderoso papel ideológico. Ya en 1982, la economía keynesiana había sido
erradicada de los pasillos del FMI y el Banco Mundial, y a finales de la
década la mayoría de los departamentos de Economía de las universidades
estadounidenses se habían alineado con los argumentos genéricamente
monetaristas, lo que ayudó a captar y formar en la nueva ortodoxia a la
mayoría de los economistas del mundo.
Todas esas hebras se unieron en la feroz ofensiva ideológica emprendida
por el llamado «Consenso de Washington» a mediados de la década de
1990[28]. Su efecto fue presentar los modelos neoliberales estadounidense y
británico como la mejor respuesta a los problemas globales, ejerciendo así
una considerable presión sobre Japón y Europa (por no hablar del resto del
mundo) en favor de la vía neoliberal. Paradójicamente, fueron Clinton y
luego Blair quienes, desde el centro-izquierda, más hicieron para consolidar
el papel del neoliberalismo tanto a nivel nacional como internacional. La
creación de la OMC fue el punto culminante de la reforma institucional en el
escenario mundial. Programáticamente, estableció normas y reglas
neoliberales para los intercambios en la economía global. Sin embargo, su
objetivo principal era abrir la mayor parte del mundo al flujo sin trabas del
capital (aunque siempre con la cláusula de advertencia de la protección de
los «intereses nacionales» clave), ya que en él se basaba la capacidad del
poder financiero estadounidense, así como de Europa y Japón, para exigir
tributos al resto del mundo.
Este bosquejo narrativo del desarrollo geográfico desigual del
neoliberalismo sugiere que su implantación fue el resultado de la
diversificación, la innovación y la competencia (a veces de tipo
monopolístico) entre modelos –nacionales, regionales y, en algunos casos,
incluso metropolitanos– de gobierno y desarrollo económico, más que de la
imposición de un modelo de ortodoxia por parte de alguna potencia
hegemónica como Estados Unidos, algo que puede ilustrarse mejor con un
breve examen del extraño caso de China.
El extraño caso de China
En diciembre de 1978, ante la doble dificultad representada por la
incertidumbre política a raíz de la muerte de Mao en 1976 y por varios años
de estancamiento económico, el gobierno chino bajo Deng Xiaoping anunció
un programa de reforma económica. Esto coincidió –y cuesta contemplarlo
como algo distinto a un accidente coyuntural de importancia histórica
mundial– con el giro hacia soluciones neoliberales en Gran Bretaña y
Estados Unidos. El resultado ha sido un tipo particular de neoliberalismo
entrelazado con un control autoritario centralizado. Pero en gran parte de
Asia Oriental y Sudoriental –en particular en Corea del Sur, Taiwán y
Singapur–, la conexión entre el régimen dictatorial y la economía neoliberal
ya estaba bien establecida. Como había demostrado desde el principio el
caso precursor de Chile, la dictadura y el neoliberalismo no eran en modo
alguno incompatibles entre sí.
Si bien el igualitarismo como objetivo a largo plazo para China no fue
abandonado, Deng argumentó que la iniciativa individual y local tenía que
liberarse para aumentar la productividad y estimular el crecimiento
económico. El corolario de que inevitablemente surgirían ciertos niveles de
desigualdad, se entendía como algo que habría que tolerar. Bajo el lema de
xiaokang –el concepto de una sociedad ideal que brinda buenos servicios a
todos sus ciudadanos–, Deng se concentró en «cuatro modernizaciones» (en
agricultura, industria, educación, y ciencia y defensa). Las reformas
pretendían que las fuerzas del mercado actuaran internamente dentro de la
economía china. Se pretendía estimular la competencia entre las empresas
estatales y así generar, se esperaba, innovación y crecimiento. Se introdujo
la fijación de precios de mercado, pero esto fue probablemente mucho
menos significativo que la rápida devolución del poder económico-político
a las regiones y las localidades. Para complementar ese esfuerzo, China
también debía abrirse, aunque de manera muy limitada y bajo estricta
supervisión estatal, al comercio exterior y la inversión extranjera, poniendo
fin a su aislamiento con respecto al mercado mundial. Un objetivo de esta
apertura al exterior era obtener transferencias de tecnología, y otro,
procurarse suficientes reservas de divisas extranjeras para adquirir los
recursos necesarios para promover una mayor dinámica interna de
crecimiento económico[29].
La extraordinaria evolución económica posterior de China no habría
tomado esa vía y registrado tantos logros si el giro hacia las políticas
neoliberales en el escenario mundial no le hubiera abierto un espacio para su
entrada e incorporación tumultuosa al mercado mundial. El surgimiento de
China como potencia económica mundial debe considerarse en parte, por
tanto, como una consecuencia no deseada del giro neoliberal en el mundo
capitalista avanzado.
Pero eso no disminuye en absoluto la relevancia del tortuoso camino de
reforma interna adoptado dentro de la propia China. Porque lo que los
chinos tuvieron que aprender, entre otras muchas cosas, fue que el mercado
puede hacer muy poco para transformar una economía sin un cambio paralelo
en las relaciones de clase, la propiedad privada y todos los demás
dispositivos institucionales que típicamente caracterizan una economía
capitalista próspera. La evolución a lo largo de ese camino fue lenta y estuvo
frecuentemente marcada por tensiones y crisis. Durante la década de 1980
quedó claro, por ejemplo, que la mayor parte de la espectacular tasa de
crecimiento de China estaba siendo impulsada fuera del sector estatal
centralizado y no, como los chinos esperaban, mediante un sector estatal
burocráticamente organizado que las reformas de mercado, junto con un
enfoque más flexible para los mecanismos de fijación de precios de
mercado, debían hacer más productivo y competitivo. Y todo esto a pesar de
que las empresas estatales se veían muy favorecidas (en parte mediante
controles normativos y políticos, pero también por el acceso diferencial al
crédito regulado por el Estado) con respecto a las numerosas empresas de
pueblos y municipios que surgieron de iniciativas locales, así como en
relación con el capital privado autóctono. Pero si la dinamo del crecimiento
se hallaba en el sector local o privado, y no en el sector público central,
entonces el crecimiento sostenido exigía y finalmente obtuvo una mayor
descentralización y privatización. La demanda política paralela de más
libertades, que desembocó en la espectacular represión del movimiento
estudiantil en la Plaza de Tiananmen en 1989, expresaba una tremenda
tensión en el ámbito político que corría pareja con la presión económica en
favor de una mayor liberalización.
La respuesta a los acontecimientos de 1989 fue iniciar una nueva ola de
reformas económicas, varias de las cuales acercaron a China a la ortodoxia
neoliberal. Wang Hui lo resume así:
[L]a política monetaria se convirtió en uno de los principales medios de control; hubo un reajuste
significativo del tipo de cambio de divisas, instaurando un tipo unificado; las exportaciones y el
comercio exterior se sometieron a mecanismos de competencia y asunción de responsabilidades
por ganancias o pérdidas; se redujo la amplitud del sistema de precios de «doble vía»; se abrió por
completo la zona de desarrollo de Shanghái-Pudong y se pusieron en marcha diversas zonas de
desarrollo regional[30].
La primera oleada de inversión extranjera directa en China tuvo, no
obstante, resultados muy diversos. Inicialmente se canalizó hacia cuatro
zonas económicas especiales en las regiones costeras del sur (donde se
consideraba útil la proximidad a Hong Kong). Esas zonas «tenían el objetivo
inicial de producir bienes para la exportación a fin de obtener divisas.
También servían como laboratorios sociales y económicos donde observar
tecnologías extranjeras y habilidades gestoras. Ofrecieron incentivos a los
inversores extranjeros, incluidas exenciones fiscales, repatriación anticipada
de beneficios, y mejores instalaciones e infraestructuras». Posteriormente, el
gobierno chino seleccionó varias «ciudades costeras abiertas», así como
«regiones económicas abiertas», para la inversión extranjera de cualquier
tipo. Pero los intentos iniciales de las empresas extranjeras de colonizar el
mercado interno chino en áreas como los automóviles y productos
manufacturados no tuvieron éxito. La empresa conjunta de Ford sobrevivió a
duras penas y General Motors fracasó a principios de la década de 1990.
Los únicos sectores donde se registraron éxitos claros durante los primeros
años fueron las industrias intensivas en mano de obra orientadas a la
exportación. Más de dos tercios de la inversión extranjera directa a
comienzos de los años noventa (y un porcentaje aún mayor de la que
sobrevivió) fue organizada por la diáspora china (operando particularmente
desde Hong Kong, pero también desde Taiwán). Las débiles protecciones
legales para las empresas capitalistas favorecían las relaciones locales
informales y las redes de confianza que los chinos de la diáspora podían
aprovechar desde una posición privilegiada[31].
Las enormes bancarrotas de las empresas manufactureras de pueblos y
municipios en 1997-1998, que se extendieron a muchas de las empresas
estatales en los principales centros urbanos, supusieron un punto de
inflexión. Los mecanismos de fijación de precios y de competencia tomaron
el relevo entonces, respecto del traspaso de poder –desde el Estado central
hacia las regiones, zonas de exportación y localidades–, como proceso
impulsor clave de la reestructuración de la economía. El efecto fue dañar
seriamente, cuando no destruir, gran parte del sector organizado por el
Estado y generar una gran ola de desempleo. Abundaban los informes de
disturbios laborales de consideración, y el gobierno chino se vio en la
tesitura de absorber vastos excedentes laborales si quería mantenerse[32].
Desde 1998, los chinos han tratado de afrontar este problema mediante
inversiones financiadas con deuda en grandes megaproyectos para
transformar las infraestructuras físicas. Están proponiendo un proyecto
mucho más ambicioso que la ya enorme presa de las Tres Gargantas para
desviar y canalizar agua del río Yangtsé al río Amarillo (con un coste de más
de 60.000 millones de dólares). Las asombrosas tasas de urbanización
(desde 1992, más de 42 ciudades han crecido más allá del millón de
habitantes) han supuesto grandes inversiones de capital fijo. Se están
construyendo nuevos sistemas de metro y carreteras en las principales
ciudades, se proponen cerca de 14.000 kilómetros de nuevas vías férreas
para enlazar el interior con las zonas costeras, económicamente más
dinámicas, incluyendo un enlace de alta velocidad entre Shanghái y Pekín y
otro al Tíbet. Los Juegos Olímpicos están dando lugar a grandes inversiones
(así como a desplazamientos masivos de población) en Pekín. Ese esfuerzo
es mucho mayor que el emprendido en Estados Unidos durante las décadas
de 1950 y 1960 con la construcción del sistema de autopistas interestatales,
y puede potencialmente absorber los excedentes de capital durante varios
años. Sin embargo, se financia con déficit (en el estilo keynesiano clásico) y
eso conlleva altos riesgos, ya que si las inversiones no devuelven su valor al
proceso de acumulación a su debido tiempo, una crisis fiscal del Estado
afectará pronto a China, con graves consecuencias para su desarrollo
económico y su estabilidad social[33].
Pero la crisis de 1997-1998 también abrió el camino para que el capital
privado (particularmente extranjero) se adueñara de las empresas estatales
en quiebra sin asumir ninguna de sus obligaciones sociales (como las
pensiones y los derechos de asistencia social). Así se abrió de par en par la
puerta para que el capital extranjero, particularmente del resto de Asia
Oriental y Sudoriental, pero también de Estados Unidos y Europa,
reestructurara a su capricho gran parte del sector industrial chino en
condiciones de excedentes laborales masivos (casi 50 millones de
trabajadores despedidos del sector público durante la década de 1990 y una
creciente masa de 150 millones de trabajadores rurales desempleados a los
que recurrir) y crédito fácil respaldado por el Estado. En 2002, más del 40
por 100 del PIB chino correspondía a la inversión extranjera directa. Para
entonces, China se había convertido en el mayor receptor de inversión
extranjera directa en el mundo en desarrollo (y se esperaba que en 2004
asumiera el segundo lugar en el mundo en ese capítulo, sólo superada por
Estados Unidos)[34]. Las multinacionales interesadas en el mercado chino
ahora se encontraban en condiciones de explotarlo de manera rentable.
General Motors, por ejemplo, que había sufrido la quiebra de su empresa a
principios de la década de 1990, volvió a incorporarse al mercado a finales
de la década y, en 2003, obtuvo ganancias mucho mayores en su empresa
china que en sus operaciones nacionales en Estados Unidos[35]. Los
inversores extranjeros, aunque técnicamente todavía estaban en desventaja
en relación con las poco competitivas empresas estatales, según muchos
informes habían superado ya al sector privado autóctono, que aún sufría
significativas restricciones además de los costes ocultos de la corrupción en
el Estado y en el sector bancario dominado por él. Esto contribuyó al papel
dominante de la inversión extranjera (incluida la protagonizada por la
diáspora china) en la industria en relación con el capital autóctono.
Pero la base institucional legal de este movimiento gigantesco seguía
siendo incierta. Surgieron mercados informales en el sector inmobiliario,
particularmente en áreas urbanas periféricas. Esto fue acompañado por
poderosas oleadas de acumulación primitiva. Los dirigentes de las comunas,
por ejemplo, asumieron frecuentemente derechos de propiedad de facto
sobre tierras y activos comunales en sus negociaciones con inversionistas
extranjeros, y esos derechos les fueron luego confirmados en cuanto
individuos, segregando en la práctica los bienes comunes en beneficio de
unos pocos y en perjuicio de la mayoría de la población. En el barullo de la
transición, escribe Wang, «una parte significativa de la propiedad nacional
fue transferida “legal” e ilegalmente en beneficio económico personal de una
pequeña minoría»[36]. La especulación en el sector inmobiliario,
particularmente en las áreas urbanas, se incrementó enormemente en
ausencia de sistemas claros de derechos de propiedad. En 2004, no obstante,
los derechos de propiedad privada fueron formalmente consagrados en la
Constitución china, un movimiento hacia la ratificación de unos arreglos
institucionales oficiosos del empresariado local más propios de un orden
social capitalista. La admisión de empresarios en el seno del partido
comunista abre la posibilidad de que surja algún tipo de sistema de gobierno
«público-privado» que, como hemos mostrado, es característico de los
Estados neoliberales.
En resumen, China ha venido experimentando un proceso radical de
formación de una clase burguesa y capitalista (más que una restauración del
poder de clase preexistente como en Estados Unidos)[37]. El comunismo
nunca había erradicado de la economía china las desigualdades
estructurales, por supuesto; la diferencia entre la ciudad y el campo había
quedado incluso consagrada como ley. Pero desde el inicio de la reforma,
escribe Wang, «esa desigualdad estructural se transformó rápidamente en
disparidades de ingresos entre las diferentes clases, capas sociales y
regiones, lo que condujo rápidamente a la polarización social»[38]. En
China se ha producido (a diferencia de lo que sucedió en Estados Unidos
durante los años de mandato de Reagan) una combinación muy peculiar (y
casi seguramente inestable) de financiación keynesiana mediante déficit
público de grandes proyectos de infraestructuras bajo la dirección del
Estado, con un desenfrenado neoliberalismo de privatizaciones y
consolidación del poder de clase bajo un gobierno autoritario. El aflujo de
capital y las influencias extranjeras desempeñaron sin duda un papel
fundamental en las presiones y oportunidades surgidas cuando China se abrió
al comercio exterior; y la adhesión de China a la OMC en 2001 la obliga en
principio, después de un periodo de transición, a cumplir las normas
neoliberales en el mercado mundial. Pero el poder del Estado y del partido
comunista (y su capacidad para emprender prácticas autoritarias a su
voluntad), así como las condiciones peculiares del proceso de transición,
aportan algunas características muy distintivas al caso chino. Queda por ver
si su configuración ejercerá a su vez fuertes influencias en la vía general del
desarrollo capitalista por su puro poder competitivo en el escenario
mundial. El autoritarismo explícito del caso chino es particularmente
preocupante a la vista de las tendencias antidemocráticas más encubiertas
implícitas en el neoliberalismo. Sugiere que el giro hacia el
neoconservadurismo, no sólo en Estados Unidos sino también en algunos
países europeos (en particular Italia), puede dar lugar a una profundización
de las tendencias antidemocráticas dentro del neoliberalismo más que a una
desviación radical. Y el peso competitivo de China puede añadir impulso a
esta tendencia al autoritarismo.
Sin embargo, China no está sola como competidor potencial en el
escenario global, ya que las transformaciones de clase que se están dando en
Rusia e India, por citar tan sólo otros dos ejemplos, también pueden influir
mucho más allá de sus fronteras[39]. Y una nueva alianza –como la que se
formó entre Brasil, India, China, Sudáfrica y otros en la conferencia de
Cancún– bien podría indicar el surgimiento de una fuerza completamente
diferente en la política global, tan importante, si no potencialmente más, que
la reunida en Bandung en 1955 para crear un bloque de países no alineados
en medio de la polarización de la Guerra Fría. Todo esto muestra, no
obstante, que no estamos afrontando una simple «exportación» del
neoliberalismo desde un centro hegemónico. El desarrollo del
neoliberalismo debe considerarse como un proceso evolutivo descentrado e
inestable, caracterizado por desarrollos geográficos desiguales y fuertes
presiones competitivas entre varios centros dinámicos de poder económico-
político.
Resultados: el resurgimiento de la acumulación por
desposesión
¿Hasta qué punto se puede decir que el giro neoliberal ha resuelto los
problemas de la acumulación menguante del capital? Sus resultados reales
en cuanto a estimular el crecimiento económico son bastante tristes. Las
tasas de crecimiento agregado se situaron alrededor del 3,5 por 100 anual en
la década de 1960 e incluso durante la problemática década de 1970 se
mantuvieron en torno al 2,4 por 100; pero las tasas de crecimiento global
subsiguientes del 1,4 por 100 y el 1,1 por 100 durante las décadas de 1980 y
1990, respectivamente (sin llegar apenas al 1 por 100 desde el 2000),
indican que el neoliberalismo ha fracasado ampliamente en cuanto a
estimular el crecimiento mundial[40]. ¿Por qué, entonces, hay tanta gente
persuadida de que es la «única alternativa», y por qué ha tenido tanto éxito?
Destacan dos razones. En primer lugar, la volatilidad del desarrollo
geográfico desigual se ha acelerado, permitiendo que ciertos territorios
avancen espectacularmente a expensas de otros (al menos por un tiempo). Si,
por ejemplo, durante la década de 1980 los grandes triunfadores fueron
sobre todo Japón, los «tigres» asiáticos y la RFA, y durante la de 1990
Estados Unidos y el Reino Unido, el que cupiera esperar cierto «éxito» en
alguna parte oscureció el hecho de que el neoliberalismo estaba en general
fracasando. En segundo lugar, sí que ha sido un gran éxito desde el punto de
vista de las clases altas. Ha restaurado el poder de clase de las elites
dirigentes (como en Estados Unidos y, en cierta medida, en Gran Bretaña) o
ha creado condiciones para la formación de clases capitalistas (como en
China, India, Rusia y otros países). En ambos casos, lo que cuenta es el
aumento de la desigualdad[41]. Con los medios de comunicación dominados
por los intereses de la clase alta, se podría propagar el mito de que otros
países fracasaron porque no eran lo suficientemente competitivos
(preparando así el escenario para nuevas reformas neoliberales). Había que
aumentar la desigualdad social en un territorio para alentar el riesgo
empresarial y la innovación que otorgaban poder competitivo y estimulaban
el crecimiento. Si las condiciones de las clases bajas se deterioraban, se
aducía que es que no habían logrado, generalmente por razones personales y
culturales, mejorar su propio capital humano (mediante la dedicación al
estudio, la adquisición de una ética de trabajo protestante, la sumisión a la
disciplina y la flexibilidad laboral, etcétera). En suma, surgieron problemas
particulares debido a la falta de fuerza competitiva o a fallos personales,
culturales y políticos. En un mundo darwiniano, proseguía ese argumento,
sólo el más apto puede sobrevivir y sobrevivirá. Los problemas sistémicos
quedaban enmascarados bajo un alud de declaraciones ideológicas e
infinidad de crisis localizadas.
Si los principales logros del neoliberalismo han sido redistributivos más
que generativos, había que encontrar formas de transferir activos y
redistribuir la riqueza y los ingresos, ya fuera de la mayoría de la población
hacia las clases altas o de los países vulnerables a los más ricos. En otro
lugar he ofrecido una descripción de esos mecanismos bajo la rúbrica de
«acumulación por desposesión»[42], refiriéndome a la prolongación y
proliferación de prácticas de acumulación que Marx trató como «primitivas»
u «originarias» durante el surgimiento del capitalismo, que incluyen la
mercantilización y privatización de la tierra y la expulsión forzosa de
poblaciones campesinas (como en México e India en los últimos tiempos); la
conversión de diversos tipos de derechos de propiedad (comunes,
colectivos, estatales, etc.) en derechos exclusivos de propiedad privada; la
supresión de los derechos a los bienes comunes; la mercantilización de la
fuerza de trabajo y la supresión de formas alternativas (indígenas) de
producción y consumo; los procesos coloniales, neocoloniales e imperiales
de apropiación de activos (incluidos los recursos naturales); la monetización
del cambio y los impuestos, en particular sobre la propiedad del suelo; el
comercio de esclavos (que se mantiene particularmente en la industria del
sexo); y la usura, la deuda nacional, y lo más devastador de todo, el uso del
sistema crediticio como medio radical de acumulación primitiva. El Estado,
con su monopolio de la violencia y de las definiciones de legalidad,
desempeña un papel crucial tanto en el respaldo como en la promoción de
esos procesos. A esta lista de mecanismos podemos agregar ahora una serie
de técnicas adicionales, como la extracción de rentas derivada de patentes y
de derechos de propiedad intelectual, y la disminución o eliminación de
diversos derechos de propiedad común (como pensiones públicas,
vacaciones pagadas, acceso a la educación y cuidados sanitarios) obtenidos
gracias a una generación o más de lucha socialdemócrata de clases. La
propuesta de privatizar las pensiones públicas de jubilación (iniciada en
Chile bajo la dictadura) es, por ejemplo, uno de los objetivos más preciados
de los neoliberales en Estados Unidos.
Si bien en los casos de China y Rusia podía ser razonable referirse a los
acontecimientos recientes en términos de acumulación «primitiva» u
«originaria», las prácticas que restauraron el poder de clase
devolviéndoselo a las elites capitalistas en Estados Unidos y otros lugares
se entienden mejor como un continuado proceso de acumulación por
desposesión, que pronto se hizo predominante bajo el neoliberalismo. A
continuación, lo desglosaremos en sus cuatro elementos principales.
1. Privatización
La empresarización, mercantilización y privatización de bienes hasta ahora
públicos ha sido una característica destacada del proyecto neoliberal. Su
objetivo principal ha sido abrir nuevos campos para la acumulación de
capital en ámbitos hasta ahora considerados fuera del alcance del cálculo de
rentabilidad. Servicios públicos de todo tipo (agua, telecomunicaciones,
transporte), oferta de bienestar social (vivienda social, educación, atención
médica, pensiones), instituciones públicas (como universidades,
laboratorios de investigación, prisiones) e incluso la guerra (como ilustra el
«ejército» de contratistas privados que operan junto a las fuerzas armadas en
Iraq) han sido privatizados en algún grado en todo el mundo capitalista. Los
derechos de propiedad intelectual establecidos mediante el llamado Acuerdo
ADPIC en la OMC definen los materiales genéticos, plasmas de semillas y
muchos otros productos como propiedad privada. Así, se pueden extraer
rentas por su uso hasta de poblaciones cuyas prácticas habían desempeñado
un papel crucial en el desarrollo de tales materiales genéticos. La
biopiratería está fuera de control, así como el saqueo de la reserva mundial
de recursos genéticos en beneficio de algunas grandes compañías
farmacéuticas. La mercantilización general de la naturaleza en todas sus
formas también ha dado lugar al agotamiento cada vez mayor de los bienes
comunes ambientales (tierra, aire, agua) y a la degradación de hábitats que
imposibilita todo lo que no sea modos de producción agrícola intensivos en
capital. La mercantilización (mediante el turismo) de las formas culturales,
la historia y la creatividad intelectual conlleva desposesiones generales (la
industria de la música es tristemente conocida por la apropiación y
explotación de la cultura y la creatividad de base). Como en el pasado, se
usa con frecuencia el poder estatal para forzar tales procesos incluso contra
la voluntad popular. El retroceso de los marcos regulatorios diseñados para
proteger de la degradación la mano de obra y el medio ambiente ha
implicado la pérdida de derechos. La reversión al dominio privado de los
derechos de propiedad pública obtenidos mediante años de dura lucha de
clases (el derecho a una pensión pública, al bienestar, a un sistema sanitario
nacional) ha sido una de las políticas de desposesión más atroces
emprendidas en nombre de la ortodoxia neoliberal. Todos esos procesos
equivalen a la transferencia de activos desde el ámbito público y el popular
a la esfera privada, atravesada por privilegios de clase. La privatización,
argumenta Arundhati Roy respecto del caso indio, implica «la transferencia
de activos públicos productivos en manos del Estado a empresas privadas».
Entre ellos cabe mencionar recursos naturales como la tierra, los bosques, el
agua o el aire. Esos son activos que el Estado debería custodiar para las
personas que representa […] Arrebatárselos y venderlos como mercadería a
empresas privadas es un proceso de despojo bárbaro a una escala que no
tiene paralelo en la historia»[43].
2. Financiarización
La fuerte oleada de financiarización que se produjo después de 1980 ha
estado marcada por su estilo especulativo y depredador. El flujo diario total
de transacciones financieras en los mercados internacionales, situado en
2.300 millones de dólares en 1983, había aumentado a 130.000 millones en
2001. Cabe comparar ese flujo anual de 40 billones de dólares en 2001 con
los 800.000 millones que se estima que serían necesarios realmente para
apoyar el comercio internacional y los flujos de inversión productiva[44].
La desregulación permitió que el sistema financiero se convirtiera en uno de
los principales centros de actividad redistributiva mediante la especulación,
la depredación, el fraude y el robo. Promociones de acciones, esquemas
piramidales de Ponzi, destrucción estructurada de activos mediante la
inflación, liquidación de activos mediante fusiones y adquisiciones,
promoción de niveles de deuda que redujeron a poblaciones enteras –incluso
en países capitalistas avanzados– a la servidumbre por deudas, por no
mencionar el fraude empresarial, la enajenación de activos (la supresión de
fondos de pensiones y su destrucción por colapsos de acciones y quiebras
empresariales) mediante manipulaciones de créditos y de acciones… todo
esto se ha convirtido en lo característico y principal del sistema financiero
capitalista. El énfasis en el valor de las acciones, que surgió de unir los
intereses de propietarios y de administradores del capital mediante la
remuneración de estos últimos a partir de opciones sobre acciones, condujo
–como ahora ya sabemos– a manipulaciones en el mercado que aportaron
una inmensa riqueza a unos pocos, a expensas de la mayoría. El espectacular
colapso de Enron fue emblemático de un proceso general que desposeyó a
muchos de sus medios de vida y sus derechos de pensión. Más allá de esto,
también tenemos que analizar las incursiones especulativas llevadas a cabo
por los fondos de cobertura y otras instituciones importantes del capital
financiero, ya que estas constituyeron la verdadera vanguardia de la
acumulación por desposesión en el escenario global, aun cuando
supuestamente otorgaban a la clase capitalista el beneficio positivo de la
«difusión de riesgos»[45].
3. La gestión y manipulación de las crisis
Más allá de la espuma especulativa y a menudo fraudulenta que caracteriza
gran parte de la manipulación financiera neoliberal, existe un proceso más
profundo que conlleva el surgimiento de «la trampa de la deuda» como un
medio primario de acumulación por desposesión[46]. La creación, gestión y
manipulación de crisis en el escenario mundial se ha convertido en el arte de
la redistribución deliberada de la riqueza de los países pobres a los ricos.
Al elevar repentinamente los tipos de interés en 1979, V
olcker aumentó la
proporción de ganancias extranjeras que los países prestatarios tenían que
destinar a los pagos de intereses de la deuda. Forzados a la bancarrota,
países como México tuvieron que aceptar un ajuste estructural. Estados
Unidos, mientras proclamaba su papel como un noble líder que organiza
«rescates» para mantener estable y encaminada la acumulación de capital
global, también pudo ingeniárselas para saquear la economía mexicana
Espacios del capitalismo global hacia una teoría del desarrollo geográfico desigual by David Harvey (z-lib.org).pdf
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  • 1.
  • 2.
  • 3. Akal / Cuestiones de antagonismo / 120 David Harvey Espacios del capitalismo global Hacia una teoría del desarrollo geográfico desigual Traducción: Juanmari Madariaga
  • 4. Las crisis económicas se suceden una tras otra a un ritmo cada vez más infernal, dibujando un paisaje de volatilidad extrema que nos obliga a repensar las fuerzas que impulsan el desarrollo económico mundial. David Harvey, destacadísimo teórico social, nos brinda en estas páginas una crítica exhaustiva del capitalismo contemporáneo. Para ello, analiza con maestría el desarrollo del neoliberalismo en cuanto estrategia de restauración del poder de clase, la expansión omnipresente de las desigualdades y el «espacio» como un concepto teórico clave. «David Harvey es una inspiración para mí, así como para todas las personas que, de manera imperiosa, aspiran a un orden mundial justo; uno de los pensadores más sagaces e inteligentes con que podemos contar.» Owen Jones, autor de Chavs y The Establishment. «David Harvey provocó una revolución en su campo de estudio y ha inspirado a generaciones de intelectuales radicales» Naomi Klein, autora de La doctrina del shock y No Logo. David Harvey es Distinguished Professor of Anthropology and Geography en el Graduate Center de la City University of New York (CUNY) y director del Center of Place, Culture and Politics de la misma universidad. En Ediciones Akal ha publicado Espacios de esperanza (2003), El nuevo imperialismo (2004), Espacios del capital (2007), Breve historia del neoliberalismo (2007), París, capital de la modernidad (2008), El enigma del capital y las crisis del capitalismo (2012), Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana (2013), El cosmopolitismo y las geografías de la libertad (2017), Senderos del mundo (2018), Marx, El Capital y la locura de la razón económica (2019) y los dos volúmenes de su Guía de El Capital de Marx (2014 y 2016).
  • 5. Diseño de portada RAG Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte. Nota editorial: Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original. Nota a la edición digital: Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original. Título original Spaces of neoliberalization: towards a theory of uneven geographical development Publicado originalmente en 2005 por Franz Steiner Verlag Birkenwaldstraße 44 70191 Stuttgart (Alemania) © Franz Steiner Verlag, 2005, 2019 © Ediciones Akal, S. A., 2021 para lengua española Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028 www.akal.com ISBN: 978-84-460-5098-8
  • 6. INTRODUCCIÓN Hettner-Lecture 2004 en Heidelberg Peter Meusburger y Hans Gebhardt
  • 7. El Departamento de Geografía de la Universidad de Heidelberg celebró la octava Hettner-Lecture entre el 28 de junio y el 2 de julio de 2004. Esta serie anual de conferencias, celebrada en honor de Alfred Hettner, profesor de Geografía en Heidelberg de 1899 a 1928 y uno de los geógrafos alemanes más reputados de su época, se dedica a los nuevos desarrollos teóricos en los campos cruzados de la geografía, la economía, las ciencias sociales y las humanidades. Durante su estancia, los oradores invitados ofrecen dos conferencias públicas, una de las cuales se transmite telemáticamente vía internet. Además, varios seminarios brindan a los estudiantes de posgrado y jóvenes investigadores la oportunidad de reunirse y conversar con un académico de renombre internacional. Esa experiencia en una fase temprana de su carrera académica les abre nuevas perspectivas para la investigación y fomenta la reflexión crítica sobre los debates teóricos actuales y la práctica geográfica. La octava Hettner-Lecture corrió a cargo de David Harvey, Distinguished Professor de antropología en el Centro de Estudios de Posgrado de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY). David Harvey es ampliamente reconocido como uno de los pensadores en el ámbito geográfico más innovadores e influyentes de los últimos cuarenta años. Su Explanation in Geography (Londres, Edward Arnold, 1969 [en cast.: Teorías, leyes y modelos en geografía, Madrid, Alianza, 1983]) supuso una importante contribución al debate metodológico sobre la geografía como ciencia espacial que cautivó a los geógrafos en la década de 1960. El traslado posterior de Harvey del Reino Unido –donde había enseñado en la Universidad de Bristol– a la Johns Hopkins University, en Baltimore, coincidió con un cambio profundo en los fundamentos intelectuales de su investigación. Con Social Justice and the City (Johns Hopkins University
  • 8. Press, 1973 [en cast.: Urbanismo y desigualdad social, Madrid, Siglo XXI, 1977]), Harvey dio a conocer un texto pionero en los estudios urbanos críticos que exploraba la relevancia del pensamiento marxista para explicar y combatir la pobreza y el racismo en las ciudades occidentales. Su The Limits to Capital (Oxford, Basil Blackwell, 1982 [en cast.: Los límites del capitalismo y la teoría marxista, México, Fondo de Cultura Económica, 1990]), una ampliación geográfica de la teoría del capitalismo de Marx, asentó firmemente a Harvey como gran geógrafo marxista y extendió su reputación mucho más allá de los límites de la disciplina. Harvey volvió a las cuestiones urbanas en The Urbanization of Capital (Blackwell, 1985) y Consciousness and the Urban Experience (Johns Hopkins University Press, 1985), antes de embarcarse en su libro más exitoso hasta la fecha, The Condition of Postmodernity (Wiley-Blackwell, 1989 [en cast.: La condición de la posmodernidad: investigación sobre los orígenes del cambio cultural, Buenos Aires, Amorrortu, 1990]), una crítica materialista del posmodernismo escrita mientras se hacía cargo de la Cátedra Halford Mackinder en Geografía de la Universidad de Oxford. Más recientemente, Harvey ha revisado y explorado temas de justicia social y la idea de utopía en Justice, Nature and the Geography of Difference (Oxford, Basil Blackwell, 1996 [en cast.: Justicia, naturaleza y la geografía de la diferencia, Madrid, Traficantes de Sueños, 2018]) y Spaces of Hope (Edinburgh University Press, 2000 [en cast.: Espacios de esperanza, Madrid, Akal, 2003]). Sus últimos libros antes de la octava Hettner-Lecture son Paris, Capital of Modernity (Nueva York, Routledge, 2003 [en cast.: París, capital de la modernidad, Madrid, Akal, 2008]) y The New Imperialism (Oxford University Press, 2003 [en cast.: El nuevo imperialismo, Madrid, Akal, 2004]). Durante la Hettner-Lecture 2004, David Harvey ofreció dos conferencias públicas tituladas «Capitalismo de libre mercado y restauración del poder de clase» y «Hacia una teoría general del desarrollo geográfico desigual»[1], que se publican aquí en forma revisada, junto con un ensayo sobre «El espacio como palabra clave» y una breve documentación
  • 9. fotográfica. Tres seminarios con estudiantes de posgrado y jóvenes investigadores de Heidelberg, y otras diecinueve universidades europeas y estadounidenses, abordaron los temas planteados en las conferencias. Los seminarios se titulaban «El nuevo imperialismo», «Conocimientos geográficos / poderes políticos» y «El espacio como palabra clave». Deseamos expresar nuestro agradecimiento a la Fundación Klaus Tschira por su generoso apoyo a la Hettner-Lecture, y en particular al doctor honoris causa Klaus Tschira, nuestro benevolente anfitrión en el Studio de la magnífica Villa Bosch de la Fundación. También queremos agradecer al prof. Dr. Angelos Chaniotis, vicerrector de la Universidad de Heidelberg, y al prof. Dr. Peter Hofmann, decano de la Facultad de Química y Ciencias de la Tierra, sus discursos de bienvenida en la ceremonia de inauguración celebrada en la Alte Aula de la Universidad. La Hettner-Lecture 2004 no hubiera sido posible sin el compromiso total de todos los estudiantes y miembros de la facultad que participaron en sus sesiones. Agradecemos a Tim Freytag y Heike Jöns su eficaz trabajo organizativo y la planificación y presidencia de las sesiones del seminario con estudiantes graduados y jóvenes investigadores, así como a los estudiantes que ayudaron en la organización del evento. El esfuerzo concertado y el entusiasmo de todos los participantes aseguraron una vez más una exitosa Hettner-Lecture en Heidelberg. [1] «El capitalismo de libre mercado y la restauración del poder de clase», Alte Aula der Universität, lunes 28 de junio de 2004, 18:15; «Hacia una teoría general del desarrollo geográfico desigual», Hörsaal des Geographischen Instituts, martes 29 de junio de 2004, 15:15. La segunda conferencia fue seguida por una discusión pública, presidida por Michael Hoyler (Loughborough).
  • 10. I. EL NEOLIBERALISMO Y LA RESTAURACIÓN DEL PODER DE CLASE
  • 11. El presidente Bush afirma reiteradamente que Estados Unidos ha conferido el precioso regalo de la «libertad» al pueblo iraquí. «La libertad», dice, «es el regalo del Todopoderoso a cada hombre y mujer de este mundo» y «como la mayor potencia de la tierra tenemos la obligación de ayudar a difundir la libertad»[1]. Ese mantra oficial (repetidamente proclamado por el gobierno y las fuerzas armadas), según el cual el logro supremo de la invasión preventiva de Iraq ha sido hacer que el país sea «libre», se reitera incansablemente en la mayoría de los medios de comunicación estadounidenses y parece un argumento persuasivo para que muchos sigan apoyando la guerra a pesar de que las razones oficiales ofrecidas para ello (como las conexiones entre Sadam Husein y al-Qaeda, la existencia de armas de destrucción masiva y amenazas directas a la seguridad de Estados Unidos) han sido desmontadas. La libertad, empero, es una palabra difícil de retorcer. Como observó Matthew Arnold hace muchos años, «la libertad es muy buen caballo para montar, pero para ir a algún sitio»[2]. ¿A qué destino se espera pues que se encamine el pueblo iraquí montado en el caballo de la libertad que generosamente se le donó? La respuesta estadounidense a esta pregunta nos llegó el 19 de septiembre de 2003, cuando Paul Bremer, jefe de la Autoridad Provisional de la Coalición, promulgó órdenes que incluían «la privatización total de las empresas públicas, los derechos de propiedad plenos de las empresas extranjeras sobre negocios iraquíes, la repatriación completa de las ganancias extranjeras […] la apertura de los bancos iraquíes al control extranjero, el trato nacional para las empresas extranjeras y […] la eliminación de casi todas las barreras comerciales»[3]. Esas órdenes debían aplicarse a todos los ámbitos de la economía, incluidos los servicios públicos, los medios de comunicación, la fabricación, servicios, transportes, finanzas y construcción. Sólo el petróleo quedaba exento (presumiblemente
  • 12. por su estatus especial y su importancia geopolítica como arma bajo el control particular de Estados Unidos). El derecho de sindicalización y huelga, por otro lado, quedaba estrictamente restringido. También se decretó un «impuesto fijo» altamente regresivo (un deseo remarcado por los conservadores estadounidenses). Esas órdenes eran, como señala Naomi Klein, una violación de los Convenios de Ginebra y La Haya, ya que una potencia ocupante tiene la obligación de proteger los activos del país ocupado y no tiene derecho a venderlos[4]. Existe, además, una resistencia considerable a la imposición a Iraq de lo que el Economist de Londres llama un «sueño capitalista». Hasta el ministro provisional de Comercio de Iraq, miembro de la Autoridad Provisional de la Coalición designado por Estados Unidos, atacó la imposición forzada del «fundamentalismo de libre mercado», describiéndolo como «una lógica defectuosa que ignora las enseñanzas de la historia»[5]. Casi con toda seguridad, como también señala Klein, la resistencia inicial de Estados Unidos a celebrar elecciones directas en Iraq surgió del deseo de trabajar con unos representantes designados, y muy dóciles, que dejaran fijadas esas reformas de libre mercado antes de que la democracia directa (que casi con toda seguridad las repudiaría) se hiciera cargo del país. Si bien las reglas de Bremer se considerarían ilegales si fueran impuestas por una potencia ocupante, es probable que se consideren legales según el derecho internacional si son confirmadas por un gobierno «soberano» (aunque no haya sido elegido y sea provisional). El gobierno interino que entró en funciones a finales de junio de 2004, aunque denominado «soberano», sólo tenía el poder de confirmar las leyes existentes. No podía modificarlas ni promulgar otras nuevas (aunque, a tenor del perfil de sus integrantes, era poco probable que semejante gobierno se hubiera alejado radicalmente de los decretos de Bremer). El giro neoliberal
  • 13. Evidentemente, lo que Estados Unidos trata de imponer por la fuerza en Iraq es un aparato estatal neoliberal en toda regla cuya misión fundamental es facilitar las condiciones para una provechosa acumulación de capital. El tipo de medidas que Bremer delineó son, siguiendo la teoría neoliberal, necesarias y suficientes para la creación de riqueza y, por tanto, para mejorar el bienestar de poblaciones enteras. La combinación de la libertad política con la libertad de mercado y de comercio lleva mucho siendo una característica fundamental de la política neoliberal y ha dominado la actitud de Estados Unidos hacia el resto del mundo durante muchos años. En el primer aniversario del 11 de Septiembre, por ejemplo, el presidente Bush anunció en un artículo de opinión publicado en el New York Times que «usaremos nuestra posición de fuerza e influencia incomparables para construir una atmósfera de orden y apertura internacional en la que el progreso y la libertad puedan florecer en muchas naciones. Un mundo pacífico de libertad creciente sirve a los intereses estadounidenses a largo plazo, refleja perdurables ideales estadounidenses y une a los aliados de Estados Unidos […] Buscamos una paz justa donde la represión, el resentimiento y la pobreza sean reemplazados por la esperanza de democracia, desarrollo, libre mercado y libre comercio», habiendo demostrado estas dos últimas «su capacidad para sacar sociedades enteras de la pobreza». Hoy, concluía, «la humanidad tiene a su alcance la oportunidad de establecer el triunfo de la libertad sobre todos sus antiguos enemigos. Estados Unidos saluda con gratitud la responsabilidad de liderar esta gran misión». Ese mismo lenguaje aparecía en el prólogo del Documento de Estrategia de Defensa Nacional publicado poco después[6]. Es esa libertad, interpretada como la libertad de mercado y de comercio, la que debe imponerse a Iraq y al mundo. Es útil recordar aquí que el primer gran experimento de conformación de un Estado neoliberal se produjo en Chile tras el golpe de Estado de Pinochet el «pequeño 11 de Septiembre» de 1973 (casi treinta años antes del anuncio de Bremer del régimen que se iba a instalar en Iraq). Aquel golpe, contra el gobierno socialdemócrata e izquierdista democráticamente elegido de
  • 14. Salvador Allende, fue fuertemente respaldado por la CIA y por el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. Reprimió violentamente todos los movimientos sociales y las organizaciones políticas de la izquierda y desmanteló todas las formas de organización popular (como los centros de salud comunitarios en los barrios más pobres). El mercado laboral fue «liberado» de restricciones reguladoras o institucionales (por ejemplo, del poder sindical). Pero, en 1973, las políticas de sustitución de importaciones que habían dominado anteriormente los intentos latinoamericanos de regeneración económica (y que habían tenido éxito hasta cierto punto en Brasil después del golpe militar de 1964) habían caído en desgracia. Con la economía mundial sumida en una grave recesión, se requería claramente algo nuevo. Un grupo de economistas conocidos como «los Chicago boys» –por su apego a las teorías de Milton Friedman, quien era profesor en la Universidad de Chicago– fueron convocados para ayudar a reconstruir la economía chilena. Lo hicieron siguiendo líneas de libre mercado, privatizando activos públicos, abriendo recursos naturales a la explotación privada y facilitando la inversión extranjera directa y el libre comercio. Se garantizó el derecho de las empresas extranjeras a repatriar las ganancias de sus operaciones chilenas. El crecimiento liderado por las exportaciones fue favorecido por encima de la sustitución de importaciones. El único sector reservado para el Estado fue el recurso clave del cobre (como el petróleo en Iraq). La posterior recuperación a corto plazo de la economía chilena en términos de crecimiento, acumulación de capital y altas tasas de rendimiento de las inversiones extranjeras, proporcionó pruebas sobre las que se iba a basar el giro posterior a políticas neoliberales más abiertas tanto en Gran Bretaña (bajo Thatcher) como en Estados Unidos (bajo Reagan). No era la primera vez que un brutal experimento llevado a cabo en la periferia se convertía en modelo para la formulación de políticas en el centro (al igual que ahora se propone la experimentación con la reducción de impuestos en Iraq)[7]. Sin embargo, el experimento chileno demostró que los beneficios no estaban bien distribuidos. Al país y sus elites gobernantes, junto con los
  • 15. inversores extranjeros, les fue bien; no así a la gente en general, que salió malparada. Esto ha sido un efecto de las políticas neoliberales lo bastante persistente a lo largo del tiempo como para considerarlo estructural e intrínseco de todo el proyecto. Duménil y Lévy llegan a argumentar que el neoliberalismo fue, desde el principio, un proyecto para restaurar el poder de clase de las capas más ricas de la población. Comentando cómo le fue al 1 por 100 que más gana en Estados Unidos, escriben: Antes de la Segunda Guerra Mundial, esos hogares recibían alrededor del 16 por 100 de la renta total. Ese porcentaje cayó rápidamente durante la guerra y, en la década de 1960, se había reducido al 8 por 100, una meseta que se mantuvo durante tres décadas. A mediados de la década de 1980 se disparó repentinamente, y para fines de siglo alcanzó el 15 por 100. En cuanto a la riqueza total, la tendencia es en general idéntica…[8]. Otros datos muestran que el 0,1 por 100 de los receptores de ingresos más favorecidos aumentaron su participación en la renta nacional del 2 por 100 en 1978 a más del 6 por 100 en 1999. Casi con seguridad se puede afirmar que, con los recortes de impuestos implementados por la administración Bush, la concentración de la riqueza en los escalones superiores de la sociedad prosigue a buen ritmo. Duménil y Lévy también señalaban que «la crisis estructural de la década de 1970, con tipos de interés apenas superiores a las tasas de inflación, bajos pagos de dividendos por parte de las corporaciones y mercados bursátiles deprimidos, redujo aún más los ingresos y la riqueza de los más ricos» durante esos años. La década de 1970 no sólo se caracterizó por una crisis global de estanflación, sino que fue el periodo en que el poder de las clases altas estaba más seriamente amenazado. El neoliberalismo surgió, prosigue el argumento, como respuesta a esa amenaza[9]. Pero la justificación de esta tesis de restauración del poder de clase requiere que identifiquemos una constelación específica y orquestada de fuerzas de clase tras el giro hacia las políticas neoliberales, ya que ni en Gran Bretaña ni en Estados Unidos era posible recurrir a la violencia del
  • 16. tipo chileno. Era necesario obtener el consentimiento. Debemos volver a la década crucial de 1970 para ver cómo sucedió esto. El Estado socialdemócrata en Europa y el compromiso keynesiano sobre el que se basó el pacto social entre el capital y el trabajo en Estados Unidos, habían funcionado bastante bien durante los años de alto crecimiento de las décadas de 1950 y 1960. La política redistributiva, los controles sobre la libre movilidad del capital, el gasto público y la construcción del Estado del Bienestar habían ido de la mano con tasas relativamente altas de acumulación de capital y rentabilidad en la mayoría de los países capitalistas avanzados. Pero, a finales de la década de 1960, esto comenzó a deteriorarse, tanto a nivel internacional como en las economías nacionales. En 1973, incluso antes de la guerra árabe-israelí y del embargo petrolero de la OPEP, el sistema de Bretton Woods, que había regulado las relaciones económicas internacionales, se había disuelto. Las señales de una grave crisis de acumulación de capital eran evidentes en todas partes, marcando el comienzo de una fase global de estanflación, de crisis fiscales en varios Estados (Gran Bretaña tuvo que ser rescatada por el Fondo Monetario Internacional en 1975-1976, y la ciudad de Nueva York se declaró técnicamente en bancarrota en el mismo año, mientras que en casi todas partes se recortó en el gasto público). El compromiso keynesiano se había derrumbado como una forma viable de gestionar la acumulación de capital compatible con la política socialdemócrata[10]. La respuesta de la izquierda fue profundizar el control estatal y la regulación de la economía (incluyendo, si se consideraba necesario, frenar las aspiraciones de los movimientos obreros y populares mediante medidas de austeridad y controles de salarios y precios), sin desafiar en cambio los poderes de la acumulación de capital. Esta respuesta fue adelantada por los partidos socialistas y comunistas aliados en Europa (que ponían sus esperanzas en experimentos innovadores en gobernanza y gestión de la acumulación de capital en lugares como la «Bologna Rossa», o en el giro hacia un socialismo de mercado más abierto e ideas «eurocomunistas» en Italia y España). La izquierda recabó un considerable respaldo popular para
  • 17. ese programa, acercándose al poder en Italia, llegando al gobierno en Francia, Portugal, España y Gran Bretaña, y manteniendo el poder en Escandinavia. Hasta en Estados Unidos un Congreso controlado por el Partido Demócrata inició, a principios de la década de 1970, una gran oleada de reformas reguladoras (promulgadas por Richard Nixon, un presidente republicano) en cuestiones medioambientales, laborales, de consumo y de derechos civiles[11]. Pero, en términos generales, la izquierda no fue mucho más allá de las soluciones socialdemócratas tradicionales, y mediada ya la década de 1970 estas se habían demostrado incapaces de satisfacer los requerimientos de la acumulación de capital. El efecto fue polarizar el debate entre las fuerzas socialdemócratas, por un lado (que a menudo se dedicaban a una política pragmática de frenar las aspiraciones de sus propios electores), y las aspiraciones de todos los interesados en establecer condiciones más abiertas para la acumulación activa de capital, por el otro. El neoliberalismo, como posible antídoto contra las amenazas al orden social capitalista y como solución a los males del capitalismo, había estado largo tiempo al acecho en los flancos de la política pública. Pero hasta los años difíciles de la década de 1970 no comenzó a avanzar hacia el centro del escenario, particularmente en Estados Unidos y Gran Bretaña, promovido por diversos laboratorios de ideas, o think tanks, como el Instituto de Asuntos Económicos de Londres y la Universidad de Chicago. Ganó respetabilidad al hacerse con el Premio Nobel de Economía dos de sus principales adalides, Friedrich von Hayek en 1974 y Milton Friedman en 1976, y comenzó gradualmente a ejercer influencia práctica. Durante la presidencia de Carter, por ejemplo, la desregulación de la economía surgió como una de las respuestas a la situación crónica de estanflación que había prevalecido en Estados Unidos durante la década de 1970; pero la consolidación espectacular del neoliberalismo como nueva ortodoxia económica que regula las políticas públicas en el mundo capitalista avanzado ocurrió en Estados Unidos y Gran Bretaña en 1979.
  • 18. En mayo de aquel año, Margaret Thatcher fue elegida primera ministra de Reino Unido con un fuerte respaldo para reformar la economía. Bajo la influencia del pensamiento de Keith Joseph y del Instituto de Asuntos Económicos, aceptó que el keynesianismo debía ser abandonado y que la solución monetarista del «lado de la oferta» era esencial para curar la estanflación que había caracterizado a la economía británica durante la década de 1970. Reconoció que esto significaba nada menos que una revolución en las políticas fiscales y sociales, e inmediatamente mostró una determinación feroz de acabar con las instituciones y las formas políticas del Estado socialdemócrata que se había consolidado en Gran Bretaña desde 1945. Eso significaba enfrentarse al poder sindical, atacando todas las formas de solidaridad social (como las expresadas a través de la gobernanza municipal socialista) que obstaculizaban la flexibilidad competitiva (incluido el poder de muchos profesionales y sus asociaciones), desmantelando o revocando los compromisos del Estado del Bienestar, privatizando las empresas públicas (incluida la vivienda social), reduciendo los impuestos, alentando la iniciativa empresarial y creando un clima comercial favorable para inducir una fuerte entrada de inversión extranjera (particularmente desde Japón). Lo que Pinochet hizo mediante la violencia estatal coercitiva, Thatcher lo hizo mediante la organización del consentimiento democrático. A ese respecto, la observación gramsciana de que el consentimiento y la hegemonía deben organizarse antes de la acción revolucionaria –y Thatcher se autoproclamaba revolucionaria– es muy relevante. Durante los sombríos años de estancamiento económico de la década de 1970, se habían generalizado en Gran Bretaña fuertes corrientes de pensamiento, propagadas deliberadamente a través de medios cada vez más subordinados a los intereses del gran capital, en torno al individualismo y la libertad como algo opuesto al poder sindical y la sofocante ineptitud burocrática del Estado. La crisis del capitalismo se interpretó como una crisis de gobierno, y el hecho de que el gobierno laborista de Callaghan hubiera acordado la imposición de un programa de austeridad –obedeciendo líneas empresariales y en contra de
  • 19. los intereses de sus partidarios tradicionales–, ordenado por el Fondo Monetario Internacional en 1976 a cambio de préstamos para cubrir la situación crónica de endeudamiento, ayudó a allanar el camino para la idea de que, como decía Thatcher, «no hay alternativa» a las soluciones neoliberales. La revolución de Thatcher fue preparada, pues, por la organización de un cierto nivel de consentimiento político, particularmente entre de las clases medias, que la llevó a la victoria electoral. Desde el punto de vista programático, tenía un mandato electoral para reducir el poder sindical. Enfrentarse a las asociaciones profesionales que tenían un gran poder en áreas como la educación, la atención médica, el poder judicial y la gobernanza municipal era otra cuestión. Sobre esto, sus ministros (y sus partidarios) estaban notoriamente divididos, y forjar la línea neoliberal le costó varios años de confrontaciones contundentes dentro de su propio partido y en los medios de comunicación. Como es bien sabido, más adelante declararía: «no existe algo que se pueda llamar sociedad, sólo individuos», para agregar, acto seguido, «y sus familias». Todas las formas de solidaridad social debían disolverse en favor del individualismo, la propiedad privada, la responsabilidad personal y los valores familiares. El asalto ideológico que siguió a las directrices que emanaban de la retórica de Thatcher fue implacable y acabó obteniendo un gran éxito[12]. «La economía es el método», dijo, «pero el objetivo es cambiar el alma». Y lo hizo, aunque de un modo que no estuvo en absoluto libre de costes políticos ni de impulsos contradictorios, como veremos más adelante. En octubre de 1979 Paul V olcker, presidente del Banco de la Reserva Federal estadounidense, diseñó un cambio draconiano en la política monetaria de Estados Unidos[13]. El longevo compromiso con los principios del New Deal, que se traducía grosso modo en políticas keynesianas con el pleno empleo como objetivo clave, se desechó en favor de una política diseñada para sofocar la inflación sin importar las consecuencias para el empleo o, en otro sentido, para las economías de países (como México y Brasil) que eran muy dependientes de las condiciones económicas y muy sensibles a los cambios en los tipos de
  • 20. interés en Estados Unidos. El tipo de interés real, que a menudo había sido negativo durante el auge inflacionario de dos dígitos de la década de 1970, se hizo positivo tras la decisión ejecutiva de la Reserva Federal. El tipo de interés nominal se elevó de la noche a la mañana (aquel movimiento llegó a conocerse como «el especial del sábado noche») hasta cerca del 20 por 100, lo que sumió deliberadamente a Estados Unidos y a gran parte del mundo en la recesión y el desempleo. Aquel giro, se alegó, era la única forma de salir de la enojosa crisis de estanflación que había caracterizado a la economía estadounidense y a gran parte de la economía mundial a lo largo de la década de 1970. La conmoción o shock de V olcker, como se la conoce desde entonces, no podía consolidarse sin cambios paralelos de las políticas gubernamentales en el resto de ámbitos. La victoria de Ronald Reagan sobre Carter resultó crucial. Los asesores de Reagan estaban convencidos de que la «medicina» de V olcker para una economía enferma y estancada daba justo en el blanco. En consecuencia, V olcker fue apoyado y confirmado en el cargo de presidente de la Reserva Federal. La tarea de la administración Reagan era proporcionar el respaldo político necesario mediante una mayor desregulación, recortes de impuestos y presupuestarios, y ataques al poder sindical y profesional. Reagan se enfrentó a PATCO, el sindicato de controladores del tránsito aéreo, en una huelga amarga y prolongada. Esto fue la señal para un asalto en toda regla a los poderes del trabajo organizado en el mismo momento en que la recesión inducida por V olcker estaba generando altos niveles de desempleo (10 por 100 o más). Pero PATCO era algo más que un sindicato ordinario: era también uno de cuello blanco, que tenía el carácter de una asociación profesional cualificada y que era, por tanto, un icono del sindicalismo de clase media más que de clase trabajadora. El efecto sobre las condiciones laborales en todos los ámbitos fue dramático –quizá lo que mejor refleje esto sea el hecho de que el salario mínimo federal, que estaba a la par con el nivel de pobreza en 1980, había caído a un 30 por 100 por debajo de ese nivel en 1990–. Los nombramientos de Reagan para puestos ejecutivos en temas como la regulación ambiental, la
  • 21. seguridad en el trabajo y la sanidad llevaron la campaña contra el «gobierno excesivo» a niveles cada vez más altos. La desregulación de todo, desde las aerolíneas y las telecomunicaciones hasta las finanzas, abrió nuevas zonas a la libertad de mercado, sin cortapisa alguna para poderosos intereses empresariales. El mercado, representado ideológicamente como el gran medio para fomentar la competencia y la innovación, iba a ser en la práctica el gran vehículo para la consolidación de los poderes de corporaciones monopolísticas y de multinacionales como nexo del dominio de clase. Los recortes de impuestos para los ricos iniciaron simultáneamente el cambio trascendental hacia una mayor desigualdad social y la restauración del poder de la clase alta. Thomas Edsall (un periodista que cubrió los asuntos de Washington durante muchos años) publicó en 1984 una descripción profética de las fuerzas de clase alineadas detrás de todo esto: Durante la década de 1970 las empresas refinaron su capacidad de actuar como clase, moderando los instintos competitivos en favor de la acción conjunta y cooperativa en el ámbito legislativo. En lugar de empresas individuales que sólo buscaban favores especiales […] el tema dominante en la estrategia política de los negocios pasó a ser un interés compartido, consistente en frustrar proyectos de ley como el de la protección del consumidor y la reforma de la legislación laboral, y en promulgar una legislación fiscal, reguladora y antimonopolista favorable[14]. Para lograr ese objetivo, las empresas necesitaban un instrumento de clase político y una base popular, por lo que trataron activamente de controlar el Partido Republicano como su propio instrumento. La formación de poderosos comités de acción política para procurar, como decía el viejo adagio, «el mejor gobierno que el dinero pudiera comprar» fue un paso importante. Las supuestamente «progresistas» leyes de 1974, de financiación de campañas electorales, legalizaron la corrupción financiera de la política. A partir de entonces, los comités de acción política podrían asegurar el dominio financiero de ambos partidos políticos por parte de los intereses de asociaciones empresariales profesionales y bien dotadas económicamente. Los PAC [Political Action Committee] empresariales, que ascendían a 89 en 1974, habían aumentado a 1.467 en 1982. Si bien estaban dispuestos a
  • 22. financiar a poderosos miembros de ambos partidos siempre que sus intereses fueran atendidos, también se inclinaron sistemáticamente por apoyar a los paladines de la derecha. El límite de 5.000 dólares en la contribución de un PAC a cualquier individuo obligó a los PAC de diferentes empresas e industrias a trabajar juntos; y eso significó construir alianzas basadas en el interés de clase. La voluntad del Partido Republicano de convertirse en el representante de «su base de clase dominante» durante aquel periodo contrasta con la actitud «ideológicamente ambivalente» del Partido Demócrata, derivada del «hecho de que sus lazos con varios grupos en la sociedad son difusos, y ninguno de esos grupos (mujeres, negros, trabajadores, ancianos, hispanos, organizaciones políticas urbanas) destaca claramente sobre los demás». La dependencia de los demócratas, además, de las contribuciones del gran capital –o «big money»– hicieron que muchos de ellos fueran muy vulnerables a la influencia directa de los intereses comerciales[15]. Los intereses de la industria, la minería, la silvicultura y los agronegocios tomaron la delantera en ese aspecto de la guerra de clases que se desarrolló a partir de entonces. Sin embargo, el Partido Republicano necesitaba una base electoral sólida para colonizar el poder de manera efectiva. Fue hacia esa época cuando los republicanos buscaron una alianza con la derecha cristiana. Jerry Falwell fundó en 1978 el movimiento de la «mayoría moral» como brazo político de un cristianismo de derechas y muy conservador. Apelaba al nacionalismo cultural de la clase trabajadora blanca y su acosado sentido de justicia moral (acosado porque esa clase vivía en condiciones de inseguridad económica crónica y se sentía excluida de muchas de las prestaciones que se distribuían a través del programa de «acción afirmativa», puesto en marcha por el presidente Kennedy, y de otros programas estatales). Esa «mayoría moral» podía movilizarse en una clave racista, homófoba y antifeminista más o menos modulada. No era la primera vez, ni por desgracia será la última, que un grupo social vota en contra de sus intereses materiales, económicos y de clase por razones culturales, nacionalistas y religiosas. A partir de entonces, la impía alianza entre las grandes empresas y los cristianos conservadores
  • 23. no dejó de consolidarse, erradicando todos los elementos progresistas (significativos e influyentes en la década de 1960) del Partido Republicano y convirtiéndolo en la fuerza electoral derechista relativamente homogénea de los tiempos actuales. La elección de Reagan inició el largo proceso de consolidación del cambio político necesario para apoyar el previo viraje monetarista hacia el neoliberalismo. Sus planes, señaló Edsall en aquel momento, se centraron en un impulso general para reducir el alcance y el contenido de la regulación federal de la industria, el medio ambiente, el centro de trabajo, la atención médica y la relación entre comprador y vendedor. El impulso de la administración Reagan hacia la desregulación se logró mediante severos recortes presupuestarios que redujeron la capacidad de aplicación efectiva de la ley; mediante el nombramiento, en los organismos competentes, de personal contrario a la regulación y favorable a la industria; y, finalmente, dotando a la Oficina de Administración y Presupuesto de una autoridad sin precedentes para retrasar las principales regulaciones, forzar revisiones importantes en las propuestas reguladoras y –mediante análisis prolongados de costes-beneficios– para ahogar efectivamente una amplia gama de iniciativas reguladoras[16]. Hubo además otro cambio, pero esta vez a una escala global, que también impulsó el movimiento hacia soluciones neoliberales durante la década de 1970. La subida de los precios del petróleo de la OPEP a raíz del embargo de 1973 puso un enorme poder financiero a disposición de Estados productores de petróleo como Arabia Saudí, Kuwait y Abu Dabi. Ahora sabemos por informes de inteligencia británicos que Estados Unidos se estaba preparando activamente en 1973 para invadir esos países a fin de restaurar la afluencia de petróleo y reducir su precio. También sabemos que los saudíes acordaron en aquel momento –presumiblemente bajo presión militar, si no amenaza abierta, de Estados Unidos– reciclar todos sus petrodólares mediante los bancos de inversión de Nueva York[17], que repentinamente se encontraron con enormes fondos para los que necesitaban encontrar salidas rentables. Las opciones dentro de Estados Unidos, dada la situación económica deprimida y las bajas tasas de rendimiento a mediados de la década de 1970, no eran buenas. Tuvieron que buscar oportunidades más rentables en el extranjero. Pero esto requería la eliminación de
  • 24. restricciones a la entrada de capitales y condiciones razonablemente seguras para que las finanzas controladas por Estados Unidos operaran en países extranjeros. Los bancos de inversión de Nueva York recurrieron a la tradición imperial de Estados Unidos, tanto para abrir nuevas oportunidades de inversión como para proteger sus operaciones en el extranjero. La tradición imperial norteamericana se había largamente desarrollado y en gran medida definido en contraposición a las tradiciones imperiales de Gran Bretaña, Francia, Países Bajos y otras potencias europeas[18]. Aunque ya había especulado con la conquista colonial a finales del siglo XIX, durante el XX evolucionó hacia un sistema más abierto de imperialismo sin colonias. El caso paradigmático se resolvió en Nicaragua en las décadas de 1920 y 1930, cuando los marines desplegados para proteger los intereses estadounidenses se vieron enfrentados a una interminable y difícil insurgencia guerrillera dirigida por Sandino. La respuesta fue encontrar un hombre fuerte local, en este caso Somoza, y proporcionarle a él y a su familia y aliados inmediatos asistencia económica y militar para que pudieran reprimir o sobornar a la oposición y acumular una considerable riqueza y poder. A cambio siempre apoyarían, y en caso necesario promoverían, los intereses estadounidenses tanto en el país como en toda la región (en este caso, América Central). Ese fue el modelo que se ensayó tras la Segunda Guerra Mundial, durante la fase de descolonización global impuesta a las potencias europeas a instancias de Estados Unidos. Por ejemplo, la CIA diseñó el golpe que derrocó al gobierno democráticamente elegido de Mossadeq en Irán en 1953 y restauró en el trono al Sah, quien entregó el contrato petrolero a las compañías estadounidenses (sin devolver los activos a las compañías británicas que Mossadeq había nacionalizado). El Sah también se convirtió en uno de los guardianes clave de los intereses estadounidenses en la región petrolera de Oriente Medio. Durante la posguerra mundial, buena parte del mundo no comunista se abrió a la dominación de Estados Unidos por tácticas de ese tipo. Pero eso a menudo implicaba una estrategia antidemocrática (y más enfáticamente aún, antipopulista y antisocialista o anticomunista) por parte de Estados Unidos,
  • 25. lo que tuvo el efecto paradójico de estrechar cada vez más sus alianzas con dictaduras militares represivas y regímenes autoritarios en el mundo en desarrollo (el caso más espectacular, por supuesto, fue el de toda América Latina). En consecuencia, los intereses estadounidenses se volvieron más vulnerables en la lucha contra el comunismo internacional. El respaldo a regímenes cada vez más represivos corría siempre el riesgo de resultar contraproducente. Aunque el consentimiento de las elites gobernantes se podía adquirir con bastante facilidad, la necesaria coerción para contrarrestar los movimientos populistas, democratizadores o socialistas vinculaba a Estados Unidos con una larga historia de violencia, en gran medida encubierta, contra los movimientos populares. En ese contexto, los fondos excedentes que se reciclaban mediante los bancos de inversión de Nueva York se diseminaron por todo el mundo. Hasta entonces, la mayor parte de la inversión estadounidense que fluyó al mundo en desarrollo durante la posguerra fue del tipo directo, principalmente relacionada con la explotación de materias primas (petróleo, minerales, productos agrícolas) o de mercados específicos (telecomunicaciones, etc.). Los bancos de inversión de Nueva York siempre habían estado activos internacionalmente, pero a partir de 1973 incrementaron su actividad, aunque de manera menos centrada en la inversión directa[19]. Esto requirió la liberalización de los mercados financieros y del crédito internacional, y Estados Unidos comenzó a promover y apoyar activamente esa estrategia casi inmediatamente después del shock de V olcker. Los bancos de inversión se concentraron inicialmente en los préstamos directos a gobiernos extranjeros. Los países en desarrollo hambrientos de crédito fueron, de hecho, atraídos a la trampa de la deuda / crédito y los bancos de inversión (respaldados por el poder imperial norteamericano) estaban en condiciones de exigir tasas de rendimiento más favorables que las que se podían obtener en casa[20]. Dado que los préstamos aparecían denominados en dólares estadounidenses, cualquier aumento modesto, no digamos ya si era abultado, en los tipos de interés estadounidenses podía fácilmente empujar a los países vulnerables a la quiebra, con lo que los bancos de inversión neoyorquinos
  • 26. estaban muy expuestos a pérdidas. El primer caso importante se produjo a raíz del shock de V olcker, que llevó a México a la bancarrota en 1982-1984. La administración Reagan –que había valorado seriamente, durante su primer año de andadura, retirar el apoyo al Fondo Monetario Internacional– encontró una manera de reunir los poderes del Tesoro estadounidense y del FMI para resolver la dificultad reestructurando la deuda a cambio de reformas estructurales. Esto requería, por supuesto, que el FMI cambiara su marco teórico de referencia, keynesiano, por otro monetarista (y esto se logró rápidamente, de modo que el FMI se convirtió en un centro de influencia global para la nueva ortodoxia monetarista en la teoría económica). A cambio de la reprogramación de la deuda, se requirió a México la puesta en práctica de reformas institucionales como los recortes en el gasto social, la relajación de las leyes laborales e impulsar las privatizaciones, un procedimiento que se conoció como «ajuste estructural». De ese modo, México fue empujado parcialmente a poner en pie una serie creciente de aparatos estatales neoliberales, y a partir de entonces el FMI se convirtió en un herramienta clave en la promoción y, en muchos casos, la imposición forzada de políticas neoliberales en todo el mundo[21]. Lo que mostró el caso de México fue una diferencia clave entre el liberalismo y el neoliberalismo: bajo el primero, los prestamistas cargaban con las pérdidas derivadas de las malas decisiones de inversión, mientras que, bajo el segundo, los prestatarios son obligados por los poderes estatales e internacionales a asumir el coste del pago de la deuda sin importar las consecuencias en las condiciones de vida y el bienestar de la población local. Si esto requería la venta de activos a compañías extranjeras a precio de saldo, así debía ser. Con esas innovaciones en los mercados financieros a escala global, la forma sistémica del neoliberalismo quedó esencialmente completada. Como muestran Duménil y Lévy, el efecto fue permitir que las clases altas, estadounidenses en particular, bombearan tasas de retorno muy altas desde el resto del mundo[22]. La restauración del poder de clase en Estados Unidos también se basó en una cierta reconfiguración de cómo se constituía dicho poder. La separación
  • 27. entre propiedad y gestión (o entre el capital-dinero, que genera dividendos e interés, y el capital de producción o fabricación, que trata de obtener ganancias de la empresa a partir de la organización de su producción) ha generado en varias ocasiones conflictos, en el seno de las clases capitalistas, entre financieros y productores. En Gran Bretaña, por ejemplo, la política del gobierno atendió durante mucho tiempo principalmente a los requisitos de los financieros de la City de Londres, a menudo en detrimento del interés manufacturero; y en los conflictos de la década de 1960 en Estados Unidos, entre financieros y fabricantes, habían aparecido a menudo esas desavenencias. Durante la década de 1970, en cambio, la aspereza de ese conflicto se atenuó en buena medida. Las grandes empresas se volcaron cada vez más en las finanzas aun cuando, como en el sector del automóvil, se dedicaran a la producción. Los intereses de los propietarios y gerentes se fusionaron pagando a estos últimos con stock options, opciones sobre acciones. El valor de las acciones, más que la producción, se convirtió en la guía de la actividad económica, y como más tarde se hizo evidente con el colapso de compañías como Enron, las tentaciones especulativas resultantes podían volverse abrumadoras. El efecto general fue que los intereses financieros (el poder de los inversores más que el de los ingenieros) tomaron la delantera dentro de las clases dominantes y las elites gobernantes. El neoliberalismo significaba, en suma, la financiarización de todo y el desplazamiento del centro de poder de la acumulación de capital a los propietarios y a sus instituciones financieras en detrimento de otras facciones del capital. Por esa razón, el apoyo a las instituciones financieras y la integridad del sistema financiero se convirtieron en la preocupación central del conjunto de los Estados neoliberales (el grupo conocido como el G7) que dominaba cada vez más la política global. El Estado neoliberal
  • 28. La misión fundamental del Estado neoliberal es crear un «buen clima empresarial» y, por lo tanto, optimizar las condiciones para la acumulación de capital sin importar las consecuencias para el empleo o el bienestar social. Eso contrasta con el Estado socialdemócrata, comprometido con el pleno empleo y la optimización del bienestar de todos sus ciudadanos, y sujeto a la condición de mantener tasas de acumulación de capital adecuadas y estables. El Estado neoliberal trata de promover la causa de todos los intereses comerciales y de facilitarlos y estimularlos (mediante exenciones fiscales y otras concesiones, así como mediante la provisión de infraestructura a expensas del Estado, si es necesario), argumentando que esto fomentará el crecimiento y la innovación y que esa es la única forma de erradicar la pobreza y de proporcionar, a la larga, mejores niveles de vida a la mayoría de la población. El Estado neoliberal se esfuerza particularmente en la privatización de los activos como un medio para abrir nuevos campos para la acumulación de capital. Los sectores anteriormente administrados o regulados por el Estado (transporte, telecomunicaciones, petróleo y otros recursos naturales, servicios públicos, vivienda social, educación) se transfieren a la esfera privada o se desregulan. La libre movilidad del capital entre sectores y regiones se considera crucial para alentar las tasas de beneficio y desmantelar todas las barreras a esa libre circulación (como los controles de planificación), excepto en las áreas cruciales para «el interés nacional» (que, sin embargo, pueden ser convenientemente definidas). La consigna del Estado neoliberal es, por tanto, «flexibilidad» (en los mercados laborales y en el despliegue de capital de inversión). Proclama las virtudes de la competencia al tiempo que abre en realidad el mercado al capital centralizado y al poder de los monopolios. Internamente, el Estado neoliberal es hostil (llegando en algunos casos a la represión abierta) a todas las formas de solidaridad social (como los sindicatos u otros movimientos sociales que adquirieron un poder considerable en el Estado socialdemócrata) que obstaculizan la acumulación de capital. Se retira de la prestación de asistencia social y disminuye en la
  • 29. medida de lo posible su papel en los ámbitos de la atención a la salud, la educación pública y los servicios sociales, ámbitos que habían sido tan relevantes en el funcionamiento del Estado socialdemócrata. La red de seguridad social se reduce al mínimo. Esto no significa la eliminación de todas las formas de actividad reguladora o de intervención gubernamental. Florecen las reglas burocráticas para garantizar la «rendición de cuentas» y la «rentabilidad» de los sectores públicos que no pueden ser privatizados (Margaret Thatcher, por ejemplo, procuró y logró un fuerte control regulador sobre las universidades en Gran Bretaña). Se favorecen las asociaciones público-privadas en las que el sector público asume todo el riesgo y el sector empresarial cosecha todos los beneficios. Los intereses comerciales pueden dictar legislación y determinar políticas públicas para su propio beneficio. Si es necesario, el Estado recurrirá a una legislación coercitiva y tácticas policiales (por ejemplo, normas contra los piquetes) para dispersar o reprimir formas colectivas de oposición. Se multiplican también las formas de vigilancia y control (en Estados Unidos, el encarcelamiento se ha convertido en una estrategia estatal clave para abordar los problemas surgidos entre los trabajadores despedidos y en el seno de poblaciones marginadas). Externamente, los Estados neoliberales tratan de reducir las barreras al movimiento transfronterizo de capitales y de abrir los mercados (tanto para las mercancías como para el capital-dinero) a las fuerzas globales de acumulación de capital, a veces competitivas pero a menudo monopólicas (aunque siempre con la opción de rechazar cualquier cosa que se oponga «al interés nacional»). Los poderes de la competencia internacional y la ideología de la globalización se utilizan para disciplinar a la oposición interna al mismo tiempo que se abren nuevos terrenos para actividades altamente rentables, y en algunos casos incluso se emprenden actividades capitalistas neocoloniales en el extranjero. También en esta esfera, los grandes intereses capitalistas empresariales suelen colaborar con el poder del gobierno en la formulación de políticas y en la creación de nuevos
  • 30. dispositivos institucionales internacionales (como la OMC o el FMI y el Banco de Pagos Internacionales). El Estado neoliberal es particularmente solícito con las instituciones financieras. Busca no sólo facilitar su influencia en expansión, sino también garantizar la integridad y la solvencia del sistema financiero a cualquier precio. El poder del Estado se utiliza para rescatar o evitar fracasos financieros (como la crisis de ahorro y préstamos de 1987-1988 en Estados Unidos y el colapso de tres billones de dólares protagonizado por el fondo de cobertura Long Term Capital Management en 1997-1998). Internacionalmente opera mediante instituciones como el FMI para proteger a los bancos de inversión ante la amenaza de incumplimiento e impago de las deudas y de hecho cubre, en la medida de sus posibilidades, la exposición de los intereses financieros al riesgo y la incertidumbre en los mercados internacionales. Esta disposición del Estado neoliberal a la protección de los intereses financieros promueve y refleja la consolidación del poder de la clase burguesa en torno a los procesos de financiarización. En caso de conflicto entre la integridad del sistema financiero y el bienestar de una población, el Estado neoliberal tomará siempre partido por el primero. El Estado neoliberal es profundamente antidemocrático, aun cuando con frecuencia intente disfrazar ese hecho. El gobierno de las elites se ve favorecido y surge una fuerte preferencia por gobernar mediante decretos ejecutivos y resoluciones judiciales en detrimento de la antigua primacía de la toma de decisiones democrática y parlamentaria. Lo que resta de la democracia representativa queda, si no totalmente aplastado, legalmente corrompido por el poder del dinero, como en Estados Unidos. Se crean instituciones fuertes, como los bancos centrales (la Reserva Federal estadounidense) e instituciones cuasi-gubernamentales a nivel interno, o el FMI y la OMC en el escenario internacional, completamente inaccesibles a la influencia, las auditorías, la rendición de cuentas y el control democráticos. Desde el punto de vista neoliberal, la democracia de masas se equipara al «gobierno de la chusma», y eso tiende a eliminar todas las barreras a la acumulación de capital que amenazaban el poder de las clases
  • 31. altas en la década de 1970. La forma preferida de gobernanza es la de la «asociación público-privada», en la que los intereses estatales y de las principales corporaciones empresariales colaboran estrechamente para coordinar sus actividades en torno al objetivo de mejorar la acumulación de capital. El resultado es que los regulados pueden escribir las normas de regulación mientras que la toma de decisiones «públicas» se hace cada vez más opaca. El Estado neoliberal enfatiza la importancia de la libertad y la responsabilidad personal e individual, particularmente en el mercado, de modo que el éxito o el fracaso social se interpreta en términos de virtudes o fallos personales, en lugar de atribuirse a propiedades sistémicas (como las exclusiones de clase típicas del capitalismo). La oposición dentro de las reglas del Estado neoliberal se limita habitualmente a cuestiones de derechos humanos individuales y por ello han florecido desde 1980 más o menos, como arena primaria de la política «radical» y de oposición, los «discursos de derechos» de todo tipo. Los individuos deben buscar soluciones y remedios a los problemas mediante los tribunales (y, recuérdese, las empresas han sido definidas legalmente como individuos). Dado que el recurso a estos últimos es nominalmente igualitario, pero en la práctica muy oneroso –ya sea una demanda individual por prácticas negligentes o cuando un país demanda a Estados Unidos por violación de las normas de la OMC, un procedimiento que puede costar hasta un millón de dólares, lo que equivale al presupuesto anual de algunos países pequeños y empobrecidos–, los resultados están fuertemente sesgados por el poder económico. El sesgo de clase en la toma de decisiones dentro del poder judicial es, si no seguro, cuando menos generalizado. No debería sorprender que los principales medios de acción colectiva bajo el neoliberalismo se definan y articulen mediante grupos de defensa no electos (y, en muchos casos, dirigidos por la elite) que abogan por diversos tipos de derechos. Bajo el neoliberalismo han crecido y proliferado las ONG, cuyo florecimiento crea el espejismo de que la oposición movilizada fuera del
  • 32. aparato estatal y dentro de una entidad separada llamada «sociedad civil» es la fuerza motriz de la política opositora y la transformación social. Atendiendo a todo esto, vemos claramente que el neoliberalismo no ha vuelto irrelevantes al Estado ni a instituciones estatales concretas (como los tribunales) como han argumentado en los últimos años muchos comentaristas, tanto de derechas como de izquierdas. Sin embargo, ha habido una reconfiguración radical de las instituciones y prácticas estatales (particularmente con respecto al equilibrio entre la coerción y el consentimiento, el equilibrio entre los poderes del capital y de los movimientos populares, y el equilibrio entre el poder ejecutivo y judicial, por un lado, y el poder parlamentario democrático, por el otro). El Estado neoliberal interioriza algunas contradicciones estructurales fundamentales. El autoritarismo (incrustado en las relaciones de clase dominantes cuya reproducción es fundamental para el orden social) convive incómodamente con los ideales de las libertades individuales. Si bien puede ser crucial preservar la integridad del sistema financiero, el individualismo irresponsable y egocéntrico de sus operadores produce volatilidad especulativa e inestabilidad crónica. Aunque las virtudes de la competencia se consideran primordiales, la realidad es la creciente consolidación del poder monopolista de unas pocas corporaciones multinacionales centralizadas. Al nivel popular, el impulso hacia la libertad de la persona individual puede desbocarse demasiado fácilmente y debilitar la cohesión social. La necesidad de perpetuar las relaciones de poder dominantes crea necesariamente, por tanto, relaciones de opresión que frustran el impulso hacia la libertad individualizada. En el ámbito internacional, la volatilidad competitiva del neoliberalismo amenaza la estabilidad y el estatus de las potencias hegemónicas. Una potencia hegemónica como Estados Unidos puede verse inducida a tomar medidas represivas y emprender acciones destinadas a proteger las asimetrías de las relaciones económicas que preservan su hegemonía. A todas esas contradicciones debemos añadir la posibilidad de una creciente disparidad entre los objetivos públicos
  • 33. declarados del neoliberalismo –el bienestar de todos– y su consecuencia real, la restauración del poder de clase. Abordaremos esos elementos contradictorios más adelante. Pero queda claro que el neoliberalismo es un régimen de acumulación inestable y en evolución, más que una configuración fija y armoniosamente funcional del poder político y económico. Esto allana el camino para considerar el neoconservadurismo como una respuesta potencial a sus contradicciones intrínsecas. Implantaciones, difusiones y evoluciones Consideremos, entonces, las formas en que las políticas y medidas neoliberales se integraron realmente en la geografía histórica del capitalismo global desde mediados de la década de 1970. Es evidente que el Reino Unido y Estados Unidos lideraron el proceso; pero en ninguno de los dos países se desarrolló sin problemas. En Gran Bretaña, las reformas políticas neoliberales se debatieron durante una larga década de confrontación y lucha de clases, con la prolongada y amarga huelga de los mineros en 1984-1985 como conflicto central. Si bien Thatcher pudo privatizar con éxito la vivienda social y determinados servicios públicos, otros, como el sistema nacional de atención a la salud y el de educación pública, demostraron ser inmunes a algo más que roer sus bordes. Y dado que muchos en su propio grupo no estaban inicialmente convencidos de la dirección que había elegido, se alzaron todo tipo de barreras para obstaculizar la realización de sus objetivos. Su reelección en 1983 se debió mucho más a la creciente ola de nacionalismo en torno a la guerra de las Malvinas que a cualquier éxito real en la ruta neoliberal. En Estados Unidos, la transformación durante los años de mandato de Reagan fue menos conflictiva y de mayor calado. El «compromiso keynesiano» de la década de 1960 nunca se había acercado a los logros de los Estados socialdemócratas en Europa, y la oposición al
  • 34. neoliberalismo fue menos combativa. Reagan también estaba muy preocupado por la Guerra Fría y lanzó una carrera armamentista que supuso un cierto tipo de keynesianismo militar, financiado mediante el déficit, que benefició específicamente a su mayoría electoral en el sur y el oeste. Los crecientes déficits federales proporcionaron una excusa convincente para arrasar con los programas sociales[23]. A pesar de toda la retórica sobre la curación de las economías enfermas, ni Gran Bretaña ni Estados Unidos alcanzaron altos niveles de rendimiento económico en la década de 1980, lo que sugiere que el neoliberalismo podría no ser la respuesta a las plegarias de los capitalistas. Cierto es que la inflación bajó y que cayeron los tipos de interés, pero todo eso se logró a expensas de altas tasas de desempleo (un promedio del 7,5 por 100 durante los años de Reagan, por ejemplo). Por otra parte, el colapso del intento socialista-comunista francés de profundizar el control estatal (mediante la nacionalización de los bancos) y de fomentar el crecimiento mediante la conquista del mercado interno significó la desaparición de cualquier alternativa de izquierda desde mediados de la década de 1980. Entonces, ¿cuál podía ser la alternativa adecuada? De hecho, la década de 1980 vio prosperar a Japón, a los «tigres» de Asia Oriental y a la República Federal Alemana (RFA) como motores de la economía global. Su propio éxito, pese a dispositivos institucionales radicalmente diferentes, hace difícil argumentar a favor de un simple giro (y menos aún su imposición) neoliberal en el escenario mundial como un paliativo económico obvio. Cierto es que los bancos centrales, tanto en Japón como en Alemania Occidental, siguieron en general una línea monetarista (el Bundesbank alemán fue particularmente activo en la lucha contra la inflación). Pero en la RFA los sindicatos siguieron siendo muy fuertes y los niveles salariales se mantuvieron relativamente altos. Uno de los efectos fue favorecer una alta tasa de innovación tecnológica que mantuvo a la RFA muy por delante en el campo de la competencia internacional. El crecimiento basado en las exportaciones pudo impulsar al país como líder mundial. En Japón, los sindicatos independientes eran
  • 35. débiles o no existían, pero la inversión estatal en el cambio tecnológico y organizativo, y la estrecha relación entre corporaciones empresariales e instituciones financieras (un acuerdo que también dio buen resultado en Alemania Occidental), generó un sorprendente crecimiento impulsado por las exportaciones, a costa de otras economías capitalistas como la británica o la estadounidense[24]. Por tanto, el crecimiento que se dio durante la década de 1980 (y la tasa agregada de crecimiento en el mundo fue incluso menor que la de la problemática década de 1970) no dependió de la puesta en marcha del neoliberalismo. A finales de la década, los países que habían emprendido con mayor vigor la vía neoliberal todavía parecían estar en dificultades económicas. Era difícil no concluir que merecía la pena emular los «regímenes» de acumulación de la RFA y Japón. Por eso muchos Estados europeos se resistieron a las reformas neoliberales y encontraron formas de preservar gran parte de su herencia socialdemócrata mientras adoptaban, en algunos casos con bastante éxito, el modelo de Alemania Occidental[25]. En Asia, el modelo japonés implantado bajo sistemas autoritarios de gobierno (una de las características ocultas del neoliberalismo en general) en Corea del Sur, Taiwán y Singapur también demostró ser viable y coherente con una razonable equidad distributiva. Pero hubo un aspecto en el que los modelos germano-occidental y japonés no tuvieron éxito: desde la perspectiva de la restauración del poder de clase. Los rápidos aumentos en la desigualdad social, que se dieron en el Reino Unido y sobre todo en Estados Unidos durante la década de 1980, no se produjeron en otros lugares. Si el proyecto era restaurar el poder de clase de las principales elites, entonces el neoliberalismo era claramente la respuesta. Por eso surgió la cuestión de cómo lograrlo en el escenario mundial cuando el neoliberalismo no lograba estimular el crecimiento real. A este respecto, las exposiciones de Duménil y Lévy, complementadas por las de Brenner, Gowan y Pollin, proporcionan muchas de las pruebas necesarias[26]. De ellas destacaré tres factores principales. En primer lugar, el giro hacia la financiarización, que había comenzado en la década de 1970, se aceleró durante la de 1990. La inversión extranjera directa y la inversión
  • 36. de cartera aumentaron rápidamente en todo el mundo capitalista. Los mercados financieros experimentaron una poderosa oleada innovadora y se convirtieron en instrumentos de coordinación mucho más importantes. Esto minó el estrecho vínculo de exclusividad entre las corporaciones empresariales y los bancos tan bien aprovechado en la RFA y Japón durante la década de 1980. La economía japonesa sufrió una dramática caída (iniciada por un colapso en el mercado inmobiliario) y se descubrió que el sector bancario se encontraba en un estado lamentable. La apresurada reunificación de Alemania creó tensiones y la ventaja tecnológica que los alemanes habían disfrutado anteriormente se disipó, haciendo necesario desafiar y cuestionar más profundamente la tradición socialdemócrata; pese a ello, se mantuvo la resistencia y en 2004 todavía se libraban batallas residuales contra los intentos de eliminar los logros socialdemócratas en ámbitos como las pensiones públicas y la educación superior gratuita. En segundo lugar, el complejo Wall Street / FMI / Tesoro, que llegó a dominar la política económica en los años de Clinton, fue capaz de persuadir, engatusar y (gracias a los programas de ajuste estructural) forzar a los países en desarrollo a emprender la vía neoliberal. Estados Unidos también utilizó la zanahoria del acceso preferencial a su enorme mercado de consumo para inducir a muchos países a reformar sus economías en un sentido neoliberal, especialmente para abrir sus mercados de capitales a la penetración del capital financiero estadounidense. Esas circunstancias dieron lugar a una rápida expansión económica en Estados Unidos durante la década de 1990. Parecía tener la respuesta idónea e hizo creer que sus medidas eran dignas de emulación, incluso si el pleno empleo alcanzado implicaba incrementos salariales relativamente bajos (la mayoría de la población experimentó en realidad muy pocas mejoras, cuando no una pérdida neta de bienestar durante aquellos años, como muestra Pollin)[27]. La flexibilidad en el mercado laboral comenzó a dar frutos en Estados Unidos y ejerció presiones competitivas sobre los sistemas más rígidos que prevalecían en Europa y Japón. Sin embargo, el verdadero secreto del éxito estadounidense era que ahora podía bombear altas tasas de retorno al país como fruto de sus
  • 37. operaciones (inversiones tanto directas como de cartera) en el resto del mundo. Fue ese flujo tributario del resto del mundo el que generó gran parte de la riqueza lograda en la década de 1990. En tercer lugar, la difusión global de la nueva ortodoxia económica monetarista también ejerció un poderoso papel ideológico. Ya en 1982, la economía keynesiana había sido erradicada de los pasillos del FMI y el Banco Mundial, y a finales de la década la mayoría de los departamentos de Economía de las universidades estadounidenses se habían alineado con los argumentos genéricamente monetaristas, lo que ayudó a captar y formar en la nueva ortodoxia a la mayoría de los economistas del mundo. Todas esas hebras se unieron en la feroz ofensiva ideológica emprendida por el llamado «Consenso de Washington» a mediados de la década de 1990[28]. Su efecto fue presentar los modelos neoliberales estadounidense y británico como la mejor respuesta a los problemas globales, ejerciendo así una considerable presión sobre Japón y Europa (por no hablar del resto del mundo) en favor de la vía neoliberal. Paradójicamente, fueron Clinton y luego Blair quienes, desde el centro-izquierda, más hicieron para consolidar el papel del neoliberalismo tanto a nivel nacional como internacional. La creación de la OMC fue el punto culminante de la reforma institucional en el escenario mundial. Programáticamente, estableció normas y reglas neoliberales para los intercambios en la economía global. Sin embargo, su objetivo principal era abrir la mayor parte del mundo al flujo sin trabas del capital (aunque siempre con la cláusula de advertencia de la protección de los «intereses nacionales» clave), ya que en él se basaba la capacidad del poder financiero estadounidense, así como de Europa y Japón, para exigir tributos al resto del mundo. Este bosquejo narrativo del desarrollo geográfico desigual del neoliberalismo sugiere que su implantación fue el resultado de la diversificación, la innovación y la competencia (a veces de tipo monopolístico) entre modelos –nacionales, regionales y, en algunos casos, incluso metropolitanos– de gobierno y desarrollo económico, más que de la imposición de un modelo de ortodoxia por parte de alguna potencia
  • 38. hegemónica como Estados Unidos, algo que puede ilustrarse mejor con un breve examen del extraño caso de China. El extraño caso de China En diciembre de 1978, ante la doble dificultad representada por la incertidumbre política a raíz de la muerte de Mao en 1976 y por varios años de estancamiento económico, el gobierno chino bajo Deng Xiaoping anunció un programa de reforma económica. Esto coincidió –y cuesta contemplarlo como algo distinto a un accidente coyuntural de importancia histórica mundial– con el giro hacia soluciones neoliberales en Gran Bretaña y Estados Unidos. El resultado ha sido un tipo particular de neoliberalismo entrelazado con un control autoritario centralizado. Pero en gran parte de Asia Oriental y Sudoriental –en particular en Corea del Sur, Taiwán y Singapur–, la conexión entre el régimen dictatorial y la economía neoliberal ya estaba bien establecida. Como había demostrado desde el principio el caso precursor de Chile, la dictadura y el neoliberalismo no eran en modo alguno incompatibles entre sí. Si bien el igualitarismo como objetivo a largo plazo para China no fue abandonado, Deng argumentó que la iniciativa individual y local tenía que liberarse para aumentar la productividad y estimular el crecimiento económico. El corolario de que inevitablemente surgirían ciertos niveles de desigualdad, se entendía como algo que habría que tolerar. Bajo el lema de xiaokang –el concepto de una sociedad ideal que brinda buenos servicios a todos sus ciudadanos–, Deng se concentró en «cuatro modernizaciones» (en agricultura, industria, educación, y ciencia y defensa). Las reformas pretendían que las fuerzas del mercado actuaran internamente dentro de la economía china. Se pretendía estimular la competencia entre las empresas estatales y así generar, se esperaba, innovación y crecimiento. Se introdujo la fijación de precios de mercado, pero esto fue probablemente mucho
  • 39. menos significativo que la rápida devolución del poder económico-político a las regiones y las localidades. Para complementar ese esfuerzo, China también debía abrirse, aunque de manera muy limitada y bajo estricta supervisión estatal, al comercio exterior y la inversión extranjera, poniendo fin a su aislamiento con respecto al mercado mundial. Un objetivo de esta apertura al exterior era obtener transferencias de tecnología, y otro, procurarse suficientes reservas de divisas extranjeras para adquirir los recursos necesarios para promover una mayor dinámica interna de crecimiento económico[29]. La extraordinaria evolución económica posterior de China no habría tomado esa vía y registrado tantos logros si el giro hacia las políticas neoliberales en el escenario mundial no le hubiera abierto un espacio para su entrada e incorporación tumultuosa al mercado mundial. El surgimiento de China como potencia económica mundial debe considerarse en parte, por tanto, como una consecuencia no deseada del giro neoliberal en el mundo capitalista avanzado. Pero eso no disminuye en absoluto la relevancia del tortuoso camino de reforma interna adoptado dentro de la propia China. Porque lo que los chinos tuvieron que aprender, entre otras muchas cosas, fue que el mercado puede hacer muy poco para transformar una economía sin un cambio paralelo en las relaciones de clase, la propiedad privada y todos los demás dispositivos institucionales que típicamente caracterizan una economía capitalista próspera. La evolución a lo largo de ese camino fue lenta y estuvo frecuentemente marcada por tensiones y crisis. Durante la década de 1980 quedó claro, por ejemplo, que la mayor parte de la espectacular tasa de crecimiento de China estaba siendo impulsada fuera del sector estatal centralizado y no, como los chinos esperaban, mediante un sector estatal burocráticamente organizado que las reformas de mercado, junto con un enfoque más flexible para los mecanismos de fijación de precios de mercado, debían hacer más productivo y competitivo. Y todo esto a pesar de que las empresas estatales se veían muy favorecidas (en parte mediante controles normativos y políticos, pero también por el acceso diferencial al
  • 40. crédito regulado por el Estado) con respecto a las numerosas empresas de pueblos y municipios que surgieron de iniciativas locales, así como en relación con el capital privado autóctono. Pero si la dinamo del crecimiento se hallaba en el sector local o privado, y no en el sector público central, entonces el crecimiento sostenido exigía y finalmente obtuvo una mayor descentralización y privatización. La demanda política paralela de más libertades, que desembocó en la espectacular represión del movimiento estudiantil en la Plaza de Tiananmen en 1989, expresaba una tremenda tensión en el ámbito político que corría pareja con la presión económica en favor de una mayor liberalización. La respuesta a los acontecimientos de 1989 fue iniciar una nueva ola de reformas económicas, varias de las cuales acercaron a China a la ortodoxia neoliberal. Wang Hui lo resume así: [L]a política monetaria se convirtió en uno de los principales medios de control; hubo un reajuste significativo del tipo de cambio de divisas, instaurando un tipo unificado; las exportaciones y el comercio exterior se sometieron a mecanismos de competencia y asunción de responsabilidades por ganancias o pérdidas; se redujo la amplitud del sistema de precios de «doble vía»; se abrió por completo la zona de desarrollo de Shanghái-Pudong y se pusieron en marcha diversas zonas de desarrollo regional[30]. La primera oleada de inversión extranjera directa en China tuvo, no obstante, resultados muy diversos. Inicialmente se canalizó hacia cuatro zonas económicas especiales en las regiones costeras del sur (donde se consideraba útil la proximidad a Hong Kong). Esas zonas «tenían el objetivo inicial de producir bienes para la exportación a fin de obtener divisas. También servían como laboratorios sociales y económicos donde observar tecnologías extranjeras y habilidades gestoras. Ofrecieron incentivos a los inversores extranjeros, incluidas exenciones fiscales, repatriación anticipada de beneficios, y mejores instalaciones e infraestructuras». Posteriormente, el gobierno chino seleccionó varias «ciudades costeras abiertas», así como «regiones económicas abiertas», para la inversión extranjera de cualquier tipo. Pero los intentos iniciales de las empresas extranjeras de colonizar el mercado interno chino en áreas como los automóviles y productos
  • 41. manufacturados no tuvieron éxito. La empresa conjunta de Ford sobrevivió a duras penas y General Motors fracasó a principios de la década de 1990. Los únicos sectores donde se registraron éxitos claros durante los primeros años fueron las industrias intensivas en mano de obra orientadas a la exportación. Más de dos tercios de la inversión extranjera directa a comienzos de los años noventa (y un porcentaje aún mayor de la que sobrevivió) fue organizada por la diáspora china (operando particularmente desde Hong Kong, pero también desde Taiwán). Las débiles protecciones legales para las empresas capitalistas favorecían las relaciones locales informales y las redes de confianza que los chinos de la diáspora podían aprovechar desde una posición privilegiada[31]. Las enormes bancarrotas de las empresas manufactureras de pueblos y municipios en 1997-1998, que se extendieron a muchas de las empresas estatales en los principales centros urbanos, supusieron un punto de inflexión. Los mecanismos de fijación de precios y de competencia tomaron el relevo entonces, respecto del traspaso de poder –desde el Estado central hacia las regiones, zonas de exportación y localidades–, como proceso impulsor clave de la reestructuración de la economía. El efecto fue dañar seriamente, cuando no destruir, gran parte del sector organizado por el Estado y generar una gran ola de desempleo. Abundaban los informes de disturbios laborales de consideración, y el gobierno chino se vio en la tesitura de absorber vastos excedentes laborales si quería mantenerse[32]. Desde 1998, los chinos han tratado de afrontar este problema mediante inversiones financiadas con deuda en grandes megaproyectos para transformar las infraestructuras físicas. Están proponiendo un proyecto mucho más ambicioso que la ya enorme presa de las Tres Gargantas para desviar y canalizar agua del río Yangtsé al río Amarillo (con un coste de más de 60.000 millones de dólares). Las asombrosas tasas de urbanización (desde 1992, más de 42 ciudades han crecido más allá del millón de habitantes) han supuesto grandes inversiones de capital fijo. Se están construyendo nuevos sistemas de metro y carreteras en las principales ciudades, se proponen cerca de 14.000 kilómetros de nuevas vías férreas
  • 42. para enlazar el interior con las zonas costeras, económicamente más dinámicas, incluyendo un enlace de alta velocidad entre Shanghái y Pekín y otro al Tíbet. Los Juegos Olímpicos están dando lugar a grandes inversiones (así como a desplazamientos masivos de población) en Pekín. Ese esfuerzo es mucho mayor que el emprendido en Estados Unidos durante las décadas de 1950 y 1960 con la construcción del sistema de autopistas interestatales, y puede potencialmente absorber los excedentes de capital durante varios años. Sin embargo, se financia con déficit (en el estilo keynesiano clásico) y eso conlleva altos riesgos, ya que si las inversiones no devuelven su valor al proceso de acumulación a su debido tiempo, una crisis fiscal del Estado afectará pronto a China, con graves consecuencias para su desarrollo económico y su estabilidad social[33]. Pero la crisis de 1997-1998 también abrió el camino para que el capital privado (particularmente extranjero) se adueñara de las empresas estatales en quiebra sin asumir ninguna de sus obligaciones sociales (como las pensiones y los derechos de asistencia social). Así se abrió de par en par la puerta para que el capital extranjero, particularmente del resto de Asia Oriental y Sudoriental, pero también de Estados Unidos y Europa, reestructurara a su capricho gran parte del sector industrial chino en condiciones de excedentes laborales masivos (casi 50 millones de trabajadores despedidos del sector público durante la década de 1990 y una creciente masa de 150 millones de trabajadores rurales desempleados a los que recurrir) y crédito fácil respaldado por el Estado. En 2002, más del 40 por 100 del PIB chino correspondía a la inversión extranjera directa. Para entonces, China se había convertido en el mayor receptor de inversión extranjera directa en el mundo en desarrollo (y se esperaba que en 2004 asumiera el segundo lugar en el mundo en ese capítulo, sólo superada por Estados Unidos)[34]. Las multinacionales interesadas en el mercado chino ahora se encontraban en condiciones de explotarlo de manera rentable. General Motors, por ejemplo, que había sufrido la quiebra de su empresa a principios de la década de 1990, volvió a incorporarse al mercado a finales de la década y, en 2003, obtuvo ganancias mucho mayores en su empresa
  • 43. china que en sus operaciones nacionales en Estados Unidos[35]. Los inversores extranjeros, aunque técnicamente todavía estaban en desventaja en relación con las poco competitivas empresas estatales, según muchos informes habían superado ya al sector privado autóctono, que aún sufría significativas restricciones además de los costes ocultos de la corrupción en el Estado y en el sector bancario dominado por él. Esto contribuyó al papel dominante de la inversión extranjera (incluida la protagonizada por la diáspora china) en la industria en relación con el capital autóctono. Pero la base institucional legal de este movimiento gigantesco seguía siendo incierta. Surgieron mercados informales en el sector inmobiliario, particularmente en áreas urbanas periféricas. Esto fue acompañado por poderosas oleadas de acumulación primitiva. Los dirigentes de las comunas, por ejemplo, asumieron frecuentemente derechos de propiedad de facto sobre tierras y activos comunales en sus negociaciones con inversionistas extranjeros, y esos derechos les fueron luego confirmados en cuanto individuos, segregando en la práctica los bienes comunes en beneficio de unos pocos y en perjuicio de la mayoría de la población. En el barullo de la transición, escribe Wang, «una parte significativa de la propiedad nacional fue transferida “legal” e ilegalmente en beneficio económico personal de una pequeña minoría»[36]. La especulación en el sector inmobiliario, particularmente en las áreas urbanas, se incrementó enormemente en ausencia de sistemas claros de derechos de propiedad. En 2004, no obstante, los derechos de propiedad privada fueron formalmente consagrados en la Constitución china, un movimiento hacia la ratificación de unos arreglos institucionales oficiosos del empresariado local más propios de un orden social capitalista. La admisión de empresarios en el seno del partido comunista abre la posibilidad de que surja algún tipo de sistema de gobierno «público-privado» que, como hemos mostrado, es característico de los Estados neoliberales. En resumen, China ha venido experimentando un proceso radical de formación de una clase burguesa y capitalista (más que una restauración del poder de clase preexistente como en Estados Unidos)[37]. El comunismo
  • 44. nunca había erradicado de la economía china las desigualdades estructurales, por supuesto; la diferencia entre la ciudad y el campo había quedado incluso consagrada como ley. Pero desde el inicio de la reforma, escribe Wang, «esa desigualdad estructural se transformó rápidamente en disparidades de ingresos entre las diferentes clases, capas sociales y regiones, lo que condujo rápidamente a la polarización social»[38]. En China se ha producido (a diferencia de lo que sucedió en Estados Unidos durante los años de mandato de Reagan) una combinación muy peculiar (y casi seguramente inestable) de financiación keynesiana mediante déficit público de grandes proyectos de infraestructuras bajo la dirección del Estado, con un desenfrenado neoliberalismo de privatizaciones y consolidación del poder de clase bajo un gobierno autoritario. El aflujo de capital y las influencias extranjeras desempeñaron sin duda un papel fundamental en las presiones y oportunidades surgidas cuando China se abrió al comercio exterior; y la adhesión de China a la OMC en 2001 la obliga en principio, después de un periodo de transición, a cumplir las normas neoliberales en el mercado mundial. Pero el poder del Estado y del partido comunista (y su capacidad para emprender prácticas autoritarias a su voluntad), así como las condiciones peculiares del proceso de transición, aportan algunas características muy distintivas al caso chino. Queda por ver si su configuración ejercerá a su vez fuertes influencias en la vía general del desarrollo capitalista por su puro poder competitivo en el escenario mundial. El autoritarismo explícito del caso chino es particularmente preocupante a la vista de las tendencias antidemocráticas más encubiertas implícitas en el neoliberalismo. Sugiere que el giro hacia el neoconservadurismo, no sólo en Estados Unidos sino también en algunos países europeos (en particular Italia), puede dar lugar a una profundización de las tendencias antidemocráticas dentro del neoliberalismo más que a una desviación radical. Y el peso competitivo de China puede añadir impulso a esta tendencia al autoritarismo. Sin embargo, China no está sola como competidor potencial en el escenario global, ya que las transformaciones de clase que se están dando en
  • 45. Rusia e India, por citar tan sólo otros dos ejemplos, también pueden influir mucho más allá de sus fronteras[39]. Y una nueva alianza –como la que se formó entre Brasil, India, China, Sudáfrica y otros en la conferencia de Cancún– bien podría indicar el surgimiento de una fuerza completamente diferente en la política global, tan importante, si no potencialmente más, que la reunida en Bandung en 1955 para crear un bloque de países no alineados en medio de la polarización de la Guerra Fría. Todo esto muestra, no obstante, que no estamos afrontando una simple «exportación» del neoliberalismo desde un centro hegemónico. El desarrollo del neoliberalismo debe considerarse como un proceso evolutivo descentrado e inestable, caracterizado por desarrollos geográficos desiguales y fuertes presiones competitivas entre varios centros dinámicos de poder económico- político. Resultados: el resurgimiento de la acumulación por desposesión ¿Hasta qué punto se puede decir que el giro neoliberal ha resuelto los problemas de la acumulación menguante del capital? Sus resultados reales en cuanto a estimular el crecimiento económico son bastante tristes. Las tasas de crecimiento agregado se situaron alrededor del 3,5 por 100 anual en la década de 1960 e incluso durante la problemática década de 1970 se mantuvieron en torno al 2,4 por 100; pero las tasas de crecimiento global subsiguientes del 1,4 por 100 y el 1,1 por 100 durante las décadas de 1980 y 1990, respectivamente (sin llegar apenas al 1 por 100 desde el 2000), indican que el neoliberalismo ha fracasado ampliamente en cuanto a estimular el crecimiento mundial[40]. ¿Por qué, entonces, hay tanta gente persuadida de que es la «única alternativa», y por qué ha tenido tanto éxito? Destacan dos razones. En primer lugar, la volatilidad del desarrollo geográfico desigual se ha acelerado, permitiendo que ciertos territorios
  • 46. avancen espectacularmente a expensas de otros (al menos por un tiempo). Si, por ejemplo, durante la década de 1980 los grandes triunfadores fueron sobre todo Japón, los «tigres» asiáticos y la RFA, y durante la de 1990 Estados Unidos y el Reino Unido, el que cupiera esperar cierto «éxito» en alguna parte oscureció el hecho de que el neoliberalismo estaba en general fracasando. En segundo lugar, sí que ha sido un gran éxito desde el punto de vista de las clases altas. Ha restaurado el poder de clase de las elites dirigentes (como en Estados Unidos y, en cierta medida, en Gran Bretaña) o ha creado condiciones para la formación de clases capitalistas (como en China, India, Rusia y otros países). En ambos casos, lo que cuenta es el aumento de la desigualdad[41]. Con los medios de comunicación dominados por los intereses de la clase alta, se podría propagar el mito de que otros países fracasaron porque no eran lo suficientemente competitivos (preparando así el escenario para nuevas reformas neoliberales). Había que aumentar la desigualdad social en un territorio para alentar el riesgo empresarial y la innovación que otorgaban poder competitivo y estimulaban el crecimiento. Si las condiciones de las clases bajas se deterioraban, se aducía que es que no habían logrado, generalmente por razones personales y culturales, mejorar su propio capital humano (mediante la dedicación al estudio, la adquisición de una ética de trabajo protestante, la sumisión a la disciplina y la flexibilidad laboral, etcétera). En suma, surgieron problemas particulares debido a la falta de fuerza competitiva o a fallos personales, culturales y políticos. En un mundo darwiniano, proseguía ese argumento, sólo el más apto puede sobrevivir y sobrevivirá. Los problemas sistémicos quedaban enmascarados bajo un alud de declaraciones ideológicas e infinidad de crisis localizadas. Si los principales logros del neoliberalismo han sido redistributivos más que generativos, había que encontrar formas de transferir activos y redistribuir la riqueza y los ingresos, ya fuera de la mayoría de la población hacia las clases altas o de los países vulnerables a los más ricos. En otro lugar he ofrecido una descripción de esos mecanismos bajo la rúbrica de «acumulación por desposesión»[42], refiriéndome a la prolongación y
  • 47. proliferación de prácticas de acumulación que Marx trató como «primitivas» u «originarias» durante el surgimiento del capitalismo, que incluyen la mercantilización y privatización de la tierra y la expulsión forzosa de poblaciones campesinas (como en México e India en los últimos tiempos); la conversión de diversos tipos de derechos de propiedad (comunes, colectivos, estatales, etc.) en derechos exclusivos de propiedad privada; la supresión de los derechos a los bienes comunes; la mercantilización de la fuerza de trabajo y la supresión de formas alternativas (indígenas) de producción y consumo; los procesos coloniales, neocoloniales e imperiales de apropiación de activos (incluidos los recursos naturales); la monetización del cambio y los impuestos, en particular sobre la propiedad del suelo; el comercio de esclavos (que se mantiene particularmente en la industria del sexo); y la usura, la deuda nacional, y lo más devastador de todo, el uso del sistema crediticio como medio radical de acumulación primitiva. El Estado, con su monopolio de la violencia y de las definiciones de legalidad, desempeña un papel crucial tanto en el respaldo como en la promoción de esos procesos. A esta lista de mecanismos podemos agregar ahora una serie de técnicas adicionales, como la extracción de rentas derivada de patentes y de derechos de propiedad intelectual, y la disminución o eliminación de diversos derechos de propiedad común (como pensiones públicas, vacaciones pagadas, acceso a la educación y cuidados sanitarios) obtenidos gracias a una generación o más de lucha socialdemócrata de clases. La propuesta de privatizar las pensiones públicas de jubilación (iniciada en Chile bajo la dictadura) es, por ejemplo, uno de los objetivos más preciados de los neoliberales en Estados Unidos. Si bien en los casos de China y Rusia podía ser razonable referirse a los acontecimientos recientes en términos de acumulación «primitiva» u «originaria», las prácticas que restauraron el poder de clase devolviéndoselo a las elites capitalistas en Estados Unidos y otros lugares se entienden mejor como un continuado proceso de acumulación por desposesión, que pronto se hizo predominante bajo el neoliberalismo. A continuación, lo desglosaremos en sus cuatro elementos principales.
  • 48. 1. Privatización La empresarización, mercantilización y privatización de bienes hasta ahora públicos ha sido una característica destacada del proyecto neoliberal. Su objetivo principal ha sido abrir nuevos campos para la acumulación de capital en ámbitos hasta ahora considerados fuera del alcance del cálculo de rentabilidad. Servicios públicos de todo tipo (agua, telecomunicaciones, transporte), oferta de bienestar social (vivienda social, educación, atención médica, pensiones), instituciones públicas (como universidades, laboratorios de investigación, prisiones) e incluso la guerra (como ilustra el «ejército» de contratistas privados que operan junto a las fuerzas armadas en Iraq) han sido privatizados en algún grado en todo el mundo capitalista. Los derechos de propiedad intelectual establecidos mediante el llamado Acuerdo ADPIC en la OMC definen los materiales genéticos, plasmas de semillas y muchos otros productos como propiedad privada. Así, se pueden extraer rentas por su uso hasta de poblaciones cuyas prácticas habían desempeñado un papel crucial en el desarrollo de tales materiales genéticos. La biopiratería está fuera de control, así como el saqueo de la reserva mundial de recursos genéticos en beneficio de algunas grandes compañías farmacéuticas. La mercantilización general de la naturaleza en todas sus formas también ha dado lugar al agotamiento cada vez mayor de los bienes comunes ambientales (tierra, aire, agua) y a la degradación de hábitats que imposibilita todo lo que no sea modos de producción agrícola intensivos en capital. La mercantilización (mediante el turismo) de las formas culturales, la historia y la creatividad intelectual conlleva desposesiones generales (la industria de la música es tristemente conocida por la apropiación y explotación de la cultura y la creatividad de base). Como en el pasado, se usa con frecuencia el poder estatal para forzar tales procesos incluso contra la voluntad popular. El retroceso de los marcos regulatorios diseñados para proteger de la degradación la mano de obra y el medio ambiente ha implicado la pérdida de derechos. La reversión al dominio privado de los derechos de propiedad pública obtenidos mediante años de dura lucha de
  • 49. clases (el derecho a una pensión pública, al bienestar, a un sistema sanitario nacional) ha sido una de las políticas de desposesión más atroces emprendidas en nombre de la ortodoxia neoliberal. Todos esos procesos equivalen a la transferencia de activos desde el ámbito público y el popular a la esfera privada, atravesada por privilegios de clase. La privatización, argumenta Arundhati Roy respecto del caso indio, implica «la transferencia de activos públicos productivos en manos del Estado a empresas privadas». Entre ellos cabe mencionar recursos naturales como la tierra, los bosques, el agua o el aire. Esos son activos que el Estado debería custodiar para las personas que representa […] Arrebatárselos y venderlos como mercadería a empresas privadas es un proceso de despojo bárbaro a una escala que no tiene paralelo en la historia»[43]. 2. Financiarización La fuerte oleada de financiarización que se produjo después de 1980 ha estado marcada por su estilo especulativo y depredador. El flujo diario total de transacciones financieras en los mercados internacionales, situado en 2.300 millones de dólares en 1983, había aumentado a 130.000 millones en 2001. Cabe comparar ese flujo anual de 40 billones de dólares en 2001 con los 800.000 millones que se estima que serían necesarios realmente para apoyar el comercio internacional y los flujos de inversión productiva[44]. La desregulación permitió que el sistema financiero se convirtiera en uno de los principales centros de actividad redistributiva mediante la especulación, la depredación, el fraude y el robo. Promociones de acciones, esquemas piramidales de Ponzi, destrucción estructurada de activos mediante la inflación, liquidación de activos mediante fusiones y adquisiciones, promoción de niveles de deuda que redujeron a poblaciones enteras –incluso en países capitalistas avanzados– a la servidumbre por deudas, por no mencionar el fraude empresarial, la enajenación de activos (la supresión de fondos de pensiones y su destrucción por colapsos de acciones y quiebras
  • 50. empresariales) mediante manipulaciones de créditos y de acciones… todo esto se ha convirtido en lo característico y principal del sistema financiero capitalista. El énfasis en el valor de las acciones, que surgió de unir los intereses de propietarios y de administradores del capital mediante la remuneración de estos últimos a partir de opciones sobre acciones, condujo –como ahora ya sabemos– a manipulaciones en el mercado que aportaron una inmensa riqueza a unos pocos, a expensas de la mayoría. El espectacular colapso de Enron fue emblemático de un proceso general que desposeyó a muchos de sus medios de vida y sus derechos de pensión. Más allá de esto, también tenemos que analizar las incursiones especulativas llevadas a cabo por los fondos de cobertura y otras instituciones importantes del capital financiero, ya que estas constituyeron la verdadera vanguardia de la acumulación por desposesión en el escenario global, aun cuando supuestamente otorgaban a la clase capitalista el beneficio positivo de la «difusión de riesgos»[45]. 3. La gestión y manipulación de las crisis Más allá de la espuma especulativa y a menudo fraudulenta que caracteriza gran parte de la manipulación financiera neoliberal, existe un proceso más profundo que conlleva el surgimiento de «la trampa de la deuda» como un medio primario de acumulación por desposesión[46]. La creación, gestión y manipulación de crisis en el escenario mundial se ha convertido en el arte de la redistribución deliberada de la riqueza de los países pobres a los ricos. Al elevar repentinamente los tipos de interés en 1979, V olcker aumentó la proporción de ganancias extranjeras que los países prestatarios tenían que destinar a los pagos de intereses de la deuda. Forzados a la bancarrota, países como México tuvieron que aceptar un ajuste estructural. Estados Unidos, mientras proclamaba su papel como un noble líder que organiza «rescates» para mantener estable y encaminada la acumulación de capital global, también pudo ingeniárselas para saquear la economía mexicana